Detrás de la noticia, nada - Claudio Fracassi - E-Book

Detrás de la noticia, nada E-Book

Claudio Fracassi

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Beschreibung

¿Cómo se produce la noticia? ¿Cómo se forma nuestra conciencia del mundo a través de las historias de los periódicos y la televisión? Un libro para desmontar los mecanismos de la información y comprender lo que hay dentro del acto de informar.

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© LOM ediciones Primera edición, julio 2023 Impreso en 1000 ejemplares ISBN: 978-956-00-1724-6 Todas las publicaciones del área de Ciencias Sociales y Humanas de LOM ediciones han sido sometidas a referato externo. Edición, diseño y diagramación LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56-2) 2860 6800 [email protected] | www.lom.cl Diseño de Colección Estudio Navaja Tipografía: Karmina Registro n°: 106.023 Impreso en los talleres de gráfica LOM Miguel de Atero 2888, Quinta Normal Santiago de Chile

Índice

Introducción «Detrás de la noticia, nada»

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Bibliografía general

Apéndice

Introducción «Detrás de la noticia, nada»

Sotto la notizia niente es el título en italiano del ensayo que tienen en este momento en sus manos. Su argumento es más actual que nunca.

Salió a la venta en noviembre del año 1994 como anexo de Avvenimenti (en español «Acontecimientos»), la revista semanal dirigida por el mismo autor, el periodista italiano Claudio Fracassi.

Alcanzó las cien mil copias vendidas; sin embargo, en los años sucesivos, se volvió difícil de encontrar y finalmente desapareció de las librerías. Aquella copia que compré recién salido, se mantuvo siempre en mi biblioteca y viajó de Italia a Chile en el 2006.

Su traducción, a cuatro manos con Alejandro Orellana, es un fruto más de la pandemia y coincide con el recobrado interés por el texto en Italia, en donde se volvió a publicar hace algunos meses.

Para introducir el ensayo, deseo dedicar algunas líneas al semanal y contextualizar la época en la cual se escribió.

Durante los años noventa, Avvenimenti era reconocido como uno de los medios críticos del sistema. La bajada del título era «La revista de la otra Italia», y proponía una lectura de los hechos por «detrás». Entre sus columnistas se encontraban firmas prestigiosas como la de Dario Fo1.

Desde Chile es aún más interesante relevar que cuando se funda en el año 1989, el nombre de la revista debía ser «No». Por cierto, en su contexto, esa intención tenía el afán de ponerla en contraste aún más frontal con la política y los acontecimientos de la Italia de su época. Sin embargo, no podemos dejar de relevar la coincidencia histórica que aquel título hubiera tenido hoy para Chile, aquel «NO» que, de simple opción de voto, se convirtió en icono del plebiscito que puso fin a la dictadura de Augusto Pinochet.

Ni tampoco se puede olvidar la coincidencia en la lucha democrática de Salvador Allende y del político italiano Aldo Moro2, dos grandes líderes que perdieron su vidas por haberse opuesto a los «poderes fácticos» de su época en sus respectivos países. El primero muere sumergido en un torbellino de mentiras, financiadas, apoyadas y amplificadas por la prensa, en un montaje brutal que intentó destruir su imagen y legado. El segundo en la omertá de la oficialidad política y de gobierno de ese entonces, al punto que tuvieron que pasar 40 años para llegar a una conclusión, más o menos satisfactoria, de las investigaciones llevadas a cabo por la Comisión de Justicia3 encargada de las investigaciones, sin lograr tampoco resolver todos los misterios.

Si la prensa no es libre ni informa cabalmente sobre los hechos, buscar fuentes de información alternativas debería ser considerado un derecho del cual todos deberíamos gozar, para poder construir una mirada lo más amplia posible sobre cualquier acontecimiento que nos afecte o sea de nuestro interés.

Este legítimo derecho está consagrado por el articulo 19 sobre la libertad de opinión y de expresión de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, y establece el derecho de «investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión».

Sin embargo, en los últimos años, la consultación de fuentes alternativas de información ha sido prácticamente criminalizada, al punto que el buscar una perspectiva diferente de los argumentos que se instalan en los medios como mainstream, es rayana en lo despreciable. El éxito rotundo de esta operación está demostrado en que, no obstante en el público exista claramente un genérico sentimiento de duda respecto a lo que la prensa oficial entrega, frente a este legítimo deseo de objetividad, a la más simple manifestación de duda, se yergan escudos que abundan en definiciones negativas; entre ellas, la de complotista, a la cual se asocia la supuesta falsedad de la «contrainformación», la cual en parte –lamentablemente– es falsa.

El resolver estas evidentes contradicciones y el reconocer el verdadero del falso son preguntas recurrentes; y deberíamos preguntarnos también por qué nos negamos a escuchar la «otra campana», más aún sabiendo que, históricamente, el control de las masas es una preocupación muy antigua.

El ensayo de Fracassi, no pretende responder a estas preguntas, sin embargo tiene el valor de proponer muchas reflexiones sobre el argumento.

Sotto la notizia niente, hacía un guiño al título de una película italiana4 de 1985, un retrato del peculiar ambiente milanés de la moda de aquellos años. El imaginario de los cuerpos de las modelos, retratadas como íconos de la belleza sin profundidad, asociado a un estilo de vida que otorgaba a la ciudad de Milán el carácter de símbolo de la frivolidad. Era la época de la Milano da bere (algo como «Milán para bebérsela»), como rezaba la publicidad de un famoso licor, el Amaro Ramazzotti.

Milán, teatro de una sociedad llena de aperitivos y fiestas, una ciudad para gozar y entretenerse. Sin embargo, mientras el mundo se entretenía en el «edén» de la vanidad, en la Milán «real», la de la Bolsa de Valores, la economía se fue centrando siempre más en la alta finanza y paulatinamente trasladó la producción de bienes a otros países, primero asiáticos y luego a países del Este europeo recién salidos de la ex-URSS, menos «complicados» desde el punto de vista de la gestión del trabajo y los trabajadores.

El ensayo de Fracassi, a veces testigo de inimaginables crueldades al «servicio de la información oficial» y no haciendo concesiones a la entretención, tiene momentos sin duda apasionantes. Delata además la pasión del autor por el periodismo, su pasión por explicarlo y, también, su deseo de desnudarlo para proteger a sus lectores.

El texto recorre la historia del acto básico del informar; narra cómo nace, se desarrolla y muere una noticia; explica «técnicamente» cómo se puede manipular al lector a través de ella, algo que en Chile resuena en la frase: «El Mercurio miente», parte de la memoria histórica del país. Y explica también cómo, un hito científicamente planificado con el news management, se camufla de noticia gracias a la cual se inunda la prensa, para no dar espacio a preguntas que no se desea responder u ocultar otras que no se quiere que se investiguen.

Hoy en día los periodistas que se dedican a la investigación, aquellos que persiguen ese «algo que está detrás de la noticia», no son bien vistos o incluso llegan a ser criminalizados; son a veces mártires contemporáneos.

A pesar de las dificultades, en Chile existe aún buen periodismo de investigación. El reciente caso chileno que determinó la suspensión de las transmisiones de la emisora televisiva «La Red», poco antes del plebiscito de salida para la Nueva Constitución, habla por sí mismo de las dificultades que encuentra quien busca detrás de las apariencias.

Pues este aspecto contemporáneo no podía faltar, «Bajo la noticia» nos recuerda el resabido ejemplo del periodista y activista australiano Julian Assange, quien se encuentra detenido en una cárcel inglesa y olvidado por la mayoría de los medios de comunicación, incriminado por habernos informado sobre crímenes que los aparatos mundiales del poder militar, económico y político desean y necesitan esconder.

De estos acontecimientos se ocupa el apéndice de autoría de Franco Fracassi, hijo del autor, que sigue las huellas paternas.

Franco agrega en esta edición elementos que llenan el espacio cronológico desde la publicación del libro en 1994 hasta la actualidad, desde luego incluyendo los acontecimientos relacionados con Assange y otros periodistas que tuvieron el coraje de denunciar.

Para concluir esta introducción, es obligación el citar la frase final del ensayo que incita a: «Por último, desconfiar: dar de "usted" a la imagen, cuando ella pretende "tutearte"».

Es decir, desde lo que nos convoca y sin pretender analizar el despreciable e inmenso mundo del "fake", tratemos de diversificar y aumentar el numero de nuestras fuentes y de mantener una distancia sana y prudente de la información (y de las imágenes), en la tentativa de no perder detalles fundamentales para su comprensión y su análisis crítico.

Clara Salina

Alejandro Orellana

1 Fue un actor y escritor de teatro italiano ganador del Premio Nobel de Literatura de 1997.

2 Fue un político italiano, presidente de partido Democracia Cristiana, más de una vez ministro o líder de Gobierno, asesinado en Italia en 1978 por las Brigadas Rojas.

3 La conclusión de la encuesta ha revelado amenazas del exCanciller de Estados Unidos, Henry Kissinger, en relación a la política de Moro, que postulaba a una reinclusión del Partido Comunista italiano en las dinámicas de gobierno del país. Su cadáver fue encontrado a mitad de camino entre las sede del Partido Comunista y la de la Democracia Cristiana.

4Sotto il vestito niente del director Carlo Vanzina.

Capítulo 1

Al contrario de la guerra, la revolución en televisión sale mal

John Kenneth Galbraith

Timisoara

Es difícil relatar cómo se produjo la masacre de Timisoara, la más espantosa de la segunda postguerra del siglo XX, porque en realidad esa masacre no tuvo lugar. Sin embargo, es posible dar todos los detalles de la noticia sobre la masacre de Timisoara porque ésta existió realmente; puede reconstruirse fielmente y transmitirse a las generaciones venideras con espíritu de veracidad. Cuál es la diferencia entre una –la masacre– y la otra –la noticia–, es precisamente el tema de este libro.

Todo comenzó exactamente el domingo 17 de diciembre de 1989 con el relato de un anónimo ciudadano del mundo de nacionalidad checoslovaca, y por tanto definido como el «viajero checoslovaco». Los teletipos vinculados a la agencia de noticias húngara «MTI» emitieron ese día un despacho en el que se afirmaba que «según lo informado por un viajero checoslovaco, se produjeron disparos en Timisoara». Esa misma noche, la televisión estatal húngara, habitualmente captada en Viena, volvió a lanzar la noticia esta vez sin referirse al viajero anónimo. El locutor refirió que: «Una gran manifestación se habría celebrado en Timisoara para impedir la deportación del pastor protestante Toekes».

Ambas informaciones eran ciertas. En la ciudad rumana de Timisoara, situada a unos cuarenta kilómetros de la frontera, hubo efectivamente una manifestación para defender al pastor protestante Laszlo Toekes, amenazado de arresto por la policía del dictador Ceausescu, en cuanto firme defensor de los derechos de la minoría húngara; de hecho se produjeron enfrentamientos entre policías y manifestantes, durante los cuales hubo disparos contra la multitud. En realidad, esto no sucedió el domingo sino el viernes 15 de diciembre. De todas maneras, esta no es la reconstrucción de los hechos, sino que de la noticia; es correcto entonces situar para el día 17 la fecha del inicio del suceso destinado a convertirse en planetario.

Por razones absolutamente comprensibles, las redacciones de los periódicos –televisivos o impresos– trabajan poco y de mala gana en las tardes del domingo. Algunas incluso cierran porque saltan la edición del lunes. Los domingos, el flujo de noticias de las agencias disminuye y la actividad de las oficinas institucionales es casi nula; es difícil obtener confirmaciones o detalles. Predomina la información sobre accidentes del tránsito y, sobre todo, eventos deportivos. Una fuente para nada despreciable de crónicas proviene de los acontecimientos internacionales, aunque a menudo no es fácil tener a mano al especialista que sepa evaluarlos.

A últimas horas de la tarde de aquel domingo de diciembre de 1989, sólo la radio Viena creyó oportuno hablar, con la debida cautela, sobre los incidentes en la ciudad rumana; no la televisión francesa ni la italiana; ni tampoco los informativos norteamericanos, aunque se vieran favorecidos por la diferencia horaria. Al día siguiente, el lunes, sólo dos grandes periódicos europeos escribieron sobre Timisoara: el Corriere della Sera en Italia y Le Monde en Francia; en ambos casos no hablaron de víctimas, sino de «duras cargas policiales y numerosas detenciones».

Para el resto del mundo, el martes 19 de diciembre fue el verdadero inicio del drama relatado por los principales medios de comunicación. «Sangre en Timisoara», según el Washington Post, uno de los periódicos estadounidenses más acreditados. Cosa poco frecuente, todos dieron la noticia sin acentos específicos apreciables o tendenciosidades atribuibles a posiciones políticas. El periódico italiano más de izquierda recogía las inquietantes declaraciones de «un escritor rumano, emigrado a Yugoslavia»: los muertos en Timisoara «serían trescientos o cuatrocientos».

El acceso a la ciudad rumana, de hecho, era complejo. Las entradas al país estaban cerradas, las conexiones telefónicas eran difíciles y las emisiones de radio estaban controladas por el régimen de Ceausescu; las principales fuentes de información eran los ciudadanos extranjeros que cruzaban la frontera con Hungría. Fue así como algunos compañeros de infortunio (y de relato) del ya mencionado «viajero checoslovaco» proporcionaron al mundo datos e informes de la espantosa carnicería destinada a entrar en la historia.

Las noticias procedían sobre todo de las agencias estatales de Europa del Este, que en esos meses vivían un especial periodo de curiosidad y libertad tras los extraordinarios acontecimientos que habían derrumbado a los regímenes comunistas de sus respectivos países. El 6 de febrero de ese mismo año, en Polonia, la Solidarnosc de Lech Walesa había impuesto la famosa «mesa redonda» al gobierno dirigido por el general Jaruzelski. El 2 de mayo, la cortina de hierro entre Austria y Hungría había caído. Entre el 18 de octubre y el 9 de noviembre la RDA se había disuelto; Honecker es derrocado y el odioso Muro de Berlín, símbolo de la Guerra Fría, desmantelado. Finalmente, entre el 17 de noviembre y el 9 de diciembre de 1989, Checoslovaquia se rebela pacíficamente y Husak es depuesto. Ahora, finalmente, la marmórea Rumanía, inmovilizada bajo el talón de hierro de Ceausescu, el último sátrapa oriental, se ponía en marcha.

¿Pero cómo, realmente, se estaba moviendo? Las noticias recogidas por las agencias de Europa del Este y replicadas en el circuito informativo internacional (por France Presse, por las estadounidenses Associated Press y United Press, por la británica Reuter y Radio Free Europe), se hicieron más dramáticas hora tras hora, día tras día. La represión de la tristemente célebre Securitate, la policía política de Ceausescu, era brutal: el número de muertos, aún no definitivo, era la asombrosa cifra de 250 cadáveres sólo en el hospital de Timisoara, informó la Radio Húngara; «un médico» declaró que «trescientos o cuatrocientos ciudadanos» habían sido asesinados. El mismo número, –¿recuerdan?– denunciado dramáticamente por el «escritor rumano». Surge la pregunta: ¿cuál de los dos había informado al otro?

Las fosas comunes

A través de los reportajes de los periódicos y los boletines de televisión (aún completamente desprovistos de imágenes), el planeta seguía con pasión la apremiante sucesión de acontecimientos. El jueves 20 de diciembre, mientras en muchas ciudades del mundo cristiano era tiempo de regalos y buenos sentimientos, la noticia de la gran masacre llegaba a las redacciones y era transmitida por la prensa y las televisiones. Dos agencias de prensa, la acreditadaTanjug, yugoslava y la Adn de la ex-Alemania comunista, lanzaron una alarma de máximo nivel sobre Timisoara, una ciudad quizá ya «completamente destruida». La crónica de la feroz represión pudo leerse en dos periódicos yugoslavos, Vecernje Novosti y Ekspres Politika: niños «aplastados por los tanques del ejército», mujeres embarazadas «atravesadas por las bayonetas», helicópteros ametrallando a la multitud. Desde los horrores de la guerra nazi, nunca se había visto en Europa similares escenas de violencia y exterminio. La agencia Adn fue la primera en dar las dimensiones de la tragedia (en Bucarest, mientras tanto, el 21 de diciembre se consumaba el fin político del dictador Ceausescu, enfrentado por el pueblo y obligado a huir); en Timisoara se contaban «4.660 muertos, 1.860 heridos, trece mil detenidos, siete mil condenados a muerte».

Al día siguiente, las imágenes de la masacre llegaron a las pantallas de todo el mundo como un insoportable puño en el estómago. La televisión estatal dio la noticia de que se había encontrado en Timisoara la primera de las fosas comunes donde se habían enterrado apresuradamente los cadáveres: 4630 eran las víctimas amontonadas en esa fosa. Inmediatamente después, la televisión de Belgrado y luego todas las televisiones del mundo civilizado, transmitieron las escenas de los cuerpos torturados y mutilados, recién desenterrados; imágenes impactantes iluminadas por antorchas en la noche. Los muertos en las fosas comunes –según la yugoslava Tanjug, citando datos proporcionados por el Comité de Salvación Nacional– fueron 4.632.

Sólo el viernes 22 de diciembre, los periodistas occidentales pudieron ver por sí mismos la magnitud de la masacre. Las fronteras habían permanecido cerradas hasta ese día y las terribles pero incompletas noticias se recogían en los pasos fronterizos –en particular el de Hungría y el de Vrsac, con Yugoslavia– o por teléfono. Por algunos días, y precisamente por la peculiaridad y escasez de las fuentes, los informes aparecidos en todos los principales periódicos internacionales fueron muy similares. Incluso después de la apertura de las fronteras, alrededor de la Navidad e inmediatamente después, los informes de los principales observadores periodísticos –de Europa y América, de derecha e izquierda– siguieron siendo sustancialmente convergentes en el tono, en las cifras, en las descripciones, en el horror humano y en la condena apasionada. Conviene entonces seguir el acontecimiento a través de las crónicas del periódico italiano más popular, el Corriere della Sera (teniendo en cuenta que los despachos del Figaro y del New York Times no eran diferentes).

El miércoles, el periódico titulaba con confianza: «Lo de Timisoara fue una masacre, disparaban incluso desde los helicópteros». El jueves, una nota de cautela era introducida por el corresponsal en Bonn («Los testimonios directos son pocos; lo más son indirectos y de segunda mano»). El día sucesivo, el enviado del periódico en el paso fronterizo pudo informar con más precisión de las noticias de Timisoara: «Los muertos son prácticamente "robados" por las autoridades, llevados en camiones de basura y probablemente enterrados en fosas comunes en la "Selva Verde", el parque cercano a Timisoara».

En una Rumanía atravesada por el momento revolucionario, mientras Ceausescu y su esposa eran perseguidos en su desesperado intento de huida, la primera correspondencia directa la hizo por teléfono el corresponsal del Corriere –tal como algunos de sus colegas que habían conseguido llegar a Timisoara– en la tarde del viernes 22 de diciembre. La nota por eso se publicó al día siguiente. Fue densa y emotiva, bajo el título «Timisoara, la ciudad mártir, exulta por su libertad – Pero 4700 víctimas de la represión yacen en las fosas comunes». Decía: «Provoca una cierta impresión ser uno de los primeros en estar en Timisoara a horas después de la caída de Ceausescu. La gente festeja en las calles, aún si en la ciudad se siente el peso de los 2.000 heridos y de los 4.700 muertos, cuyos cuerpos fueron encontrados en fosas comunes».

Esas primeras páginas de los últimos días del año estuvieron llenas de tragedia y sangre. Mientras tanto, Estados Unidos había iniciado de hecho la operación «Causa Justa», es decir, la invasión de Panamá para capturar al «hombre fuerte» Noriega. Como la noticia del bombardeo de la ciudad centroamericana (con algunos miles de muertos, según se supo después) no había traspasado la tupida malla de la censura impuesta por el Pentágono «por razones de seguridad», el periódico se limitó a informar prudentemente, mientras tanto, de los «diecinueve soldados estadounidenses muertos» y tituló: «Panamá: EEUU en apuros envía otros 2.000 soldados». Sin embargo, más allá del horror de Timisoara y el misterio de Panamá, predominaba la revolución en pleno desarrollo en Bucarest. El día de Nochebuena, el titular a nueve columnas se refería a los sucesos de la capital rumana: «Miles de cuerpos sin vida yacen en las calles. Es probablemente la mayor masacre desde el final de la Segunda Guerra Mundial». Bucarest como Timisoara, o más terrible que Timisoara. O quizás no. En las páginas interiores, la correspondencia del enviado a la ciudad-mártir llevaba el título: «hemos sido testigos de la batalla de Timisoara», y decía: «Los muertos y heridos se están contando en estas horas… Estamos seguros de que fue la mayor batalla urbana de la posguerra».

En la semana entre Navidad y Año Nuevo, la tragedia rumana fue la reina de los acontecimientos televisivos. Fue ésta, dos años antes del Golfo, la gran prueba planetaria de la legendaria CNN. Las cámaras mostraban, las voces fuera de campo comentaban, los corresponsales en el lugar informaban. Incluso las reuniones en Bucarest del recién instalado Comité Revolucionario se celebraron en directo por televisión desde la sede de la televisión estatal, tomada por los insurgentes incluso antes que el edificio del Comité Central. La realidad estaba a la vista de todos. Nunca se había seguido un acontecimiento planetario con tanta escrupulosa veracidad. «La historia en vivo», se dijo con justificado énfasis.

El horror de las imágenes de televisión de Timisoara era indescriptible. Así describió la escena el corresponsal del más importante diario italiano, finalmente libre, como todos sus colegas, de ver con sus propios ojos, mirar alrededor, visitar cementerios y hospitales, recoger testimonios: «La represión ha causado miles de muertos… La angustia de los voluntarios que ayer seguían cavando en el pequeño cementerio de los pobres va en aumento. Se encontró el cuerpo de una mujer embarazada con el vientre abierto y el feto a su lado. Casi todas las familias de aquí tienen un hijo o pariente entre los muertos. Varios cuerpos llevan señales de tortura, con heridas que en algunos casos van desde la barbilla hasta la pelvis». Las mismas escenas fueron descritas minuciosamente por todos los reporteros de periódicos con diferentes orientaciones políticas: en Italia, L’Unità («Cuatro mil quinientos cadáveres irreconocibles, mutilados, con las manos y los pies cortados, las uñas arrancadas») o La Stampa («Miles de cadáveres desnudos atados con alambre de púas, mujeres destripadas y niños masacrados en la masacre de Timisoara»): o en Francia, Liberation («Miles de cuerpos desnudos y mutilados en la carnicería de Timisoara»). He aquí, tenebrosa y terrible, la verdad de Timisoara. No nos liberaremos fácilmente –pensó todo pacífico ciudadano del mundo– del recuerdo de este crimen.

El cuidador del cementerio

En los grandes acontecimientos de la historia siempre hay alguien que consigue ver al rey desnudo (cuando todo el mundo coincide en que está magníficamente vestido). En aquellos días, estaban en Timisoara dos reporteros que habían venido de Italia mandados por un periódico de provincia: habían llegado por su cuenta a «ver la revolución». En cuanto dejaron sus maletas en el Hotel Continental, los dos –Michele Gambino y Sergio Stingo– corrieron al cementerio para ver en directo las imágenes que la televisión retransmitía obsesivamente. Más tarde refirieron: «Éramos presa de una mezcla de opresión y curiosidad; en una pequeña casa de hormigón, una de las cámaras de tortura de la Securitate, estaba el cadáver de un hombre sobre una mesa de hierro, con el vientre abierto y luego burdamente suturado. No muy lejos, en fila sobre una sábana había más cadáveres, unos veinte, desnudos. Uno de ellos parece estar sosteniendo en sus manos sus secas entrañas. Dos metros más allá, la escena más espeluznante, el pequeño cuerpo de un bebé sobre el vientre de una mujer. Sin embargo, hay algo extraño… al menos la mitad de los cadáveres están en avanzado estado de descomposición y no hace falta ser experto para establecer que la muerte se remonta a varias semanas atrás; además, la «madre» del niño tiene por lo menos sesenta años y su cadáver está peor conservado que el del supuesto hijo».

Entonces, ¿la carnicería no es una carnicería? ¿Los muertos no están muertos? ¿La realidad no es la realidad, la verdad no es la verdad? ¿El emperador no está vestido? Los periodistas no se dirigieron al Tribunal de la Historia, sino a hablar con el cuidador del cementerio, que se presentó como el «director». Esos cuerpos, explicó el hombre, son de vagabundos: vagabundos, borrachos, marginados; éste, añadió, es el cementerio de los pobres. No hubo tortura, sino una autopsia, de ahí que los cadáveres fueron cortados desde la barbilla hasta el abdomen y luego cosidos. Los cuerpos habían sido desenterrados, iluminados, fotografiados y filmados por las cámaras. «Les dije a todos la verdad –se desesperó el sepulturero– se lo dije a los periodistas. Pero nadie me escuchó».

El periódico provincial italiano tuvo probablemente la primicia del siglo. Pero no publicó una línea. ¿Cómo era posible que la televisión mintiera, que los periódicos mintieran? ¿Timisoara no era entonces Timisoara? Diez días más tarde, una revista nacional publicó la historia detallada de los dos reporteros, intitulada «esas cifras inventadas, esos cadáveres falsificados». Pero diez días después Rumanía ya había desaparecido, destinada a las páginas internas de los periódicos y engullida por las noticias menores de los telediarios.

Los testigos del «no-acontecimiento» escribieron: «A nuestro regreso a Italia comparamos lo que habíamos visto con lo que habían escrito los periódicos, y tuvimos la ridícula impresión de haber estado en otro lugar». El corresponsal de una gran agencia occidental debió sentir algo parecido, incapaz de entender cómo podían haber muerto sesenta mil rumanos (esa era la cifra que daba la vuelta al mundo) en una ciudad como Bucarest, en la que sólo aparecían unos pocos edificios destruidos o dañados. Relató más tarde: «Los hospitales estaban cerrados a la prensa. Pero en cada esquina había velas encendidas, cientos de ellas, y alguien dijo: cada vela, una víctima. ¿Así que yo, periodista, debería haber escrito el artículo contando velas?».

Otro testigo incrédulo en la capital fue Guy Sibton, que más tarde expresó sus dudas en un prestigioso semanario francés: «Las calles de Bucarest estaban más tranquilas que las de París. ¿En tres días se acabó todo? Si el 22, 23 y 24 de diciembre miles de balas fueron disparadas en la plaza del Comité Central por tanques militares y por terroristas, ¿cómo es que la sede de los demócratas se salvó milagrosamente?». Preguntas estúpidas. ¿No se había mostrado ya todo en la televisión? Naturalmente, algunos días después, Rumanía había desaparecido. La información ya estaba buscando otros eventos para iluminar.

A su regreso a Francia, un médico de «Médicos sin Fronteras» contó su increíble verdad: «Partimos veinte médicos y cirujanos con cuatro toneladas de material. Los cirujanos volvieron de inmediato porque su ayuda no era necesaria».

¿Pero, ese médico no leía los periódicos o veía la televisión? ¿No podía, ese incauto, distinguir entre verdad y mentira?

El misterio de los cuerpos desaparecidos

Los días previos al Año Nuevo fueron días de mucho trabajo para los representantes de la información planetaria en Timisoara. Había rumores de nuevos hallazgos, de nuevas fosas comunes. A su regreso, durante una conferencia de prensa sobre las masacres, los dos asombrados reporteros italianos que habían conversado con el guardián del cementerio refirieron que «en un momento dado, un joven rumano con el brazalete amarillo, azul y rojo de la revolución tomó el micrófono y gritó: "No es verdad, se están burlando de ustedes. No se ha encontrado ninguna fosa"». El número de muertos en los tiroteos de mediados de diciembre, proporcionado por los médicos del hospital no varió: «muchos, quizá unos cincuenta». ¿Muchos? en el mundo, «muchos» quería decir 4.600. En efecto, cuatro mil seiscientos treinta y dos, según las noticias más actualizadas, mejor informadas, difundidas y mejor verificadas. ¿Alguien se atrevía a cuestionar lo que el mundo entero sabía con certeza?

Los testigos de la información planetaria se preguntaron dónde podía estar la verdad oculta, y llegaron a la conclusión de que era un «misterio» que pronto se revelaría. Un corresponsal preguntó: «¿Dónde están todos esos cuerpos destrozados por las ametralladoras y las orugas de los tanques, esos ancianos masacrados, esos niños asesinados junto a sus padres? Este es el misterio que se cierne sobre esta ciudad, esta es la tragedia que pesa sobre la vida de la gente».

Otro informó que «los cuerpos fueron hechos desaparecer inmediatamente por los hombres de la Securitate». Un tercero, más explícito, denunciaba «una monstruosa operación de ocultación de la verdad» y explicaba: «Los escuadrones de Ceausescu consiguieron hacer desaparecer la mayor parte de los cadáveres, y los recientemente exhumados de las fosas comunes, que atestiguan la ferocidad del régimen, no son suficientes para equilibrar las cuentas oficiales, que hablan de 4700 muertos. La cifra podría confirmarse dentro de tres o cuatro meses».

Lo que sucedió en realidad

Sin embargo, la cifra no se confirmó en «tres o cuatro meses». Esto no implica, por supuesto, que haya sido puesta en duda. La masacre de Timisoara, mostrada una y otra vez en la televisión, reportada por los periódicos, fotografiada por las revistas semanales y mensuales, ya había pasado a la historia. Los comentaristas ya habían trabajado sobre ella para descubrir sus raíces, evaluar sus conexiones, indicar sus causas remotas y sus efectos futuros. Timisoara era Timisoara, y eso era todo. ¿Acaso se puede esperar una confirmación burocrática «dentro de tres o cuatro meses», para saber que el sol sale cada día por el este?

El 24 de enero de 1990, una cadena de televisión alemana emitió relatos de testigos oculares de Timisoara, según los cuales «las imágenes de horror, las del descubrimiento de la fosa común, emitidas durante los días más calurosos de la sublevación, son una puesta en escena, son falsas». France Presse emitió el siguiente despacho: «Las imágenes de cadáveres mutilados mostradas en las televisiones del mundo tras la masacre de Timisoara no son más que el resultado de un montaje… Tres médicos de Timisoara han afirmado que los cuerpos de personas fallecidas de muerte natural fueron sacados del instituto médico legal y del hospital de la ciudad para ser expuestos a las cámaras de televisión como víctimas de la Securitate».

El desmentido no tuvo prácticamente espacio en los principales periódicos y fue ignorado por las grandes cadenas de televisión. Se consideró del mismo modo que las informaciones bizarras (el descubrimiento de un Hitler vivo y exiliado, o de una esposa secreta de Stalin) que se lanzan periódicamente al mercado informativo, como efímeras desmentidas de acontecimientos históricamente establecidos. Sin embargo, en una Rumanía ya salida de la fiebre de la revolución, alguien esta vez se tomó la molestia de realizar nuevas investigaciones.

Las fuentes consultadas coincidieron y las conclusiones fueron muy concretas. Tras una investigación realizada en terreno, el periódico francés Liberation dedicó finalmente ocho páginas y la portada a la «falsa masacre» de Timisoara. El editorial decía entre otras cosas: «Liberation, como otros –pero esto no puede ser una excusa– publicó información sin ningún fundamento». Unos días más tarde, Le Nouvel Observateur se preguntaba: «Rumanía: ¿quién mintió?» y, reconstruyendo las falsas noticias de Timisoara, señalaba: «En cinco días –del 20 al 25 de diciembre de 1989– la información se descarriló, como nunca había ocurrido en el pasado».

Lo que había parecido escandalosamente evidente a los dos reporteros italianos, fue confirmado oficialmente (y burocráticamente) por las reconstrucciones del registro civil rumano y reportado por los periodistas de Liberation: «Madre y niño asesinados» fueron, respectivamente: Zamfira Baintan, una anciana alcohólica que murió en su casa de cirrosis hepática el 18 de noviembre de 1989 y la niña Christina Steleac, de dos meses y medio de edad, muerta en su casa el 9 de diciembre de 1989 por una congestión.

La autocrítica pública de los dos periódicos franceses fue un bonito gesto y citado quizás en algún manual de periodismo. Sin embargo, no cambió el curso de la información ni el curso de la historia. Muchos de los grandes periódicos del mundo informaron, en sus páginas interiores, de las «novedades» sobre el «asunto Timisoara» de forma tan concisa que pocos lectores fueron capaces de evaluarlas. Otros, especialmente las cadenas de televisión, ignoraron por completo el asunto. En Italia, sólo unos pocos especialistas encontraron tiempo para reflexionar sobre lo que Michel Castex, de la AFP, llamó «un mensonge gros comme le siecle» (una mentira grande como el siglo). Uno de ellos observó con agudeza que «obligado a perseguir la noticia, el papel impreso ha intentado reproducir las técnicas televisivas abandonando su papel y función reflexiva; amplificando, en lugar de contrastar, la "verdad" de las imágenes».

¿Qué había pasado realmente? En aquellos días de diciembre en Rumanía, muchos estaban evidentemente interesados en una dramatización de los acontecimientos. Sin embargo, nadie en la cúpula (en el clan del dictador o entre los rebeldes) tenía el poder real de manipular o censurar eficazmente salvo mediante burdas mentiras propagandísticas. Por su parte, los periodistas ciertamente no conspiraron para engañar a la opinión pública mundial. Las redacciones de Europa y América habían seleccionado, evaluado y publicado. Las televisiones habían emitido imágenes, nada más que imágenes: la historia en vivo. Todo había tenido lugar ante los ojos de todos, según la rutina y sin engaño consciente. Sin embargo, la realidad no se vio ni se contó. Lo que contó fueron las noticias: pero las noticias eran completamente discordantes con la realidad.

Eran otra realidad.

Lo que quedó en la conciencia del mundo civilizado fue la terrible carnicería, las fosas comunes descubiertas en el corazón de Europa. Lo que quedó fue la noticia de una realidad inexistente, no la realidad que había existido. Los muertos en la historia y en la memoria de la humanidad civilizada del planeta fueron 4.632.

Esto es lo que realmente ocurrió en Timisoara, en diciembre de 1989.

Mutla Ridge

«Yo lo hice», dice mi memoria. «Yo no puedo haber hecho esto», dice mi orgullo, inamovible. Al final, es la memoria quien se rinde.

Friedrich Nietzsche

El Providence Journal, el periódico de la capital de Rhode Island, el estado más pequeño de Estados Unidos, a principios de 1991 hizo un considerable esfuerzo económico para enviar a uno de sus corresponsales a Arabia para informar sobre la Guerra del Golfo. Hasta ese momento, los despachos no habían adecuadamente amortizado el gasto, siendo que eran sustancialmente idénticos a todo lo enviado desde la base de Dhahran por los periodistas europeos y estadounidenses. La escena informativa, observaron con amargura en el Providence, había sido ocupada en su totalidad, maldita sea, por los teatrillos de la televisión («¿Viene el Scud?». «Cuando llegue, pediré la línea») y por ese astuto de Peter Arnett en Bagdad.

En vísperas de la llamada «guerra terrestre», el corresponsal del Providence Journal, Randall Richard, decidió jugar su carta con el ataque final de las fuerzas de la coalición contra las tropas de Saddam Husein atrincheradas en las trincheras del desierto, tras treinta y cinco días de bombardeos masivos. Pidió (y obtuvo) ser embarcado en el portaaviones «USS Ranger» en ruta hacia el Golfo Pérsico. Su secreta esperanza era que, como se susurraba en las largas horas de espera en torno a la piscina del hotel de Dhahran, el prometido «ataque terrestre» fuera en realidad un desembarco de los marines. Finalmente podría describir el trabajo de soldados reales, la acción de armas reales; en definitiva, una guerra real; finalmente, tras meses de inercia dedicado a leer y copiar los despachos del restringido grupo de periodistas seleccionados por el Pentágono y entregarlos luego a los lectores de Rhode Island.

Durante la tarde y la noche del martes 26 de febrero, ocurrió algo sorprendente a bordo del «USS Ranger», algo que el reportero creyó que era su deber informar, transmitiendo el despacho vía télex al Providence. Los bombarderos Hornets, que despegaban frenéticamente de la cubierta del portaaviones, cargados de artefactos gravitatorios e incendiarios, regresaban livianos tras dejar caer su carga en el desierto para volver a partir después de haber cargado combustible y llenado de bombas. El caos era total. Randall Richard escribió en su despacho: «Hoy los ataques aéreos contra las tropas iraquíes en retirada de Kuwait fueron tan febriles, que los pilotos contaban que simplemente montaban las primeras bombas que encontraban, las más cercanas a la cubierta de despegue». Mientras los altavoces difundían la melodía del «Llanero Solitario», los aviadores operaban a ritmo récord en un ambiente de confusión y exaltación general. «A menudo dejaban de lado las bombas de fragmentación de dos mil libras "Rockeye", más adecuadas para las misiones, porque tardaban demasiado en montarlas».

En esos momentos, todos los periódicos y televisiones del mundo se encargaron de describir la ofensiva terrestre contra los iraquíes como un «paseo multicolor», presumiblemente poco sangrienta. La información que se filtró, a falta de testigos directos (periodistas o cámaras), provino como siempre desde el cuartel general de Schwarzkopf. La opinión pública ignoró incluso que poco después de la medianoche del 26 de febrero, el ministro de Asuntos Exteriores iraquí Tarek Aziz, llamó a la puerta de la embajada soviética en Bagdad para pedir que la decisión iraquí de retirarse incondicional e inmediatamente de Kuwait, invadido, ocupado y saqueado ilegalmente siete meses antes, se transmitiera a través de Moscú al Consejo de Seguridad de la ONU(la comunicación directa entre Bagdad y Nueva York era imposible). Nunca antes la información desde el frente había sido contralada tan férreamente. Sin embargo, el despacho de Randall Richard desde el portaviones escapó imprevisiblemente a cualquier tipo de control y se publicó regularmente al día siguiente en el poco conocido periódico de Providence, Rhode Island. Será recordado como el único registro escrito y directo de la terrible realidad acontecida ese día en los cielos y desierto del Golfo.

Un embotellamiento en la colina

Los pilotos y soldados estadounidenses lo llamaron más tarde «Turkey Shoot», «el disparo al pavo». Rumbo al norte, unos cuántos miles de vehículos, seguramente más de dos mil, habían abandonado la insegura autopista de ocho carriles Kuwait City-Bassora y se habían embotellado a lo largo de la antigua carretera Jahra-Umms Quasr. Según fragmentos de relatos dados al reportero del Providence por los pilotos de los cazabombarderos Hornet, ahí abajo se había producido un absurdo embotellamiento de coches, camiones, jeeps, viejos restos de autobuses, ambulancias, vehículos blindados y tanques utilizados como medio de escape por civiles y militares. Huían los soldados que habían ocupado y devastado Kuwait City, huían los funcionarios enviados por Sadam con sus familias, huían los palestinos que temían represalias por colaboracionismo, huían, temiendo por su futuro, los miles de asiáticos –indios, pakistaníes, cingaleses– que habían emigrado a Kuwait. «Es un espectáculo de parachoques contra parachoques en el asfalto: parece la autopista de Daytona Beach durante las vacaciones de Semana Santa».

Según las reconstrucciones realizadas muchos meses después por la revista estadounidense Command, la columna fue bloqueada al pie de la colina de Mutla Ridge por un ataque aéreo: los A-10 decapitaron la cabeza y la cola del convoy con bombas incendiarias al fósforo. Luego, los cazabombarderos que el «afortunado» periodista Randall Richard había visto despegar a ritmo febril desde el «USS Ranger», dejaron caer sus bombas sobre infernal embotellamiento mientras la gente corría entre los autobuses, los autos y los camiones. Según la descripción de un piloto, «fue como cuando te levantas por la noche y enciendes la luz de la cocina. Corrían por todos lados como cucarachas y nosotros los estábamos matando».

Mientras todo esto ocurría, las televisiones de todo el mundo, alineadas con lo que se había definido como la primera «guerra en vivo y en directo», emitían imágenes desgarradoras pero tranquilizadoras de soldados iraquíes saliendo de sus refugios y que se rendían con las manos en alto. Se supo más tarde que esas dramáticas escenas fueron filmadas una y otra vez para los distintos equipos de televisión, tal como dos jefes de Estado se dan la mano durante mucho tiempo bajo el destello de los flashes o un equipo de fútbol posa repetidamente antes del partido. David Martin informaba en directo desde el Pentágono que «la madre de todas las batallas se había convertido en la madre de todas las rendiciones». Dan Rather, el popular presentador de la cadena estadounidense CBS, tenía –según el New York Times– «los ojos en lágrimas» mientras elogiaba «el espíritu indomable, el valor de los soldados de infantería y las agallas de los marines». La guerra se transmitió, en esas horas, en un horario privilegiado: durante el descanso de los play-offs del torneo de baloncesto universitario. Dan Rather tuvo así ocasión de exclamar que «la acción de contraataque de los aliados es rápida y va viento en popa»; mientras que Tom Brokaw, de la competencia NBC, apareciendo también en el entretiempo, ilustró el «rápido juego de equipo de las fuerzas aliadas».

Ningún despacho de agencia, reportaje periodístico o de televisión tuvo la oportunidad de informar sobre lo que más tarde –cuando se aflojaron las garras de la censura y la autocensura y el corresponsal en Nueva York del Tg3 italiano, Lucio Manisco, pudo difundir las primeras noticias– un periodista del Observer definió como «el más terrible ataque aéreo contra un ejército en retirada en la historia de todas las guerras».

En la memoria del mundo

Merece la pena examinar por separado y más en detalle los mecanismos del infernal dispositivo de información que en aquellos meses logró que el mundo supiera sobre los acontecimientos del Golfo no mucho más que sobre las guerras entre Esparta y Atenas, aun aparentemente si tuvieron lugar bajo la mirada de un par de miles de reporteros de todos los países y cientos de equipos de televisión. Sin embargo, una vez finalizado el conflicto, los reportajes, estudios e investigaciones hicieron un loable esfuerzo por recuperar fragmentos de verdad. De vuelta a casa, el periodista británico Steven Staker contó: «Lo que vi en esa carretera fue una escena de devastación absolutamente aterradora. Durante el ataque, miles y miles de vehículos fueron simplemente aniquilados. Vi cadáveres apilados». El periodista italiano Toni Fontana, llegó al apocalíptico cementerio de Mutla Ridge cuando «las retroexcavadoras acababan de despejar una estrecha pista entre dos amorfas alas de escombros de metal». Entre los coches volcados «había de todo, desde sostenes femeninos a libros de la Biblioteca Nacional de Kuwait, desde equipos de música a latas de queso danés». El observador dijo más tarde que le llamó la atención el hecho de que «entre los restos, aparentemente, no había cuerpos». La mayoría de las víctimas de la masacre, miles de ellas, habían sido enterradas con las retroexcavadoras probablemente en los alrededores. De todos modos, era sorprendente que en los autobuses bombardeados «las ventanas estaban intactas» mientras que «en los restos de los animales no había rastros de sangre, ni heridas, ni laceraciones».

El periodista, refiriéndose a otros numerosos testimonios, expresó su convicción de que en el bombardeo sistemático se habían utilizado las terroríficas «bombas de aerosol», que queman el oxígeno en un área de varios kilómetros y lo succionan de los pulmones de quienes sobrevivieron a las llamas y a la onda expansiva. Los dispositivos Fae (FAE), armas convencionales de efectos similares a las atómicas, fueron ciertamente utilizados durante el período de «desinfestación» del desierto. Nunca se estableció si se habían usado en el embotellamiento de Mutla Ridge.

Nunca se supo, entre otras cosas, por qué la información sobre la masacre llegó tarde y de forma incompleta cuando el foco de atención internacional ya se había desplazado a la sangrienta represión de la revuelta kurda en Irak. En la memoria del mundo sólo queda una imagen famosa de Mutla Ridge –¿recuerdan?–: la de un montón exterminado de chatarra inanimada en el desierto. Sólo algunos cuerpos, sólo algunas gotas de sangre, sólo algunos rastros de presencia humana en aquellas fotos y en aquellas imágenes de televisión que parecían recordar, más que la pesadilla y el exterminio de la guerra, el atropello ambiental normalizado de las desarmadurías y los cementerios de automóviles.

¿Cuántas fueron las víctimas en la autopista de Kuwait City a Bassora, a treinta horas del cese definitivo del fuego? Según algunos cálculos, no menos de veinte mil. Veinte mil seres humanos de carne y hueso, de los que no queda rastro en algunas investigaciones especializadas, pero no en la conciencia de los miles de millones de ciudadanos del planeta que, hora tras hora, habían vivido la Guerra del Golfo a través de los periódicos o «en directo» por las pantallas de televisión.

Quizás qué pensó el buen Randall Richard a su regreso a Rhode Island; él, que había sorprendido y narrado la febril actividad de preparación de los cazabombarderos y su mortífera carga de bombas destinadas a una masacre humana que los boletines de guerra (y la conciencia de la gente) consideraban que nunca había ocurrido.

En definitiva, ¿cómo pudo ocurrir en 1989 que en las fosas comunes de Timisoara se enterraran más de cuatro mil cadáveres que nunca existieron realmente? ¿Y cómo pudo ocurrir, dos años después, que en el desierto de Arabia veinte mil cadáveres fueran enterrados en fosas comunes sin que hubiera habido una masacre, o al menos sin que el mundo civilizado fuera informado de ella?

Si la información sobre la realidad no es la realidad, cabe preguntarse qué es la realidad. O bien, dejando esta compleja tarea a la metafísica, se podría por lo menos intentar comprender qué es realmente la información.

Capítulo 2

¿La verdad? Es una isla rodeada por un ancho y tormentoso océano: es la sede misma de la apariencia, en donde bancos de niebla y masas de hielo que improvisamente se funden simulan la presencia de nuevas tierras, engañando con vacías esperanzas al navegante que da vueltas a su alrededor en pos de nuevos descubrimientos

Immanuel Kant

Detrás de la noticia

Cómo los hechos se convierten en noticia. Dentro de la máquina de la información. La fábrica de realidad.

Será debido a la potencia del mito de Ulises, incansable buscador de nuevas y desconocidas tierras, que las imágenes marítimas acompañan frecuentemente el trabajo del periodista y la labor de producir noticias. Según la famosa y romántica definición que Joseph Pulitzer dio en 1904 en The North American Review,«un periodista es el centinela en la cubierta de la nave del Estado. Él releva las naves que pasan, las pequeñas cosas que salpican el horizonte. Señala el náufrago a los barcos que pueden salvarlo, mira a través de la niebla y la tormenta para advertir de los peligros que se avecinan. No piensa en su salario ni en las ganancias de sus patrones. Está ahí para proporcionar seguridad y bienestar a las personas que creen en él».

Habrá que preguntarse si estas palabras edificantes estaban en la mente de los miles de periodistas de televisión y prensa, camarógrafos y directores de todo el mundo que en diciembre de 1989 se habían reunido en la isla de Malta para seguir la cumbre Bush-Gorbachov. Fue un típico «evento mediático», un evento que obtuvo su principal justificación por el hecho de que debía transmitirse por televisión y ser descrito por los observadores. No había tratados por firmar entre dos presidentes, no había que forjar relaciones (Bush y Gorbachov ya se habían reunido en Washington). No hubo, por tanto, ninguna «nave de paso», ningún «náufrago» que el buen reportero émulo de Pulitzer pudiera descubrir y señalar. Todo estaba planeado, todo había sido meticulosamente construido –dijo uno de los organizadores– para crear en televisión el espectáculo de «un ambiente relajado», donde cada uno de los dos líderes «entraba en el ambiente del que provenía el otro». Para ello se había planeado un acontecimiento realmente espectacular: el encuentro frente a las costas de Malta entre el acorazado estadounidense «Bellknap», con Bush a bordo, y el transatlántico soviético «Maksim Gorki», con Gorbachov a bordo.

Sin embargo, esa noche se desató una tormenta en el bajo Mediterráneo que duró todo el día siguiente. El encuentro entre los barcos no se produjo, las cámaras de televisión difundieron por todo el planeta imágenes que corrían el riesgo de marear a los espectadores; según la predicción de Pulitzer, los periodistas se resignaron a «escrutar a través de la niebla y la tormenta», por lo de más con pobres resultados.

Fue uno de los pocos casos conocidos en los que una noticia construida sobre la nada y producida por partenogénesis se vengó de sus creadores. El hecho, del que la noticia debería haber sido reflejo y eco, no se produjo. Y ella, la noticia, se quedó flotando alegremente en el océano furioso.

El Sr. Gates, el portero

Según la definición de Pulitzer, la noticia es un hecho especialmente relevante digno de ser registrado. Es el «náufrago» que hay que denunciar, es el «peligro» al acecho.

Según esta interpretación, la tarea del reportero sería la de observar la realidad, separar el trigo de la paja y llegar a identificar, en la hojarasca de la rutina, en los pliegues de los hechos, los diamantes escondidos de los cuales apropiarse para entregar su luz al mundo. La noticia, en definitiva, debe ser «reconocida», «identificada», «descubierta», para poder ser contada (ésta sería la tarea primaria del periodista). Desde este ángulo, la noticia es una especie presente en la naturaleza: hay ardillas, dátiles, peces de colores y noticias. Más precisamente aún, sería una subespecie o una especie de valor particular, de la categoría de los sucesos.

Sin embargo, otros no tienen la misma visión y opinan que las noticias no son hechos de un tipo especial, sino «una producción humana, un producto culturalmente determinado». En definitiva, algo que en la naturaleza no existe, y que sería vano ir a buscar en el maremágnum de los hechos. No es necesario descubrirlas, sino construirlas laboriosamente.

La distinción no es banal. En algunos aspectos, es el corazón del problema de la información. De hecho, si el universo de las noticias es diferente y se encuentra separado del universo de los sucesos, aunque estén lógicamente conectados, el primero tendrá que ser conocido, juzgado y evaluado sobre la base de criterios autónomos que no son aquellos inmediatamente evidentes de la realidad o la verosimilitud. El universo de la información debe ser estudiado, comprendido y percibido como un sistema cuyas reglas no son las del mundo de las cosas, las del mundo de los hechos en el que estamos inmersos.

En el proceso de construcción de la noticia, el elemento decisivo es la selección. No hay información sin una brutal, constante, injustificable (de cara al lector) e imprescindible selección de los acontecimientos de la realidad. La selección no es una especial o maliciosa forma de censura. Es la sustancia misma del proceso informativo. Cada día, cada hora, cada minuto, surgen en todos los países acontecimientos dignos de ser referidos. La construcción de lo que al final del proceso se llamará «información», es en primer lugar el resultado de la anulación de la «conocibildad» misma de una serie innumerable de acontecimientos.

Walter Lippmann, uno de los grandes columnistas norteamericanos de este siglo, lo explicó así: «La información diaria que llega al lector, es el resultado de toda una serie de selecciones sobre las noticias por publicar, el lugar en que deben publicarse, el espacio que deben ocupar, el énfasis que debe tener cada una de ellas. En esto no hay criterios objetivos. Se trata de convenciones».

El protagonista de esta fase decisiva de caos en el nacimiento, en el big bang del universo informativo, no es el periodista «de buena pluma», ni el valiente reportero, ni el comentarista polémico, ni siquiera el «centinela en el puente» descrito por Pulitzer. No: el héroe absoluto de este frenético y creativo proceso de destrucción de la realidad es el «gatekeeper», el «guardián de la puerta».