Caminando sobre las aguas - John Klaus-Dieter - E-Book

Caminando sobre las aguas E-Book

John Klaus-Dieter

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«¡Ustedes fallarán!» ... dijeron muchos cuando la pareja de médicos John fundó un hospital moderno en el sur de Perú para los descendientes de los incas, porque faltaba todo: dinero, contactos, equipos y colaboradores. En efecto gracias a una cadena de eventos inexplicables el sueño se hizo realidad. «¡Eso no irá bien por mucho tiempo!» ... así profetizaron otros. Pero el hospital se expandía constantemente. Ahora incluso existe un colegio, como también una estación de radio y un canal de televisión. «¡Diospi Suyana aún sigue siendo amenazado!» Los escépticos tenían razón en eso. Enemigos y envidiosos, cuellos de botella y los reveses pusieron en peligro la obra en repetidas ocasiones. Y para millones de observadores de todo el mundo, Diospi Suyana ha sido una fascinante prueba de fe - con la pregunta: ¿Realmente puedes caminar sobre las aguas?"

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Dedico este libro a todos aquellos que

dudan de Dios y se preguntan

si la fe, la esperanza y el amor

tienen un fundamento real.

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

DEDICATORIA

PRÓLOGO

1. CONMOCIÓN EN LA MAÑANA

2. VENIMOS DE MUY LEJOS

3. QUERER ES PODER

4. TRAGEDIA, SANGRE Y LÁGRIMAS

5. EL COLEGIO DIOSPI-SUYANA CON CARÁCTER EJEMPLAR

6. DROGADICTOS, FANÁTICOS DE FIESTAS Y MILLONARIOS

7. POR LAS MONTAÑAS CON EL MEJOR DE LOS MENSAJES

8. UN CORREO ELECTRÓNICO DE SÍDNEY

9. AUSTRALIA

10. UNA FAMILIA LO ARRIESGA TODO

11. RUMANIA, TIERRA DESCONOCIDA

12. EL PROYECTO INVISIBLE

13. FAMILIA WELCH: SALTO SIN PARACAÍDAS

14. Carabayllo

15. EN EL AIRE POR FIN

16. EN APRIETOS EN POLTOCSA

17. MOVERSE ES BUENO. ¡SAQUEN A LOS JUBILADOS DEL SOFÁ!

18. UNO DE BADEN-WURTEMBERG SE RINDE EN LA SELVA TROPICAL ECUATORIANA

19. SANGRE REAL

20. RÍO DE JANEIRO, SIN SAMBA EN LA PLAYA

21. DÉCIMO ANIVERSARIO DE EXISTENCIA A LA VISTA

22. EL 31 DE AGOSTO DE 2017 – DEMASIADO PARA NUESTROS NERVIOS

23. SECUELAS

24. EL FESTIVAL MISIONERO

25. DE UNA MALA NOTICIA A LA PRÓXIMA

26. EL PRESIDENTE FEDERAL ENVÍA SALUDOS

27. YALE, HARVARD Y CLIE

28. LOS COJOS ANDAN

29. ¡Y AHORA SÍ – LA ULTIMÍSIMA MISIÓN DE LOS KLEMENZ!

30. ESCAPE DE LA MUERTE Y ÚLTIMAS PALABRAS EN EL LECHO MORTUORIO

31. UN TEMA DELICADO

32. UNA VIDA EN UN HILO FINO

33. LA FIESTA DE CUMPLEAÑOS INTERRUMPIDA

34. EMBRIAGADO Y SIN LICENCIA DE CONDUCIR

35. DIFAMACIÓN, INTRIGAS Y ODIO

36. LA BODA DEL AÑO

37. “¿HABRÁ DIOSPI SUYANA MATADO AL PACIENTE?”

38. AL BORDE DE LA LEGALIDAD

39. UN RECORRIDO DE EMPRESAS SIN PRECEDENTE Y LO QUE REALMENTE CUENTA

40. DECISIÓN DE PARTIR

41. EL MISTERIOSO VUELO LA 2061

42. DIOSPI SUYANA EN NÚMEROS

43. “UNA OBRA DE VIDA QUE SALVA VIDAS”

44. LA LUCHA CONTRA EL CORONAVIRUS Y OTRAS CIRCUNSTANCIAS ADVERSAS

45. AQUÍ LAS SOLUCIONES CORRECTAS

46. EL TRISTE DESPERTAR DEL MUNDO DE LOS SUEÑOS

47. ¿SE HABRÁ ESCONDIDO DIOS?

48. CUANDO EL BOTE HACE AGUA – UNA PALABRA SINCERA

49. UNA DECLARACIÓN PERSONAL

AGRADECIMIENTO

ARCHIVO FOTOGRÁFICO

CRÉDITOS

LIBROS DE ESTA COLECCIÓN

PRÓLOGO

Algunos amigos y yo estábamos en el café “Deli Huasi” de Curahuasi consumiendo una merienda sabrosa. Fue entonces que un hombre se separó de un grupo de personas en la entrada. Parecía ser peruano. Él vino directamente a mí. Yo no lo conocía, pero yo a él le parecía conocido. “Doctor John”, dijo, sin comenzar con las fórmulas de cortesía sudamericanas tan comunes, “en el caso de que usted escriba otro libro, póngale de título Caminando sobre las aguas”.

Dicho esto, se dio media vuelta y desapareció por la puerta. Su idea estuvo totalmente correcta. Su propuesta presentada de forma breve y directa, dejó claro que él había comprendido el verdadero alcance de nuestro trabajo en Diospi Suyana.

Quizás usted también haya escuchado la anécdota de los tres clérigos que debían cruzar un río. “Pero, si Jesús dijo que podríamos caminar sobre el agua”, exclamó el colega católico, “¡caminemos entonces!”. Tanteando cuidadosamente, caminó sobre la superficie hacia el otro lado. El aplauso de sus colegas se escuchaba desde la orilla opuesta. Ahora le tocaba al protestante. Tomó impulso, corrió y cayó al agua con un planchazo. No le quedó otra, que seguir paso a paso por el fondo del río. El agua le daba hasta la cadera. Mojado hasta los huesos finalmente salió de las frías aguas. Como último fue el sacerdote ortodoxo, quien puso su mochila al hombro y calladamente caminó sobre el río sin ningún tipo de afectación. Para él, el ejercicio evidentemente era pura rutina.

El protestante, avergonzado, se cambió de ropa entre los arbustos y esto dio oportunidad a sus colegas para una corta charla. El católico, riéndose entre dientes, le susurró al oído del cristiano ortodoxo: “¡Para ser justos deberíamos haberle dicho donde estaban las rocas!”

Respondió el ortodoxo: “¿Qué rocas?”

Si por confianza a Dios nos animamos a hacer cosas que son imposibles según nuestro sentido común –es decir caminar sobre el agua–, forzosamente se dará uno de los tres escenarios descritos. Lo intentamos con un truco y vendemos las rocas en el agua como la intervención sobrenatural de Dios. Pero en realidad, el supuesto milagro puede ser explicado con trabajo duro, relaciones, astucia psicológica y otros factores. O quizás sencillamente vamos a bañarnos, porque Dios no interviene. Ya sea que Él ni siquiera existe o que prefiere no involucrarse en nuestros asuntos, un resfrío resistimos, pero si las aguas están llenas de tiburones el asunto se vuelve peligroso.

Y pensemos en una tercera variable: ¿Será que en tales circunstancias realmente podemos “caminar sobre el agua”? Es decir, ¿se puede orar por milagros reales? Por muchos años esta pregunta fue de suma importancia existencial para mí. Nunca fui ávido al sensacionalismo. Más bien quería saber, si las declaraciones de la Biblia con respecto a un Ser Eterno, Todopoderoso y Personal, todo al mismo tiempo, podría ser verificado en mi existencia limitada. Estaba a la búsqueda de sentido, amor y esperanza.

Diospi Suyana es un experimento amplio con Dios, en el que desde hace dos décadas han participado personas de muchos países. Las historias siguientes de este tesoro de experiencias fueron investigadas minuciosamente y documentadas con exactitud. El veredicto final, de si nosotros –o sea usted y yo– podemos caminar sobre el agua, le corresponde a usted.

Klaus-Dieter John

1. CONMOCIÓN EN LA MAÑANA

“Permítame rápidamente hacer una llamada telefónica a mi abogado, por favor”, dijo el jefe del partido social demócrata APRA, y subió la escalera hacia el segundo piso.

Los policías asintieron con la cabeza y se acomodaron en los sillones elegantes del salón. Ellos habían recibido la orden de la fiscalía de llevar a prisión preventiva al expresidente de Perú. Diez minutos más o menos ya no interesaba. Después de todo, las investigaciones contra el -dos veces- jefe de estado se habían alargado por años. Ahora Alan García estaba en “jaque mate”, según lo formulaba el conductor de televisión Jaime Bayly en su programa especial de la noche.

El escándalo de corrupción relacionado con la constructora Odebrecht exigía otra víctima prominente. Los confidentes más cercanos del astuto político habían presuntamente recibido cuatro millones de dólares estadounidenses en sobornos por parte del grupo de empresas brasileñas. Y Alan García durante su mandato como presidente había concedido la adjudicación al consorcio. Con eso, la construcción de un tren eléctrico para la capital de Lima, un negocio de miles de millones, les era seguro a los brasileños. Al parecer para García, sería casi imposible demostrar su inocencia ante el tribunal.

Al poco rato sonó un estallido fuerte en la casa intervenida. Los oficiales saltaron en pie y corrieron escalones arriba. La puerta al dormitorio estaba llaveada. En segundos, los hombres rompieron el cerrojo y entraron corriendo a la habitación. Pero lo que vieron, los hizo ponerse tensos de inmediato: Alan García estaba sentado en una silla y gemía. De su sien derecha corría sangre. En el suelo había un revolver. Alan García había escogido cuidadosamente el ángulo para la trayectoria de su tiro. Ni siquiera una cirugía de emergencia de inmediato en un hospital cercano podría salvarle la vida. Poco después de la hora décima del día miércoles 17 de abril de 2019, se propagó por los medios de comunicación masivos la noticia de su muerte.

El Dr. Jens Hassfeld fue el primero en trasmitirme la mala noticia en la enfermería de nuestro hospital misionero. De inmediato me apresuré hacia mi oficina, abriendo allí la página web de RPP, el portal de noticias más importante del país. Por la información pude saber enseguida, que el suicidio del expresidente había causado mucha conmoción en toda la nación. Mis pensamientos instintivamente volvieron a un suceso del 26 de febrero de 2008.

Mi esposa y yo, junto a nuestro urólogo, el Dr. David Brady y el Dr. Correa, un miembro de alto rango del partido político APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana), esperábamos en una sala de reuniones exquisitamente decorada del palacio de gobierno. La puerta se abrió y entró a la luz brillante de los candelabros, el Presidente Alan García en compañía de su esposa Pilar Nores. Después del intercambio acostumbrado de saludos, guié a mis oyentes a través de la historia de Diospi Suyana con una presentación desde mi laptop. Comencé con nuestro sueño juvenil, de servir toda una vida juntos como médicos a personas en necesidad. En el año 2002, mi esposa Tina y yo habíamos plasmado en 100 páginas de papel nuestra osada visión: anhelábamos un hospital de alta tecnología para los descendientes de los incas. Arriba, en los Andes del Sur de Perú debía surgir esta clínica moderna en base a donaciones, sin créditos, sin ayuda del gobierno y sin Bill Gates.

Por eso habíamos puesto todas nuestras esperanzas en la tarjeta de la fe. Era solo con la ayuda de Dios, que este centro médico alguna vez podría hacerse realidad.

El más alto dignatario de Perú y la Primera Dama miraban atentos la pequeña pantalla, cuando hablé de las incontables providencias y milagros que ya habíamos recibido. De manera misteriosa y por caminos sinuosos fuimos dirigidos por un poder superior, acercándonos paso a paso al objetivo mayor.

Narré cómo un cierto ingeniero civil llamado Udo Klemenz y su esposa Bárbara, sentados en la cocina de su casa, pidieron a Dios por una misión de vida. Y al mismo tiempo, en mi ciudad natal de Wiesbaden, por primera vez escuché su nombre por medio de un abogado y los llamé inmediatamente por teléfono. El timbre de mi llamada sonó pocos momentos después del Amén de sus oraciones. De este modo Udo Klemenz llegó a supervisar nuestro mega-proyecto de forma voluntaria.

Por supuesto que no pude evitar decirle a Alan García la razón por la cual dos años antes habíamos buscado el contacto con su esposa Pilar Nores. El organismo cultural del Estado en aquel entonces quiso cerrar nuestro sitio de construcción y cobrarnos una multa de 700.000 dólares estadounidenses. Una autorización faltante les era razón suficiente a los burócratas para ponerle fin de una vez por todas a nuestra operación. En nuestro pánico teníamos la esperanza, de poder hablar personalmente con el recién elegido matrimonio presidencial. Todas las personas a quienes preguntábamos, nos hacían un gesto negativo. “Su petición es totalmente inútil”, había refunfuñado incluso el embajador alemán cuando le llamamos. Y aún así, inexplicable hasta el día de hoy, tres semanas más tarde Pilar Nores nos había concedido una audiencia de setenta minutos en su oficina. Y después de nuestra reunión, ella incluso se hizo cargo de patrocinar Diospi Suyana.

“Sabe, Señor Presidente”, seguí lentamente, haciendo click en la siguiente imagen de mi presentación, “en diciembre de 2005, la aduana peruana en el aeropuerto confiscó el proyector que yo usaba en mis giras de conferencias internacionales, de modo que urgentemente necesitaba otro. Cuando estaba probando un aparato en un comercio de Lima, dejando pasar rápidamente las imágenes de mi presentación por la pantalla, “casualmente” -y de manera incógnita– estaba detrás mío el jefe de la empresa de telecomunicaciones Impsat. Después de eso, él nos donó una antena parabólica para Internet y teléfono. Cuando su empresa Impsat publicó esa gran donación a manera de publicidad en el semanario Somos, un magnate minero pagó el acero para nuestro techo. ¡Finalmente, el Canal 2 de Televisión se interesó en nosotros, y filmó varios reportajes sobre ‘El Hospital de la Fe’!”

Después de mi exposición hubo unos minutos de silencio en la sala de reuniones. Luego Alan García se aclaró la garganta, se inclinó ligeramente hacia adelante y dijo: “Dr. John, usted está más cerca de Dios que yo”.

Esa fue una declaración osada, ya que nadie de nosotros puede evaluar la relación del otro con Dios. En la profundidad de nuestros corazones hay luchas emocionales de los que otra persona no tiene la más mínima idea. Pero “fe como una semilla de mostaza”, alcanzaría para traspasar montañas, les había asegurado Jesús a sus discípulos. Él sabía que nosotros, seres efímeros, siempre vamos entre esperanza y preocupación, fe y dudas. Pero a pesar de la incertidumbre que atormenta en lo más profundo, nos basta un clamor a Dios para experimentar su poder real.

Entre nuestro encuentro con Alan García y su suicidio pasaron casi exactamente once años. En este período de tiempo, Diospi Suyana se había desarrollado, desde sus comienzos humildes hasta ser una obra con 270 empleados. Nunca fue fácil. Cuántas veces avanzábamos dos pasos y retrocedíamos uno. Y también al revés. Teníamos tremendos avances y sufríamos contratiempos, celebrábamos victorias y pasábamos por el valle de lágrimas. Pero en este camino se acumularon tantos indicios de la existencia de Dios, que considero que es mi tarea transmitir esas experiencias.

Por eso mismo, cuánto me habría gustado haber dado otro testimonio de mi fe ante aquel talentoso hombre de Estado. Le habría asegurado que en toda situación de la vida, aún en las horas más oscuras, podemos experimentar la protección del Altísimo.

Pero lastimosamente nunca llegaría ese momento. Alan García fue sepultado un día de Viernes Santo de 2019.

2. VENIMOS DE MUY LEJOS

El sol echaba sus últimos rayos a través de los vidrios opacos de las ventanas de la pequeña choza de barro. Daniel Ticona miró a su sobrino del otro lado de la mesa y tomó la palabra: “Me duelen mucho las dos hernias inguinales, y de mes en mes se agrandan”. El indígena aymara hizo una pausa y tosió por lo bajo: “Constantino, tú dijiste que a tu madre la trataron bien en ese Hospital Misionero Diospi Suyana. ¡Quizás los médicos allá también me podrían ayudar a mí!”.

Constantino meneó la cabeza. “Tío, de nuestra aldea a Curahuasi es un viaje largo. Es necesario cambiar de autobús varias veces. ¿Crees que realmente podrías soportar el esfuerzo?”

“¡Por supuesto que sí! ¡Dios me ha dado fuerza suficiente!”. En los ojos de Daniel se veía una resolución profunda. “¡Si bien tengo ochenta años, un viaje en autobús no es ningún problema para mí!”.

“Tío, yo te acompaño. ¡Si quieres, podemos salir todavía esta semana!”.

La cara de Daniel, bronceada por el viento y el clima, parecía animarse un poco. “Sobrino, ¡gracias! ¡Qué Dios nos proteja en el viaje!”.

El anciano, con sus manos arrugadas golpeó su pantalón descolorido como si quisiera darse un poco de ánimo con dicho gesto. Y eso lo necesitaría. Él no podía saber, que justo en esos momentos se estaban tramando disturbios políticos cual nubes de tormenta sobre el departamento de Cuzco.

A veces seguramente es mejor no conocer el futuro y así poder dormir tranquilo sin preocupaciones persistentes, porque el miedo y la incertidumbre tienen efectos paralizantes, que pueden quitarle a uno toda la fuerza para vivir la vida. Pero cuando el cuerpo duele y la paciencia se acaba, un enfermo en el Altiplano de Perú en algún momento no tiene otra posibilidad que buscar ayuda en la lejanía. En Puno también había un hospital del gobierno pero tenía mala fama. La mayoría de los médicos eran todo menos amable en el trato con los indígenas. Se necesitaba semanas para siquiera conseguir una consulta médica. Y generalmente, pasaban meses hasta que programaran una cirugía. Y si bien era más rápido en las clínicas privadas, sus precios eran demasiado altos para los campesinos como Daniel.

Era un miércoles por la tarde en febrero, en medio de la temporada de lluvia. Los dos, en su aldea Ilave, se subieron al microbús que, a través de caminos llenos de baches los llevaría a Puno, la capital del departamento del mismo nombre. Realmente no tenían mucho equipaje: dos bolsos pequeños con ropa para cambiar y algo de comida. Daniel se aferraba al pasamano del asiento de adelante, tratando de aliviar el dolor cada vez que el vehículo destartalado pasara por uno de los muchos pozos. Cada sacudida dolía. Una vez presionaba en una ingle y luego en la otra. Alguien le había dicho, que el trabajo de campo pesado habría causado sus hernias, o al menos las había empeorado. Daniel sacudía la cabeza de manera imperceptible. De algo tiene que vivir el ser humano. Desde hace generaciones, sus antepasados habían trabajado duramente en el campo, arrebatando su pan diario al suelo duro. En una altura de casi 4.000 metros no crecía todo, pero las cosechas de tomates, papas y frijoles habían sido suficientes para el consumo propio y para la venta modesta en el mercado.

Después de una hora y media, Daniel y Constantino llegaron al terminal central de autobuses de Puno. En este lugar de trasbordo de pasajeros y mercaderías había mucha actividad. A cada hora del día y de la noche llegaban autobuses o salían de allí en todas direcciones. Hacia el sur, un viaje alrededor del Lago Titicaca a La Paz llevaba siete a ocho horas, siempre y cuando el cruce de la frontera entre Perú y Bolivia transcurriera sin incidentes especiales, y el chofer no tuviera que cambiar ruedas pinchadas. En su juventud, Daniel había viajado por este trecho dos veces para atenderse en una clínica. Algunas líneas de autobuses iban por las carreteras hacia Arequipa en el oeste y a Cuzco en el norte. Seguramente en su vida ocasionalmente había visitado Cuzco, la antigua metrópoli de los incas. Pero como Constantino le había explicado, el Hospital Diospi Suyana quedaba aún más lejos, más allá del horizonte, en alguna parte del departamento de Apurímac.

A Daniel Ticona le inquietaba el bullicio incesante: grupos de personas por donde uno mirara. Gritos nerviosos y pasos ajetreados. Su mirada espontáneamente buscó a Constantino. Sin su sobrino, él habría estado bastante perdido en este lugar. ¡Solo nunca se habría animado a hacer un viaje tan largo!

Pronto los dos se encontraban haciendo fila delante de la ventilla de pasajes. Cuando les tocó, Constantino le dijo a la señora detrás del vidrio: “Dos a Cuzco”. Y segundos después tenía los boletos en mano. Hora de salida 22:30 horas.

Todo viaje tiene sus riesgos y peligros, pensaba él. El chofer del autobús, ¿quedaría despierto en el volante durante la noche, llevando a sus pasajeros a destino con seguridad y responsabilidad? Todos los días las noticias hablaban de terribles choques en las carreteras nacionales. Y tampoco los asaltos de vehículos eran algo raro. A la protección de la oscuridad, los enmascarados se ponían a la espera. Repentinamente atacaban, fuertemente armados y decididos a cualquier cosa. Después del robo desaparecían con su botín en los arbustos que bordeaban los caminos.

Daniel Ticona hizo una oración en silencio. Él estaba seguro de que Dios acompañaría a Constantino y a él. En el viaje a Cuzco y en todos los viajes después de éste. Y él mismo sería valiente y confiaría en Dios.

El autobús nocturno necesitaba ocho horas para los 400 kilómetros en la Ruta Panamericana. Al cielo gracias, no hubo ningún incidente. Poco antes de salir el sol todavía tuvieron que cruzar Cuzco en taxí, y luego un viaje de tres horas con el microbús hasta Curahuasi. Los últimos kilómetros hasta ese lugar los hicieron en un mototaxi, que a duras penas subía por el acceso al hospital misionero, pasando por hospedajes y restaurantes.

En la zona de entrada del hospital pasaban muchas cosas. Varios vendedores ambulantes ofrecían sus mercaderías. En los puestos se veía golosinas, sándwiches e incluso platos calientes para hambres de grandes y chicos.

Las entradas codiciadas, -llamados cupones-, para el día hacía mucho ya que se habían agotado. Cientos de personas habían aguardado afuera durante toda la noche. Lastimosamente, a la mañana siguiente no todos estaban entre los ganadores felices de un tipo de sorteo. Ahora muchos estaban parados en la calle, indecisos y preguntándose, si debían arriesgarse a un nuevo intento al día siguiente.

El mototaxi paró directamente frente a la casilla de vigiliancia y los dos indígenas descendieron cuidadosamente de la pequeña cabina. En una pared blanca decía: Hospital Diospi Suyana – ¡Bienvenidos!

Les gustó leer esas palabras, sin embargo Daniel y Constantino miraban preocupados hacia el patio delantero. Personas en gran número estaban allí como perdidos. Evidentemente el hospital no estaba a la par de la afluencia masiva de personas. ¿Les sucedería lo mismo como a los que estaban esperando allí, cuyas caras mostraban la decepción?

“¡Para hoy ya no tenemos cupones!”. El guardia vestido de negro en la entrada les explicó la triste verdad.

“Venimos de Puno y el viaje nos llevó quince horas”, exclamó Constantino, quien no quería desistir tan rápidamente, “¡mi tío tiene ochenta y dos años y tiene mucho dolor!”.

“Si ese es el caso”, dijo el hombre del personal de vigilancia, “ustedes pueden entrar al hospital como caso de emergencia”.

Los dos viajeros sintieron alivio. Habían vencido otro obstáculo. Lentamente caminaron por una senda de cemento, los 150 metros hasta la entrada principal. A la mano derecha se columpiaban y trepaban despreocupadamente algunos niños en la zona de juegos del hospital. Con cierta tensión interior, los dos hombres pasaron a la sala de espera. Ésta era grande y, como era común, estaba repleta. Unos 120 pacientes –mayormente indígenas quechua– estaban sentados en los bancos anaranjados. Algunos se aglomeraban delante del puesto de información, a la esperanza de obtener buenas noticias.

“Venimos de muy lejos”, exclamaba en ese momento un campesino, dirigiéndose suplicante a la secretaria, “¿será posible que mi madre sea vista por un médico esta tarde todavía?”.

La señora en la recepción negaba con la cabeza: “Lastimosamente no, pero quizás mañana”.

Daniel y Constantino siguieron a un indicador, llegando así a través de un pasillo entre la farmacia y el laboratorio a una sala de espera pequeña, y pasando por una puerta doble llegaron a la sala de emergencia. Detrás de un mostrador a la derecha estaban algunas enfermeras que saludaron amablemente a los recién llegados.

“¿En qué podemos servirles?”, preguntó una peruana bajita, que se presentó con el nombre de Maribel.

Como su tío solamente hablaba un español entrecortado, le contestó Constantino: “Hemos viajado toda la noche. ¡Mi tío está adolorido, tiene grandes bultos en las ingles y también tiene problemas con la próstata!”.

“Entonces su familiar debería tomar asiento aquí enseguida. Primero anotaremos algunos datos, y luego le tomaremos el pulso y la presión arterial”.

Daniel se mantuvo callado, pero sus ojos agradecidos decían tanto más. Le hacía bien que lo atendieran tan atentamente, y lo más lindo era la sonrisa de una enfermera que evidentemente trabajaba como misionera en el hospital. Su acento extranjero no podía pasar inadvertido. Una media tarde, una noche entera y una mañana había durado su viaje hacia allí, pero sus esfuerzos fueron prontamente recompensados.

Se le indicó a Daniel una camilla detrás de una pared plegable. Constantino se sentó en la silla al lado de la misma. “Estoy tan contento de que ya estemos adentro”, susurró Daniel. “Cuando pienso en toda esa gente en la entrada, que esperaron en vano toda la noche, ¡realmente estamos entre los privilegiados!”.

Su sobrino asentió con la cabeza.

No pasaron diez minutos y se les acercó una médica joven con ojos negros brillantes.

“Soy la Dra. Carla Aguilar. Me gustaría ayudarles. Tengo algunas preguntas, y luego lo revisaré cuidadosamente”.

Daniel se asombraba de lo rápido que era todo aquí, cosa a lo que no estaba acostumbrado. Después de la revisión, una enfermera tomó pruebas de sangre y orina. Poco después fue guiado a través del hospital a una habitación oscura, en la que un extranjero le presionaba el vientre con un pequeño pernil de plástico. “Con esta sonda puedo mirarlo por dentro”, dijo el hombre y se reía. “Su próstata está bastante grandecita, y además de eso, usted tiene hernias inguinales”.

Después de esta salida a la sala de ecografías, se sentaron nuevamente delante de la admisión en la unidad de emergencia.

Cuando Daniel y Constantino volvieron a salir al aire libre por la tarde, ya tenían todos los resultados de laboratorio. Los diagnósticos se encontraban escritos con esmero en el acta, y para la próxima mañana a Daniel incluso le habían dado una consulta con el urólogo. Como se escuchaba por ahí, este médico de Austria era un verdadero experto en su área. Con él, Daniel estaría en las mejores manos posibles. Del otro lado de la calle encontraron una habitación barata en uno de los muchos hospedajes, que uno al lado del otro esperan ansiosos a huéspedes como ellos.

Después de una noche tranquila, que le hizo bien especialmente al anciano Daniel, a la mañana siguiente se presentaron nuevamente en el hospital y pronto se hallaban sentados en la sala de espera repleta frente a los consultorios de los médicos. De repente, a las ocho y media se abrió una puerta de doble hoja en el frente. Detrás de ella, Daniel vio una sala de iglesia amplia con paredes blancas y ventanas de vidrios de diversos colores. Adelante, sobre una plataforma, había personas jóvenes tocando música moderna. Como por hábito, casi todos los pacientes se pusieron en pie y entraron a la capilla del hospital. Daniel y Constantino les siguieron a los demás, sin saber exactamente cuánto tiempo llevaría el culto de la mañana. Daniel miró rápidamente hacia atrás. Fácilmente 250 personas se habían apiñado en dos niveles de la sala. Sobre el púlpito colgaba una sencilla cruz de madera. A través de los vitrales brillaban el sol y echaba reflejos de luz de todos los colores en las baldosas de cerámica.

Luego de dos canciones, un pastor de unos setenta años de edad dio una prédica. Durante su breve plática varias veces cambió entre el idioma español y el quechua. Daniel sentía instintivamente, que el hombre detrás del púlpito no hablaba por hablar. Su predicación venía del corazón: Dios, el Creador del universo, amaba a todas las personas, ancianos y jóvenes, sanos y enfermos. Las palabras del pastor eran un bálsamo para los pacientes preocupados, que habían venido a Curahuasi con dolores físicos y sufrimientos emocionales, apremiados por el inmenso deseo de conseguir alivio y sanidad. Interesantemente, Curahuasi en la lengua quechua significa “la casa donde se cura”. Y la traducción literal de Diospi Suyana describe el sitio donde se confía en Dios.

Para las diez y media de la mañana, el urólogo llamó a Daniel a su consultorio a través del altavoz. El Dr. David Brady, un hombre delgado y alto que sobrepasa a sus pacientes por lo menos treinta centímetros, después de que él estudiara la ficha con tranquilidad, dio su propio diagnóstico físico acerca de Daniel.

“El asunto está claro: usted necesita una cirugía por causa de sus dos hernias inguinales. ¿Le gustaría que nosotros le hiciéramos esta intervención?”. Constantino traducía cada frase del médico misionero a la lengua aymara.

Daniel asintió con la cabeza y preguntó: “¿Cuándo podrá operarme? ¿Quizás todavía antes del tiempo de sequía en mayo?” Para su sorpresa, el Dr. Brady decía: “El próximo martes lo podría poner en la planilla de cirugías. Eso sería el 12 de febrero”. ¡Solo unos pocos días!

En la tarde, Daniel y Constantino viajaron a Cuzco para pasar el sábado y domingo con conocidos… ¡el último fin de semana con dolor en las ingles!

Una fecha de cirugía era valiosa, eso Daniel lo sabía de sus familiares y vecinos. De ninguna manera quería perderse esa oportunidad. El lunes, él se presentaría puntualmente en la unidad médica.

3. QUERER ES PODER

Era lunes 11 de febrero. Muy de madrugada, Daniel y Constantino estaban en el paradero del barrio Arcopata. Normalmente los microbuses salían de allí cada veinte minutos hacia Curahuasi.

Era llamativo, que habían llegado pocos pasajeros. Nuestros dos amigos de Puno no sospecharon nada. Nadie los había informado del paro general de los agricultores, que había sido anunciado justamente para ese día. Los campesinos querían obligar al gobierno en Lima a proclamar la emergencia general por la pobre cosecha, y que los pudieran compensar.

En una semana de ese tipo, en la que los piqueteros alcoholizados posiblemente serían capaces de cualquier cosa, la mayoría de los peruanos preferían quedarse en casa, a la espera de tiempos mejores. ¿Por qué correr un riesgo? Piedras volaban con facilidad y destrozaban en una fracción de segundos hasta el parabrisas más grueso de cualquier unidad móvil. En los bloqueos callejeros, el parloteo habitual rápidamente podría degenerarse en agresiones abiertas.

“Estamos de paro”, gritarían los campesinos en las barricadas. “¡No dejamos pasar a nadie!”.

De todo eso, Daniel y Constantino no tenían ni idea. Ellos miraban por las ventanillas laterales, cuando el Hyundai con sus ocupantes nuevos subía hacia Cusco. En ambos lados se veía casas de adobe destartaladas de barro y construcciones de cemento sin revocar. Las varillas de metal en el techo mostraban que los dueños tenían planes, para que en un tiempo indeterminado, agregar un piso más a su edificio, quizás también dos o tres, según la situación financiera de la familia. En las aceras se podía ver grandes montones de basura, que eran revueltos por los perros callejeros en busca de comida, perros que luego se peleaban cuando hallaban algo.

Probablemente ya habían transcurrido veinte kilómetros, y se lograba ver los barrios periféricos de Izcuchaca.

El chofer frenó abruptamente. Una fila larga de vehículos grandes y chicos le bloqueaba el camino.

“Allí adelante es el final”, gritó el hombre en el volante. “¡Esta barricada no la podemos pasar!”.

Algunos pasajeros comenzaron a indignarse. “Estas huelgas malditas no llevan a absolutamente nada, y solamente nos complican la vida”, gruñía un señor bien vestido en el asiento de adelante.

“¿Qué es lo que sucede?”, preguntó Constantino a los demás pasajeros.

“Hombre, ¿no escuchaste nada del paro?”, preguntó una indígena desde atrás, sorprendida por su falta de conocimiento.

Normalmente la capital de la provincia de Anta está muy ajetreada a las nueve horas de la mañana. Y uno debe cuidarse en la calle principal frecuentada por mototaxis salvajes que cruzan las esquinas como saliendo de la nada. Peatones van por las calles a paso acelerado y en medio los perros, presos de pánico, corren por en medio del tráfico. Pero en aquella mañana, la mayoría de los negocios estaban cerrados. Una mera medida de precaución de los propietarios. Nadie podía saber si las tropas de la policía harían abrir las calles a la fuerza. De suceder eso, la atmósfera ya sumamente tensa rápidamente podría tornarse en violencia. Una batalla callejera en Perú no tiene vencedores ni perdedores, sino solamente heridos y muertos.

Juntamente con los demás pasajeros, Daniel y Constantino se movían hacia la barricada, pasando de largo a los automóviles en espera, y entrando en una situación totalmente impredecible.

El comité de huelga había hecho su trabajo: algunos árboles talados atravesaban la carretera. Al lado de la misma había montones de escombros y piedras. El humo de neumáticos de automóviles que se quemaban, contaminaban el aire y –según la dirección del viento– irritaban los ojos. Un grupo grande de campesinos acampaba al borde de la calle. Los hombres debatían a voz en cuello con varios automovilistas, que intentaban conseguir una pasada por medio de negociaciones. Pero los ánimos irritables de los huelguistas requerían prudencia.

“No dejamos pasar a nadie”, vociferaban las figuras siniestras en las barricadas. “¡Y si lo intentan, les partimos la jeta!”.

Constantino y Daniel intercambiaron miradas preocupadas, retrocediendo automáticamente. “Ven, esperemos allí atrás”, le susurró Constantino llevando a su tío de la mano hasta un alambrado a uno de los costados. Se sentaron en el suelo y comieron algunas papas con queso, ofrecidas por los vendedores ambulantes.

“Tenemos que llegar a Curahuasi, hoy todavía. ¡No puedo perderme la operación!”. La voz de Daniel temblaba ligeramente. Los tumultos en la calle lo inquietaban visiblemente.

Las horas pasaban… y nada había cambiado en el estatus quo. La tensión seguía igual y el nivel creciente de alcohol en los piqueteros hacía, que su comportamiento fuera cada vez más impredecible.

Los dos hombres se preocupaban cada vez más. ¿Habrían sido en vano todos sus esfuerzos? Y ahora hicieron algo que a los de afuera les debía parecer más bien misterioso: los dos hombres creyentes cerraron los ojos, inclinaron sus cabezas, y le entregaron su problema a Dios. “Padre del cielo, por favor ayúdanos para poder llegar a Curahuasi”, rogaron fervorosamente. “¡Tú siempre conoces los medios y caminos, aún allí donde nosotros no vemos salida!”.

“Hermano”, le dijo Constantino finalmente a un lugareño que observaba todo con expresión sombría, “no da la impresión como que hoy dejen pasar automóviles. ¿Cuánto tenemos que caminar, para dejar atrás todos los piquetes?”.

“Creo que necesitarían ocho horas”, respondió el hombre que miró con compasión al anciano Daniel. “Hasta Ancahuasi son alrededor de treinta kilómetros. ¡Allí posiblemente podrían encontrar un taxí!”

Esas no eran buenas perspectivas. Constantino y Daniel prefirieron seguir esperando. Quizás también esperaban un milagro. Finalmente se ponía el sol, y los dos hombres comprendieron, que solo habían perdido tiempo valioso. ¡Ahora o nunca!

Ellos cobraron ánimo y tomaron los bolsos, a pesar de que justo caía un aguacero sobre Izcuchaca. Abotonaron sus sacos hasta arriba y se bajaron las gorras. Dieron una gran vuelta alrededor de los numerosos piquetes y comenzaron la marcha. Era sorprendente la cantidad de peruanos que evidentemente habían tomado la misma decisión, tomando en sus manos la ley de la acción, y siguiendo la calle silenciosamente. La noche estaba cayendo.

Los indígenas de las montañas están acostumbrados a caminar, pero en la oscuridad y con lluvia, una caminata se convierte en tortura para cualquiera. No llevó mucho hasta que estuvieron totalmente mojados.

“¡Debemos seguir en movimiento ahora, de no ser así nos agarramos una gripe!”, dijo Daniel, y seguía caminando sin inmutarse.

Al despuntar el día, unas diez horas más tarde, dos figuras muy friolentas se caminaban pesadamente por el mercado de Ancahuasi. Si bien habían logrado lo increíble, hasta Curahuasi todavía eran otros ochenta kilómetros.

Lastimosamente en la localidad no había ningún conductor dispuesto a llevarlos a Limatambo. ¡Los tiempos eran demasiado peligrosos! Hasta el peaje, a ocho kilómetros de distancia, quizás era relativamente seguro, pero después de eso, la carretera bajaba al valle en incontables curvas cerradas. Durante un paro, los campesinos a menudo echaban piedras desde las alturas a los vehículos que pasaban. Una abolladura en el techo y vidrios rotos eran considerados como castigo justo para los rompehuelgas.

¿Será que los dos nuevamente tenían que vérselas solos? No, nada de eso. Ellos nuevamente oraron por una solución. Y, he aquí, pronto se acercó en forma de una bicicleta.

Sin rodeos, Constantino le habló al hombre de la bicicleta: “Señor, ¿nos vendería su bicicleta?”.

“¿Cuánto quieren pagar?”. El extraño enseguida mostró un excepcional sentido de negocios. Y de hecho, después de algunos minutos se pusieron de acuerdo, y la bici pasó a manos de Constantino por 100 soles.

“Tío, siéntate atrás en el portaequipajes. ¡Yo me encargo de los pedales!”.

Aquí no eran muchachitos pasando el tiempo, sino dos hombres congelados que sencillamente querían triplicar su velocidad. Si bien estaban al borde del colapso, tenían una voluntad férrea. Le costó un poco a Daniel hasta que pudo sentarse en el asiento trasero duro de la bicicleta y rodear con ambos brazos a quien estaba delante de él.

Probablemente no haya muchos europeos o estadounidenses, que con ochenta y dos años serían capaces de lograr algo así. Ya es algo osado, después de una marcha nocturna todavía lograr transitar treinta y siete kilómetros en un birrodado desvencijado. En el uso moderno del lenguaje, los psicólogos caracterizan una perseverancia de ese tipo con el término técnico resiliencia. Ésta es parte de la estructura de nuestra personalidad. Los cristianos además también conocen una fuente de fuerza sobrenatural, que ya fue descrita hace 2.750 años atrás por el profeta Isaías: “¡Pero los que confían en el Señor renovarán sus fuerzas; volarán como las águilas; correrán y no se fatigarán, caminarán y no se cansarán!”. A las 14 horas de la tarde llegaron a la localidad de Limatambo, y para su gran alegría, descubrieron un taxí a su derecha en un estacionamiento.

Una persona totalmente agotada sabe apreciar las bendiciones de un automóvil. Ahora ya les llevó solamente una hora más hasta que ellos, fatigados pero muy contentos, cruzaran el umbral del Hospital Diospi Suyana. ¡Después de todo, ellos habían logrado superar con éxito una maratón de treinta y dos horas y 125 kilómetros!

Después de una ducha caliente y una sopa sustanciosa, Daniel se acomodó en su cama del hospital. ¡Lo habían logrado! Si bien habían llegado a su meta con un día de retraso, ¿quién habría sido capaz de negarle la operación a Daniel con todo lo que ya había sufrido? Difícilmente lo haría el Dr. Brady. Él operó las hernias inguinales en la mañana siguiente y despidió a su paciente de la asistencia hospitalaria el viernes de la misma semana. Y ni Daniel ni Constantino agarraron una infección gripal. Ellos agradecieron a Dios por la protección y se marcharon contentos para regresar a sus casas. El regreso transcurrió sin obstáculos ni otras dificultades porque la huelga ya había terminado el martes por la noche.

Lo que asumió el anciano Daniel para ser tratado en el Hospital Diospi Suyana cueste lo que cueste, es notable. Pero cuatro quintos de nuestros pacientes han realizado largos viajes antes de que nuestros funcionarios puedan anotar sus historias clínicas. Ellos dejan de lado hospitales estatales y clínicas privadas, y se ponen en una larga fila delante de nuestro hospital misionero. Invierten dinero y tiempo, sin saber si realmente recibirán una de los cupos codiciados.

El fama legendaria de Diospi Suyana tiene muchas razones. En un país en que el sistema de salud sufre de corrupción e incompetencia, más de cuarenta reportajes televisivos han elogiado nuestro hospital como modelo de éxito. La combinación de amabilidad, buenos resultados de los tratamientos y precios favorables explican algo, pero no todo. Desde mi punto de vista, otro aspecto esencial es nuestra fe. Cada persona que visita nuestro culto matutino comprende que, Diospi Suyana no está interesado en maximizar las ganancias. Nosotros los servidores, mas bien deseamos vivir nuestra fe en el Dios de la Biblia de manera práctica y llena de amor, con pericia y pasión al mismo tiempo, tal como Jesús lo expresó: “¡Les aseguro que todo lo que hicieron por uno de estos hermanos míos más humildes, por mí mismo lo hicieron!”.

4. TRAGEDIA, SANGRE Y LÁGRIMAS

Puedo comprender la razón por la cual la mayoría de las personas prefieren evitar los hospitales. Éstos nos recuerdan nuestra propia transitoriedad, y además nos ponen en contacto con los líquidos corporales como sangre, orina y lágrimas. Contrario a las películas de terror, que uno puede apagar con una leve presión del control remoto, el día a día en el hospital no puede ser apagado. El asco y horror permanecen. No solamente el laico se estremece al ver pacientes demacrados por el cáncer o el color amarillento sucio de la cara de personas con cirrosis de hígado. También el médico con experiencia lleva esas impresiones desagradables consigo, aún en la noche cuando va a su dormitorio.

Sin embargo, todos nos alegramos de que existan hospitales. Aquí se alivia el sufrimiento y se alarga vidas. Y presentimos que también nosotros tarde o temprano necesitaremos asistencia en una sala de hospital rodeados de otros pacientes necesitados.

En las montañas de Perú, los quechuas tienen un acceso limitado a un buen tratamiento médico. Por eso es comprensible, que ancianos y jóvenes asuman viajes agotadores para ser atendidos en el Hospital Diospi Suyana. Daniel Ticona tenía razones convincentes cuando caminó toda la noche bajo la lluvia para llegar a nuestro hospital. Pablo Human, de lo contrario, no estaba en condiciones de hacerlo.

Sus cinco hijos adultos tuvieron que cargar a su padre de 55 años de edad para pasar el umbral del hospital. El indígena del sur de Perú sufría de un aneurisma de aorta, una dilatación peligrosa de la arteria principal del cuerpo. Este tipo de aneurismas son bombas de tiempo. Pueden estallar repentinamente y llevar a la muerte por desangrado en el transcurso de minutos. En el caso de Pablo, la dilatación de la aorta se había llenado de coágulos de sangre, que esporádicamente seguían el curso sanguíneo como torpedos, obstruyendo vasos sanguíneos grandes y chicos en las piernas. El muslo derecho ya estaba frío y el pie negro. Del lado izquierdo estaba un poco mejor, aunque el dedo grande necrótico mostraba, que había una necesidad aguda de actuar. Para colmo de males, el tejido necrótico se había infectado, llevando a una intoxicación general de la sangre, o sea una septicemia. Un infarto de corazón en la historia previa convertía a Pablo en todo menos un buen candidato para una cirugía.

Por esta combinación de factores de riesgo, hasta entonces ningún cirujano se había adelantado para ayudar al enfermo. Las posibilidades de éxito sencillamente eran demasiado bajas.

Cuando los hijos depositaron a su padre cuidadosamente en el consultorio, miraron llenos de esperanza a nuestro cirujano vascular, el Dr. Thomás Thielmann. “¡Doctor, por favor, haga algo!”, rogaban sus hijos, “¡no queremos que nuestro padre se arruine!”.

El Dr. Tielmann recopiló un diagnóstico físico cuidadoso y luego pidió una serie de análisis. Finalmente informó a la familia de su decisión: “Estoy dispuesto a operar al padre de ustedes”, declaró, “¡pero si sobrevive lo sabe solamente Dios!”.

Como manifestación espontánea de sus sentimientos, los hijos adultos de Pablo abrazaron al médico misionero. Este gesto expresaba más que toda palabra. Los familiares otra vez tenían algo de esperanza y por fin, se sentían comprendidos y aceptados.

¿Cuándo fue la última vez que usted abrazó a su médico por gratitud? Probablemente hará un buen tiempo ya. Pablo lloraba cuando el Dr. Tielmann hizo una oración conscientemente poniendo los siguientes días en las manos de Dios. Si bien su vida literalmente estaría en el filo de un cuchillo, ya no sería la espada de Damocles de la coincidencia la que tendría la palabra final, sino Dios en cuyas manos está nuestro destino.

También la cirugía comenzó con una oración. Después de abrir la pared abdominal, el Dr. Tielmann interrumpió el flujo de sangre de la aorta con una grapa grande, colocándola por debajo de la salida de la arteria renal. Con movimientos cautelosos abrió el aneurisma, cosiendo dentro del mismo tubo de poliéster como prótesis. En un segundo paso quitó varios trombos de las arterias pélvicas por medio de un catéter de balón. Con la circulación sanguínea mejorada, ambos muslos volvieron a subir de temperatura. En la última fase amputó el muslo derecho. Esta intervención de alto riesgo llevó un total de cuatro horas, fue exitosa y salvó una vida humana. A largo plazo se piensa en movilizar al paciente con una prótesis de pierna. ¡Gracias a Dios, que existe esta posibilidad!

Dicho sea de paso, en el Hospital Diospi Suyana también formamos médicos asistentes y preparamos enfermeras jóvenes. Para los estudiantes de medicina del extranjero, su pasantía (práctica) en nuestra institución mayormente llega a ser una experiencia impresionante de vida. Con nosotros, ellos ven cuadros clínicos avanzados, que prácticamente nunca verían en Europa o en los EE.UU.

Mi esposa Martina en su manera típica de ser, remolineaba por la sala de emergencia. Las siete camillas estaban ocupadas por pacientes y afuera, la sala de espera se estaba desbordando.

“Rebeca, fíjate en la embarazada allí atrás y elabora los antecedentes clínicos”. Martina señaló con un movimiento rápido de mano a una mujer joven con una circunferencia abdominal enorme.

La estudiante de medicina suiza pescó su libreta de notas, se acercó a la paciente y cerró la cortina detrás de ella. No pasaron cinco minutos que la futura médica presentó su informe. “La indígena no está embarazada”, dijo para sorpresa de Tina. “¡Ella tiene consigo un informe de ultrasonido de un médico externo que dice, que se trata de un tumor grande!”.

La mujer de 29 años de edad inmediatamente fue presentada a nuestro ginecólogo, el Dr. Jens Hassfeld. Un ultrasonido de control al igual que una tomografía computada confirmaron el diagnóstico de sospecha de un quiste de ovario sumamente grande. Ya al día siguiente, la paciente estaba en la mesa de operaciones y el Dr. Hassfeld con mucha experiencia extrajo un tumor que pesaba sorprendentemente 14 kilogramos y medio.

La pérdida de sangre fue limitada y Alicia Carbajal pasó la siguiente noche sin complicaciones. A la mañana siguiente, andaba feliz y visiblemente aliviada por la enfermería. El análisis histológico no dio ninguna señal de cáncer y la madre de dos niños quedó sanada con esta intervención. En lo que tiene que ver con nuestra estudiante de medicina, ella probablemente no olvidará este caso hasta el final de su vida.

En general, en América del Sur es aceptado, que en la mañana uno no sepa lo que trae la tarde. Este dicho se aplica especialmente a la vida diaria de un hospital. Aun el próximo momento no es predecible. En el Hospital Diospi Suyana, muchas posiciones están ocupadas solamente una vez, es decir, hay un solo traumatólogo, un urólogo y solo una cirujana general. Cuando suena el teléfono y el paciente es llevado a emergencia, se requiere del médico respectivo. Ahí no se trata del estado anímico sino del cumplimiento del deber a toda hora, del día y de la noche.

Como en aquella tarde de un viernes, la familia Boeker quería comenzar el fin de semana con comodidad. Primero tostar unos panes en la fogata y luego mirar una película linda con los niños. Pero entonces nuestro médico, el Dr. Tim Boeker, recibió una llamada ominosa desde el hospital, que inmediatamente tiró por la borda toda la planificación: “Venga inmediatamente a la emergencia. ¡Un hombre joven se hirió el antebrazo derecho con la sierra circular!”

Nuestro traumatólogo enseguida fue al hospital misionero. El diagnóstico: el antebrazo derecho estaba casi totalmente “amputado”, y solo se sostenía de un lado por algunos tejidos blandos y el hueso cubital, el codo. La sierra eléctrica había cortado arterias, venas, nervios, huesos y la mayoría de los tendones. Existían solo dos posibilidades: el médico podría haber cortado el antebrazo del todo, cosido la herida y a continuación haber disfrutado de la película en su casa. O intentaría lo imposible en un turno de la noche, es decir, reparar todas esas estructuras. El Dr. Tim Boeker se decidió por la segunda opción, y fue apoyado de manera decisiva por el Dr. David Brady.

La cirugía duró seis horas. El riego sanguíneo del antebrazo fue satisfactorio después de eso, y poco a poco regresó la sensibilidad a esa área de la piel. Seguramente cualquiera de nosotros puede comprender el gozo del paciente, cuando nuevamente estuvo en condiciones de mover su mano derecha.

Durante mis viajes para mis conferencias, una de las preguntas que me hacen regularmente es, qué rol juega la oración en el tratamiento de nuestros pacientes. Nuestros médicos son altamente formados y practican la medicina convencional en un nivel alto. Pero como cristianos sabemos de la importancia especial de la bendición de Dios en todos nuestros esfuerzos. Dios es el Señor sobre la vida y la muerte. Por eso no solo oramos en el culto de la mañana, sino también al lado de cada cama de hospital y en el quirófano. Los pacientes aceptan este ofrecimiento con gratitud. “Just do your best and let Him take care of the rest!”, cantaba el cantautor cristiano Keith Green en la década de 1980: “¡Da lo mejor de ti y deja que Dios se encargue del resto!”. A esta recomendación nos gusta atenernos. Y esporádicamente experimentamos sorpresas que, según las reglas de la lógica médica, no pueden ser explicadas.

30 de noviembre. Fue un día de trabajo largo de doce horas en el hospital. Cansados, mi esposa y yo pusimos nuestros portafolios en el piso de nuestra casa. Tina luchaba con un resfrío fuerte. Ella estuvo en Alemania para elcumpleaños número 83 de su padre. Fue una visita relámpago y a la vez agotadora de siete días: Cusco (Lima) Madrid y Frankfurt, ida y vuelta. Enseguida después de su regreso, Tina otra vez había retomado el tratamiento de los muchos pacientes. Pero la descompensación horaria juntamente con la falta crónica de sueño exigió su tributo. Lo que más me inquietaba, era su tos profunda.

“¿Tienes algo urgente que hacer esta noche todavía?”, le pregunté con mirada preocupada. “¡No, creo que no!”, contestó y fue a la cocina para hacer puré de manzanas. Mientras yo resolvía un Sudoku en el dormitorio escuché de repente la sirena de una ambulancia. Muy bajita. Luego algo más fuerte. Lo próximo que escuché fue, cómo alguien abría de golpe el portón del garaje. Un motor era encendido.

“¡Te acompaño!”, le grité en dirección al patio. Pero fue tarde. Mi esposa ya había dado la vuelta a la esquina de la calle. Lentamente cerré el portón. ¿Qué habría pasado?

A pesar de la hora avanzada encontré un mototaxi que me llevó al hospital. Descubrí a Martina con nuestra colega, la Dra. Ana Delgado y algunas enfermeras en el departamento de radiografías. Su breve informe describió una tragedia, que una vez más mostraba que una calamidad puede golpear en todo momento como de la nada.

El pequeño Pedro y su hermano José, de doce años de edad, jugaban en un terreno no muy lejos del río Apurímac. Ahí sucedió el hecho. José cayó cabeza abajo en un pozo en la tierra que era profundo, pero angosto. Con movimientos fuertes trataba de liberarse de esta trampa pero fue en vano. De todas partes caía arena sobre el muchacho desesperado, enterrando su cabeza. Y con cada respiro lleno de pánico penetraba tierra sucia en sus pulmones. Pedro tiraba de las piernas de José, pero le faltaban las fuerzas. Luego corrió en busca de ayuda. Pasó el tiempo. Mucho tiempo. Cuando alguien está enterrado vivo, una media hora se convierte en una eternidad. Después de diez minutos mueren las primeras células en el cerebro. Un vecino finalmente logró sacar a José. Su cara inmóvil entretanto se había puesto de un azul profundo. En este estado lamentable fue que la familia trajo al asfixiado al Hospital Diospi Suyana.

Rostros llenos de preocupación en la sala de radiografías. El sistema nervioso central de José estaba masivamente dañado por la falta de oxígeno. Las células heridas daban señales descoordinadas y llevaban a convulsiones violentas del muchacho. Todos los colaboradores que estaban alrededor de la cama ayudaron y lo sujetaban. A través de una infusión pasaban anticonvulsivos fuertes a su vena.

Después de la tomografía computada de la cabeza hicimos una radiografía del pulmón. A las 21 horas fui a buscar a la anestesista, la Dra. Leslie Ichocan, de su casa. Necesitábamos refuerzos. Y eso que nadie sabía siquiera, si podríamos salvar la función cerebral del niño.

Concentración altísima en el departamento de cuidados intensivos. Un intento de preparar al padre y a la madre para lo peor. “No sabemos, si su hijo alguna vez volverá a despertar”, les dijo Tina con sensibilidad a los padres petrificados de espanto. Luego, el protocolo común. Entubación de la tráquea, sonda estomacal, catéter urinario y una vía arterial. El muchacho que en la tarde todavía había reído con alegría, ahora colgaba de tubos y cables. Antibiótico para el pulmón. Medicamentos contra una inflamación del cerebro. Tragedia y tristeza. ¿Por qué será que Dios había permitido eso?

A las 23 horas de la noche del viernes al sábado salimos los tres del hospital misionero y caímos en la cama cansados. A la una de la madrugada nos trasmitirían por teléfono los próximos resultados de los análisis sanguíneos.

En la mañana no había mejoría a la vista. El cuadro clínico sugería un daño cerebral irreversible. Fue ahí que Gladys Illesca, entonces la directora de nuestro Club de Niños, entró a la unidad intensiva y se arrodilló al lado de la cama de José. “Dios, si este muchacho sale del hospital sobre sus piernas propias”, oraba ella en voz alta, “¡yo le organizo su próximo cumpleaños!”. Un clamor por ayuda para un muchacho a quien, según experiencia clínica, ya no se le podía ayudar.

En la mañana del lunes, José despertó de su coma. Hacia las 11 horas de la mañana saludó a mi esposa, diciéndole “Gracias”. Él hablaba y reaccionaba como si no habría sucedido nada. Sus capacidades cognitivas no dejaban ver ningún defecto y movía sus miembros sin restricciones. Para nosotros los médicos, se trataba de un suceso increíble.