Dinero fácil - Ben Mckenzie - E-Book

Dinero fácil E-Book

Ben Mckenzie

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Beschreibung

UN RELATO AMENO Y BIEN DOCUMENTADO DEL ASCENSO Y LA CAÍDA DE LAS CRIPTOMONEDAS ESCRITO POR «UNO DE LOS CRÍTICOS MÁS IMPROBABLES, PERO MÁS DESTACADOS DEL SECTOR DE LAS CRIPTOMONEDAS» (THE WASHINGTON POST). En el apogeo de la pandemia, Ben Mckenzie, la estrella de la televisión, era el emblema perfecto para las criptomonedas: un padre encerrado en casa con algo de dinero en el bolsillo, preocupado por su familia, armado sólo con la vaga noción de que la gente estaba ganando carretadas de dinero con algo que él (a pesar de tener un grado en económicas) no entendía por completo. Atraído por unas promesas grandilocuentes yutópicas y, ciertamente, por miedo a perderse algo, McKenzie se sumergió de cabeza en el blockchain (las cadenas de bloques), el bitcoin y las muchas otras monedas y mercados en los que se negocian. Pero después de profundizar en aquel mundo, tuvo que preguntarse: «¿Estoy loco o todo esto no es más que un enorme timo?». En Dinero fácil, McKenzie, con la ayuda del periodista Jacob Silverman, lleva a cabo una aventura de investigación sobre las criptomonedas y su extraordinario crac. Entrelazando historias de agentes de bolsa y víctimas, de visionarios extravagantes de las criptomonedas, de los más fervientes creyentes de Hollywood, de los críticos contrarios a las criptomonedas y de los agentes gubernamentales, Dinero fácil supone una observación sobre el terreno de una tormenta perfecta de irresponsabilidad y fraude delictivo. Basado en un reportaje dado a conocer en Estados Unidos y el extranjero, que incluye entrevistas con Sam Bankman-Fried, Brock Pierve (cofundador de Tether), con Alex Mashinsky, de Celsius, y con más personas, éste es el libro sobre las criptomonedas que habías estado esperando.

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BEN McKENZIE y Jacob Silverman

DINERO FÁCIL

Las criptomonedas, el capitalismo de casino

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Colección Éxito

DINERO FÁCIL

Ben McKenzie y Jacob Silverman

1.ª edición en versión digital: abril de 2024

Título original: Easy Money

Traducción: David George

Maquetación: Isabel Also

Corrección: M.ª Jesús Rodríguez

Conversión a ebook: leerendigital.com

© 2023, Ben M. Schenkkan Primera edición en inglés por Abrams Press, sello editorial de Abrams, NY, USA

(Reservados todos los derechos)

© 2024, Ediciones Obelisco, S.L.

(Reservados los derechos para la presente edición)

Edita: Ediciones Obelisco S.L.

Collita, 23-25. Pol. Ind. Molí de la Bastida

08191 Rubí - Barcelona - España

Tel. 93 309 85 25 - Fax 93 309 85 23

E-mail: [email protected]

ISBN EPUB: 978-84-1172-142-4

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada, trasmitida o utilizada en manera alguna por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o electrográfico, sin el previo consentimiento por escrito del editor. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Índice

 

Dinero fácil

Nota del autor

Capítulo 1. El dinero y las mentiras

Capítulo 2. ¿Qué podría salir mal?

Capítulo 3. La impresora de dinero va a toda máquina

Capítulo 4. Comunidad

Capítulo 5. SXSW, la CIA, y los 1,5 billones de dólares que no estaban ahí

Capítulo 6. El negocio del espectáculo

Capítulo 7. El dictador más genial del mundo

Capítulo 8. Ratas en un saco

Capítulo 9. El emperador va desnudo

Capítulo 10. ¿Quién está al mando aquí?

Capítulo 11. Desquiébrate a ti mismo

Capítulo 12. Declaración de bancarrota

Capítulo 13. El padre del predicador

Epílogo

Agradecimientos

Apéndice

A Morena, Julius, Frances y Arthur, mi equipo de casa, y en recuerdo de Chris Huvane

NOTA DEL AUTOR

Si actualmente posees o has poseído criptomonedas y has perdido dinero con esa inversión, ten por seguro que no estás solo. De hecho, te encuentras entre las filas de la gran mayoría de los criptoinversores, que sólo en Estados Unidos se cuentan por decenas de millones, llegando a los cientos de millones a nivel mundial. Este libro es para ti, te guste o no. Si quieres disponer de una ventana para ver cómo podrían haberte estafado, sigue leyendo.

Si te encuentras entre el 84 % de los habitantes de Estados Unidos que no picaron, te felicito, pero no te pongas demasiado arrogante. La vida es una apuesta y nadie conoce las probabilidades.

Para que lo tengamos claro, la apuesta va en los dos sentidos. Lo que viene a continuación es mi opinión sobre los sucesos tal y como los ­percibí a lo largo de los casi dos años que pasé en la ratonera de las criptomonedas. A lo largo del libro empleo términos como «estafadores», «timadores», «defraudadores» y «tramposos» en referencia a los distintos actores en el sector de las criptomonedas. Estos calificativos no son más que un apunte taquigráfico de mi opinión. No quiero insinuar que una persona concreta haya quebrantado una ley o violado una normativa. De forma similar, no todos los que trabajan con criptomonedas tienen malas intenciones. Aunque puede que estemos en gran desacuerdo en cuanto a la utilidad de las criptomonedas, no han cometido ningún fraude. Espero que os unáis a mí para condenar a los que sí lo han hecho.

Que las fichas caigan donde tengan que caer.

CAPÍTULO 1

EL DINERO Y LAS MENTIRAS

Éste es un libro sobre las criptomonedas y el fraude: una parábola sobre el dinero y las mentiras, o más bien una parábola sobre el dinero falso y las mentiras por el dinero. En cuanto a la temática, tiene un sorprendente parecido con una leyenda popular. Al contrario de lo que sucede con esa fábula, esta historia es real.

Empezamos durante la salvaje fiebre especuladora de la era Trump. Fue la fugaz época de las acciones meme (acciones que se han popularizado debido a su presencia en las redes sociales), los NFT (tokens o vales no fungibles) y las ventas de terrenos en el metaverso. Aunque puede que el marketing fuese nuevo, los aspectos económicos eran familiares: estos planes especulativos para hacerse rico rápidamente no eran más que la última iteración del capitalismo de casino. La economista política Susan Strange[01]1 popularizó el término en la década de 1980, pero sus orígenes se remontan hasta por lo menos la década de 1930. En Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero,[02] el economista John Maynard Keynes reprobó los ciclos de prosperidad y depresión de las acciones, en los que las apuestas con pocas probabilidades de ganar en los mercados no regulados (especialmente antes de la invención de las leyes de los mercados de valores) creó y destruyó fortunas de la noche al día. Casi un siglo después, el descriptor «casino» resulta ser todavía más adecuado: las criptomonedas y sus subproductos relacionados suelen ser considerados por los economistas como el mejor juego de suma cero. El beneficio de una persona es la pérdida para otra.

Puede que te hayas dado cuenta de algo sobre las criptomonedas: No hacen nada. Ciertamente, puedes negociar con ellas, apostando a que una subirá o bajará, pero no se usan para nada productivo. Las criptomonedas no están ligadas a nada de verdadero valor, al contrario que las acciones de una compañía o los futuros de una materia prima. Son código informático que no está relacionado con ningún activo real. Incluso los productos financieros más arcanos tienen algún tipo de relación con algo de utilidad en el mundo material. Como, de hecho, no generan ningún valor en sí mismas, invertir en criptomonedas se parece más a apostar: barajar activos entre los participantes en un juego de azar. Es el equivalente digital de jugar al póquer en un casino: puede que ganes, pero no se da un incremento en la utilidad general. No se ha generado nada de valor jugando. Los juegos de suma cero son estrictamente competitivos: para que tú ganes otro jugador debe perder. De forma muy parecida a lo que sucede en un casino normal, es necesario que los jugadores paguen una pequeña cantidad por cada mano para hacer que el juego siga adelante. En el caso de las criptomonedas, este dinero procede de las tasas que cobran los mercados, además de los costes relacionados con la validación de las transacciones. En Las Vegas, a esto se le llama el rastrillo: la cantidad que la casa se lleva de cada bote. Esto significa que, con el tiempo suficiente, el jugador medio perderá. Así es como los casinos siguen funcionando. Dado un período de tiempo lo suficientemente largo, la casa siempre gana: tiene que hacerlo.

Por afirmar lo obvio, las apuestas (el juego) no son realmente un caso válido que usar con respecto a las criptomonedas. Puedes apostar por literalmente cualquier cosa que no haya sucedido todavía. ­Podría, por ejemplo, apostar a que acabarás la frase que estás leyendo ahora (yo gano). Incluso las apuestas autorizadas no suponen un uso productivo del capital, y profundizaremos en sus numerosísimos inconvenientes a lo largo de este libro, pero por lo menos, cuando vayas a Las Vegas conocerás las probabilidades. Hay una larga lista de reglas y normas que un casino debe seguir. La experiencia también tiene un valor de entretenimiento. Los jugadores pueden ganar o perder dinero en las mesas, pero por lo menos les regalan algunas bebidas y pueden disfrutar de una buena cena o del espectáculo. En ocasiones sospechaba que era incluso peor que eso.

Eso nos lleva a la Época Dorada del Fraude.[03] Jim Chanos, el legendario vendedor al descubierto que acuñó la expresión, conoce bien el tema. Apostar contra compañías fraudulentas como Enron y la empresa alemana de pagos Wirecard le hizo ganar una fortuna. En la actualidad, Chanos ve fraudes (definidos como engaños para el beneficio personal, generalmente económico) en casi cada lugar en el que mira. Cuando empecé a prestar atención a los mercados financieros en otoño de 2020, llegué a una conclusión similar, con una sensación preocupante de que los trapicheos y la mentira habían invadido todos los aspectos de la economía, operando con impunidad política y legal. Eso me hizo querer gritar de rabia y hacer una apuesta propia.

En 2016, Estados Unidos eligió a un estafador como presidente. Millones de estadounidenses de toda condición social votaron por Donald Trump en lugar de por Hillary Clinton. Aunque Clinton ganó en términos de votos por millones de papeletas, no importó. Gracias al peculiar funcionamiento del sistema electoral, la mayor economía del mundo eligió a un hombre que miente sobre lo que sea. Donald Trump no fue el primer mentiroso en ocupar la Casa Blanca, pero puede que haya sido el primero en existir en un mundo que escapaba a la razón. Ayudó a crear una cultura política en la que la verdad (la realidad por consenso basada en los hechos) no importaba. Fue la época de los «hechos alternativos». El fraude y la corrupción podían operar sin miedo a las consecuencias.

El aumento simultáneo de la difusión de desinformación se ha documentado muy bien junto con una tendencia relacionada con ello: la erosión de la confianza entre los ciudadanos y su gobierno y también los unos con los otros. En una sociedad carente de confianza existe el riesgo de que los conflictos se vuelvan demasiado comunes, al tiempo que las sospechas y la mala fe dominen todas las interacciones. Cuando la confianza se desmorona masivamente, cuando la desinformación se extiende como un virus, cuando hay pocas instituciones que merezcan nuestra confianza o respeto, y cuando la gente considera que la única forma de ganar es hacer que alguien pierda, nos encontramos en terreno peligroso.

Dinero fácil es un trabajo de tipo reportaje, con una selección de entre cientos de entrevistas, con muchas noches de investigación mentalmente agotadora hasta altas horas y varias aventuras estrambóticas en el mundo del dinero digital falso. Mi colega Jacob Silverman y yo hemos hablado con gente de dentro y fuera del mundo de las criptomonedas, los titanes del sector y ciudadanos corrientes, creyentes, escépticos, víctimas, villanos y algunas personas escurridizas a las que fue difícil encontrar. Aunque el relato empieza conmigo, este libro tiene que ver con ellos. A lo largo de los siguientes trece capítulos, te llevaremos a un viaje que empieza en mi diminuta oficina en Brooklyn y se expande rápidamente para abarcar todo el mundo. Desde Texas a Florida, El Salvador a Washington D. C., e incluso las afueras de Manhattan, te proporcionaremos un vistazo al interior de uno de los mayores fraudes en la historia y que es mayor que el de Madoff por un orden de magnitud.

Como actor de televisión durante muchos años con un grado en económicas obtenido hace décadas, podría ser una opción improbable como autor de un libro sobre las criptomonedas; pero por raro que parezca, de hecho, mi formación me sitúa en un buen lugar para pinchar la burbuja alucinatoria alimentada por el dinero de mentira. En su esencia, éste es un relato sobre el dinero y la mentira. Lo que sé sobre el dinero lo aprendí en un aula hace más de veinte años (y ganando algo de dinero en Hollywood). Lo que sé sobre mentir lo aprendí gracias a pasar dos décadas en el mundo del espectáculo. La criptografía, las ciencias informáticas y las finanzas no son mi fuerte, pero puedo reconocer cuándo se están usando para conjurar (vender) una narrativa que puede que no sea verdad.

Yo también soy un cuentacuentos, así que permíteme que te cuente uno.

En otoño de 2020, el mercado de las llamadas criptomonedas (pedazos de código protegidos criptográficamente, las transacciones con los cuales suelen estar registradas en libros de contabilidad distribuidos conocidos como blockchains o cadenas de bloque) se dispararon. Unos pocos miles de criptomonedas[04] en 2020 crecieron hasta ser 20 000 dos años después, y su presunto valor aumentó conjuntamente, desde unos 300 000 millones de dólares en el verano de 2020 hasta los tres billones de dólares en noviembre de 2021. Se estima que 40 millones de estadounidenses[05] (en su enorme mayoría jóvenes y varones) se vieron arrastrados por ese frenesí especulativo. Vertieron miles de millones de dólares, euros, yuanes y otras divisas reales en tokens o vales digitales en las más de 500 criptomonedas que operaban a nivel mundial. La mayoría invirtió debido a una sencilla razón (querían ganar dinero) y se vieron inspirados por los relatos (y rumores en las redes sociales) de amigos y desconocidos que habían cosechado enormes beneficios invirtiendo en tokens digitales. Infectados por el miedo a quedarse fuera, ahora querían una parte de la acción.

A medida que más gente invirtió en ese bombo publicitario y vio cómo sus inversiones aumentaban de valor (por lo menos en la pantalla), se convirtieron en discípulos de facto de este sector incipiente, predicando el evangelio de las criptomonedas a todo aquel que quisiera escuchar. Los beneficios potenciales parecían ilimitados, y las barreras para la entrada eran pocas. Lo único necesario para poseer un pedazo de «dinero del futuro» era la voluntad de desprenderse de la versión real de él. Cuanta más gente invertía más subían los precios, lo que daba como resultado más miedo a quedarse fuera, lo que atraía a todavía más gente: una dinámica autorreforzante común a las burbujas económicas y los esquemas Ponzi. De forma sencilla, las criptomonedas se habían vuelto virales.

En su libro de 2019[06] Narrativas económicas: Cómo las fake news y las historias virales afectan la marcha de la economía, el economista Robert Shiller, ganador del Premio Nobel, examinaba cómo las narrativas económicas se difundieron recurriendo a décadas de investigaciones en campos como la historia, la sociología, la antropología, la psicología, el marketing, la crítica literaria, y quizás y más apropiadamente para nuestros objetivos, la epidemiología. Definió una narrativa económica como «un relato contagioso que tiene el potencial de cambiar la forma en la que la gente toma decisiones económicas, como la decisión de… invertir en un activo especulativo volátil». ¿Su primer ejemplo?: El bitcoin.

Las historias que calan en el público no surgen de la nada: forman parte de la sociedad y de la cultura de las que surgen. De forma similar, las narrativas económicas se desarrollan como respuesta a los eventos económicos reales. La causalidad discurre en ambos sentidos: una narrativa económica que se desarrolle como reacción a un evento económico concreto puede precipitar uno futuro.

Imagina un pequeño banco en un pueblo. Un año una sequía da como resultado una mala cosecha, eliminando cualquier beneficio que los agricultores locales pudieran haber previsto. Empieza a extenderse el rumor de que los agricultores podrían no poder pagar sus préstamos. La posición económica del banco es, de hecho, sana y está asegurada frente a esa posibilidad, pero este rumor gana fuerza y se genera una narrativa económica de que el propio banco podría acabar siendo insolvente. A medida que cada vez más depositantes intentan sacar su dinero, se produce una estampida bancaria que da como resultado un colapso financiero. El suceso económico, una sequía, no produjo directamente la estampida bancaria, ya que el banco gozaba de buena salud. Fue la rápida difusión de una narrativa económica distorsionada la que dio lugar a su caída. Narrativas económicas: Cómo las fake news y las historias virales afectan la marcha de la economía, se publicó en 2019, antes de la actual difusión viral de las criptomonedas y de la pandemia de la COVID-19. Dada esta situación, es destacable observar cuán entrelazados se volverían estos dos virus en los siguientes años.

Para comprender los orígenes de las narrativas económicas en torno al bitcoin y otras criptomonedas, debemos remontarnos a los eventos que las inspiraron. Tanto las criptomonedas como las políticas del «dinero fácil» de las que este libro toma su título surgieron de las mismas raíces: la crisis financiera global (CFG), también conocida como la crisis de las hipotecas subprime.

En 2008, un terremoto económico sacudió los cimientos de la economía mundial. Sin saberlo los estadounidenses, la presión se había ido acumulando bajo la superficie del mercado de la vivienda durante años. Dos de sus mayores generadores fueron la desregulación financiera y los bajos tipos de interés: un empeño político de décadas de duración y bipartito para hacer crecer el sector financiero en combinación con una política dirigida a estimular la economía tras la primera burbuja de las compañías puntocom. Entre 2000 y 2003,[07] la Reserva Federal (el banco central de Estados Unidos) redujo los tipos de interés del 6,5 % al 1 %. Miembros del Congreso de ambos partidos, además de la Administración de George W. Bush, potenciaron que el crédito fluyera en el mercado de la vivienda. La aspiración política expresada fue la de crear una «sociedad de propiedad» formada por dueños de viviendas.

Sin embargo, el efecto económico resultó ser menos noble. Los prestamistas concedieron hipotecas con desenfreno, frecuentemente a gente humilde o de clase trabajadora que tenían pocas posibilidades de amortizarlas. A muchos les fueron concedidas las llamadas hipotecas subprime (de alto riesgo). Como era más probable que el prestatario no lograra pagarlas que el receptor de una hipoteca de bajo riesgo, el préstamo tenía unos mayores tipos de interés (que frecuentemente eran variables). Los préstamos de baja calidad fueron entonces agrupados por los bancos en forma de valores respaldados por las hipotecas y de obligaciones colateralizadas por impago (OCI). Esos paquetes de préstamos fueron, entonces, puestos en el mercado como de bajo riesgo y vendidos en grandes cantidades a inversores institucionales y a otros grandes clientes. Algunos de estos productos financieros basados en hipotecas se trocearon todavía más y fueron reconfigurados en forma de instrumentos financieros aún más complicados. Las agencias de rat­ing (cuyo cometido era valorar el riesgo) otorgaron una alta calificación a productos financieros que prácticamente no tenían valor para complacer a sus clientes de Wall Street. Como resultado de ello, la rigidez, la complejidad y el apalancamiento se filtraron en el sistema financiero hasta un punto que, incluso, muchos profesionales del mundo de las finanzas no comprendieron.

Los economistas se centran en estructuras de incentivos, y con las hipotecas subprime, los incentivos se distorsionaron en sentido ascendente y descendente de la cadena. Desde el agente hipotecario que esperaba ganar una comisión hasta el ejecutivo que necesitaba mostrar unas cifras de ventas cada vez mejores a los consejos de administración, centrados en los beneficios, pocos tenían incentivos para dar un paso atrás y preguntar si algo de todo aquello era prudente. El pensamiento económico dominante de la época era que los precios de la vivienda no harían más que subir. La idea de que pudiera haber un gran descenso en el valor de la vivienda en Estados Unidos parecía improbable e incluso ridícula. ¿Cuándo había sucedido eso antes? Por supuesto, hubo señales de advertencia, y algunas personas ganaron mucho dinero apostando a un crac, tal y como mostró La gran apuesta en el libro y en la gran pantalla; pero la gente que manejaba el dinero y sus aliados en el poder pensaron que los buenos tiempos durarían siempre, por lo que promulgaron políticas egoístas e hicieron apuestas arriesgadas. Esta imprudencia es fácil que se dé cuando apuestas con el dinero de otras personas, hay pocas probabilidades de que se te haga responsable y puedes convencerte de que el mercado sólo avanza en una dirección.

Cuando el mercado inmobiliario siguió ahogándose a principios de 2008 y la economía mostró señales de entrar en una recesión, el gobierno federal intervino, intentando prevenir un mayor desastre. En enero, la Reserva Federal redujo los tipos de interés en tres cuartos de punto: el mayor recorte en veinticinco años. No fue suficiente: era necesaria una acción más decidida para detener el colapso de la industria financiera y, por extensión, de toda la economía. En marzo, el gobierno empezó a rescatar a los agentes de bonos, las personas que habían creado los valores tóxicos respaldados por las hipotecas y las coberturas por riesgos crediticios. Fue la primera de una larga lista de actuaciones que, en esencia, garantizaban la deuda mala de la industria de las finanzas, pero que apenas hizo nada por ayudar a los propietarios de las viviendas y a los estadounidenses corrientes. Después de que Lehman Brothers se declarara en bancarrota en septiembre de 2008, los precios de las acciones y las materias primas se desplomaron y la economía mundial quedó al borde del colapso. Coordinándose con los bancos centrales de otros países, el gobierno estadounidense ofreció 700 000 millones de dólares[08] en rescates financieros a bancos y billones de dólares en garantías de préstamos, logrando cortar lo peor del contagio. La expansión o flexibili­zación cuantitativa (EC o FC), por la cual un banco central adquiere productos financieros en el mercado libre para aportar garantías a los inversores, hizo el resto. Mediante la compra de fondos públicos a más largo plazo y de valores respaldados por las hipotecas, la Reserva Federal fomentó los préstamos y la inversión. Junto con el rescate financiero y las garantías a los préstamos, la EC borró billones de dólares de deuda corporativa de los libros de algunas de las mayores compañías (y hasta hace poco las más rentables) de Estados Unidos. Esa deuda fue absor­bida por la hoja de balance del gobierno federal. Antes de la crisis, los activos de la Reserva Federal[09] eran de 900 000 millones de dólares. A principios de 2010, eran de 2,3 billones de dólares.

Esto no acabó aquí. Estas políticas, que en su origen se planearon como una respuesta a corto plazo frente a una crisis inmediata, se arraigaron. Por razones tanto políticas como económicas, la Reserva Federal encontraría imposible deshacer su respaldo a la economía. De hecho, siguió aumentando. Hacia finales de 2014, lo que habían sido 2,3 billones de dólares en activos en los libros de contabilidad de la Reserva Federal habían crecido hasta los 4,4 billones de dólares: un nivel al que más o menos permanecería hasta marzo de 2020, cuando golpeó la COVID-19. Al mismo tiempo, los tipos de interés[10] también permanecieron en niveles históricamente bajos: un 0 % hasta 2016, y sólo subiendo por encima del 2 % en 2019.

La respuesta del gobierno ante la crisis de las hipotecas subprime dio lugar a una era de dinero fácil que ha beneficiado a las corporaciones adineradas más que a nadie, pero eso no fue todo lo que ocasionó. Tras la desconfianza general nacida de la crisis, surgió una nueva mutación del sistema financiero: las criptomonedas.

El pueblo estadounidense había rescatado al sector empresarial de Estados Unidos, y no estaba contento con eso. Los ejecutivos financieros que se beneficiaron de la burbuja inmobiliaria quedaron impunes: sólo un tipo, un ejecutivo de Credit Suisse, acabó en la cárcel.[11] A millones de personas corrientes se les endosó una deuda insostenible, lo que contribuyó a un aumento del sinhogarismo, suicidios y depresión. Las pérdidas fueron, efectivamente, socializadas. Una poderosa narrativa desarrollada a partir de la tragedia de la gente corriente que había sido estafada por las élites. En el lado izquierdo, esto ayudó a inspirar el movimiento ­Ocupa Wall Street. En el lado derecho apareció el Tea Party. En Internet, a través de un autor (o autores) con pseudónimo, surgió otra historia.

La noche de Halloween de 2008, alguien o algunas personas que se hacía o hacían llamar Satoshi Nakamoto publicaron lo que se vendría a conocer como el libro blanco del bitcoin.[12] Todavía no sabemos quién era Satoshi, pero su libro blanco tendría un profundo impacto en la innovación financiera y en el futuro del dinero digital. Satoshi tenía una visión clara: «Una versión puramente entre iguales del dinero electrónico permitiría que los pagos online se enviaran directamente de una parte a la otra sin pasar por una institución financiera… La propia red requiere de una estructura mínima».

La propuesta de Satoshi era audaz, promocionada como un nuevo método que ayudaría a la gente a efectuar transacciones directamente entre sí, evitando a las instituciones financieras (de hecho, eso no es verdaderamente cierto. No se llevarían a cabo transacciones directamente, sino más bien a través de una base de datos compartida bajo un control común o colaborativo). Remplazar a una autoridad centralizada como un banco era algo más fácil de decir que de hacer, pero Sato­shi ofreció una solución novedosa. Se basaba en combinar dos tecnologías desarrolladas anteriormente: la criptografía o cifrado de clave pública (o asimétrica) y la cadena de bloques o blockchain.

La criptografía de clave pública desempeña un papel vital en la vida moderna. Por ejemplo, todas las páginas web https:// (casi todas las que usan las personas corrientes) emplean el cifrado asimétrico. Hace cosas como evitar que la información de las tarjetas de crédito sea robada al hacer compras online. La criptografía de clave pública posee dos propiedades útiles: cualquiera puede verificar la legitimidad de una transacción empleando información disponible públicamente (la clave ­pública), pero las personas/partes que llevan a cabo esas transacciones pueden mantener su identidad oculta (la clave privada).

Satoshi vinculó el sistema de cuentas (o direcciones) numeradas del bitcoin a claves públicas. Las transferencias de bitcoines entre cuentas son mensajes formados por la clave privada correspondiente a la dirección de origen autorizando la transferencia a la dirección o direcciones receptora(s). Las direcciones son, entonces, organizadas en forma de «carteras»: un software que gestiona la contabilidad y la traduce al equivalente de un único saldo bancario en lugar de docenas o cientos de direcciones distintas. De manera importante, el ser propietario de bitcoines es algo pseudónimo (pero no anónimo, como suele afirmarse erróneamente). Todos pueden ver qué direcciones están interactuando entre sí en un libro de contabilidad público, pero la gente no es consciente de quién es el propietario de cada dirección.

Este libro de contabilidad con un registro del horario y que sólo permite adjuntar datos es la cadena de bloques. En 1991, los ingenieros informáticos Stuart Haber y W. Scott Stornetta, basándose en el trabajo del criptógrafo David Chaum,[13] dieron con una forma de registrar horariamente documentos, de forma que no pudieran amañarse. Cada «bloque» contiene el resumen criptográfico (un resumen computable breve de toda la información contenida en él) del bloque anterior, vincu­lando a los dos y generando un registro irreversible, un libro de contabilidad formado por bloques de datos que pueden añadirse a una cadena (cadena de bloques), pero de la que no pueden sustraerse datos.

Por ahora todo iba bien, pero seguía habiendo un problema: lo que se conoce como el problema del doble gasto. Si eliminas a una autoridad centralizada de la ecuación, ¿cómo te aseguras de que la gente no se la esté jugando al sistema gastando dinero que ya se ha enviado a algún otro lugar? ¿Cómo proteges a la red de la manipulación? «Satoshi» confiaba en lo que se llama algoritmo de consenso.

Un algoritmo de consenso es un proceso mediante el cual la gente con unos puntos de vista diferentes puede alcanzar un acuerdo limitado sobre un resultado con el paso del tiempo. La innovación del bitcoin consiste en hacer esto sin confiar en ningún reloj. Cada bloque del libro de contabilidad de los bitcoines debe cumplir las leyes del bitcoin. Por ejemplo, no puedes gastar un dinero que no tienes. Eso se puede comprobar muy rápidamente, pero ¿cómo sabes qué bloques se encuentran en el libro de contabilidad?

Cada bloque publicado remite al bloque anterior, cumple todas las normas y tiene un resumen criptográfico. Muchos, muchísimos bloques candidatos se calculan para encontrar el siguiente bloque, pero, una vez que se encuentra, toda la red coincide en que se trataba del siguiente bloque correcto.

Sin embargo, no pueden alcanzar este acuerdo a nivel mundial al instante, por lo que hay normas adicionales. Dichas normas tienen el efecto de incrementar la certeza del bloque actual correcto y de sus predecesores a lo largo del tiempo. La red se enfoca en un nuevo bloque cada diez minutos, más o menos, adaptando dinámicamente el grado de dificultad necesario del bloque ganador. Cuantos más participantes, más difícil se vuelve el proceso y más energía es necesaria para adivinar el siguiente bloque de forma correcta. Ésta es la prueba de trabajo que hay tras el bitcoin: muchísimos ordenadores («mineros») llevando a cabo operaciones matemáticas relativamente sencillas una y otra vez, sin fin. El minero que tropieza con el bloque correcto es recompensado con un bitcoin por su esfuerzo. Al cabo de una hora, los participantes en la red están convencidos y, ya metidos en harina, con seis bloques: saben que es extremadamente improbable que nadie reescriba esa historia.

Como podría decirse, la visión de Satoshi es inmensamente inteligente, pero también engorrosa, hablando de forma práctica. A medida que más participantes se apuntan, el resumen criptográfico aumenta y se invierte más energía para ponerse de acuerdo sobre un bloque de datos que sigue siendo, más o menos, del mismo tamaño. Esto es lo que se llama una carrera de la Reina Roja, en referencia a Alicia en el País de las Maravillas, de Lewis Carroll, cuando la reina le dice a Alicia: «Pues bien, verás, aquí, tienes que correr tanto como puedas para permanecer en el mismo lugar. ¡Si quieres desplazarte a otro, entonces, debes correr el doble de rápido!».

Ése era el marco tecnológico y filosófico básico para el bitcoin, la criptomoneda original a partir de la cual surgió el resto. Ethereum, la segunda criptomoneda más importante en el momento de la redacción de este libro, se lanzó en 2015. Ofrecía una cadena de bloque alternativa y de código abierto y adquirió fama por ofrecer lo que se llaman contratos inteligentes: pequeños programas informáticos que ejecutan funciones automáticamente en la cadena de bloques de Ethereum. Un ejemplo sencillo puede consistir en usar contratos inteligentes para replicar el proceso de custodia por parte de una tercera persona. Podías programar una transacción que se llevaría a cabo si dos de las tres partes (como un comprador, un vendedor y un árbitro de confianza) dijeran que debería llevarse a cabo. Esto permitiría que el contrato actuara como algo parecido a un depositario, pero con una diferencia crítica: el depositario nunca debe, en realidad, poseer el dinero (de todos modos, ésa es la idea. En la práctica, estos «contratos» suelen encontrarse con problemas, tanto prácticos como legales).

Independientemente de ello, los contratos inteligentes se promocionaron como forma de automatizar los mercados financieros e introducir nuevos instrumentos financieros complicados. De ellos surgieron las DeFi, o finanzas descentralizadas: un vasto ecosistema no regulado de intercambios de criptomonedas, fondos comunes de préstamos, protocolos de negocios (en este contexto «protocolo» significa un conjunto de normas que permiten que se compartan datos entre ordenadores) y productos financieros complejos. Ethereum también llevó a la introducción de los NFT (tokens o vales no fungibles), que son básicamente enlaces de recibos de archivos JPEG almacenados en cadenas de bloque (chitón, no se lo digas a nadie que tenga uno). El número de criptomonedas se disparó en esta época, multiplicándose por diez en cinco años, pasando de menos de cien en 2013 a más de mil en 2017. Hoy se estima que hay 20 000 criptomonedas, la mayoría de ellas pequeñas e insignificantes, con su propiedad concentrada en las manos de unos pocos «peces gordos», y son muy parecidas a las acciones muy baratas de la bolsa (chicharros).

Si todo esto te parece complicado y confuso, no te preocupes, porque no estás solo. Me resulta confuso incluso a mí ahora. Si te hace sentir mejor, la mayoría de las personas que tienen bitcoines no pueden explicarlo con precisión (aunque jurarán que sí pueden). Aquí tenemos las buenas noticias: ahora eres libre de olvidar todo lo que acabo de decir. Los detalles operativos de la tecnología de la cadena de bloques no son importantes para comprender el ascenso de las criptomonedas en la cultura popular. Recuerda que la cadena de bloques tiene por lo menos treinta años y que apenas es usada por las empresas fuera de la industria de las criptomonedas. Desde por lo menos 2016, cientos de compañías han intentado incorporarla a su modelo de negocio, para después descartarla porque no funcionaba mejor que lo que ya estaban usando. Hazte una sencilla pregunta: Si la cadena de bloques es tan revolucionaria, después de treinta años, ¿por qué son las apuestas su único caso de uso? De forma bastante irónica, la tecnología más importante es la que le precede: la criptografía o cifrado de clave pública.

Lo que esimportante comprender sobre las criptomonedas es la narrativa económica que se desarrolló a su alrededor: una constelación de relatos que a veces se superponen que se desarrollaron a lo largo de su existencia. El relato original (que el bitcoin representa una respuesta ante los fracasos devastadores del sistema financiero tradicional) conserva una potencia importante porque todos estamos de acuerdo con su premisa: nuestro sistema financiero actual apesta. ¿Pero es el relato del bitcoin realmente cierto? ¿Hace lo que afirma hacer: crear una divisa entre iguales libre de intermediarios? ¿Era una moneda o divisa «sin confianza» (es decir, que no es necesario depositar toda la confianza en un solo ente, individuo o institución para que el sistema funcione) y que se basaba sólo en el código informático siquiera posible?

Para las primeras personas que adoptaron el bitcoin, esos debates seguían estando por venir. Habiéndose tropezado con un sistema monetario potencialmente nuevo, estaban centrados en una única pregunta: ¿podría volverse viral?

Puede que el bitcoin sea la divisa digital más popular, pero no fue la primera. En un artículo publicado en 1982, el criptógrafo David Chaum teorizó sobre el andamiaje intelectual de la cadena de bloques, sobre el que emergerían las criptomonedas alrededor de un cuarto de siglo más tarde. Chaum fundó DigiCash,[14] su propia compañía de divisas digitales, a finales de la década de 1980. Aunque técnicamente no estaba basada en las cadenas de bloques, poseía características de privacidad criptográficas que tendrían un peso importante en iteraciones posteriores del dinero digital. DigiCash fue un proyecto legítimo, sin los conflictos de interés ni otras señales de alarma que rodean a otras empresas de criptomonedas. Lamentablemente, no logró despegar y a finales de la década de 1990 la compañía se declaró en bancarrota antes de ser vendida.

De forma similar, otros intentos con las monedas digitales no lograron alcanzar el éxito. Por ejemplo, eGold,[15] fundado a finales de la década de 1990, permitía a sus clientes adquirir cantidades ínfimas de propiedades físicas de oro en el extranjero. Este proyecto se vio plagado de problemas: principalmente que los criminales empezaron a usarlo para blanquear dinero y otros fines ilícitos. Duró hasta mediados de la década de 2000, antes de ser cerrado por los agentes federales por violar las leyes de envío de dinero. Una historia similar implicó a Liberty Reserve,[16] un servicio anónimo de envío de dinero dirigido desde Costa Rica. Los usuarios podían depositar dinero en una cuenta virtual en dólares mediante una transferencia bancaria electrónica o un abono y, luego, transferir esos fondos a otros clientes de Liberty. No había restricciones legales ni ningún esfuerzo por validar a los clientes o evitar el flujo de dinero ilícito, cosa que probablemente era el meollo del asunto. En 2013, en una operación que implicó a las autoridades de más de una docena de países, el FBI llevó a cabo una redada en Liberty por violar leyes de blanqueo de capitales, poniendo fin a este banco sin licencia en la sombra. Su fundador se declaró culpable y se le condenó a pasar veinte años en prisión.

El bitcoin tuvo otros precedentes importantes en áreas que iban desde las apuestas online hasta al intercambio de objetos en los juegos de rol multijugador online: cualquier lugar en el que se intercambiaran valores de forma digital. Tanto si se trataba de depositar dinero en casinos online como de pagarle a un elfo negro por su espada en el juego EverQuest, el asunto de cómo enviar dinero (o un equivalente digital) a alguien sin interferencias por parte de partes externas molestas seguía teniendo que resolverse adecuadamente. PayPal y otros servicios de pago ya existían, pero estaban sujetos a guardianes fastidiosos como la ley, las fronteras nacionales, los bancos y los acuerdos con las condiciones del servicio; y aunque algunos juegos, más destacablemente Second Life, con sus dólares linden, generaban economías online prósperas, seguían teniendo que captar al público en general.

El bitcoin parecía una solución, pero al principio, nadie fuera de la pequeña red de esta criptomoneda asignaba ningún valor a sus tokens. En una historia que ha quedado conmemorada en la leyenda del bitcoin (y grabada en el registro permanente de la cadena de bloques), el 22 de marzo de 2010 se usaron 10 000 bitcoines para pagar dos pizzas,[17] que valían cuarenta dólares. Para algunos, ese gasto ahora considerado absurdo, era el reflejo de una época idílica: ciertamente, el bitcoin prácticamente no valía nada, pero estaba abierto a todo el mundo, ya que los primeros adoptantes podían minar bitcoines con sus ordenadores domésticos sin acumular unos enormes costes en hardware y electricidad. Pese a ello, aunque podías enviar bitcoines a aficionados ocasionales amigos tuyos, transformarlos en dólares reales que pudieran gastarse era bastante difícil.

Eso cambió con la Silk Road (la Ruta de la Seda),[18] una red oscura o dark web que era un mercado de la droga en la que los bitcoines se usaron como se pretendía: como una divisa entre iguales que operaba libre del control centralizado y fuera de la ley. Hasta que las autoridades estadounidenses la cerraron en octubre de 2013, la Ruta de la Seda fue el mecanismo de incorporación más exitoso en la historia del bitcoin. Dicho esto, vale la pena señalar que hasta 2017, el «mercado» de las criptomonedas siguió siendo extremadamente pequeño.

Si no funcionaba como moneda, quizás podría explicarse una nueva historia. En los siguientes años, los inversores en o defensores de las criptomonedas empezaron a hablar del bitcoin como un depósito de valor potencial (a pesar de su enorme volatilidad) o como la base de un sistema financiero nuevo y paralelo libre del control del Estado. La «resistencia a la censura» se convirtió en un mantra en los círculos de las criptomonedas: dinero que era privado, libre de cualquier vigilancia o control por parte del Estado. También estaba libre de cualquier salvaguarda pública. La libertad financiera venía a significar un tipo de anarquía financiera. Los delincuentes podían usar las criptomonedas para evitar los impuestos, las sanciones, blanquear dinero y cosechar los beneficios del ransomware (cibersecuestro de datos que exige un rescate).

Apareció un aluvión de criptomonedas: no sólo Ethereum, sino cientos y decenas de miles de otras, y la ola llegó a su punto más alto durante el auge de la llamada Oferta Inicial de Moneda (ICO, por sus iniciales en inglés) de 2017-2018. De forma muy parecida al auge de la oferta pública inicial de las puntocom una década antes, parecía como si cada día hubiera otra ICO, siendo muchos proyectos difícilmente distinguibles de otros excepto a nivel de la marca. Miles de millones de dólares, algunos de ellos de dudoso origen, cambiaron de manos, al tiempo que se ganaban y perdían fortunas con las criptomonedas de un día para otro. Todo esto implosionó en forma de un desastre con el desplome de los precios de los tokens, fraudes y acciones para hacer cumplir la ley por parte de la Comisión de Bolsa y Valores de Estados Unidos (SEC) en la primavera de 2018, lo que dio lugar a un prolongado «invierno de las criptomonedas».

La fiebre de los tokens de 2017 ayudó a mostrar que un camino distinto era posible. El bitcoin y otras criptomonedas no tenían por qué ser dinero o un depósito de valor a largo plazo. Podían ser instrumentos salvajemente especulativos inflados mediante el bombo publicitario, las redes sociales y el respaldo por parte de famosos. En ­realidad, no tenían que hacer nada excepto incrementar su valor. Toda la base económica de las criptomonedas se convirtió rápidamente en «que suba el valor». Con una etiqueta con el precio colgando, se las podía considerar como activos digitales en sí mismas, con la capacidad de ser usadas como aval para préstamos o de ser transformadas en productos financieros complejos, no como las permutas de incumplimiento crediticio de mediados de la década de 2000. Éste fue el inicio de las finanzas descentralizadas (DeFi, por sus iniciales en inglés), en las cuales los tokens se orientaban mediante protocolos complejos y mayoritariamente automatizados que añadían ventajas y riesgo al sistema, y la posibilidad de obtener unas recompensas enormes. Convertir ese dinero mágico de Internet en moneda de curso legal, en dinero real que pudiera gastarse en la economía convencional, seguía presentando algunos retos; pero la promesa de convertir algunos tokens digitales en muchos más (sin casi nada de trabajo implicado) aportaría, con el tiempo, miles de millones de dólares nuevos al sistema, especialmente por parte de capitalistas de riesgo que veían que su dinero, conexiones y conocimientos relacionados con la información privilegiada les permitirían ganar dinero rápidamente bombeando y deshaciéndose de tokensde moda. Afirmaban que estaban construyendo algo, incluso el futuro del propio dinero, pero durante todo el tiempo se estaban llenando los bolsillos mientras la gente de la calle (los «minoristas») se quedaba con los bolsillos vacíos.

Así pues, desde el principio, el bitcoin y el movimiento general de las criptomonedas era un proyecto quijotesco, alternando entre posibles casos de uso que nunca acabaron de cohesionarse del todo, intentado redefinir las nociones convencionales del valor y operando en los márgenes de la legalidad. Siempre que un ciudadano intenta usurpar los derechos del Estado (en este caso imprimir y gestionar el suministro del dinero) seguramente habrá problemas. El bitcoin fue un ataque directo contra la autoridad del Estado y el bien público compartido que supone nuestro sistema monetario. Para sus seguidores ésa era una propuesta emocionante. Para alguien como yo, con una cierta formación en economía, un aprecio por la democracia y algo de familiaridad con la agitada historia del dinero privado y el fraude, parecía una fórmula para el desastre.

A finales de 2020, me cayó encima un caso grave de miedo a perderme algo. La industria del espectáculo estaba parada debido a la pandemia, y yo estaba aburrido y deprimido. Vi a un puñado de gente ganando dinero en el mercado de valores, por lo que desempolvé mi largamente descuidado grado en económicas y empecé a prestarles atención por primera vez en mi vida.

Para mí estaba claro desde el principio que nos encontrábamos en una burbuja apresurada por las extraordinarias medidas tomadas como respuesta a la pandemia, y que con el tiempo esa burbuja explotaría. Mientras Donald Trump y otros miembros de su gobierno rehusaron reconocer la profundidad de la crisis de la COVID-19 a principios de 2020, otras ramas del gobierno federal entraron en pánico. Temiendo la inmolación económica, el Congreso y la Reserva Federal desplegaron una manguera contra incendios en forma de dinero con la intención de evitar que la economía ardiera hasta los cimientos. Recuerda, por lo que se ha dicho anteriormente, que la hoja de balance de la Reserva Federal antes de la pandemia se encontraba en casi cuatro billones de dólares como resultado de más de una década de políticas de dinero fácil. Hablando claro, el gobierno nunca volvió a vender los valores que había adquirido durante la crisis de las hipotecas subprime, manteniendo, efectivamente, una importante burbuja de activos. Ésta no haría más que hincharse todavía más con la respuesta del gobierno frente a la COVID-19. Éste es el aspecto que tenía la hoja de balance de la Reserva Federal a finales de 2021:

Activos totales de la Reserva Federal

Fuente: «Monetary Policy: Credit and Liquidity Programs and the Balance Sheet. Recent Balance Sheet Trends», Consejo de Administración del Sistema de la Reserva Federal de Estados Unidos, con acceso el 3 de marzo, 2023. www.federalreserve.gov/monetarypolicy/bst_recenttrends.htm

En respuesta a la amenaza de que la COVID-19 cerrara la economía, unos cinco billones de dólares inundaron la economía estadounidense. Ahora había una cantidad de dinero sin precedentes disponible para que la gente (además de las instituciones) la gastara, ahorrara, invirtiera o apostara. Llenos de dinero, los mercados de todo tipo se volvieron locos. Los precios de la vivienda, que habían vuelto a subir constantemente por encima del pico de 2006, estaban ahora disparándose, al igual que hicieron las acciones y todo tipo de inversiones es­peculativas. Eran buenos tiempos, y sobre el papel parecía como si casi todos fueran más ricos, o que por lo menos contaran con algo más de seguridad durante algunos momentos precarios; pero ya estaba claro que muchos de los beneficios económicos durante la pandemia estaban yendo a parar a las manos de los ultrarricos, y yo, como economista de sofá, vi nubes de tormenta mucho más amenazadoras formándose en el horizonte.

Al estudiar los mercados en la primavera de 2021, vi todas las señales de lo que Robert Shiller describe como «esquemas Ponzi de origen natural».[19] La premisa de un esquema Ponzi tradicional es bastante sencilla: un estafador promete a los inversores que puede conseguir unos beneficios increíbles si le dan dinero para que lo invierta en su nombre. En lugar de invertir ese dinero legítimamente, el timador­­ ­finge que ha generado beneficios y usa ese relato para atraer a más inversores. Paga a los inversores originales con el dinero de los nuevos (¿Ves? ¡Funciona!), mientras se embolsa una buena cantidad por sus molestias. El ciclo se repite una y otra vez, atrayendo a cada vez más inversores hasta que todo acaba por colapsar. O el suministro de nuevos inversores se agota o, peor todavía, los actuales se percatan del fraude y exigen que les devuelvan su dinero, para acabar descubriendo que ha desaparecido.

Se cree que los esquemas Ponzi tienen, tradicionalmente, una figura central que coordina el fraude. Piensa en Bernie Madoff, cuyo esquema Ponzi colapsó durante la crisis de las hipotecas subprime, cuando los inversores vieron cómo el mercado en general se hundía. Según las mediciones convencionales, el fraude de Madoff ostenta el récord por ser el mayor esquema Ponzi de toda la historia, pues se perdieron unos 64 mil millones de dólares (por lo menos sobre el papel). Pero tal y como describe Shiller en Exuberancia irracional (2015), un esquema Ponzi no tiene por qué tener un administrador central para encajar en la definición más amplia. En lugar de ello, puede formarse un «esquema Ponzi de origen natural» simplemente como respuesta a un aumento de precio. Shiller escribe: «Los inversores, con su confianza y sus expectativas alentadas por los anteriores aumentos de precio, incrementan la oferta haciendo que los precios especulativos suban todavía más, atrayendo así a más inversores a hacer lo mismo, de modo que el ciclo se repite una y otra vez, dando como resultado una respuesta amplificada a los factores precipitantes originales. El mecanismo de feedback es sugerido ampliamente en el discurso popular y es una de las teorías financieras más antiguas».

Durante las burbujas, el fraude se desboca. Charles Kindleberger,[20] un historiador de la economía especializado en el estudio de las fiebres o manías y las burbujas, señaló que: «La implosión de una burbuja siempre conduce al descubrimiento de fraudes y estafas que se desarrollaron en la cresta de la fiebre». Cuando es fácil acceder al dinero y al crédito, la gente asume más riesgos en busca de una mayor recompensa. Separar las tecnologías verdaderamente innovadoras de aquellas que, en lugar de ello, se predican en base a la moda o el fraude, es especialmente desafiante cuando todo está en auge. Si la historia de los mercados fue alguna vez una guía, tenía que haber algunas compañías fraudulentas ayudando a hinchar esta burbuja. Armado sólo con esta teoría, decidí unirme al juego y hacer algunas apuestas propias.

Ciertamente, en cuanto empecé a buscar un fraude, lo encontré en abundancia. Empecé a apostar por que algunas compañías especialmente sospechosas acabarían cayendo. Gané algunas apuestas, perdí algunas más y esto se convirtió en una afición divertida (aunque ligeramente adictiva) durante la pandemia.

Y entonces me encontré con las criptomonedas.

Mi colega Dave es un querido amigo de tiempos de la universidad. También me ha dado el peor consejo financiero de mi vida. En algún momento a mediados de la década de 2000, cuando yo tenía veintipico años y estaba lleno de dinero gracias a la televisión, Dave me animó a comprar acciones de una oscura compañía de tecnología médica que supuestamente había dado con una forma de producir sangre sintética. Iban a ganar una fortuna, me dijo Dave. Había estado en una boda y un desconocido se lo aseguró. Yo era joven y tonto y estaba emocionado por su emoción, por lo que invertí 10 000 dólares. En menos de un año, las acciones se desplomaron y perdí casi todo mi dinero.

Aunque perder el dinero había resultado doloroso, por lo menos había aprendido de la experiencia: nunca inviertas en algo que no comprendas y estate siempre dispuesto a permanecer escéptico, incluso (o especialmente) si quieres a tus amigos.

A principios de 2021, Dave vino a mi casa a decirme que debería comprar bitcoines.

El primer problema que tuve con las criptomonedas fue la palabra. Estaban usando un término incorrecto.

En la economía, las monedas o divisas hacen cosas: son un medio de intercambio, una unidad de cuenta y un depósito de valor. Medio de intercambio significa que los usas para comprar y vender objetos. La mayoría de la gente, si es presionada, definirá el dinero de la siguiente forma: compras cosas con él. Si no tuviésemos dinero, deberíamos confiar en el trueque para obtener las cosas que necesitásemos. Como actor/artista, estaría, literalmente, cantando para ganarme la cena, lo que, si alguna vez me has oído cantar, sería una horrible idea. El dinero simplifica las cosas, creando un sistema cuantificable de vales o pagarés que los estadounidenses llamamos «dólares». La unidad de cuenta es una forma de medir el valor de mercado de los bienes, servicios y otras transacciones entre sí. Una divisa estable permite que una economía funcione de forma eficiente, y los negocios pueden llevar sus libros de contabilidad y monitorizar su desempeño a lo largo del tiempo. El último cometido del dinero (depósito de valor) es exactamente eso: algo que mantiene su valor a lo largo del tiempo. Una divisa fuerte tiene un valor relativamente constante con el paso del tiempo. ¿Qué tiene de bueno un dólar si un día un bocadillo en la panadería me cuesta 1,50 dólares, al día siguiente diez y al otro cinco? Preferiría saltarme el desayuno. Cuando más fluctúa el valor de una moneda, menos útil le resulta a la gente, a los negocios y al gobierno que la emite.

Las criptomonedas no hacían ninguna de estas cosas bien. No podías comprar cosas con ellas: los tipos de mi panadería me hubieran mirado como si estuviese loco si hubiese intentado pagar el bocadillo y el café con bitcoines. Los defensores dicen que éste es un problema temporal: si se compraran más bitcoines, al final, se convertirían en una moneda que podrías usar de verdad. Eso no es cierto por varias razones, pero me centraré en la más sencilla por ahora: la tecnología que hay tras el bitcoin apesta. No escala.[21] La solución de Satoshi al problema del doble gasto fue innovadora, pero también tosca. Cuantos más mineros entraban en la competición más energía se empleaba, pero los bloques eran los mismos. El bitcoin sólo es capaz de gestionar entre cinco y siete transacciones por segundo, y nunca puede superar esa cantidad. Visa[22] puede procesar 24 000. Para operar, el bitcoin emplea una enorme cantidad de energía: el equivalente a Argentina[23] en 2021 (sí, de todo el país). Visa y Mastercard usan, en comparación, unas cantidades minúsculas de electricidad para servir a una base de clientes que es bastantes órdenes de magnitud mayor. El consumo de energía del bitcoin es enormemente ineficiente y supone un problema medioambiental enorme para esta tecnología supuestamente vanguardista (y en realidad para todos nosotros).

Cuando se trataba de las otras dos funciones del dinero (ser un depósito de valor y una unidad de cuenta), el bitcoin también falla miserablemente. El precio da saltos hacia arriba y hacia abajo como un conejo que hubiese tomado anfetaminas, haciendo que sea imposible gestionar un negocio usando bitcoines (o cualquier otra criptomoneda) o aferrarse a ella durante cualquier período de tiempo con una confianza razonable de que conservase su valor. ¿Podrías usar una criptomoneda como forma rudimentaria de dinero? Ciertamente. Podrías llamar ladrillo a un balón de fútbol, pero no te recomendaría que lo usaras de esa forma.

Por lo tanto, si las criptomonedas no eran divisas, ¿entonces qué eran? ¿Cómo funcionan en realidad en el mundo real? Bueno, inviertes dinero de verdad en ellas y esperas ganar dinero contante y sonante con ellas sin llevar a cabo ningún trabajo. Según la ley estadounidense, eso es un contrato de inversión. Más concretamente se trata de un valor.

Gracias a una decisión del Tribunal Supremo en 1946, los valores suelen definirse mediante lo que se llama el test de Howey. Este test tiene cuatro componentes: 1) una inversión de dinero, 2) en una empresa común, 3) con la expectativa de obtener un beneficio, 4) que deriva de los esfuerzos de otros. Visto bueno, visto bueno, visto bueno y visto bueno. Aunque el bitcoin había llegado, de algún modo, a ser clasificado como un producto o una materia prima, para mí estaba muy claro que las otras aproximadamente 20 000 criptomonedas debían clasificarse como valores o acciones de acuerdo con la ley estadounidense y, pese a ello, no lo han sido o por lo menos no tan claramente como para evitar que se extiendan como un incendio forestal.

Antes de la década de 1930, en Estados Unidos, no disponíamos de leyes federales relativas a los valores. Éstos se regulaban a nivel estatal bajo lo que se llamaban leyes para la regulación y venta de valores. No funcionaron muy bien. El fraude era algo común. Los mercados de valores en particular reflejaban una batalla campal capitalista con poca o nada de supervisión externa (recuerda a Keynes y el origen del término capitalismo de casino). Mientras todo subía de precio, a nadie parecía preocuparle. Durante los tremendos años veinte del siglo pasado, millones de estadounidenses se vieron tentados hacia unos mercados en auge con unos cimientos defectuosos. Era una burbuja, y como todas las burbujas acabó por explotar. El crac de la bolsa de 1929 destrozó las finanzas de muchísimos ciudadanos y acabó conduciendo a la Gran Depresión. Como respuesta a esta devastación y a la manipulación y el fraude en los mercados que contribuyó a ella, el Congreso aprobó leyes federales relativas a los valores en 1933 y 1934. En términos de proteger a los inversores, el principal objetivo de esas leyes fue requerir la divulgación por parte del emisor. Si estabas invirtiendo dinero en un valor concreto, debías saber en qué estabas invirtiendo (es decir, a quién les estabas dando tu dinero) y qué estaban haciendo con ese dinero. Las criptomonedas no tienen requisitos de divulgación debido a su diseño: el uso de pseudónimos por parte de la cadena de bloques oculta quién posee qué. De forma muy parecida a la década de 1920, esto dejó la puerta abierta para el engaño y las estafas.

Al observar con incredulidad los mercados de las criptomonedas el verano de 2021, llegué a una aterradora conclusión: antes de que pasara un siglo desde el crac de 1929, habíamos vuelto al principio. Ahora había, potencialmente, 20 000 valores no registrados ni autorizados (más que todos los valores que cotizan en bolsa en los principales mercados de valores de Estados Unidos) a la venta para el público general. Peor todavía es que estos valores no registrados ni autorizados se negociaban en mercados de criptomonedas, que frecuentemente servían a varias funciones del mercado y que, por lo tanto, tenían enormes conflictos de intereses; y quizás, y de forma más inquietante, la mayor parte del volumen de las criptomonedas se negociaba en mercados extranjeros. En lugar de estar registradas en Estados Unidos, solían negociarse a través de empresas fantasma en el Caribe, para evitar caer bajo cualquier jurisdicción reguladora concreta. Entidades privadas estaban, en esencia, imprimiendo su propio dinero y haciéndolo circular en mercados de paraísos fiscales. En términos de propensión al fraude, ¿qué podría resultar más atractivo?

Retrocediendo todavía más, ¿qué hicieron estas criptomonedas? ¿De dónde procedió su valor? Eran estrafalarias. Imagina un valor convencional, como una acción de la compañía Apple. ¿De dónde adquiere esa acción su valor? Bueno, Apple hace cosas (el iPhone es un año mayor que el libro blanco del bitcoin). Apple vende esas cosas (teléfonos, ordenadores, relojes), además de servicios, como el streaming de música y las suscripciones a vídeos. Estas ventas generan un flujo de ingresos: unas ganancias a lo largo del tiempo que pueden proyectarse hacia delante. Cuando compras una acción de Apple, eres, de hecho, una parte de ese flujo de ingresos, además del flujo del patrimonio, la participación en el mercado y la propiedad intelectual: todo eso. Pero las criptomonedas no generan ni hacen cosas. No se producen bienes ni servicios. Es aire, nada más que puro aire titulizado.

Después de algunos meses de investigación, llamé a mi amigo Dave para decirle que no compraría bitcoines. Había decidido que los mercados de las criptomonedas estaban destinados a un gran desplome, y le advertí de que podría perder su dinero. No pareció estar en desacuerdo (de hecho, se rio) y, para mi alivio, me aseguró que no había invertido más de lo que podía permitirse perder. Dave lo argumentó de la siguiente forma: Si existe una pequeña posibilidad de que éste sea el dinero del futuro, ¿por qué no apostar un poco y ver si tengo razón? Me pareció bien. Le dije que yo apostaría a la baja. Le mencioné que apostaría algo de dinero en otros fraudes (invertiría a corto en empresas de capital abierto que parecieran sospechosas), y las criptomonedas parecían otro caso fácil. Hicimos una apuesta colateral: le aposté una cena en el restaurante que eligiese a que el bitcoin valdría 10 000 dólares o menos por moneda a finales de 2021. En mi opinión era dinero fácil.

Sin embargo, al contrario que el resto de las apuestas en esta nueva afición mía, no podía dejar de pensar en las criptomonedas. En la primavera de 2021, se encontraban por doquier, la cultura estaba sitiada con anuncios en la televisión, carteles publicitarios y el respaldo por parte de celebridades. Las redes sociales estaban plagadas de promociones de criptomonedas, frecuentemente procedentes de cuentas con pseudónimo que ofrecían increíbles fortunas que ganar. Se suponía que tenía que verme inspirado a asumir un riesgo emocionante, pero en lugar de ello me quedé indiferente.

¿Estaba equivocado con respecto a las criptomonedas? Y lo que quizás era aún peor: ¿qué ocurriría si tenía la razón?

Si estas cosas que llamaban divisas no eran de hecho divisas sino más bien como las acciones sobre las que había apostado con Dave hacía algunos años, ¿no significaría eso que millones de personas estaban a punto de perder, colectivamente, una enorme cantidad de dinero? Es más, si sospechaba que se estaba produciendo una ingente cantidad de fraudes a plena luz del día, ¿no tenía la obligación de hacer algo al respecto? ¿No debía advertir a la gente?

En su libro Lying for Money: How legendary Frauds Reveal the Work­ings of the World, el autor Dan Davies[24] menciona su regla de oro para detectar el fraude: «Cualquier cosa que esté creciendo con una inusual rapidez para el tipo de cosa que es, debe ser comprobada; y debe ser verificada de una forma en que nunca lo haya sido antes». No podía sacarme esa sencilla idea de la cabeza: que esta burbuja debía «comprobarse» de una forma en que no se hubiera hecho antes. Sentía una necesidad urgente de hacer algo, pero ¿qué papel debía desempeñar yo? ¿Debía escribir tuits sobre las estafas de las criptomonedas?, ¿publicar en Instagram números de teléfono de ayuda a la gente con problemas con las apuestas?, ¿ponerme en contacto con el representante de mi distrito? Me sentía casi culpable, como si pudiera ver el iceberg en la distancia y tuviera que advertir al capitán del barco, pero ¿quién narices estaba al mando ahí?

Una noche, mientras lidiaba con este caos de sentimientos, decidí leerle un cuento a mi hija pequeña: «El traje nuevo del emperador». Al recordar la esencia del argumento (un emperador engañado por unos timadores acaba desfilando desnudo por la ciudad), me di cuenta de que hasta ese momento había olvidado dos ideas clave. En primer lugar, los estafadores afirmaban que sólo la gente más inteligente y la de posición más elevada podría percibir la belleza de la ropa (imaginaria) que tejían. De esta forma se engaña a cualquier adulto para que dude de sí mismo por la razón más sencilla pero poderosa de todas: no querían parecer tontos. El engaño era ingenioso debido a su simplicidad. Se basaba en nada más que en el apelar a la veneración del ego y el estatus.

La segunda parte que había olvidado se hallaba en el final. En la cima de la absurdidad del relato, mientras el emperador pasea desnudo por las calles y los ciudadanos fingen no darse cuenta, es un niño quien acaba desvelando la mentira. El único valiente que desvela la verdad de que el emperador no viste ropa alguna es un niño que ni siquiera sabe que es valiente. Él tan sólo está diciendo la verdad.

No podía evitar ponerme en el lugar de ese niño. ¿Qué sabia yo? Soy un actor con un grado en económicas que apenas he usado. Gané algo de dinero en el mundo del espectáculo, pero nunca he trabajado en Wall Street ni en las finanzas. ¿Quién era yo para denunciar una industria que movía muchos billones de dólares y que personas muy elegante nos aseguraban, en la televisión, que era el futuro de todo? Una vez más, yo sabía sobre el dinero y las mentiras. Robert Shiller dijo algo más: «Podemos pensar en la historia como en una sucesión de raros grandes eventos en los que un relato se vuelve viral, frecuentemente (aunque no siempre) con la ayuda de una celebridad atractiva (incluso de una celebridad menor[25] o de una figura arquetípica) cuya vinculación a la narrativa añade un interés humano».