Dios es visible - John Klaus-Dieter - E-Book

Dios es visible E-Book

John Klaus-Dieter

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Beschreibung

"Con la mochila al hombro, el matrimonio John emprende un viaje turístico al Perú en los años 90. Consternados y conmovidos ante las terribles condiciones humanitarias y sociales en las que vive la gente del pueblo, estos médicos toman la decisión de construir un hospital moderno que ofrezca el mejor tratamiento médico, y a su vez amor y respeto a los más pobres. ¿Pero, con qué dinero? El único capital con el que la pareja John contaba era su fe. Con la ayuda de Dios y el apoyo de muchos colaboradores de todo el mundo, existe hoy, en los Andes del Perú, el Hospital Diospi Suyana, que traducido al español significa: "Confiamos en Dios""

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A ti, Tina:

Durante más de treinta años, me has ayudado a escribir cada una de estas páginas.

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

DEDICATORIA

1. AL BORDE DE LA MUERTE

2. NOVIOS DE SECUNDARIA… PARA TODA LA VIDA

3. IDA Y VUELTA A GHANA EN SOLO SEIS SEMANAS

4. MI EXPERIENCIA CON EL BUZÓN DE CORREOS

5. ZIGZAGUEANDO POR TODOS LOS ESTADOS UNIDOS

6. TRABAJAR HASTA CAER EXHAUSTO

7. EN EL IMPERIO DE LOS INCAS

8. LOS AÑOS DE YALE

9. ESQUIVANDO LAS BALAS

10. FIJANDO EL RUMBO

11. BAJO EL SOL ECUATORIAL

12. LA SEÑAL PARA COMENZAR

13. DIEZ PERSONAS SE DECIDEN A ACTUAR

14. ¿PERÚ O BOLIVIA?

15. ALGO MERECEDOR DE SER INCLUIDO EN EL LIBRO GUINNESS DE RÉCORDS

16. UNA ACAMPADA BAJO TECHO

17. UN MARATÓN POR TODA ALEMANIA

18. EL GRAN PASO AL FRENTE

19. ESA ES LA PERSONA CON LA QUE NECESITAN HABLAR

20. LA HISTORIA DE LA FAMILIA KALTENBACH

21. EN EL PARLAMENTO EUROPEO

22. LOS PIÑONES DE SU INMENSA RUEDA

23. LLEVANDO ADELANTE EL PROYECTO

24. SE BUSCA ALMACÉN

25. UNA GOZOSA CELEBRACIÓN

26. ORACIONES RÁPIDAS EN LA CARRETERA

27. NUESTRA EMIGRACIÓN AL PERÚ

28. EN LA CIÉNAGA DE LA CORRUPCIÓN

29. OBSTÁCULOS Y CALLEJONES SIN SALIDA

30. UN ASOMBROSO GIRO EN LA SITUACIÓN

31. EL ANFITEATRO

32. DOCE ESTADOS EN UN SOLO VIAJE

33. LOS ENREDOS DE LA BUROCRACIA

34. EL PRIMER CONTENEDOR

35. EL EFECTO DOMINÓ

36. EN ESTADO DE SITIO

37. LLEGAN LOS PRIMEROS MIEMBROS DEL PERSONAL

38. EL REGALO DE NAVIDAD DE LA SIEMENS

39. EMPACANDO

40. SIETE CONTENEDORES DE UNA SOLA VEZ

41. EL PALACIO DE BELLEVUE

42. ¿UNAS VENTANAS DE IGLESIA TAN COSTOSAS?

43. UN GRUPO DE VALIENTES

44. PÁNICO, ORACIÓN Y PROGRESO

45. EL MOMENTO DE ABRIR EL TELÓN EN DIOSPI SUYANA

46. DESDE LO ALTO DE LA MONTAÑA HASTA EL VALLE

47. EL HOSPITAL (NUNCA) ESTARÁ TERMINADO

48. ANTROFERNO, LUCIANA Y TODOS LOS DEMÁS

49. EL PRESIDENTE «SHERLOCK HOLMES»

50. LA ELECTRICIDAD EN EL HOSPITAL

51. HASTA LOS DESPERDICIOS TIENEN SOLUCIÓN

52. SALZBURGO, SÃO PAULO Y WASHINGTON

53. EL HOSPITAL DIOSPI SUYANA HOY

54. NUESTROS AMIGOS MÁS LEALES

55. LA FE EN LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN

56. LÍNEA DIRECTA CON DIOS

57. CON MI GRATITUD

58. NUESTRO EQUIPO

COMPAÑÍAS

ARCHIVO FOTOGRÁFICO

CRÉDITOS

LIBROS DE ESTA COLECCIÓN

1. AL BORDE DE LA MUERTE

La niebla cubría las cerradas curvas con un impenetrable sudario blanco, mientras yo maniobraba con todo cuidado mi vehículo a través de esas interminables curvas del paso entre las montañas.

David Brady y yo regresábamos de una nueva reunión con los representantes del gobierno regional en la provincia de Abancay, en el centro del Perú. Al parecer, nos daba la impresión de que nuestra persistencia había logrado resultados al fin: las autoridades habían aceptado comenzar a pavimentar pronto el camino de acceso al hospital de nuestra misión.

De vez en cuando nos encontrábamos con el nebuloso parpadeo de las luces de otros vehículos que avanzaban hacia nosotros. Lamentablemente, no siempre podíamos evitar el hacer de noche este peligroso viaje. Limpié el parabrisas con la mano y miré gravemente a David. «Nos va a tomar una hora más llegar a Curahuasi en medio de este clima», le dije sobriamente. Hacía ya mucho tiempo que habíamos dejado detrás la línea de árboles, y dentro de pocos minutos llegaríamos al paso.

Unas luces resplandecientes venían hacia nosotros a toda velocidad. El impreciso perfil de un camión de remolque salió de la curva interior que había delante de nosotros y, de repente, se nos acercó en toda su inmensidad. Había algo que andaba muy mal. Las luces del camión ya nos habían pasado, pero algo oscuro vino volando hacia nosotros, bloqueando por completo el camino. Instintivamente, hice pasar mi todoterreno al lado más lejano del carril. Estaba familiarizado con cada centímetro del camino y sabía demasiado bien que inmediatamente después del borde de asfalto, lo que había era un precipicio muy profundo y mortal.

Golpeamos con fuerza al remolque. Yo recibí un fuerte golpe por la izquierda. Dentro del vehículo llovieron los pedazos de vidrio, cubriendo su interior. A mis oídos llegó el chirrido del metal que se retorcía, pero me parecía que procedía de algún lugar a kilómetros de distancia. Entonces, todo quedó en silencio, pero mi vehículo seguía girando de manera incontrolable hacia los arbustos y hacia el temido precipicio. David Brady estaba inmóvil, sentado junto a mí. Pasaron unos pocos segundos que me parecieron una eternidad. Entonces, sin saber si yo estaba consciente o no, gritó la orden que nos salvó: «¡Frena, Klaus!».

Mi pie derecho golpeó con violencia el pedal. Nuestro vehículo se detuvo al borde mismo del precipicio. Habíamos sobrevivido. De hecho, habíamos escapado a la muerte dos veces en pocos segundos: un ángulo de impacto diferente durante el choque, o una caída por aquellas profundidades, habrían dejado dos viudas y seis huérfanos.

Allí estábamos, en el lugar del accidente, a tres mil setecientos metros de altura en las montañas, en medio de la llovizna y las tinieblas de la noche. Sin poderlo creer aún, me quedé mirando a aquel montón de chatarra que tenía ante mí, y del cual me las acababa de arreglar para salir, haciéndolo por el lado del pasajero. El auto estaba totalmente destruido y, sin embargo, solo tenía un hombro magullado y un poco de sangre en la mejilla izquierda.

Más tarde pensé que, por alguna razón, seguramente Dios habría tenido sus razones para dejarnos con vida en aquella noche del 16 de diciembre de 2008. Tal vez una de esas razones fuera que pudiéramos relatar la historia de Diospi Suyana.

2. NOVIOS DE SECUNDARIA… PARA TODA LA VIDA

Yo me movía nervioso e inquieto en mi silla. Recorría el aula entera con el rabillo del ojo: allí estaba ella. Como de costumbre, estaba enzarzada en una conversación con la chica que estaba junto a ella. Había asistido a la Escuela Secundaria Elly Heuss de Wiesbaden durante seis años y medio, igual que yo, pero por alguna razón, nunca me había dado cuenta de su presencia hasta este momento. Ahora me encontraba asistiendo a clase junto a aquella atractiva joven, y todo dentro del limitado espacio de un aula de veinticinco metros cuadrados.

Más bella aún que sus hermosos ojos azules, que me derretían con una sola mirada, era su suave y cariñosa voz que me mantenía totalmente hechizado. A mis diecisiete años de edad, yo había oído miles de voces, de todos los tipos y en todos los tonos. Pero aquella era diferente: atractiva, sosegada, seductora. Yo era el presidente del alumnado y estaba acostumbrado a hablar en público. Tal vez hasta me agradara demasiado el sonido de mi propia voz. Sin embargo, cuando ella hablaba, me quedaba callado, pendiente de cada una de sus palabras.

Estaba claro que aquella encantadora jovencita era el corazón que movía a un gran grupo de chicas. Acostumbrado a observar con detenimiento, lo había comprendido muy pronto. Tanto si ella montaba por la tarde un caballo que les pertenecía a unos negociantes del lugar, como si asistía a las discotecas con sus amigas por la noche, siempre era la misma: todas aquellas diversiones ya habían sido discutidas en detalle con las demás jovencitas cuando terminaba el sexto período de clase. Su mundo era totalmente diferente al mío.

Yo procedía de una familia de panaderos en la cual se trabajaba mucho. Desde las dos de la mañana, hasta que se escuchaban en la noche las noticias por la radio a las siete, mis padres trabajaban sin descanso en su panadería. Puesto que habían experimentado en sí mismos las privaciones y las pérdidas, sin duda sentían una abrumadora necesidad de satisfacer sus propias necesidades y las de sus cuatro hijos. Wanda, mi madre, había llegado deportada de la Pomerania. Rudolf, mi padre natural de Silesia, había sido prisionero de guerra en Francia y había logrado escapar. Sus raíces comunes en el este de Europa, los sufrimientos de la guerra y finalmente, el florecimiento de un amor mutuo, los habían unido en un destino común. Pero fue su fe en Dios la que realmente los hizo uno.

Siempre nos pasábamos las mañanas de los domingos en la iglesia bautista, a la que le dábamos amorosamente el apodo de «la capilla». De niño, los cultos se me hacían largos, pero nunca aburridos. Admito que con frecuencia estaba más interesado en los hermosos vitrales que había en el cielo raso o las expresiones faciales de los demás adoradores, pero de alguna manera, algo de lo que se decía me lograba llegar al corazón.

Me encantaba que llegaran los misioneros para relatarnos sus historias y enseñarnos fotos tomadas en «el campo». Me imaginaba que estaba allí mismo con ellos, subiéndome a una canoa tallada a mano para cruzar las peligrosas corrientes del río Amazonas. Soñaba con tener un día una furgoneta como las que usaban los misioneros para cruzar las sabanas del África. Todas y cada una de las diapositivas que proyectaban en la pared me prometía aventuras y emociones en tierras exóticas.

En la cama por la noche, solía leer relatos escritos por Paul White, un médico misionero. Este australiano se pasó dos años de su tiempo activo dentro de su profesión en las interminables extensiones de tierra de Tanzania. Después, como si un médico no tuviera nada mejor que hacer, escribió historias de aventuras para niños y jóvenes. Aquel doctor sentado debajo de un baobab no pudo haber conocido el impacto que los informes sobre sus experiencias tendrían en mí. Sus libros me llenaban la imaginación con las misteriosas figuras del África insondable. Todo aquello captaba mi atención mucho más que mi vida diaria en Wiesbaden, ciudad alemana de mediano tamaño en los años sesenta.

Mis padres habían tomado la decisión de no tener televisor, sencillamente por falta de tiempo. Durante los recreos, cuando mis compañeros de clase hablaban acerca de la última película, o los chistes que habían oído en la televisión la noche anterior, yo no tenía nada que aportar. Mi momento llegaba en la clase, cuando el maestro nos hablaba acerca de tierras y culturas extranjeras, y de exploradores. Ese era el mundo que yo conocía y, por algún motivo, sentía que pertenecía a él.

De vuelta en el aula, me acercaba lentamente a aquella criatura femenina, como si me estuviera guiando una mano invisible. Tuve un momento de gran revelación durante una de nuestras primeras conversaciones. Apenas podía creer lo que la chica de los ojos azules me acababa de decir: «Después de graduarme, quiero estudiar medicina, y después ir a trabajar a un país del Tercer Mundo». Ya antes, estando en el octavo grado, se sentía apasionada por su sueño tan poco usual, y había escrito ampliamente acerca de él para un trabajo de la escuela.

«Eso es precisamente lo que yo quiero hacer», le contesté, haciendo un gran esfuerzo por decírselo de una manera informal. Miré más de cerca aún el hermoso rostro que tenía junto a mí. ¿Acaso no habría sido coincidencia alguna el que nuestros caminos se hubieran cruzado? ¿Realizaría mis añoranzas más íntimas aquel torbellino que tenía a mi lado? Comencé a sentir una silenciosa seguridad, y en lo más profundo de mi ser, supe que aquella era la joven con la que un día me casaría: Martina Schenk, una joven llena de vida y de pasión, y con la misma ferviente resolución que había en mí.

3. IDA Y VUELTA A GHANA EN SOLO SEIS SEMANAS

Desde el verano de 1978, nuestras sendas nunca se volverían a separar. Ciertamente, rompimos de manera oficial nuestra «amistad» más de una vez, pero de alguna forma, nos las arreglábamos para volver a estar siempre juntos. Entre los dos dirigíamos un grupo de jóvenes, asistíamos a la misma iglesia, estábamos activos en el movimiento por la paz, e incluso teníamos los mismos amigos. Y, por supuesto, estábamos estudiando medicina juntos en la Universidad de Johannes-Gutenburg, en Mainz. Con frecuencia nuestras conversaciones tenían que ver con nuestra labor futura como médicos en un país en desarrollo. En realidad, esto no es nada fuera de lo corriente; muchos estudiantes de medicina hablan acerca de hacer esto. Pero después de terminar sus estudios, la realidad se abre paso. Con frecuencia, comienzan una familia, buscan más entrenamiento en sus especializaciones, compran una casa y demás. El orden en el cual se presentan estas actividades podrá diferir, pero el resultado es el mismo: estos médicos se quedan en su lugar.

Los estudiantes de medicina alemanes tienen que demostrar que tienen experiencia de trabajo práctico supervisado en un hospital. Este período de «prácticas» es muy popular entre los estudiantes de medicina, porque les da una oportunidad de conocer el «verdadero» mundo del trabajo, y muchas veces les sirve de primer paso para conseguir un empleo futuro en su campo.

Los padres de Martina no fueron los únicos que se sorprendieron cuando ella anunció en la primavera de 1983 que se iba a hacer sus prácticas, nada menos que en Ghana. Es muy posible que influyera en su decisión un estudiante procedente de ese lugar, llamado Chris Sackey. Era un inmenso hombre negro que se había matriculado en la escuela de Mainz para estudiar economía. Con gran confianza en sí mismo, afirmaba tener el título de Consejero del gobierno en Accra, y es de suponer que en realidad sí tenía una notable variedad de contactos allí.

Chris parecía un personaje bastante agradable, aunque le faltaba un poco de transparencia. Al final resultó ser el líder indiscutible de una pandilla, y de vez en cuando completaba sus escasos ingresos contrabandeando oro a través de la frontera de Ghana. A pesar de la agitación política existente en su nación en aquellos momentos, Chris no vio que hubiera obstáculo alguno para la visita que Tina proyectaba hacer a Ghana. Ni siquiera el golpe de estado fallido contra el dictador Jerry Rawlings, ni el estado de emergencia que se había proclamado dos semanas antes de la fecha de partida de Tina, fueron considerados por él como problemas que impidieran su viaje.

Tal vez Martina sintiera que una salida así a un mundo tan grande y tan amplio fuera un riesgo al menos si iba sola. Cuando me preguntó si estaba dispuesto a ir con ella, yo acepté de inmediato. En aquellos momentos, técnicamente no estábamos «juntos», pero hacíamos un buen dúo para aquel riesgoso asunto.

Pronto nos vimos a pocos días de la que tal vez fuera la primera gran aventura de nuestra vida. Un antiguo trabajador de asistencia al Tercer Mundo nos recomendó que visitáramos a la Dra. Marquard, una doctora católica de Tubinga que había trabajado en Ghana a lo largo de un cuarto de siglo. Durante nuestra visita, la Dra. Marquard nos sirvió pan y té caliente, y nos dio unas cuantas cajas de tabletas contra la malaria. Cuando nos íbamos, nos leyó unos pocos versículos del Salmo 91: «Caerán a tu lado mil, y diez mil a tu diestra; mas a ti no llegará». No habría podido escoger un versículo más apropiado para nosotros, puesto que, a pesar de que nos tratábamos de presentar como intrépidos aventureros, en lo más profundo de nuestro ser sentíamos una aprensión bastante fuerte.

Nuestro vuelo de Aeroflot nos llevó vía Moscú, Odesa y Trípoli, hasta Accra, la capital de Ghana. Para estar seguros, habíamos llenado al máximo nuestras mochilas con comidas enlatadas y quesos de larga vida. Íbamos armados contra el hambre que estaba arrasando aquellas tierras al menos, por supuesto, que nos robaran nuestra comida.

Algo titubeantes, salimos del avión para encontrarnos con el calor y la humedad del África Occidental. Una mirada alrededor del aeropuerto sirvió para todo, menos para inspirarnos confianza. Ante nosotros se alzaba un mar de rostros desconocidos y curiosos como si fuera una oscura pared.

Nos fuimos moviendo con cautela y deliberación al mismo tiempo hacia la salida del aeropuerto y la realidad de uno de los llamados países del Tercer Mundo. Siempre habíamos afirmado con toda rapidez que queríamos pasar la vida trabajando con los pobres, y ahora, habíamos llegado a ellos. A pesar de esto, cualquiera que fuera el resultado de nuestro «experimento» del presente, en seis semanas estaríamos en un avión, de vuelta a la seguridad de Alemania.

«¡Eh! ¡Aquí estoy!», nos gritó un hombre alto en medio de la confusión de la muchedumbre. Chris Sackey nos había prometido que nos iría a buscar al aeropuerto y, ciertamente, así lo hizo. Lo interesante es que la carta que Martina le envió con los detalles de nuestro viaje, nunca llegó a salir de la Oficina Central de Correos de Accra. Sin embargo, de alguna manera Chris se las había arreglado para encontrar y pescar la carta en un saco de correspondencia, de manera que sabía a qué hora nos tenía que ir a buscar.

Si todavía no nos habíamos dado cuenta de que el África era diferente a Alemania, ciertamente nos dimos cuenta apenas tratamos de utilizar los baños del aeropuerto. Las tazas de todos los inodoros estaban llenas hasta el borde con una maloliente masa de excrementos. Nuestra repugnancia nos habría podido dar fácilmente un estreñimiento crónico, pero al cabo de dos días, ambos teníamos una diarrea persistente que nos siguió molestando hasta que nos marchamos.

¿Sería el África el escenario de nuestro futuro profesional? Vimos horrorizados en las gasolineras unas líneas de vehículos con el tanque vacío, que tenían cerca de kilómetro y medio de largo. No había gasolina. Sencillamente, los conductores habían perdido la esperanza de que la llegara a haber y, por consiguiente, habían abandonado sus autos en unas filas inmensamente largas. Dondequiera que mirábamos, veíamos limosneros y niños tullidos tirados por el suelo. En un control militar de un camino, vimos cómo un soldado apuntaba con su arma a un anciano, obligándolo a arrodillarse. Nos sentimos profundamente aliviados cuando vimos que no le llegó a disparar.

La sala de estar de la familia Yeboah era el lugar de animadas conversaciones todas las noches. Otra intrépida ruta nos había llevado a Kumasi, la capital de los orgullosos ashantis, donde Mónika Yeboah, nativa de Frankfurt, en Alemania, residía con su esposo y seis de sus ocho hijos. Nosotros le hicimos una cantidad incalculable de preguntas: ¿Por qué veíamos tantos hombres jugando a los dados todo el día bajo la sombra de los árboles, mientras sus esposas estaban afuera, trabajando en los campos? ¿Por qué la mayor parte de los hombres tenían concubinas y amantes? Esta práctica era muy común, pero era evidente que afligía mucho a las mujeres.

En el África, si uno no se cuida, puede caer con mucha facilidad en la trampa del racismo. Hasta los obreros de asistencia y los misioneros experimentados describen el alma africana como insondable. Martina y yo nos poníamos a chupar pedazos de naranjas y a meditar durante horas en el África y en su gente. Perplejos, nos preguntábamos si algún día nos podríamos sentir como en casa en una sociedad como aquella. Ya de por sí nos era bastante difícil distinguir a un ghanés de otro, pero era un reto mucho mayor aún tratar de comprender su naturaleza.

Lo poco del África que habíamos visto hasta el momento nos parecía tenebroso y amenazador. Tal vez esto tuviera que ver con el color intenso y poco familiar de la piel de su gente. Pero incluso la ciudad de Kumasi estaba envuelta en un manto de tinieblas por la noche, sin que hubiera alumbrado público ni anuncios de luz neón que lanzaran ni un débil resplandor de luz. Al fin y al cabo, era una ciudad de trescientos mil habitantes, pero no tenía nada de atractiva para nosotros. Renunciamos contentos a caminar de noche por la ciudad. Además, había un toque de queda obligatorio que comenzaba todas las tardes a las seis. No teníamos prisa ninguna por encontrarnos con hombres armados, después de lo que habíamos presenciado anteriormente con aquel militar.

Una tarde, no nos dimos cuenta de la hora. Habíamos ido a visitar a una familia estadounidense que era amiga de Mónika. Cuando nos dimos cuenta de lo largas que se habían vuelto las sombras, comprendimos que estábamos atrasados, y que nunca lograríamos pasar por el puesto de control antes que comenzara el toque de queda. Mónika se mantuvo notablemente tranquila. Oramos para pedir la protección de Dios y, cuando nos aproximábamos a la barrera de alambre de púas de las fuerzas de seguridad, comenzó a caer de repente un diluvio tropical. Todos los soldados salieron huyendo del camino, en busca de refugio. Nosotros seguimos nuestro camino sin incidentes, y alcanzamos sanos y salvos el hogar de la Yeboah. Una oración respondida de una forma tan dramática e inmediata era algo nuevo para nosotros. En nuestra mente había una insistente pregunta sobre si aquel aguacero solo habría sido una coincidencia increíble; un capricho de la naturaleza en el momento preciso.

Las semanas que pasamos en Ghana fueron una experiencia que nos abrió los ojos en todo sentido. En el gran hospital municipal Komfo Anokye, de Kumasi, había una vergonzosa falta de higiene y de organización. Cuando entramos al edificio, percibimos de inmediato un extraño y desagradable olor, y poco después supimos que el hospital estaba infestado de ratas.

Mónika Yeboah arregló bondadosamente para nosotros el que trabajáramos durante dos semanas en una estación misionera junto a lago Bosumtwi. Cuando llegamos allí, y salimos de la furgoneta, no nos quedó duda alguna de que habíamos alcanzado el corazón del África. Aquel amplio lago al que nos habría tomado por lo menos un día entero darle la vuelta, estaba rodeado por colinas ondulantes. Unas soñolientas aldeas de pescadores, formadas por chozas con techo de paja rodeaban sus orillas. El sol poniente pintaba el cielo con distintas sombras de rojo, mientras el monótono sonar de los tambores flotaba sobre el lago. Todo aquello se unía para transportarnos de vuelta a los tiempos de Livingstone. El África que describen los libros infantiles adquiría vida en aquel lugar. Allí se podía vivir en paz de no ser por los constantes chirridos y zumbidos de los insectos, con su riesgo latente de malaria, una gran preocupación para los ghaneses.

Dirigía la estación de la misión una enfermera metodista procedente de Inglaterra llamada Margery. Ella y sus cuatro ayudantes ghaneses atendían a una gran cantidad de pacientes: entre cincuenta y ochenta por día. Era una mujer firme en todo sentido, a la que nada la desconcertaba. La primera vez que Tina contrajo la malaria, Margery se mantuvo serena y compuesta, administrándole estoicamente los medicamentos, hasta que el rostro de Tina, normalmente de un color rojizo resplandeciente, regresó a su color normal.

Como no existían unas buenas instalaciones para laboratorio, la práctica médica solía consistir en un diagnóstico visual y en la distribución de tabletas. La situación en el hospital pediátrico de Kumasi no era mucho mejor. El Dr. Hunter, procedente de la India, solía examinar hasta doscientos de sus pequeños pacientes cada mañana. Extendía su mano izquierda, agarraba el vientre del niño, y al mismo tiempo les palpaba el hígado con los dedos y el bazo con el pulgar, mientras usaba la mano derecha para tomar notas en su historial médico. Cuando fuimos a verlo un día a la hora del almuerzo, nos dijo lo que estaba planeando hacer aquella tarde. «Ahora necesito conseguir papel, lápices, gasolina y alimento. Si no organizan esas cosas ustedes mismos, después se las tendrán que arreglar sin ellas», nos aconsejó.

Nuestras experiencias con las diversas dependencias médicas de la región nos hicieron ver muy pronto algo con toda claridad: En Ghana faltaban casi todas las cosas que nosotros dábamos por seguras en Alemania y, como consecuencia, el nivel de atención médica era espantosamente bajo. ¿Tenía sentido el que hubiéramos estudiado tanto durante años en Mainz, aprendiendo la teoría y lo último en la metodología, solo para llegar allí y no hacer uso de nada de lo aprendido? Lo más perturbador de todo era la actitud indiferente y poco humana de la sociedad africana ante el sufrimiento, aun en los hospitales administrados por el gobierno. Si un paciente no podía pagar los gastos médicos, sencillamente no recibía tratamiento. En otras palabras, si alguien no tenía un fajo de billetes que darle al cirujano, tendría que atenderse él mismo su infección del apéndice.

Martina y yo evaluamos la situación. En primer lugar, y a pesar de sus limitaciones, los hospitales de las misiones que habíamos visitado funcionaban mucho mejor que las clínicas administradas por el gobierno. En segundo lugar, nosotros considerábamos la enseñanza cristiana de amar a nuestro prójimo como algo superior a una simple frase hecha; este principio se debía reflejar en el amoroso cuidado que le debía dar el médico al paciente. Vimos pocas señales de esto en la mayoría de los lugares donde estuvimos allí. En resumen, la idea de trabajar durante largo tiempo en Ghana o en algún país similar estaba perdiendo rápidamente su atractivo para nosotros.

Nos estábamos preguntando si debíamos limitarnos a dejar de lado nuestros planes de trabajar como médicos misioneros cuando de repente, las cosas tomaron un giro notable. Conocimos al Profesor Eldryd Parry, un médico inglés más bien serio y adusto, quien se convirtió en la influencia positiva que nosotros habíamos tenido la esperanza de encontrar durante nuestras prácticas en Ghana.

No se trata de que haya disipado nuestros recelos, ni nos haya tratado de tranquilizar con una palmadita en el hombro; no hizo nada de eso. De hecho, nos dijo muy poco. Sin embargo, era la encarnación de la esperanza en medio de la injusticia. Para gran consternación de su familia en Inglaterra, había dejado detrás una prometedora carrera con el fin de ayudar a levantar el sistema del cuidado de la salud en Ghana. Dondequiera que iba, lo precedía su noble reputación. «Hasta compartió su último pedazo de pan con su jardinero», susurraba alguien. Otros decían en voz baja: «Es un buen ejemplo desde la cabeza hasta los pies».

Poco antes de marcharnos de Ghana, pasamos una noche en su hogar. Mientras nos íbamos quedando dormidos, lo oímos cantar en voz baja. No cantaba las canciones de moda en la radio, sino Salmos de la Biblia. Aquel hombre no había permitido que sus preguntas sin respuesta lo desviaran o lo derrotaran. Sacaba fuerzas de su fe en Dios, una fe firme que parecía no haber sido alterada por cambios de humor, ni por circunstancias tumultuosas. La vida del Profesor Parry era un claro mensaje para nosotros, y se había convertido en uno de los ejemplos más significativos para nuestra vida.

4. MI EXPERIENCIA CON EL BUZÓN DE CORREOS

Una amplia sonrisa se dibujó en mi rostro mientras hojeaba rápidamente aquel libro con los dedos. Lo que tenía en las manos era un verdadero tesoro. Era un catálogo donde aparecían por orden alfabético todas las universidades de los Estados Unidos que tenían una escuela de medicina. En el verano de 1984, eran ciento veinte. En aquellos tiempos, no había internet con programas de búsqueda que me proporcionaran la información y las direcciones en cuestión de segundos. Cuando me enteré de que existía el catálogo, anoté el nombre de la casa editorial y pedí un ejemplar por correo. Unas pocas semanas más tarde, me llegó la información que había estado buscando.

Había estado batallando hasta llegar al octavo semestre, y ya estaba pensando en el lugar donde me convendría graduarme. En mis conversaciones con otros estudiantes, había logrado captar que los estudios en los Estados Unidos eran más prácticos y por tanto, mejores que los estudios en Alemania. En algún momento, había decidido que terminaría mis dos semestres finales en los Estados Unidos.

Hoy en día no hay nada de raro en cuanto a una visita de intercambio a otro país. Hay numerosas organizaciones políticas y educativas que les facilitan esta importante experiencia cultural a los estudiantes en diversos niveles de sus estudios. Los Estados Unidos, el Canadá, Nueva Zelandia, Australia e Inglaterra siempre han sido altamente populares, pero hace tan solo treinta y cinco años, era sumamente difícil que un estudiante alemán pudiera estudiar en otro país; en particular en los Estados Unidos. Una de las razones para esto eran las fuertes cuotas escolares que se les exigía que pagaran a los estudiantes en esa nación. El intercambio de estudiantes se complicaba más aun debido al hecho de que los sistemas de estudios eran totalmente diferentes. En Alemania, el año final en la Facultad de Medicina constaba de tres bloques de ubicación: Medicina interna, Cirugía y una especialidad práctica optativa. Cada uno de los bloques duraba cuatro meses.

Los estudiantes podían solicitar su admisión en los hospitales de enseñanza de las universidades para estos bloques de ubicación. Con algo de melancolía examiné un mapa de los Estados Unidos. ¿Cómo podría poner mi plan en acción? No tenía relaciones estrechas con profesores que tuvieran contactos al otro lado del Atlántico, ni podía hablar tan bien el inglés. Mientras más información reunía en la Oficina del Decano en Mainz, menos realistas me parecían mis planes.

¿Qué universidad de los Estados unidos me aceptaría a mí durante cuatro meses, cuando a sus propios estudiantes solo se les permitía estudiar en otro lugar por un máximo de ocho semanas? El mayor de todos los obstáculos resultó ser la burocracia alemana. «¡O encuentra usted una ubicación universitaria para cuatro meses, o se queda aquí!». Las normas del Decano eran claras, sin que quedara lugar a dudas.

Yo tenía que admitir que mi posición estaba muy lejos de ser prometedora. Sin una buena ayuda –de dondequiera que viniera–, nunca llegaría a los Estados Unidos. Enfrentado a mis propias limitaciones, decidí acudir en busca de ayuda a una fuente distinta: comencé a orar. En enero de 1984, le comencé a pedir a Dios todas las noches que me guiara a través de aquel laberinto de desafíos logísticos y burocráticos, para que pudiera estudiar en los Estados Unidos, en el supuesto, claro, de que ese también fuera su plan para mí. Fui muy específico en mis oraciones y le pedí a Dios que se ocupara de que todas las formalidades estuvieran resueltas el primer día de mis exámenes de graduación en la Facultad de Medicina, en agosto de 1985. Todavía me quedaba mucho tiempo, y repetía fielmente esa misma oración todas las noches.

Pasaron las semanas y los meses. Terminé unas prácticas en el hospital de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos en Wiesbaden para mejorar mi inglés. El cirujano, un tejano llamado Dr. Locker, trabó amistad conmigo. Sin embargo, a pesar de sus sonoras risotadas, no podía hacer nada para mejorar mi humor. Una ansiosa incertidumbre me estaba consumiendo. Un día, mientras almorzaba en la cafetería, me las arreglé para derramar un vaso entero de leche. El charco de leche que se formó en el suelo ante los ojos de un público muy divertido, reflejó la forma en que me sentía: incompetente y totalmente abrumado.

En enero de 1985, me armé de valor y mecanografié mi Currículum Vitae en inglés. Con la ayuda de una fotocopiadora, preparé los paquetes de solicitud para cuarenta universidades diferentes. Con sentimientos encontrados, los puse todos en el correo y esperé a ver lo que me responderían. La cuenta regresiva hasta el momento de mis exámenes al cabo de ocho meses, había comenzado.

Durante un tiempo que me pareció toda una eternidad, no sucedió nada. Absolutamente nada. Entonces, comenzaron a llegar las primeras negativas, una tras otra. «Lamentamos no tener la posibilidad de darle una respuesta positiva». «Todos nuestros puestos para alumnos visitantes ya han sido ocupados». «Nuestro sistema educativo no nos permite un bloque de entrenamiento de cuatro meses». Yo puse con todo cuidado estas negativas y otras similares en un archivo. La Universidad de Wisconsin me ofreció un bloque de dos meses de prácticas en cirugía. La Universidad de Texas me ofreció una ubicación de ocho semanas en ginecología, pero no comenzaría sino hasta fines de 1986. Aquellas dos respuestas eran como una pequeña llama de luz en medio de las tinieblas, pero en realidad no me servían de gran ayuda. Las puertas a los Estados Unidos se mantenían firmemente cerradas.

Pasó el tiempo. Del invierno pasamos a la primavera, y de la primavera al verano, y yo seguía allí, con las manos vacías. Mis esperanzas se estaban derritiendo como la mantequilla puesta al sol. Todas las noches me enfrentaba a mi desaliento con la misma oración, convertida ya en una especie de estereotipo: «Dios mío, si es tu voluntad ¡llévame a los Estados Unidos!».

Había llegado el mes de julio y los exámenes comenzaban a asomarse por el horizonte. La Oficina del Decano empezó a apretarme las tuercas. «¡Tenga la bondad de informarnos de inmediato en cuál universidad alemana quiere usted terminar su adiestramiento!», me exigía el secretario que le dijera. «¡Es evidente que usted no va a poder estudiar en los Estados Unidos!».

Sentado en mi cama, contemplé mi situación. Ciertamente, mis propios esfuerzos de los últimos ocho meses no habían logrado resultado alguno. Mis oraciones diarias de los últimos veinte meses, tampoco parecían haberme llevado a ninguna parte. Había estado aguardando y alimentando en vano mi esperanza. Ciertamente el sabor de la derrota era amargo. En aquellos momentos de frustración total, me pasó un atrevido pensamiento por la mente: ¡Pídele a Dios que te llegue una aceptación en el correo de mañana!

Me arrodillé junto a la cama y oré en medio de una falta total de esperanza. «¡Dios mío, si estás aquí y si es tu voluntad, envíame una aceptación procedente de los Estados Unidos en el correo de mañana!».

Cuando abrí mi buzón de correos a la mañana siguiente en el momento acostumbrado, estaba temblando de expectación. Allí encontré una carta, y no me fue difícil reconocer que venía de los Estados Unidos. Un sello que tenía en el frente indicaba que procedía de la Universidad Case Western, en Cleveland, Ohio. Rasgué el sobre para abrirlo y desdoblé la carta.

Sr. John:

¡Tenemos el gusto de informarle que estamos capacitados para ofrecerle un entrenamiento de dos meses en cirugía!

¡Yo me quedé sin habla! Traduje dos veces cada una de aquellas palabras; después las traduje tres veces, siempre con gran cuidado. No había duda: la famosa Reserva Case Western me había aceptado como alumno. Después de una oración interna de acción de gracias, salté al auto y tomé rumbo directo a la Universidad de Mainz. El Profesor Löffelholz miró detenidamente la carta llegada de los Estados Unidos. Finalmente, decidió concederme una excepción en mi caso, y permitir que terminara mi curso de cirugía en dos universidades diferentes: una en Wisconsin y la otra en Ohio.

Aún no se habían resuelto los detalles acerca de mi ubicación del último año en Medicina Interna, y tampoco se había decidido la especialidad que practicaría, pero mi «experiencia del buzón de correos». Me había llevado a la seguridad absoluta de que Dios estaba conmigo. Él me guiaría; podía confiar en Dios.

Con esta certeza, cancelé enseguida mi inscripción en la Universidad de Mainz.

Faltaban diez días para el primer bloque de exámenes de cuatro días. Estaba claro que Dios tenía que actuar, puesto que, aparte de la ubicación de cuatro meses en Cirugía, yo no tenía nada. Una vez separado de Mainz, era como un paracaidista de caída libre, que había saltado, pero aún no había llegado sano y salvo al suelo. No obstante, mi fe en Dios era más fuerte que nunca. Apenas me sorprendí cuando encontré en mi buzón de correos una carta de la Universidad de Virginia.

Estimado Sr. John:

¡Está usted autorizado para estudiar Medicina Interna en nuestra Universidad durante cuatro meses!

No fue sino hasta varios meses después, cuando ya estaba allí, que supe realmente la razón por la cual la Clínica Universitaria de Richmond me había hecho este ofrecimiento tan poco usual. «Sucedió así», me explicó uno de los funcionarios de la administración: «Cada año, admitimos a un estudiante de Europa. Por supuesto, más de un centenar habían solicitado este único puesto, y era demasiado difícil tomar una decisión. ¡Para serle sincero, yo me limité a meter la mano en aquel montón de Currículums, y sacar uno al azar!». Yo tragué en seco. Así que eso era lo que había sucedido.

El primer día de exámenes, volví a mi casa agotado, pero hice una breve parada en mi buzón de correos. Allí me sonrió una carta de los Estados Unidos, y el corazón me comenzó a palpitar con fuerza.

Estimado Sr. John:

Está usted autorizado a hacer sus prácticas de Pediatría en nuestra Universidad de Colorado en Denver durante tres meses.

¡Perfecto! Con las cuatro semanas de vacaciones a las que tenía derecho, la aceptación de Denver resolvía lo que quedaba del rompecabezas con respecto a mi año final de estudios en los Estados Unidos. Dios me había respondido tres veces, y dentro del tiempo que yo le había pedido en el mismo día en que lo necesitaba. Comencé a darme cuenta de que, con Dios de mi parte, las cosas improbables, y aparentemente imposibles, se podían convertir realmente en posibles. Solo necesitaba hacer una cosa: Confiar en él.

Me compré un billete de avión, empaqué mis dos maletas, y el 25 de octubre de 1985, volé por People’s Express desde Bruselas hasta Nueva Jersey. «¡Al oeste, joven!».

5. ZIGZAGUEANDO POR TODOS LOS ESTADOS UNIDOS

En Nueva York me reuní con Axel Peuker, mi viejo amigo de la escuela. Su notable carrera como economista lo había llevado allí, al Banco Mundial, un año antes. Yo me estaba tratando de recuperar de mi primer caso de desfase horario, acostado en el sofá de su atractivo apartamento en Manhattan, tomando té caliente para recuperarme de mi cansancio.

Por la noche, Axel me llevó a recorrer la ciudad, llamada con toda razón el mayor crisol de los Estados Unidos. Tomamos un transbordador para ir a Long Island, y yo me tuve que subir el cuello de mi chaqueta de cuero forrada para protegerme del aire frío. La travesía solo duró unos quince minutos, pero habría de tener un profundo efecto en mis pensamientos, que produjo serias consecuencias. Axel era ateo convencido, altamente intelectual y gran lector. Nuestra amistosa conversación junto a la barandilla del barco estuvo asaltando mi fe en Dios durante un período de tiempo significativo. Aunque no puedo recordar en todo su detalle aquella conversación, mis trece años siguientes de vida se vieron bajo la sombra de la duda. En mis momentos de quietud, me sentía atormentado por el temor de que Dios solo fuera una piadosa esperanza.

Comenzar mis estudios en la Universidad Case Western de Cleveland fue duro en todo sentido. Se me asignó a un grupo de estudiantes de medicina que estaban haciendo su tercer año de entrenamiento en el Hospital Metropolitan. Todas las mañanas, a las cinco me iba arrastrando por el túnel que conectaba la residencia de los enfermeros, donde se hallaba mi cuarto, con el hospital mismo. A las nueve de la noche, me arrastraba de vuelta por aquel túnel, totalmente exhausto. Cada tercer día se me asignaba el turno de noche, y estaba de guardia, o en el teatro del quirófano, sin ningún tipo de descanso. Mi semana de trabajo constaba de ciento veinte penosas horas. Durante las sesiones de entrenamiento en las aulas, era frecuente que los estudiantes nos quedáramos inmediatamente dormidos tan pronto como nos sentábamos en aquellas cómodas sillas. Esto no parecía molestar a nadie. Nuestro supervisor había pasado por el mismo entrenamiento riguroso, y comprendía por experiencia propia que las exigencias que puede soportar un cuerpo humano tienen sus límites.

Mi inglés iba mejorando, y mi seguridad aumentaba de manera visible. ¿Acaso me podría graduar en una universidad de los Estados Unidos tan exclusiva como Harvard? Me retaba a mí mismo con esta meta máxima. Sería sumamente ventajoso que estudiara un semestre en el Hospital General de Massachusetts, el más famoso de los hospitales con estudios en los Estados Unidos. ¿Pero lograría entrar allí yo, un estudiante alemán? Aunque tenía algunas dudas, no me podía quitar de la cabeza la idea, así que decidí intentarlo.

Poco después de las Navidades, tomé un autobús de la Greyhound desde Cleveland hasta Madison, Wisconsin, para comenzar mi siguiente bloque de entrenamiento en enero de 1986. En Madison el invierno es sumamente frío; las casas y los campos quedan bajo una gruesa capa de nieve. A pesar de tener el segundo capitolio en tamaño en todos los Estados Unidos (después de Washington, DC), y a pesar de sus numerosos colegios universitarios, es una población de carácter más bien provinciano. Allí fue donde fui a residir en un cuarto del hogar de una anciana judía, la Sra. Florence Waisman.

En la universidad me ubicaron en el grupo del Dr. Mack, y comenzó de nuevo el estrés diario. Por alguna razón que no me puedo imaginar, el Dr. Mack parecía impresionado con mi trabajo. Cuando yo le hablé de mi esperanza de asistir un día a Harvard, no perdió tiempo alguno y le envió un detallado informe a la Facultad de Medicina de allí. En su carta, le prestaba especial atención a mi deseo de trabajar como médico misionero en el Tercer Mundo.

Con el bloque de estudios más difícil ya superado en Cleveland, mi semana de trabajo se redujo a ochenta horas. Esto me permitió tener tiempo para pensar. La «cuestión de Dios». volvía a la superficie día tras día. ¿Existiría realmente, o tal vez yo solo me había estado engañando a mí mismo? No quería limitarme a creer ciegamente en Dios; no, en realidad, lo quería ver. Una noche estaba tirado en mi cama, observando las espectrales sombras que arrojaban las luces de la calle sobre las paredes de mi cuarto. Me sentí vacío por completo, y lloré. Le había pedido a Dios en oración que se me manifestara de cualquier forma o manera. La única respuesta había sido el silencio.

A fines de febrero, el avión me llevó al calor de Richmond, Virginia. Toda la ciudad estaba invadida por el agradable aroma del tabaco. Era mi primera visita al Sur, y la forma en que hablaba la gente entre sí en los edificios públicos, los restaurantes y las iglesias, era cordial y cortés. No me habría hecho falta mucha imaginación para sentirme transportado al pasado, a los tiempos de «Lo que el viento se llevó».

El hecho de ser el único alumno visitante me daba una categoría especial. Cuando era uno de los tres mil estudiantes de medicina de Mainz, me había vuelto literalmente uno más del montón. Pero allí, en el Colegio Médico de Virginia, disfrutaba de una atención especial, tanto por parte de los alumnos, como de los profesores. Douglas Palmore y su esposa hicieron cuanto estuvo a su alcance para trabar amistad conmigo. Él era el consejero oficial de todos los estudiantes, pero por alguna razón, se sentía especialmente responsable con respecto a mí. Cuando llegó a su fin mi tiempo en Richmond, el Sr. Palmore envió a Harvard una encomiosa carta de recomendación a mi favor. Sus esfuerzos tuvieron éxito y, solo unas pocas semanas más tarde, recibí una carta de aceptación en aquella exclusiva universidad. Después de mis paradas en Denver y en Houston, mi «viaje». por los Estados Unidos tendría su culminación en Boston. Me habían aceptado, no para una sola asignatura optativa, sino para tres, en el Massachusetts General Hospital, MGH –o como supe después de llegar– «el Más grandioso Hospital» del ser humano (por sus siglas en inglés, MGH, Massachusetts General Hospital, interpretadas como «Man’s Greatest Hospital». – n. del t. al español).

Al regresar a Alemania en mayo de 1987, desde la inmadurez de un estudiante lleno de ansiedades había crecido hasta convertirme en un cosmopolita seguro de mí mismo. A lo largo del año y medio anterior, había estudiado en seis universidades diferentes de los Estados Unidos, lo cual me había obligado a demostrar una y otra vez quién era en ambientes en constante cambio, y habiendo ganado nueve certificados de honor a lo largo del camino. Sabía exactamente lo que quería hacer: Me iba a especializar como cirujano, y después iba a lograr hacer algo por mejorar la situación en un país del Tercer Mundo. Tal vez un día, hasta fundara mi propio hospital. ¿Por qué no? A mis veintiséis años, me sobraba confianza en mí mismo, aunque no puedo decir que me sobraran madurez, experiencia y paciencia.

6. TRABAJAR HASTA CAER EXHAUSTO

La vida es corta. Esta lección ya la había aprendido: Si quieres lograr algo, necesitas comenzar con fuerza y después ir aumentando la velocidad. Por eso, solo dos meses y medio después de regresar de los Estados Unidos, llevé a Tina a lo largo del pasillo de la iglesia y al final, ambos dijimos: «¡Sí, acepto!».

Nos trasladamos a un pequeño ático en la parte oeste de Wiesbaden, y comenzamos a trabajar en nuestras tesis doctorales. Martina, futura pediatra, escribió su tesis sobre la fibrosis quística, una enfermedad que típicamente se manifiesta en la niñez y causa daños progresivos en los pulmones. Yo dirigí una evaluación y un análisis de los riesgos preoperatorios, usando una muestra general de la población de pacientes. Ambos creíamos que invertir nuestro tiempo y energía en los temas científicos sería ventajoso, y que al tener un conocimiento mayor de estos temas especializados, estaríamos beneficiando mucho más a nuestros futuros pacientes, lo cual iba más allá de un simple cumplir con los requisitos básicos para obtener la licenciatura médica.

Durante todo este tiempo, tuvimos momentos de dificultad e incluso de pánico. Un día, de pie en la calle frente a la Universidad de Mainz, yo observaba lo que estaba sucediendo, sumido en una incredulidad total. Por las ventanas del edificio salían espesas bocanadas de humo negro, ¡y más allá de aquel tóxico humo se hallaba mi tesis! Si toda mi investigación y todo lo que había escrito quedaba destruido, habría estado trabajando fuertemente en vano durante meses. El día siguiente me trajo una noticia y un gran alivio: aunque el fuego había causado daños por valor de millones de dólares, mi estudio y todo aquello en lo que tan duro había trabajado, se habían salvado.

Después de las experiencias tan positivas que había tenido en los Estados Unidos, yo no tenía el menor deseo de continuar mi carrera en Alemania. Tina compartía también mi opinión de que nuestro futuro a largo plazo se hallaba en un país en vías de desarrollo, de manera que no tuvimos necesidad de discutir esto. En agosto de 1988, empacamos nuestras pocas pertenencias y nos trasladamos a Gran Bretaña para continuar nuestra formación. El año en Alemania había sido una importante fase de transición que nos había desafiado mentalmente como preparación para lo que vendría. Además de mi tesis, también había realizado con éxito mi examen médico de Alemania. Puesto que no sabíamos dónde iríamos a parar, Martina y yo también habíamos hecho ambos en Frankfurt el examen médico norteamericano para graduados en el extranjero. Éramos jóvenes y flexibles, y estábamos listos para emprender aventuras.

El programa británico de entrenamiento médico recomienda que los médicos jóvenes cambien de trabajo con frecuencia, un concepto que se basaba en el sistema de jornaleros especializados de la Edad Media. Nuestros dos años y medio en el Reino Unido nos llevaron primero a las clínicas universitarias de Cardiff y Leicester, y después a Leeds, Bolton y Manchester. Dondequiera que estuvimos, nos esforzamos por dar lo mejor de nosotros. En algunos fines de semana trabajábamos sin parar desde la noche del viernes hasta la mañana del lunes, sin salir nunca del hospital. En aquellos momentos, Tina y yo no teníamos hijos, y ambos nos sentíamos altamente motivados y resistentes. Nuestro afán de obtener un entrenamiento médico excelente fue satisfecho, pero tuvimos que pagar el precio.

Estábamos continuamente cansados, y en ocasiones nos pasábamos días sin poder estar juntos como pareja.

La mentalidad británica concordaba con la nuestra. Encontramos a los británicos mucho más amistosos y serviciales que nuestros propios compatriotas alemanes. Aprendimos mucho, y habríamos podido conseguir nuestra residencia en el Reino Unido, pero Tina y yo estábamos listos para un nuevo desafío esta vez en los Estados Unidos.

Puesto que habíamos aprobado el examen médico norteamericano para graduados en el extranjero, teníamos la opción de pasarnos directamente al sistema estadounidense. Ahora bien, ¿deberíamos pasar realmente por un proceso tan arduo? Oramos durante semanas para que Dios nos guiara en aquella difícil decisión. Aunque yo aún no había hecho desaparecer mis dudas con respecto a Dios, esperaba con sinceridad que se nos diera una aprobación desde lo alto.

Dejando a un lado todo el escepticismo, en los meses que siguieron se produjeron tantos sucesos inexplicables en nuestra vida, que casi no nos quedó otra alternativa que atribuirlos a la intervención de un Poder Superior.