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Un tema central recorre toda su obra y toda su vida: la solidaridad como idea suprema, principio ético y compromiso responsable. Hijo de la clase obrera, desde niño pudo saborear la dicha de la fraternidad en medio de los estragos de la Gran Depresión; en algún lugar escribe que toda su infancia fue un interminable convoy de pordioseros. En este contexto merece especial mención su solidaridad con la España republicana y con los represaliados de la dictadura franquista. Su casa fue lugar de encuentro de numerosos antifascistas y miembros de las Brigadas Internacionales. Este cuento refleja los conflictos y angustias que definieron a toda una generación: la que fue testigo del último suspiro de una forma de vida eminentemente agrícola y que vivió los desastres de la II Guerra Mundial.
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Seitenzahl: 98
Veröffentlichungsjahr: 2020
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Stig Dagerman
Dónde está mi jersey islandés
Qué bien, así me gusta. Que me reciban como a un señor. Ahí está Ulrik, en la esquina del andén, con botas de cuero y su mejor sombrero, el de ala ancha, mirando alicaído a la explanada de la estación. Lleva brazalete de luto y lazo negro. A su espalda la yegua ramonea entre las flores del arriate. Habrá que ir en coche de caballos, no lo hacía desde que era niño. Me reciben como a un señor sólo porque padre ha muerto. En otro caso tendría que ir a pie hasta que el fango me cubriera las cañas de las botas. Sí, claro que no voy a olvidarme del entierro de madre.
El mismo de siempre. No, qué va, no sale a mi encuentro aunque me vea bajar del vagón. Como si yo no tuviera bastante con lo que cargo, la corona y la maleta llena de botellas de aguardiente. Podía haber facturado la corona, pero vete tú a saber. Bien recuerda uno lo que ocurrió con la corona de madre. Tanto la maltrataron en el transporte que parecía mentira apañar nada. De vergüenza me moría durante el entierro, tratando de cubrir las flores con cintas para que nadie las viera. Y acaso cree alguien que sirve de algo reclamar a la compañía del ferrocarril. Qué va, nada de eso. Lo único que hacen es escurrir el bulto y allí se queda uno como un pasmarote.
Bueno, ahora por lo menos me saluda, Ulrik, Lurik, como le decíamos de pequeños. Saluda con el sombrero y esboza una sonrisa. Parece un palurdo, pero qué otra cosa podría esperarse. Y ahí va el chapista, borracho los sábados como de costumbre. Se detiene y quiere hablar. Sabe lo que llevo en la maleta con sólo verla. Recibe mi pésame más sincero, me dice el chapista, pronto le llegó la hora al viejo. Lo vi un día antes y estaba en plena forma. Ya se sabe que padre bebía más de la cuenta al final de sus días, pero no va a ser el chapista quien venga aquí a pregonarlo en medio de la estación. Me pregunto si estará invitado. Bebían juntos, eso sí, padre y él, pero no por eso va a tener que estar invitado.
¡Atiza! Ahora se me cae el brazalete. El anterior lo perdí, salgo un sábado de parranda y cuando vuelvo a casa el brazalete ha desaparecido. Y no porque se lleve el luto precisamente en la ropa, ¡pero mira que perderlo en medio de una borrachera! Alelado se queda uno aunque fuera un mes después del entierro. La mujer ha vuelto a comprármelo muy holgado. O acaso esté yo demasiado flaco para brazaletes. A saber. En todo caso se me cae hasta la muñeca. Y parezco un desmañado. Maldita sea.
Y Ulrik. Es lo que suele hacer cuando vengo a casa. No echa una mano aunque uno deje la maleta en el suelo y lo esté deseando. Y decir, no dice una palabra, no responde aunque le diga hola una y dos veces. Pero siempre fue cerril y atravesado. Lurik.
Agarra tú la corona, hermano, le digo, y le doy una palmadita en el hombro. Hermanos somos en todo caso y circunstancia, no va a ser en vano. Bien, la caja de la corona cabe justo bajo el asiento trasero. Pero la maleta la llevo conmigo. Ulrik chasquea la lengua. Blenda, la condenada yegua, gira torpe con el belfo atiborrado de flores del jefe de la estación. Deja ahí la maleta, muchacho, dice Ulrik. Pero bien sabe uno lo que pasó cuando el entierro de madre. Tage, el hermano pequeño, quiso llevarla para dárselas de forzudo y, pum, golpeó la maleta contra un puntal de la cerca y reventaron dos botellas. No hubo más remedio que salir por ahí y tratar de hacer acopio de aguardiente en plena tarde de sábado. Será mejor que lleve la maleta conmigo.
En todo caso hace calor. ¿Que si ha llovido? No, llover no ha llovido desde hace un mes por lo menos. Buen mes de octubre, hay que decirlo. Enviamos tarde las cartas, dice Ulrik, pero así y todo las mandamos.
Las cartas. Pasamos por delante del banco, la casa del médico y el café del minigolf. Ahí es donde trabajaba Frida. No fue mala idea ser novio suyo. Entonces entraba al café por la puerta trasera y la consumición me salía gratis. El tiempo que duró. Pero la verdad es que siempre fue de provecho tener a Frida ahí. La recibiste a tiempo, claro, pregunta Ulrik. O más bien lo afirma para justificarse. Ah sí, las cartas. La carta. Pues sí que llegó, pero bien podía haberla escrito antes, Ulrik. Pero siempre ha sido reservado y no, qué va, escribir no escribe una línea en vano.
Y así llegó la carta, el domingo pasado, de forma enteramente inesperada. Yo me había pasado todo el día en el hipódromo de Solvalla, apostando a las carreras y con ciento cincuenta coronas en premios, ¿cuántas veces ocurre eso? Qué disculpado está uno cuando no está sobrio del todo. La carta, va la mujer y la pone encima del contador de la luz y empieza a hacerse la remolona, a ver si cojo la carta tan pronto como llego a casa. Como cuando murió madre, pero entonces recibí una carta como es debido de Lena, la hermana pequeña, la que ahora está ingresada en el sanatorio, cosa que sin duda tranquiliza. Abro la carta, es lo que hago, la leo y releo y me lleva tiempo aclararme. Algo perplejo se queda uno al recibir un mensaje luctuoso y no estar realmente sobrio. La mujer no puede dejar de advertírmelo, pero ya le devolveré yo la pelota, vaya que sí. Y bien, me digo, el viejo no es de los que han desperdiciado una sola gota y quién sabe: acaso se ha dicho que estaba completamente sobrio al morir. Pero aun así me siento algo afectado, igual que en el entierro de madre, cuando salimos por ahí a pedir aguardiente para el velatorio y por la noche ya estábamos alegremente achispados y con resaca durante todo el entierro.
Ropa tienes, por supuesto, dice luego la mujer, eso sí, tendré que comprarte otro brazalete, claro, el anterior lo perdiste en medio de una borrachera. Tendré que oírla hasta el día que me muera.
Y el tejado del guardia, que salió volando y se le vino abajo. Sí, eso dicen, que salió volando. Ahora está sentado en el patio. Fuma en pipa y tiene un papel en la mano. También se ha hecho con una hamaca desde la última vez. Estará buscando información sobre quién pudo haberle echado el tejado abajo. Un engreído, es lo que siempre he pensado.
Ahora nos adelanta un coche, un flamante Chevy, a estrenar. Se lo digo a mi hermano, pero qué va, qué va a saber mi hermano lo que es un Chevy, ni siquiera un Chevrolé, por lo que le toca. Qué pena por Lena, se saca Ulrik de dentro, no la han dado permiso para venir a casa. Sí, pobre Lena, la hermana pequeña, por lo menos tiene algo especial. No es como Lurik, cerril y atravesado, ni tampoco como Lydia, la hermana mayor, gorda y presumida desde que se casó con el tratante de aparatos de radio del pueblo. Los domingos sale con traje folclórico y se ha hecho voluntaria del cuerpo auxiliar del ejército. ¡La hermana de uno! Ya se sabe que lo único que hace es mirar a los demás por encima del hombro. Bien me acuerdo del revuelo que armó durante el entierro de madre por darse la casualidad de que uno cometiera un desliz la mañana del entierro. ¡Mira que tener un hermano tan cafre!, eso fue lo que me dijo. Pues mira, si de mí depende, de eso se libra. Lena es otra cosa. Se parece más a uno, no teme hablar, no es nada arrogante ni mira a nadie de soslayo, nunca lo hizo. Y tuvo que contagiarse de tisis en casa de ese estúpido de Lundbohm, sólo por no caldear su habitación. Ama de llaves de semejante patán, el diablo tenía que ser.
El Chevrolet viene de vuelta, seguro que ha estado en Turisten y viene de regreso. A Turisten vienen a tomar copas hasta de la ciudad. Si pudiera salir esta noche. Pero bien recuerdo lo que pasó durante el entierro de madre. Toda una bronca. Bronca y amargura. El Chevrolet aminora la marcha y no porque la yegua se asuste, porque Blenda ha servido en un regimiento acarreando los cañones de los cabos. Coche y carreta se detienen y quedan a la misma altura, y quién baja la ventanilla del coche y asoma la jeta sino Holmgren el Panadero. Algo más calvo está desde el entierro de madre, pero tiene la misma nariz roja. También tiene la cara colorada pero quizá se deba al bronceado. Capaz.
Te acompaño en el sentimiento, me dice Panadero aunque parezca tan alegre como siempre, siento lo de tu padre. Pero vente a dar una vuelta esta noche si no tienes nada mejor que hacer. Que no es que Knutte ande todos los días de parranda, dice Panadero. No desde el entierro de madre, le digo tratando de parecer compungido aunque no me resulte nada sencillo cuando pienso en las juergas que me he corrido con Panadero. El aguardiente que hemos bebido juntos podría bastar para pasarnos borrachos como mínimo la mitad de un año. Ya veremos, ya veremos, le digo. Nada fijo le puedo prometer estando Ulrik delante. Pero Ulrik chasquea la lengua y restalla con la fusta para que la condenada yegua arranque en segunda y pegue un tirón tremendo. Pero la maleta la llevo bien sujeta entre las rodillas para no correr ningún riesgo. El Chevrolet arranca y se aleja.
Precioso coche, digo, y no es que deje de sentir cierta curiosidad por los posibles de Panadero para ir dándoselas de coche. La última vez me pidió prestadas diez coronas para poder sacar a la mujer a dar un paseo. Ella llevaba tres días sin salir de casa. Al menos eso fue lo que me aseguró. Pero vete tú a saber. Tanto larga Panadero. En el fondo es un buen muchacho.
Primero acierta una quiniela, dice Ulrik. Y luego le toca la lotería. De modo que pronto va a morir pimplando. Eso suena a envidia. Envidioso y atravesado, eso es lo que siempre ha sido Ulrik. Ahí va, dando trallazos con la fusta mientras Blenda cabecea despacio en dirección a Turisten. Fuera de Turisten están los camiones de la cerveza. ¿Tienes cerveza en casa? Si no tienes, paramos y apañamos una caja, le digo. Pero entonces Ulrik se enfurruña. Restalla con la fusta para que la yegua llegue al puente en dos o tres trancos. Es que no puedes pensar en otra cosa estando padre muerto, me reconviene. ¡Cerveza y aguardiente, no tienes otra cosa en la cabeza! Pues claro que sí, hombre, podría haberle dicho. Recordarle el dinero que he estado enviando a casa durante ocho años para el tabaco de padre y ¡cuántos vestidos no enviaría la mujer a madre en su día! Pues claro que hemos tenido algo más en la cabeza, si es que le da por ahí. Y además, lo de la caja de cerveza ha sido con la mejor voluntad. Bien recuerda uno lo que pasó en el entierro de madre. Al final sólo hubo agua y quiénes fueron los que tuvieron que avergonzarse, Ulrik y uno que yo me sé. También podría recordarle eso. Llegado el caso.
Pero no, no es uno muy dado a hurgar en el pasado. Aunque vete tú a saber lo que hubo durante el inventario de la herencia de madre. Poca agua necesita el río para que las piedras queden al descubierto. La cuesta la remonta en un suspiro. Dígase lo que se quiera de Blenda, pero correr, corre. Pero también fue una de las compras de padre. Ulrik, este Ulrik va devanándose los sesos para hacerme una pregunta. Hablar le resulta difícil pero al final le sale. Al final la escupe como una raspa de pescado. ¿Cómo te va ahora con la mujer, con Elinda?
