Detrás del árbol / Domeneco Branco - Leonardo G. D. Palermo - E-Book

Detrás del árbol / Domeneco Branco E-Book

Leonardo G. D. Palermo

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Beschreibung

"Detrás de los árboles" es una cautivadora exploración de nuestras emociones cuando nos sentimos observados en la soledad. La narrativa hábilmente aborda la tensión de ese momento, desde el escalofrío inicial hasta las reacciones físicas y emocionales que desencadena. A través de una experiencia personal, el autor explora cómo estas respuestas pueden variar según el estado de ánimo y las circunstancias, tejiendo una historia que equilibra el miedo con la valentía. Con una prosa envolvente, "Detrás de los árboles" invita a los lectores a reflexionar sobre sus propias emociones y descubrimientos en los rincones inesperados de la vida, en una obra que destaca por su profundidad y cautivadora narrativa.   "Domeneco Branco" nos introduce en las tierras cautivadoras del norte de Brasil, donde un niño perdido, bajo el abrasador sol de Porto Seguro, espera una muerte segura hasta que es rescatado por una anciana errante.  La historia, hábilmente narrada, explora la complejidad de las relaciones humanas en un entorno paradisíaco. El texto promete una experiencia literaria única, sumergiendo al lector en un viaje por la naturaleza salvaje y humana de Brasil. Con una narrativa envolvente, esta novela ofrece una combinación cautivadora de emociones, humor y reflexiones sobre la fuerza de los lazos humanos. Una historia que deja una marca duradera en este fascinante paraíso narrativo.

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Detrás del árbol

Doménico Branco

Leonardo G. D. Palermo

Palermo, Leonardo G. D.

Detrás del árbol : Doménico Branco / Leonardo G. D. Palermo. - 1a ed. - Villa Sáenz Peña : Imaginante, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga

ISBN 978-631-6578-19-8

1. Narrativa Argentina. I. Título

CDD A863

Edición: Oscar Fortuna.

Conversión a formato digital: Estudio eBook

© 2023, Leonardo G. D. Palermo

© De esta edición:

2023 - Editorial Imaginante.

www.editorialimaginante.com.ar

https://www.instagram.com/imaginanteditorial/

www.facebook.com/editorialimaginante

Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra bajo cualquier método, incluidos reprografía, la fotocopia y el tratamiento digital, sin la previa y expresa autorización por escrito del titular del copyright.

Agradecimientos:

A las fabulosas amistades que supe cosechar, en tantas encantadoras ciudades que he conocido, de aquel bello país (Brasil).

Dedicado:

A aquellos exquisitos momentos que supimos compartir.

Detrás del árbol

Introducción

¿Cuántas veces tuvimos esa amarga sensación de que detrás de un árbol, por más pequeño que sea, alguien se oculta y nos observa, y, sin confirmarlo, lo percibimos como muy real? La piel se eriza, los nervios se crispan y te ponen en guardia. A veces solo es producto de la imaginación. Es un instante. Otras, esa sensación es más persistente y nos lleva al límite. Nuestra reacción puede variar de acuerdo con nuestro estado de ánimo, la hora, el clima y las circunstancias. Sabemos que no es lo mismo pasear por el parque Sarmiento a las cuatro de la tarde en primavera que andar pasada la medianoche en pleno invierno por la reserva ecológica. Es probable también que cada uno experimente diferentes tipos de sensaciones o corazonadas. El miedo te puede paralizar, hacerte huir velozmente de las tenebrosas sombras o darte el valor suficiente para enfrentarte con coraje y decisión… Aunque lo último no fue mi caso. Esa incertidumbre de acorralamiento me desesperó y mi primera reacción consistió en paralizarme. Luego, haciendo control de una respiración profunda, técnica aprendida por un curso de desarrollo personal que había hecho por internet, me serené. Observé a mí alrededor con los ojos entrecerrados cual felino sudamericano y continué con un paso firme, pero con un cagazo incontrolable y un solo pensamiento en mi cabeza: “¡Es la Parca o sus secuaces que viene por mí! Está merodeando y se oculta, esperando la oportunidad de abalanzarse…, al acecho, invisible, intangible, como algo etéreo y maligno. O solo como un espíritu vagabundo que simplemente se divierte asustando a los transeúntes desprevenidos que transitan por su espacio”. Apuré el paso, me detuve, apareció el sudor frío y observé de un lado y otro las hileras de árboles que decoraban y oxigenaban las veredas porteñas. Cambié de vereda, caminé por el borde de la calzada como un equilibrista en la soga, después corrí, me detuve nuevamente y me dije a mí mismo: “¡Qué pelotudo! Otra vez lo mismo. Eso me pasa por mirar tantas películas de terror”.

Pero también sabemos que detrás de un árbol cualquiera suceden cosas curiosas, bellas o románticas, como, por ejemplo, hallar un objeto valioso que alguien perdió descuidadamente en el apuro, apreciar una magnífica flor, descubrir un ave majestuosa en una rama y deleitarnos con su sonoro canto o tan solo iniciar una acalorada historia de amor…

Capítulo 1

Tenía que pasar a buscar a Paula; era nuestra primera cita. Quería impresionarla y, por supuesto, no quería llegar tarde… El despertador sonó, como siempre, a las seis y media de la mañana. Salí de raje y, en veinte minutos, ya estaba en la oficina, donde tomé un café y hablamos cosas sin importancia con el resto de mis compañeros. Nadie sabía que por la tarde saldría con “el bombón” (así le decíamos a Paula). A ella no le molestaba demasiado; a veces y según sus ánimos, nos devolvía una sonrisa o sus ojos se incendiaban y daban miedo. Mi hermosa compañera de trabajo me estaba dando una chance y no quería defraudarla. Ella trabajaba en asuntos legales, era estudiante de abogacía y estaba lista para recibirse. Yo, un simple cadete. El pinche, el “che pibe”, el que no tenía un nombre personal ahí dentro, al que le decían todo el tiempo: “¡Vamos, apurate! ¿Qué estás esperando?”. Y de tanto llevar carpetas, documentos y café, un día ella comenzó a saludarme con su hermosa sonrisa. Tenía su propia oficina y su jefe moría por ella, como todos, pero el muy torpe no disimulaba.

Rubia hasta la cintura, 1. 80, ojos verdes enormes y brillantes, excelente carrocería, creo que caucásica de genes nórdicos, con un pequeño lunar en la pera y una boca amplia y carnosa que, apenas la vi, quise comer. Sabía que no tenía novio y más de una vez me salvó del tedioso sermón de mi jefe. El muy pelado quería verme igual e insistía en que me cortara el pelo. “Las rastas juntan piojos”, me dijo socarronamente frente a ella mientras esgrimía una sonrisita estúpida y desfigurada, buscando complicidad. Ella, mi ángel guardián, intervino antes de una puteada que a flor de labios estaba lista para salir (que seguramente me hubiese costado el puesto) y le contestó:

—Las mechas no hacen al hombre ni más lindo ni más feo; la diferencia está en ser un verdadero caballero o no serlo. —Daba a entender que también los casados y pelados tenían posibilidad. Luego de dejar la oficina por un llamado insistente en su celular y cientos de recomendaciones para mí, el muy zorro se retiró relamiendo sus gruesos bigotes, satisfecho y victorioso al creer que tendría su momento.

Dos días después de aquella intervención a mi favor, la crucé en el pasillo del segundo piso. Ahí mismo me planté y le agradecí como era debido. También le dije que, si alguna vez necesitaba mis trenzas, eran todas suyas, y agregué un “je-je” que sonó muy estúpido, pero que por suerte no prestó atención.

—No, gracias —respondió y dejó al descubierto una hilera perfecta de dientes que cualquier propaganda de dentífrico moriría por tener en las pantallas de televisión. Ese día, juro que me enamoré hasta de la planta de sus pies. La piba más hermosa del mundo me tiraba una sonrisa demoledora—. Mejor te quedan a vos,

Se dio media vuelta y siguió rumbo a lo suyo. Por supuesto que la seguí con la mirada y la vi andar con un meneo rítmico y sensual. Sus exquisitas curvas y su paso firme y elegante imitaban a una modelo de pasarela. Debo agregar que casi lloré de emoción. Tuve que hacer presión con mis dos manos en el pecho para evitar que se me saliera el corazón que, descontrolado, galopaba como potro salvaje.

 

 

Habían pasado dos años desde que Gabriela, mi exnovia, me había recomendado en la firma, lo único que debo agradecerle. La muy ingrata, después de cuatro años de novios y uno de convivencia, me plantó. Comencé a sospechar de su infidelidad los últimos cuatro meses. Sus llegadas tardes, las excusas tontas, los dolores de cabezas de varios días (o sea, de sexo ni hablar) eran los principales indicadores. Finalmente, un buen día llegué al departamento y lo único que encontré fue una carta de despedida pegada en la puerta del baño. Digo lo único porque el resto de las cosas se fueron con ella. Sí, tal cual, se había llevado la cama, los muebles, la tele y la mitad de cada foto compartida, cortadas prolijamente con tijera. Mi otra mitad se disculpaba diciendo que había conocido al amor de su vida por primera vez. Obvio que eran mentiras, porque eso me lo había dicho a mí y vaya Dios a saber a cuántos más antes que yo. Lo bueno fue que, por lo menos, me había recomendado en este laburo que al menos era estable y pagaban bien. A decir verdad, también me dejó el colchón en el piso, la guitarra que me había regalado para mi cumpleaños y el corazón roto en mil pedazos. No hay mucho más para contar.

 

 

La ansiedad me estaba matando, el día se hizo largo y encima todo salía mal: dos horas en la cola del banco, el colectivo que no llegó nunca, carpetas y más papeles se me acumulaban para llevar de una oficina a otra, sin parar siquiera para el cafecito de media mañana. Encima, el jefe, como siempre, estaba insoportable. Pero eso no fue todo; para males, mi placar era un desastre desde que se había ido la… Después de una ducha rápida y sin ropa limpia que vestir, salí con lo puesto durante toda la semana, esperando que no lo notara.

Algo en mi cabeza no andaba bien, pues me sentía tan súper, como a los doce años, cuando me animé y le dije a Mabel si quería ser mi novia. Mabel… ¡Qué hermosa que era!, ¡cuánta adrenalina! Todo el año de compañeritos y justo el último día de clases se me dio. Cruzamos la calle, fuimos hasta la placita en frente del cole y nos atrincheramos detrás del árbol, un enorme ombú que nos cobijó más de una vez al año siguiente. Justo allí, estábamos uno frente al otro con las mejillas coloradas, encendidas, con las rodillas que se movían solas, los ojos grandes, las manos que temblaban como las hojas del mismo ombú por la suave briza de una mañana primaveral atrevida. Sin saber qué decir o cómo continuar, me dio su primer beso. Para mí también lo fue. Luego, cien veces nos dijimos te quiero, junto con mil palabras tiernas, puras y que juraban un amor eterno. Dejamos nuestras iniciales grabadas en la corteza del árbol con la punta de un cortaplumas que me había regalado mi viejo un día que habíamos ido a pescar al Tigre, momento en el que me dijo que ya era un hombrecito. Aparte me lo merecía por haber pasado de grado. Cosas que jamás se olvidan.

Perdón por mi divague. Vuelvo a la cita. Quedamos en encontrarnos en la esquina de Corrientes y Yatay en el barrio de Almagro, pero primero tenía que ir a buscar la moto que guardaba en el galponcito de la casa de mis viejos, que encima no estaba nada cerca, pues vivían en Benavidez, casi en el culo del mundo. De paso, le llevé las pilchas sucias. Mi vieja no quería que gastara guita de más en lavaderos donde siempre se perdía una media y nadie se hacía cargo. Aparte, se entretenía y hacía de cuenta que me tenía cerca. Hasta había veces, según dice el tano, mi viejo, que se ponía a hablar sola con la ropa sucias, como si yo estuviera dentro.

Guardaba la moto allí de lunes a viernes. Donde vivía, el estacionamiento salía un ojo de la cara y no era para todos los días. De más está decir que en el centro me movía mejor en bicicleta y me quedaba con el dinerillo del viático para el desayuno o el especial de mila y la Coca. “La grosa”, nombre de fantasía, es solo para fines de semana y vacaciones a Córdoba o Mar del Plata. Estaba inmaculada, era una Honda 750, mejor que de fábrica, modelo 1984, color azul noche, con líneas plateadas en cromo. Lo único extra eran las alforjas de cuero negro y tachas cromadas para las birras o el totín, dependiendo de la ocasión. Era como tener un tercer huevo. Con ese fierro las obnubilaba; las pibas morían por dar una vueltita. Bueno, tampoco tanto, pero que ayudaba no había dudas. Ella robaba las miradas; yo hacía el resto.

Se estaba acercando la hora y todavía estaba en el colectivo buscando mil excusas para la ocasión, imaginándome la carita de mi vieja al enterarse de que no me quedaría, pero era la primera cita y llegar tarde no era lo apropiado.

—¡Chau, viejita querida! ¡El domingo vengo y hablamos con más tiempo, perdoname! ¡Hacé fideos y no te enojes! —le grité desde la moto y salí en una rueda y con el casco todavía sin poner—. Decile al viejo que yo traigo el vino. Chau, chau, me voy volando…

Allí estaba, justito en la esquina. La vi cuando cruzó la avenida y se quedó en la parada del colectivo 109. No me conoció, pues, claro, el casco obligatorio ocultaba mi identidad, así que le toqué bocina. Paré sobre la vereda opuesta y me lo saqué. Batí el balero para acomodar las mechas y se me vino encima. La macana fue que estaba en minifalda y encima de tacos altos, así que tuve que buscar un estacionamiento, tragar saliva y aceptar el reto de no haberle avisado que iba en moto. Ni loca iba a subir así, al menos en la primera cita. Obvio que la impacté. La vueltita en la Grosa la dejaríamos para otro día. Caminamos por avenida Corrientes hasta Salguero tomados de la mano y con la sonrisa permanente. Algo especial estaba ocurriendo y los dos lo sabíamos.

—Aquí a la vuelta hay un bar muy lindo —me dijo y me dio un ligero tirón acompañado de un pequeño movimiento de cabeza—. Tomamos una gaseosa y luego vemos qué hacemos...

Lo curioso fue que me sentía algo incómodo y no por su pollerita que tan bien le quedaba ni por los mirones de turno y sus frases rebuscadas para provocar. Ella era hermosa y me vanaglorié como un rey etrusco por estar a su lado. No soy tímido y, modestia aparte, siempre estuve bien acompañado, pero el hecho de caminar por medio de aquella arboleda frondosa y retorcida, con las sombras largas del atardecer sobre nosotros, me daba mala espina. Esa puta sensación de ser vigilado me puso en guardia. Podía ser mi jefe el que nos estaba siguiendo o algún antiguo novio que se escondía detrás de cada árbol con malas intenciones. Varias veces Paula tuvo que tirarse hacia atrás y pedirme que caminara más despacio, argumentando que su barrio era uno de los más seguros y tranquilos, y que no estaba apurada.

—Con estos tacos es imposible seguirte el paso… —me sermoneó a modo de advertencia. Por lo poco que la conocía, su mirada decía mucho más que sus palabras. Tuve que rearmar la defensa y contestar lo primero que se me vino a la cabeza:

—¿Miedo?, ¿yo? Qué va... No, no es miedo, es que todo el día me tienen cagando y se me incorporó de manera automática y natural caminar a las zancadas.

—Uy, pobrecito —dijo soltando una risita burlona y cruel—. Bueno, si querés, me saco los zapatos y hacemos una carrera hasta salir del parque. — Soltó otra risita socarrona que sonó en mis oídos como una cargada. Me sentí como un pelotudo. Era nuestra primera cita y nada estaba saliendo como yo quería, además de que me sentí torpemente humillado.