Diario de Italia - Rubén Darío - E-Book

Diario de Italia E-Book

Darío Rubén

0,0
0,50 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Rubén Darío fue un viajero constante: desde el año 1886, a los 19 años, cuando partió de su patria, Nicaragua, en busca de nuevos horizontes y estímulos, tanto vitales como artísticos, hasta su retorno definitivo a su país en 1916 para morir, los desplazamientos estuvieron presentes en su obra.

Toda la la obra poética de Darío, y gran parte de su prosa, está llena de la presencia de una Italia ideal, símbolo de la belleza, la gloria y el genio. Italia comparte con Francia el puesto más importante en el corazón del poeta, pero sin las tentaciones exóticas que la segunda de estas naciones implica. Si la belleza de Grecia tiene que ser filtrada a través de Francia para que Rubén Darío pueda sentirla viva dentro de sí, la belleza de Italia no necesita intermediarios.
Cuando Darío realiza, en 1900, su anhelado viaje a Italia, las primeras páginas de su "Diario de Italia" revelan eficazmente la hondura de la presencia de este país en su formación cultural y en su espíritu. Para Darío Italia es algo idealizado y maravilloso, parte importantísima de su mundo interior.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Tabla de contenidos

DIARIO DE ITALIA

Turín

Génova

Pisa

Roma

DIARIO DE ITALIA

Rubén Darío

Turín

11 de Septiembre de 1900.

Del hervor de la Exposición de París, bajo aquel cielo tan triste que sirve de palio a tanta alegría, paso a esta jira en la tierra de gloria que sonríe bajo el domo azul del más puro y complaciente cielo. Estoy en Italia, y mis labios murmuran una oración semejante en fervor a la que formulara la mente serena y libre del armonioso Renán ante el Acrópolis. Una oración semejante en fervor. Pues Italia ha sido para mi espíritu una innata adoración; así en su mismo nombre hay tanto de luz y de melodía, que, eufónica y platónicamente, paréceme que si la lira no se llamase lira, podría llamarse Italia. Bien se reconoce aquí la antigua huella apolónica. Bien vinieron siempre aquí los peregrinos de la belleza, de los cuatro puntos cardinales. Aquí encontraron la dulce paz espiritual que trae consigo el contacto de las cosas consagradas por la divinidad del entendimiento, la visión de suaves paisajes, de incomparables firmamentos, de mágicas auroras y{144} ponientes prestigiosos en que se revela una amorosa y rica naturaleza; la hospitalidad de una raza vivaz, de gentes que aman los cantos y las danzas que heredaron de seres primitivos y poéticos que comunicaban con los númenes; y la contemplación de mármoles divinos de hermosura, de bronces orgullosos de eternidad, de cuadros, de obras en que la perfección ha acariciado el esfuerzo humano, conservadoras de figuras legendarias, de signos de grandeza, de simulacros que traen al artista desterrado en el hoy fragancias pretéritas, memorias de ayer, alfas que inician el alfabeto misterioso en que se pierden las omegas del porvenir. Bendita es para el poeta esta fecunda y fecundadora tierra en que Títiro hizo danzar sus cabras. Aquí vuelan aún, ¡oh, Petrarca! las palomas de tus sonetos. Aquí, Horacio antiguo y dilecto, has dejado tu viña plantada; aquí, celebrantes egregios del amor latino, nacen aún, como antaño, vuestras rosas, y se repiten vuestros juegos y vuestros besos; aquí, Lamartine, ríen y lloran las Graziellas; aquí, Byron, Shelley, Keats, los laureles hablan de vosotros; aquí, viejo Ruskin, están encendidas las siete lámparas, y aquí, enorme Dante, tu figura sombría, colosal, imperiosa de oculta fuerza demiúrgica, sobresale, se alza ya dominando la selva sonora, los seres y las cosas, con la majestad de un inmenso pino entre cuyas ramas se oye la palabra oracular de un dios.

Recorreré la divina península, rápidamente, en un vuelo artístico, como un pájaro sobre un jardín. No esperéis largos e inquietantes solos poéticos y sentimentales. Solos, en el sentido criollo, ni de ruiseñor. Comenzaré diciéndoos, por ejemplo, cómo salí de París en un tren del P. L. M., una alegre noche, en compañía de un caballero argentino, a quien me acababan de presentar y que llevaba el mismo itinerario mío. ¿Conocéis esos admirables paniers que venden en las estaciones francesas, verdaderos estuches culinarios que dicen los laúdes de la previsión humana? En esas preciosas cajas se contiene desde el pollo hasta el mondadientes, pasando por el vinillo y el agua mineral y saludando los varios fiambres y postres. Canto estas ricas cosas epicúreras. Gaudeamus igitur. Y entre el jamón y la manzana, mientras unos señores franceses pretenden iniciar un sueño, mi compañero criollo y yo somos los mejores amigos. Charlamos, recordamos, reímos, hacemos un poco de Buenos Aires, mas hay que descansar, y a nuestra vez, cerramos los ojos, al son de la música de hierro del tren. Os recomiendo que hagáis la observación si no la tenéis ya hecha. Hay en el traqueteo acompasado de los vagones, en ese ruido rudo y metálico, todas las músicas que gustéis, con tal de que pongáis un poco de buena voluntad. La sugestión luego es completa y casi tenéis la seguridad de que una orquesta o una banda toca no lejos de vosotros, en algún carro vecino.

Al son, pues, de esa orquesta, me duermo, o nos dormimos. Muy buenas noches.

Al día siguiente, en Modane, se llega al dominio italiano. Queda atrás la sierra de la dulce Francia y se posesiona uno de la dulcísima Italia. Los carabinieri pasan, con sus colas de pato y sus pintorescos bicornios. El tren bordea la ciudad, a la luz de un sol nuevo y cariñoso, que nos ofrece la mejor vista de la Vanoise y la ondulación graciosa y la vegetación y cultivo del valle del Arc. Los Alpes nos hacen recordar los Andes.

Poco después entramos al famoso túnel de Mont Cenis, y a su extremo, nos encontramos en Bardonachia. Flores recién abiertas, azul fino de un zafiro glorioso, casitas de estampa, ojos que saben latín de Virgilio y bocas que sonríen al ofrecernos café con leche y uvas de las próximas viñas. Delicioso paisaje, deliciosas muchachas, delicioso Virgilio, deliciosa copa de leche y uvas frescas.

El tren corre, sofocándose, pasa túneles y túneles. En los flancos de las montañas se ven, cargadas de fruto, las viñas frondosas. En todo el trayecto casi no se advierte un solo animal. Apenas allá, en un vallecito, al paso, divisamos unas cuantas cabras conducidas por su pastor. Más adelante, cuatro o cinco vacas. Gentes de estas Europas, que vais a las lejanas pampas en busca de labor y de vida, ¡cómo se explican aquí harto elocuentemente, los furiosos atracones de carne con cuero y de asado al asador, con que os regodeáis allá, bajo el hospitalario sol de América, en la buena y grande Argentina! Entre estos hondos valles, entre estos amontonamientos ciclópeos de rocas, no turba el silencio ni un mugido, no saluda al sol con su fuerte tuba el toro.{147}

Estaciones pequeñas y más estaciones, hasta que se abre más el ancho valle, y allá, en su altura, como un juguete, la Superga, nos anuncia que hemos llegado a Turín.

12 de Septiembre.

Turín, nombre sonoro, noble ciudad. Severa, «un poco antigua», como el español caballero de Gracia, aparece, para quien viene de enormes y bulliciosos centros, tranquila y como retrasada. Mas luego sus calles bien ordenadas y bien limpias, sus distintos comercios, sus plazas, sus numerosos tranvías eléctricos, os demuestran la vida moderna. Después sabréis de sus ricas y florecientes industrias, si es que no habéis visto allá en la Exposición de París el triunfo de los telares turineses.

Aquí se comienza a ver que hay una Italia práctica y vigorosa de trabajo y de esfuerzo, además de la Italia de los museos y de las músicas.

Notamos en los edificios públicos banderas con lazos de luto. Es que ayer ha entregado el duque de Aosta, en nombre del rey Víctor Manuel, a la ciudad de Turín, la espada, las condecoraciones, el yelmo del difunto Humberto. Pobre monarca de los grandes bigotes y de los ojos terribles, que ocultaba tras esa apariencia truculenta un bello corazón, según me dicen casi todas las personas con quienes tengo ocasión de hablar.

Turín, noble ciudad. Aquí todo es Saboya. No hay monumento, no hay vía, no hay edificio que no os hable de la ilustre casa.

He visitado la Pinacoteca. La primera sala está llena de príncipes de esa familia, desde la entrada, en donde un admirable retrato de François Clouet perpetúa la figura de Margarita de Valois, hija de Francisco I y mujer de Emanuel Filiberto, duque de Saboya. Nada más sugerente que esta pintura en que esa princesa, que podría ser una priora, parece hablar por toda una época. Así el retrato cercano, de Carlo Emanuel I, duque de Saboya, obra del Argenta, que representa al principito de diez años, exangüe, casi penoso, apoyado en la cabeza de su enano.

El museo es grande y posee verdaderas riquezas. El catálogo oficial, Bædeker u otro libro semejante, os dirá el nombre del fundador, el año de la fundación, y datos semejantes. Yo os diré lo que me ha atraído, detenido o encantado en la rápida visita. Ante todo, los primitivos, que ya en la sala segunda están representados. Confieso no sentirme fascinado ante la célebre Virgen con el Niño, de Barnaba da Modena, pero Macrino d’Alba en más de uno de sus cuadros me hace sentir la impresión de su arte, así como Defendente Ferrari me cautiva con los Esponsales de Santa Catarina, y el Giovenone me para, con su Madona entronizada y sus místicos acompañantes. En la sala tercera, casi toda ocupada por Gaudenzio Ferrari, hay muchas cosas bellas, pero lo que principalmente admiro, al paso, es la Madona, Santa Ana y el Niño, en que el concepto de la religiosidad unido a un ingenuo don de humanidad, forman la excelencia de la obra artística. La figura de María sola es un delicado y maternal poema.

En la sala tercera está el dos veces divino Sodoma, pintor de nombre maldito y de incomparables creaciones de vida y de idealidad. La idealidad está en su Sacra familia, con su pura y espiritual Madona y el Dios Niño que juega; la vida en carnaciones estupendas como ese seno de esa abrasante Lucrecia que en vez de la puñalada atrae el beso. Ante este cuadro no puedo menos que recordar una reciente polémica, entre los señores Groussac y Schiaffino. Este muy distinguido amigo mío, señalaba a su terrible contendiente el error de haber confundido en una ocasión una tabla con una tela. La cosa parecerá muy rara, pero al gran Vasari le sucedió lo mismo. Hablando del cuadro la Morte di Lucrezia, del Sodoma, dice el actual director de la Pinacoteca, Sr. Bandi di Vesme: «Vasari lo annovera fra quelli eseguiti dal Sodoma nei suoi bei tempi: “Similmene… una tela que fece per Assuero Retori de San Martino, nelle quale e una Lucrezia Romana che si ferisce, mentre e tenuta dal padre e dal marito: fatta con belle attitudine e bella gracia di teste”». « L’aver il Vasari chiamato questo cuadro una tela», mentre dipinto su legno, e una semplice inavvertenza, se pure non e per errore di stampa che la edizione del Vasari hanno «tela» per «tavola».

Hay también del Sodoma, en esta misma sala, una Madona e quattro santi de señalado mérito.

No dejaré de nombrar un cuadro de tema semejante, de Bernardino Lanino, en que, con el encanto del suave color y del dibujo, se anima sobre todo una sensual Santa Lucía que es una de las representaciones femeninas más atrayentes que se puedan señalar en todas las galerías del mundo.