Entrégate a la Seducción - Lauren Smith - E-Book

Entrégate a la Seducción E-Book

Lauren Smith

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Beschreibung

Él es un multimillonario solitario con un oscuro pasado…



De niño, Emery Lockwood desapareció durante tres meses y, después de ser encontrado, nunca habló de lo que le había ocurrido. A la periodista de investigación Sophie Ryder siempre le ha intrigado su misterioso pasado y está decidida a descubrir la verdad que se esconde tras los hechos de su secuestro.
Cuando Sophie se infiltra en un club privado para conocer a Emery, se siente atraída por su presencia oscura y seductora. Igual de cautivado que ella, el inquietante multimillonario le ofrece un trato: entregarse a él en la cama a cambio de las respuestas que ella tanto ansía.
Para ella, bajar la guardia no es fácil. Después de perder a su mejor amiga cuando era niña, conoce la pérdida tan bien como Emery y eso los une más. Pero el peligro acecha en las sombras y Emery debe decidir si puede salvar a la mujer que ama o perderla para siempre.

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Seitenzahl: 567

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Entrégate a la Seducción

Rendición Seductora

Libro 1

Lauren Smith

Traducido porL. M. Gutez

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Epílogo

Entrégate a la Tentación

Acerca del Autor

La presente es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares y acontecimientos o bien son producto de la imaginación del autor o se emplean de manera figurada, y cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o escenarios, es mera coincidencia.

Copyright 2014 por Lauren Smith

Traducción hecha por L.M. Gutez

Copyright Traducción 2024

Todos los derechos reservados. De acuerdo con la Ley de Derechos de Autor de Estados Unidos de 1976, el escaneo, la transferencia y el intercambio electrónico de cualquiera de las partes de este libro sin el permiso del editor, representa un acto de piratería ilegal y un robo de la propiedad intelectual del autor. Si desea utilizar material de este libro (que no sea para fines de reseña), debe obtener un permiso previo por escrito poniéndose en contacto con el editor en [email protected]. Gracias por su colaboración en la defensa de los derechos del autor.

El editor no es responsable de los sitios web (o de su contenido) que no sean de su propiedad.

ISBN: 978-1-962760-57-7 (edición libro electrónico)

ISBN: 978-1-962760-58-4 (edición papel)

CapítuloUno

Emery Lockwood y Fenn Lockwood, gemelos de ocho años, hijos de Elliot y Miranda Lockwood, fueron secuestrados de su residencia familiar en Long Island entre las siete y las ocho de la noche. el secuestro se produjo durante una fiesta de verano organizada por los Lockwood.

—New York Times, 10 de junio de 1990

Long Island, Nueva York

Esto es absolutamente lo más estúpido que he hecho en mi vida.

Sophie Ryder se bajó el dobladillo de la falda unos centímetros más. Seguía siendo demasiado corta. Pero no pudo haberse puesto algo modesto, según su estilo habitual. No en un club BDSM clandestino de élite en la Costa de Oro de Long Island. Sophie nunca había estado en ningún club, y mucho menos en uno como éste. Había tenido que pedir prestada la minifalda negra y el corsé rojo de encaje a su amiga Hayden Thorne, quien pertenecía al club y sabía lo que debía ponerse.

The Gilded Cuff. Era el lugar para los que disfrutaban de su perversión y podían permitírselo.

Sophie suspiró. El sueldo de una periodista no era suficiente para costear nada parecido a lo que vestía la gente a su alrededor y, sin duda, se sentía menos sexy con sus prácticos zapatos negros de tacón bajo con un poco de brillo en las puntas. La sensualidad se desprendía de cada una de las personas de la habitación cuando la rozaban con sus trajes de Armani y sus vestidos de Dior, y se mostró cautelosa a la hora de acercarse demasiado. Sus sofisticadas voces resonaban en las escarpadas paredes de piedra gris mientras charlaban y cotilleaban. Aunque le incomodaba la manera directa en que la gente a su alrededor se tocaba y se provocaba con miradas y ligeras caricias, incluso mientras esperaban pacientemente en la fila, una agitación de nerviosismo le recorrió el pecho y el abdomen. Por un lado, se debía a la química sexual de su entorno y, por otro, a la historia que marcaría su trayectoria profesional, si lograba encontrar a quien buscaba y salvarle la vida a tiempo. El director del periódico en Kansas para el que escribía le había dado una semana para publicar la noticia. Lo que no sabía era cuánto tiempo tenía para salvar la vida de un hombre que en este mismo momento se encontraba en algún lugar del club. Tragó saliva e intentó concentrarse.

Siguiendo a la multitud, se unió a la fila que conducía a un escritorio de madera de nogal con bordes dorados. Una mujer vestida con un traje gris a medida y una blusa de seda roja comprobaba los nombres de una lista con un bolígrafo de plumas. Sophie luchó por contener su pulso frenético y el revoloteo de mariposas rebeldes en su estómago cuando llegó finalmente al escritorio.

—¿Nombre, por favor? —la mujer la miró por encima de unas gafas con montura negra. Parecía una mezcla entre una bibliotecaria sexy y una abogada sensata.

Un destello de pánico recorrió a Sophie. Esperaba que su informante pudiera ayudarla. No cualquiera podía entrar en el club. Tenías que ser referido por un miembro existente como invitado.

—Mi nombre es Sophie Ryder. Soy la invitada de Hayden Thorne —al mencionar el nombre de su nueva amiga, la otra mujer sonrió al instante, con una mirada cálida.

—Sí, por supuesto. Ella me llamó y me dijo que vendrías. Bienvenida a The Gilded Cuff, Sophie —cogió un pequeño folleto brillante y se lo entregó—. Estas son las normas del club. Léelas atentamente antes de entrar. Acude a mí si tienes alguna duda. También puedes acudir a cualquiera que lleve un brazalete rojo. Son nuestros vigilantes del club. Si te adentras demasiado y te entra el pánico, di la palabra “rojo” y eso hará que el juego o la escena se detengan. Es la palabra de seguridad común. Todos los Doms que estén en el interior deben respetar eso. Si no lo hacen, se enfrentan a nuestros vigilantes.

—De acuerdo —Sophie aspiró una bocanada de aire, intentando no pensar en qué tipo de escena la haría utilizar una palabra de seguridad.

Realmente era la cosa más estúpida que había hecho en su vida. El corazón le latía de manera errática mientras una oleada de temor la invadía. Debería irse… No. Tenía que quedarse al menos unos minutos más. Una vida podía peligrar, una vida que ella podía salvar.

—Sólo hay una cosa más. Necesito saber si eres una domi o una sum —la mujer pasó la punta de pluma del bolígrafo por debajo de su barbilla, considerando a Sophie, analizándola.

—¿Domi o sum? —Sophie conocía las palabras. Dominatriz y sumisa. Solo otra parte del mundo BDSM, un estilo de vida del que sabía muy poco. Sophie definitivamente no era una domi. Las Domis eran las Dominantes femeninas en una relación D/s. No tenía ninguna necesidad de azotar a su compañero de cama.

Le gustaba el control, sí, pero sólo cuando se trataba de su vida y de hacer lo que necesitaba hacer. ¿En la cama? Bueno… siempre le había gustado pensar que un hombre agresivo era aquel que conseguía lo que quería y le daba a ella lo que necesitaba. Nunca había tenido un hombre así. Hasta ahora, cada encuentro en el dormitorio había sido una impresionante lección de decepción.

De repente, la mujer volvió a sonreír, como si hubiera estado al tanto de los pensamientos íntimos de Sophie.

—Definitivamente no eres una domi —las comisuras de sus labios se crisparon de diversión—. Tengo la sensación de que disfrutarías de un compañero agresivo.

¿Cómo demonios? Sophie se estremeció. El destello de una imagen provocativa, un hombre inmovilizándola contra el colchón, penetrándola sin piedad hasta hacerla estallar de placer. El calor inundó su cara.

—Ahh, ahí está la sum. Ten, coge esto —la mujer capturó las muñecas de Sophie y colocó un par de esposas de cuero flexible alrededor de cada muñeca. Cosida al cuero, una cinta de satén rojo recorría cada esposa. La mujer del mostrador no unió las muñecas de Sophie, sino que se aseguró de que tenía las esposas listas para ser atadas en caso de que encontrara a un compañero dentro. El contacto de las esposas alrededor de sus muñecas le produjo una oleada de excitación. ¿Cómo era posible sentirse ya atada y atrapada? La limitaban, pero no le cortaban la circulación, como si llevara una gargantilla ajustada. Quiso tirar de las esposas como lo haría con un collar estrecho, porque no estaba acostumbrada a la restricción.

—Estas esposas indican a los doms en el interior que eres una sum, pero que no has sido reclamada y que eres nueva en este estilo de vida. Otras sums llevarán esposas, otras no. Depende de si están actualmente conectadas con un Dom en particular y si ese Dom desea mostrar una posesión. Como no estás con nadie, las esposas rojas indican a todos que eres nueva y que estás aprendiendo el estilo de vida. Sabrán que tienen que actuar con suavidad y pedir permiso antes de hacer o intentar algo contigo. Los vigilantes no te perderán de vista.

El alivio recorrió a Sophie. Gracias a Dios. Sólo estaba aquí para conseguir una historia. Parte de su trabajo consistía en obtener información de cualquier manera, sin importar lo que hiciera falta. Pero no estaba segura de estar preparada para hacer lo que suponía que ocurría detrás de las pesadas puertas de roble. Aun así, para la historia, probablemente tendría que hacer algo fuera de su zona de confort. Esa era la naturaleza de escribir sobre historias criminales. Por supuesto, esta noche no se trataba de un crimen, sino de una víctima; y esta víctima era la respuesta a todo lo que había esperado averiguar durante años. Y estaba segura de que él estaba en peligro.

Cuando había acudido a la policía local con sus sospechas, la habían ignorado y la habían echado con las promesas habituales de que vigilaban de cerca a su comunidad. Pero ellos no veían patrones como ella. No habían leído miles de artículos sobre crímenes y notado lo que ella hacía. En algún lugar dentro de este club, la vida de un hombre peligraba y ella lo salvaría y conseguiría la historia del siglo.

—Las esposas, por favor —un hombre considerablemente musculoso le cogió las muñecas cuando ella se acercó a la puerta que conducía al interior del club. Vestía un traje costoso con un brazalete rojo en el bíceps, pero su atuendo realzaba, en lugar de ocultar, su auténtico poder robusto. Eso le sorprendió. Había esperado hombres vestidos de cuero negro y mujeres completamente desnudas, rodeadas de cadenas, látigos y todo el paquete.

El hombre le miró las muñecas y luego la cara.

—¿Conoces la palabra de seguridad, pequeña sum?

—Rojo.

—Buena chica. Entra y diviértete —la boca del hombre esbozó una amplia sonrisa, pero desapareció con la misma rapidez. Ella le devolvió la sonrisa e inclinó ligeramente la cabeza al pasar junto a él.

Atravesó la puerta abierta y entró en otro mundo. En lugar de una mazmorra con paredes cubiertas de cadenas de hierro, Sophie descubrió que The Gilded Cuff era todo lo contrario de lo que había imaginado.

La música y la oscuridad dominaban el ambiente del club, envolviendo sus sentidos. Se detuvo bruscamente, con el corazón acelerado por un breve ataque de pánico al no poder ver nada a su alrededor.

Las mazmorras y los gritos que había esperado no estaban allí. ¿Esto era típico de un ambiente BDSM? Su investigación inicial la había llevado claramente por mal camino. No era propio de ella no estar preparada, y The Gilded Cuff ciertamente la sorprendió. Cada escenario que había planeado en su cabeza ahora parecía tonto e ineficaz. Este lugar y esta gente no se parecían en nada a lo que había imaginado y eso la asustaba más que las esposas. No estar preparado podía ser la causa de tu muerte. Era una lección que había aprendido por las malas y tenía cicatrices que lo demostraban. El folleto con las normas del club que le había dado la mujer del mostrador seguía en sus manos, y una ligera capa de sudor cubría la superficie brillante del papel.

Probablemente debería haberle echado un vistazo. ¿Y si incumplo una norma por accidente?

Lo último que quería era meterse en problemas o, peor aún, que la echaran y no poder terminar lo que había venido a hacer. Esta podía ser su única oportunidad de salvar al hombre que se había convertido en su obsesión.

Sophie se abrió paso a través de una amplia habitación bordeada de cortinas de terciopelo carmesí atadas con cuerdas que mantenían alejadas las miradas indiscretas de las grandes camas que había más allá cuando las cortinas estaban desatadas. Sólo los sonidos procedentes del otro lado de las cortinas indicaban lo que allí ocurría. Su cuerpo reaccionó a los sonidos y se excitó a pesar de su intención de permanecer distante. En los alrededores, la gente descansaba en sofás de estilo gótico tapizados en brocado. De las paredes colgaban retratos antiguos, imágenes imperiosas de hombres y mujeres hermosos de épocas pasadas que miraban fríamente desde sus marcos. Sophie tenía la sensación de haberse adentrado en otro tiempo y lugar totalmente alejados de las acogedoras calles de la pequeña ciudad de Weston, en la costa norte de Long Island.

El lento ritmo de un bajo y los roncos canturreos de un cantante envolvieron a Sophie como una manta erótica. Como si estuviera en un oscuro sueño, las sombras en movimiento y la música la envolvían, y respiraba profundamente, acariciada por aromas a sexo y perfume caro. La conciencia del mundo exterior vacilaba, flotando en su mente como un espejismo. Alguien chocó con ella por detrás, intentando pasar a su lado para adentrarse en el club. El repentino movimiento la hizo volver en sí y salir del oscuro hechizo del club.

—¡Lo siento! —jadeó ella y se apartó del camino.

Cuando sus ojos se adaptaron a la tenue luz, los cuerpos se manifestaron en formas distorsionadas. Los sonidos de la exploración sexual eran un extraño complemento para la canción que estaba siendo interpretada. Un fuerte rubor inundó las mejillas de Sophie, calentando toda su cara. Sus propias experiencias sexuales habían sido torpes y breves. Los recuerdos de esas noches eran indeseados, incómodos y carentes de pasión. El simple hecho de revivirlas en su mente la hacía sentirse como una extraña en su propia piel. Levantó la barbilla y volvió a concentrarse en su objetivo.

Las esposas de sus muñecas la hacían sentirse vulnerable. En cualquier momento podía venir un dom, unirle las muñecas y arrastrarla a un rincón oscuro para mostrarle su verdadera pasión bajo su dominio. La idea hizo que su cuerpo cobrara vida de una forma que no había creído posible. Ahora, cada célula de su cuerpo parecía anhelar un encuentro con un desconocido en este lugar de pecados y secretos. Recorrió los respaldos de los sofás de terciopelo con las puntas de los dedos, y la textura ligeramente áspera del tejido le hizo preguntarse cómo se sentiría contra su piel desnuda mientras se estiraba bajo un duro cuerpo masculino.

La opresiva oscuridad sensual que se deslizaba por los límites de su propio control era demasiado. Había una lámpara de luz tenue no demasiado lejos, y Sophie se dirigió hacia ella, atraída por la promesa de su comodidad. La luz era segura; se podía ver lo que ocurría. La oscuridad era lo que la ponía nerviosa. Si no podía ver lo que ocurría a su alrededor, era vulnerable. Apenas había luz suficiente para ver hacia dónde se dirigía. Necesitaba calmarse, recuperar la compostura y recordar por qué estaba aquí.

Su corazón latió violentamente contra sus costillas al darse cuenta de lo fácil que sería para cualquiera de los fuertes y musculosos doms del club deslizar una mano dentro de su corpiño y descubrir lo que había escondido allí, un objeto que se había convertido en algo muy preciado para ella en los últimos años.

Su mano se posó en la copia de una vieja fotografía. Sabía que sacarla supondría un riesgo, pero no pudo resistirse a la necesidad de echarle un rápido vistazo bajo la tenue luz.

Desplegó la foto con suavidad y frunció los labios mientras estudiaba el rostro del niño de ocho años que aparecía en ella. Era la foto de infancia del hombre que había venido a ver esta noche.

La foto en blanco y negro había sido portada del New York Times veinticinco años atrás. El chico iba vestido con harapos y tenía moratones en su cara angelical; sus ojos, afligidos miraban a la cámara. Un corte sangriento trazaba la línea de su mandíbula desde la barbilla hasta el cuello. Con los ojos muy abiertos, se aferraba a una gruesa manta de lana mientras un policía le tendía la mano.

Emery Lockwood. El único superviviente del secuestro infantil más famoso de la historia de Estados Unidos desde el del bebé Lindbergh. Y esta noche se encontraba en algún lugar del The Gilded Cuff.

Durante el último año, ella se había obsesionado con la foto y había empezado a mirarla cuando necesitaba tranquilizarse. Su protagonista había sido secuestrado pero había sobrevivido y escapado, cuando muchos niños como él a lo largo de los años no habían tenido tanta suerte. A Sophie se le formó un nudo en la garganta, y fragmentos de cristal invisible se le clavaron en la garganta mientras intentaba deshacerse de sus propios recuerdos horribles. Su mejor amiga Rachel, el parque infantil, ese hombre de la furgoneta gris…

La foto estaba arrugada, con bordes desgastados. El desafío en el rostro de Emery la obligaba de una manera que ninguna otra cosa en su vida lo había hecho. La obligaba con una intensidad que la asustaba. Tenía que verlo, tenía que hablar con él y comprenderlo a él y a la tragedia a la que había sobrevivido. Temía que el hombre pudiera ser objeto de otro atentado y tenía que advertirle. Su muerte no sería justa, no después de todo lo que había sobrevivido. Tenía que ayudarlo. Pero no era sólo eso. Era la única manera de aliviar la culpa que ella había sentido por no poder ayudar a capturar al hombre que se había llevado a su amiga. Tenía que hablar con Emery. Aunque sabía que eso no le devolvería a Rachel, algo dentro de ella sentía que reunirse con él le pondría fin al asunto.

Con un forzado encogimiento de hombros, se relajó y se concentró en el rostro de Emery. Tras años estudiando casos de secuestro, había notado algo crucial en cierto estilo de secuestros, una tendencia de los depredadores a repetir patrones de comportamiento. Al empezar a indagar en el caso de Emery y leer los cientos de artículos e informes policiales, ella lo había sentido. Esa sensación punzante en el fondo de su mente que le advertía de que lo que había empezado veinticinco años atrás aún no había terminado. No había podido salvar a Rachel, pero salvaría a Emery.

Tengo que hacerlo. Se lo debía a Rachel, se lo debía a sí misma y a todos los que habían perdido a alguien a manos de la oscuridad, del mal. La culpa la envolvía por dentro, pero cuando veía el rostro de Emery en esa fotografía, le recordaba que no todos los niños robados morían. Una parte de ella, una que enterró deliberadamente en su corazón, estaba convencida de que hablar con él, escuchar su historia, aliviaría las viejas heridas de su propio pasado que nunca parecían cicatrizar. Y, a cambio, ella podría ser quien resolviera su secuestro y lo rescatara de una amenaza que estaba convencida de que aún existía.

No era la mujer más audaz —al menos no de forma natural—, pero la búsqueda de la verdad siempre le proporcionaba ese nivel añadido de valentía. A veces tenía la sensación, cuando perseguía una historia, de que se convertía en la persona que debía ser, alguien lo bastante valiente como para luchar contra el mal en el mundo. No en la niña torturada de Kansas que había perdido a su mejor amiga a manos de un pedófilo a los siete años.

Sophie habría preferido realizar la entrevista en un lugar menos privado, preferiblemente con más ropa. Pero era casi imposible contactar con Emery; evitaba a la prensa, al parecer despreciaba sus esfuerzos por conseguir que contaran su historia. Ella no lo culpaba. Volver a contar su historia podría ser traumático para él, pero ella no tenía elección. Si lo que sospechaba era cierto, necesitaba los detalles que estaba segura de que él había ocultado a la policía porque podrían ser la clave para averiguar quién lo había secuestrado y por qué.

Ella había llamado a su empresa, pero en recepción se habían negado a transferirla con él, probablemente debido a su norma de “nada de prensa”. Gracias a Hayden, sabía que Emery rara vez salía de la finca Lockwood, pero venía a The Gilded Cuff unas cuantas veces al mes. Ésta era la única oportunidad que tenía de contactar con él.

Emery dirigía la empresa de su padre desde una enorme mansión en la finca Lockwood, situada en los espesos bosques de la Costa de Oro de Long Island. No se permitían visitas y sólo salía de la casa en compañía de guardias privados.

Sophie volvió a guardar la foto en su corsé y miró a su alrededor, observando los rostros de los doms que pasaban junto a ella. En más de una ocasión sus miradas se posaron en las esposas de sus muñecas, evaluando posesivamente su cuerpo. Su rostro se ruborizó irremediablemente ante su escrutinio. Cada vez que establecía contacto visual con un dom, él fruncía el ceño y ella bajaba la mirada al instante.

Respeto; debe recordar respetar a los doms y no hacer contacto visual a menos que ellos lo ordenen. De lo contrario, ella podría acabar inclinada sobre un banco de azotes. El corsé parecía encogerse, dificultándole la respiración, y el calor la recorría de la cabeza a los pies.

Hombres y mujeres —sumisos a juzgar por las esposas que llevaban en las muñecas—, llevaban incluso menos ropa que ella mientras caminaban con bandejas de bebidas y vasos hacia los doms que estaban en los sofás. Varios doms tenían sums arrodillados a sus pies, con la cabeza gacha. Un hombre sentado en un sillón cercano la observaba con ojos caídos. Tenía una sum a sus pies, con la mano acariciando su larga melena rubia. La mujer tenía los ojos entrecerrados y las mejillas sonrojadas por el placer. Los ojos azul cobalto del dom la evaluaron, no con interés sexual, sino aparentemente con simple curiosidad, como un saciado león de montaña podría observar a un conejo rollizo cruzándose en su camino.

Sophie apartó los ojos del dom pelirrojo y su mirada envolvente. El club era casi demasiado para asimilarlo. Collares, correas, algún poste con cadenas colgando y una cruz gigante, todo formaba parte del mundo de fantasía creado entre la ostentación y la decoración clásica.

Deslizándose entre cuerpos entrelazados y muebles caros, vio más cosas que la intrigaron. El club en sí era una gran habitación con varios pasillos que se separaban del espacio principal. Hayden le había explicado esa misma mañana la distribución del club. Había señalado que, independientemente del pasillo que atravesara, había que volver a la habitación principal para salir del club. Una práctica medida de seguridad. Una pequeña exhalación de alivio escapó de sus labios. ¿Hasta qué punto un hombre como Emery Lockwood llevaba ese estilo de vida? ¿Lo encontraría en una de las salas privadas, o formaría parte de una escena pública como las que estaba presenciando ahora?

Casi había cruzado la mitad de la habitación cuando un hombre la cogió por el brazo y la giró hacia él. Entreabrió los labios, dispuesta a gritar la palabra “rojo”, pero lo miró, se quedó inmóvil y el grito no pudo atravesar su garganta. Él le levantó las muñecas y tocó la cinta roja que rodeaba las esposas de cuero. Sus ojos grises eran plateados como la luz de la luna y mostraban un interés evidente. Sophie intentó zafarse de su agarre. Él la sujetó con fuerza. La excitación que había ido creciendo lentamente en su cuerpo destelló con frialdad y agudeza. Podía usar la palabra de seguridad. Lo sabía. Pero tras respirar hondo, se obligó a relajarse. Parte del trabajo de esta noche era pasar desapercibida, encontrar a Emery. No podía hacer eso si ella salía corriendo y pedía a gritos ayuda al primer contacto. Sería más inteligente dejar que esto se desarrollara un poco; tal vez podría presionar al dom para obtener información sobre Emery más tarde si no lo encontraba pronto. Para Sophie, no ser capaz de llegar a Emery era más aterrador que cualquier cosa que este hombre pudiera intentar hacerle.

—Veo tus esposas, pequeña sum. No voy a hacerte daño.

Su pelo rojizo le caía sobre los ojos, y sacudió la cabeza: poder, posesión, dominio. Él era la masculinidad en estado puro. Un dom natural. Era el tipo de hombre apuesto por el que ella habría suspirado de adolescente. Demonios, incluso ahora, a los veinticuatro, debería haber caído rendida a sus pies. Su mirada se clavó en ella. Una punzada de repentina aprensión provocó que el estómago se le revolviera, pero necesitaba encontrar a Emery e ir con este tipo podría ser la mejor forma de obtener información. Él tiró de sus muñecas, estrechando su cuerpo contra el suyo mientras la miraba ávidamente.

—Necesito una sub no reclamada para un concurso. Hoy es tu noche de suerte, cariño.

CapítuloDos

Elliot y Miranda Lockwood estuvieron presentes durante el tiempo en que se especula que ocurrió el secuestro. los gemelos fueron vistos por última vez en la cocina por su niñera contratada francesca espina, de cincuenta y cuatro años, quien había llamado a los chicos a la cocina para cenar.

—New York Times, 10 de junio de 1990

Sophie apenas tuvo tiempo de protestar por la fuerte presión que el dom ejercía sobre su muñeca antes de que la arrastrara por la habitación hasta un grupo de personas que rodeaban un sofá pegado a la pared.

Podría haber dicho “rojo” y detener el juego que él pretendía llevar a cabo para poder seguir buscando a Emery, pero la palabra murió en sus labios. Una gran multitud de personas se volvió hacia ella, con un destello de diversión en sus ojos. El hecho de que la gente se concentrara en ella no la reconfortó lo más mínimo. Era una presa, para un supuesto concurso, en un club BDSM. Examinando las caras en busca de Emery, rezó para tener la suerte de encontrarlo. Si no, usaría su palabra de seguridad y se libraría del hombre y su “concurso”.

Sosteniéndola, sonrió sombríamente a los espectadores.

—He encontrado una novata. Será perfecta.

Sophie volvió a sacudirse para liberar su muñeca y fracasó. Reprimió un jadeo ahogado cuando él le golpeó el trasero con la mano abierta. Su mirada se desvió a través de la multitud, intentando buscar la cara familiar de Emery. Tenía que estar por aquí. La mayoría de los miembros del club se habían movido para verla a ella y a este dom.

—Quédate quieta, inclina la cabeza —le ordenó.

Para su propia sorpresa, ella obedeció al instante; no porque se doblegara naturalmente ante cualquiera que la mangoneara, sino porque algo en su interior respondió al tono autoritario que acababa de utilizar. Parecía un hombre que disfrutaría castigándola, y ella sabía lo suficiente sobre este estilo de vida como para saber que nunca querría acabar sobre un banco de azotes, aunque la idea avivara su interior.

—Tráela aquí, Royce —habló una voz fría y profunda, que se derramó sobre su piel como el whisky; ligeramente áspera, con un sabor embriagador. Cuando este hombre habló, las voces que murmuraban a su alrededor cesaron y todo el lugar quedó en silencio.

La multitud que la rodeaba a ella y al hombre, Royce, se separó. Otro hombre, sentado en el sofá de brocado azul, los observaba. Sus grandes manos descansaban sobre sus muslos, con los dedos golpeteando impacientemente con un ritmo suave. Royce empujó a Sophie con delicadeza, haciéndola caer de rodillas a los pies del hombre. Ella reaccionó instintivamente, extendiendo las manos para equilibrarse, y sus palmas cayeron sobre los muslos de él y su pecho se estrelló contra sus rodillas.

El aire salió de los pulmones de Sophie en un suave whoosh. Durante unos segundos, luchó por recuperar el aliento mientras se apoyaba en el desconocido. Los grandes músculos bajo sus pantalones color carbón saltaron y se tensaron bajo sus manos, y ella apartó las palmas de él como si le quemaran. Prácticamente había estado en el regazo del hombre, con el calor de su cuerpo calentándola, tentándola con su proximidad. Se apresuró a bajar la cabeza y apoyó las manos en sus propios muslos, esperando. Necesitó toda su fuerza de voluntad para concentrarse en respirar.

Ella siguió sin mirarlo a la cara, concentrándose en sus costosos zapatos negros y en la precisión del dobladillo de sus pantalones oscuros. A continuación, sus ojos recorrieron su cuerpo, deteniéndose en su impecable camisa blanca y la fina corbata rojo sangre, la cual estaba aflojada bajo el botón superior desabrochado de su camisa de vestir. De repente, sintió el impulso de arrastrarse hasta su regazo, besarle el cuello y conocer su sabor.

—Levanta los ojos —exigió la voz.

Sophie respiró hondo, dejando que el aire la llenara hasta casi marearla. Y entonces levantó la mirada.

Su corazón palpitó en su garganta y su cerebro experimentó una fuerte sacudida.

Emery Lockwood, el objeto de sus fantasías más oscuras, las que había enterrado en lo más profundo de su corazón en las horas previas al amanecer, la estaba mirando con un brillo curioso y depredador en los ojos. La capturó con una atracción magnética, un aire de misterio. Estaba envuelta en los hilos invisibles de un hechizo tejido alrededor de su cuerpo y su alma.

Los suaves rasgos angelicales del niño estaban allí, ocultos bajo la superficie del hombre frente a ella. Era el hombre más irresistible y sensual que había visto en su vida. Sus pómulos altos, sus labios carnosos y su nariz aguileña formaban parte del rostro de un hombre que tenía treinta y pocos años. Pero sus ojos —del color de la nuez moscada y enmarcados por largas pestañas oscuras que cualquier mujer mataría por tener—, eran iguales a los del niño herido de ocho años de su foto. Aunque podía ver que se habían endurecido con dos décadas de dolor.

Era la perfección masculina, excepto por la fina cicatriz casi invisible que recorría su afilada mandíbula. Incluso después de veinticinco años, aún conservaba las marcas de su sufrimiento. Ansiaba con cada célula de su cuerpo acercar su boca a la de él, robarle besos ardientes. Sentía un hormigueo en las puntas de los dedos por la necesidad de recorrer la cicatriz de su cara, de borrar el dolor que él debió haber sufrido.

—¿Conoces las reglas de nuestro juego? —preguntó Emery. Mientras hablaba, su mirada seguía sosteniendo a Sophie en su sitio, como una mariposa atrapada bajo un alfiler y encerrada en un cristal. Con las manos trémulas, frunció los labios e intentó mantener la calma y la compostura. Era casi imposible. El calor de su intensa mirada no hacía más que aumentar mientras las comisuras de sus labios se curvaban en una sonrisa lenta y perversa. ¡Oh, este hombre sabía muy bien de qué manera la afectaba!

Emery se inclinó hacia adelante, le cogió la barbilla con la palma de la mano y le levantó la cara para que lo mirara. La piel le ardía deliciosamente en la palma de su mano. Él tiró de ella, como la luna llamando a las mareas, exigiendo devoción y obediencia con la promesa de algo grande, algo que Sophie no podía entender. Sus sentidos zumbaban ansiosos, dispuestos a explorar el toque y el sabor del hombre. Como un piscardo atrapado en una inmensa corriente, se vio arrastrada a aguas más profundas, incapaz de resistirse. En cualquier otra situación, no habría estado tan desorientada y no se habría dejado arrastrar a este extraño juego del que intuía que estaba a punto de formar parte. Pero aquí, en esta oscura fantasía de The Gilded Cuff, no quería apartar la mirada de él.

—Las reglas son las siguientes: Te doy una orden, tú obedeces. Tengo que hacer que te corras en menos de dos minutos. Sólo puedo acariciar las partes de tu cuerpo que estén cubiertas por ropa: nada de tocarte entre las piernas ni los pechos desnudos. Tienes que mirarme a los ojos y hacer lo que te diga, siempre que mis órdenes estén dentro de las normas. Si te corres, yo gano; si no, gana Royce.

Sophie se esforzó por pensar con claridad. De ninguna manera habría accedido a esto en cualquier otro lugar, pero en el club, este era el tipo de juego de los doms… el tipo de juego de Emery, y él quería jugar con ella. Un escalofrío de deseo la recorrió, haciendo palpitar su clítoris. ¿Cómo podía negarse?

—Eh… ¿Permiso para hablar?

—Me llamarás Señor, o Maestro Emery.

—Señor —corrigió Sophie. Quería darse una patada a sí misma. Había leído lo suficiente sobre este estilo de vida como para recordar que debía dirigirse a él formalmente, pero, a decir verdad, por la forma en que la miraba; como algo que él quisiera comer, ella no era capaz de ser del todo racional.

—Permiso para hablar concedido —la voz de Emery bajó a un tono más suave mientras la aprobación calentaba sus ojos color avellana.

—¿Qué pasará conmigo, señor? Sólo uno de vosotros puede ganar.

Royce compartió una mirada con Emery.

—Es lista, esta pequeña sum. ¿Y bien, Emery? ¿Qué piensas?

Ambos hombres centraron sus intensas miradas en ella. Sophie necesitó todas sus fuerzas para no apartar la mirada.

—Castigo por parte del perdedor. Pero, ¿de qué forma? ¿Azotes? —sugirió Royce.

Ella se estremeció.

—Nada de látigos —pareció concluir Emery, mientras sus ojos leían la más mínima reacción de Sophie.

Emery se pasó la palma de la mano por la mandíbula, ensombrecida por una barba incipiente. El aspecto le daba un toque rudo, recordándole a los hombres de Kansas.

La tensión en la multitud parecía aumentar a medida que el tema del castigo continuaba. Emery siguió mirándola fijamente, y sus ojos parecían descifrar el enigma que ella presentaba.

—Ella es nueva. ¿Por qué no unos azotes? —murmuró él en voz baja.

Eso llamó la atención de Sophie. Su clítoris cobró vida, latiendo débilmente junto con su corazón. La punzada de dolor incómodo en las rodillas se calmó temporalmente por esta nueva distracción. Sus ojos se posaron inmediatamente en las manos grandes y capaces de Emery. Prácticamente podía sentir la anchura de la palma de su mano azotándole el trasero… Problemas. Sophie estaba en muchos problemas.

—Nalgadas, definitivamente —Emery sonrió—. Mi forma favorita de castigo. Será una decepción cuando te corras en mis brazos, y tendré que permitir a Royce el placer de colocar su palma en tu carne.

—Bastardo engreído —replicó Royce—. Ella podría resistirse a ti. Apuesto a que es mucho menos sumisa de lo que parece y, dada su ropa, demasiado cohibida para correrse delante de la gente. Cuando gane, me deberás tu mejor caja de bourbon.

A Sophie le dolían las rodillas, y el dolor le atravesaba la piel y los huesos como agujas afiladas. Se movió sobre ellas, intentando apoyar una más que la otra, y luego se apresuró a alternarlas, pero no sirvió de nada. No iba a soportar mucho más tiempo de rodillas.

Los ojos color avellana de Emery se iluminaron con el desafío.

—¡Y una mierda! Cuando ella se corra, y lo hará, me deberás tu mejor caja de whisky escocés.

Mientras los hombres seguían adoptando una pose y discutiendo, Sophie se sentó sobre los talones, con las rodillas doloridas. Como si le estuvieran clavando varillas de metal entre las rodillas hasta los nervios.

Al diablo con esto. Voy a levantarme. Se puso en pie y respiró aliviada mientras la sangre fluía por sus piernas.

Hubo jadeos a su alrededor. Los dos hombres dejaron de discutir y se volvieron hacia ella, con la mirada llena de ira. No era la ira letal con la que se había cruzado antes, no como la de los asesinos que había entrevistado para sus historias criminales. Esa ira era aterradora, puro odio. Se desprendía de esos criminales en oleadas. El tipo de ira que las personas verdaderamente buenas nunca sentían, era el tipo de rabia que consumía el alma y oscurecía el corazón hasta que sólo quedaba una máquina de matar en su lugar.

Sin embargo, con Royce y Emery no era más que la ira de un padre o un mentor ante un pupilo que claramente había desobedecido una orden directa. Sophie conocía el resultado. El castigo. Podía leerlo en sus caras, y los excitaba a ambos. Demonios, la excitaba a ella.

—No se te ha dado permiso para levantarte —Emery habló lentamente, como si intentara decidir si le daría la oportunidad de disculparse o si pasaría directamente al castigo.

Incluso cuando abrió la boca, ella supo que era una mala idea.

—Me duelen las rodillas. Esto no es alfombra, es roca. Roca dura.

Emery se quedó boquiabierto. La gente a su alrededor dio un paso atrás.

Royce guardó silencio durante un largo momento y luego estalló en una gran carcajada. Se inclinó hacia abajo, con las palmas de las manos en los muslos, mientras luchaba por recuperar el aliento.

—Maldita sea, esto va a ser divertido.

—Divertido —murmuró Emery y sacudió la cabeza—. De rodillas otra vez, hasta que decidamos qué hacer contigo.

—Sí… no gracias, señor —desafió Sophie—. Me quedaré de pie hasta que terminéis.

Él se puso de pie y, antes de que ella pudiera reaccionar, la giró hacia la multitud y la inclinó hacia abajo.

¡Zas! La palma de su mano aterrizó en su trasero. El impacto escoció, pero se desvaneció casi al instante en una sensación cálida y punzante. Sus piernas temblaban, y estremeció con impotencia ante una espeluznante oleada de placer que empezó a crecer en su abdomen.

La mirada fulminante que lanzó en dirección a Emery no surtió efecto. Cuando la soltó y volvió a sentarse, ella se giró hacia él. Sus ojos entrecerrados aceleraron el pulso de Sophie.

—¿Tienes una palabra de seguridad, pequeña sum? —preguntó Royce.

Ella se rompió la cabeza buscando una, sabiendo que tenía que ser algo que pudiera recordar cuando entrara en pánico, porque era la palabra que haría que los doms dejaran de hacer lo que estuvieran haciendo si la interacción se volvía demasiado insoportable.

—Albaricoque —decidió. Al ser muy alérgica a la fruta, era una palabra que no olvidaría fácilmente.

Su inusual elección de una palabra segura hizo que ambos hombres alzaran las cejas. En ese instante podrían haber sido hermanos. Uno era el reflejo del otro como sólo los verdaderos amigos podían serlo. Una punzada de envidia atravesó el corazón de Sophie y respiró hondo al pensar en Rachel.

—¿Cómo te llamas, pequeña sum?

—Sophie Ryder —cuando él bajó las cejas, se apresuró a añadir—: Señor.

Emery se dio un golpecito en el muslo con una palma.

—Comencemos el concurso. Vendrás y te sentarás en mi regazo y yo te ordenaré.

A Sophie se le revolvió tanto el estómago que sintió nauseas. Emery se recostó, con los brazos apoyados en el respaldo del sofá. Parecía un príncipe, el líder de una manada de leones, a la espera de su conquista, de su presa. Su posición relajada sólo hizo que ella se sintiera más indefensa. Sabía que, si se atrevía a resistirse, él podría moverse rápido, cogerla en sus brazos y volver a someterla al castigo en cuestión de segundos. Sus pezones se tensaron bajo el implacable cuero del corsé, rozando la tela hasta que sintió dolor. Apretó las manos para evitar que le temblaran.

Aquí vamos, puedes hacerlo. Sophie se acercó a él y se sentó en su regazo. Se retorció intentando encontrar una postura cómoda, incapaz de ignorar la sensación de sus musculosos muslos bajo ella.

Él enarcó una ceja de manera imperiosa, como si su inquietud lo hubiera ofendido de alguna manera.

—No te retuerzas —fue su primera orden.

Ella se detuvo al instante. Sólo movía los pechos, que subían y bajaban con la respiración.

—Mírame a los ojos, sólo a los ojos —su tono se suavizó, pero la aspereza seguía golpeándola, despertando en ella un deseo voraz por la promesa que encontraba en su mirada. Las voces a su alrededor se desvanecieron y Sophie se sumergió cada vez más en el oscuro hechizo del hombre.

Sería un amante rudo; carnal, callado. No susurraría palabras dulces, no pronunciaría severas frases excitantes. Simplemente la reclamaría, la reclamaría una y otra vez, el chirrido, el golpeteo. El suave silencio interrumpido por respiraciones irregulares, el roce de manos ásperas sobre su piel sensible. Todo lo que una mujer sensata y moderna no debería querer de un hombre en la cama. Él sería un animal en todos los sentidos.

Nunca había estado con alguien como él, quizá nunca volvería a estarlo, y la idea era embriagadora. Estar a merced de semejante poder, de un control sexual tan excitante, y entregárselo todo a él… De repente, se le secó la boca y su pulso pidió ayuda en código morse mientras intentaba mantener una apariencia de calma. ¿Sería capaz de entregarse a él? ¿Permitir que él la guiara a través de la oscura lujuria que tan a menudo se apoderaba de ella cuando no tenía forma de liberarla? Sí… Podía entregarse a él, y la incertidumbre de lo que ocurriría era solo una parte de la excitación que encendía un fuego en sus venas.

Sus manos se posaron en las caderas de Sophie y sus dedos acariciaron lentamente su piel bajo la minifalda de cuero. ¿Cómo se sentirían las manos del hombre sobre su carne desnuda? Dedos explorando entre sus piernas.

—Dime lo que te gustaría, Sophie —Emery inclinó la cabeza hacia abajo y su frente rozó la de ella, con sus ojos todavía fijos en su cara.

Ella tragó duro, con la boca más seca que el desierto de Gobi.

—¿Qué haría falta para hacerte perder el control? ¿Quieres follar duro? ¿Una embestida desesperada? ¿O te gustaría tener las manos atadas, tumbada boca abajo en una cama grande, la suavidad contra tu vientre y mi dureza encima de ti, dentro de ti? —sus susurros eróticos eran tan suaves, tan débiles, y nadie que estuviera cerca podía oír lo que le decía. Las imágenes que él pintaba eran salvajes, vívidas pero borrosas; como una extraña combinación entre Van Gogh y Monet. Dulces y sensuales, luego oscuras, exóticas y apenas comprensibles. Emery era un artista a su manera, un pintor erótico de palabras e imágenes—. Te reclamaría despacio, tan despacio que perderías la noción del tiempo. Te concentrarías sólo en mí, en mi polla deslizándose entre tus muslos, poseyéndote —sus palabras eran lentas y pausadas, como si las hubiera pensado durante años, pero la ligera respiración entrecortada del susurro le hizo darse cuenta de que no era la única afectada.

El primer estremecimiento entre sus muslos fue inevitable. Se removió, inquieta sobre las piernas del hombre, a pesar de que él le había ordenado que no se moviera.

Su aliento le acarició los labios.

—Oh, Dios —murmuró ella.

Él sonrió, sin pestañear, y se lamió los labios. Sophie deseaba esa lengua en su boca, enredándose con la suya. Ansiaba sus manos en su carne desnuda.

—Por favor… —gimió ella. Él bajó las manos desde sus caderas hasta la parte exterior de sus muslos, ejerciendo una ligera presión. Eso lo empeoró. La insinuación de su toque, la promesa de la presión que ella ansiaba. Sophie quería que le clavara los dedos en la piel, que le abriera las piernas mientras la penetraba profundamente.

—Respira hondo —le ordenó de nuevo.

Ella obedeció. Los latidos de su corazón parecieron expandirse desde su pecho hasta que el pulso recorrió todo su cuerpo con tanta fuerza que juró que él podía sentir los latidos a través de su piel dondequiera que la tocara. Las palpitaciones entre sus muslos casi le escocían ahora; su necesidad era enorme y el efecto del hombre muy potente.

—Cuando te folle, sea cual sea la postura, te gustará. Te inclinaré sobre un sofá —le acarició la parte exterior del muslo con un dedo, trazando círculos—. Te empujaré contra una pared.

Jadeando un poco, Sophie se retorció, intentando mover las caderas contra su regazo, pero él la mantuvo quieta. Casi gritó de frustración cuando le negaron lo que su cuerpo necesitaba desesperadamente.

El dedo se desplazó más arriba, más allá de su cadera, hasta su caja torácica.

—Expuesta y atada sobre mi cama —la punta de su dedo buscó los cordones del corsé—. Te retorcerás y sacudirás, incapaz de liberarte. A mi merced, Sophie, a mi merced. Suplicarás y, cuando esté listo, complaceré todos tus deseos mientras complazco los míos.

Ella no podía respirar. El orgasmo estaba tan cerca. Podía sentirlo, como una sombra dentro de su cuerpo, respirando, jadeando, esperando a ser liberada. Estaba preparada; quería llegar al clímax en sus brazos, quería forjar esa conexión que la ataría a él. Aterrador, escandaloso, íntimo, pero maldita sea si no deseaba eso más que nada en el mundo en este momento. Lo deseaba más que su historia, más que la entrevista, más que aliviar su dolor del pasado. Necesitaba placer. El placer del hombre.

El suave roce de sus dedos, los murmullos eróticos de Emery ahora incoherentes por la intensa anticipación contra su cuello mientras ambos se acercaban al gran acantilado, ansiando la caída de vuelta a la tierra. ¿Por qué no la tocaba donde ella lo necesitaba? La más leve presión en el interior de sus muslos, la rítmica caricia de su mano contra su clítoris, cualquier cosa bastaría si tan solo él pudiera…

—¡Tiempo! —la exclamación triunfante de Royce rompió la burbuja de cristal que los había envuelto durante los últimos dos minutos. La multitud que los rodeaba emitió murmullos de asombro.

—Maldita sea —los ojos de Emery se oscurecieron. La ira, pero no hacia ella, brilló en las líneas de su boca. Se inclinó para presionar sus labios contra su oreja—. Estuviste cerca, ¿verdad, cariño? Tan cerca que casi te tenía —su cuerpo temblaba bajo el de ella, y los pequeños movimientos sacudían los brazos y el pecho del hombre. La presión de su excitación bajo sus nalgas era demasiado evidente. Él había estado allí, junto a ella, deseando correrse. Juntos. Y no había sucedido para ninguno de los dos; dos minutos no habían sido suficientes.

Las piernas de Sophie se sacudieron cuando la fría realidad la golpeó. El clímax que su cuerpo había estado preparado para ofrecer a Emery se desvaneció. A su paso, pequeños temblores recorrieron sus extremidades, agravados por la tensión en todo su cuerpo que no había encontrado liberación. Intentó respirar, dejar caer los hombros y relajar los músculos. Tardaría en recuperarse.

¿Casi la tenía? No. Él definitivamente la tenía, prácticamente envuelta con un lazo encima, total y completamente suya. No había duda.

CapítuloTres

La cocina es ahora la escena oficial del crimen donde se cree que ocurrió el secuestro. La escena del crimen estaba llena de botellas de coca-cola rotas, sangre y bocadillos a medio comer en los platos de los niños.

—New York Times, 10 de junio de 1990

—Entonces, ¿mi mejor caja de bourbon? —Emery levantó la cara para mirar a Royce, quien estaba de pie frente al sofá.

—Si no te importa —los ojos de Royce centelleaban con diabólica alegría, pero dio una palmada en el hombro de Emery con suave camaradería—. Pasaré más tarde a casa para recogerla.

—La tendré lista para ti —le aseguró Emery, y luego volvió a centrar su atención en Sophie—. Ahora, pequeña sum, vamos a cumplir ese castigo.

Una luz sensual parpadeó en el fondo de los ojos del hombre, como un faro luchando por brillar a través de las profundidades de una tormenta. Todas las emociones; miles de ellas, se agitaron y explotaron tras su mirada. Para Sophie fue como ver el mundo entero capturado en un rápido parpadeo… para luego desaparecer. Los ojos del hombre estaban cargados de deseo y nada más.

Oh, vaya.

—Yo… eh…

¡Qué inadecuadas eran las palabras! ¿Qué podía decir para persuadirlo de no castigarla?

Emery se levantó del sofá en un movimiento fluido con Sophie aún entre sus brazos. Ella sólo tuvo un momento para asombrarse de que su peso no pareciera molestarlo en absoluto antes de que la cargara a través del grupo de gente. Había una puerta entreabierta en uno de los pasillos que conectaban con la habitación central. Él la abrió con el pie. Estaba completamente vacía, salvo por una gruesa alfombra que abarcaba todo el espacio y un mueble de madera que, a juzgar por sus investigaciones, era un banco de azotes.

Al ver el banco, Sophie se puso rígida; sus extremidades se bloquearon y sus manos se cerraron en puños. Sólo una parte de su pánico se debía al miedo. El resto deseaba experimentar la sensación de estar inclinada sobre él, con la mano del hombre golpeándole el trasero hasta que gritara. Eso la asustó: sus ansias de experimentar algo tan oscuro y pecaminoso. Emery la bajó y empezó a cerrar la puerta, dejándola abierta uno o dos centímetros. Alguien podía entrar, podía llegar hasta ella si necesitaba ayuda. Aun así… Sophie echó un vistazo al banco. Ni de coña iba a inclinarse de esa manera y… y… entregarse a él. Nunca había sido capaz de hacerlo con nadie y no podía empezar con alguien como él. Era alto, rubio e inquietante. Haría el ridículo si se doblegaba ante él. ¿Qué pensaría de ella si se excitaba por un castigo? ¿Que era como cualquier otra mujer del club? Ese pensamiento la detuvo en seco.

No quería ser una mujer más para él. Quería ser algo más; quería que él confiara en ella, que se abriera a ella. Dejar que la azotara no sería la mejor manera de ganarse su confianza…

Pero, por otro lado, quizás sí lo era.

Ojalá supiera lo que estoy haciendo. Maldijo para sus adentros. Con los hombres siempre era torpe e insegura de sí misma, y ahora sus típicos defectos parecían mayores porque él la afectaba demasiado.

—Mira, lo siento, pero toda esta escena no es para mí. No debería haber venido —se dirigió hacia la puerta. Tal vez si se alejaba lo suficiente del banco, el hombre se olvidaría de castigarla y Sophie podría hablar con él sobre el secuestro. Si creía que estaba lo bastante asustada como para marcharse, podría desistir en su determinación de azotarla y ella tendría su oportunidad de hablar.

Emery dio un paso a un costado, bloqueándole el acceso a la salida. Vio el contorno de unos músculos bien definidos; era mucho más grande y fuerte que ella. Para su absoluta humillación, algo dentro de Sophie empezó a ronronear de placer al pensar en esa fuerza y tamaño dirigidos hacia ella, para su protección y, lo que era más importante, su placer.

Él colocó una mano en un lado de su cuello, en la zona que conectaba con su hombro. Su pulgar se movió lentamente hacia adelante y hacia atrás en la base de su garganta, como si buscara el frenético repiqueteo de su pulso. Sus labios se movieron, insinuando una sonrisa.

Sophie no podía soportar mucho más. Si no escapaba, dejaría que la llevara a ese banco y se entregaría a él. Eso no podía suceder.

—Por favor, déjame ir —afortunadamente, su tono era más fuerte que su gemido interior mientras le suplicaba que se quedara, que lo dejara inclinarla sobre el banco y hacerle cosas perversas.

—Si quieres irte, di tu palabra de seguridad —su tono cortante contenía cierto desafío. Algo muy dentro de ella respondió.

Sophie conocía las relaciones D/s lo suficiente como para saber que las sums no estaban indefensas; entregarse a un dom era su elección, una elección que debía basarse en la confianza. El desafío de Emery para que se rindiera era tentador, demasiado tentador si era sincera consigo misma. Nunca había querido rendirse a un hombre, pero ¿la idea de consentir que uno la dominara? Sus muslos se apretaron y sus sensibles nervios internos cobraron vida. ¿Ella podía ceder? ¿Obtener poder al cederle poder a él?

—Estoy esperando tu respuesta.

Cuando Sophie dudó, Emery introdujo los dedos entre las cintas de satén negro que ataban la parte delantera de su corsé. Tiró de una de éstas con descuidada facilidad, contradiciendo así la fría y displicente expresión de su rostro mientras empezaba a aflojar las cintas y a quitarle el corsé. Una bruma caliente se apoderó de su piel y le nubló la mente. Sophie rezó para que él continuara, le abriera el corsé como si estuvieran en una ardiente novela romántica e inclinara la cabeza hacia sus pechos para…

Sus dedos acariciaron la punta de la foto doblada. Ella se sobresaltó, fue golpeada por el recuerdo del lugar donde había guardado el objeto. Él no podía verla; nunca lo entendería. La mano de Emery se disparó, le sujetó las muñecas y se las levantó por encima de la cabeza. Con un movimiento tan suave como los pasos de una danza lenta, la volvió a colocar contra la pared, junto a la puerta. Un muslo grueso y musculoso se interpuso entre los suyos mientras mantenía las muñecas de Sophie aprisionadas sobre su cabeza. La otra mano se dirigió hacia el corsé, se deslizó entre sus pechos y sacó la foto. El pulgar y el índice la desplegaron con destreza, y sus ojos muy abiertos por una curiosidad natural se entrecerraron mientras su expresión se convertía en una de sospecha.

Le soltó las muñecas, retrocedió unos metros y se quedó mirando la imagen en su mano. Estaba tan quieto que podría haber sido esculpido en mármol; ojos oscuros por el horror y piel bronceada ahora alabastrina.

Después de un largo momento, él respiró hondo y con mesura, y levantó los ojos hacia los de ella.

—¿De dónde has sacado esta foto? —cada palabra pareció haber sido ralentizada entre sus dientes apretados. Cambió ante los ojos de Sophie, el príncipe se transformó en una bestia. Sus ojos estaban impregnados de una rabia herida que se transformó en una promesa de venganza.

Su estómago pareció haber dado un sinfín de vueltas. Sophie sintió que se caía, esa horrible sensación de perder el control, de estar a segundos de una escandalosa colisión. Ella había venido a hablar de esto, a advertirle, y no estaba preparada. A él le dolería volver a sacar esto a la luz y ella no estaba preparada, no después de la cercanía que habían mantenido unos segundos antes. La verdad era que no quería perderlo, no a este hombre tan sexy y adictivo. Y lo perdería si mencionaba el pasado. Como todas las víctimas, él se encerraría en sí mismo y se alejaría de ella aunque intentara ayudarlo.

—El periódico —respondió Sophie sin aliento.

Emery seguía mirándola fijamente, con sus largos y elegantes dedos enroscados alrededor de la foto, arrugándola.

—¿Por qué tienes una foto mía de hace veinticinco años? —cuando Sophie abrió la boca, él sacudió una mano en su dirección—. Piense detenidamente su respuesta, señorita Ryder. No soporto las demandas, y tengo un abogado muy, muy bueno.

Sophie se mordió el labio, probó una gota de sangre y se lamió la herida antes de contestar. Había ensayado esto infinidad de veces, pero ahora no sabía por dónde empezar.

—Quería poder reconocerlo, porque quería entrevistarlo. Soy periodista de investigación independiente. Me especializo en historias criminales, principalmente en secuestros —supo que había cometido un error en el momento en que las palabras salieron de su boca. Se sentía increíblemente pequeña en ese momento, como un ratón acorralado en la jaula de un león. ¿Sophie debería haber empezado por la parte en la que pensaba que la vida de él corría peligro? Eso la habría hecho parecer loca, y ella necesitaba su confianza más que nada.

Los ojos de Emery se volvieron oscuros como la madera consumida por las llamas y convertida en cenizas.

—Todos vosotros sois iguales —su tono era extremadamente tranquilo. Suave. La mano que sostenía la foto empezó a temblar. Los dedos de Emery se cerraron con tanta fuerza que sus nudillos se volvieron blancos. El temblor se extendió hacia fuera; sus hombros vibraron visiblemente con su rabia.

Ella inhaló rápidamente una bocanada de aire. Él no iba a dar marcha atrás… Iba a atacar verbalmente. La opresiva ola de culpabilidad que impedía que Sophie respirara se enfrentó a una nueva e inesperada aprensión. Esto se veía mal, ella lo sabía. La reportera taimada intentando conseguir la primicia de una historia que definía el peor momento de la vida de este hombre. Dios, había sido una idiota al pensar que podía entrar aquí y empezar a hablar de su secuestro.

A Sophie se le erizó la piel de los brazos descubiertos mientras sus músculos se tensaban. A pesar de la rabia que ella sentía emanar de él en oleadas, éste pareció dominar ese fino hilo de autocontrol y aflojó los dedos. La foto quedó arrugada en una bola tensa, completamente destruida. Cuando ella tragó, sintió como si unos cuchillos le atravesaran la garganta.

Para temor de Sophie, Emery volvió a hablar.

—Invasión de mi vida, de mi intimidad. No sabe nada de lo que he soportado ni de lo que nos ha pasado a mí y a mi… —las palabras se desvanecieron, pero ella sintió que estuvo a punto de decir “hermano”.

Los ojos de Sophie ardieron con un repentino torrente de lágrimas. Su dolor era tan claro en su rostro, y la hizo pensar en sí misma, en lo que sentía cuando pensaba en Rachel.

—Señor Lockwood… —tenía que explicárselo, demostrarle que sólo quería ayudar.

Él le tiró la foto arrugada a los pies de Sophie. También podría haberla abofeteado. ¿Estaría más dispuesto a escuchar si supiera que ella estaba aquí para salvarlo? Pero, ¿cómo conseguir que la escuchara lo suficiente como para explicárselo todo?

Reuniendo fuerzas, se acercó a él.

—Pero usted ha sobrevivido. Creo que la gente quiere saber la verdad, saber lo fuerte que es usted.

¿Por qué él no podía ver el milagro que suponía su propio escape? Había sobrevivido a una experiencia horrible y era más fuerte, más fuerte que ella. Perder a Rachel había destruido su inocencia y destrozado su mundo.

Una risa despiadada brotó de sus labios.

—¿Fuerte? ¿Fuerte? —sacudió la cabeza de un lado a otro, y una sonrisa salvaje apareció repentinamente en su rostro—. Ahora soy fuerte. No lo era en ese momento. Si hubiera sido fuerte, Fenn estaría aquí —cuando sus ojos se oscurecieron, Sophie se percató de lo mucho que debió haberle costado esa confesión. Se culpaba de lo que le había ocurrido a su hermano, pensaba que la muerte de Fenn Lockwood era culpa suya. Y Sophie había contribuido a reforzar su ilusión de que un niño de ocho años debería haber sido capaz de detener a unos secuestradores. Eso era ridículo.

—Al menos está aquí. Está vivo y tiene una buena vida —las palabras estaban vacías; Sophie no sabía qué más decir, así que repitió lo que su terapeuta le había dicho años atrás, después de que se llevaran a Rachel.

—Es una vida a medias, nada más —la suave declaración de Emery le abrió el alma. Él comprendía, sentía lo mismo que ella, o más.

Sophie había entregado su corazón a la escasa vida que sentía que le había quedado, pero no era suficiente para llenar el espacio vacío donde Rachel debería haber estado. No podía imaginar lo que debía ser para Emery haber perdido a su gemelo. Un hermano, una persona con la que había compartido el vientre, con la que se había criado durante ocho años. Lo que había habido entre ellos había sido destruido, una vida terminada, la otra atormentada.

—No voy a acceder a una entrevista. Tus deberes debieron habértelo dicho. Ahora, si me disculpa, ya he tenido bastante del club esta noche.