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Nada más ver a su vecina, Jack Barrett se sintió intrigado. Grace Holliday tenía una dulzura que el cínico abogado no había visto en mucho tiempo. Sin embargo, sabía que era demasiado joven para él. Y encima estaba embarazada... Pero Jack se sintió atraído hacia ella con la fuerza de un imán. En poco tiempo, se vio totalmente involucrado en la vida de Grace. Pronto comprendió que con ella tendría que ser o todo o nada, y él ya había recorrido ese camino en el pasado. No entraba en sus planes comprometerse... con nadie. Ni siquiera aunque Grace llevara en su seno al hijo de su sobrino...
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Seitenzahl: 211
Veröffentlichungsjahr: 2019
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2000 Stella Bagwell
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Dulce corazón, n.º 1196 - junio 2019
Título original: Falling for Grace
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1307-899-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Si te ha gustado este libro…
HABÍA vuelto! ¡El cielo había escuchado sus plegarias!
A pesar de lo tarde que era, Grace Holliday se apartó de la ventana del salón y fue en busca de las sandalias.
Como no las veía, decidió rápidamente que no le hacían falta; salió volando por la puerta y cruzó el césped hacia el bungalow de al lado. Parte de la casa estaba oculta entre pinos y magnolios, pero no había soñado que había visto luz en la cocina. En ese momento la veía ya perfectamente.
Los haces de luz que se filtraban por entre las ramas de los pinos eran como un faro de esperanza para su abrumado corazón, y a pesar de su abultado abdomen se sintió ligera como un pájaro mientras salvaba las escaleras de madera y cruzaba el porche.
La sólida puerta de madera estaba abierta y la suave brisa del océano se colaba por la puerta mosquitera, a través de la cual se veía el pequeño salón a oscuras. No se oía ni un solo ruido en la casa y Grace se preguntó si se habría quedado dormido.
–¡Trent! Trent, soy yo Grace. ¿Estás ahí? –gritó tras llamar con los nudillos en el marco de la puerta.
Grace esperó con impaciencia en la noche calurosa.
–¡Trent! ¡Contesta!
Pasó otro minuto y nadie salió, así que Grace decidió entrar en la casa y hacerle saber que estaba allí. Seguramente no la habría oído llamar. No era posible que la ignorara abiertamente. Después de todo, había vuelto a Biloxi. Eso tendría que significar algo.
Se dirigió hacia la cocina por un corto pasillo. De repente oyó un ruido detrás de ella y seguidamente una voz de hombre resonó a sus espaldas.
–¿Quién demonios es usted?
Con el corazón en la boca, se dio la vuelta y retrocedió involuntariamente al ver una corpulenta y oscura figura delante de ella.
–Yo… Soy Grace Holliday. ¿Quién es usted?
–Está claro que no soy la persona a la que anda buscando –dijo con sarcasmo y un trasfondo de advertencia.
Sin pensarlo retrocedió un poco más hasta entrar en la iluminada cocina.
–Yo pensé que… Estaba buscando a Trent –le dijo algo nerviosa.
–Lo sé. Ya la he oído.
Grace lo miró con incredulidad. ¿Si la había oído, por qué no había acudido a la puerta?
–¿Está Trent aquí? –le preguntó, ligeramente molesta.
El hombre se acercó a ella y al verlo Grace se sorprendió.
–¿Por qué lo quiere saber?
–Yo pensé que… Él…
Su vacilante discurso se interrumpió totalmente mientras intentaba asimilar el físico de aquel hombre. Aparte de ser alto, era esbelto y de aspecto enérgico; tenía los ojos grises, la mandíbula cuadrada y los labios perfectamente dibujados. El cabello era castaño dorado y ligeramente ondulado. Grace se dio cuenta de que tenía delante a un hombre de lo más sensual y atractivo.
–¿Pensó que él, el qué, señorita Holliday?
Grace se pasó la lengua por los labios nerviosamente y aparto la mirada de él.
–Nada. Vi la luz desde la casa de al lado y pensé que sería él. Siento haberme equivocado.
La joven qué tenía delante tenía una mata de pelo negro rizado y alborotado recogida sobre la cabeza. Llevaba pantalones cortos blancos y una camiseta roja suelta. Tenía los pies descalzos y unas piernas largas, firmes y bien torneadas. Pero no fueron sus piernas lo que más le llamaron la atención, sino la redondez de su vientre. La mujer estaba embarazada. ¡Muy embarazada!
El descubrimiento lo distrajo momentáneamente y le hizo perder el hilo de sus pensamientos que, para un hombre de su profesión, eran ciertamente impropios.
–Me llamo Jack Barrett –dijo por fin.
Grace le tendió la mano y Jack sintió deseos de estrechársela en lugar de rechazar a esa preciosa intrusa. Y él no era así; normalmente a Jack le importaba un pito a quien tuviera que desairar; incluidas las mujeres bellas.
–Esto… ¿Ha comprado esta casa, o algo así? –preguntó, ligeramente confusa.
Mientras le daba la mano, decidió que no tendría más de veintidós o veintitrés años. Jack se estrujó el cerebro intentando recordar si Trent había mencionado alguna vez a alguna muchacha llamada Grace, pero era como encontrar una aguja en un pajar. En una semana de trabajo oía más nombres que cualquier otra persona en un año entero. Y además no solía ver a su sobrino muy a menudo. Desde que el hijo de su hermana se había hecho un hombre, Jack apenas veía al joven.
–Algo así –dijo al tiempo que decidía mostrarse cauto con Grace Holliday.
Si había mantenido alguna relación con Trent, no tenía ni idea de lo que podría querer. Pero con la familia Barrett normalmente se reducía a una cosa: dinero.
–¿Dígame, señorita Holliday, suele entrar en las casas ajenas a estas horas de la noche como lo ha hecho hace un rato?
Grace se sonrojó y Jack notó que no iba maquillada. Tenía las cejas negras y finas, y las pestañas largas y espesas; unos ojos verde pálido y una tez bronceada y sonrosada. Decidió que era como la imagen de una diosa tahitiana; una mujer naturalmente bella, de una sensualidad primitiva. Era de las que haría perder la cabeza a cualquier hombre.
–No –contestó Grace–. Pero la puerta estaba abierta y pensé que…
–Y pensó que Trent estaría aquí –dijo, sonriendo despectivamente.
Grace asintió y él leyó la decepción escrita en su bello rostro. ¿Qué querría decir?, pensó Jack.
–¿Vive usted aquí en Biloxi? –le preguntó él.
–En la casa de al lado. Así fue cómo conocí a Trent. Estuvo viviendo aquí hace unos meses.
Jack se estrujó de nuevo el cerebro. Trent había tenido las vacaciones de mitad de trimestre en la facultad en diciembre. Intentó recordar si le había pedido permiso para utilizar la casa de la playa. Claro que de haberlo hecho sin su consentimiento a Jack no le habría importado. Jack no había ido a conocer el sitio hasta ese mismo día.
Dos años atrás había comprado la propiedad por capricho. Un empleado de la firma había necesitado dinero rápido y Jack le había extendido un cheque sin pensar demasiado lo que haría con una casa en Mississippi.
Irene, su secretaria, le había dicho que había tardado demasiado tiempo en interesarse por la casa. Él había pensado en contestarle que ya nada podía despertar su curiosidad, que había hecho de todo y que lo había visto todo. Pero menos mal que no se lo había dicho, porque Grace Holliday habría conseguido dejarle por mentiroso. En tan solo unos minutos, Grace había conseguido más que despertar su interés.
–¿Esto… ? ¿Cuánto tiempo hace que no ve a Trent?
Arrugó el entrecejo mientras consideraba si decirle o no algo a aquel hombre.
–Mire… Yo no lo conozco. Tal vez debería pedirle disculpas por la intrusión y salir de aquí.
El hombre se cruzó de brazos y la miró con sospecha.
–Ya se ha disculpado antes. Si no estuviera embarazada pensaría que ha entrado aquí a robar.
Grace abrió mucho los ojos; se sentía perpleja e insultada.
–Estoy segura de que por estar yo embarazada se le están ocurriendo todo tipo de cosas, de todos modos.
Era cierto. Pero no el tipo de cosas que ella creía. Y de pronto Jack decidió que de momento no le diría que era el tío de Trent. Si esperaba averiguar quién era ella y si el bebé tenía algo que ver con su sobrino, iba a tener que ser muy discreto en cuanto a sí mismo.
Le miró la mano y vio que no llevaba ni anillo de compromiso, ni alianza, y no le había corregido cuando él le había dicho señorita.
–¿No está casada con ese tal Trent?
Ella sacudió la cabeza y arrugó el entrecejo con confusión.
–¿Y por qué iba a querer saberlo usted?
Él se encogió de hombros.
–En realidad, por ninguna razón. Pero el modo en que gritaba su nombre… Parecía desesperada por verlo.
Grace había estado desesperada por ver a Trent. Hacía cinco meses que la había dejado plantada y embarazada. Y durante ese tiempo casi había llegado a aceptar el hecho de que no quería pasar el resto de su vida junto a ella. Pero Grace esperaba y rezaba para que volviera, al menos por el bien del bebé.
–Sí –reconoció en tono bajo.
Al ver que no seguía hablando, Jack le preguntó:
–¿Está pensando en… casarse con ese tipo?
Una triste sonrisa se dibujó en sus sensuales labios rosados. El gesto turbó a Jack más de lo que estaba dispuesto a reconocer.
–No.
–¿Es acaso… el padre de su bebé? –le preguntó mientras arqueaba las cejas ligeramente.
Su rostro se ensombreció y su expresión se tornó hermética.
–Lo siento –repitió–. Ahora tengo que volver a casa. Adiós, señor Barrett.
Por un instante, al pasar junto a él, pensó en agarrarla del brazo y detenerla. Pero no lo hizo. Estaba claro que no quería hablar con él. Y si él la presionaba se podía delatar.
Al oír la puerta mosquitera cerrarse suavemente, Jack fue hacia la parte delantera de la casa y se asomó por una ventana del salón.
Grace Holliday iba cruzando el césped despacio, con la cabeza gacha, claramente temerosa de volver a casa y contarles a sus padres que no era Trent el que estaba en la casa de al lado, sino un hombre algo mayor, más sabio y más duro.
Dudaba mucho que Trent fuera el padre del hijo de esa chica. De haberse quedado en el bungalow a primeros de ese año, sin duda lo habría hecho acompañado. Jack sabía muy bien que Trent siempre tenía a multitud de amigos a su alrededor. Quizá se hubiera liado con uno de los amigos de Trent y estuviera buscándolo para que la ayudara.
Pero de uno u otro modo Jack tenía la intención de enterarse. Al menos por el bien de su hermana. Jillian tenía diez años más que Jack y se había divorciado casi tantas veces como años tenía Trent. El padre del chico se había largado poco después de nacer Trent, y Jillian lo había tenido que criar sola. Lo que menos falta le hacía a su madre era que una jovencita ávida de dinero le pusiera un pleito a su hijo.
Cuando Grace se tumbó en su cama con dosel, estaba temblando de pies a cabeza. Se agarró las manos y cerró los ojos para desterrar de su pensamiento la imagen de Jack Barrett. No sabía quién era ni por qué estaba en casa de Trent. Pero una cosa le había quedado clara: su visita no le había hecho mucha gracia.
Tenía ganas de llorar, pero se contuvo con rabia. Era ya demasiado tarde para derramar lágrimas o para entristecerse.
Por el contrario, cuando había visto luz en la casa, había sentido una enorme alegría en el corazón. Había estado segura de que Trent había vuelto. Aunque no por ella. Sabía desde que le había contado lo del bebé hacía ya meses que ellos dos no tenían esperanzas. La noticia le había llevado a reconocer que jamás la había amado, y que no tenía intención de mantener una relación con ella. Simplemente había ido a Biloxi a divertirse un poco y a relajarse después de los exámenes que había hecho en la Universidad de Tejas de Austin.
Tras el dolor inicial al descubrir que la había utilizado, Grace había aceptado el hecho de que había sido una ilusa. Y, lentamente, los sentimientos que tenía hacia Trent se habían ido apagando. Pero desde entonces no había hecho más que esperar y rezar para que volviera por el bien del bebé. Deseaba que su hijo tuviera un padre, y saber que tenía el cariño de ambos padres. Y esa noche, mientras corría hacia el bungalow, había creído que sus sueños de esperanza se habían vuelto realidad.
Pero en lugar de encontrar a Trent se había encontrado con un hombre muy distinto a ningún otro. Todo él respiraba una sensualidad tremenda, y con solo mirarlo Grace se había estremecido como no lo había hecho jamás.
Ni siquiera se había preguntado si tendría familia o el tiempo que pensaba quedarse. Solo había sentido la urgente necesidad de apartarse de aquellos penetrantes ojos grises. Incluso en ese momento, en la paz de su dormitorio, sentía la mirada de Jack Barrett sobre su rostro y su cuerpo.
Por la expresión inquietante de Jack, Grace adivinó que tenía ganas o de estrangularla o de besarla.
Mientras pensaba en ello, apagó la lámpara y se desvistió despacio. Debía olvidar a ese hombre. Al día siguiente le esperaba otra larga y agotadora jornada. Tenía que estar descansada y lista.
A la mañana siguiente, Irene, la secretaria de Jack, contestó su llamada.
–¿Qué demonios estás haciendo? –le ladró Jack–. ¿Comiendo caramelos?
–No, intentando seducir a uno de tus clientes. Pero se largó de aquí después del tercer timbrazo. Siempre llamas en el peor momento, Jack. ¿Además, para qué llamas al despacho? ¿No recuerdas lo que te dijo el médico? Tienes que estar lejos de aquí una temporada.
Jack suspiró largamente y ladeó la cabeza para poder ver bien la casa de al lado. Muy temprano, esa misma mañana, antes de prepararse el desayuno, había visto a Grace cargar un montón de libros y una bolsa de paja en el coche que había aparcado en su plaza de garaje. Recordó cómo el viento le agitaba el cabello suelto y el vestido floreado mientras se montaba en su pequeño vehículo. Momentos después se había puesto en marcha en dirección a Gulfport, y hasta entonces no había regresado. Tampoco había visto a nadie en la vieja casona.
–No estoy llamando al despacho, Irene; solamente quiero hablar contigo.
–Pues no sé por qué. Dijiste que no te importaba si volvías o no a ver este lugar –le recordó Irene–. Dijiste que no querías volver a oír el timbre del teléfono, la alarma de un despertador, la radio o la televisión. Y sobre todo que no querías volver a escuchar las resoluciones de un juez, el testimonio de un testigo o a un cliente quejándose para obtener un pago más elevado.
–Eso es cierto –dijo en tono seco–. Y sigo pensando lo mismo.
Dejó la taza de café vacía sobre una mesa baja que había delante del sofá, mientras Irene soltaba una especie de carcajada.
–¿Entonces abandonas Barrett, Winslow y Layton?
¿Era cierto?, se dijo para sus adentros. A sus ojos, abandonar era sinónimo de perder. Y Jack jamás había perdido ningún caso; en realidad no sabía cómo se perdía. Pero el trabajo tenía cada vez menos sentido. Y era tan estresante que dos días atrás había acabado en la consulta de su médico con un ardor de estómago insoportable y con la tensión lo suficientemente alta como para enviarlo al otro barrio.
Durante treinta minutos había escuchado el sermón del médico que lo había reprendido por enfrascarse demasiado en su trabajo y no tomarse tiempo libre para realizar otras actividades fuera del despacho. Maldita sea, Jack no tenía otra vida que la oficina y eso era lo que le había dicho al médico.
–Entonces será mejor que cambie de vida antes de que un día lo encuentren muerto –le había dicho el doctor.
–No me has contestado, Jack. ¿Vas a abandonar el bufete? –Irene repitió.
–Eso enorgullecería enormemente a mi padre –comentó con sorna.
–John Barrett está muerto, Jack –le dijo de sopetón–. No hay razón por la que tengas que seguir complaciéndolo.
John Barrett. Durante años el sonido de ese nombre había sido suficiente para que todo el despacho se echara a temblar. Ninguna empresa, fuera grande o pequeña, quería enfrentarse al formidable abogado en un juicio.
Desde pequeño a Jack le habían preparado para seguir los pasos de su padre. Su tatarabuelo había fundado Barrett, Winslow y Leyton. Era deber de Jack que la empresa continuara; era lo único que habría sido aceptable a los ojos de su padre.
–No te he llamado para discutir contigo, Irene. Necesito una información y me preguntaba si habías visto o hablado con Jillian últimamente.
Tras una pausa Irene le dijo:
–No recuerdo exactamente cuándo hablé con tu hermana por última vez. Creo que hace un par de semanas. Se pasó por el despacho para verte, pero ese día estabas en un juicio.
–¿Sobre qué me quería ver?
–Bueno… No recuerdo que fuera por nada en especial. Creo que había salido de compras y simplemente decidió pasarse a verte. ¿Por qué?
–¿Dijo algo de Trent?
–Bueno, fui yo la que le pregunté por él –explicó Irene–. Me dijo que le iba bien; sobre todo desde que ha empezado en su nuevo empleo.
–¿Dijo algo de una novia?
Irene se echó a reír.
–Bueno, Trent ha tenido unas cuantas novias. Más o menos como su tío, ya sabes.
Jack ignoró el insidioso comentario de Irene.
–Me estoy refiriendo a alguna en especial.
–Trent piensa que cada una de ellas es especial. Hasta que se cansa de ellas, claro.
–No te he pedido tu opinión sobre el comportamiento de mi sobrino, Irene. Solo los datos.
Pero su modo de hablar brusco y directo no molestó a Irene. Llevaba quince años siendo su secretaria y estaba acostumbrada a su forma de ser.
–Lo siento. Con tantos caramelos se me ha ido la cabeza –contestó–. Pero ahora que lo dices sí recuerdo que Jillian mencionó el nombre de una chica a la que veía desde hacía un tiempo. Creo que se llamaba algo así como Tessa o Tricia.
Nada de Grace. Jack no sabría decir cómo le sentaba lo que le había dicho Irene.
–¿Estás segura?
–No al cien por cien. Pero recuerdo que el nombre empezaba por «te». ¿Te sirve eso de algo?
–Un poco.
–¿Bueno, me vas a contar entonces de qué va todo esto?
–No.
–Vaya, qué hay de nuevo –dijo, fingiendo estar molesta–. Simplemente soy la vieja y fiel secretaria que trabaja sesenta horas a la semana para ti. No merezco una explicación.
–Irene –dijo con impaciencia–. Si pensara que podría valérmelas sin ti, te despediría.
–Pero no puedes –dijo, sonriendo–. Así que no me vas a despedir. Además, soy tu única amiga.
Irene estaba tan cerca de la verdad que Jack hizo una mueca. El hecho de que su secretaria de cincuenta y cinco años fuera su mejor amiga decía mucho de su vida.
–No puedo decirte nada –dijo enfadado.
–Bueno, francamente, no lo entiendo, Jack. Pensé que habías ido a Biloxi a descansar, no a investigar a tu sobrino.
–No estoy investigando, Irene –le dijo cansinamente.
Tras una pausa, Irene le preguntó:
–¿Entonces, cuánto tiempo tienes pensado quedarte ahí?
–No lo sé. Depende.
–¿De qué?
De su preciosa vecina embarazada.
–Del humor que tenga, Irene –dijo en voz alta.
–Vaya. Bueno, espero que estés de mejor humor la próxima vez que me llames.
–Yo también –gruñó y seguidamente colgó antes de que Irene pudiera añadir nada más.
Se levantó del sofá, salió al porche y se quedó contemplando el Golfo de México. Soplaba un fresco viento del sur que levantaba las blancas crestas de las olas y las empujaba hacia la playa. La extensión de arena vacía estaba a menos de doscientos metros y corría paralela a la parte delantera de la casa.
No recordaba la última vez que había estado en Biloxi; quizá hiciera ya siete años. Había sido por algún caso en el que un casino había denunciado a algún contratista por algo que no recordaba.
Desde entonces, varios casinos más habían proliferado junto a las playas de la ciudad costera. Pero, sorprendentemente, el tráfico y el ruido no llegaban hasta allí; estaba a tres millas de la ciudad y de algún modo había conseguido seguir siendo un lugar tranquilo. Aparte de la casa de al lado, no había otras residencias en los alrededores.
Jack no se imaginaba a Trent en un lugar tan tranquilo y solitario. Se figuró que una de las lujosas salas de un casino habría sido más de su agrado. Pero entonces, tenía que reconocer que Grace Holliday sería en sí una atracción para cualquier hombre. Quizá su sobrino se había entretenido entre ella y las mesas de juego.
¿Maldita sea, por qué estaba suponiendo ya que Grace Holliday llevaba en su seno al hijo de Trent? A lo mejor eso estaba muy lejos de ser verdad.
Para ser totalmente sincero consigo mismo, Jack debía admitir que el hecho de que Grace Holliday estuviera embarazada, fuera quien fuera el padre, lo molestaba. Aunque no entendía por qué. En los tiempos que corrían las madres solteras eran más la regla que la excepción. Además, ella era una extraña para él. Lo que hiciera con su vida no era asunto suyo.
Sin embargo la noche anterior, cuando le había tendido la mano, había sentido algo distinto. Había sentido como si Grace Holliday fuera una auténtica señorita sureña, con orgullo, moral y valores familiares. No le había parecido la típica chica que se acostara con un hombre para luego sacarle dinero.
Maldita sea, había pasado demasiado tiempo en los tribunales. No era capaz de reconocer a una cazafortunas cuando la tenía delante.
Horas más tarde, los ruidosos graznidos de los pájaros lo despertaron de su sueño. ¿Malditos bichos, por qué no volvían a la playa, donde debían estar?
Abrió los ojos al oír otro ruido. ¿Dónde demonios estaba? Por la ventana vio las ramas de los pinos meneándose al compás de la suave brisa.
Se pasó la mano por los cabellos y se incorporó. Paseó la mirada por el pequeño patio trasero y de repente todo volvió a él con claridad. La sombría orden del médico, y después el largo trayecto desde Houston hasta Biloxi el día anterior. Recordó también el cansancio que había sentido por la noche, antes de que Grace Holliday apareciera en el bungalow.
El recuerdo de su bonita vecina le llevó a mirar inmediatamente hacia la casa de al lado. Quizá ya estuviera en casa. No se había fijado; había pasado casi toda la tarde trabajando en el expediente de un juicio muy importante. Después había salido al patio para descansar un rato, y lo último que recordaba era que se había sentado en la tumbona y se había puesto a escuchar el adormecedor e incesante arrullo del océano, mientras aspiraba el suave aroma de los pinos y del salitre.
Debía de haber estado más cansado de lo que había pensado para quedarse dormido. Jack hizo una mueca de pesar. Esa era otra señal de que se estaba haciendo mayor y de que cada día estaba más acabado.
Se levantó de la tumbona. De pronto, cuando se disponía a entrar en la casa le llegó la voz de Grace.
–Joshua, no dejes que se te caiga el instrumento. ¿Qué llevo diciéndote desde hace tres semanas? Debes mantenerlo erguido todo el tiempo. Venga, agárralo bien y empieza de nuevo. Y esta vez no me decepciones.
Jack abrió los ojos como platos. Esa mujer no estaba en condiciones de mantener relaciones sexuales, ¿no?
A menos de cinco metros una valla y unas azaleas separaba los dos patios traseros.
Sin saber qué esperar, se acercó a la valla y se asomó por entre los arbustos. A unos dos metros, en un patio de ladrillos, estaba Grace de espaldas a él. Llevaba puesta la camisa amarilla y la falda larga con las que la había visto esa mañana y el mismo recogido del día anterior.
De pronto, el chirrido que lo había despertado momentos antes empezó de nuevo. Grace se apartó un poco y Jack pudo ver al culpable.
Tendría alrededor de ocho años. El rizado flequillo le cubría en parte los ojos y tenía la lengua un poco sacada, totalmente concentrando en el pequeño violín que aprisionaba bajo la barbilla.
¡Un estudiante de música! Que Dios lo ayudara, había ido allí para disfrutar de la paz y la tranquilidad. ¡Ese era el sonido más molesto que había oído en su vida! Y Grace Holliday no podía ser profesora de música. Era demasiado joven. ¡Y encima estaba embarazada! Las mujeres como ella no solían hacer ese tipo de cosas, se dijo para sus adentros.
–Mucho mejor, Joshua –le dijo–. Pero sigues dejando el arco flojo. Recuerda que debes mantenerlo al mismo nivel que el puente.
–Sí, lo recuerdo, señorita Holliday. Pero cuando pienso en las notas que tengo que poner con los dedos, me olvido del arco –se quejó el niño.
Jack vio cómo Grace le daba al niño una palmada en el hombro para animarlo.
–Lo sé, Joshua. Pero pronto podrás hacerlo todo a la vez y dentro de poco estarás tocando a Strauss. Te lo prometo.
¡Strauss! ¡Pero si el chico ni siquiera se sabía las notas! Esa mujer estaba loca.
Jack no se quedó por allí a seguir escuchando el chirriante sonido del arco sobre las cuerdas.