Diamantes, mística y cilicios - Luis Antonio de Villena - E-Book

Diamantes, mística y cilicios E-Book

Luis Antonio de Villena

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«Pocos mundos tan propios como el de Luis Antonio de Villena y pocas voces tan marcadas como la suya».El Cultural Diamantes, mística y cilicios muestra los usos amorosos de algunos de los escritores más relevantes del esplendoroso Siglo de Oro español, una época que siempre se ha considerado sacral, en la que florecieron el pensamiento, el arte y las letras, y también las disensiones culturales de toda clase. Si hay un Shakespeare enamorado, se pregunta Luis Antonio de Villena, ¿cómo es que no existen biografías de Cervantes o de Lope de Vega sin remilgos? El Fénix de los Ingenios era sacerdote y estuvo rodeado de mujeres a las que amó ardientemente. Del gran Quevedo se sabe que era cliente habitual de burdeles. Teresa de Ávila y Juan de la Cruz son místicos tan espirituales como carnales, y tras el mito de Don Juan se esconden personajes verídicos, como pudo ser el poeta y conde Juan de Tassis, probablemente bisexual. A través de apuntes, breves e incisivos, sobre la vida y la obra de estos y otros autores, este ensayo permite explorar el Siglo de Oro en lo que esconden sus coplas de amor procaz y sus sátiras implacables.

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Seitenzahl: 203

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Edición en formato digital: octubre de 2025

En cubierta: Francesco Fontebasso, Éxtasis de Santa Teresa, detalle (s. XVIII), Museo de Bellas Artes de Budapest © Album / Alamy Stock Photo

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© Luis Antonio de Villena, 2025

© Ediciones Siruela, S. A., 2024

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

ISBN: 979-13-876888-88-2

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

Consideraciones básicas

Garcilaso de la Vega, comentado por Fernando de Herrera (Desventuras gratas de absoluto amor)

Teresa de Ávila y Juan de la Cruz (Carnalidad sublime, aura de amores místicos)

Amores sacros y terrenos del gran Lope de Vega

Difícil, elegante y sospechoso Luis de Góngora

Pasiones sin nombre de don Francisco de Quevedo

Sor Juan Inés de la Cruz: ¿amor silente o silenciada sabiduría?

Don Juan: un mito español de amor y muerte

Un paréntesis: Ganimedes y Aguijo

Sexo en un poema de Aldana y La carajería

Libertino, donjuán, sodomita, caballeroso hombre galante, poeta y artista: el conde de Villamediana

Colofón

 

«Una España —la Monarquía Hispánica— voló entre el oro y el negro, abarrotada de luces y sombra, pero su fulgor era más que evidente. Como la lengua va unida al Imperio, según ya vio el notable Nebrija, hubo arrebato, pasión y desde luego mucha envidia y sed de venganza desde el avaro Norte…».

ANÍBAL TURENA

«El amor es, en efecto, un fuego escondido, una herida agradable, un veneno sabroso, una dulce amargura, una enfermedad deleitosa, un suplicio alegre y una muerte apacible».

PETRARCA, De remediis

CONSIDERACIONES BÁSICAS

Algunos dicen «Edad Dorada». Acaso es exacto, pero no prende. Siglos de Oro, no llegaron a dos, lo que en absoluto es poco. Siglo de Oro, decimos y se entiende más, pero rebasa el siglo y medio. El bien llamado Siglo de Oro de la cultura española —literatura en todos sus órdenes y pintura, sobre todo— fue rico, plural y emblemático, incluso en sus aspectos más negativos, como el poder creciente, según pasaba el tiempo, de una Inquisición mala. Nace —como vio con anticipo Nebrija— el poder cultural vinculado al poder de la política, a la hegemonía mundial de la Monarquía Hispánica, que incluye casi un siglo a Portugal y sus dominios ultramarinos. Pero si esta hegemonía política (siempre con la enemistad y codicia tenaz de Inglaterra) ocupa nunca más de un siglo, la hegemonía, o con mejor decir, la pujanza y creatividad artística de lo español es lo que cumple plenamente el siglo y medio. Obviamente me voy a referir a lo cultural —el amor está sujeto también a cánones de cultura— aunque no deba perderse de vista el elemento político. Resumamos con datos: el Siglo de Oro hispánico se abre en 1492 —todavía el fin de la Edad Media— con los reyes de la casa de Trastámara, cuando se remata ese proyecto lento que fue la Reconquista contra el islam. Cristóbal Colón, al servicio de la Corona de Castilla, descubre lo que será América, de momento las Indias Occidentales, y el notable humanista Antonio de Nebrija publica la Gramática castellana, la primera que se hace de una lengua románica. Y ese Siglo Áureo se termina —políticamente— con el Tratado de los Pirineos entre España y Francia en 1659, que supone el final de la litigada hegemonía hispánica, con la casi abolición de los dominios españoles en Europa: la gloria que cae de la casa de Austria, los Habsburgo. Culturalmente, sin embargo, hay que llegar simbólicamente hasta la muerte en Madrid de Pedro Calderón de la Barca en 1681. Y hay quien —con razón— ve un alargamiento americano, hasta la muerte de la monja jerónima sor Juana Inés de la Cruz (en el siglo, Juana de Asbaje), ocurrida en México, virreinato de Nueva España, en 1695. Mujer y novohispana, Sor Juana es el último gran destello del Siglo de Oro español. Acababa el siglo XVII, y ese «siglo» había cubierto plenamente el Renacimiento y el Barroco.

Por cierto, del Siglo de Oro de nuestra cultura se habla ya en el siglo XVIII. El primero en aludirlo es Alonso Verdugo en 1736. Poco después (1737) lo utiliza Ignacio de Luzán en su notable Poética, y un año después le sigue el gran erudito valenciano Gregorio Mayans y Siscar en la dedicatoria a su Vida de Miguel de Cervantes Saavedra.

Hablamos del amor. ¿Amor o amores? No me parece difícil afirmar que, como todo lo humano, el amor es plural. No porque se pueda amar o desear a más de una persona (que se puede) sino porque el amor está sometido a los parámetros de una cultura, de un modo de entenderla, y a las maneras y formas que condicionan, en cada tiempo o época, el sentimiento del amor, la manera viva y condicionada en que se ama, en que se encauza el sentimiento amoroso. En nuestra primera poesía áurea, por ejemplo, Garcilaso de la Vega aparece como un modelo de poeta amatorio, condicionado por el neoplatonismo humanista y la herencia del amor cortés. Ese combinado, parcialmente novedoso, crea una nueva poesía de amor bajo las formas métricas de origen italiano, ya bien adaptadas al español. Es el amor que sigue estando fuera del matrimonio, que encumbra a la dama, y que no excluye el ejercicio diferente de la sexualidad que no precisa nombrarse. Porque el sentimiento de amor, de veta petrarquista y platonizante, puede ser sexo, pero triunfa en el deseo. Es un amor de sensualidad idealizada que supone la plasmación en él de una cultura. Pero también los diversos modos y grados del misticismo (amor o comunicación con Dios) requieren otra estructura culta, aunque probablemente en los místicos de nuestro Siglo Áureo se supere o resulte más novedosa. El amor de Garcilaso y de los poetas de su onda (Cetina, Hurtado de Mendoza, Gaspar Gil Polo) se puede decir y enaltecer en los círculos cortesanos. El amor de Teresa de Ávila o Juan de la Cruz, en un país asentado en la ortodoxia católica, vuelta razón de Estado, es lógico, pero siempre sospechoso para el frío rigor de la tal ortodoxia, y por eso ambos místicos bregaron con su Dios y con los hombres —inquisidores, órdenes religiosas— que suponen tener atada la verdad de ese Dios. (Fue gran error de aquella España). La estricta ortodoxia debe ver solo intenso amor o comunicación con Dios; luego (y aún más hoy, en la lectura de otra época) ese amor divino puede, y no es tan raro, revestir modos, sentimientos humanos, sin perder lo religioso. Cuando Gian Lorenzo Bernini esculpe la Transverberación de Santa Teresa, en 1647 —hermosa y comentada escultura en mármol blanco que se halla en la iglesia romana de Santa Maria della Vittoria, dentro de la capilla Cornaro—, Teresa de Ávila es ya (lo fue muy temprano) beata y pronto —en 1670— será santa. No puede haber dudas sobre su puro amor, su íntima comunión con Dios. Sin embargo, Bernini, que parece conocer lo escrito en el Libro de la Vida y que sin duda está imbuido del espíritu contrarreformista que mueve lo Barroco, esculpe al bello ángel adolescente, y a la monja arrobada por la flecha: «Víale en las manos un dardo de oro, largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego. Éste me parecía meter por el corazón algunas veces, y que me llegaba a las entrañas. […] Era tan grande el dolor que me hacía dar aquellos quejidos, y tan excesiva la suavidad que me pone este grandísimo dolor, que no hay que desear que se quite, ni se contenta el alma con menos que Dios». Una unión íntima con Dios mismo, un obvio clima erótico muy comentado después y, acaso en términos muy humanos, un cabal orgasmo místico. ¿No es amor ese éxtasis tan representado, desde la hispanoportuguesa Josefa de Óbidos, hacia 1680, hasta el neoclásico francés François Gérard, en 1827? Y son ejemplos entre muchos. Sensualidad de belleza y espíritu cortesanos, amor arrebatado de Dios, puro desde cualquier ángulo, pasiones reales, amor de carne y hueso, revestido de formas literarias, como el tema de los «mansos» en el caudal lírico de Lope de Vega; amor de criados y siervos en las comedias (ecuación exacta con el del galán y la dama) y amores ocultos o celados como en el gran Quevedo. Amor transportado a rimas. ¿Y dónde Góngora o el conde de Villamediana? Los amores contra natura no se podían decir, obvio, pero acaso bajo culto emparrado, se insinuaban… Los pícaros, las celestinas, el mundo de los meretricios, nunca noble. ¿De cuántos amores podemos pues hablar? Y no agoto la lista. Su sentir no lo sabremos nunca, y a la virreina en ese momento, la hermosa marquesa de Mancera o más la de Paredes (que la protegía) la monja no le podía dedicar poemas de amor, fuera o no fuera lésbica. Es cierta y clara una lectura feminista, e incluso de trasfondo lésbico en Sor Juana, pero no demostrable abiertamente —como en el homoerotismo masculino, aunque más rico en tradiciones cultas, Júpiter o Ganimedes— porque los arquitrabes sociales y religiosos de la época lo hubieran radicalmente impedido. La Iglesia toda y de frente. Pero el amor es también corriente subterránea, amor o deseo. Así es que libros turbiamente sabios como Sociedad y delincuencia en el Siglo de Oro (1974) de Pedro Herrera Puga, o clérigos como don Pascual Jaime, tampoco piden ausencia. Como cerró Boscán un soneto: «y es justo en la mentira ser dichoso / quien siempre en la verdad fue desdichado». Amores, entonces.

Para concluir, este libro es una nueva edición revisada de El amor. Siglo de Oro. Amores santos, decibles, indecibles y sesgados, encargo de la la Compañía Nacional de Teatro Clásico, Teatro de la Comedia, y publicado en 2022.

GARCILASO DE LA VEGA, COMENTADO POR FERNANDO DE HERRERA (Desventuras gratas de absoluto amor)

El toledano Garcilaso de la Vega es, quizá, el primer poeta español moderno, y ciertamente es Renacimiento puro. Suele decirse que fue militar y poeta, y se lo presenta —acaso sin matices— como el ideal del caballero: guerra, amor, cortesanía, libros. Así fue, aunque el ideal caballeresco parece que resultó para el poeta más una profesión noble (y dura) que una estricta vocación. «¿A quién ya de nosotros el exceso / de guerras, de peligros, de destierros, / no toca y no ha cansado el gran proceso?». Garcilaso era hijo de una familia castellana noble, y aunque la fecha de su nacimiento se ignora, algunos datos dan como más probable marzo de 1501. Educado en un entorno cortesano, aprendió a tocar el laúd, y latín, griego e italiano. En 1519 conoce al barcelonés Juan Boscán (quien castellanizó su apellido: Boscà), con quien hizo grande amistad personal y literaria. Boscán, cuya lengua materna era el catalán, le dio a Garcilaso a leer la poesía de Ausiàs March, el inicio de su poesía amorosa, que —desde ahí— se refinará más y más. En 1520 —con unos veinte años— Garcilaso entra al servicio de Carlos I, rey y pronto emperador. Lo hace como contino, término antiguo que designa a un hombre allegado al rey y a su Casa, que está cerca del monarca, al que dedica entera disponibilidad. También estará en el séquito de don Fadrique Álvarez de Toledo, segundo duque de Alba, y amistará con su hijo. Pero muy pronto serán las hazañas y campañas militares, y el cultivo de la poesía, lo que llenará a nuestro caballero. Entre las no pocas batallas en que Garcilaso participó están el intento —fallido— de evitar que la isla de Rodas cayera en poder de los turcos (1522), o más tarde la famosa Jornada de Túnez, con la toma del fuerte de La Goleta. Parece claro que la vida militar no termina de satisfacer a Garcilaso, pero la ejerce porque está al servicio y cerca del rey-emperador, cuya proximidad se deja ver en distinciones, afectos, pero también enfados. En el otoño de 1536 participa Garcilaso en el asalto a la fortaleza de Fréjus, en lo que hoy es el sur de Francia, entonces Reino de Cerdeña. Garcilaso es herido grave en ese combate y lo trasladan a la cercana Niza, donde muere dos días después, el 14 de octubre. Aunque es una leyenda, se cuenta que el enfado del emperador por la muerte de aquel joven caballero —35 años— afecto suyo, le tornó inclemente y vengativo con los defensores de la plaza fuerte. Es una leyenda que debe transmitir algún sentimiento auténtico. En 1523 Carlos nombró a Garcilaso caballero de Santiago (su padre lo había sido también). En 1525, el poeta contrae matrimonio, parece que, por relativa disposición del césar, con Elena de Zúñiga, que era dama de compañía de doña Leonor, hermana del rey. Un año después, Garcilaso asiste en Granada a la boda de Carlos I con la bella princesa Isabel de Portugal, pintada después por Tiziano. Con ocasión de esa boda y festejos, Garcilaso —que está con Boscán— conoce al embajador de Venecia, el humanista Andrea Navagero, quien incita a Boscán —y a su través al propio Garcilaso— a escribir en español con los metros itálicos que ya conocían en el original: endecasílabos, heptasílabos, sonetos, liras, canciones. El propio Boscán lo relata: «[Navagero] me dijo que “por qué no probaba en lengua castellana sonetos y otras artes de trovas usadas por los buenos autores de Italia”». El embajador veneciano —tan decisivo para nuestra poesía— moriría en 1529 en Blois, adonde acudía con razones y negocios para el rey francés. En otro orden, y en esa misma ocasión granadina —en los jardines del Generalife, cerca del gran palacio renacentista de Carlos—, Garcilaso se encuentra con la dama de su vida, de su ideal amor, y de su poesía enamorada y doliente, Isabel Freire, que iba en el séquito de la princesa lusa. Casada (como Garcilaso) la hermosa dama, cantada asimismo por el portugués —que escribió no poco en español— Francisco Sá de Miranda, será una clara relación del poeta —además del centro de su poesía— con el nombre de Elisa, anagrama de Isabel. Los límites de esa relación real son poco claros, y no podría ir más allá, y de modo no continuado, de 1533, cuando Isabel Freire fallece de sobreparto. Los aspectos y posibilidades de esta relación los analizaremos después. Baste rematar ahora con que en 1530 Garcilaso acompaña la coronación de Carlos I en Bolonia como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Junto a él, Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel, nuevo duque de Alba, y el inseparable Boscán, que está traduciendo o acaba de traducir al español —será una traducción arquetípica y modélica— Il Cortegiano de Baltasar Castiglione, al que conoció en España. Baldassarre Castiglione (1478-1529), retratado por Rafael Sanzio en 1525 —el famoso retrato se conserva hoy en el Louvre—, fue humanista, poeta y diplomático, después de haber sido guerrero —nuevas cercanías con Garcilaso— y convertido en conde. Castiglione, nacido cerca de Mantua, terminó al servicio del papa, quien lo envió a España en 1526, cerca del rey Carlos. En Toledo o en Granada, de nuevo, conoció a Garcilaso, quien leyó Il Cortegiano en italiano —el libro estaba acabado en 1528— sugiriéndole él mismo a Boscán que lo tradujera al español, cosa que este hizo impecablemente. Aunque Il Cortegiano, traducido por Boscán y elogiado por Garcilaso, solo se editó en 1534, es posible que Castiglione llegara a ver la traducción. Para Garcilaso, acaso reflejo de él mismo, el libro era el compendio de lo que debe ser un gentilhombre, en maneras, cultura, refinamiento y galanteo a las damas. El elegante y erudito Castiglione murió en Toledo de fiebres malignas en 1529.

Garcilaso (cercanías y lejanías con el emperador) es desterrado por este a una isla del Danubio, que describirá en sus Églogas —al parecer, la isla de Schut—, por haber asistido a una boda sin permiso de su señor. Con la intercesión del duque de Alba, el emperador lo perdona y lo envía a Nápoles —acaso la ciudad más española de Italia—, donde el poeta vivirá uno de sus periodos más creativos hacia 1534. Debemos entender claramente que, salvo muestras anteriores de su poesía de cancionero (parece que el mismo Garcilaso se deshizo de casi toda esa producción cancioneril, más tradicional), la obra novedosa y rotunda del toledano es siempre posterior a 1526 y alcanza su cima en esa etapa napolitana, junto a poetas italianos que admiraba, como Luigi Tansillo o «el culto» Bernardo Tasso. No existe un retrato seguro de Garcilaso, pero se presupone que podría ser su retrato el de un caballero desconocido (el pintor, también desconocido, algo recuerda a Bronzino) que se muestra en la galería de pintura Alte Meister de Kassel, en Alemania. Con elegante jubón oscuro, y sombrero de pluma, el caballero, de poco más de treinta años, tiene el rostro alargado y suavemente melancólico y lleva una ligera barba. No es tanto hermoso cuanto elegante, y su aire y aura son de refinamiento y cansancio. («En medio del trabajo y la fatiga»). Pensemos en un Garcilaso, si no exactamente así, muy parecido. El Nemoroso —enamorado de Elisa— que a sí mismo se define, «pues me puedo alabar que he sido y soy / paje, escolar, soldado y cortesano».

Volvamos a centrar la mira: Garcilaso estaba casado con Elena de Zúñiga, una dama de su condición. Su amor era de conveniencia, de razón social, y ello ni era ni es nuevo. Acaso a ese estar juntos no se le deba llamar «amor». Garcilaso tuvo tres hijos y un cuarto, ilegítimo, que solo dejó reconocido póstumamente, Lorenzo Suárez de Figueroa. Ese hijo fue fruto de unos apasionados amoríos con otra dama, Guiomar Carrillo, a la que dará el nombre bucólico de Galatea. Pero hay más, pues en el testamento que dejó hecho en Barcelona en 1529 —antes de viajar a Italia— y que solo se conocería tras su muerte, también dice, tras nombrar herederos a su mujer y a sus hijos legítimos, que se dé cierta suma a una moza «que yo creo soy en cargo… de su honestidad, llámase Elvira, pienso que es natural de la Torre o del Almendral, a la cual conoce mi hermano don Francisco». Parece claro que el poeta alude a una relación fugaz con una chica más o menos de pueblo, que acaso tuvo su primera relación sexual con él, y quiere, de algún modo, compensarle la perdida honra. No es impensable que ahí hubiera otro hijo, pero no se alude. Garcilaso conoció y quiso el amor carnal. (Dante, además de a Beatriz, cantó a la «Petra», nombre que da a una mujer de placer). Podríamos ir más lejos o ampliar la lista, pero entre las conocidas amantes de Garcilaso, hay al menos dos más: Magdalena de Guzmán y Beatriz de Sá. Y aún una desconocida —en Nápoles— que fue tal vez el último amor frustrado del poeta, después ya de la muerte de Isabel. Esa pasión (en 1534, su año napolitano y uno de los de mayor madurez de su obra) parece conjugar pasión carnal y deseo alto, lo pintan unos sonetos tensos, pero al parecer todo quedó en tormento: «Entonces yo sentime salteado / de una vergüença libre y generosa; / corrime gravemente que una cosa / tan sin razón hubiese así pasado». Deseo y frustración y autocastigo se enlazan: «Este deseo, loco, imposible, vano, temeroso». Y más: «mi enfermo y loco pensamiento». Nada resultó. Pudo haber —hubo muy posiblemente— varias mujeres de placer, cortesanas que conocían bien nobles, soldados y palacios. O muchachas de pueblo. No hay fronteras en el deseo de la carne.

Entre este panorama de amor sensual o convencional (el matrimonio) más o menos intenso, ¿dónde queda Isabel Freire, Elisa? ¿Es una elección entre amor ideal y sexo? ¿Amor y sexualidad no son nunca lo mismo? Hemos dicho que todo amor —máxime en una persona culta— se mueve entre el natural temblor o desear humano y la teoría del amor que una época dicte o imponga al hábito de esa persona. Para Garcilaso de la Vega hay sexo —no desprovisto de sentimiento, con toda seguridad— y hay amor cortés y neoplatónico que se mezcla, además, con el mundo bucólico (como anhelo de perfección) que viene de la entonces fuerte y renovada tradición grecolatina y virgiliana, más singularmente, en las Églogas del toledano. La esposa es el amor debido, el pago a una razón social. Las amantes, el tirón de la carne y aun de una pasión que busca enhebrar goce y lectura. Pero el amor mayor (el gran amor) es una idealización que se nutre de su esencia posible/imposible, como la vida, que nunca nos da plenitud, porque esta no pertenece, en definitiva, al reino humano. Por fuerza Isabel debe ser básicamente «La divina Elisa». La amada del amor cortés no es irreal —aunque casi pudiera parecerlo— pero sí debe resultar en esencia imposible. Entre otras cosas por eso está casada y (como la Laura de Petrarca) muere. Ya decía en su De Amore —siglo XII— Andrés el Capellán que el amor verdadero se da fuera del matrimonio, lejos de las meretrices, y siempre con respeto y deseo creciente por el objeto del amor… El tratado medieval del «amor cortés» informa el amor neoplatónico que lo mejora, redondea, espiritualiza más aún, y lo lleva más alto. También se dice que el verdadero amor es una obsesión. El amor por la dama angélica (perfecta y suave, como la beldad del ángel) se consuma solo en muy ocasionales y perfectos momentos, pero siempre con contención. El amado no puede pedir más que lo que la amada otorga, y el amor crece porque es difícil y busca en su dificultad el total refinamiento, la absoluta cortesanía de los amantes. El amor salva a los amantes porque los acrecienta, los sublima. La amada no es accesible (o muy pocas veces) pero no es irreal. Incluso en el «amor de lejos» la amada debe existir. Es decir, Elisa, por supuesto, existió. Era —algo sabemos— una joven dama portuguesa, Isabel Freire, muy bella, que llega a España en el séquito de la princesa Isabel —también— de Portugal, que casa con Carlos. Entonces la conoce Garcilaso y se enamora de ese modo hondo, poético y singular. Sabemos que en Sevilla pudieron estar algunos momentos juntos, pero siempre con dificultad. Garcilaso está casado e Isabel (que lo estará pronto) está prometida a un caballero portugués, Antonio de Fonseca, aficionado a la poesía sin gran realce, apodado «el Gordo». Lo que distingue básicamente a la poesía amorosa de Garcilaso de la trovadoresca o cancioneril, e incluso de la honda plenitud de Petrarca, es que sus poemas amorosos no suenan nunca a plasmación de una teoría erótica, sino a plena verdad vital, como el «doloroso sentir» de su ser melancólico. Además, como sabemos, Isabel muere joven. Si ello acaso libera al poeta para otra posibilidad de amor —que no existió en alto nivel—, redondea de suyo ese elevado e inconseguible amor. Todo lo mueve ese amor hecho de deseo, sensibilidad, belleza, sentimiento y lejanía:

Escrito está en mi alma vuestro gesto

y cuanto yo escribir de vos deseo;

vos sola lo escribiste, yo lo leo

tan solo, que aun de vos me guardo en esto.

En esto estoy y estaré siempre puesto;

que aunque no cabe en mí cuanto en vos veo,

de tanto bien lo que no entiendo creo,

tomando ya la fe por presupuesto.

Yo no nací sino para quereros;

mi alma os ha cortado a su medida;

por hábito del alma misma os quiero.

Cuanto tengo confieso yo deberos;

por vos nací, por vos tengo la vida,

por vos he de morir, y por vos muero.

El amor crece porque se tiene, pero no se alcanza nunca. Como sea, la poesía amorosa de Garcilaso más conceptual, más reflexiva, más petrarquista con muchas reservas, es la poesía que rinde tributo a los modos del amor cortés evolucionado. Pero el hombre culto, paganizante —en Garcilaso no hay asomo de cristianismo— y plenamente inserto en el Renacimiento que nuestro poeta fue (afecto a la imitatio creativa y al más riguroso clasicismo) hace que haya poemas de amor sensuales, animando al goce de la vida, o poemas mitológicos donde se insertan muy bien, como era de rigor, los propios vivir y sentir garcilasianos. Al tiempo, ese amor y sensualidad tienen lugar en el clásico «locus amoenus», donde tiene pleno sentido el mundo arcádico —ideal en todo— de ninfas y pastores (Salicio, Nemoroso, Elisa), que viene no solo, pero fundamentalmente, de las Églogas o Bucólicas virgilianas, que en Italia tornaron a cobrar enorme fuerza con la Arcadia de Sannazaro, a la que se acercará Jorge de Montemayor. Cuando hablamos de influencias, contactos o préstamos en un poeta culto —como Garcilaso— no lo rebajamos, sino que asentimos a su altura y calidad, porque él buscó queridamente esas cercanías. El muy alto triunfo de la imitatio