Dios y el hombre - Fulton Sheen - E-Book

Dios y el hombre E-Book

Fulton Sheen

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Beschreibung

Este libro es el primero de dos volúmenes que recogen las intervenciones televisivas del autor en su programa La vida vale la pena, que obtuvo en 1952 treinta millones de espectadores y un premio Emmy al personaje más influyente de la televisión americana. Este libro es, por tanto, el libro más atractivo del autor, y en él trata sobre el amor, la conciencia, el miedo y el pecado, el bien y el mal, entre anécdotas, poesías y reflexiones sobre el destino del mundo y la paternal intervención divina. No faltan varios capítulos sobre Jesucristo, su Iglesia y la gracia, capaz de elevarnos sobre el pecado y hacer que nuestra vida merezca la pena ser vivida.

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FULTON SHEEN

DIOS Y EL HOMBRE

EDICIONES RIALP

MADRID

Título original: Your life is worth living

© 2020 by Image, un sello de Random House, una división de Penguin Random House LLC.

© 2020 de la versión española realizada por GLORIA ESTEBAN

by EDICIONES RIALP, S.A.,

Colombia, 63, 8.º A, 28016 Madrid

(www.rialp.com)

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopias, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN (edición impresa): 978-84-321-5281-8

ISBN (edición digital): 978-84-321-5282-5

Realización ePub: produccioneditorial.com

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

PRÓLOGO. Robert Barron, Ob.

PREFACIO

PRIMERA PARTE: DIOS Y EL HOMBRE

1. LA FILOSOFÍA DE VIDA

2. LA CONCIENCIA

3. EL BIEN Y EL MAL

4. LA INVASIÓN DIVINA

5. UNA FILA DE CANDIDATOS

6. LA VERDAD REVELADA

7. LOS MILAGROS

8. LA REVELACIÓN EN EL NUEVO TESTAMENTO

SEGUNDA PARTE: CRISTO Y SU IGLESIA

1. LA DIVINIDAD DE CRISTO

2. LA HUMANIDAD DE CRISTO

3. LA SANTÍSIMA TRINIDAD

4. LA MADRE DE JESÚS

5. CRISTO EN EL CREDO: EL NACIMIENTO

6. PASIÓN, MUERTE Y RESURRECCIÓN

7. LA ASCENSIÓN

8. EL ESPÍRITU SANTO

9. LA IGLESIA, CUERPO DE CRISTO

10. PEDRO, VICARIO DE CRISTO

11. AUTORIDAD E INFALIBILIDAD

12. EL COMUNISMO Y LA IGLESIA

TERCERA PARTE: EL PECADO

1. EL PECADO ORIGINAL Y LOS ÁNGELES

2. EL PECADO ORIGINAL Y LA HUMANIDAD

3. LOS EFECTOS DEL PECADO ORIGINAL

4. LA GRACIA SANTIFICANTE

AUTOR

Este libro fue publicado en su edición original con el título Tu vida merece la pena (Your life is worth living). Al tratarse de un texto excesivamente largo para nuestra edición en castellano, Ediciones Rialp ha decidido ofrecerlo en su colección Patmos en dos volúmenes diferentes y con títulos diversos (Dios y el hombre y El mundo, el alma y las cosas). Se ajusta así mejor a nuestro formato de colección, y permite a nuestros lectores aproximarse a la obra de Fulton Sheen con más facilidad. La obra no sufre por esta división, pues los textos de ambos volúmenes tienen su origen en programas radiofónicos de contenidos diversos en torno a la fe católica.

PRÓLOGO

Robert Barron, Ob.

EL LIBRO QUE ESTÁS A PUNTO DE LEER es lo más parecido a una Summa Sheeniana, un resumen de las enseñanzas del arzobispo Fulton Sheen en torno a la fe cristiana. Aquí está sintetizada buena parte de la sabiduría contenida en sus programas de radio, en sus espacios de televisión, en sus sermones, clases, charlas en retiros espirituales, libros y conferencias. Los ensayos reunidos en el libro son transcripciones de unas cintas de audio que el principal evangelizador católico del siglo XX grabó en 1965, a la edad de setenta años. Lo que escuchas es la voz convincente de una persona con mucha experiencia, de un maestro que dedicó cuarenta años de su vida a roturar los campos del evangelio y la apologética.

Mientras releía estos capítulos, me deslumbraron las tres cualidades con las que Fulton Sheen contaba, y en grado sumo: inteligencia, una amplia visión de las cosas y una de las imaginaciones más activas de toda la historia de la Iglesia a la hora de elaborar analogías. Permitidme comentar alguna cosa acerca de cada una de ellas. El arzobispo Sheen recibió una magnífica formación intelectual en filosofía y teología católicas, cuya máxima expresión fue su grado postdoctoral en la Universidad Católica de Lovaina. Por otra parte, durante muchos años impartió clases en la Universidad Católica de América, en Washington, D. C., y redactó algunos textos académicos muy elaborados. De ahí que, cuando se dirigía a un público más amplio, no se dedicaba a una mera tarea de divulgación, sino que la acompañaba de un considerable arsenal intelectual. Tu vida merece la pena está recorrido de principio a fin de citas y menciones a —entre otros muchos— Tomás de Aquino, Aristóteles, Cicerón, John Henry Newman, Confucio, George Bernard Shaw, Isaac Newton, Martin Heidegger, Carl Jung, Shakespeare y T. S. Eliot. En esta época nuestra de un catolicismo de nivel bajo, ¡qué necesitados estamos de una cultura y una capacidad intelectual como las suyas!

En segundo lugar, este libro —así como toda su obra— evidencia una espléndida visión integral de los misterios de la fe cristiana. La teología ha entrado —lamentablemente, en mi opinión— en una época de hiperespecialización. Por atenernos al cliché, hay muchos teólogos y filósofos que saben cada vez más cosas de cada vez menos cosas. Sheen, no obstante, cubre ampliamente y sin dificultad todo el campo del pensamiento católico y reflexiona sobre la creación, la Encarnación, la doctrina de Dios, la Trinidad, la antropología teológica, la gracia, el pecado, la Redención, la Resurrección, la Virgen, el papado y el Cuerpo Místico. Y no se limita a abarcar un terreno tan sumamente vasto como este: también demuestra las interconexiones que se dan en algunos temas; por ejemplo, la Iglesia como prolongación de la Encarnación en el espacio y el tiempo, y por qué la virginidad de María es un indicador de la verdad de la Encarnación; o cómo de una correcta visión del pecado se deriva una correcta visión de la Cruz, etc. Así es como ejercita el arte de una teología verdaderamente sistemática y logra que la fe satisfaga la sensibilidad tanto intelectual como estética del lector.

La tercera cualidad más notable —al menos para mí— que revelan estos ensayos es el talento del autor para ofrecer analogías, comparaciones y ejemplos que expliquen los misterios cristianos. Los maestros suelen compartir la idea de que la clave de cualquier enseñanza eficaz consiste en tender puentes entre lo conocido y lo desconocido. Y ese proceso se lleva a cabo en gran medida gracias a la analogía: cualquier maestro eficiente, desde el parvulario hasta la universidad, utiliza alguna versión equivalente a: «Este principio que pretendo enseñaros es parecido a este otro principio que ya entendéis». En la larga tradición cristiana de predicación, catequesis o reflexión teológica que practica este método analógico, no conozco a nadie que lo haga con más habilidad que Fulton Sheen. Este libro contiene abundantes ejemplos de ello: los siete sacramentos son como la luz blanca que se descompone en colores cuando atraviesa un prisma; la gracia nos eleva a una forma de vida superior, igual que la vida del animal asume la vida de la planta y la vida de la planta asume los elementos químicos; la ausencia de pecado en María es la espuerta que separa las aguas contaminadas de las aguas limpias; el Espíritu Santo es el suspiro de amor exhalado por el Padre y el Hijo; la misa es como el drama representado durante la gira de una compañía de teatro, etc. Estas comparaciones e imágenes parecen salir de él de un modo automático, pero me imagino que Sheen las elaboró y perfeccionó a lo largo de sus muchos años de labor divulgativa.

Visto mi entusiasmo por Sheen, quizá alguien pueda pensar que, en mi opinión, en nuestra misión de evangelización deberíamos, simplemente, recurrir a su método y a sus contenidos. Pero no es así. Por supuesto que hemos de aprender de él, pero también debemos imitar su compromiso creativo con la cultura de su tiempo. En cierta medida —y lo digo por mi larga experiencia práctica en este sentido—, la evangelización es hoy mucho más difícil que en tiempos de Sheen. El motivo que me lleva a hacer esta afirmación es que el arzobispo fue capaz de recabar un consenso cultural notablemente amplio en muchas cuestiones morales, filosóficas e incluso religiosas. El hecho de que le siguiera un inmenso número de no católicos da fe de ello. Hoy, sin embargo, ese consenso en buena parte se ha desvanecido. De ahí que limitarse a repetir ideas, imágenes y comparaciones puede carecer de eficacia con el público contemporáneo. Aun así, todos deberíamos empeñarnos en ser tan inteligentes como él, tan audazmente integradores y sintéticos como él, y estar dispuestos a ejercitar nuestra imaginación analógica con algo del talento y la creatividad de Sheen.

PREFACIO

ESTA ES LA HISTORIA DE UNA AMISTAD nacida gracias a los escritos de Fulton J. Sheen. Descubrí al arzobispo Sheen el verano de 1981. Después de graduarme en la Academia Militar de Estados Unidos de West Point, me hice amigo de Richard F. Aschettino, un coronel del ejército ya retirado y con un máster en filosofía cuya tesis versaba sobre Sheen. «Asch» me dio a conocer su obra y, fascinado por el don de comunicación del arzobispo, me leí treinta libros suyos en doce meses.

En 1982, buscando más libros de Sheen, di con la copia de unas grabaciones suyas dictadas en 1965. El título original de ese conjunto de audios era Life is Worth Living. Aunque las grabaciones compartían el mismo título y formato de su popular programa de televisión, este compendio oral no guardaba ninguna relación con él y se elaboró ocho años después de que el programa dejara de emitirse, una vez concluido el Concilio Vaticano II. El formato del programa de televisión consistía en ofrecer cada semana un mensaje nuevo a la audiencia, no necesariamente religioso y no siempre relacionado con el anterior, aunque siempre con la esperanza de acercar un alma a Dios. Este trabajo va un poco más allá que el programa de televisión. Sheen se sirve de cada charla para ir arrastrando una a una a las almas a una relación personal con Cristo.

Las grabaciones se llevaron a cabo en la intimidad de su domicilio, en Nueva York. Sus palabras, extraídas de sus cuarenta y cinco años de experiencia sacerdotal, brotan de su corazón sin ayuda de ninguna nota. Cada tema dura unos veinticinco minutos. Para ilustrarlos, se sirve de muchas anécdotas de su propia vida, así como de las referencias a unos cuatrocientos cincuenta pasajes de las Escrituras y a muchos poetas y escritores ilustres.

«Lo que da sabor al agua que bebo es mi sed», decía Sócrates. El gran atractivo de Sheen nace de su trato con gente de todos los contextos religiosos. A raíz de su ministerio a través de la radio y la televisión, recibió miles de cartas, de las cuales solo un tercio procedía de católicos. Este trabajo supone un intento de saciar la inmensa sed espiritual de personas de todo el mundo. La demanda internacional de su mensaje superó su capacidad de respuesta a cada petición individual. Sheen creó esta colección de vinilos para responder a las necesidades de los cientos de miles de personas que le escribían pidiendo una guía personal. Así como Cristo obró el milagro de la multiplicación de los panes para dar de comer a cinco mil personas, Sheen se sirvió de la tecnología moderna para obrar una multiplicación que ha alimentado y sigue alimentando muchas vidas. Fue un gran maestro y un gran sacerdote cuya parroquia era el mundo.

En la elaboración de Tu vida merece la pena ha colaborado mucha gente. Gracias a Mons. Thomas Gervasio, que me instruyó en la fe católica y me animó a emplear las grabaciones del arzobispo Sheen. Gracias a los muchos sacerdotes que me han facilitado la traducción del latín, francés y griego, en especial a Mons. James Mulligan, S.T.L. Mi agradecimiento especial a Esther B. Davidowitz, quien emprendió la difícil tarea de editar las transcripciones originales. Hemos tenido la inmensa fortuna de contar con la experta ayuda editorial del profesor Alfred S. Groh para la redacción. Siena Finley, R. S. M. el profesor Kenneth D. Hines, Edwina Ustynoski, Paul Buckalew, Elizabeth Reinartz y Laurie Siebert han compartido con nosotros sus conocimientos de la fe católica. Gracias a la hermana Pat Schoelles, S. S. J., a la hermana Connie Derby, R. S. M., a Bob Vogt y a Patrick Mulich del St. Bernard’s Institute de Rochester, Nueva York, quienes pusieron a mi disposición los archivos del obispo Sheen durante el verano de 2000. Y, sobre todo, gracias a mi esposa y a mi familia, y a su paciencia y su fe infinitas a lo largo de este proyecto. ¡Dios os bendiga!

PRIMERA PARTE

DIOS Y EL HOMBRE

¿Qué tienes que no hayas recibido?

Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías,

como si no lo hubieras recibido?

(1 Co 4, 7)

Si es terrible caer en manos de Dios,

más terrible es soltarse de ellas.

FULTON J. SHEEN

1.

LA FILOSOFÍA DE VIDA

LA PAZ SEA CON VOSOTROS. Hay dos maneras de despertarse por las mañanas. Una es diciendo: «¡Buenos días, Dios mío!»; y la otra es diciendo: «¡Dios mío, otro día!». Empecemos por la segunda.

La gente que se levanta así sufre angustia vital. La vida les parece bastante absurda, y hoy día abunda la literatura que trata del absurdo de la vida. Una de las mejores expresiones de ese absurdo es el relato sobre dos fábricas situadas a uno y otro lado de un río. Una de ellas reúne piedras gigantescas, las tritura y las convierte en polvo; luego un barco transporta el polvo al otro lado del río, donde la segunda fábrica lo transforma en bloques enormes. A continuación los bloques se devuelven a la primera fábrica, y así una y otra vez. Se trata de una forma literaria de expresar la visión de la vida que tiene la gente de hoy.

Ese absurdo lo encontramos en la obra de teatro de un existencialista que describe a tres personas en el infierno. Cada una de ellas está deseando hablar de sí misma, de sus desgracias y sufrimientos personales. A las demás solo les interesan sus propias desgracias y sufrimientos personales. Esta es la última frase cuando por fin cae el telón: «¡El infierno es el otro!»; y así es como viven algunos. Junto a este sentimiento del absurdo se da también una deriva. Hay mucha gente que se parece al Old Man River: se limita a flotar en el agua dejándose llevar, como una flecha sin blanco, un peregrino sin santuario, un viaje por mar sin puerto. ¿A qué conclusión común han llegado quienes se levantan y dicen: «¡Dios mío, otro día!»? Para ellos la vida no tiene ningún sentido; carece de objetivo, de meta o de destino.

Recuerdo cuando aún era un joven sacerdote y fui por primera vez a estudiar a Europa. En verano hice un curso en la Sorbona de París con el objetivo fundamental de aprender francés. La pensión en la que me alojaba pertenecía a madame Citroën. Llevaba allí alrededor de una semana cuando la mujer vino a decirme algo, pero no la entendí. ¡Qué mal te sienta que en París los perros y los caballos entiendan francés y tú no! Como en la pensión vivían tres profesores norteamericanos, les pedí que me hicieran de intérpretes. Y esto fue lo que pasó.

Madame Citroën me contó que, después de casarse, su marido la abandonó y su hija acabó convirtiéndose en una de esas piltrafas morales de las calles de París. A continuación se sacó del bolsillo una ampollita con veneno.

—No creo en Dios —dijo—; y, si existe, yo lo maldigo. La vida no tiene sentido, es absurda; así que he decidido envenenarme esta noche. ¿Puede usted hacer algo por mí?

Le contesté por medio del intérprete:

—Si está usted decidida a tomarse eso, puedo hacer algo, sí.

Le pedí que retrasara su suicidio nueve días. Creo que es el único caso del que queda constancia en el que una mujer retrasa nueve días su suicidio. Nunca había rezado como recé entonces por esa mujer. Al noveno día el Señor le concedió una gracia inmensa. Años después, de camino a Lourdes, hice una parada en la ciudad de Dax, donde disfruté de la hospitalidad de monsieur, madame y mademoiselle Citroën.

—¿Son buenos católicos los Citroën? —le pregunté al párroco.

—¡Sí! —dijo él—. Las personas que conservan la fe durante toda la vida son una maravilla.

Era evidente que no conocía la historia. De modo que sí se puede encontrar una salida a ese absurdo.

Vamos con la pregunta que les interesa a todos los psiquiatras y a todos nosotros: «¿Cuál es la diferencia entre una persona normal y una persona que sufre un trastorno?». La persona normal obra siempre con una meta o un fin; la persona con un trastorno busca mecanismos de escape, excusas y justificaciones para evitar descubrir el significado y el fin de la vida. La persona normal se fija alguna meta. Un joven puede querer ser médico o abogado, pero detrás de eso hay algo más.

Imagínate que preguntas:

—¿Qué quieres hacer después de acabar Medicina?

—Pues… quiero casarme y criar a mis hijos.

—¿Y luego?

—Ser feliz y ganar dinero.

—¿Y luego?

—Dejarles el dinero a mis hijos.

—¿Y luego?

Así hasta el último «¿y luego?». La persona normal sabe qué es ese «y luego». La persona que padece un trastorno vive encerrada dentro del barril de su propio ego. Es como un huevo que nunca llega a romper el cascarón. Se niega a someterse a la incubación divina para alcanzar una vida distinta de la que tiene.

¿Cuáles son algunos de los mecanismos de escape de la persona que sufre un trastorno? Si quiere ir de Nueva York a Washington, no le interesa nada Washington: lo que le interesa es ofrecer excusas de por qué no va a Washington. Un mecanismo de escape habitual de estas personas es el amor a la velocidad. Creo que un amor excesivo a la velocidad o, mejor dicho, el amor al exceso de velocidad se debe al deseo de un objetivo o un propósito en la vida. ¡No saben adónde van, pero no cabe duda de que están en camino! Puede incluso que exista un deseo inconsciente o semiconsciente de poner fin a una vida que carece de objetivo. Otra vía de escape puede ser el sexo, así como volcarse en los negocios de un modo anormal con el fin de vivir la intensidad de una experiencia que satisfaga el deseo de una meta o un objetivo.

Un psiquiatra muy famoso, el Dr. Carl Jung, decía que, tras veinticinco años de experiencia tratando a enfermos mentales, al menos una tercera parte de sus pacientes no presentaba una neurosis clínica apreciable. Todos eran víctimas del deseo de un significado y un objetivo en la vida y, mientras no lo descubrieran, nunca serían felices. La gran mayoría de la gente de hoy en día padece lo que podría denominarse una neurosis existencial, una angustia y un problema vital. «¿De qué va todo esto?», se preguntan; «¿hacia dónde me dirijo?», «¿cómo puedo llegar allí?».

Quizá estés pensando: ahora me va a decir que me arrodille y me ponga a rezar. No, no te voy a decir eso. Quizá lo diga un poco más adelante, porque quienes sufren una neurosis existencial se encuentran por el momento muy lejos de algo así. Ofrezco dos soluciones. La primera: ve y ayuda al prójimo. Quienes padecen angustia vital viven únicamente para ellos mismos. Sus mentes y sus corazones están bloqueados. Todos los residuos del río de la vida convierten su corazón y su mente en un montón de basura, y la mejor manera de salir de ahí es amar a las personas que ves. Si no amamos a los que vemos, ¿cómo vamos a amar a Dios, a quien no vemos? Visita a los enfermos. Haz el bien a los pobres. Ayuda a curar a los leprosos. Encuentra a tu prójimo, y el prójimo es cualquiera que tenga una necesidad. Si haces esto, empezarás a romper el cascarón. Descubrirás que tu prójimo no es el infierno, como dice Sartre: tu prójimo es parte de ti mismo y criatura de Dios.

Un padre me trajo a su hijo, un adolescente rebelde y presuntuoso, que había abandonado la fe y estaba enfadado consigo mismo y con el mundo. Poco después de nuestro encuentro, el chico estuvo viviendo un año fuera de casa y volvió tan mal como se había ido. El padre me lo trajo y me preguntó: «¿Qué hago con él?». Le aconsejé que lo enviara a un colegio fuera de Estados Unidos. Cerca de un año después el chico vino a verme y me preguntó:

—¿Podría prestarme apoyo moral para un proyecto que he empezado en México? Unos cuantos chicos de mi colegio han construido una pequeña escuela y hemos ido reuniendo a todos los niños del barrio para enseñarles el catecismo. Una vez al año llevamos a un médico estadounidense para que trate durante un mes a los enfermos del barrio.

—¿Y cómo has acabado metido en esto? —le pregunté.

—Los otros chicos fueron allí en verano y yo los acompañé —contestó.

En el prójimo el chico volvió a encontrar la fe, los valores y todo lo demás. Son los pobres, los indigentes, los necesitados, los enfermos, las demás criaturas de Dios, los que nos dan la fuerza. Hace años un indio viajó al Tíbet con intención de evangelizar un país no cristiano acompañado de un guía tibetano. En el trayecto, mientras atravesaban las estribaciones del Himalaya, hizo mucho frío, y los dos se sentaron exhaustos y prácticamente congelados. El indio, que se llamaba Singh, dijo:

—Me parece estar oyendo gemir a un hombre en el precipicio.

—Estás medio muerto —dijo el tibetano—, ¡no podrás ayudarle!

—Pues lo voy a hacer —repuso Singh.

Bajó y sacó a rastras al hombre del precipicio, lo llevó al pueblo más cercano y emprendió el regreso plenamente recuperado gracias a ese acto de caridad. Al llegar se encontró a su amigo, que se había negado a auxiliar al prójimo, muerto por congelación. Porque el mejor modo de escapar de la angustia vital es salir en busca del prójimo.

El otro medio consiste en abrirse a las experiencias y los encuentros con lo divino que te llegan de fuera. Me refiero a abrirte. Tus ojos carecen de luz. Tus oídos carecen de sonidos o armonía. El alimento que hay en tu estómago procede de fuera. Tu mente ha recibido formación. La radio capta las ondas invisibles que proceden del exterior. Ábrete a recibir ciertos impulsos que recibes de fuera y que te perfeccionarán. Por muy lejos que te encuentres de estas cosas de las que te hablo, te llegarán.

Recuerdo que invité a hablar conmigo a una mujer que acababa de perder a su hija de dieciocho años. Sufría una fuerte rebelión y no creía en nada.

—Quiero hablar de Dios —me dijo.

—Muy bien —le dije—, yo hablaré de Dios cinco minutos y luego usted hablará de Él o contra Él otros cuarenta y cinco. Y después hablaremos usted y yo.

Llevaba dos minutos hablando cuando la mujer me interrumpió. Apuntándome con el dedo, me dijo:

—Oiga usted: si Dios es bueno, ¿por qué se ha llevado a mi hija?

Le contesté:

—Para que usted pueda estar aquí, aprendiendo algo acerca del objetivo y el significado de la vida.

Y eso fue lo que aprendió.

Lo que te estoy sugiriendo es que no te limites a elucubrar sobre el significado y el objetivo de la vida. Tú mismo actuarás conforme al significado y el objetivo de la vida si rompes el cascarón de egocentrismo y de egoísmo y limpias las ventanas de tu vida moral para permitir que entre la luz del sol. No buscarías a Dios si, de algún modo, no lo hubieras encontrado ya. Eres un rey exiliado de su reino. Hablaremos de ello más adelante.

2.

LA CONCIENCIA

VINO A VERME UN HOMBRE DEL MUNDO del teatro y me contó la historia siguiente. Una noche, hablando después de la función con algunos miembros del personal que trabajaba entre bastidores, estos le preguntaron: «¿Eres católico?». «Lo era», dijo él, «pero he leído mucho sobre la religión comparada, sobre psiquiatría y metafísica, y no me ha quedado más remedio que dejar de serlo. Nadie ha sido capaz de dar respuesta a mis preguntas». «¿Por qué no vas a hablar con el obispo Sheen, sugirió alguien, a ver si él puede ofrecerte alguna respuesta?».

—Así que aquí estoy —dijo— y tengo un montón de preguntas que hacerle.

—Antes de preguntarme nada —dije—, vuelva al hotel y despídase de la corista que vive con usted. Luego vuelva y pregúnteme.

Dándose por vencido, se echó a reír y dijo:

—¡Es verdad! Estoy intentando engañarle a usted igual que me engaño a mí mismo.

Poco después volví a verle y le pregunté:

—Sigue usted perdido, ¿verdad?

—Sí —contestó—, pero no he tirado el mapa.

He aquí un claro ejemplo de alguien que acalla su conciencia. La conciencia mantiene con nosotros una especie de conversación incisiva y machacona. Por mucho que insistamos en nuestras semejanzas con las demás criaturas, somos muy distintos de ellas. Lo que nos diferencia es la capacidad de reflexionar sobre nosotros mismos. Una parte de una piedra nunca podrá enfrentarse a otra parte de esa piedra. Una página de un libro no puede estar tan totalmente incorporada a otra página de ese libro como para que esta la entienda. Los seres humanos, sin embargo, somos capaces de observarnos a nosotros mismos como en una especie de fotografía. Podemos gustarnos a nosotros mismos y podemos enfadarnos con nosotros mismos. Somos capaces de sufrir toda clase de tensiones que no existen en los animales. Nunca veréis a un gallo o a un cerdo con complejo de Edipo. Los animales no tienen complejos. Los científicos provocan úlceras en algunos animales, pero quienes las inducen son seres humanos. El animal librado a su suerte nunca siente esa tensión. Nosotros sentimos una tensión entre lo que somos y lo que deberíamos ser, entre lo ideal y lo real. A veces somos como un escalador: divisamos arriba la cima del pico que estamos escalando mientras estamos viendo abajo el precipicio por el que podemos caer en cualquier momento.

¿Por qué a nosotros nos inquieta así la conciencia y, sin embargo, no inquieta al resto de las criaturas? Fíjate en cuántos medios extraños utilizamos para evitar a nuestra conciencia. Los somníferos y el alcohol son solo dos de las maneras de evitar esa conversación machacona. ¿Te has fijado alguna vez en lo pesimistas que se vuelven algunos? Siempre esperan lluvia el día de la excursión. Todo acaba siempre en catástrofe. ¿Por qué tienen esa actitud? En su corazón y en su alma saben que el modo en que viven y violan su conciencia merece un juicio desfavorable. Por eso se juzgan a sí mismos y se pasan la vida esperando la silla eléctrica. Sus juicios están influidos por actitudes pesimistas.

Otra manifestación psicológica de la conciencia evitada es la hipercrítica. ¡El que está equivocado siempre es el otro! ¿Te has fijado alguna vez en las cartas que se envían a los periódicos? Empiezan criticando al prójimo:

—El problema de mi marido es…

—No puedo soportar a mi mujer porque…

—Mi hijo es un cabezota…

El pobre prójimo nunca es capaz de obrar correctamente en ningún aspecto de la vida ordinaria.

¿A qué se debe esta actitud hipercrítica? En una ocasión Abraham Lincoln dio con la respuesta acertada. Lincoln visitó un hospital de Alexandria durante la guerra civil, en una época en que los presidentes aún no eran famosos: su secretario de prensa no había divulgado sus fotografías. Al entrar en el hospital, un joven se abalanzó sobre él y lo tumbó en el suelo.

—¡Fuera de aquí, pedazo de espingarda flaca y larguirucha!

El presidente alzó los ojos y le dijo:

—Muchacho, ¿qué problema tienes ahí dentro?

Eso pasa con la hipercrítica: conocemos el verdadero sentido de la justicia, pero siempre estamos corrigiendo a los demás. Por ejemplo, si entramos en una habitación donde hay varios cuadros y uno de ellos está torcido dos centímetros, somos incapaces de no enderezarlo. Lo queremos todo en orden. Lo queremos todo en orden menos a nosotros mismos.

Hay más vías de escape graves de esta conversación insistente. La naturaleza humana siempre ha actuado igual. Retrocedamos a Shakespeare. Mucho antes de que se hubiera producido ninguno de los hondos descubrimientos de la psiquiatría, Shakespeare describió en Macbeth, una espléndida tragedia, un caso evidente de psicosis y un caso evidente de neurosis. La psicosis la sufría Macbeth; y su mujer, lady Macbeth, la neurosis. ¿Recordáis la historia? Para hacerse con el trono, ordenaron asesinar al rey Duncan y a Banquo, el rival de Macbeth. La conciencia inquietaba tanto a Macbeth que desarrolló una psicosis y empezó a ver el fantasma de Banquo. Se lo imaginaba sentado a la mesa. La daga que mató al rey no se apartaba de su vista: «¿Es una daga eso que contemplo ante mí?» (II, 1). La imaginación proyectaba su culpa interior. Fíjate lo sabio que era Shakespeare cuando insistía en que cualquier revolución en contra de la conciencia va seguida del escepticismo, la duda, el ateísmo y la total negación de la filosofía de vida. Macbeth llegó a un estado en que para él la vida no era más que una candela y carecía de sentido:

Mañana, o mañana, o mañana se cuela, con pequeños pasos, día a día, hasta la sílaba final del tiempo prescrito. Y todo nuestro ayer iluminó a los necios la senda polvorienta que lleva a la muerte. ¡Extínguete, fugaz candela! (V, 5).

El escepticismo, el agnosticismo y el ateísmo carecen de fundamentos racionales. Su fundamento, que es la rebelión contra la conciencia, pertenece al orden moral.

Fíjate en Lady Macbeth, cuya culpa se manifiesta en una neurosis. Una doncella comenta que lady Macbeth, en solo un cuarto de hora, se ha lavado las manos varias veces (V, 1). En su interior hay un sentimiento de culpa y, en lugar de lavar su alma, que es lo que debería haber hecho, la proyecta en sus manos. «Ni todos los perfumes de Arabia endulzarían esta pequeña mano», dice (V, 1).

Una joven que estaba recibiendo formación ya llevaba escuchadas quince horas de cintas y grabaciones. Después de la primera clase sobre la confesión, le dijo a mi secretario:

—Se acabó. Ni una clase más. No quiero saber nada de la Iglesia católica.

Cuando mi secretario me llamó por teléfono, le dije que la joven terminara las otras tres clases sobre el tema de la confesión y, a continuación, hablaría con ella. Después de las tres clases, la joven sufrió una auténtica crisis y se puso a chillar y a dar voces:

—¡Me voy! ¡No quiero volver a oír hablar nunca más de la Iglesia!

Tardé unos cinco minutos en tranquilizarla.

—Verás —le dije—, tu reacción ante lo que has escuchado es desproporcionado. ¿Sabe cuál creo que es el problema? Creo que has abortado.

—Así es —repuso ella.

Estaba encantada de haberlo soltado. Su mala conciencia se manifestó atacando la confesión: el problema no eran las verdades de la fe. Ocurre a menudo que una conciencia intranquila se apacigua momentáneamente con los ataques contra la religión.

La conciencia es algo parecido al gobierno de Estados Unidos, que está dividido en tres ramas: legislativa, ejecutiva y judicial. Legislativa: el Congreso que elabora las leyes. Ejecutiva: el presidente vela por la conformidad entre la ley y la acción. Judicial: la Corte Suprema emite juicios acerca de esa conformidad. En nuestro interior tenemos estas tres cosas.

En primer lugar, tenemos un Congreso. Hay una ley interior que dice: «Debes, no debes». La conciencia hace que nos sintamos bien después de una buena acción, mientras que una acción indebida nos hace sentir mal. ¿De dónde procede esa ley? ¿De mí mismo? No. Si la hiciera yo, no podría deshacerla. ¿Procede de la sociedad? No, porque a veces la conciencia me alaba mientras que la sociedad me condena, y a veces la conciencia me condena mientras que la sociedad me alaba. ¿De dónde procede la parte ejecutiva de la conciencia, que juzga si he obedecido o no la ley? La conciencia dice: «Yo estaba allí. ¡Te he visto!». Y ellos dicen: «¡No le hagas caso!». Uno sabe muy bien lo que debe hacer. Todo el mundo conoce los motivos que inspiran su conducta.

La conciencia, por último, nos juzga y alaba determinados actos. De alguna manera, sentimos la misma felicidad y alegría que sentiríamos si nos elogiaran nuestro padre o nuestra madre. Sentimos la misma tristeza e infelicidad que sentiríamos frente a la condena de un padre o una madre. Detrás de la conciencia tiene que haber algo, el Tú divino, que es la referencia de nuestra vida. La mayoría de los trastornos mentales que sufrimos hoy día son debidos a una revolución mental en contra de la ley que está inscrita en nuestros propios corazones. Cuando la gente recupera su conciencia recupera la paz y la felicidad. Entonces la vida es muy distinta. Lo que buscamos es la paz del alma.

La conciencia nos dice cuándo obramos mal; por eso nos sentimos como si en nuestro interior se hubiera roto un hueso. Un hueso roto duele porque no está donde debería estar; nuestra conciencia nos inquieta porque no está donde debería estar. Gracias a nuestra capacidad de autorreflexión podemos vernos a nosotros mismos, especialmente de noche. Como en cierta ocasión escribió alguien, «el ateo tiene miedo a la oscuridad». Y hay una vocecilla que dice: «Eres infeliz, ese no es el camino». Tu libertad nunca es destruida. Notas esa tenue llamada y te preguntas: «¿Por qué no será más fuerte?». Es lo suficientemente fuerte si la escuchamos.

Dios respeta la libertad que nos ha concedido. Quizá hayas visto un cuadro de Holman Hunt en el que el Señor, con un farolillo en la mano, está llamando a una puerta tapada por la hiedra. El cuadro de Holman Hunt recibió muchas críticas. Quienes lo criticaban decían que la puerta no tiene picaporte, y estaban en lo cierto. ¡Esa puerta es la conciencia, que se abre desde dentro!

3.

EL BIEN Y EL MAL

NADIE NACE ATEO NI ESCÉPTICO —que es aquel que pone en duda la posibilidad de descubrir alguna vez la verdad—. Estas actitudes proceden menos del modo de pensar que del modo de vivir. Si no vivimos como pensamos, pronto empezamos a pensar como vivimos. Acomodamos nuestra filosofía a nuestras obras, y eso no es bueno.

Os voy a contar la historia de una atea que vivía en Londres (Inglaterra), donde yo desarrollaba buena parte de mi labor en la parroquia de St. Patrick, en Soho Square. Un domingo por la mañana pasé al presbiterio de la iglesia para preparar la misa y me encontré a una mujer que, puesta en pie, arengaba a los fieles desde el comulgatorio.

—¡Dios no existe! —decía—. En el mundo hay demasiado mal. La razón no puede alcanzar su sentido. Es imposible demostrar la existencia de Dios. Me paso las noches en Hyde Park negando la existencia de Dios y recorro toda Inglaterra, Escocia y Gales repartiendo folletos que niegan que exista.

Me acerqué al comulgatorio y le dije:

—Joven, celebro oírle decir que cree usted en la existencia de Dios.

—¡Qué estupidez! Yo no he dicho eso.

—Pues yo le he entendido todo lo contrario —repliqué—. Imagínese que todas las noches me fuera a Hyde Park para negar la existencia de los fantasmas de doce piernas y los centauros de diez. Imagínese que recorriera toda Inglaterra, Escocia y Gales criticando la fe en fantasmas y centauros como esos. ¿Qué diría de mí?

—Que está usted loco —contestó ella—. Deberían encerrarle.

—¿Y a Dios no lo incluye usted en la misma categoría que a esas fantasías de la imaginación? —dije—. ¿Por qué sería una locura que yo las negara y no es una locura que usted niegue a Dios?

—No lo sé. ¿Por qué?

—Porque cuando yo niego la existencia de esos fantasmas imaginarios estoy negando algo irreal, mientras que cuando usted niega a Dios está negando algo tan real como un navajazo. ¿Cree usted que en este mundo existirían las prohibiciones si no hubiera algo que prohibir? ¿Habría leyes antitabaco si no existiera el tabaco? ¿Cómo puede existir el ateísmo si no hay nada que negar?

—¡Es usted odioso! —dijo la joven.

—Usted misma acaba de dar la respuesta —le dije.

El ateísmo no es una doctrina, sino un grito airado.

Existen dos clases de ateos. Están las personas sencillas con ciertos conocimientos científicos que admiten que probablemente Dios no existe, y hay otra clase de ateos que son militantes, como los comunistas. En realidad no niegan la existencia de Dios: desafían a Dios. Lo que evita que se les tome por locos es la realidad de Dios. Lo que les proporciona algo real sobre lo que volcar su odio es la realidad de Dios.