Dos por dos - Carlos Feilberg - E-Book

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Carlos Feilberg

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Beschreibung

Uno de 88 años… el otro de 76. Dos muchachos muy jóvenes frente a un espejo distorsionado. Una remozada versión de Narciso y Goldmundo de Hermann Hesse. Dos mentes muy diferentes que por rara casualidad ensamblan milagrosamente en el diálogo común. Se admiran. Se respetan. Se esperan. Juegan a través de un sutil y elaborado transitar de palabras tejido en eones de tiempo. El milagro surge de la magia del teatro. Su idioma, su complicidad. Carlos Lozano Dana con su pura flema de humor inglés. Inteligente, fatalista, gracioso. Carlos Feilberg con el resabio de sus personajes, muchos de los cuales encarnaron migrantes de la Segunda Guerra. Dos por dos, dos amigos eternos, cuatro obras de teatro. Dos de Carlos Lozano Dana: "Piedras preciosas" y "Algo huele a podrido en Dinamarca", y por Carlos Feilberg: "Nieve de Primavera" y "El bien y la lluvia (Sincronía)". Cada uno desnuda aquí disímiles temperamentos trasluciendo entre bambalinas su particular concepción de nuestra vida.

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CARLOS LOZANO DANA - CARLOS FEILBERG

Dos por dos

Lozano Dana, Carlos Dos por dos / Carlos Lozano Dana ; Carlos Feilberg. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-4732-3

1. Teatro. I. Feilberg, Carlos. II. Título. CDD A862

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Tabla de Contenidos

PRÓLOGO 1

PRÓLOGO 2

PIEDRAS PRECIOSAS

NIEVE DE PRIMAVERA

ALGO HUELE A PODRIDO EN DINAMARCA

EL BIEN Y LA LLUVIA

Landmarks

Cover

PRÓLOGO 1

Por Carlos Lozano Dana

Carlos Feilberg es un hombre, es argentino, es inteligente, tiene alrededor de setenta y cinco años, casado hace más o menos cincuenta años con Mirta, hoy separado de ella, con quien mantiene una buena relación mientras vive en exitosa pareja con Liliana, adorable persona, muy querida por todos los que la conocemos.

Fue adolescente en La Plata. Y más tarde mecánico industrial en DUCILO, empresa que lo mandó por más de un mes a Gran Bretaña.

En aquella época vivía con Mirta y sus tres hijos, Grisel, Pablo y Celeste. Buen mozo, simpático, honesto, virtudes reales de Carlos Feilberg que no lo ayudaron siendo aún muy joven, y como suele ocurrir, ausente de esas virtudes, tuvo que trabajar día y noche. Fue pastelero (hacía sorprendentes confituras) y buscaba que nunca faltara lo indispensable en su casa.

En su segunda juventud (después de los treinta) logró lo que debe haber dado vueltas tantas veces por su cabeza, tantas que ni siquiera lo admite. Ser teatro. Ser teatro es eso, ser algo del universo teatral. Vivir dentro del teatro. Y fue parte, y muy buena parte, de varias compañías quilmeñas, a veces tomando contacto con el suburbio porteño, con la calle Corrientes, que lo dice todo, y habiendo llegado a tomar clases de dirección escénica con Luciano Suardi, y poniendo un pie, su cabeza y su voz en un escenario del Teatro General San Martín.

El Circulo Médico de Quilmes y la dirección de Florencio Amoroso, fiel amante del método de Stanislavski, que Carlos Feilberg adoptó para siempre. Luego el teatro municipal de Quilmes, después Doña Rosa también en Quilmes, giras por los alrededores. De pronto, verse envuelto en el armado teatral de una sala que Lozano Dana construía para Quilmes, donde fue electricista, ayudante de dirección y primer actor y, sobre todo, amigo de Carlos Lozano Dana, que quería poner un poco sus tiempos estelares en las grandes ciudades hispanas y esconderse en ciudades pequeñas panaceas donde había crecido, estudiado y empezado a ser algo o alguien.

Carlos Feilberg lleva consigo nombres y títulos: “Los de la mesa diez”, “La Nona”, “Esperando a Godot” (que para Carlos Feilberg es la historia personal de un árbol), Leopoldo Russo (inolvidable y amigo), “Cuarteto”, “El Grito del Pavo”, “OK 60”, “Estación Quilmes”, “La irredenta”, “Los compadritos”, “La Cantina”, “El cruce de la pampa”, y la obra, su obra sincera, muy suya y muy de y para el público: “Nieve de Primavera”, con un excelente elenco con el destacado trabajo de la gran Viviana Jeaneret, que Carlos quiso, que Lozano Dana supo manejar en distintos personajes, y siempre fue una amiga inolvidable.

Desde que lo conocí supe que Carlos Feilberg sería alguien para depositarme en él. Así somos los que creemos caminar por el cielo cuando vamos de aplauso en aplauso, de contrato en contrato, de éxito en éxito y también de cosas que no decimos demasiado, los no aplausos, manos que se tocan y hacen ruido para cumplir, voces bajas no justificando lo que uno ha hecho, rostros que no disimulan lo que uno sabe de esos rostros sin verdad. El teatro, el cine, la televisión, la radio… nos hacen estrellas y también nos hacen “sombras”, nos hacen sentir que se puede recibir un Oscar y también una bofetada en el mismo lugar, pero en otro momento. Este medio es como la vida, o es la vida. Y la vida es así. Ondula, viaja, se mueve y nos mueve, va para arriba y para abajo. Por eso los seres vivos somos tan frágiles, los que nos atrevemos a tentar el arte nos disfrazamos de Tarzán y en algunas oportunidades sabemos que nuestro vestuario, esa vez, es el de la mona Chita. Pero sé que debo escribir un poco más y decir que los caminos, el estar y el no estar, las búsquedas y los encuentros, y todas esas cosas que, a veces, consideramos como logros secundarios de nuestra fama o de la imaginación o efectos o caprichos o momentos sin otras inquietudes, todo eso que en una sala de examen podría ser lo difícil, casi incomprensible o injustificable materia a rendir, es realmente parte del ser, de la vida. De una vida. De todas las vidas.

No hay nada que sea nuestro, ni siquiera eso, ni la nada.

Todo se nos presenta espontáneamente, para bien o para mal. Se nos aparece y ahí está. O no se nos aparece jamás. Y quizás sea lo que deseamos, lo que perseguimos. Quizás sea lo que necesitamos.

Sabemos de la muerte. ¿Y qué es la muerte? La conocemos como un final. O como “el” final. Entonces la vida es el principio, o el “sí” para todos nosotros. Si la muerte es el “no”, la vida es el “sí”.

Pero aún más terrible es que haya quienes admitan que nunca han tenido un “sí” ni un “no”.

Somos un misterio, ¿no es cierto?, creo. Un misterio porque de repente descubrimos que nos gusta más el líquido alcohólico que el líquido frutal. O que nos encantan más las sombras de la noche que el colorido del día. Hablamos o escuchamos hablar de Dios a lo largo de nuestra estadía en la Tierra y casi todos los días pasamos cerca de una iglesia. Sentémonos solos o acompañados, sentémonos un día a sincerarnos. ¿Por qué negarnos a Dios? ¿O por qué aceptamos la elección de negarlo o no? ¿Qué es Dios? ¿Por qué lo escribo con mayúsculas? ¿Es un hombre? ¿Conozco mucha gente que se llame Dios? No. Realmente no. Quién sabe por qué. Aceptamos que algunos se llaman Jesús, o María o José, parte de la tan bien conocida familia divina. Y por qué aceptamos que ha habido divinidad y no aceptamos la divinidad misma o la disentimos, o la negamos. Por qué la negamos sabiendo que entre los millones y millones de personas que hay en el mundo exceptuando los hermanos gemelos, con cuerpos, con cabezas, dos brazos, dos piernas y un cerebro que no vemos pero que se supone que rige y dispone creer o no creer, amar o no amar, negar o no negar, sentir que estamos con hambre o sin hambre. Somos raros. Pero no raros por desconocer de dónde venimos, por qué nos vamos, por no poder explicar claramente las circunstancias ni nada, ni ninguna otra cosa. Acaso alguna vez hemos escuchado decir “yo estaba pintando la punta de una estrella en el cielo cuando mi jefe me ordenó dejar esa tarea para meterme dentro del cuerpo de una mujer del Planeta Tierra y por más o menos nueve meses crecer allí y después saltar a un lugar determinado del planeta Tierra y llorar y empezar a respirar y tener hambre y frío o calor e ir creciendo hasta convertirnos en alguien como los demás, porque nací persona al salir de ese vientre de mujer, nací hombre o nací mujer, y seguí un tiempo que viví entre unas horas y unos treinta o setenta o cien años o quizás más, para dejar de respirar y de sentir y de pensar y no preocuparme por nada porque yo ya no existiría y mis huesos finalmente o los restos de mis huesos irían desapareciendo donde me enterraron”.

Supongo que algunos de los que lean estas tonterías que escribo pensarán que soy un chiflado o que fui un imbécil o no, según cuando me lean.

No supongo que vayan a discutir demasiado. Se ha discutido a ciertas personas célebres que hablaban de estos temas con bases más aceptables y horizontes menos atrevidos. Y lo acepto. Lo mismo soy una de esas personas.

Y reconozco, sin demasiado pudor, que me extendí en escribir tanta repetición de idioteces porque quería llegar a presentar a un escritor con quien comparto el texto de este libro. Perdón por haberme dejado llevar por tonterías y no haber tocado desde el principio el asunto del que debía ocuparme.

Este libro es nuestro, de Carlos Feilberg y de Carlos Lozano Dana.

En él incluimos cuatro obras teatrales, dos de cada uno. Y eso me gusta y más que gustarme me honra. Volviendo a mi tan poco acertado comienzo del prólogo, quién sabe por qué se publican nuestras obras, por qué las escribimos, por qué alguien se interesó en ellas, por qué los maestros las aplauden o las niegan y sobre todo, por qué nos sentimos parte importante del universo por haberlas imaginado primero y escrito luego…

Me disculpo si quienes me siguen en este hecho están demasiado cansados de perder su tiempo leyéndome. A veces oigo que no se debe perder el tiempo. ¿Por qué será eso? ¿Servirá realmente controlar segundo a segundo lo que hacemos? Yo creo que no. Insisto en que no. Considero que no por sus valores intelectuales sino por sus valores de cómo se pudiera llamar a la escritura de libros y a su publicación, todo eso es importante y merece el respeto de, por lo menos, permitir que se nos permita hacerlo. Yo agradezco mucho haber escrito las dos obras que se publican en este libro. Pero, créanme, por favor, agradezco mucho compartir esta edición con un ser humano que viene de la punta de alguna estrella, quizás, o de otra parte, y que tuve la felicidad de conocer y que me llena de satisfacción el aceptar la publicación de un libro en conjunto. El libro no trata de ninguna de las calamidades que expuse al empezar estas páginas. Trata de circunstancias divertidas o aburridas, buenas, malas, creíbles o increíbles, que surgieron en extrañísimos momentos de nuestras vidas. Como nacen los hijos, como nacen las alegrías, como nacen los nacimientos, los principios y los finales.

Carlos Feilberg es una persona con una cabeza a la vista, dos brazos y dos piernas a la vista. Y mira y habla como casi todos nosotros. Pero yo lo quiero y lo admiro. Creo que no solamente es un cuerpo que desde hace algunos años va y viene por este mundo y que, en algún instante, mientras nosotros mismos dejemos de ser nosotros, él dejará de ser visto. Pero creo que, por razones vinculadas a la fe, a la intuición, a la inteligencia, o al capricho empecinado en que así sea, él y yo seguiremos viéndonos, escuchándonos y guardando contentos este ejemplar donde se esconden cuatro obras nuestras, porque yo soy, y ojalá ustedes me permitieran incitarlos a que me sigan, un hermoso creyente en que no estoy ni lejos ni cerca de acabarme, sé que voy a estar siempre, donde todos estamos siempre. Y me parece bien, normal, fantástico, que sea de cada forma.

Gracias por no golpearme por haber escrito estas páginas. Gracias por elevarme y por darme un lugar, aunque sea un sitio sin mucho lugar y sin mucho sonido, un lugar en este mi universo.

Ojalá Carlos Feilberg, que cree y lo sé y me maravilla, me perdone por no haber prologado el libro de otra forma. Pero sentí, porque a veces eso se siente, y no me digan que rotundamente no es así, pero sentí que debía escribir esto, que trabajo para alguien, para alguna persona, sea más atractivo que la obra misma que van a leer o ver representada.

Ruego su perdón.

Ruego por su complicidad conmigo.

Y vaya todo mi agradecimiento.

Carlos Lozano Dana, 2023

PRÓLOGO 2

Por Carlos Feilberg

En el año 1985 vivía el entusiasmo de la actuación y me había unido al Grupo de Teatro del Círculo Médico de Quilmes. Su director, el Dr. Florencio Amoroso, de gran creatividad y talento, organizó una muestra u obra de teatro con la participación de todo el elenco, unos veinte. La llamó “¡OK 60!”. Estaba compuesta por escenas sueltas de distintas obras generadas en lo que se dio en llamar Teatro Independiente de la década de los 60. “La Fiaca” (1967), de Ricardo Talesnik, “Los de la mesa 10” de Osvaldo Dragún (1960), “Nuestro fin de semana”, primera obra de Roberto Cossa, estrenada el 27 de marzo de 1964, “El avión negro” también de Roberto Tito Cossa, en julio de 1970, entre otras brillantes piezas de la época. Lo resaltable que viene a cuento, es que al comenzar el espectáculo Florencio imaginó la sala totalmente a oscuras por unos dos o tres minutos. En ese tiempo el potente equipo de sonido de la sala brindaba a la Negra Sosa cantando “Los mareados”. Claro, el espectador sentado en su butaca en medio de la oscuridad absoluta sentía una cierta incertidumbre y expectativa por lo que iba a suceder. Luego de ese “interminable” tiempo, un pequeño reflector impactaba en la figura de un mozo de bar sobre el hombro o costado izquierdo del escenario. Un anciano de chaqueta blanca fregaba con una servilleta en su mano un vaso escrupulosamente. Luego la acción se desplazaba hacia el otro costado de escena donde volcado sobre la mesa, un hombre parecía dormir su borrachera.

Ahora bien, esta representación fue filmada y compartida. En aquella época era menester servirse de una videocasetera VHS que nos ayudara a reproducir la obra teatral en las imágenes del televisor. Estos mecanismos no funcionaban siempre apropiadamente. Solía trabarse la cinta, o ensuciarse los cabezales. Su funcionamiento era relativamente confiable. Luego de rebobinar el casete y completar todos los procedimientos llegaba el gran momento de que pudiera verse la imagen… pero claro, uno se chocaba con la pantalla negra de los tres minutos de oscuridad imaginados por Florencio, y la negra Sosa cantando. Inmediatamente sólo nos quedaba tocar el brillo o el contraste del televisor para ver si se había producido algún defecto, o tal vez en la videocasetera. Luego de unos minutos interminables aparecían las primeras imágenes mostrando que no había defecto. Esta tremenda diferencia dejó muy bien grabado en mi consciencia que una obra de teatro es de una vivencia absolutamente distinta a una experiencia grabada. La magia de la escena ya mismo, el estar allí, en presencia de un hecho vivo, es incomparable a la distancia de una película de cine. Una película puede mostrarnos cien muertes, como en el caso de Rambo, por ejemplo. Pero una muerte bien interpretada en teatro es algo de un impacto muy diferente. El hecho vivo mueve nuestros resortes internos de incertidumbre y expectativa. La lectura de la obra, así como la imagen de video, no transmiten la profunda emoción de la actuación misma. Por lo que ruego permitirse jugar con los personajes de nuestras obras en la búsqueda de compartir la fantasía viva del que escribe. El mejor entusiasmo al leerlas, las de una estrella planetaria como Carlos Lozano Dana y los textos de este entusiasta por 30 años de revolcones y alegrías sobre las tablas, amante del teatro.

A veces, me pregunto si no es que estaré abusando de nuestra amistad al compartir trabajos con mi amigo Carlos Lozano. Mi currículo es como de pueblo, algo local y de importancia relativa, salvo algunos momentos como los cursos de dirección escénica con el maestro Luciano Suardi en el Teatro Nacional San Martín allá por el 2010 y el 2011 y claro, más de doscientas veces de salir a escena a compartir ilusiones con el público. Pero mi amigo Carlos es una estrella del espectáculo reconocida mundialmente.

Quiero compartir una muy breve semblanza del paso de Don Carlos Lozano Dana y su brillo en este mundo como una luminosa estrella fugaz en el firmamento.

Nació en la ciudad de Santa Fe, provincia del mismo nombre. Pero de niño con su padre y madre se afincaron en Quilmes. Su madre fue una de las más importantes jugadoras de bridge que tuvo Argentina, y también campeona de tenis. Una tenista de excepción que fue tentada a permanecer en la ciudad, Quilmes, provincia de Buenos Aires, Argentina, y así lo hizo. En su primera juventud Carlos era devoto de las revistas que reemplazaban la televisión de hoy, y devoraba literalmente todo artículo de las revistas Radiolandia, Antena, Para Ti, Tv Guía, según cuenta. ¿Pero qué mejor que el relato desde su propia y maravillosa pluma? Carlos está escribiendo su propia y luminosa historia, algo así como su autobiografía, “Algo de mí”, y quiero transcribir algunas pequeñas partes de eso mismo que lo revelan como la punta del iceberg al iceberg mismo.

Escribe Carlos Lozano Dana

“Me recibí de bachiller a los diecisiete años y para cumplir con el deseo de mi padre me inscribí en la Facultad de Derecho, donde nunca rendí ninguna materia. Yo escribía cuentos desde niño. A los quince había terminado una novela, “Un pingüino en el desierto”, que decidí mandar a la Editorial Emecé. Poco después, llamaron a casa, de parte del señor Adolfo Bioy Casares, invitándome a la editorial. Y fui a esa cita. Fui muy impactado. No sé qué esperaba. Pero evidentemente creía que ese era el gran momento de mi vida. Bioy Casares, encantadora persona cuyos libros yo había leído con enorme admiración, me recibió en su escritorio de la editorial con un té con bizcochos. Me comentó que había leído la novela. Me dijo: “Tanto Borges como Victoria Ocampo, como Mallea, yo leo las cuatro primeras páginas de todo lo que nos envían a Emecé, muy pocas veces llegamos a la quinta página, yo leí su novela completa”. Quedé tan impresionado que ni siquiera recuerdo lo que siguió después. El caso es que me dijo que la novela esa era buena, pero no era algo para publicar, pero que él me citó para decirme algo que pocas veces podía decir. Me dijo que yo era un escritor y que no debía permitir que nadie lo pusiera en duda, que yo debía seguir escribiendo hasta que la obra fuese considerada digna de su publicación, etc. etc. etc. Regresé feliz a casa, les conté todo eso a mis padres. Papi también escribía, desde siempre. Jamás publicó nada, pero yo he descubierto con el tiempo que muchos de sus cuentos y varios de sus poemas son muy emocionantes. Él se alegró por el comentario de Bioy Casares, pero me pidió que además de escribir siguiera estudiando una carrera. De lo que uno escribe no se puede vivir ni cuidar una familia. Así lo dijo.

Y yo ingresé entonces a la Facultad de Filosofía y Letras, donde tuve, entre otros, a Borges como profesor de Literatura Británica. Y a Castagnino como profesor de Introducción a las Letras.

Yo quería a la literatura. Pero vivía enloquecido por el cine y el teatro. Yo iba al cine desde los doce años, con permiso de mis padres. Iba los martes y jueves al cine Mitre, en Quilmes, y veía tres películas argentinas cada vez. Solían repetir algunas. Tanto que, a veces, yo cerraba los ojos y decía los diálogos que se escuchaban en la sala. El Mitre era el cine menos importante de Quilmes. En aquella época Quilmes tenía cinco salas cinematográficas. Dos importantes con asientos numerados, el Cervantes y el Rivadavia, y otros dos un poco menos jerárquicos, el Colón y el Moderno. El quinto era el Mitre donde yo crecí junto al cine, como quien crece junto a alguien cuya piel lo entibia y lo magnifica.

Los sábados por la noche generalmente íbamos al Cervantes o al Rivadavia con Anita Núñez, su hija Nani, su suegra y su madre, mami y yo. Yo compraba las entradas por adelantado, el viernes, y todo eso era una fiesta.

El caso es que un día me decidí. Yo había oído hablar de Enzo Ardigó en casa y en la casa de mis tíos. Ardigó era de Santa Fe y siendo muy joven trabajó con mi abuelo, junto a mi tío Filandro y a mi padre. Pero nadie lo había visto desde entonces.

Yo fui a la oficina de “Radiolandia”, en Diagonal Norte, frente al Obelisco. Subí al último piso y en ese momento mi vida cambió para siempre. Me atendió Soledad, la secretaria del equipo principal de la Editorial Julio Korn. De allí salían varias revistas, “Radiolandia”, “Goles”, “Vosotras”, etc. que eran minas de oro. Soledad, a pesar de todas mis explicaciones y de una insistente insistencia, me pedía que dejara mis datos. Yo quería hablar con Ardigó. Amablemente, ella me contestó que Ardigó no recibía a nadie que no estuviera citado con él y que de momento estaba en su oficina con alguien importante. Tanto debo haber insistido que, por fin, tomó el papelito con mis datos personales y fue hasta la oficina de Ardigó. Al rato llegó y me dijo que me sentara y que esperara. Pero en ese instante apareció Ardigó. “¿Vos sos el hijo de Carlos? Nunca te vi, pero te parecés a tu padre”. No demoré en decirle que necesitaba hablar con él, etc. etc. Terminó llevándome con él hasta su oficina, donde estaba Hugo del Carril. Rápidamente le dije a Ardigó que yo era un loco del cine, que quería escribir, que soñaba con trabajar en “Radiolandia”, y más o menos todo lo mismo por un rato. Creo que me contestó que yo era un pibe y cosas por el estilo. Yo insistí tanto que terminó llevándome a un pequeño cuarto junto a su oficina. Me sentó a una máquina y me pidió, para complacerme, que escribiera dos páginas, una era Dialoguitos Telefónicos y la otra un reportaje a Mirtha Legrand. Cuando terminaba de hacerlo iría a su oficina y le llevaría la tarea cumplida. Se fue, y en media hora, cumplido el encargo, golpeé la puerta de su escritorio y entré con mis dos o tres páginas escritas. Se las entregué. Me miró con simpatía como diciendo “Sos rápido, boludo”. Allí seguía Hugo del Carril que miraba por una ventana hacia el Obelisco. Ardigó miró mis papeles y me di cuenta que muy pronto dejó de “mirarlos” y que estaba leyendo, leyendo todo. Al terminar me miró y miró a Del Carril y dijo: “Ya vengo. Vení conmigo, pibe, vení”. Caminó a una oficina cercana, yo lo seguí, y entramos. Era el súper despacho de Julio Korn, figura central de mi historia y de todo el ambiente del espectáculo argentino.

“Don Julio... este muchacho es nieto de un gran hombre de Santa Fe para quien yo trabajaba”. Y, abreviando, le contó lo que había pasado. Enseguida, Julio Korn tomó mis papeles, los que yo había escrito, y los leyó. Después miró seriamente a Ardigó y le dijo: “Podemos incorporarlo a nuestra editorial ahora mismo”. Y así fue. Ese mismo día me fui habiendo arreglado todo. Yo empezaría el lunes próximo. Trabajaría de lunes a viernes de trece a diecinueve y cobraría tanto...”.

Esa noche, en mitad de la cena, conté todo lo que había pasado. Mis padres me escucharon tranquilos. No dije cuál era el sueldo que cobraría porque la cantidad era mayor a la del sueldo de mi padre.

Y así fue. Así empezó todo.

Jamás tuve que corregir una nota, jamás me enseñaron nada de la revista ni nada del mundo del espectáculo que yo no supiera ya. Jamás dudaron en convertirme en el relator más importante de “Radiolandia”. Despidieron a un periodista mayor y me pusieron en ese lugar. En pocas semanas pasé a ser una persona conocida, respetada y mimada del mundo del espectáculo. No había nadie en el cine, en el teatro o en la radio, ni en la incipiente televisión, que no quisiera figurar en “Radiolandia”. Ochocientos mil ejemplares por semana. Me especialicé en hacer las crónicas (no me atrevía a llamarlas críticas) de los estrenos nacionales, en reportajes a todas las figuras del medio, en chismes... Escribía rápido y salía a hacer notas con los fotógrafos de la revista.