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Julia 1848 Gabe Trevino había ido al rancho Sandbur para entrenar caballos, no para enamorarse de la hija de la jefa. La seductora heredera podía montar a caballo tan bien como cualquier hombre, pero ocultaba algo y le estaba tentando a que descubriera el enigma que suponía aquella bella y vulnerable mujer. Mercedes sabía que no debía confiar en aquel guapo vaquero. Había regresado a Texas para comenzar de nuevo en el rancho que amaba, y el nuevo entrenador de caballos del Sandbur podía romperle el corazón fácilmente.
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Seitenzahl: 217
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos 8B
Planta 18
28036 Madrid
© 2008 Stella Bagwell
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Un rayo de ilusión, julia 1848 - enero 2023
Título original: Hitched to the Horseman
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788411416177
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Si te ha gustado este libro…
GABRIEL Trevino se llevó la botella de cerveza que tenía en la mano a la boca para ocultar la mueca que esbozó al mirar a toda la gente que había reunida en el gran jardín en el que se encontraban. Se preguntó qué demonios estaba haciendo él allí. Normalmente, sus reuniones sociales consistían en compartir una cerveza con sus amigos en el rodeo que se celebrara en la zona. Pero la fiesta de aquel día en el rancho Sandbur no se podía comparar con aquella clase de diversión durante la cual escupían tabaco y maldecían. Incluso los aburridos festejos a los que Sherleen lo había arrastrado durante su desafortunada relación sentimental, se quedaban en nada comparados con aquella espléndida celebración. Era la mejor a la que jamás había asistido.
La comida, la bebida, el grupo musical, las mujeres con gargantillas y pulseras de diamantes que brillaban intensamente… todo era estupendo. Irónicamente pensó que sólo en Texas podía una mujer justificar el vestirse con sus mejores galas para una barbacoa al aire libre.
Apoyado en el enorme tronco de un roble, centró su atención en la pista de baile portátil que habían instalado a cierta distancia de la casa. En aquel momento estaba llena de parejas, algunas mayores y otras jóvenes, que se lo estaban pasando de lo lindo mientras bailaban.
—¿Qué ocurre, Gabe? ¿No te gusta bailar?
Al darse la vuelta, Gabriel vio a Geraldine Saddler, la matriarca del rancho Sandbur. Ésta estaba acercándose a él.
Aquella alta y elegante mujer de pelo canoso no parecía saber cómo poner un sello en la piel de una vaca, pero Gabriel llevaba ya dos meses trabajando en el rancho y la había visto realizar ciertas cosas que impresionarían a algunos de los trabajadores de rancho más experimentados.
—Sólo a veces —contestó.
Geraldine lo miró fijamente y sonrió.
—¿Ahora no te apetece?
Avergonzado ante el hecho de que su incomodidad era obvia, Gabriel se apartó del tronco del roble y se giró hacia la matriarca.
—A mí me basta con mirar, señora.
La señora Saddler desprendía amabilidad y elegancia. Durante un instante, Gabe se preguntó a sí mismo cómo habría sido la vida de su madre si hubiera estado expuesta a aquella clase de riqueza, si hubiera tenido una casa bonita, mucha comida y suficiente dinero como para pagar todas las facturas y, además, poder permitirse lujos.
—Ésta es la primera fiesta que hemos celebrado desde que has llegado al rancho —comentó Geraldine—. Me gustaría que te divirtieras.
—Oh. Bueno, es una celebración muy bonita, señora Saddler. Realmente bonita.
Tomando a Gabe por el brazo, ella se rió.
—Ven, Gabe. Quiero presentarte a alguien.
Como no quería ofenderla, Gabriel le permitió que lo guiara entre la alegre multitud allí congregada. Llegaron a un patio en el cual había varias personas de pie formando un círculo.
Lex Saddler, hijo de Geraldine y el hombre que se encargaba de la venta de ganado en el Sandbur, era una de las personas allí reunidas. Según parecía, acababa de decir algo gracioso ya que una mujer alta y rubia estaba riéndose alegremente. Ésta iba vestida con un vestido blanco de tirantes muy corto que tenía unas llamativas flores estampadas en el dobladillo. A diferencia de la mayoría del resto de jovencitas que habían acudido a la fiesta aquella noche, no estaba muy delgada. Tenía suficiente carne como para llenar el vestido con unas deliciosas curvas.
Al acercarse Gabe y Geraldine al grupo, la joven rubia se dio la vuelta hacia ellos. Casi instantáneamente, la cara de ésta reflejó una leve inquietud, como si verlo a él con Geraldine hubiera sido como haber visto un lobo entre una manada de ovejas.
—Mercedes, ven aquí —la llamó Geraldine—. Me gustaría que conocieras a alguien.
Mercedes. Gabe se percató de que aquélla era la hija de la matriarca del Sandbur. La hermana de Lex y Nicci. Ella era la razón por la que una multitud de invitados había acudido al rancho Sandbur aquella tarde, así como de que él estuviera allí de pie deseando estar en otra parte.
Mercedes se disculpó con el grupo de personas con el que había estado reunida y se acercó a su madre y a Gabe. La suave fragancia de su perfume embargó los sentidos de éste, el cual sintió que Geraldine le soltó el brazo al presentarlos.
—Gabe, ésta es mi hija, Mercedes. Mercedes, éste es Gabriel Trevino. Es nuestro nuevo entrenador de caballos.
Trevino pensó que la hija de la matriarca del Sandbur era joven. Desde luego más joven que él, que tenía treinta y cinco años. Se percató de que lo miró de manera perspicaz con sus ojos azules oscuros y una intensa atracción hacia la sensual belleza que tenía delante se apoderó de sus sentidos. Entonces inclinó la cabeza ante ella.
Mercedes le tendió la mano.
—Encantada de conocerlo, señor Trevino.
Al estrechar la mano que le había tendido ella, a Gabe le sorprendió la firmeza y la calidez de los dedos de aquella mujer.
—Lo mismo digo, señorita Saddler.
Mercedes pensó que él estaba aburrido; pudo verlo reflejado en su cara. Le impresionó ésta debido a lo atractiva que era. Gabriel tenía unas mandíbulas fuertes, un hoyuelo en la barbilla y un perfil de aspecto muy arrogante. La estaba mirando con unos preciosos ojos grises resaltados por unas oscuras cejas. Y su boca… bueno, pensó que habría tenido un aspecto delicioso si hubiera estado esbozando una sonrisa. Pero en vez de ello, Gabriel estaba esbozando una dura mueca de desdén.
Consternada, se dio cuenta de que la reacción de aquel hombre había despertado su curiosidad y continuó apretándole la mano… en parte porque tocarlo le resultaba agradable, así como también porque sabía que aquello estaba haciéndole sentir más incómodo.
—Así que se ha hecho cargo del trabajo del primo Cord —reflexionó en voz alta—. ¿Cómo se encuentra aquí, en el Sandbur?
—Estoy muy cómodo —contestó Gabe en voz baja—. Su familia ha sido muy amable conmigo.
Mercedes pensó que había algo en el tono de voz grave que empleaba él que la dejaba levemente sin aliento. Se dijo a sí misma que era una tonta y que no debía dejarse llevar por aquella sensación, sensación que desaparecería con el tiempo… al igual que aquel hombre se marcharía del Sandbur. No tenía aspecto de querer echar raíces.
—El Sandbur siempre ha tenido unos excelentes caballos de montar —comentó—. Estoy segura de que le agradará trabajar con ellos. El tío Mingo es una leyenda en el negocio de los caballos.
—Su tío es un hombre muy especial —concedió Gabe.
A Mercedes comenzaron a sudarle los dedos y tuvo que apartar la mano. Se echó levemente para atrás y su madre comenzó a hablar.
—Gabe ha trabajado durante años con caballos problemáticos —explicó con orgullo—. Consigue que superen los problemas que tengan y les enseña a crear un vínculo con el hombre en vez de luchar contra él. Tenemos mucha suerte de tener a Gabe con nosotros.
A Mercedes le intrigó saber qué hacía él por las mujeres. Miró sus dedos y comprobó que no llevaba anillo de compromiso. No le sorprendió. Obviamente no había ninguna mujer en su vida que suavizara su aspereza. Parecía ser un hombre duro y salvaje.
—Eso debe de ser todo un reto —dijo, dirigiéndose a Gabe.
Una leve sonrisa se reflejó en los labios de él. Avergonzada e impresionada, ella se sintió repentinamente invadida por la atracción. Gabe era pura masculinidad, y se dijo a sí misma que cualquier mujer se sentiría atraída por él. Pero la verdad era que hacía muchos años desde que ningún hombre había despertado su interés sexual y no comprendió por qué aquél estaba reavivando las cenizas…
—Por eso mismo lo hago —respondió Gabe.
Mercedes estaba estudiándole la cara detenidamente cuando Lex la llamó desde el otro lado del jardín.
—¡Oye, Mercedes, ven aquí! ¡Ha llegado alguien que llevaba perdido mucho tiempo!
Ella miró por encima de su hombro y vio a su hermano junto a un viejo compañero suyo de clase. Vernon Sweeney, el Ganso del St. Mary High School. Éste era muy dulce y en absoluto tan excitante como el hombre que estaba de pie delante de ella. Pero era alguien que ofrecía seguridad. Y, en aquel momento, la seguridad era algo mucho más fácil de manejar.
Entonces se giró hacia Gabe.
—Un viejo amigo requiere mi atención. ¿Me disculpa?
La estoica expresión de la cara de él no se alteró.
—Desde luego, señorita Saddler.
Durante la siguiente hora, Mercedes estuvo charlando, riendo y bailando con muchos de los innumerables invitados que se habían reunido en el inmenso jardín del rancho.
Sólo llevaba en casa poco más de una semana y no había tenido tiempo de adaptarse de nuevo al Sandbur antes de que su madre hubiera comenzado con los preparativos de la fiesta de aquella tarde. En realidad, no le había apetecido tener que socializar tanto tan pronto. Habría preferido volver a adquirir el ritmo de la vida civil antes de que la lanzaran ante una multitud de personas. Pero aquella fiesta de bienvenida era importante para Geraldine y no había querido herir los sentimientos de ésta.
A pesar de las distracciones de la velada, así como de haber estado bailando y comiendo, no había podido quitarse de la cabeza al impactante entrenador de caballos… lo que suponía una verdadera tontería por su parte. No había intercambiado con aquel hombre más que unas breves frases y las pocas palabras que él le había dirigido habían sido educadas, pero nada más. Aun así, pensaba que había habido cierta condescendencia en su actitud, como si ella le resultara una persona aburrida o, incluso peor, una niña mimada. No dejó de pensar en aquello mientras bailaba con su hermano.
—Estás bailando mejor que nunca —comentó Lex, esbozando una sonrisa—. Supongo que todas aquellas clases de ballet que recibiste cuando eras niña merecieron la pena.
Ella se rió.
—Pobre mamá —dijo—. Creo que nunca dejé de pelear para que me sacara de aquellas clases.
—Querías llevar chaparreras en vez de un tutú de volantes.
Mercedes suspiró. Le pareció que había pasado mucho tiempo desde que había sido tan inocente. Deseó que su vida hubiera continuado siendo tan simple y segura.
—Era una niña poco femenina y mamá quería que fuera más refinada, como Nicci. Papá también lo quería.
—En absoluto. Papá te quería de cualquier manera —comentó Lex.
Ella no pudo ignorar la manera en la que la bella cara de su hermano se ensombreció. Éste todavía echaba desesperadamente de menos a su padre. Ella también. Daría lo que fuera por tenerlo de nuevo entre ellos. Pero en el año mil novecientos noventa y seis, Paul Saddler había fallecido de lo que la policía había calificado como un accidente de barca.
—¿Te estás divirtiendo, hermana? —le preguntó Lex.
—Desde luego. Es una fiesta estupenda. Mamá se ha superado. Y Cook todavía sigue teniendo su toque especial, ¿verdad? La carne que ha preparado me ha hecho la boca agua.
—Seguro que en Diego García no tenías nada parecido para comer.
Su hermano tenía razón. En la base aérea enclavada en una diminuta isla del Océano Índico no se celebraban fiestas ni se preparaban magníficas comidas hechas en casa. Había pasado los anteriores dos años, años que formaban parte de sus ocho años de preparación para las Fuerzas Aéreas, en aquella aislada isla y tenía que admitir que había olvidado la lujosa y cómoda vida que había disfrutado en el Sandbur.
—El Día de Acción de Gracias comíamos pavo y pastel de nueces —comentó. Entonces se rió—. Pero, por supuesto, lo tenían que traer de fuera… como todo lo demás.
Lex esbozó una sonrisa llena de afecto.
—Te hemos echado de menos, cariño. Todos estamos muy contentos de que estés de vuelta en casa. Te vamos a poner las cosas muy difíciles si tratas de marcharte de nuevo. Simplemente recuérdalo si sientes ganas de viajar.
Aquellas palabras provocaron que Mercedes se sintiera muy querida, pero al mismo tiempo incómoda. Tanto el resto de la familia como su hermano, habían dado por supuesto que había regresado a casa para quedarse. Pero ella no estaba en absoluto segura de que debiera pasar el resto de su vida en el rancho… no cuando los viejos recuerdos y pasados errores continuaban persiguiéndola a cada paso que daba.
Estaba tratando de apartar de su mente el intranquilizador tema de su futuro cuando su mirada se posó en otra de las parejas que había en la pista de baile. Alice Woodson, una antigua compañera de clase suya, estaba acurrucada en el entrenador de caballos. Parecía estar disfrutando mucho de estar entre los brazos de Gabe. Mercedes pensó que aquella mujer estaba loca por los hombres y lo había estado desde el instituto.
—¡Yuju! ¡Eh, hermana! La canción ha terminado. ¿Quieres que sigamos bailando?
Al percatarse de que tanto la música como los pies de su hermano se habían detenido, Mercedes miró a éste y deseó que sus pensamientos no se reflejaran en su cara.
—Creo que voy a sentarme, Lex. Necesito beber algo.
Abrazando a su hermana por la cintura, Lex la guió fuera de la pista de baile. Mientras ambos se acercaban a la mesa más cercana para tomar algo de beber, Mercedes no pudo contenerse.
—¿Sabes por qué mamá ha invitado a Alice? —preguntó.
Lex frunció el ceño.
—Es una de tus antiguas compañeras de clase, ¿no es así?
—Sí. Pero nunca me llevé muy bien con ella —respondió Mercedes entre dientes—. Aunque parece que alguien de la fiesta sí que lo hace.
Lex miró en la dirección que estaba mirando su hermana y vio como Gabe acompañaba a Alice fuera de la pista de baile. Ambos se acercaron a una mesa.
—¿Gabe y Alice? —comentó, riéndose—. Él simplemente está comportándose como un caballero. No creo que Gabe sea muy mujeriego.
Mercedes frunció el ceño al agacharse y tomar una soda light de uno de los refrigeradores que había en la mesa.
—¿Qué quieres decir?
Su hermano se encogió de hombros como si no quisiera desarrollar mucho el tema… lo que provocó que Mercedes sintiera aún más curiosidad.
Finalmente Lex decidió contestar.
—Creo que ha tenido una mala experiencia y no quiere repetirla.
Ella pensó que podía comprender aquello, ya que había pasado los anteriores ocho años esquivando a los hombres y diciéndose a sí misma que estar sola era mucho mejor que la posibilidad de que le rompieran de nuevo el corazón.
Abrió la lata de soda y dio un sorbo a la bebida mientras analizaba a Gabe de reojo. Éste era alto, tenía los hombros anchos y la cintura estrecha. Los pantalones vaqueros y la camisa que llevaba seguramente formaban parte de la ropa que utilizaba para trabajar. Pero aun así, pensó que llevaba aquellas prendas con tanta clase que lograba que todos los demás hombres parecieran demasiado arreglados.
Esbozó una mueca al observar que Alice le puso una mano en el brazo…
—Entonces será mejor que se mantenga apartado de Alice. Ésta tratará de devorarlo —comentó.
Lex se rió.
—Si estás tan preocupada por él, ¿por qué no vas a rescatarlo y le pides que baile contigo?
Sorprendida, ella se quedó mirando a su hermano. Recordó que durante su época de instituto había sido lo suficientemente atrevida como para pedirle a un muchacho que bailara o que saliera con ella. Pero cuando había crecido, una vez que había amado y había perdido ese mismo amor, su valentía con los hombres había flaqueado. Después, cuando había aprendido de una manera muy dura que confiar en los hombres era muy peligroso, su deseo de estar cerca de un varón en cualquier tipo de circunstancia había casi desaparecido.
—¿Yo? —preguntó—. No soy el tipo de mujer que le pide a un hombre que haga nada.
—Te estás convirtiendo en una altanera, ¿no es así?
Mercedes pensó que, si le dijera a su hermano lo insegura que realmente se sentía, éste se quedaría muy impresionado. Pero no quería que Lex supiera que su alocada hermana se había convertido en una persona prudente que consideraba que los hombres podían hacerle daño en vez de darle placer.
—No —respondió—. Simplemente estoy siendo un poco inteligente.
Lex negó con la cabeza.
—Cobarde.
Ella se preguntó por qué su hermano siempre había sabido cómo incitarla. Al estar de regreso en el rancho, recordó que ser una Saddler implicaba enfrentarse a los desafíos que se encontraba por delante. Quiso que Lex supiera que todavía era digna de llevar el apellido de la familia.
Echó la cabeza para atrás y esbozó una maliciosa sonrisa. Entonces comenzó a dirigirse hacia Gabriel Trevino. Pensó que, en realidad, lo peor que podía hacer el hombre era rechazarla. Y, aunque lo hiciera, sólo se trataba de un pequeño baile. No permitiría que le molestara.
Alice fue la primera que la vio acercarse y esbozó una falsa sonrisa.
—Mercedes, ¿te he dicho lo fabulosa que estás? —le dijo cuando se acercó a la mesa a la que ambos estaban sentados—. Las Fuerzas Aéreas deben de estar relajándose, ya que parece que hayas estado en un balneario. Pero claro, tampoco has tenido que ir por la selva con una pistola en la mano ni nada parecido.
Mercedes apenas miró a la mujer, la cual, al percatarse de que había metido la pata, comenzó a reírse tontamente.
—Me alegro mucho de verte, Alice. Es estupendo que hayas podido venir a la fiesta —dijo Mercedes educadamente. Entonces miró a Gabe—. ¿Le importaría bailar conmigo, señor Trevino? Cuando empiecen a tocar la próxima canción mis pies no se estarán quietos y Lex está completamente agotado.
—Sí, Lex parece exhausto —comentó Alice con sorna.
Ignorando aquel comentario, Mercedes observó que los ojos de Gabe reflejaron cierta sorpresa. Pero a continuación éste se levantó y la tomó por el brazo.
—Perdóname —se disculpó con Alice.
La mujer contestó algo, pero Mercedes no pudo oírlo ya que todo lo que podía oír era el latido de su propio corazón mientras subía con Gabe a la pista de baile.
—¿A qué ha venido todo eso? —le preguntó él cuando estuvieron lo suficientemente alejados de Alice—. ¿Le tiene rencor a esa mujer?
—En realidad, no. Simplemente pensé que era mejor que usted supiera que es una devorahombres. Ya ha estado casada en dos ocasiones y todavía no ha cumplido treinta años.
Para sorpresa de Mercedes, Gabe se rió entre dientes.
—¿Parezco un hombre que no puede cuidarse de sí mismo?
Ella pensó que lo que parecía ser era un hombre que podía ocuparse de todo. Pero acababa de conocerlo y no estaba preparada para darle un efusivo elogio.
—No lo sé. ¿Puede cuidarse solo?
—He sobrevivido durante treinta y cinco años —dijo él cortantemente—. Y lo estoy haciendo bien.
Cuando finalmente llegaron a la pista de baile, el grupo comenzó a tocar una balada acerca del amor perdido. Aquél no era el tipo de baile que Mercedes había querido compartir con Gabe Trevino, pero no había nada que pudiera hacer al respecto en aquel momento.
—¿Por qué me ha pedido que bailara con usted? —insistió él al ponerle una mano en la espalda y comenzar ambos a bailar.
Los brazos de aquel hombre eran muy fuertes y, aunque ella trató de mantener cierta distancia entre su pecho y el torso de Gabe, no pudo conseguirlo. Su muslo penetró entre los de él y, cuando la excitación la embargó, sintió una necesidad desesperada de oxígeno.
—La verdad es que Lex me retó a que se lo pidiera —se sinceró—. Lo hizo porque yo estaba preocupada por usted. Mi hermano pensó que debía acudir a rescatarlo y así lo hice.
—No sé si sentirme halagado o insultado.
Mercedes no supo por qué, pero tras varios años de un autoimpuesto celibato, aquel hombre había despertado su libido.
—Yo no me complicaría con nada de eso —dijo con tanta indiferencia como pudo—. Es sólo un baile.
Aunque tenía la cabeza echada a un lado, supo que él estaba mirándola. Pudo sentir su mirada examinando su perfil, tras lo cual le miró el escote.
En ese momento, Mercedes sintió que un cosquilleo le recorrió el cuerpo. Consternada por la reacción que su cuerpo había tenido ante Gabe, le dio gracias a Dios de que ya hubiera oscurecido, ya que ello le impidió a él ver las gotitas de sudor que le estaban apareciendo en el labio superior.
—Pensé que tal vez sólo estaba siendo generosa… —explicó Gabe— al querer ofrecerle a los empleados la posibilidad de bailar con la realeza.
—Mire, simplemente para que lo sepa… —comenzó a contestar ella— no me considero una princesa ni a usted un simple empleado.
Gabe pensó que él jamás había sentido pena de sí mismo ni de su posición en la vida. Estaba orgulloso de quién era y decidió dejárselo claro a Mercedes.
—No necesito que sienta pena por mí. Me gusta cómo soy.
Ella le sorprendió al reírse. No fue sólo una simple risa, sino que se rió durante largo rato con alegría. En vez de sentirse enfadado, Gabe esbozó una sonrisa.
—Por favor, llámame Mercedes. Y, para tranquilizarte, Gabe, eres la última persona que creo que necesita que nadie sienta pena por ella.
Él pensó que abrazar a aquella mujer mientras bailaban era maravilloso. Reconoció que era extremadamente sexy, pero no necesitaba tenerla más cerca de lo que ya la tenía. No. Él ya había aprendido muy duramente el precio a pagar por estar con una mujer como ella.
—Escuché que Alice te dijo algo de las Fuerzas Aéreas. ¿Es por eso que has estado alejada del rancho durante un tiempo, porque estabas en las Fuerzas Aéreas?
—He estado fuera durante ocho años —contestó Mercedes—. Trabajé en el Servicio de Inteligencia.
Gabe pensó que aquello no tenía sentido. Una mujer como ella no necesitaba trabajar y mucho menos entrar en la rígida vida militar, pero tuvo que admitir que admiraba su ambición. En realidad tuvo que reconocer que quería descubrir qué había detrás de aquella azul mirada.
—¿Qué te impulsó a entrar en el ejército?
Mercedes se encogió de hombros, pero él se percató de que apartó la mirada.
—Tú y yo somos más parecidos de lo que crees, Gabe. A mí también me gustan los desafíos —comentó—. ¿Y tú? ¿Cómo llegaste a trabajar al Sandbur?
—Conocí a Cord en un seminario de caballos en Luisiana. Le gustó mi trabajo y me preguntó si me interesaría establecerme aquí.
—Y sí que te interesó —dijo ella, estableciendo lo obvio.
—Aquí estoy.
Mercedes pareció estar a punto de preguntarle más cosas cuando la canción terminó.
—¿Quieres que bailemos otra canción? —preguntó Gabe.
Ella sonrió.
—Realmente no debería ignorar al resto de invitados que han venido a verme.
—Entonces… muchas gracias por el baile —respondió él, levantándole la mano y dándole un beso en la palma.
—¿También le diste uno de ésos a Alice? —preguntó Mercedes, impresionada.
Gabe esbozó una leve sonrisa.
—No. Ella no bailó tan bien como lo has hecho tú.
Mercedes se quedó analizando a aquel hermoso hombre durante varios segundos, tras lo cual sonrió pícaramente.
—Oh, está bien. Entonces no me limpiaré la mano —dijo alegremente.
Antes de que él pudiera contestarle, se apartó de sus brazos y se alejó de la pista de baile.
UNA vez que la fiesta finalmente terminó, Mercedes no se acostó hasta altas horas de la madrugada. Aunque estaba agotada, se despertó antes de que amaneciera, completamente sudorosa y desorientada.
Bajó las piernas de la cama y se llevó una mano a la cara.
Se dijo a sí misma que estaba bien, que se encontraba en su antiguo dormitorio del Sandbur, el dormitorio en el que había jugado de niña y al que habían ido amigas a dormir.
Miró a su alrededor y esperó que su mente se despejara. Se percató de que había estado soñando, pero no con algo placentero ni tranquilizador. El sueño había implicado un hombre y un caballo en un corral. Ella había estado observando la escena desde la valla y había llamado a gritos a aquel señor para tratar de advertirle que estaba a punto de resultar herido. Pero entonces el caballo había lanzado a su jinete al suelo y le había pisado la espalda.