Después de la utopía. El declive de la fe política - Judith N. Shklar - E-Book

Después de la utopía. El declive de la fe política E-Book

Judith N. Shklar

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Beschreibung

Después de la utopía estudia el desarrollo de la filosofía política a partir de la Ilustración y hasta las manifestaciones más relevantes del liberalismo conservador y la socialdemocracia. Shklar considera que la distancia entre la realidad y las teorías, el totalitarismo y el fatalismo han terminado con el radicalismo y la utopía, sin la cual parece imposible alcanzar un cambio político profundo. Su estudio se apoya en el análisis de los autores clásicos y su conclusión le conduce a proyectar el perfil de un liberalismo que poco tiene que ver ya con el tradicional, una filosofía política que, desde el punto de vista de los ciudadanos, atienda al poder y la justicia.

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Después de la utopía.El declive de la fe política

Traducción de

Amaya Bozal Chamorro

www.machadolibros.com

Judith N. Shklar

Después de la utopía.El declive de la fe política

La balsa de la Medusa, 225

Colección dirigida por

Valeriano Bozal

Título original: After Utopia. The Decline of Political Faith

© 1957 by Princeton University Press

© de la traducción, Amaya Bozal Chamorro

© de la presente edición, Machado Grupo de Distribución, S.L.

C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino

28660 Boadilla del Monte (Madrid)[email protected]

ISBN: 978-84-9114-337-6

Índice

Nota del editor

Prefacio

I. El declive de la Ilustración

II. La mente romántica

III. La conciencia infeliz en la sociedad

IV. El romanticismo de la derrota

V. El fatalismo cristiano

VI. El fin del radicalismo

Conclusión

Bibliografía

A mis padres

Nota del editor

La caída de los regímenes del llamado socialismo real dejó, al parecer, solo dos opciones, el liberalismo y la socialdemocracia, ninguna de las dos de carácter revolucionario. Ambas, socialdemocracia y liberalismo, poseen una larga historia de cambios, transformaciones, arrepentimientos, etc., y a propósito de ambas se ha desarrollado una extensa reflexión en el ámbito de la filosofía política. Judith Shklar (1928-1992) ocupa un lugar destacado en esa reflexión, en lo que al liberalismo corresponde. Algunos de sus libros, de pequeñas dimensiones, han tenido una incidencia considerable: Ordinary Vices (edic. org., 1984; trad. cast., 1990) El liberalismo del miedo (edic. org., 1989; trad. cast., 2018) y Los rostros de la injusticia (edic. org., 1990; trad. cast., 2012) son tres ejemplos notables de este hecho.

El libro que ahora presentamos, After Utopia. The Decline of Political Faith, es el primero que publicó Shklar, muy diferente de los citados, pero en modo alguno ajeno a ellos. La autora, en su recorrido, traza un mapa histórico del fracaso de la utopía. La Ilustración, el proyecto moderno, es el punto de partida; el liberalismo conservador y la socialdemocracia, el momento en el que nos encontramos, el de llegada. El lector puede considerar que Shklar analiza con excesivo detenimiento algunos momentos de ese mapa, el existencialismo o los movimientos intelectuales, conservadores, cuando no claramente reaccionarios, de carácter religioso, católico o luterano. El existencialismo nos parece en la actualidad obsoleto, aunque todavía en los años sesenta, y más en nuestro país, tuvo gran vigencia. No obstante, también ahora se mantiene el debate y la reflexión a propósito de algunos autores, ya que no sobre el movimiento en su conjunto, Camus y Heidegger, por ejemplo, tan diferentes y tan distantes el uno del otro. Por lo que se refiere al pensamiento religioso, no cabe duda de que la Iglesia ha sufrido cambios importantes, pero tampoco hay duda alguna de la dificultad que encuentra para olvidarse del conservadurismo reaccionario.

En cualquier caso, conviene recordar que Shklar escribe su libro en los momentos más duros de la Guerra Fría, cuando el anatema sobre todo lo que pudiera ser revolucionario estaba a la orden del día y el debate ideológico se resolvía muchas veces en la perspectiva de la política más inmediata y pragmática. Esta situación forma parte de nuestra historia, sería improcedente olvidarlo, la autora no lo olvida, no lo ignora, bien al contrario, entra en ella, y al decir que «entra» en ella se afirma algo que en el texto llama profundamente la atención. Shklar no analiza a los autores desde fuera, se «instala» dentro de sus textos, los hace hablar, como si fuera ella la autora –en muchas ocasiones tiene el lector esa sensación–, para así poder hacer una crítica interna y solo entonces salir del territorio que ha recorrido. Este proceder llama profundamente la atención, no es habitual en textos de esa condición.

El punto de llegada de su recorrido es desalentador. A lo largo de sus análisis, Shklar destaca la desaparición del radicalismo, muchas veces un callejón sin salida de totalitarismo o de fatalismo, y destaca la desaparición de la utopía, sin la cual difícilmente se producirá una verdadera transformación política. «El radicalismo no es la predisposición a caer en la violencia revolucionaria, es la creencia en que el pueblo puede controlar y mejorarse a sí mismo, colectivamente, también, en un entorno social», afirma. En las últimas páginas escribe: «se puede decir con bastante certidumbre que el socialismo no tiene nada que ofrecer» y «socialistas y liberales son conscientes de su triste situación». El liberalismo se ha decantado por una posición conservadora, y la socialdemocracia se perfila como una ideología a la defensiva.

Se podría pensar que, tras estas palabras, Shklar «tira la toalla». Nada más lejos de la realidad. Entre 1957 y 1992, fecha de su fallecimiento, publica libros y artículos que conciben un nuevo perfil del liberalismo1. Algunas de las claves de su trabajo se encuentran ya en Después de la utopía; la crítica que lleva a cabo en sus páginas del liberalismo conservador y del totalitarismo destacan constantemente un aspecto: las teorías tienen poco que ver con la realidad. La necesidad de aproximar la teoría a la realidad, de que aquella, en lugar de ofrecernos un pretendido panorama de la misma, nos permita verla mejor, nos obligue a pensar en ella, esa necesidad está siempre presente en la reflexión de Shklar.

Su liberalismo se aparta de los planteamientos tradicionales, que ha criticado en Después de la utopía, y destaca dos aspectos: los ciudadanos deben temer por la pérdida de sus derechos y responder a esa posibilidad defendiéndolos. Habitualmente se conoce esta propuesta como «liberalismo del miedo», algunos autores hablan de «prevención de la crueldad» y «control de daños». Shklar adopta el punto de vista de las víctimas en la defensa de sus derechos. En esta defensa, y este es el segundo eje de su pensamiento, cabe señalar que también las instituciones del estado pueden afectarnos, de tal manera que la vida sea menos libre y más injusta. De nuevo, su tesis nos habla de una defensa contra todo tipo de intervenciones injustas, lo cual no quiere decir que la autora defienda la existencia de una sociedad sin instituciones estatales, sino que tales instituciones deben ser controladas.

El liberalismo que defiende Shklar, que responde a una política del desaliento, nos habla del poder y la justicia, los dos gandes problemas de la sociedad en la que nos encontramos.

Notas al pie

1Legalism. Law, Morals and Political Trials (1964; trad. cast., Legalismo. Derecho, Moral y Política, 1968). Men and Citizens. A Study of Rousseau’s Social Theory (1969). Freedom and Independence. A Study of the Political Ideas of Hegel’s Phenomenology of Mind (1976). Montesquieu (1987). American Citizenship. The Quest for Inclusion (1991), además de los libros citados en el texto y dos volúmenes de gran importancia que recogen sus artículos a título póstumo: Essays on American Political Thought (1996) y Political Thought and Political Thinkers (1998).

Prefacio

Todo lector que abre las páginas de un nuevo libro corre cierto riesgo pues, hasta que no haya terminado de leerlo, no podrá saber si merece la pena o no. Por tanto, sería deseable que el autor pudiese dejarle bien claro desde el principio cuál es el tema de la obra y por qué fue escrita, aunque no sea tarea fácil.

El presente libro trata de filosofía política o, para ser más exactos, analiza su desaparición en los últimos tiempos. La indefensión política inducida por años de inestabilidad, guerra y totalitarismo se manifiesta intelectualmente no menos que en el sentimiento popular. Pensar en política en términos amplios parece un esfuerzo inútil. En cambio, tenemos conciencia cultural, un interés por la cultura e historia occidentales como conjunto. Nadie puede ignorar la avalancha de obras con títulos como, «La desaparición del hombre moderno», «Adiós a Occidente» o «El destino de la cultura europea». Pero la ausencia de teorías originales sobre el gobierno y la vida política resulta igualmente evidente. Los ensayos históricos son abundantes, al igual que los análisis descriptivos de procesos e instituciones políticas. Sin embargo, la necesidad de construir grandes diseños para el futuro político de la humanidad, ha desaparecido. Los últimos vestigios de fe utópica que exigía tal empresa, se han desvanecido.

Cualquier persona razonable ya no puede creer hoy en día en las leyes del progreso. En una época que ha vivido dos guerras mundiales, dictaduras totalitaria y asesinatos en masa, este tipo de fe solo podría considerarse como sinónimo de estupidez o, peor aún, como una despreciable forma de complacencia. En efecto, han sucedido muchas más cosas que el mero declive del optimismo. En vez de mirar al futuro cara a cara, tendemos a mirar hacia atrás y preguntarnos cómo y por qué la civilización europea ha terminado llegando a las condiciones presentes, tan deplorables. De hecho, si existe una característica unificadora en las ideas sociales de un período tan complejo como el nuestro, es la tendencia a juzgar a la civilización occidental, o al menos la historia contemporánea, como un todo, y considerarla como deficiente. Este libro tratará de analizar, precisamente, estos juicios de valor.

La sensación de desastre cultural no es totalmente nueva, aunque el grado en el que ahora lo sentimos no tiene precedentes. Durante el siglo XIX, los pensadores románticos y cristianos se sintieron alienados de la vida social que les rodeaba, y los representantes de dichas filosofías son los exponentes más impresionantes de las diversas teorías de la decadencia social. Para el romántico, entonces y ahora, la civilización se ha convertido en algo mecánico, que aplasta lo individual y lo sume en la mediocridad. Para muchos cristianos, parece que una Europa sin fe religiosa está condenada a una decadencia interna y, al final, externa. Para ambos, es evidente que la acción política resulta totalmente inadecuada para tratar con estos problemas tan profundos, pues nuestros problemas políticos son una mera expresión de un desorden mucho más fundamental. En suma, la política se ha convertido en algo inútil. Ahora, estas actitudes no responden solo a acontecimientos recientes; de hecho, forman parte de una tradición considerable de crítica social. Lo nuevo no solo es que estas actitudes hayan sido ampliamente aceptadas, sino que carecemos de algún tipo de filosofía política rival seria que pueda plantarles cara. La difusión del fatalismo político cristiano y romántico se ha visto acompañada de la ausencia virtual de ideas políticas que ha dominado el último siglo. Sobre todo, no existe hoy en día nada que podamos llamar genuinamente filosofía radical. El liberalismo se ha convertido en algo inseguro desde su base moral, cada vez más a la defensiva y más conservador. Sin duda, no ha ofrecido una respuesta a la desesperación social que fundamentalmente comparte. El caso del socialismo ha sido similar. Sobre todo, las teorías socialistas que dependieron en su mayor parte de alguna forma de determinismo histórico han visto todas sus expectativas científicas destrozadas, no han sido capaces de crear un nuevo sistema de conceptos que pudiera servir tanto como explicación del presente, cuanto de programa para el futuro. Intelectualmente, los profetas de la desesperación cultural no han encontrado todavía competencia seria, incluso ahora que hemos mitigado el extremismo de la desesperación de postguerra y nos adaptamos a una inseguridad permanente.

Las siguientes páginas están dedicadas en su mayor parte a analizar la desesperación romántica y cristiana, puesto que ambas ofrecen la expresión más clara del estado de ánimo contemporáneo. El Romanticismo, sobre todo, ha captado la imaginación intelectual de la gente sensible y receptiva; su espíritu será tema de gran parte de este libro. Para completar el cuadro, haré un análisis del declive del pensamiento liberal y socialista. Aunque es evidente que estas tendencias son una reacción a acontecimientos históricos, no pretendo relacionar ideas con circunstancias sociales, a pesar de lo valioso de dichos análisis. Más bien, quiero elaborar un capítulo más dentro de la historia de las ideas, un esfuerzo por entender formas de pensamiento contemporáneas en base a sus antecedentes espirituales.

Este libro traza, en suma, la historia del declive gradual del optimismo político racional desde la Ilustración. Lamentablemente, es posible que el lector no vaya a encontrarse con una «nueva» teoría para enfrentarse a las actitudes imperantes. Yo misma comparto el espíritu de la época en la medida en que no he sido capaz ni he tenido voluntad de construir una teoría política original. El hecho es que resulta prácticamente imposible creer que el poder de la razón humana, expresado en la acción política, sea capaz de lograr sus fines. Las diversas teorías de determinismo histórico que imperan desde el siglo XIX han minado desde hace tiempo dicha esperanza. Sin un atisbo de este optimismo, la teoría política se hace imposible. En su lugar, hoy solo existe el fatalismo cultural. De todo ello, la alienación cultural del romántico y la desesperación del fatalismo cristiano son sus expresiones más extremas y convincentes. Sin embargo, uno de los objetivos del presente estudio no es ofrecerles apoyo. Por el contrario, este estudio es un esfuerzo crítico, no porque estas tendencias simplemente estén «equivocadas», sino porque también han fracasado a la hora de explicar el mundo que tanto les disgusta. Una de las conclusiones incómodas que surge del presente análisis es que actualmente es imposible hallar explicaciones más adecuadas. Sin embargo, aunque sea ineludible cierto grado de fatalismo, no hay razón para aceptar las teorías presentadas en su defensa, sin mayor crítica. Pensando en este fin, he abordado este examen detallado de sus argumentos e historia.

I

El declive de la Ilustración

«Al principio eran las Luces.» Cualquier estudio sobre el pensamiento social contemporáneo bien podría comenzar con estas palabras. Sin embargo, no hay nada que esté más muerto hoy en día que el espíritu de optimismo que evoca el mundo de la Ilustración. De hecho, no solo nos enfrentamos al mismo fin del Siglo de las Luces, sino también a la prevalencia de las teorías que surgieron en su contra. Si la Ilustración todavía figura en el ámbito de las ideas es como blanco de tiro, no como inspiración de ideas nuevas. El romanticismo, el primer y más exitoso antagonista de las Luces, goza de mucho más éxito, sobre todo en el existencialismo y en las diversas filosofías del absurdo. La recuperación cristiana del pensamiento social, a la que prácticamente obligó la Revolución francesa, todavía está en activo. Pero la decadencia gradual de las aspiraciones radicales del liberalismo y la evaporación del pensamiento socialista han dejado a la Ilustración sin herederos intelectuales. El Siglo de las Luces es el punto de partida histórico e intelectual de la teoría social contemporánea, pero solo porque gran parte de nuestro pensamiento actual está basado en ideas románticas y cristianas que se dirigieron desde el principio y conscientemente en su contra.

En retrospectiva, la Ilustración se erige como el punto más álgido de un optimismo del que hemos ido descendiendo, gradual pero constantemente, al menos en el sentido filosófico. El público menos reflexivo permaneció felizmente indiferente a las corrientes intelectuales de desaliento que habían ido cobrando fuerza a lo largo del siglo XIX, al menos hasta el año 1914. Aún más, la Ilustración no solo es un punto de partida histórico. Conscientemente, o a menudo solo de forma semiconsciente, la Ilustración todavía es el pilar intelectual de muchos pensadores que ya no comparten sus creencias, y que desarrollan su propio punto de vista refutando actitudes de una era pasada. Para los románticos, el racionalismo asociado a la Ilustración todavía es objeto de desprecio. El cristiano ortodoxo encuentra aborrecible su radicalismo ateo, también activamente antirreligioso. Por tanto, merece la pena preguntarnos qué queremos decir con el término Ilustración. Pero no nos importa qué fue realmente en su complejidad interna, sino solo esos aspectos que han quedado en retrospectiva y que, desde el principio, crearon controversia.

Los tres rasgos cardinales de la Ilustración fueron el optimismo radical, el anarquismo y su intelectualismo. El optimismo se basaba en la creencia en que la condición moral y social de la humanidad iba en aumento constante. El progreso no solo era una esperanza para el futuro, era una ley que marcaba todo el curso de la historia. Aunque los filósofos de la Ilustración fueron extremadamente críticos con las instituciones y costumbres de su propia época, no tenían sensación de alienación de la historia europea en su conjunto. Las épocas más oscuras del pasado no eran sino pasos hacia una época más brillante. Aunque el presente pueda parecer deplorable, era infinitamente mejor que el pasado, pues la historia, como el hombre individual, era racional y la razón estaba obligada a manifestarse incluso en mayor medida. Esta fe en la razón hizo al pensador ilustrado sentirse seguro en su sociedad y en la historia como conjunto.

El siglo XVIII está imbuido de la creencia en la unidad e inmutabilidad de la razón. La razón es igual para todos los pensadores, naciones, épocas y culturas. De la mutabilidad de los credos religiosos, de máximas y convicciones morales, de opiniones y juicios teóricos, podemos extraer un elemento firme y duradero que, en sí, es permanente, y que en su identidad y permanencia expresa la esencia real de la razón1.

Aunque el progreso era inevitable, no era un problema de fuerzas suprapersonales. No era una «ley» de desarrollo económico o de evolución biológica, sino de sentido común, pues los hombres aprenden a través de la experiencia que la Ilustración creía en el progreso. Sus esperanzas eran verdaderamente radicales, lo cual no ocurre en las teorías pseudocientíficas del progreso, pues la esencia del radicalismo es la idea de que el hombre puede hacer consigo mismo y con la sociedad lo que desee. Si es razonable, construirá una sociedad racional; si es ignorante, vivirá en un estado de barbarie. Para la Ilustración, el futuro político y económico estaba abierto. Y, como sus proponentes veían el desarrollo de un conocimiento útil por todas partes, asumieron que el conocimiento simplemente tenía que incrementarse y difundirse hasta que fuera de uso social. Los filósofos no eran profetas de la violencia, pero sí fueron bastante más radicales en su filosofía que los últimos revolucionarios sociales, pues no consideraban a los hombres como agentes del destino social, sino como libres creadores de sociedad.

El intelectualismo de la Ilustración fue una parte integral de este optimismo. Incluso aquellos que creían que la utilidad gobernaba la acción humana más que la razón, estuvieron de acuerdo en que un interés puramente intelectual era suficiente para una conducta perfecta. Condorcet afirmaba que, puesto que todos los errores políticos y morales se basaban en falacias filosóficas, la ciencia, que disipaba nociones metafísicas falsas y meros prejuicios, también tenía que conducir a los hombres a la verdad y a la virtud social2. Sin embargo, este optimismo intelectual tenía otra cara. Si la razón era la guía suprema del progreso, los intelectuales, los hombres más razonables de todos, estaban autorizados a una posición de liderazgo en la sociedad. De hecho, muchos intelectuales sentían que estaban alcanzando esa meta. Marmontel declaró con bastante franqueza que los filósofos habían sucedido a un clero negligente en sus «funciones más nobles» y que «predican desde los púlpitos unas verdades que rara vez dicen los soberanos»3. Duclos no podía ocultar su orgullo cuando consideraba la importancia de los filósofos. «De todos los imperios, el de los intelectuales, aunque invisible, es el más extenso. Aquellos que están en el poder mandan, pero los intelectuales gobiernan, porque al final forman la opinión pública, que tarde o temprano subyuga o destrona a cualquier despotismo»4. Pero este imperio de intelectuales estaba habitado solo por un grupo. Poetas y artistas, como el clero, quedaban excluidos. Solo los «razonadores» – científicos y filósofos, moralistas profesionales– eran verdaderamente ilustrados y razonables, «lumières», tal y como ellos mismos se llamaron en Francia.

La idea del moralista secular como intelectual ideal no era accidental. Surgía directamente de la actitud ilustrada hacia la religión o el arte. Después de todo, «ilustración» significaba iluminación de la mente, hasta ahora secuestrada por la religión. La oposición a la Iglesia católica romana era el vínculo más fuerte que unía a los filósofos. En esto, racionalistas y utilitaristas, deístas y ateístas, iban al unísono. Razón significaba «no-religión», y el universo racional, armónico, estaba libre de la interferencia arbitraria de su Creador. De hecho, una sociedad sana no tendría, como base, una iglesia establecida; en su extremo, se habría librado de todo el sacerdocio. En el ámbito de la estética, los filósofos ilustrados aceptaron en general los cánones del neoclasicismo heredado del siglo XVII, con todas las restricciones a la imaginación poética que esto implicaba. De hecho, a comienzos del siglo, Fontenelle había declarado la supremacía de la prosa y relegado a la poesía a una posición literaria muy inferior. Aunque la Ilustración representada por Voltaire y Marmontel, por ejemplo, no iba más allá, continuaba subordinando el arte a las exigencias de la filosofía. En cierto sentido, hicieron del arte algo superfluo al exigir que fuese totalmente realista –es decir, siguiendo el patrón que impone un universo natural supuestamente armónico–. La escena no debía mostrar nada salvo lo probable, lo típico, lo general –en suma, solo temas de importancia universal–. Más aún, el propósito del arte era instruir, moralizar. Shakespeare fue condenado tanto por Voltaire como por el conservador Dr. Johnson por su falta de decoro. Homero disgustaba y Virgilio era elogiado en los mismos términos; el gusto y no la fuerza era el criterio final. Incluso Diderot y Lessing, que modificaron la teoría aristotélica con la exigencia de que el teatro debía conmover al público emocionalmente, no abandonaron los prerrequisitos de la ética. Los espectadores tenían que conmoverse solo con sentimientos virtuosos, especialmente la piedad. El aditivo de la sentimentalidad a la literatura solo era un mecanismo educativo, no una concesión al espíritu de la poesía5. La vocación del intelectual era, a ojos de la Ilustración, reformar y enseñar a la sociedad hasta que toda la humanidad se viese libre de impulsos irracionales, ya fueran artísticos o religiosos.

Naturalmente, este sentimiento de los filósofos ilustrados según el cual estaban destinados a redimir a la humanidad, les inspiró para trabajar enérgicamente en la elaboración de proyectos para la inminente mejora de la sociedad. La filantropía es el término que mejor describe este celo por la reforma práctica. Era una pasión que llenaba tanto a un hombre bastante simple como el abate de Saint-Pierre, cuanto a personas más sensibles o profundas como Bentham o Kant. De hecho, fue nuestro buen abate quien dio vigencia en los primeros años del siglo a la palabra «bienfaisance», que iba ser tan querida para los autores que le siguieron6. Aunque en Francia y Alemania especialmente no había lugar para la actividad política por parte de los intelectuales, el sueño de la ciudadanía, y sobre todo del liderazgo político, se sentía con intensidad. Fue una época profundamente política.

Sin embargo, la política de los intelectuales era de una naturaleza peculiar. Eran los políticos que iban a acabar con toda política. La fuerza no solo era innecesaria en una sociedad compuesta de personas razonables, era el primer instrumento de la sinrazón. El anarquismo fue la actitud lógica para aquellos que sentían tanta confianza en la inteligencia en general y en el intelectual profesional en particular. Todas las instituciones religiosas y políticas existentes eran irracionales, obsoletas o «artificiales», diseñadas para evitar que una sociedad inherentemente autorregulada lograra la felicidad universal. Las instituciones coercitivas, especialmente el estado tradicional, no solo eran innecesarias; realmente evitaban la vida social ordenada. La función del estado era educar y sus actividades represoras debían limitarse a proteger a la sociedad de naciones no ilustradas y de aquellos personajes aberrantes cuyas necesidades antisociales les llevaban por la senda del crimen. La aspiración radical de la Ilustración era sustituir el liderazgo educativo de los intelectuales por el estado basado en el poder y el hábito. Para Helvetius, educación y legislación era idénticas. Una vez se lograba cierta maestría en el arte o ciencia de la legislación educativa, se tenía a mano la perfección social7.

La «mano invisible», de la que tanto nos reímos ahora, no era realmente un mecanismo misterioso. Simplemente suponía que la armonía social era inevitable en una sociedad de personas perfectamente libres y razonables. Sin duda, la idea de que la moderación educada era necesaria para la política, pero no para la vida económica, resultaba un tanto inconsistente8. Incluso en este último ámbito, el monopolio se consideraba como algo tan reprobable, que la sociedad tenía derecho a prevenir y castigar a aquellos que lo practicasen. La libertad, sin embargo, era considerada como la condición necesaria para el desarrollo humano en todos los ámbitos, precisamente porque permitía que los mejores impulsos, los más razonables, se reafirmaran en todas las áreas de acción. Más aún, la afirmación marxista de que la Ilustración no era más que el triunfo de la burguesía encuentra escaso apoyo en la literatura del período y se basa casi exclusivamente en el odio que Voltaire profesó con frecuencia hacia el «canaille»9. La mayoría de los autores del siglo XVIII, y no solo Rousseau, sentían que las grandes diferencias de riqueza eran escandalosas, y que una de las principales bendiciones de la abolición del estado existente era la reducción de tales desigualdades. Casi todos estaban de acuerdo con Helvetius en que la mala legislación creaba desigualdades económicas excesivas, y que estas podían quedar mitigadas por la ley10. Entre los muchos cargos que Tom Payne esgrimió contra todas las formas existentes de gobierno se encontraba aquella según la cual, «en los países que llamamos civilizados vemos a los ancianos entrando en los talleres y a los jóvenes subiendo al patíbulo», y a una «masa de hambrientos que a duras penas tienen mayor oportunidad salvo expirar en la pobreza o en la infamia»11. La Ilustración no era indiferente a la pobreza, pero la achacaba exclusivamente a una legislación obsoleta e inmoral. A excepción de los monopolistas, Adam Smith no habló de nadie con más desprecio que de los políticos12. Bajo sus acusaciones subyace el anarquismo común de la Ilustración, que esencialmente conduce a la creencia de que la sociedad es inherentemente buena, que son los gobiernos, y solo ellos, los que la impiden florecer13.

Aunque no había nada más sagrado para los filósofos de las Luces que la libertad individual, no fueron individualistas. La palabra no aparece en sus escritos, pues, aunque ellos vieron un conflicto claro entre sociedad y estado, entre conciencia y poder, no vislumbraron una tensión similar entre individuo y sociedad. La inevitabilidad de esta lucha, toda la doctrina de la inviolabilidad de la individualidad, fue desconocida durante el Siglo de las Luces. Que la conciencia del individuo, su voluntad moral o al menos su sentido de utilidad fuesen los últimos árbitros de toda acción, tanto pública como privada, era algo que se daba por hecho. Sin embargo, no existía sospecha de un conflicto necesario entre intereses públicos y privados, entre libertad individual y necesidades sociales. Para los utilitaristas, solo existía un conflicto entre interés a lago y a corto plazo, no entre motivos altruistas o a beneficio propio, y este conflicto tenía que resolverse fácilmente con educación o con leyes. Los utilitaristas consideraban la libertad como una necesidad, puesto que iba en interés de la sociedad, no menos que del individuo. Aquellos que creían en una ley moral absoluta, por otro lado, vieron en la libertad la primera condición imperativa de toda acción éticamente válida. En último caso, ambas escuelas estaban convencidas de que el pensamiento era esencial, porque el hombre era un ser racional y social.

Aunque ya se ha convertido en tópico, no hay nada erróneo en la alocución «la Edad de la Razón» como descripción de la Ilustración. Era la razón la que unía a los hombres con el pasado y el futuro. Era la razón la que unía a toda la humanidad. Era la razón la que proporcionaba todos los modelos para acción y juicio. La razón iba a dirigir al arte como ciencia guía. Como última meta, la Ilustración visualizaba la sociedad perfectamente racional de los hombres, tan iguales como diferentes en su racionalidad común. Esta recapitulación, aunque justa en muchos sentidos, deja fuera lo que muchos antagonistas olvidan de la Ilustración –su humanitarismo, su profundo sentido de la justicia–. Condorcet definía especialmente al humanitarismo como, «la tierna compasión por todos aquellos que sufren los males que afligen a la humanidad, el horror ante el sufrimiento añadido en instituciones públicas y en la vida privada además de las penas que la naturaleza ya ha infligido a la humanidad»14. Sobre d’Alambert, dijo su hagiógrafo Marmontel que, «estaba altamente dotado de sensibilidad» y que «ardía en indignación cuando veía a los inocentes y a los más débiles arrodillados ante la injusticia del más fuerte»15.

Y al final, todo –el optimismo, los excesos intelectuales, el anarquismo– estaba animado por el espíritu. La Justicia es el centro del pensamiento estoico, tanto antiguo como moderno. Ridiculizar esta preocupación es bastante fácil; sin embargo, que alguna vez se haya pensado en algo mejor, esa es una cuestión diferente.

Sería un error asumir que el siglo XVIII y la Ilustración coinciden exactamente. Esta simetría no puede existir en la historia. Ya antes de la Revolución francesa, la Ilustración fue rechazada con vehemencia por, al menos, un grupo de intelectuales, los románticos. Más aún, incluso en la Ilustración hubo desviaciones. Se empezó a sentir cierto sentimentalismo en la literatura, además de un interés considerable por el «genio». El romanticismo no cayó del cielo ya perfectamente desarrollado. La revuelta estética frente al neoclasicismo no encontró su máxima expresión hasta Herder, que fue el primer hombre de letras notable que derribó todo el sistema estético que había florecido durante la Ilustración. Fue el primero en descartar las reglas impuestas racionalmente al arte y encabezó la supremacía de un sentimiento poético primigenio. En sus orígenes, el romanticismo supuso la rebelión de la sensibilidad estética frente al espíritu filosófico. Más aún, esta diferencia estética supuso al final una ruptura con la Ilustración en su conjunto, así como el nacimiento de una nueva actitud hacia la naturaleza y la sociedad.

Por tanto, es preciso definir claramente el romanticismo. Hay dos posturas extremas respecto a la cuestión. Una escuela de pensamiento considera al clásico y al romántico como dos tipos humanos eternos. El primero busca la armonía en los elementos contradictorios de toda existencia; el segundo glorifica lo individual y todas las diferencias que ve y siente16. Estos caracteres opuestos se expresan en religión, en arte y filosofía a lo largo de toda historia. Por tanto, el cristianismo puede considerarse como una religión romántica; el estilo gótico, toda la música y la filosofía platónica, a su vez, son de alguna manera románticos. En el polo opuesto están aquellos a los podríamos llamar la generación romántica, la de los hermanos Schlegel. Para ellos, el movimiento romántico está ya acabado en el año trascendental de 1848. De hecho, entre los que apoyan una definición reducida hay un autor que nos recomienda hablar solo de «romanticismos», en plural17. Las variaciones individuales y nacionales le parecían tan ingentes que no hay una sola definición que pueda cubrir a todos los autores llamados románticos. Esta idea tiene sus méritos, pues las diferencias más importantes iban a surgir entre los escritores que subrayaban la individualidad como su más alta pretensión. Más aún, no todos los románticos siguieron siendo románticos. El propio Herder volvió parcialmente a la Ilustración. Otros se hicieron cristianos. También hubo luchas interminables entre autores que desde la distancia parecen tener mucho en común. De hecho, Goethe fue a su vez ídolo y jefe antagonista de los jóvenes románticos alemanes. Al final, la tarea de definir el romanticismo no ha sido fácil, debido el uso polémico y coloquial del término. Para algunos autores franceses, particularmente, el romanticismo es mero misticismo, irracionalidad y emocionalidad, es también y de alguna forma, algo muy alemán. Es una repugnante infección no francesa que mina la verdadera herencia latina, católica y clásica de Francia18. En el uso popular, por supuesto, un romántico es, simplemente, una persona poco práctica.

La explotación política y abusiva de la palabra romanticismo no nos interesa ahora, pero ¿qué decir de las dos actitudes académicas? El compromiso entre ambas resultará bastante útil. Pues, si el romanticismo es una necesidad humana eterna, se hace muy difícil entender por qué resultaba tan peculiarmente nuevo en su oposición estética a la Ilustración. Sin embargo, si el romanticismo se aplicase solo a un puñado de poetas que eligieron ese nombre, la gran afinidad que muchos escritores tardíos tienen con el grupo original sería inexplicable. Por tanto, parece necesario buscar los aspectos únicos y duraderos del movimiento romántico. Comenzó como una teoría específica del arte en oposición a los parámetros del neoclasicismo; también fue expresión de un temperamento general, de un estado mental, y esta condición todavía prevalece hoy en día, incluso aunque la forma estética que adoptó originalmente haya sido descartada hace tiempo.

En arte, los románticos declararon la guerra total contra el neoclasicismo ilustrado, empezando por Herder. En vez de la forma y la razón, era la imaginación intuitiva del poeta la que se postulaba como única fuerza creativa. La finalidad de la literatura no era lo universal, lo típico o probable, sino lo único, original y fantástico. La literatura tenía que conmover al lector, no instruirle. Ahora, seguir a la naturaleza no significaba buscar armonía, sino imitar la intensidad dramática natural. La mayor de las virtudes no era la civilización, sino la energía primigenia. Las odas de Horacio fueron rechazadas en favor de Homero, se adoraba a Shakespeare con pasión exactamente por las mismas cualidades que tanto habían desagradado a Voltaire, y el Dr. Johnson era una auténtica barbarie. Las fábulas filosóficas ya no eran populares, sino la novela de la experiencia privada. Pero, por encima de todo, el lugar que la Ilustración había reservado para los filósofos, ahora se exigía para los poetas. Eran considerados como los fundadores de religiones y naciones, como los guardianes de la más alta verdad. De hecho, tras el neoclasicismo, los románticos continuaron rechazando toda la Ilustración y la actitud que representaba: en vez del análisis frío, querían la experiencia de la propia vida. El nuevo ideal no era el hombre, el animal racional, sino Prometeo, el creador desafiante. Se rechaza el optimismo histórico frente a la conciencia de lo trágico, en el arte y en la vida. La belleza no se podía improvisar y Grecia era cosa del pasado. Ante cualquier tipo de complacencia, el genio musitaba con desdén: «Filisteos». El presente no era mejor que el pasado, y «las cosas como son», cualquier convención, todas las instituciones establecidas, solo eran meros eslabones de las facultades creativas del artista. La individualidad, no la razón social, se iba a convertir en la pretensión moral más alta. Toda política era sospechosa de ser no artística. Del «individualismo cuantitativo» de la Ilustración, los románticos pasaron al «individualismo cualitativo»; de la autonomía racional, a la expresión sin límites y la diferenciación. Concentrarse simplemente en la razón era seguir siendo una «ostra racional». Una personalidad artística debía tener un número ilimitado de cualidades; debía ser proteica, colorida y, sobre todo, diferente19. Esto no tiene nada que ver con el ideal humanístico del hombre pleno. Pues el hombre en su conjunto está hecho de un número limitado de cualidades en un estado de equilibrio preconcebido. El ideal humanístico se basaba en un patrón universal, no en la aspiración romántica de que cada persona era completamente diferente de los demás. ¡No importaba que todo estuviera permanentemente en conflicto con su entorno!

Entonces, la rebelión estética del romanticismo solo formaba parte de una insatisfacción más general hacia toda una época. Si miramos más profundamente, más allá incluso de las expresiones conscientes del pensamiento romántico, descubriremos una conciencia específica. Lo que apareció en la república de las letras de la época fue descrito por Hegel con una sutileza sin parangón como «la conciencia infeliz». Es el «espíritu alienado» que había perdido toda fe en las creencias del pasado, desilusionado por el escepticismo, pero incapaz de encontrar un nuevo hogar para sus anhelos espirituales, en el presente o en el futuro. Fluctuando desesperadamente entre la memoria y el deseo, no puede aceptar el presente ni enfrentarse al nuevo mundo20. Es, esencialmente, un fenómeno religioso, lo que Miguel de Unamuno iba a llamar posteriormente «el sentido trágico de la vida», un anhelo de inmortalidad atormentado constantemente ante las dudas de su propia posibilidad21. Sin embargo, esta conciencia no se expresó en términos religiosos durante los primeros años del romanticismo. No es que «Dios haya muerto», es que la cultura había perecido. El «deseo infinito» se sentía fundamentalmente como anhelo cultural22. Era un deseo por Grecia primero, el mundo de Ossian y la pintoresca Edad Media, y por el Renacimiento después –de hecho, por cualquier tiempo más bienaventurado que el presente.

Este sentido de pérdida en el mundo «real» que marca «la conciencia infeliz» y que subyace en la raíz del renacimiento romántico, también concede al movimiento su continuidad. Esto es lo que nos permite hablar del romanticismo como algo que prevalece a lo largo del último siglo y hasta hoy en día, a pesar de las disensiones internas, los cambios en los modos de expresión y en el tema literario. El rechazo a aceptar el mundo de la naturaleza en el que todos tenemos que morir, o un universo social en que «el todo» cuenta más que cada persona, marca todo el curso del pensamiento romántico. La Ilustración fue capaz de racionalizar y vivir en paz con estas condiciones; el romántico se rebelaba contra ella. El sinsentido de la muerte y la fuerza trituradora de la sociedad son temas constantes de todos los poetas a los que se ha llamado convencionalmente escuela romántica, y lo mismo sucede con el rechazo a toda vida cultural existente. Esta actitud aparece en el odio de Kierkegaard a la filosofía optimista y en su llamada «al Uno», y de nuevo en el sueño de Nietzsche del superartista que somete a la naturaleza y a la sociedad. El anhelo de Burckhardt por períodos artísticos del pasado es esencialmente el mismo que el sueño de Herder de sociedades primitivas dominadas por poetas. Por supuesto, muchos románticos hicieron finalmente las paces con Dios, con el orden social establecido, con la historia, con la política e incluso con la razón, pero dejaron de ser románticos. Como teoría estética, el romanticismo todavía tiene sus defensores. La supremacía del arte y del artista todavía es de interés vital para André Malraux, Albert Camus y Stephen Spender, por ejemplo. En la crítica literaria, Sartre y sus seguidores se han detenido en autores que se adhieren a la tradición clásica y se debaten en estereotipos, negando así la libertad del hombre para comportarse de forma impredecible. Sospechamos que los europeos admiran la literatura americana, sobre todo la de tipo «duro», debido a lo que parece su carácter exótico. Martin Heidegger todavía buscaba la más alta sabiduría en la poesía. Y, entre los pensadores existencialistas, Karl Jaspers se une a Goethe en la batalla contra Newton y la época de la prosa que él representaba. Sin embargo, cuando hablamos de romanticismo, nos referimos fundamentalmente a las manifestaciones de una conciencia infeliz, pues ahora ya no es la base implícita de una nueva literatura: es una actitud consciente. El existencialismo y las filosofías menos sistemáticas del absurdo se consideran a sí mismas, abiertamente, como la conciencia de que «Dios ha muerto». Si los primeros románticos mostraban un vigor combativo considerable, y realmente creían que el espíritu de la poesía todavía podría conquistar el mundo, el romántico contemporáneo no alberga tal esperanza –de hecho, no alberga esperanza alguna de ningún tipo– . En vez de energía dramática, ahora solo existe cierto sentimiento de futilidad. El romanticismo se expresa ahora en la negación de la misma posibilidad de conocimiento –y mucho menos el control de la historia, de la naturaleza y de la sociedad–. Afirma nuestra libertad frente a Dios y la determinación social, pero esto supone la ausencia de lazos permanentes. El hombre se ha convertido en un extraño que vaga sin rumbo por territorio desconocido; el mundo, tanto histórico como natural, se convierte en algo sin sentido. La relevancia de todo pensamiento y acción social se convierte en algo dudoso ante una situación humana donde nada es cierto, salvo la reacción del individuo al mundo externo y su necesidad de dar expresión a su condición interna. Visto en profundidad, el mundo aparece como una prisión extraña y hostil que nadie puede entender o alterar, de la que, como mucho, tenemos que evadirnos. La gran tragedia de la época es que, debido a toda la insignificancia de nuestro ser real, la historia, la sociedad y la política nos presionan de manera insoportable. El mundo exterior está aplastando a la individualidad única. La sociedad nos priva de nuestro ser. Todo el universo social es el totalitarismo, no solo algunos movimientos políticos y algunos estados. La tecnología y las masas son las condiciones de vida en todas partes y, al ser estas la verdadera esencia del totalitarismo, forman el epítome de las fuerzas sociales que siempre han amenazado a la personalidad individual. Es el romanticismo de la derrota, la última etapa de la alienación. Estamos también en las antípodas del espíritu de la Ilustración. El romanticismo comenzaba negando el optimismo fácil de los hombres de la razón, pero bajo el estrés de las dimensiones sociales del presente, ha llegado a rechazar todo el mundo moderno e, implícitamente, la misma posibilidad de conocimiento social y de mejora.

El romanticismo no fue la única reacción hostil a la Ilustración. Los creyentes cristianos difícilmente podían comulgar con sus doctrinas, y el siglo XVIII fue, sin duda, totalmente arreligioso. Florecieron los movimientos pietista y evangélico. En Saint-Martin, el siglo incluso tuvo sus místicos. Pero toda esta religiosidad no llegó al punto de una refutación teológica de las Luces, al menos no en el ámbito de la teoría social. Hasta que la Revolución francesa no hizo temblar los cimientos de las instituciones eclesiásticas, no hubo una contestación inminente. Con la literatura política inspirada de los teócratas, dirigidos por Joseph de Maistre, apareció un ataque a la Ilustración, punto por punto, desde una posición católica. Merece la pena señalar que, incluso De Maistre llegó a flirtear en su juventud con las ideas ilustradas, hablando favorablemente de la libertad y refiriéndose a Dios como el «Ser supremo»23. La reacción católica a la Ilustración, que apareció durante la Revolución, fue desde el principio de carácter político, y sus descendientes contemporáneos, en su rechazo a todo el mundo postrevolucionario, retienen esta orientación. Por tanto, la oposición religiosa a la Ilustración ha sido menos compleja, en cierto sentido menos profunda, que la del romanticismo. Sin embargo, es superficial considerar esta oposición como un mero problema de conservadurismo político extremo: en el caso de un pensador como De Maistre, el calibre de su «reacción» política solo formaba parte de la idea más amplia según la cual Europa había dejado de ser cristiana y toda la época moderna era, en ese sentido, un fracaso. Es esta conciencia, no su sesgo autoritario en problemas de gobierno, la que ha dado a la respuesta de De Maistre a la Ilustración su perdurable influencia.

Que la fe en el progreso es algo que repele a gran parte del pensamiento cristiano resulta obvio, pues descansa en la negación del pecado original. Sin embargo, De Maistre llegó aún más lejos negando su validez. De hecho, apenas nadie desde Lutero había quedado tan impresionado por la corrupción humana salvo De Maistre. Aunque profesaba admiración a santo Tomás, no parece que aceptase su doctrina de que las facultades de la razón natural no tienen parangón. En realidad, su pesimismo no era meramente social; era de alcance cósmico. Su contribución a la controversia sobre el significado del terremoto de Lisboa de 1755 fue un regreso a la creencia en la Providencia, la humanidad era tan mezquina que estos desastres ocurrían porque los hombres lo merecían. Que los aparentemente buenos pereciesen junto a los culpables no era injusticia, puesto que ninguno de nosotros es realmente inocente24. El cuadro de violencia en la tierra que pintaba era mucho más horrible que el de Hobbes. El hombre natural de Hobbes al menos mataba por propósitos comprensibles, pero De Maistre veía la violencia como ley de vida, incluso en el mundo vegetal. Los hombres no podían ayudarse matándose entre sí. Mataban por razones justificadas y también, simplemente, por divertirse. En cualquier caso, no hacían más que cumplir con su destino. El mundo es una interminable carnicería25. La violencia es la esencia de toda actividad humana, incluso en sus formas más positivas. Finalmente, la sociedad depende para su supervivencia del ejecutor público26.

Como la Ilustración, De Maistre ponía gran énfasis en el poder del pensamiento, pero lo consideraba casi como una fuerza absolutamente maligna. El clero y la nobleza debían difundir la religión y el «dogma nacional», una mezcla de conceptos religiosos y políticos tradicionalmente morales, y dominar el mundo de las ideas27. En cuanto a los sabios, no estaban para hablar de problemas morales. Podían entretenerse con las ciencias naturales, pero nada más, incluso estas le resultaban sospechosas. Las ciencias naturales eran las criaturas de los hombres soberbios y brutalizados. También, al enfatizar las leyes de la naturaleza, hacían parecer que la oración es algo superfluo28. La razón y la voluntad humanas eran enemigas de la fe y, por tanto, sospechosas. Los hombres de saber debían abandonar toda ambición política. La historia, según De Maistre, muestra que los intelectuales no tienen talento para los asuntos prácticos, mientras que los sacerdotes, por otro lado, siempre han sido excelentes hombres de estado29. Esta conclusión se sigue lógicamente de su idea de que, en política, la razón y la práctica están inalterablemente en oposición mutua. La racionalidad de las teorías políticas solo demuestra que son inútiles o perniciosas30, pues siempre olvidan la profunda irracionalidad de la humanidad en general y de las unidades sociales en especial.

En cuanto al mundo que le rodeaba, De Maistre mostraba un profundo disgusto. A veces consideraba a la Revolución como obra directa de Satán o como el justo castigo a una generación irreligiosa. Solo en ocasiones, albergó la esperanza de que fuese una purga salutífera de una nación corrupta31. No cabía duda de sus orígenes históricos –nacida del protestantismo, hija de la herejía–. Inversamente, solo un renacimiento de la religión, solo bajo el dominio de la Iglesia católica, podría sobrevivir Europa. Esta interpretación de la historia es la que concede a De Maistre su importancia contemporánea. Muchos pensadores cristianos, tanto católicos como protestantes, suscriben la idea de que las civilizaciones viven y mueren en su fe religiosa tradicional y que, al final, todos los acontecimientos sociales son expresión de alguna actitud religiosa. En cuanto a la Ilustración, el historiador católico británico Christopher Dawson, que quizá sea el representante más perfecto de la escuela de los fatalistas cristianos, todavía puede hablar de ella como «la última de las grandes herejías europeas»32. Más aún, es el fatalismo histórico implícito en una teoría que hace que la vida cultural dependa de un solo factor –la fe religiosa– lo que une a tantos teóricos sociales cristianos. La guerra, el totalitarismo, en suma, el declive de la civilización europea, son todos resultados inevitables de la ausencia de fe religiosa en la época moderna. Puesto que no parece probable una renovación del cristianismo, el final de la cultura occidental es más que posible. En esto, los teólogos protestantes como el suizo Emil Brunner y el británico Nicholas Mickle, los anglocatólicos como V. A. Demant y T. S. Eliot, así como algunos pensadores católico-romanos como Hilaire Belloc, Christopher Dawson, Romano Guardini y Erich Voegelin están de acuerdo. En este sentido, el democrático Jacques Maritain concuerda con el monárquico autoritario Henri Massis.

La relación de este tipo de pensamiento religioso con el romanticismo no es evidente. Sin duda, a ambos le disgustan muchas cosas en común. Pero, aunque compartan el desagrado común por las Luces, fue por diferentes razones. Una cosa es rechazar el neoestoicismo como racionalista por descartar la revelación y otra bastante diferente denostarlo como algo muerto y apoético. De nuevo, el hecho de que el cristiano se revele contra la época presente no le sitúa más en un estado cultural de alienación que el romántico. El aspecto externo que surge de su indignación –la vida urbana sin raíces, la tecnología, la prevalencia de modas de pensamiento que derivan de las ciencias naturales, la popularidad de las ideologías y partidos totalitarios– también ofenden al romántico. Sin embargo, para el romántico la alienación cultural supone un extrañamiento absoluto, mientras que el creyente todavía puede descansar con seguridad en su fe. El anhelo por un cielo inencontrable es la condición esencial de la conciencia infeliz. Para el pensador cristiano, la falta de fe de aquellos que le rodean es aterradora, no tanto su propia vacuidad. Esta distinción, aunque crucial, no está exenta de dificultades. Particularmente, entre los primeros románticos, «el anhelo infinito» acabó con una aceptación del catolicismo. Friedrich Schlegel, de hecho, se convirtió en gran admirador de las obras de De Maistre33. De nuevo, la religión emocional, internalizada, del sentimiento, que floreció al mismo tiempo que el primer romanticismo, se parece a este último en muchos aspectos. De hecho, Hegel lo consideraba como una manifestación de la conciencia infeliz34. Sin embargo, la insistencia en la individualidad como única guía hacia Dios, que es característica tanto de la religión optimista de Schleiermacher como de la fe trágica de Kierkergaard, apenas guarda el menor parecido con cualquiera de las formas establecidas de cristianismo. Esto también es evidente en las ideas de Gabriel Marcel. Igualmente, la devoción estética de Chateaubriand es extraña a la antigua fe. Más aún, la adoración a la imaginación creativa y el excesivo desdén por la razón, así como la insistencia en la individualidad en todas las materias, no son del gusto de las formas ortodoxas cristianas, tanto católica como protestante. Para los tomistas en particular, son cualquier cosa salvo seductoras. Por tanto, no hay afinidad real entre romanticismo y cristianismo. El fatalista romántico y el cristiano solo se parecen en sentido negativo: en su alienación común de la época de la Ilustración, primero; de todo el mundo de la ciencia, industria y comercio, después, y ahora, de una cultura que parece condenada a la guerra y el totalitarismo.

La desesperación romántica y cristiana en el ámbito del pensamiento social son diferentes, y lo serán aún más si el final de la cultura europea tiene para los cristianos algún significado religioso más profundo. Sin embargo, el fin de Occidente bien puede significar la desaparición del cristianismo en el mundo, y esta posibilidad ha suscitado en muchos cristianos una nueva conciencia dramática de la vieja profecía del fin de los tiempos. La conciencia escatológica, ya presente en De Maistre y Lammenais, antes de su apostasía, es equivalente a la conciencia infeliz. En la medida en que el sentimiento de fatalidad se extiende desde el simple nivel cultural al sobrenatural, toda la humanidad se enfrenta a su hora final –una finalidad que para los románticos ya se ha cumplido con el fin de la civilización–. Josef Pieper, un pensador católico alemán, en una afirmación breve pero completa de la doctrina del fin de los tiempos, vislumbra el apocalipsis en los acontecimientos más recientes35. Contempla en acontecimientos políticos concretos, sobre todo en el totalitarismo, un anticipo de la dominación del Anticristo. Las ideologías totalitarias representan un preludio de las tensiones cada vez más intensas entre las fuerzas de Cristo y del Anticristo, que preceden al final de los tiempos. Implícita o explícitamente, el Apocalipsis ha llamado la atención de todos aquellos pensadores cristianos que, desde la Revolución francesa, no podían ver más que la decadencia y el declive de la vida en la era moderna. Es difícil imaginar nada más alejado del espíritu de las Luces.

Estos temores están lejos de resultar ridículos. Después de todo, la sociedad que los románticos y cristianos abominan, les ha rechazado. Ambos están excluidos de la corriente general del pensamiento popular. Los desarrollos políticos difícilmente podrían animarles. Sin embargo, la Ilustración no ha triunfado –nada más lejos–. Incluso aquellos que una vez se opusieron a la fatalidad romántica y cristiana, sucesores obvios de la Ilustración, liberales y socialistas, han dejado de ofrecer alternativas intelectuales genuinas a las doctrinas de la desesperación. Desde el último siglo, el liberalismo se ha convertido en algo cada vez más conservador y temeroso de la democracia. Hoy en día, también florece un liberalismo conservador que considera a Europa condenada, como resultado de la planificación económica, el igualitarismo y el «falso» racionalismo. El socialismo, por otro lado, ha sufrido como teoría por su conexión tan íntima con el «movimiento». Rechazado por la izquierda y asimilado por la derecha, el socialismo parece incapaz de proporcionar una filosofía que no sea más que una defensa de su posición parlamentaria inmediata, e incluso ahí también fracasa. Este radicalismo, tal y como todavía sobrevive, solo suele ser una creencia en la extensión infinita de la libertad individual en sí misma, desprovista de la fe ilustrada en la armonía y el progreso de la sociedad en su conjunto que acompañaría a esa libertad. En cuanto a las dos formas más importantes de ideología totalitaria, nazismo y comunismo, no son interpretaciones filosóficas del mundo moderno, sino más bien una forma verbal de contienda. Como tales, son objetos de análisis teórico, no respuestas al mismo. En cualquier caso, aunque ambos se consideraron «la ola del futuro», también presentan una visión catastrófica de la historia moderna. Solo vislumbran una era más perfecta tras el violento desplome de las instituciones sociales existentes, cuya naturaleza sigue siendo vaga. Sin duda, el nazismo fue, en su monomanía racial, una negación fatalista de todo lo que defendía la Ilustración, mientras que el elitismo y la violencia que subyacen en la misma raíz del comunismo hicieron de su uso de la palabra «progreso» un crimen frente a su significado ilustrado.

De hecho, el final del Siglo de las Luces no solo ha significado el declive del optimismo y radicalismo social, sino también el fin de la filosofía política. Algo que no ha sucedido solo gracias al trabajo de los últimos años. El predominio de ideas opuestas a toda la Ilustración forma parte de un proceso lento y muy intrincado. Al análisis de este proceso están dedicadas las siguientes páginas.

Notas al pie

1 E. Cassirer, The Philosophy of Enlightment, trad. F. C. A. Koelln y J. P. Pettegrove (Princeton, 1951), p. 6. (E. Cassirer, Filosofía de la Ilustración, trad. Eugenio Imaz, Fondo de Cultura Económica, México, 2013.)

2Esquisse d’un Tableau Historique des Progrès de l’Esprit Humain, ed. D. H. Prior (París, 1933), pp. 191-192.

3 Citado en M. Roustan, The Pioneers of the French Revolution, trad. F. Whyte (Boston, 1926), p. 262.

4Ibid., p. 265. M. Roustan añade sabiamente, «la Bruyèere no habría escrito esto».

5 Las declaraciones anteriores están basadas en gran medida en la obra del profesor René Welleck , A History of Modern Criticism: 1750-1950, vol. 1. «The Later Eighteenth Century» (New Haven, 1955), pp. 12-104.

6 M. Leroy, Histoire de Idées Sociales en France (de Montesquieu à Robespierre) (París, 1946), p. 10. C. Becker , The Heavenly City of the Eighteenth Century of Philosophers (New Haven, Connecticut, 1952), p. 70.

7 Helvetius, A Treatise of Man, tad. W. Hooper (Londres, 1810), vol. II, pp. 438-443. Entre estas actitudes, por supuesto que hubo excepciones, sobre todo a comienzos de la Ilustración. Voltaire, por ejemplo, estaba muy lejos del anarquismo.

8 E. Halévy, The Growth of Philosophic Radicalism, trad. M. Morris (Londres, 1934), p. 127.

9E.g., H. Laski, The Rise of European Liberalism (Londres, 1947), pp. 161-264. (Laski, El liberalismo europeo, trad. C. Sans Huelin, Fondo de Cultura Económica, México, 2013.)

10Treatise on Man, vol. II, p. 205. El artículo sobre «Indigente» en la Encyclopédie afirma inequívocamente que la pobreza es resultado exclusivo de la mala administración. M. Roustan, op. cit., p. 269.

11The Rights of Man (Everyman’s Library, Londes, 1915), p. 221.

12The Walth of Nations, E. Cannan (Modern Library, Nueva York, 1937), pp. 435 y 460-461.

13 Así, Tom Paine afirma que, «la sociedad realiza por sí misma todo lo que se adscribe al gobierno», The Rights of Man, p. 157.

14Esquisse, pp. 164-165.

15 Roustan, op. cit., p. 251.

16E.g., F. Strich, Deutsche Klassik und Romantik (Berna, 1949).

17 A. O. Lovejoy, «On the Discrimination of Romanticism», Essays in the History of Ideas (Baltimore, 1948), pp. 228-253. En respuesta a esta concepción, hay un argumento impresionante que muestra la unidad del romanticismo: R. Welleck, «The Concept of ‘Romanticism’ en Literary History», Comparative Literature, 1949, vol. I, pp. 1-23 y 147-172.

18 Los más conocidos de estos estudios políticamente inspirados del romanticismo son, probablemente, las innumerables obras del barón Ernest Seillière. Podemos encontrar un extracto breve pero completo de este punto de vista en su Romanticism, trad. C. Spritsma (Nueva York, 1929).

19The Sociology of Georg Simmel, trad. y ed. K. H. Wolf (Glencoe, Illinois, 1950), pp. 58-84.

20The Phenomenology of the Mind, trad. de J. B. Baillie (Londres, 1931), pp. 250-267 y 752-756. Estos conceptos, como muchas traducciones de las obras de Hegel, no son muy adecuados pero, puesto que hay pocas citas directas, nos referiremos a las versiones inglesas habituales. Su significado general se ha contrastado con el alemán original. (En castellano, seguimos la primera traducción de la Fenomenología del espíritu de Wenceslao Roces, Fondo de Cultura Económica, México, 1985; también la versión de Manuel Jiménez Redondo, Pre-Textos, Madrid, 2009, que sí recoge el término «conciencia infeliz o desgraciada», y la edición bilingüe de Antonio Gómez Ramos, Abada, Madrid, 2010. N.T.)

21The Tragic Sense of Life, trad. de J. E. C. Flitch (Nueva york, 1954), pp. 1-57.

22 Tengo la firme convicción de que el deseo de Grecia no solo fue la primera manifestación del romanticismo, sino también la esencia de su actitud cultural. Nunca había sido el medievalismo tan importante o tan universal. Véase, e.g., E. M. Butler, The Tyranny of Greece over Germany (Cambridge, 1935); G. Highet, The Classical Tradition (Nueva York, 1949), pp. 355-405.

23 C. A. Saint-Beuve, Portraits Litteraires (París, n. d.), vol. II, pp. 394-399.

24Soirées de Saint-Petersbourg (Classiques Garnier, París, 1922), vol. I, pp. 170-177 y 201-211.

25Ibid., vol. II, pp. 21-25 y 121.

26Ibid., vol. I, pp. 29-33.

27Ibid., vol. II, pp. 102-104.

28Ibid., vol. I, pp. 192-197.

29Ibid., vol. II, pp. 174-176.

30Ibid., vol. I, pp. 108-109.

31Considérations sur la France (París, 1936), pp. 17-32.

32Progress and Religion (Londres y Nueva York, 1933), pp. 192-193.

33The Philosophy of History, trad. J. B. Robertson (Londres, 1846), pp. 464-470.

34 Jean Wahl, en su estudio sobre el tema, piensa que Hegel consideraba a todo el cristianismo como una «conciencia infeliz»; sin embargo, creo que esto es falso, pues Hegel analiza la conciencia infeliz como un fenómeno específicamente pre y postcristiano, lo describe como respuesta a un clima de escepticismo. Véase J. A. Wahl, Le Malheur de la Conscience dans la Philosophie de Hegel (París, 1929).

35 J. Pieper, The End of Time, trad. M. Bullock (Londres, 1954).

II

La mente romántica. Antecedentes: Rousseau, Godwin y Kant