Dulce pasion - Stella Bagwell - E-Book
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Stella Bagwell

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Beschreibung

Julia 1014 El resplandor de los focos, las grandes ciudades y un novio descaradamente infiel habían hecho que Anna Murdock Sanders añorara su hogar. De modo que regresó al rancho de su familia, jurando olvidarse para siempre de los hombres. Hasta que conoció a Miguel Chavez... El atractivo vaquero la consideraba una niña rica malcriada. Aun así, encendió un deseo ardiente que Anna jamás había conocido. Ansiaba sus besos, anhelaba sus caricias... Pero, ¿qué hacía falta para ganarse el respeto y el amor de aquel hombre?

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Seitenzahl: 191

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 1999 Stella Bagwell

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Dulce pasión, JULIA 1014 - agosto 2023

Título original: THE COWBOY AND THE DEBUTANTE

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411801256

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

ANNA Murdock Sanders apuntó con el dedo a la yegua nerviosa.

—Ginger, creo que tendremos que mantener una charla de chicas. Ese semental no es bueno. Conseguirá lo que desea de ti y luego se largará. Los machos por lo general son así. Créeme, lo sé. ¡Por eso renuncio a los hombres para siempre!

La yegua hizo caso omiso de la advertencia y lanzó un relincho coqueto en dirección al caballo que daba vueltas en la caseta de enfrente.

Unos metros más allá, Miguel Chavez se paró en seco al escuchar las palabras de la joven. No sabía que hubiera alguien en los establos, ¡mucho menos una mujer que odiaba a los hombres!

Salió de la cuadra en la que estaba y de inmediato la vio colocando una silla de montar en el lomo de la yegua. Alta y esbelta, llevaba unos vaqueros negros y una camisa verde. Al ajustar la manta y la cincha alrededor del caballo, unos rizos color cobre bailaron como llamas ante el viento en su espalda.

Tenía que ser la hija de su jefe. Aunque Miguel nunca la había visto, oyó a Chloe y a Wyatt Sanders hablar de ella. Los habían adoptado de bebés a ella y a su hermano gemelo, Adam. Sus padres biológicos habían sido el padre de Chloe y la hermana de Wyatt, que murieron poco después de nacer los gemelos.

Por lo que tenía entendido, Anna no se parecía en nada a su realista hermano, que trabajaba con su padre en el negocio del petróleo y del gas. Ella era una pianista consumada que había pasado los últimos años viajando por los Estados Unidos y el extranjero, dando conciertos con orquestas sinfónicas… una mujer que necesitaba estímulo, admiración y focos para ser feliz.

Miguel no se había enterado de su regreso a casa. No sabía por qué estaba ahí, pero apostaba el último dólar que se debía a que quería o necesitaba algo de sus padres. Las chicas como ella siempre eran malcriadas. Lo sabía por experiencia propia.

Se aclaró la garganta para indicarle su presencia y avanzó hacia ella por el pasillo. Anna alzó la vista justo cuando él se detuvo a un metro.

—Hola —saludó con frialdad mientras recorría con la vista la delgada figura del vaquero. Llevaba unos vaqueros y en las botas negras relucían unas espuelas; tenía la camisa marrón remangada, dejando al descubierto sus fornidos antebrazos. Nunca antes lo había visto en el Bar M. No era un hombre al que se pudiera olvidar con facilidad—. ¿Eres uno de los vaqueros de mamá? —preguntó de forma directa.

—Soy Miguel Chavez, capataz del rancho —dijo con una leve mueca de la boca y ligero acento mejicano; avanzó con la mano extendida—. Y no creo que hayas convencido a Ginger de que todos los hombres son malos. Aún parece interesada en el caballo.

—Ya se le pasará el embobamiento —enderezó los hombros y con renuencia estrechó su mano.

Miguel enarcó las cejas ante el comentario, pero no dijo nada. «Sin duda esa mujer había estado embobada muchas veces, y también lo había superado», pensó. «Por su aspecto era más que probable que los hombres suplicaran el simple contacto de su mano».

Esa idea repugnante hizo que soltara rápidamente sus dedos, aunque no logró apartar los ojos de su rostro.

Su delicada complexión de marfil le indicó que era joven y también lo bastante vanidosa como para no dejar que el brillante sol asolara su luminosa piel. Los labios carnosos tenían una tonalidad rosácea y se alzaban levemente en las comisuras. Tenía una nariz recta y patricia y ojos de un verde pálido que le recordaron las hojas de un álamo. No era la mujer más arrobadora que hubiera visto, pero poseía una voluptuosidad terrenal que hacía que el hombre que había en él deseara seguir mirándola. Sin embargo, la fría expresión de sus ojos le aseguró que no se trataba de una mujer accesible. Para él o cualquier otro.

Anna alzó las cejas y observó cómo se acentuaba la expresión cínica en los labios de él. No sabía qué pensaba, pero si era en ella no le gustó la idea de que la encontrara divertida.

—No sabía que mamá hubiera contratado a un capataz nuevo —reconoció.

—Ya llevo casi un año trabajando en el Bar M —le informó.

—Excepto durante las vacaciones, no he pasado mucho tiempo en casa estos últimos meses —se ruborizó y se odió por revelarle su incomodidad.

Anna no lo había planeado adrede de esa manera. Una incesante serie de compromisos la había mantenido constantemente de gira, lo que la obligó a postergar para más adelante sus viajes al rancho. Y de repente, en medio de los conciertos, había conocido a Scott… y supuso que se volvió un poco loca después de eso. Gracias al cielo que lo había superado y cancelado la boda antes de que su padre hubiera gastado una suma exorbitante de dinero en la ceremonia… y que ella se hubiera atado a un hombre que en realidad nunca la había amado.

—No necesito explicaciones, señorita Sanders —repuso Miguel—. No esperaba que me conocieras. Por aquí sólo soy el capataz.

¿Era impertinente o sincero? Anna escrutó su rostro cetrino por debajo del sombrero de paja. No fue capaz de calcular su edad, pero imaginó que rondaba los treinta y cinco. Tenía la cara delgada y angulosa y esa mirada acerada que le indicaba que ya había pasado sus años juveniles. La nariz era aguileña y mostraba un hoyuelo en el mentón. Los ojos exhibían un profundo color castaño que brillaban bajo unas tupidas cejas negras. Pero lo que más atrajo la atención de Anna fueron sus labios. El superior era fino y de aspecto cruel y el inferior carnoso y sensual. Era una boca dura y masculina, y por algún motivo ilógico se preguntó a cuantas mujeres habría besado.

Respiró hondo para despejarse y se volvió a la yegua que había estado ensillando. Ella no era así, pensó. No miraba a un hombre y tenía esos pensamientos.

—Llámame Anna —indicó con sequedad—. Estoy segura de que llamas a mi madre Chloe. No le gusta que nadie sea formal con ella. Y cuando yo estoy en casa, tampoco.

Pero cuando estaba entre sus colegas músicos, asombrando al público, esperaba y exigía que la trataran con el respeto debido. No le había dicho eso, pero Miguel pudo leer con claridad las palabras no expresadas.

—Entonces debes estar más acostumbrada a que te llamen señorita Sanders.

—¿Siempre eres así de impertinente? —no pudo evitar preguntar.

—No estaba siendo impertinente —así que no era sólo de hielo, decidió mientras se tomaba tiempo para estudiar su cara—. Únicamente expuse lo obvio. Casi nunca estás en casa. De lo contrario, me conocerías. Y yo a ti.

—Pareces terriblemente seguro de ti mismo.

Él se encogió de hombros y sonrió con sarcasmo. Ella se puso rígida y apartó la vista.

—¿Piensas hacer que me despidan?

—¡Jamás interfiero en los asuntos de mi madre! —espetó, mirándolo de nuevo—. Es evidente que te quiere aquí. De modo que seguro que eres bueno en algo.

Si Anna hubiera sido otra mujer, Miguel ya la habría puesto en su sitio. Pero era la hija de Wyatt y Chloe, y debido a que éstos eran unas personas amables y maravillosas, no los heriría de esa manera. Además, Anna procedía de un mundo totalmente distinto del suyo. Por su propio bien, debía pasar por alto su actitud.

—Oh, te sorprendería la cantidad de cosas en las que soy bueno —ella se volvió a girar, pero no antes de que Miguel viera cómo los labios se tensaban en una fina línea. Seguro que lo consideraba vulgar y desagradable, pero tampoco importaba. Podía arreglárselas bien sin mujeres como Anna Sanders. Y quizá fuera mejor para ambos si ella lo entendía en ese mismo momento—. ¿Piensas quedarte mucho tiempo en el Bar M?

No respondió de inmediato; la vio ajustar las bridas. Como su madre, tenía manos pequeñas que se movían con grácil destreza. No le costó imaginarlas bailando sobre unas teclas o el pecho de un hombre.

—Aún no estoy segura —respondió, mirándolo por encima del hombro—. Depende de mi trabajo. Tal vez unas seis semanas.

—Entonces… ¿no has vuelto a casa para quedarte? —no supo por qué hizo esa pregunta, pero lo irritó. Demonios, poco importaba el tiempo que se quedara. Si nunca más volvía a verla después de ese momento, sobreviviría muy bien.

«A casa para quedarte». Miguel Chavez no tenía idea de lo maravillosas que le sonaban a Anna esas palabras. Durante años había estudiado piano, y sus padres y el resto de la familia estaban orgullosos de sus logros. Seguro que se sentirían decepcionados si de repente le daba la espalda a su carrera.

—No. Son sólo unas vacaciones prolongadas —al ver que la yegua ya estaba ensillada, la sacó de la cuadra y montó.

—Adiós, Anna —Miguel se apartó de su camino y se llevó la mano al ala del sombrero—. Quizá antes de que terminen tus vacaciones logres convencer a Ginger de olvidarse del género masculino.

Ella se detuvo y lo miró desde arriba, esperando que no pudiera detectar la leve tonalidad rosada en sus mejillas. No recordaba la última vez que alguien o algo hizo que se ruborizara. Ese hombre lo había conseguido dos veces en menos de cinco minutos. ¡Maldito sea!

—Si Ginger es tan lista como creo, haré que se olvide de ese semental.

—Pobre Ginger.

Para sorpresa de Anna, quiso desmontar, clavar el dedo en el pecho de Miguel Chavez y decirle exactamente lo que pensaba de su tosco comentario. Pero no iba a darle la satisfacción de hacerle saber que conseguía irritarla. Durante años, Anna se había preparado para ser una mujer ecuánime y sofisticada. Era una imagen que proyectaba a su público e incluso a su familia. No pensaba dejar que ese hombre supiera que lograba que perdiera el control.

—Adiós, señor Chavez —soltó, luego espoleó los costados de la yegua y abandonó el fresco y tenue interior de los establos.

Cabalgó al sur y luego subió por las colinas donde abundaban los pinos y la alfombra formada por las agujas amortiguaba los cascos del animal.

En un saliente rocoso a media ascensión tiró de las riendas de Ginger y contempló el valle.

Para Anna no había otro lugar como el Valle Hondo. La ciudad de Santa Fe, donde había tocado en su último concierto, era conocida por su arte, cultura y misticismo, pero ése era el Nuevo México que ella amaba. En el valle había de todo. Caballos, ganado, frutales, bosques y desierto. Y era su hogar. No había nada mejor.

Ginger sacudió la cabeza cuando un mosquito zumbó alrededor de sus orejas. Anna lo espantó y luego palmeó el cuello de la yegua. Al hacerlo, su mente rememoró la imagen delgada y cetrina de Miguel Chavez.

El hombre había sido una sorpresa total. No es que tener trabajando en el Bar M a un mejicano fuera algo inusual. Todo lo contrario. Sus padres por lo general contrataban a más hispanos que anglosajones, y formaban parte de esa región tanto como los Apaches. Cuando miró su atractivo rostro, lo último que tenía en mente era su ascendencia.

Algo en Miguel hizo que se sintiera distinta de un modo que nunca antes había experimentado. Cuando la miró y esbozó esa sonrisa extravagantemente sexy, lo único que pudo pensar fue que ella era una mujer y él un hombre. ¡Ridículo!

Pero Anna tenía cosas mucho más importantes en las que pensar que en un vaquero duro que como mínimo le sacaba diez años y que además probablemente estaba casado. Debía recuperarse y volver a darle energía a su cuerpo y mente. De lo contrario, pasadas las seis semanas, no sabía si volvería a ser capaz de retornar a las giras.

Le encantaba tocar el piano, pero empezaba a cansarse de la vida nómada y de las exigencias de interpretar ante un público. Su trabajo empezaba a cobrarle un precio a su cuerpo. No recordaba la última vez que durmió toda la noche. La fatiga era su acompañante constante y su apetito antes saludable casi se había desvanecido.

Para complacer a sus padres, la semana pasada se sometió a un chequeo médico. Cuando el médico le aseguró que físicamente estaba bien, tanto su madre como su padre habían dado por hecho que aún le dolía la separación con Scott. Y a ella le había resultado más fácil dejar que pensaran que sufría por un corazón roto.

La verdad era que tras superar el impacto inicial de encontrarlo en los brazos de otra mujer, se había dado cuenta de que nunca lo había amado con la misma necesidad salvaje y profunda que sentían sus padres. Ni siquiera se había quedado destrozada cuando terminó su relación. De hecho, se sintió aliviada. Y eso le preocupaba. Empezaba a temer que sería como su madre biológica, que había pasado de un hombre a otro y de una mala relación a la siguiente.

Suspiró, apartó a la yegua del reborde y comenzó el descenso. El sol comenzaba a ocultarse y su padre no tardaría en llegar a casa para cenar. Por él iba a cambiarse de ropa, pondría la cara más alegre y se obligaría a comer todo.

De vuelta en los establos no vio ni rastro de Miguel Chavez. Aunque había varios vaqueros trabajando alrededor del rancho en las últimas tareas de la jornada, ella quitó la silla de montar de Ginger, luego la cepilló y la alimentó. Lo último que deseaba era que le dijeran al capataz que era una niña rica malcriada. En su opinión él ya era demasiado presumido. No quería darle motivos para serlo más.

Después de cenar, Anna ayudó a su madre a recoger la mesa, luego Chloe llevó una cafetera al patio trasero. Su padre había dado dos sorbos cuando sonó su busca. Irritado, comprobó el número y se levantó.

—Me parece que tendré que dejaros. Llaman de Sander’s Gas Exploration.

—Intentaremos arreglarnos sin ti unos minutos, querido —dijo Chloe. Anna observó a su padre entrar en la casa, luego soltó un leve suspiro y se acomodó en los cojines—. ¿Tienes frío, cariño? ¿Prefieres entrar?

—No, estoy bien —la noche había refrescado, pero se puso un jersey antes de salir—. Es una noche hermosa.

A unos metros, había una enorme piscina oval bordeada con enormes maceteros de terracota con geranios y caléndulas. Anna deseó que el agua estuviera templada para poder bañarse. No recordaba la última vez que se había dado el lujo de nadar. A su lado, Chloe estudió el perfil sereno de su hija durante unos momentos antes de hablar.

—Me gustaría que disfrutaras más. Ya llevas tres días en el rancho y creo que aún no te he oído reír.

—Disfruto, madre —giró la cabeza para mirarla—. Sabes cuánto tiempo llevo deseando venir a casa.

—Sí —Chloe no pareció nada convencida—. Pero ahora que estás aquí, no estoy tan segura de que sea lo que realmente necesitas.

—Mamá, por favor no me digas que sería más feliz si buscara a un hombre —se levantó y se acercó a la piscina—. ¡Los hombres están vedados!

Chloe rió, aunque se disculpó en el acto.

—Lo siento, cariño, no me río de ti. Comprendo que eres desdichada, pero oírte decir que tu vida amorosa ha terminado… es ridículo.

Se arrodilló en el borde y metió los dedos en el agua transparente. Tal como esperaba, estaba helada.

—Hablo en serio, mamá. Me he olvidado de los hombres. Mi última relación con Scott me demostró que no se puede confiar en ellos —regresó junto a su madre, que la observaba con ojos preocupados.

—Créeme, Anna, yo me sentía igual que tú antes de conocer a tu padre. No habrás olvidado que un hombre me dejó después de planear nuestra boda.

—Lo recuerdo —no había olvidado la historia que Chloe le contó unos años atrás—. Le dijiste que no podías tener hijos y él se marchó. ¿Cómo pudiste desear casarte con alguien tan despreciable?

—Yo podría preguntarte lo mismo sobre Scott —rió—. ¿Por qué seguir pensando en quien no lo merece?

Suspirando, Anna alzó la vista al cielo. La noche estaba despejada y sobre las montañas brillaban millones de estrellas. En lo más hondo de su corazón Anna empezaba a pensar que su lugar era ése, no algún auditorio a miles de kilómetros de distancia.

—Te aseguro, mamá, que Scott me abrió los ojos. Si no fuera porque veo lo mucho que papá y tú os adoráis, me parece que dejaría de creer en el amor.

—¡Anna! Sólo estás enfadada. Además, ¿qué me dices de tus tías Rose y Justine? Ambas han tenido unos matrimonios sólidos y maravillosos. Y ahora tus primas Emily y Charlie están felizmente casadas.

Chloe tenía razón. Casi todos sus familiares habían tenido suerte en el amor. Pero su madre no había mencionado a los padres biológicos de Anna, Belinda y Tomás. Los dos habían tenido muy mala suerte. De hecho, Belinda prácticamente había muerto con el corazón roto, y lo mismo le sucedió a Tomás. Pero amaba demasiado a Chloe para sacar esa parte dolorosa de sus vidas.

—Mamá… creo que es hora de que te diga… que no he sido del todo sincera con papá y contigo.

—¿A qué te refieres? —Chloe frunció el ceño sorprendida—. ¿Sobre Scott y tú? —antes de que Anna pudiera responder su madre abrió la boca al ocurrírsele otro pensamiento—. ¿Estás embarazada, cariño? ¿Por eso no comes? Si te preocupa…

—No, no estoy embarazada —negó rápidamente—. Scott y yo nunca… bueno, creo que en lo más hondo algo no dejaba de decirme que no durmiera con él. Pero en cuanto a un bebé, me encantaría tener un hijo. Aunque no de Scott. Como mínimo desearía respetar al padre.

—Si no estás embarazada, entonces…

—Hablo de mi… melancolía. No me duele la relación rota con Scott. Eso se acabó. Lo que pasa es que estoy agobiada por el trabajo.

—Claro que sí, cariño —la expresión tensa de Chloe se suavizó—. Por eso has venido de vacaciones, para poder recuperarte y descansar. Y lo harás. Si acabas de llegar. Date tiempo.

—No estoy segura de desear regresar, madre —suspiró—. No estoy segura de que quiera seguir tocando el piano profesionalmente.

Pasaron varios segundos en silencio. Entonces, cuando Anna esperaba que su madre se mostrara consternada, Chloe esbozó una sonrisa gentil.

—¿Por qué no mencionaste nada antes?

—Porque no quería perturbaros a papá y a ti. Sé que si lo hacía habrías pensado que me estaba volviendo loca.

—Anna, debes vivir tu propia vida como tú quieras vivirla. No como pienses que nosotros queremos que la vivas.

Claro que Anna habría esperado que su madre dijera esas palabras, y también su padre. Ocultarían su decepción para hacer feliz a su hija.

—Sabía que dirías eso —musitó.

—¿Desde cuando tu padre o yo te hemos mentido?

—Nunca que yo recuerde —meneó la cabeza—. Pero sé cuánto habéis deseado siempre que mi carrera progresara.

—Y lo ha hecho —afirmó Chloe—. Has estado ganando mucho dinero, has viajado por todo el mundo y visto todo tipo de cosas. Aunque si tu trabajo te hace infeliz… entonces debes parar y preguntarte qué es lo que de verdad deseas.

—Es lo que he hecho, madre —se acercó a su sillón, se arrodilló junto a ella y apretó su mano—. Y creo que acepté los planes de Scott de casarnos no tanto porque lo amara o lo necesitara, sino porque quería tener hijos y un hogar, y pensé que él podría darme esas cosas.

—Y deseas más ese tipo de vida que seguir viajando y tocando el piano —la sonrisa de Chloe fue comprensiva.

—¿Suena como una locura?

—En ese caso, yo he estado loca los últimos veinticinco años —rió en voz baja y acarició la mejilla de su hija.

—Bueno, pues en realidad parece una locura —se puso de pie—. Una mujer necesita a un hombre para tener un hogar e hijos. Y como no quiero a uno en mi vida, he de concentrar mi atención en otras cosas.

—¿Qué otras cosas?

—No lo sé —encorvó los esbeltos hombros—. Quizá tendría que volver a concentrarme en la música y olvidarme de los hijos y la casa con una valla blanca. Tal vez después de seis semanas de descanso estaré ansiosa por volver a tocar —esbozó una sonrisa débil—. Mientras tanto, pienso disfrutar de casa. Me causó tanto placer montar a Ginger esta tarde. El sólo hecho de volver a estar con los caballos es una terapia para mí.

—Me alegro.

—A propósito, antes conocí a tu nuevo capataz. No sabía que Lester se hubiera ido.

—Lester se ha jubilado, y su mujer y él querían viajar un poco.

Lester llevaba veinte años en el Bar M. Era un fumador de pipa estevado y enjuto al que rara vez alguien le había visto la calva en la coronilla. Prácticamente había sido como un abuelo para Anna y Adam y su hermana menor, Ivy. Miguel Chavez no se parecía en nada a él.

—¿Dónde encontraste al señor Chavez?

—Tu tío Roy lo conocía. Miguel vivió muchos años en Carrizozo. Antes, creo que en Albuquerque. ¿Qué te parece?

—Bueno, supongo que es fuerte y competente, de lo contrario no lo tendríais aquí —aunque también pensaba otras muchas cosas.

—Es un buen hombre, aunque reconoce que no sabe mucho de caballos de carrera —Chloe esbozó una sonrisa perspicaz—. Se ocupa del ganado y se cerciora de que todos los vaqueros hagan todo el trabajo duro en los establos para mí.

—¿Que no sabe sobre caballos? —enarcó las cejas—. Eso no me lo creo.

—Bueno, claro que sabe de caballos —Chloe se incorporó y se estiró—. Cabalga como un hombre que hubiera nacido en una silla de montar. Pero yo me refiero a los pormenores de los purasangre.

—¿Vive… en la casa del capataz? —se le ocurrió preguntar. El lugar al que aludía era una estructura de madera construida a casi dos kilómetros del rancho, montaña arriba. A Anna siempre le había gustado, ya que era un lugar tranquilo y aislado con una vista espectacular de Sierra Blanca.