Diez valores éticos - Joan Bestard Comas - E-Book

Diez valores éticos E-Book

Joan Bestard Comas

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Beschreibung

En esta obra, el autor presenta una ética elemental, común a creyentes y no creyentes, que está basada en diez valores: ser veraz, ser justo, ser responsable, ser tolerante, ser dialogante, ser solidario, trabajar honradamente, mantener la palabra dada, ser crítico y saber aceptar la crítica, estar abierto a la utopía. Solamente con esa ética básica podrá construirse una sociedad mejor.

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Veröffentlichungsjahr: 2014

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A mis padres,

PRÓLOGO

Hace ya algunos años, al final de una intervención del profesor Julián Marías ante la Conferencia Episcopal Española, uno de los obispos asistentes preguntó: «¿Qué nos aconseja Vd. para esta época difícil?». El anciano filósofo no tuvo que darle muchas vueltas. Respondió: «¡Pensar, pensar, pensar!». En tiempos de crisis, la lucidez es el secreto. Se convierte en actitud fundamental ante la vida y la muerte. Y solo puede permanecerse en la lucidez –no siempre agradable, nunca fácil– si se mantiene la capacidad de atravesar la dura corteza del acontecimiento en estado bruto y preguntarse por su razón. Si falta el pensar, lentamente, la acción deja de ser transformadora, creadora de oportunidades para el futuro. No en vano dejó escrito D. Bonhoeffer en sus papeles de la cárcel: «Lo realmente decisivo no consiste en saber salir con elegancia de una situación comprometida, sino dejar una esperanza para el futuro». Hoy, pensar y decir de modo comprensible lo pensado, resulta no ya conveniente sino estrictamente necesario. Y esto es lo que ha sabido hacer con extraña habilidad Joan Bestard. Y lo que nos transmite en el libro que tenemos en las manos.

Siempre atento a los mecanismos que condicionan el funcionamiento de la sociedad actual, con la seriedad técnica y el rigor científico que caracterizan cada una de sus publicaciones, nos ofrece ahora el resultado de muchas horas de trabajo y reflexión. Tengo para mí que en la publicación de su tesis doctoral Globalización, Tercer Mundo y solidaridad, obra monumental y exhaustiva, nuestro autor se quedó con las ganas de poner al alcance de un público más amplio algunas de las muchas conclusiones a las que le condujo su análisis. Que por tratarse de un estudio académico, puede ser complicado para los no expertos en la materia. Y ciertamente, hay que agradecerle esta inquietud. Entre nosotros, a pesar de las constantes publicaciones que nos sirven las numerosas editoriales, se echa a faltar lo que en lenguaje técnico se conoce como «alta divulgación». Que se distingue de tantos textos que o no dicen nada o se limitan a repetir lo que otros han dicho. O pueden resultar inasequibles al pequeño porcentaje de lectores interesados, que terminan por dejar la lectura a las pocas páginas, cansados y aburridos ante un esfuerzo no siempre gratificante por sus resultados. Hay que recuperar al lector del dominio despótico de los medios de comunicación de masas. Porque el ejercicio de leer es la verdadera puerta para la elaboración de una opinión propia, antídoto urgente del pensamiento único, siempre peligroso.

No hay duda de que, como diría Ortega, «el tema de nuestro tiempo» es hoy la reflexión ética. Desaparecidos los grandes relatos por excesivamente ideológicos, obligados a volver una y otra vez a la dura realidad del día a día, sobre todo a partir de los últimos acontecimientos históricos a cuyas consecuencias nos vemos ineludiblemente enfrentados, desde una consciencia cada vez más evidente de que poder ya no es sinónimo de seguridad, se plantea, en «un mundo sin rumbo», la gran pregunta: «¿sabremos vivir juntos?». Tal vez deberíamos nosotros decir: «¿podremos vivir juntos?». La búsqueda de respuestas eficaces, concretas, prácticas, alejadas de planteamientos abstractos, capaces de orientar la pequeña acción posible, se ha convertido en una necesidad. Es el objetivo de estas páginas.

Sin duda alguna, el saber de Joan Bestard acerca de la globalización en curso le facilita las cosas. La globalización forma parte también del «tema de nuestro tiempo», como su matriz, su causa y su horizonte. Comprender los procesos complejos actualmente en curso es la premisa para cualquier afirmación de un sentido posible que no termine por perderse en el limbo de las utopías inocentes por inútiles.

Por eso resultan especialmente esclarecedoras las páginas en las que Joan Bestard expone los fundamentos de lo que seguirá después. A mi entender, hay que leerlas despacio, volviendo una y otra vez sobre sus contenidos, de una riqueza teórica sorprendente, que insinúan mucho más de lo que, en su aparente sencillez, dejan entrever a una primera aproximación.

Desde una sólida formación intelectual en la tradición cristiana y católica, Joan Bestard plantea la necesidad de la ética civil, muy en consonancia con el movimiento intelectual que postula el consenso ético como premisa para la «paz perpetua», concepto creado por E. Kant, que mantiene hoy todo su vigor. Sin ética no puede haber paz mundial. Pero en el momento en que han saltado todos los centros que permitían organizar las sociedades y debemos acostumbrarnos a vivir en el fragmento, esta ética debe buscar y hallar su fundamento último en principios asimilables por todos y cada uno de los fragmentos existentes. Ética de mínimos. Respuesta al deseo de felicidad. Construcción del espacio europeo. La fecunda distinción entre el ser y el tener, que halla en E. Fromm y en G. Marcel algunos de sus pioneros. El deseo de unir creyentes y no creyentes en este tiempo de modernidad tardía... He ahí los ejes que sostienen un pensamiento que va desarrollándose impecablemente desde el deseo de proporcionar las coordenadas para la acción en el mundo. El despliegue en forma de diez valores –actitudes, propuestas de sentido– que conforman el cuerpo del libro obtiene como resultado un muy interesante «manual del buen viajero» por este «desierto que crece» pero que no podemos renunciar a reconvertir en paraíso.

Pienso que debemos agradecer a nuestro amigo y compañero de claustro en el Centro de Estudios Teológicos de Mallorca, Joan Bestard, el esfuerzo que supone el presente texto. Estoy seguro de que el lector lo valorará así. Y este será el mejor premio al esfuerzo y a la voluntad de colaborar en la construcción de «los cielos nuevos y la tierra nueva» que mantiene viva nuestra esperanza.

TEODOR SUAU PUIG

Director del Centro de Estudios Teológicos de Mallorca

Palma de Mallorca, 25 de marzo de 2004

INTRODUCCIÓN

En esta obra, titulada Diez valores éticos, intento presentar una ética elemental. Y por ética elemental entiendo una ética de mínimos, común a creyentes y no creyentes, a jóvenes y a viejos, a gente de nivel intelectual alto y bajo, a personas conservadoras y progresistas. Solamente con esa ética básica podrá construirse una sociedad mejor.

Son muchos los que se encuentran incómodos en la actual sociedad porque carece de valores éticos elementales o porque están muy deteriorados o borrosos. El entorno moral está contaminado. La falta de civismo es alarmante, y esto resulta preocupante y produce desconcierto. «En la era de los ordenadores y las naves espaciales –dijo en cierta ocasión el presidente de Checoslovaquia Václav Havel– hemos aprendido a no creer en nada, a hacer caso omiso de los demás, a preocuparnos solo por nosotros mismos.»

Y el Premio Nobel de Literatura 1990, Octavio Paz, hace esta aguda y atinada descripción de las democracias modernas:

«A las democracias modernas les falta el otro, los otros. Estamos separados de los otros y de nosotros mismos por invisibles paredes de egoísmo, miedo e indiferencia.

A medida que se eleva el nivel material de vida desciende el nivel de la verdadera vida. La marca del conformismo es la sonrisa impersonal que sella todos los rostros.

Debemos recobrar la capacidad de decir “no”, reanudar la crítica de nuestras sociedades satisfechas y adormecidas, despertar las conciencias anestesiadas por la publicidad».

Comentando este lúcido texto de Octavio Paz, podríamos afirmar que a nuestras sociedades occidentales modernas y democráticas les falta sensibilidad ética y capacidad crítica para poder detectar cuáles son sus lacras sociales y sus fallos contra la solidaridad.

Debemos recuperar la capacidad de decir:

•no al «todo vale», como expresión de la carencia más absoluta de normativa ética; •no a una sociedad apoltronada en la corrupción y en el engaño, a la que solo le interesa «tener más»; •no a una sociedad sin valores, sin ideales, que se rige por el principio: «El hombre es para el hombre un lobo»; •no a una sociedad sin horizontes de sentido a la que solo le importa el disfrute diario de los bienes materiales, en el más absoluto conformismo; •no a una sociedad indiferente, acostumbrada ya a la crueldad.

Es tanta la crueldad que nos transmiten diariamente los medios de comunicación social en su tarea informativa, que nos acostumbramos a todo. Esta saturación, por desgracia, produce indiferencia. El escritor portugués José Saramago ha afirmado: «Los seres humanos nos hemos convertido en monstruos de la indiferencia».

Nos vamos acostumbrando a todo y nos volvemos duros e insensibles. Nada nos maravilla ni espanta. Hemos perdido el sentido de la admiración y de la compasión. El avance más espectacular de la ciencia y de la técnica no nos dice ya nada, porque al día siguiente se producirá uno mayor. Y la desgracia más espantosa nos resbala porque mañana nos desayunaremos con otra más terrible. Cuando esto sucede deberían encenderse las luces rojas de alarma y tendríamos que preguntarnos: ¿qué modelo de hombre y de sociedad estamos construyendo? ¿Qué proyecto de hombre y de sociedad queremos para el futuro?

Somos víctimas y cómplices de una situación difícil que nosotros mismos hemos creado, «somos víctimas y cómplices de nuestra propia miseria», como dice José Saramago.

No pocas veces los mínimos éticos están fallando, y esta situación enrarece y envenena la atmósfera moral que todos respiramos. Nuestro mundo es todavía terriblemente injusto en muchos aspectos. El abismo, por ejemplo, entre los países ricos y pobres es cada vez mayor. Situación esta que representa una amenaza creciente para la paz a que aspira la humanidad. Pero, al mismo tiempo, día tras día surgen en nuestra moderna sociedad nuevas sensibilidades morales, nuevos valores éticos.

Hay que introducir en la cultura moderna y en la convivencia ciudadana principios, valores, actitudes y comportamientos que nos hagan más humanos. Los problemas que acucian nuestro mundo son responsabilidad de todos y las soluciones han de buscarse también entre todos. Atreverse a pensar desde las balsas de los náufragos es uno de los desafíos de nuestro tiempo. Es la llamada urgente para ser constructores de la paz desde la justicia.

Construyamos una sociedad democrática no cerrada ni indiferente ni egoísta, sino abierta a los valores de la verdad, de la justicia y de la solidaridad.

Urge reforzar la sociedad civil

Albert Camus escribió: «Todas las revoluciones modernas han finalizado con un reforzamiento del poder del Estado». Pensemos sobre todo en la Revolución Francesa (1789) y la Revolución Rusa (1917).

Hoy lo que necesitamos es precisamente lo contrario: una revolución que deje de reforzar el poder del Estado y dé relieve y fuerza a la sociedad civil.

Hoy, más que nunca, necesitamos reforzar el principio de subsidiariedad puesto de relieve por Pío XI en su encíclica social Quadragesimo anno: que lo que puedan hacer las asociaciones intermedias no lo haga el Estado (cf. QA 79). Lo más importante en una sociedad es el tejido social existente entre el individuo y el Estado. Este es el auténtico fundamento de una sociedad democrática. Ni el individuo aislado y disperso, ni el Estado omnipotente gobernando individuos aislados y dispersos pueden convertirse en el ideal de una sociedad. La verdadera sociedad madura y democrática lo que de verdad necesita es: respeto para cada una de las personas, autonomía y fomento de las asociaciones e instituciones intermedias, y la necesaria autoridad del Estado para que llegue de verdad donde no pueden llegar ni las personas ni las asociaciones civiles intermedias.

Lo que necesita una sociedad adulta y democrática es un sano y dinámico tejido de asociaciones civiles capaces de servir a la persona.

Naturaleza y funciones de la ética civil

La ética civil más que una noción filosófica es un determinado proyecto moral de la sociedad pluralista y democrática. Es el mínimo moral común de una sociedad secular y plural. Es la garantía unificadora y autentificadora de la diversidad de proyectos éticos que puede presentar una sociedad democrática. Es, en definitiva, un proyecto unificador y convergente de valores morales básicos en el cual puedan encontrarse creyentes, no creyentes y personas de distintas ideologías con vistas a fortalecer la democracia participativa. Se trata de aplicar a la vida el imperativo categórico de Emmanuel Kant: «Hay que hacer el bien y se ha de evitar el mal».

Las funciones básicas de la ética civil, según Marciano Vidal, son estas tres:

a)Mantener el aliento ético (la capacidad de protesta y de utopía) dentro de la sociedad y de la civilización, en las que cada vez imperan más las razones «instrumentales» y decrecen las preguntas sobre los fines y los significados últimos de la existencia humana. b)Unir los diferentes grupos y las distintas opciones, creando un terreno de juego neutral a fin de que, dentro del necesario pluralismo, todos colaboren para elevar la sociedad hacia cotas cada vez más altas de humanización. c)Desacreditar éticamente a aquellos grupos y proyectos que no respeten el mínimo moral común postulado por la conciencia ética general.

La ética civil es a la vez «causa» y «efecto», agente y signo de la no confesionalidad, del pluralismo y de la racionalidad ética de la vida social.

Elevar la sociedad hacia cotas cada vez más altas de humanización debería ser el gran objetivo de la ética civil. En este campo pueden y deben colaborar todas aquellas personas que de verdad quieran una sociedad más humana. El auténtico humanismo es la cancha común en la que todos los que apreciamos la democracia podemos colaborar. Ahí hay sitio para todos los demócratas. Nadie sobra. Y cada uno de ellos puede aportar su valioso grano de arena.

Esta ética civil es básica para asegurar la dignidad de todos los hombres y conseguir un clima de respeto mutuo, de comprensión, de tolerancia y de solidaridad que reforzará el tejido social y dará mayor consistencia y seguridad a la democracia.

Todos debemos contribuir

a la construcción de una ética civil

En nuestra sociedad española se echa en falta este mínimo ético que le confiera un rostro más humano. Necesitamos urgentemente una ética civil básica en la que creyentes y no creyentes nos pongamos de acuerdo.

El vacío moral que padecemos es preocupante. Y precisamente es este vacío moral el que da lugar a la corrupción. El engaño y la mentira encuentran en él el terreno propicio para crecer.

Si de verdad deseamos una sociedad más justa, más humana, más habitable, todos deberíamos aportar iniciativas concretas para la construcción de una ética civil. Creyentes y no creyentes, hombres y mujeres de distinta ideología, miembros de diferentes partidos políticos, personas de estratos sociales y de niveles de formación diversos, agrupados por un común ideal democrático, deberíamos unirnos en un proyecto ético común de mínimos que nos permitiera construir una sociedad más justa y humana donde las personas tengan dignidad y no precio.

La ética cristiana podría hacer una valiosa aportación a esta ética civil de la que nuestra sociedad española se encuentra tan necesitada. Si la Iglesia, como decía Pablo VI, es «experta en humanidad», no puede dejar de hacer una específica contribución a esta ética civil.

Nada se sostiene sin una ética de mínimos

Sin una ética de mínimos nada se tiene en pie. Sin una ética de mínimos, nuestras ciudades son una jungla y solo los «sin escrúpulos» se mueven sin cortapisas. La ausencia de conciencia, cada vez mayor en todos los órdenes de la vida, conduce inevitablemente a la proliferación de sinvergüenzas que a su vez rebajan la conciencia moral de la sociedad.

Ulrich Wickert, famoso locutor del primer canal de la Televisión Alemana (ARD), publicó en 1994 un interesante libro titulado: El honrado es el tonto. Sobre la pérdida de los valores. La tesis de Wickert es esta: en un mundo sin valores morales, el honrado es el tonto. No le falta razón al periodista alemán. Cuando los grandes valores éticos fallan, las virtudes quedan tergiversadas, lo bueno parece tonto y lo malo campa a sus anchas.

Sin un sólido fundamento de ética civil, la sociedad se derrumba, el egoísmo y la corrupción se apoderan de ella y solo interesa acaparar a costa de cualquier precio. En una sociedad así no se puede vivir, porque lo más elemental falla. Y lo más elemental son los valores de la honradez y de la solidaridad: sin ellas una sociedad, por muy próspera que parezca, pronto o tarde termina derrumbándose.

Sin valores morales no podemos subsistir. José Luis López Aranguren solía afirmar: «Los valores morales se pierden sepultados por los económicos». Este pensamiento del filósofo y ensayista Aranguren refleja en gran manera la situación actual: los valores económicos prevalecen sobre todo, y no pocas veces ahogan a los valores éticos. Y cuando esto sucede, como es el caso, la corrupción es moneda normal de cambio.

Vivimos una explosión de lo económico: «tener» se hace cada vez más importante y «ser» se debilita. El dios dinero lo invade todo y todo el mundo se rinde ante los valores materiales.

Lo económico, el tener, lo material tiene su importancia: son los motores del desarrollo económico que sirve para satisfacer las principales necesidades humanas. Pero cuando decimos de una cosa que es importante no debe significar que sea única, exclusiva, dominante. Necesitamos de lo económico, pero vamos mal cuando lo económico lo invade todo como si fuera un río de lava que por donde pasa ya no puede crecer nada más.

Sin valores morales, nuestra sociedad no puede subsistir, se asfixia en un mar de corrupción y violencia y la vida humana pierde el sentido.

De lo que se trata es de saber conjugar los valores económicos con los valores morales, para poner el desarrollo material al servicio del progreso humano y social.

Ética cristiana y ética civil

Esta ética elemental de que hablo en este libro es una ética civil. La ética religiosa –en nuestro caso, la ética cristiana– es mucho más exigente que la ética civil, porque supone todos estos valores y todavía exige más. Esta ética elemental debe constituir la base de la ética cristiana y, al no ser confesional, puede ser una importante plataforma de diálogo entre creyentes y no creyentes. Además, si falla esta base fundamental de ética civil, a nuestro comportamiento religioso le falta credibilidad. Si un cristiano no es una persona veraz, justa, responsable, solidaria..., no es creíble. No podemos tener un santo, sin antes tener una persona bien equipada en valores éticos básicos. El santo debe ser a la vez persona y persona dotada de hondos principios y valores morales.

El cristianismo considera posible una ética civil y desea encontrar la base ética de una sociedad pluralista. Los cristianos son capaces y tienen voluntad de cooperar con los no creyentes en el desarrollo y perfeccionamiento de la sociedad. Y han entrado lealmente en el diálogo ético que se ha iniciado, sin reclamar primacía alguna, sin tratar de imponer a los demás sus propias conclusiones, sabiendo que tienen una oferta muy válida, también en el orden puramente humano, para encontrar lo que tan afanosamente se está buscando: un auténtico «rearme moral» de la sociedad. La inmensa mayoría de los cristianos comprometidos, además, está convencida de que la ética civil es una oportunidad magnífica para que la moral cristiana se acredite, incluso ante los no creyentes.

Hoy la ética civil o ciudadana constituye, sin duda, el horizonte común para todas las personas conscientes y responsables, y puede facilitar el diálogo entre todos.

«Cuando la Iglesia –decía el cardenal Tarancón– defiende los valores éticos desde la fe, reconociendo el pluralismo de la sociedad democrática, está haciendo una labor muy positiva. Acepta, por una parte, los valores de la convivencia, del respeto mutuo, del pluralismo, de la tolerancia y de la solidaridad, cerrando el paso a cualquier intento de monopolio ético en la existencia humana.

El cristianismo debe presentar lealmente su propia oferta pero respetando la de los demás. Debe abrir horizontes de trascendencia que fortalecen los deberes morales, siempre ofreciendo, sin imponer, invitando sin coaccionar, presentando la “utopía” de la moral evangélica, sabiendo que esta no puede conseguirse plenamente en la tierra, pero invitando a todos a mirar a las estrellas. El cristianismo, efectivamente, tiene algo y aun mucho que decir y que hacer en este momento difícil de la humanidad.»

La actitud religiosa y la actitud ética se complementan mutuamente. Según Aranguren, la actitud ética, rectamente entendida, se abre necesariamente a la religión, de la misma manera que la actitud religiosa desemboca en acción moral. Pienso que esta es un línea equilibrada de pensamiento. Ética y religión se complementan mutuamente. No debe existir rivalidad entre actitud ética y actitud religiosa. Una actitud religiosa que no desemboque en acción moral, en buenas obras, es una actitud vacía y hasta hipócrita. Toda religión auténtica exige una ética, una moral, un modo coherente de comportarse. Y toda moral o ética necesita una apertura a lo religioso, en donde encuentra su genuino fundamento. Una ética no abierta a lo religioso cae en una actitud calvinista, en una mera moral de obras, vacía de trascendencia.

Es verdad que el cristianismo no es una simple ética, pero también es cierto que no es una mera religión intimista, desconectada del actuar cotidiano. El cristianismo es a la vez religión y ética. Nos une a Dios Padre a través de Jesucristo y en el Espíritu y, a la vez, nos vincula a los hombres con un compromiso de solidaridad y fraternidad.

No se trata de subordinar la religión a la ética ni viceversa, sino de buscar la complementariedad de la religión y de la ética. La religión sin ética es hipócrita y la ética sin religión se cierra al más allá.

Sin valores éticos,

Europa será un simple mercado

Precisamente porque existe un gran vacío ético en nuestra sociedad, crece la estima por una auténtica ética civil. Va en aumento el deseo de promocionar los valores éticos en los países democráticos. Son muchos hoy los que piensan que, sin valores éticos, Europa será un continente de mercaderes y un simple entramado de contratación de negocios, y donde había antes un telón de acero, se levantará un muro de insolidaridad. Y España se convertirá en una mera sucursal económica de Bruselas y en un atractivo balneario para los europeos del norte que van en busca de sol y playas cuando llegan los meses de verano. Sin una ética civil consolidada, fácilmente aparece la corrupción económica, que rompe el tejido político y social del pueblo, rebaja la dignidad humana y deja sin puntos claros de referencia la conciencia y la conducta de las personas. Sin ética civil, «tener» tiene más importancia que «ser», la cantidad predomina sobre la calidad, y el enriquecimiento fácil y sin escrúpulos se convierte en norma generalizada de conducta. Sin ética civil se degrada muy rápidamente la conciencia ciudadana, queda bloqueada la comunicación interpersonal, y un pueblo carente de ella se encamina a pasos agigantados hacia la barbarie.

Hoy se habla mucho de crisis de valores. Sus manifestaciones son claras. ¿Cómo salir de esta crisis? Esforzándonos por construir, entre todos, una ética civil básica que haga aflorar estos valores y los mantenga vivos.

Nuestro rey Juan Carlos I afirmó: «La Europa de los valores forma parte del ideal europeo». Ojalá sea así. Casi siempre, cuando hablamos de Europa, lo hacemos en términos económicos: cuotas de producción, reducción de la inflación, déficit público, bajada o subida de los intereses bancarios, inversiones, subvenciones, etc. Deberíamos hablar más del ideal europeo, de los valores que Europa desea construir y vivir. Una Europa sin valores éticos será un simple comercio entre pueblos que se han unido para crear más riqueza. Las magnitudes económicas son importantes para el desarrollo material de los pueblos y deben tenerse en cuenta. Pero Europa no puede vivir solo de pan. Una Europa sin valores morales se autodestruirá y no podrá ofrecer nada válido al resto del mundo. Los tres valores que un día propugnó la Revolución Francesa (libertad, igualdad y fraternidad) y que, en su esencia, eran valores cristianos, deben brillar de nuevo en la Unión Europea: deben ser el alma de Europa. Sin ellos tal vez se pueda organizar un buen mercado, pero no el ideal europeo que necesitamos.

El cardenal Jubany afirmó en un lúcido artículo publicado en La Vanguardia (23.10.1991): «Europa necesita un alma, no puede ni debe dejarse esclavizar por un materialismo aberrante».

Sería una pena ver convertido el continente europeo en un simple club económico. Se debe avanzar decididamente hacia una unidad política y cultural. Ya Erasmo de Rotterdam, en el siglo XVI, habló de una Europa unida, cristiana y culta, como una patria común.

Los grandes valores de veracidad, libertad y solidaridad deberían cohesionar a la Europa de hoy que ya no está dividida en dos bloques, Este y Oeste. Una Europa democrática sin valores podría convertirse en un simple y frío mercado, dominado por una especie de totalitarismo egoísta, que olvidaría olímpicamente a los pueblos empobrecidos del Tercer Mundo.

El ideal cristiano puede y debe ofrecer de nuevo a la vieja Europa un alma que la mantenga unida y abierta solidariamente al resto del mundo. Los valores cristianos un día forjaron Europa, y hoy Europa puede redescubrir su más profunda identidad y misión en la vivencia sincera de estos mismos valores.

No olvidemos que el auténtico cristianismo, coherentemente vivido, es una noble oferta gratuita de humanización de la que tan necesitada está Europa.

Un libro pensado

para creyentes y no creyentes

Este libro no pretende ser una obra científica, sino de divulgación. No hay notas a pie de página ni aparato bibliográfico, pero sí muchas citas de personajes famosos en los que apoyo mi pensamiento. Durante muchos años he meditado sobre estos valores, y en muchas ocasiones los he comentado en mis reflexiones radiofónicas de la COPE durante catorce años. Ahora, en esta obra, he unido mi reflexión más reciente sobre estos valores éticos con algunas de estas intervenciones en la COPE.

Este libro lo he pensado para creyentes y no creyentes, para todo tipo de mujeres y hombres que quieran ser personas cabales en nuestro mundo de hoy y deseen, a su vez, engancharse a la utopía de construir una sociedad mejor, mediante la vivencia de estos diez valores éticos.

Puede ser que algunas personas den estos valores por supuestos, pero realmente no pueden darse por supuestos, porque por poco que uno observe con realismo el estado moral de nuestra sociedad, verá que su ausencia es muy notable. Falta veracidad; se detectan flagrantes injusticias; hay fallos graves de responsabilidad; la gente es hoy más interdependiente, pero menos solidaria; se notan graves faltas de tolerancia y de respeto hacia los otros; muchos engañan o se sienten engañados en el trabajo; la palabra dada pocas veces se mantiene y se cumple; muchos ciudadanos son apáticos o poco críticos; y la tonalidad general de nuestra sociedad es gris y simplona, porque la gente no es creativa ni ha apostado por la utopía.

Esta obra quiere ser positiva. No se trata de lamentarnos, sino de edificar un mundo con valores éticos que nos permita encontrar un sentido a la vida.

Invito al lector a vivir ilusionadamente este decálogo de ética elemental. Si fueran muchos los que de verdad se apuntaran a esta empresa, nuestra sociedad cambiaría radicalmente y poco a poco adquiriría un rostro más humano.

Creo que sobre este decálogo sería posible encontrar un amplio consenso. El problema radica en el diverso significado que se da a las palabras. Empleamos, a veces, los mismos vocablos, pero no les atribuimos el mismo significado. Y esta dificultad sociolingüística –que es más bien una dificultad psicológica profunda– representa un grave obstáculo a la hora de construir una ética civil sólida.

«No hacer daño a nadie», el principio

más elemental de la ética civil

Un principio moral elemental que sintetiza esta ética de mínimos que aquí presento, podría ser este: «No hacer daño a nadie». Este pensamiento del escritor francés Marcel Prevost es fundamental y lúcido: «Por encima de cualquier otra moral, hay una moral esencial que consiste en no hacer daño a nadie».

En una sociedad donde la corrupción es una lacra generalizada, donde los ataques a la dignidad humana son constantes, donde la violencia terrorista siembra por doquier dolor y muerte, no es ocioso recordar el gran principio de moral humana y cristiana de «no hacer daño a nadie». En él deberíamos estar de acuerdo creyentes y no creyentes, gentes de derecha, de centro y de izquierda.

Solo con que este principio básico de ética civil se cumpliera, cuántos problemas se solucionarían inmediatamente en el mundo. A veces vamos en busca de florituras y olvidamos lo más elemental: «No hacer daño a nadie». La educación cívica, tan necesaria en nuestro país, no debería olvidar principios elementales como este.

Urge un consenso ético de mínimos. En un mundo cada vez más científico y técnico, en donde los valores productivos y financieros parecen coparlo todo, necesitamos con urgencia un consenso ético de mínimos. Si de verdad queremos «ser más con los otros» (solidaridad), «ser más para los otros» (fraternidad), y no quedar asfixiados en el círculo materialista del simple «tener», se hace necesaria una «ética mínima» promovida por todas aquellas personas de buena voluntad que quieren construir una sociedad más justa y humana y, consecuentemente, más habitable.

Esta «ética mínima» de que habla insistentemente la profesora Adela Cortina es muy importante. Sin ella la modernidad se nos vuelve inhumana a pasos agigantados. Los valores de la veracidad y de la justicia deben ser valores apreciados por muchos, de lo contrario el aire moral que respiramos se vuelve insoportable. Sin veracidad y justicia falla el terreno sólido sobre el que construir unas relaciones sociales dignas de seres humanos.

Si solo se piensa en la producción, los bienes materiales y el dinero, podremos alcanzar una sociedad satisfecha, pero no feliz. Sin valores éticos el sentido de la vida se desmorona y uno ya no sabe para qué vivir.

La auténtica bondad conduce

siempre a la felicidad

La bondad profunda es la que conduce siempre a la felicidad. Esta máxima de santo Tomás Moro expresa la esencia de la bondad: «A nadie hago daño, de nadie hablo mal, no pienso mal de nadie, a todos les deseo el bien».

La felicidad es siempre el resultado palpable de la generosidad. Quien vive de forma egoísta no es feliz. La genuina felicidad solo puede surgir de la autodonación libre hacia el otro. El egoísmo puede engendrar placer, pero no auténtica felicidad. El egoísmo es lo más diametralmente opuesto a la felicidad.

El que sepa actuar según esta máxima de Tomás Moro experimentará en su vida lo que es la felicidad. Es una consigna de gran realismo, comienza por evitar lo negativo: no pensar ni hablar mal de nadie y, sobre todo, no hacer daño a nadie. Y, finalmente, desear de corazón el bien a todos, sin excepción.

Si esta consigna se hiciera realidad en la conducta de muchos, la sociedad revestiría un rostro más humano y la paz sería una realidad en nuestro mundo.

Estas palabras de Tomás Moro entrañan un profundo valor ético. Sepamos descubrirlo y, sobre todo, vivirlo. Si así lo hacemos, nuestra vida quedará iluminada por la bondad y la bondad humanizará nuestra sociedad, haciéndola más habitable.

Esta categórica frase de Platón me parece muy digna de tenerse en cuenta: «Aprender a amar a las personas es la única y verdadera felicidad». Aprender a amar a las personas es, sin duda, una fuente inagotable de felicidad. Aprender a amar no es nada fácil. Significa salir de uno mismo, olvidarse de sus planteamientos egoístas y preocuparse de verdad y en primer lugar por las necesidades de los demás.

Aprender a amar implica cosas muy concretas. No es una simple teoría. Amas de verdad:

•si colocas el «tú» antes que el «yo»; •si apuestas por el diálogo y no por el monólogo; •si muestras interés por lo que hacen y dicen los demás; •si prefieres servir a ser servido y, además, servir gratuita y desinteresadamente; •si te alegras con los éxitos de los otros y te preocupas por sus penas; •si asumes como propios los problemas de los demás, buscando con interés su solución.

Conviene ser muy concretos con la palabra «amor», de lo contrario se convierte en palabra envejecida, gastada y vacía. Ahora puedo entender por qué el apóstol Pablo en su primera carta a los Corintios, en el capítulo 13, asigna al amor cristiano diversas cualidades muy precisas (paciencia, veracidad, justicia, bondad, servicialidad, humildad, firmeza, aguante) que hacen que este sea creíble.

La ética civil nos hará más pacíficos y felices

Reflexionemos sobre la ética civil y, sobre todo, practiquémosla. Su praxis nos hará más pacíficos y felices y dará un rostro más humano a la sociedad. Seamos lo más felices posible, pero nunca a costa de la felicidad de los demás. Mi felicidad, por tanto, no ha de ser nunca sinónimo de capricho egoísta que molesta y fastidia al otro.

El límite de mi felicidad (como también, y muy acertadamente, lo decimos de la libertad) debe ser la felicidad del otro. Si para ser yo feliz tengo que fastidiar la felicidad de los demás, esta felicidad mía es un robo éticamente reprobable.

Procuremos que nuestra felicidad ayude a la felicidad de los otros o, cuando menos, sea complementaria.

Felicidad única y exclusivamente para mí es sinónimo de egoísmo, y el egoísmo es lo que más frena la felicidad del prójimo. El prójimo no puede ser feliz si mi egoísmo se lo impide.

«La felicidad es lo único que se duplica cuando se reparte» (Albert Schweitzer). Todas las cosas materiales, cuando se reparten, disminuyen. Solo la alegría y la felicidad aumentan, se duplican, cuando uno las reparte. Si nos esforzamos por hacer felices a los otros, duplicaremos en nosotros la felicidad. En la medida en que hagamos felices a los demás, seremos más felices nosotros.

«El que quiera saborear la alegría, la debe compartir: la felicidad nació gemela» (Lord Byron). La alegría solitaria y egoísta no existe. La verdadera alegría es la que se comparte. La auténtica felicidad –como dice poéticamente Lord Byron– nació gemela. La alegría es para ser compartida con los otros. En el mismo compartir radica la alegría. Quien sabe compartir lo que es y lo que tiene con los otros, experimenta la alegría de vivir. La alegría nace de la generosidad y se aleja siempre del egoísmo. La felicidad a solas no existe. Nació gemela. Una felicidad que no se comparte con otros no es verdadera felicidad.

Busquemos al máximo la felicidad, pero sin disminuir nunca la de los demás.

La felicidad radica en la coherencia. Mahatma Gandhi decía: «La felicidad consiste en poner de acuerdo tus pensamientos, tus palabras y tus hechos». Cuando tu pensar, tu hablar y tu actuar están en armonía, experimentas lo que significa ser feliz. La felicidad, en definitiva, es coherencia. La coherencia conduce a la serenidad, y la serenidad interior produce paz y felicidad. Por el contrario, la disociación o enfrentamiento entre pensamiento, palabra y actuación causa malestar y nerviosismo esquizofrénico.