Un hombre de fiar - Rozando el cielo - En brazos del pasado - Stella Bagwell - E-Book

Un hombre de fiar - Rozando el cielo - En brazos del pasado E-Book

Stella Bagwell

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Beschreibung

Un hombre de fiar Stella Bagwell Cuando Ripp McCleod, el ayudante del sheriff, la rescató de un accidente de coche, Lucita Sánchez pensó que era un hombre con el que una mujer podía contar; un hombre que no traicionaría a su esposa y la dejaría sola para criar a su hijo. Sin embargo, mientras Ripp investigaba su "accidente" se dieron cuenta de que alguien la asediaba, y de que el pequeño también podía estar en peligro. Rozando el cielo Mary J. Forbes Jamás se imaginó que un embarazo inesperado, o un apuesto hombre, trastocarían totalmente sus bien diseñados planes. Pero Lee Tait no podía soportar la idea de volver a sufrir. Ella y su bebé se las apañarían bien solos. Cuando Rogan Matteo conoció a Lee, sintió que su malogrado corazón empezaba a sanar. Lo único que tenía que hacer era convencer a la bella mujer de que en la vida a veces merecía la pena arriesgarse. En brazos del pasado Marie Ferrarella Ver a Brody Hayes otra vez fue como ver un fantasma. Aliviada, Irena Yovich comprobó que el parecido con su hermano fallecido, que había sido un playboy y su novio infiel, era sólo físico. No obstante, sabía que lo mejor era no acercarse demasiado a él… Brody llevaba años enamorado de Irena en secreto y, de repente, la tenía a su alcance…

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Seitenzahl: 630

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 433 - mayo 2021

 

© 2008 Stella Bagwell

Un hombre de fiar

Título original: Her Texas Lawman

 

© 2008 Mary J. Forbes

Rozando el cielo

Título original: And Baby Makes Four

 

© 2009 Marie Rydzynski-Ferrarella

En brazos del pasado

Título original: Loving the Right Brother

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2009

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-415-4

Índice

 

Créditos

Índice

 

Un hombre de fiar

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

 

Rozando el cielo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

 

En brazos del pasado

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

 

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Capítulo 1

 

 

 

 

 

ESTABA loco? A esa velocidad iba a chocar contra ella.

El retrovisor de Lucita Sánchez reflejaba los faros que se acercaban cada vez más, la deslumbraban y casi le impedían ver la remota carretera que tenía delante. El miedo se apoderó de ella y sintió una descarga de adrenalina por todo el cuerpo. Agarrada al volante con todas sus fuerzas, aceleró con la esperanza de distanciarse de él. ¿Quería embestirla intencionadamente? Quizá el conductor no pudiera verla…

Para qué engañarse, sabía que alguien llevaba siguiéndola desde hacía unas semanas, desde mucho antes de que se mudara a Sandbur.

Ya iba a ciento cincuenta kilómetros por hora y la línea que separaba los carriles de la carretera era una difusa mancha blanca. El coche de detrás no aminoraba la velocidad, al contrario, sus faros estaban casi pegados al parachoques trasero.

Su cabeza empezó a dar vueltas para encontrar la manera de escapar cuando el impacto la obligara a soltar el volante. ¡Iba a embestirla! ¡Alguien quería matarla!

¿Qué podía hacer? Evidentemente, no podía ir más deprisa que él. Además, a esa velocidad ya corría un peligro muy grave de tener un accidente. ¿Qué haría el conductor si se paraba en el arcén? ¿Pararía también y se enfrentaría a ella?

Estaba sopesando las alternativas cuando una mancha negra apareció repentinamente en la carretera. Lucita gritó, pisó el freno e intentó esquivar el animal. El coche derrapó y empezó a dar vueltas, se salió de la carretera, atravesó una alambrada y se estrelló contra un poste del tendido eléctrico. El airbag saltó violentamente y le golpeó la cabeza contra la ventana. Notó el dolor del impacto y luego no sintió nada más.

Al cabo de un tiempo, que no supo cuánto fue, Lucita fue recobrando lentamente la consciencia. Aturdida, intentó incorporarse. El airbag se había desinflado y vio el vapor que salía del capó destrozado y que caía sobre el parabrisas hecho añicos. Asombrosamente, los faros seguían encendidos e iluminaban a unas vacas que pastaban entre chumberas.

¿Dónde estaba? ¿Qué había pasado? Se apartó unos mechones de pelo de la cara y se dio la vuelta para mirar por el parabrisas trasero. La carretera estaba oscura y solitaria. Al parecer, nadie había pasado por allí desde que se estrelló contra el poste o si lo había hecho, no había parado para ayudarla.

¿Dónde estaba el coche que la había acosado? Evidentemente, el conductor no había parado y eso demostraba que su intención era herirla.

Con las manos temblorosas, consiguió apagar los faros. El canalla que la había perseguido quizá volviera y ella no quería que viera las luces y la encontrara. En medio de la oscuridad, se dio cuenta de que tenía el cinturón de seguridad clavado en el cuello. Buscó el cierre y consiguió soltarse después de intentarlo varias veces. Dejó escapar un leve suspiro de alivio.

El siguiente paso era encontrar al bolso y el teléfono móvil que tenía dentro. Empezó a palpar los asientos y el salpicadero como si fuera ciega hasta que encontró el bolso detrás del asiento del acompañante. Afortunadamente, estaba cerrado con cremallera y el móvil seguía donde lo dejó.

Cuando vio que se encendía, elevó una plegaria de agradecimiento y marcó el número de emergencias. Después de comunicar el accidente y el lugar aproximado, dejó el móvil a un lado y se dejó caer contra el respaldo del asiento. Su familia había ido a cenar a casa de un vecino y no quería preocuparlos hasta que fuera inevitable.

Empezó a preguntarse qué hacer. ¿Tenía que esperar fuera del coche? Aunque no olía a nada, el coche podía estar perdiendo gasolina e incendiarse por alguna chispa. Sin embargo, el coche estaba rodeado de matorrales y hierba alta hasta la rodilla y en esa zona de Texas había serpientes de cascabel. Nadie con dos dedos de frente atravesaría su jardín de noche sin una linterna y mucho menos se internaría en el campo al borde de una carretera. Si tuviera una linterna quizá se atreviera a salir del coche, pero nunca se acordaba de llevar una en la guantera.

Diez minutos más tarde, cuando ya estaba tan inquieta que iba a bajarse del coche, una camioneta con una luz en la cabina apareció por el recodo de la carretera. Con un alivio infinito, agarró el tirador de la puerta y se dio cuenta, con cierto asombro, de que estaba atrancada. Se inclinó hacia la otra puerta y comprobó que tampoco podía abrirla. ¡No habría podido salir del coche aunque hubiera querido!

El haz de luz de una linterna barrió su ventanilla. Lucita, desesperada, giró la llave, apretó el botón y bajó la ventanilla.

—¡No puedo abrir la puerta! —gritó a la figura que se acercaba.

—¡Quédese donde está! ¡Llegaré en un minuto!

Era una voz masculina, profunda, firme y muy tranquilizadora. El alivio se adueñó de ella y por un instante creyó que iba a echarse a llorar. No podía derrumbarse en ese momento. Había pasado por situaciones mucho peores que ésa.

El policía consiguió abrirse paso entre las hierbas y los matorrales y llegó al costado del coche.

—¿Está herida? —le preguntó iluminándole la cara con la linterna—. Desde emergencias dijeron que no se necesitaba una ambulancia.

Ella, deslumbrada, cerró los ojos.

—Creo que estoy bien. Las puertas están atrancadas, ¿puede sacarme de aquí?

Él tiró con fuerza de la puerta del conductor hasta que consiguió abrirla. Ella agarró el bolso, apoyó los pies en el suelo y, con la ayuda de él, salió del coche. Aturdida, se tambaleó y se agarró instintivamente a lo primero que encontró, que resultó ser el pecho del agente.

—¡Eh! —exclamó él—. ¡No vaya a desmayarse ahora!

Ella sintió que unos brazos enormes la rodeaban y la estrechaban contra el cuerpo de él.

—Tranquila, señora. Respire lenta y profundamente.

Ella obedeció y notó que recuperaba las fuerzas poco a poco. Además de darse cuenta, con bochorno, de que se había dejado caer en brazos de un desconocido. La tela de la camisa era suave y fresca y olía a hierba del campo. En contraste, sus brazos eran cálidos y la sujetaban con una firmeza tal que hizo que se sintiera a salvo, como hacía mucho tiempo que no se sentía.

Enojada por ese momento de debilidad, apartó la mejilla de su pecho.

—Estoy… bien. Puedo sostenerme sola —afirmó tajantemente.

Él la soltó, pero siguió agarrándola suavemente del codo.

—Me llamo Ripp McCleod y soy ayudante del sheriff del condado. ¿Quién es usted, señora?

¿McCleod…? Hacía años hubo un sheriff con ese nombre. ¿Sería familiar suyo?

—Me llamo Lucita Sánchez. Vivo en Sandbur.

Tenía unos dedos tan largos que le rodeaban completamente el brazo. Aunque había dicho que estaba bien, agradecía para sus adentros que la sujetara. No estaba segura de que sus temblorosas piernas hubieran recuperado todas las fuerzas.

—¿Es familia de Matt y Cord?

No le extrañó que ese hombre llamara a sus hermanos por sus nombres de pila. El rancho de Sandbur era muy conocido en esa zona de Texas. Ese representante de la ley seguramente sería del condado de Goliad y, más que probablemente, conocería a mucha gente que vivía y trabajaba en el rancho. Aunque no se acordaría de ella porque había pasado varios años fuera de la casa familiar y había vuelto hacía unos meses.

Precipitadamente, sacó el carné de conducir y el recibo del seguro y se los dio.

—Sí —contestó ella—. Matt y Cord son mis hermanos. Yo… yo estaba volviendo a casa cuando pasó esto.

Señaló el coche con el brazo. No había tumbado el poste, pero sí estaba inclinado en un ángulo muy inestable. Lo cables colgaban aunque, afortunadamente, ninguno tocaba el suelo. Los postes que sujetaban la alambrada sí estaban arrancados del suelo y era un milagro que el ganado no se hubiera escapado a la carretera.

El ayudante del sheriff debía de estar pensando lo mismo porque volvió la cabeza hacia el transmisor que llevaba en el hombro.

—Lijah, date prisa. Hay ganado suelto y la alambrada está arrancada. Levántala en cuanto puedas antes de que se produzcan más accidentes. También tienes que avisar a la compañía eléctrica para decirles que hay que reponer un poste.

—Roger se ocupará —replicaron por el transmisor—. Ya puedo ver tus luces. ¿Hay alguien herido?

—Creo que no.

McCleod volvió a prestar atención a Lucita y tuvo la vaga sensación de que la había visto antes.

—¿Hay alguien más en el coche?

Era una noche calurosa, sin luna y con unas nubes deshilachadas que tapaban la estrellas. Lucita sólo podía vislumbrar la cara del ayudante del sheriff cuando la linterna iluminaba involuntariamente hacia arriba. Sin embargo, sí podía saber que era un hombre alto, aun descontando el sombrero oscuro, que sus anchos hombros estaban cubiertos por una camisa caqui de uniforme, que llevaba unos pantalones vaqueros sobre las piernas largas y fuertes y unas botas negras de puntera cuadrada. Una cartuchera de cuero con un revólver colgaba de sus delgadas caderas. Era el paradigma del representante de la ley texano y ella percibía claramente su presencia autoritaria.

—No —contestó ella—. Viajaba sola.

—¿Puede decirme qué pasó? ¿Se acuerda?

Él tenía una de esas voces graves y aterciopeladas que la estremecían… ¿o sería una reacción a la conmoción del accidente? Fuera lo que fuese, ella se rodeó el pecho con los brazos.

—No estoy segura. Algo se cruzó en la carretera. Creo que fue un jabalí. ¿Ha visto alguno? —ella miró hacia el asfalto—. Espero no haberlo atropellado.

—No he visto ningún jabalí herido por la carretera. Pero sí vi unas marcas de neumáticos como a kilómetro y medio de aquí. Debía de tener mucha prisa por llegar a casa. ¿A qué velocidad iba, señora Sánchez?

Captó cierto tono de censura en su voz, algo que podía esperar. Nadie en su cabales habría conducido a esa velocidad de noche. Nadie excepto alguien que temía por su vida, se dijo con angustia.

—Demasiado deprisa —reconoció—. Pero no es lo que piensa. No tenía prisa por llegar al rancho. Yo…

—La fauna es un peligro en esta carretera —la interrumpió él—, aunque se circule a la velocidad estipulada.

No hacía falta que él se lo dijera. Ese rincón de Texas había sido su casa desde muchos años antes de irse a vivir a Corpus. Había visto muchos vehículos accidentados, incluso personas muertas, por culpa de animales sueltos.

—Efectivamente, ya lo sé, pero…

¿Cómo podía decirle que creía que alguien había intentado sacarla de la carretera intencionadamente? A ella misma le parecía algo increíble. Como no tenía ninguna prueba que sustentara su sospecha, se la calló.

Se apartó la melena de la cara con un gesto cansado. Cuando los dedos le rozaron la sien, notó algo húmedo y pegajoso. Se palpó la cabeza hasta que encontró una herida abierta. Se miró la mano y vio sangre en las yemas de los dedos.

—Creo que me he hecho un corte.

—Déjeme verlo.

Él se acercó y dirigió la linterna hacia el costado de su cabeza. Ella se quedó inmóvil mientras le separaba el pelo para examinar la herida. Otra vez captó el olor de su camisa, la intensidad masculina de su cuerpo cálido.

—Efectivamente, tiene un corte muy feo. Lo tenía tapado por el pelo y no lo había visto —murmuró él—. Será mejor que llame a una ambulancia después de todo. Hay que comprobar si tiene una conmoción cerebral.

Ella se apartó de él.

—Olvídelo. No me gustan los hospitales. Además, mi prima y su marido son médicos. Irán al rancho y me reconocerán si hace falta.

—No me preocupa sólo la conmoción —replicó él con un tono brusco y profesional—. Seguramente haya que darle puntos.

Antes de que ella pudiera adivinar sus intenciones, él sacó un pañuelo del bolsillo y se lo puso en la herida. Le rozó la mejilla involuntariamente con la mano y ella cerró los ojos e intentó escudarse de la sensaciones que la dominaron. ¿Cuánto tiempo hacía que un hombre que no fuera familiar suyo estaba tan cerca? Tres años largos y solitarios.

—Me ocuparé de que me curen la herida. Gracias.

A él le pareció que estaba incomodándola, le dio el pañuelo y retrocedió unos pasos.

—No deje de hacerlo. ¿Puede llegar hasta la furgoneta? Tengo que hacer un atestado del accidente y estará más cómoda ahí.

Sería un alivio poder sentarse. Le costaba mantenerse de pie y el golpe en la cabeza parecía más fuerte de lo que se imaginaba.

—Creo que sí —contestó ella.

Él la agarró del brazo y la acompañó a través de la hierba y la maleza. Justo cuando llegaron a la furgoneta, otro coche patrulla se paró a un lado de la carretera. Un policía se bajó y McCleod se dirigió a él.

—Si no has llamado a una grúa, llámala y luego ocúpate de la alambrada.

Él otro hombre hizo un gesto de aceptación con la mano y el ayudante del sheriff la ayudó a montarse en la furgoneta por la puerta del acompañante. Una vez dentro y con la puerta cerrada, ella empezó a temblar, aunque no pudo saber si fue por al aire acondicionado o por los problemas que se avecinaban. Sólo supo que quería acabar con ese suplicio y volver con su familia.

El salpicadero resplandecía con luces de todas las formas y colores y el radiotransmisor emitía informaciones sin cesar. Detrás de su cabeza, delante del parabrisas trasero, unos rifles descansaban sobre un soporte. Se preguntó si él habría tenido que utilizarlos alguna vez.

Unos segundos después, el ayudante de sheriff estaba sentándose a su lado. Encendió la luz de la cabina y el espacio se iluminó tenuemente. Ella miró su perfil mientras él anotaba los datos de su carné de conducir. Decidió que tenía treinta y bastante años. Su mandíbula, fuerte y cuadrada, estaba ligeramente sombreada por una barba incipiente. Unas patillas marrón oscuro llegaban hasta el borde de los lóbulos de sus orejas y el pelo le cubría de rizos la nuca. Su nariz era más bien larga y asombrosamente recta para un hombre que había tenido que verse mezclado en una buena cantidad de refriegas. Unas arrugas le delimitaban los labios, que en ese momento estaban muy apretados. Estaba claro que su conducción temeraria lo había enojado.

—Creo que no hace falta que le diga la suerte que ha tenido. También creo que se da cuenta de que podría haberse matado.

Lucita tomó aliento. Le gustaría poder ver sus ojos. Podrían darle un indicio de lo que estaba pensando. Sin embargo, estaban tapados por el ala de su sombrero. Se fijó en su mano izquierda. No llevaba alianza, pero ¿qué le importaba a ella? ¿Por qué se había preguntado si estaba casado?

Intentó concentrarse en el motivo que la había llevado a estar sentada junto a ese ayudante del sheriff alto y delgado. Parecía un hombre fuerte y competente y su presencia tenía algo que le daba seguridad. Tenía que decirle lo que había pasado en la carretera. Necesitaba su ayuda. Si no, a lo mejor no salía viva.

—Dicho así, es posible que tenga razón, pero no me siento especialmente afortunada. Yo… verá… un coche estaba acosándome justo antes de que apareciera el jabalí. Se acercó tanto que me golpeó.

Él se dio la vuelta y la miró a los ojos. La visión de toda su cara fue casi tan impresionante como el choque contra el poste.

—¿Le golpeó?

Ella percibió la incredulidad aunque sólo hubiera dicho dos palabras y entendió que, desde su punto de vista, parecía absurdo. Era una zona rural donde todo el mundo vivía sosegadamente. Los vecinos se conocían unos a otros y no intentaban sacarse de la carretera.

—Sí. Al principio, los faros estaban tan cerca y eran tan brillantes que casi me cegaron. Aceleré para intentar alejarme de ellos, pero no conseguí rezagarlo. Acabó acercándose tanto que embistió mi parachoques con tal fuerza que estuvo a punto de obligarme a soltar el volante. Estaba intentando dilucidar si pararme en el arcén o seguir a toda velocidad cuando el jabalí apareció delante de mí. Di un volantazo para esquivarlo y el coche empezó a dar vueltas. Lo siguiente que vi fue mi coche estampado contra un poste de la luz.

—¿Está segura de que el coche la embistió? En esta carretera hay algunos baches que pueden ser peligrosos a cierta velocidad.

Ella se apretó con más fuerza el pañuelo en la herida al notar que sangraba.

—Entiendo que parezca increíble, pero no fue un bache. Ese coche me golpeó.

Él, como si quisiera mirarla con más detenimiento, se levantó levemente al ala del sombrero.

—¿Había tenido algún problema con ese coche antes del accidente? Quizá lo deslumbrara con los faros y se enfadó… o quizá le quitara una plaza para aparcar. Desgraciadamente, la furia al volante puede ser incontrolable.

—No —ella sacudió la cabeza con vehemencia—. No me ha pasado nada de eso ni hoy ni otro día.

—Parece una conductora muy considerada, señora Sánchez —él sonrió y unos hoyuelos aparecieron en sus mejillas.

Ella miró hacia otro lado y se recordó a sí misma que no le gustaban los representantes de la ley, que le parecían demasiado pagados de sí mismo. Ése no era una excepción. Sin embargo, tenía algo que la alteraba de una forma muy sensual.

—Casi todos los texanos son conductores considerados —replicó ella—. Excepto ese majadero que me acosó.

Él miró pensativamente por el parabrisas.

—Si no era un conductor furioso, ¿por qué iba a acosarla? ¿Ha tenido alguna discusión personal con alguien?

Sus preguntas estaban haciendo que se sintiera incómoda. Cuanto más intentaba explicar el accidente, más rara se encontraba.

—Me doy cuenta de que debo de parecerle una paranoica, pero me han… creo que alguien ha estado siguiéndome… acechándome.

Ella lo miró y se dio cuenta de que estaba observándola fijamente y con un gesto de preocupación. Sintió alivio al darse cuenta de que él se tomaba en serio sus temores.

—¿Ha informado a las autoridades? —preguntó él.

—No.

Debería haberlo hecho, pero no tenía pruebas y la habrían considerado una histérica o algo parecido. Además, había pensado que todo se acabaría sin más.

—¿Le ha contado algo a su familia?

—Se lo comenté a mi tía Geraldine, pero en ese momento sólo era una sensación que yo tenía.

Él seguía mirándola fijamente como si quisiera ver la verdad. Podría haberle dicho que no iba a encontrar nada, que ella era una profesora normal y corriente.

—¿Tiene algún enemigo que usted sepa?

—No —ella resopló—, pero ¿quién puede saberlo hoy en día? Soy profesora en el Instituto St. Francis. Supongo que un alumno enojado podría querer asustarme.

—Una cosa es asustarla, pero acecharla es un delito muy grave.

La persecución de esa noche, efectivamente, le había parecido delictiva, pero no quería pensar en eso, no quería pensar en que alguien había querido que tuviera un accidente.

—El coche no se paró cuando me estrellé. Me imagino que si el conductor hubiera querido hacerme algo, habría ido a terminar lo que había empezado.

El ayudante del sheriff apretó los labios.

—No quiero asustarla, pero quizá creyera que el accidente había acabado con usted y no quería que lo sorprendieran en el lugar del crimen.

—Sólo puedo esperar que esté equivocado —dijo ella con la sangre helada.

—Yo también lo espero —él suavizó el tono—. ¿Puede decirme algo del vehículo?

—No mucho —Lucita suspiró—. Estoy casi segura de que era un coche bajo y aerodinámico. Parecía negro o de un color oscuro.

—¿Nada sobre la marca, el modelo o la matrícula?

Ella empezó a notar cierto dolor en la cabeza y se pasó la mano por la frente.

—No. No tuve tiempo de fijarme en los detalles. Apareció detrás de mí y me deslumbró.

Él asintió con la cabeza y anotó algo en la libreta.

—Bueno, supongo que ahora se enfurecerá conmigo más que con su perseguidor porque voy a tener que multarla por conducción temeraria.

—¿Y el jabalí? —preguntó ella con los ojos como platos—. ¿Y el acosador o lo que fuera?

—Aparte de su palabra —él esbozó una levísima sonrisa—, no tengo constancia de ningún jabalí o acosador. Sin embargo, pienso investigarlo —le dio a ella su declaración, agarró la linterna y abrió la puerta de la camioneta—. Quédese donde está.

¿Qué creía que iba a hacer? Se preguntó Lucita. Su coche estaba destrozado y tenía las piernas como si fueran de trapo. Estaba a varios kilómetros del rancho y no podía ir andando. Además, tampoco estaba dispuesta a ayudarlo a buscar un jabalí muerto en medio de la noche.

A lo lejos, a su izquierda, podía ver al coche accidentado y al otro policía llamado Lijah que intentaba levantar la alambrada. A su derecha, McCleod iluminaba la maleza con la linterna.

Era impresionantemente atractivo, se dijo. Eso era innegable. Algo de él la había cautivado cuando le puso el pañuelo en la herida. Seguía sin poder creerse que hubiera buscado una alianza en sus dedos. ¿Qué le había pasado? Su estado civil no tenía nada que ver con ella. No estaba buscando un hombre para retozar con él, ni siquiera uno tan apuesto como ese ayudante del sheriff. Por su vida ya había pasado un hombre atractivo y engatusador y después de que desapareciera, con la herencia de su familia, se había jurado no repetir la experiencia. Sin embargo, ese representante de la ley texano podía conseguir que cualquier mujer se olvidara de sus juramentos.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

LUCITA rebuscó en el bolso para encontrar algún analgésico contra el dolor de cabeza. Seguía dando vueltas al pintalabios y recibos arrugados cuando la puerta se abrió y McCleod se sentó detrás del volante. Con él entró la calidez de la noche y su inconfundible aroma masculino. Se estremeció por una punzada de excitación.

—No hay ningún jabalí, señora Sánchez. Cuando sea de día, la policía examinará su coche con más detenimiento. Naturalmente, si encontramos algo, se lo comunicaremos.

Ella soltó el aire que había retenido sin darse cuenta.

—En realidad, me alegro de que no lo haya encontrado. No me habría gustado haberlo matado, aunque eso me ayudara a evitar la multa.

Él tomó la libreta donde había apuntado los datos de su carné de conducir.

—Jabalí… Acosador… Fuera lo que fuese, evidentemente estaba conduciendo a una velocidad excesiva, señora Sánchez. Si aprecia en algo su cuello, será mejor que circule más despacio.

Lucita apretó los labios mientras lo observaba anotar más comentarios. Él tenía razón, pero eso no la tranquilizaba al ver que rellenaba lo que parecía un montón de multas.

—¿Qué debería hacer si alguien vuelve a acosarme en la carretera? —preguntó ella con cierto sarcasmo.

Él levantó la mirada y ella no pudo evitar fijarse en las cejas oscuras que se juntaban en la frente y en las comisuras de los labios cincelados que adoptaban un gesto serio. Ese hombre era sexy hasta cuando fruncía el ceño.

—El acosador le preocupa de verdad, ¿no?

—Sí. Sólo es un presentimiento, pero me asusta.

Ante su sorpresa, él le tocó el brazo para tranquilizarla.

—Yo no le daría más vueltas, señora Sánchez. Desgraciadamente, mucha gente se topa con conductores imprudentes o desconsiderados por la carretera, pero no pasa de ahí. No creo que vaya a tener más problemas. Esté atenta y conduzca con cuidado.

En circunstancias normales, ella había estado de acuerdo, pero su pasado no era normal. Hacía tres años, su ex marido le había robado hasta el último céntimo de la herencia que su familia le había dado cuando cumplió veinticinco años y hasta la fecha la policía no había dado con su paradero. Sin embargo, no iba a contárselo a ese hombre. Al fin y al cabo, para McCleod aquello era un incidente de tráfico y nada más y quizá fuera preferible que siguiera pensándolo. Sobre todo, cuando no tenía la más mínima prueba de que la persona que había intentado sacarla de la carretera fuera Derek Campbell o alguien relacionado con él. Además, durante los diez años que estuvieron casados, él nunca la había amenazado de ninguna manera.

Aun así, durante las últimas semanas no había podido dejar de pensar que su ex marido tenía algo que ver con la persona que había estado vigilando sus idas y venidas.

Lucita dobló meticulosamente el pañuelo de McCleod y lo apretó contra la herida.

—Tiene razón —dijo ella al cabo de un rato—. Tengo que dejar de preocuparme y alegrarme de que esta noche el coche fuera la única víctima.

—Como dije antes, es una mujer afortunada. Supongo que lo sabrá…

—Sí —contestó ella con una alegría fingida—. Ha sido mi noche de suerte —ella miró hacia otro lado—. Si ha terminado de redactar el atestado, voy a llamar a mi hermano para que venga a recogerme.

—No hace falta —replicó él lacónicamente—. Yo la llevaré a su casa.

—¿Qué? —ella volvió a mirarlo.

—No estamos lejos de Sandbur —contestó él—. No hace falta que moleste a su familia. Además, creo que tengo que comentarles este incidente.

Lucita lo miró fijamente y se preguntó por qué querría hacerlo. Que ella supiera, la oficina del sheriff no era la responsable de que volviera sana y salva a su casa.

—¿Es la práctica normal? —preguntó ella sin poder evitarlo.

Él, sin alterar el gesto, arrancó la multa de la libreta y se la dio. Ella la tomó y la guardó en el bolso sin mirarla.

—No se preocupe por mis prácticas, señora Sánchez, nunca me extralimito.

Ella se preguntó si se refería a la ley o a las mujeres, pero no dijo nada. Si ese hombre se enteraba de que lo había mirado como a algo más que un representante de la ley, seguramente le pondría otra multa.

McCleod encendió el motor de la camioneta y al entrar en la carretera, agarró el transmisor que llevaba en el salpicadero.

—Lijah, me dirijo hacia Sandbur. Mide las marcas de los neumáticos e intenta localizar al dueño de la alambrada. Si el ganado se escapa, pueden producirse accidentes y todo tipo de demandas.

—Entendido, Ripp. Lo haré.

Lucita se puso el cinturón de seguridad y miró fijamente a la oscuridad de la noche. La cabeza le palpitaba y le sangraba. Pensó, sin saber por qué, que el pañuelo blanco que él le había dejado nunca volvería a ser como antes. Le debía un pañuelo, pero ¿tendría la oportunidad de dárselo? Era una idiota, se dijo así misma. Lo último en lo que debería pensar era en volver a ver a ese ayudante del sheriff.

Por el rabillo del ojo vio que él agarraba el radiotransmisor. Cuando una voz de mujer contestó, él empezó a recitar una serie de números y letras que ella reconoció como su carné de conducir y la matrícula de su coche. Lo entendió. Aunque su familia era muy conocida en esa parte de Texas, él tenía que tratarla como a cualquier otra persona y comprobar si todo estaba en regla.

—Todo correcto con ese carné de conducir y matrícula, número dos —contestó la mujer.

—Gracias.

—¿Lo ha llamado número dos? —preguntó Lucita.

—Es mi nombre en clave. Soy el ayudante jefe después del sheriff —explicó McCleod.

—Ah…

Ella debería haber supuesto que no era un ayudante normal y corriente. Ese hombre irradiaba autoridad, además de virilidad.

—¿Adónde llevarán mi coche? —preguntó ella al cabo de un rato.

—Al único depósito del pueblo, al de Santee. Pero si tiene alguna duda, puedo decirle desde este momento que es siniestro total

Puso el intermitente y entraron en el camino que los llevaría al rancho de la familia de Lucita. Sandbur era un rancho tan grande que estaba dividido en dos partes: Mission River y Goliad. El segundo era donde estaban las casas de los propietarios y adonde se dirigió McCleod.

Ella tuvo ganas de preguntarle quién era él para decidir el estado de un coche, pero se mordió la lengua. No tenía sentido pagarla con él por su mala suerte. Hasta el momento la había tratado con respeto y cortesía cuando otro representante de la ley seguramente habría disfrutado leyéndole la cartilla con saña. Apartó la mirada de su atractivo perfil.

—¿Cree que miento al decir que me embistieron por detrás? —preguntó ella con un tono tranquilo.

—No —contestó él sin molestarse en mirarla—, pero existe la posibilidad de que se equivoque. Las cosas pasan muy deprisa cuando se conduce a una velocidad elevada y yo…

Él se calló como si hubiera pensado que lo que iba a decir no era adecuado.

—Termine, por favor —le pidió Lucita—. Respeto su opinión de experto en la materia.

—Muy bien. Tengo la sensación de que oculta algo sobre todo este asunto.

Sus palabras hicieron que ella se sintiera más que incómoda. No quería que ese hombre supiera que era la oveja negra de la familia Saddler-Sánchez, que era la única que había avergonzado a sus seres queridos al casarse con un hombre que ellos habían censurado.

—En otras palabras, no confía en mí.

Él la miró súbitamente y su gesto imperturbable le dejó helada.

—Señora Sánchez, en mi profesión no puedo creer sin más a todo el mundo

Afortunadamente para ella, sólo quedaban muy pocos kilómetros para llegar a su casa. El ambiente en la camioneta estaba cargado de tensión y lo único que rompía el silencio eran la voces del radiotransmisor.

Lucita se dejó caer contra el respaldo e intentó apoyar la cabeza, pero cada vez que pasaban por un bache sentía un dolor insoportable en la herida. Al cabo de unos minutos, renunció y se sentó en el borde del asiento. Al poco tiempo llegaron al arco hecho con tubos de hierro del que colgaba la chapa con la S/S. Justo después, el camino se dividía en todas direcciones entre graneros, corrales y barracones. El ayudante del sheriff parecía saber muy bien adónde ir. Pasó de largo el edificio principal y se dirigió hacia la casa de ladrillos de su padre. Ella dio por supuesto que ya había estado allí antes. Quizá hubiera ido cuando unos canallas desconocidos hirieron gravemente a su padre en el pueblo o quizá conociera personalmente a sus hermanos. Eran suposiciones. Sólo tenía una certeza, si ella lo hubiera visto antes, no lo habría olvidado.

Lucita le corrigió la dirección.

—No vivo con mi padre y mis hermanos. Vivo en la casa de invitados. Tiene que girar en la primera esquina.

Afortunadamente, él no le hizo ninguna pregunta personal.

—Creo que es mejor que antes la lleve con su familia. Quiero cerciorarme de que le curan la herida.

Ese hombre ni siquiera confiaba en que ella pudiera ocuparse de sí misma. Aunque, ¿qué podía esperar? Había confesado que iba conduciendo a una velocidad peligrosa. Eso no decía mucho a favor de su sentido común. Sin embargo, si él hubiera visto el coche que había intentado sacarla de la carretera, quizá pudiera entender la desesperación que ella sentía.

Poco después, él aparcó delante de la casa. Lucita agarró el bolso y lo siguió por el camino iluminado hacia la entrada con columnas. Para alivio de ella, su hermano mayor, Matteo, Matt para quienes lo conocían bien, abrió la puerta. En cuanto vio a McCleod, salió al porche con una sonrisa de oreja a oreja y le estrechó la mano.

—¡Ripp! ¿Qué te trae por aquí?

El ayudante del sheriff se apartó e hizo un gesto hacia Lucita, que estaba medio en sombras.

—He venido con tu hermana, Matt. Tuvo un accidente hace un rato. Pensé que lo mejor sería comentártelo.

Lucita se sintió como una niña que iba a casa con una reprimenda del profesor, pero eso era peor que haberse portado mal en el colegio. Por un instante su hermano, moreno y musculoso, se quedó atónito.

—¡Por Dios, Luci!

Lucita, al entrar en la zona iluminada del porche, se dio cuenta de que su aspecto debía de ser horrible. La sangre le manchaba la mejilla y las manos, así como la blusa color avellana y los pantalones a juego.

Matt la agarró por los hombros.

—¿Qué ha pasado?

Aunque Matt sólo era cuatro años mayor que ella, que tenía treinta y seis, llevaba su papel de hermano mayor bastante lejos y la trataba más como un padre. Durante los tres últimos años, él insistió y la engatusó hasta que ella lo embaló todo y se mudó de Corpus Christi a Sandbur con su hijo. Matt la convenció de que la familia tenía que estar unida, sobre todo, en los momentos difíciles. Ella lo había pasado mal y parecía que la desdicha seguía rondándola para complicarle más la vida.

—No pasa nada, Matt. De verdad. Sólo es un pequeño corte en la cabeza. ¿Marti está aquí o en la casa de invitados?

Lucita miró hacia la puerta de entrada. Si Marti, su hijo de once años, veía el coche del sheriff, saldría al instante para ver qué pasaba. Ella no quería que la viera en ese estado. El chico ya había pasado bastantes malos tragos durante los últimos tres años como para saber que su madre había estado a punto de perder la vida.

—En ninguno de los dos sitios. Está en la casa grande jugando a las cartas con la tía Geraldine y Gracia.

—Perfecto —dijo ella con alivio—. No quiero que me vea así.

Matt dirigió una mirada acusadora al ayudante del sheriff.

—Ripp, ¿puede saberse por qué la has traído? ¡Debería estar en urgencias!

Ripp hizo una mueca. Se lo había esperado de Matt y estaba seguro de que Mingo se horrorizaría lo mismo al ver a su hija herida y sangrando. Los hombres Sánchez eran uno de los motivos para que hubiera decidido llevarla personalmente al rancho. Hacía unos años, Mingo hizo todo lo posible para que consiguiera el cargo de ayudante jefe. En cuanto a Matt, se hicieron amigos en el instituto y esa amistad fue profundizándose con el paso del tiempo. Durante todo ese tiempo no conoció a Lucita, pero en ese momento le habría gustado haberla conocido.

—Tu hermana es tan terca como tú, Matt. Se negó a que llamara a una ambulancia. Dijo que su prima la examinaría si hacía falta.

—Luci, hay momentos en los que hay que ser duros y momentos en los que hay que aceptar una ayuda. ¿Cuándo vas a aprenderlo? —Matt la regañó delicadamente antes de tomarla del brazo y llevarla hacia la casa—. Has tenido suerte esta noche. Nicci y Ridge pasaron por aquí después de cenar y siguen en casa —miró a Ripp—. Pasa, Ripp. Podrás contarme lo que ha pasado mientras Nicci ve la herida de Luci.

Ripp siguió a los hermanos y entró en la casa de dos pisos. Comparada con su casa en las afueras de Goliad, era una auténtica mansión. La familias Saddler y Sánchez, copropietarias de Sandbur, eran ricas y llevaban más de un siglo siéndolo. Aun así, Ripp sería el primero en reconocer que Matt y su familia nunca se habían portado como si fueran adinerados. Siempre habían actuado como cualquier persona que trabajaba mucho para ganarse la vida. Ripp sabía muy bien que ninguno de esos hombres se sentaba de brazos cruzados para que los empleados llevaran el rancho. Sin embargo, no sabía nada de su hermana, de Lucita. Hasta esa noche, sólo había oído hablar de ella de vez en cuando. Parecía la que se salía de la norma de la familia, pero se oían muchas cosas, sobre todo, cuando uno trabajaba al servicio de la ley.

—¡Nicci! ¡Juliet! ¡Venid! —gritó Matt cuando entraron en el salón vacío.

Juliet, la mujer de Matt, fue la primera en aparecer apresuradamente. Nicci, su prima, que estaba embarazada, llegó justo detrás de ella y, con instinto médico, se acercó directamente a Lucita.

—¡Lucita…! —exclamó—. ¿Qué te ha pasado?

—Ha tenido un accidente con el coche —contestó Matt antes de que Lucita pudiera decir algo—. ¿Puedes mirarle la cabeza?

—¡Claro! Ridge y yo siempre llevamos un maletín médico en el coche. Le pediré que vaya a buscarlo —la morena rodeó los hombros de Lucita con un brazo—. Vamos a curar esa herida, Luci.

—Le diré a Ridge que vaya a por el maletín —comentó Juliet mientras se dirigía hacia la cocina.

Cuando las tres mujeres salieron de la habitación, Ripp vio que Matt dejaba escapar un suspiro antes de mirarlo con gesto de preocupación.

—¿Qué ha pasado, Ripp? ¿Hay otros coches implicados?

—No lo sé con precisión.

Matt se pasó una mano por el pelo y Ripp pensó que estaba un poco angustiado. Efectivamente, su hermana estaba levemente herida y el coche destrozado, pero eso era un problema casi insignificante para una familia con tanto dinero.

—¿Puede saberse qué quieres decir?

—Ya lo comentaremos más tarde. Ahora, deberías estar contento porque Lucita sólo tiene un golpe en la cabeza. Tiene suerte de estar viva. Antes de que nos fuéramos del lugar del accidente, ella me reconoció que conducía demasiado deprisa.

—¿Había superado el límite de velocidad después de anochecer, cuando sabe que los ciervos y los jabalís salen al campo? ¿En qué estaba pensando? —preguntó Matt con gesto serio.

Ripp hizo una mueca de disgusto. Detestaba ser el portador de malas noticias, pero en ese caso, como en cualquier otro, tenía que ser sincero aunque significara hacer daño a un amigo.

—No estoy seguro. Dejó marcas de neumáticos por todos lados. Todavía no he examinado detenidamente el lugar del accidente. He dejado a Lijah haciéndolo, pero, a primera vista, parecía como si hubiera frenado y el coche hubiese derrapado. Se estrelló de frente contra un poste del tendido eléctrico. El coche es siniestro total, de eso sí estoy seguro.

Matt sacudió la cabeza con incredulidad y señaló hacia unas butacas de cuero que había delante de la chimenea, que estaba apagada, naturalmente, porque era finales de agosto.

—Siéntate, Ripp. No vamos a quedarnos de pie para hablar. ¿Quieres un café o una cerveza?

La verdad era que no tenía tiempo para sentarse ni beber nada, pero Matt parecía especialmente preocupado por el accidente de su hermana.

—Un café —contestó Ripp—. Todavía estoy de servicio.

Ripp se sentó en una butaca y Matt salió hacia la cocina. Ripp echó una ojeada a la amplia habitación. Había estado en las casa varias veces durante los últimos años y siempre le había llamado la atención que aunque era lujosa las habitaciones eran cálidas y acogedoras.

Lucita le había dicho que vivía en la casa de invitados, que estaba a unos cien metros de allí. Él nunca había estado en esa casa, pero siempre le había recordado a una villa mediterránea de una planta con paredes de estuco rosa y un porche con arcos. Para él era una pequeña mansión, pero no podía compararse con esa casa y se preguntaba por qué la hermana y su hijo habían preferido vivir allí en vez de vivir con el resto de la familia. Quizá fueran verdad los rumores que había oído sobre que se salía de las normas… o quizá su marido no quisiera vivir con sus cuñados. Si tenía marido, claro. En su carné de conducir ponía Sánchez y nada más, pero algunas mujeres no adoptaban el nombre de su marido, sobre todo, cuando pertenecían a una familia prestigiosa y con influencia. Fuera como fuese, a él no debería importarle esa mujer. Era una heredera que estaba muy lejos del alcance de un ayudante del sheriff y que probablemente estaría casada. Entonces, ¿por qué tenía algo que le había llamado la atención desde que se acercó al coche accidentado? Quizá porque era hermosa y cuando se derrumbó en sus brazos él sintió unas ganas abrumadoras de protegerla.

Un rato después, cuando Matt volvió al salón, Ripp hizo todo lo posible para olvidarse de esos extraños sentimientos hacia la hermana de su amigo. Una joven con una trenza morena alrededor de la cabeza lo siguió con una cafetera y dos tazas en una bandeja.

—Perdona que te haya hecho esperar, Ripp —se disculpó Matt mientras se sentaba en el sofá—. Le he explicado el accidente a mi padre mientras Alida hacía el café.

—¿Dónde está tu padre? —Ripp miró hacia la cocina.

—Él y Ridge están viendo a Luci.

Alida, la joven doncella, sirvió las dos tazas de café y se marchó discretamente. Matt se sentó en el borde del sofá y miró fijamente a Ripp.

—Muy bien, Ripp, ¿qué ha pasado en realidad? Lo veo en tu cara. Hay algo más, ¿verdad?

—¿Qué quieres decir? —Ripp arqueó ligeramente las cejas—. Tu hermana ha tenido un accidente. Por desgracia, le pasa a mucha gente todos los días.

—No me refiero a eso, ¡maldita sea! ¿Qué te dijo ella que lo ha causado? Mi hermana no es una irresponsable. Más aún, es una conductora prudente. Nunca iría deprisa sólo por la velocidad. Le preocuparía demasiado la posibilidad de hacer algo a alguien. Ella es así.

Ripp dio un sorbo de café y miró a Matt a los ojos.

—Tu hermana me dijo que alguien estaba acosándola, que intentaba embestirla por detrás. Dijo que aceleró para intentar alejarse del otro vehículo. Entonces, un jabalí apareció delante de ella y quiso esquivarlo. Por eso perdió el dominio del coche.

Ripp pudo comprobar que la expresión de su amigo se endurecía y le pareció raro que no mostrara extrañeza.

—¿Qué sabes del otro coche? —preguntó Matt.

—Si hubo otro coche —Ripp se encogió de hombros—, desapareció en la carretera.

—¿No se paró para ver si había alguien herido? ¿No es un poco raro?

Todo el relato sobre el accidente que le había hecho Lucita le parecía raro, pero, dada su profesión, había visto cosas más raras en las carreteras.

—Sólo un poco, Matt. Hay mucha gente que no quiere verse mezclada con accidentes.

—Los que te abollan el parachoques, quizá, ¡pero ella se ha estrellado contra un poste! Podría haberse matado.

Ripp dio otro sorbo de café mientras sopesaba la vehemente reacción de Matt.

—¿Crees que alguien ha intentado sacar a tu hermana de la carretera? —preguntó todo lo despreocupadamente que pudo.

—Efectivamente, lo creo —contestó Matt rotundamente—. Si ella lo ha dicho, es verdad. Luci no miente.

—De acuerdo, Matt. Si tú lo dices, te creo. ¿Crees que hay algún motivo para que alguien atacara a Lucita? Te lo pregunto como representante de la ley.

El hermano de Lucita clavó los ojos en su taza de café.

—No exactamente —contestó sin alterarse.

—Es curioso, pero me pareció que no te sorprendió la versión de Lucita y ella me ha contado que cree que hay alguien que la persigue.

Matt miró a Ripp con un gesto muy serio.

—Ripp, mi hermana… —se calló y miró alrededor para cerciorarse de que nadie había entrado en la habitación—. Hace unos años lo pasó muy mal. No quiero hablar mucho porque no le gusta que todo el mundo sepa lo que pasó entre ella y el malnacido de marido que tuvo.

Que tuvo… La mente de Ripp, disparatadamente, se aferró a esas dos palabras.

—¿Tu hermana está divorciada?

—Sí… y doy gracias a Dios de que lo esté. Era un fracasado y…

—¿Y…?

Ripp se dio cuenta de que quería saber más cosas de esa mujer encantadora que había caído en sus brazos. Le había parecido frágil y delicada y su pelo le había olido a las flores que crecían en el jardín de su madre. Sabía que era una reacción absurda, pero no podía hacer nada para evitarla.

—Y nadie sabe dónde está —siguió Matt—. Ha desaparecido.

Ripp frunció el ceño e intentó ver qué importaba eso en el accidente de Lucita.

—Eso no es nada excepcional, Matt. Sobre todo, si él tiene que pagar una pensión alimenticia.

La expresión de Matt se crispó.

—No me refiero a la pensión… tienen un hijo. Marti cree que su padre lo odia. Eso es un infierno para un chico de once años.

Lucita tenía un hijo. Se lo había imaginado cuando ella mencionó el nombre de Marti en el porche. Sin embargo, estaba divorciada. Eso daba una luz completamente distinta a todo. Un luz que tenía que apagar, se recordó inmediatamente.

—¿Su ex marido la ha acechado antes?

—No —Matt sacudió la cabeza—. No que yo sepa.

—¿La ha amenazado o algo así? —insistió Ripp.

—No —contestó Matt más pensativo que enfadado—. Lucita nunca ha dicho nada de eso. En realidad, estoy seguro de que no ha sabido nada de él desde que se marchó.

—Bueno, todo esto ha podido ser un accidente sin más, Matt. Hay algunos conductores muy ineptos por las carreteras. En cualquier caso, yo no me preocuparía por eso.

Terminó el café y dejó la taza en una mesilla.

—Tengo que irme, Matt. He dejado a Lijah con la alambrada que arrancó tu hermana. A lo mejor necesita ayuda.

Ripp fue hacia el recibidor y Matt lo siguió. Una vez en la puerta, el ranchero le dio una palmada de agradecimiento en el hombro.

—Gracias por traer a Lucita, Ripp. Nos ocuparemos de ella.

—Una grúa llevará su coche al depósito de Santee. Cuando hayan terminado las investigaciones, la compañía de seguros puede ir allí a buscarlo —Ripp miró a su amigo con un gesto serio—. Lo siento, Matt, pero he tenido que multarla. Sin pruebas del otro coche, no he podido hacer otra cosa.

—No había esperado que hubieras hecho otra cosa —Matt sacudió la cabeza con preocupación—. Espero que no pase nada más y que sólo fuera un conductor temerario.

—Sí, yo también.

Ripp se dio cuenta de que se había quedado más tiempo del que debería y se despidió de su amigo. Sin embargo, al arrancar la camioneta, volvió a mirar hacia las luces que se veían por las ventanas de la casa. Deseó haber visto a Lucita antes de marcharse, sólo para cerciorarse de que estaba bien.

Tenía que olvidarla, se dijo con firmeza. No quería a otra mujer en su vida y menos a una heredera impresionante con tantos problemas como ceros tenía su cuenta corriente. Era una complicación innecesaria.

Ripp estaba intentando alejar ese hermoso rostro de su cabeza cuando oyó la voz de Lijah en el transmisor.

—Número dos… ¿Estás cerca de la radio?

Ripp suspiró con un cansancio inexplicable y agarró el micrófono.

—Sí, Lijah, estoy aquí. ¿Qué pasa? No se habrá escapado el ganado, ¿verdad?

—Olvídate de la alambrada, la he arreglado. He medido las marcas de los neumáticos, pero me he encontrado con un pequeño problema.

Ripp frunció el ceño. Lijah no era el ayudante más listo, pero él lo quería como a un hermano e intentaba tener paciencia.

—¿Qué problema?

—Ha dos tipos de marcas, Ripp.

Ripp empezó a darle vueltas a la cabeza para intentar recordar las marcas que él había observado desde la camioneta mientras se dirigía hacia el lugar del accidente. No había podido pararse para recorrer andando toda la distancia de las marcas de los neumáticos porque, en ese momento, lo más importante era comprobar el estado de los ocupantes del coche. Al parecer, Lijah había encontrado algo que corroboraba la versión de Lucita.

—¿Dos…? Fíjate bien, Lijah. ¿Llevas las gafas puestas?

—¡Ripp! ¡Sabes muy bien que no vengo a trabajar sin las gafas! Veo dos tipos de marcas. Están casi encima unas de las otras. Será mejor que vengas a comprobarlo.

Un sensación gélida atenazó el estómago de Ripp. Era la prueba de que otro coche había estado siguiendo a Lucita de cerca, pero ¿significaba que había intentado hacerle algo? No podía contestar eso hasta que hubiera investigado más y pensaba hacerlo meticulosamente.

—Pon unas barreras, Lijah. No quiero que otro coche pase por esa zona de la carretera hasta que la vea con detenimiento. Llegaré enseguida.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

A LA mañana siguiente, mucho antes del amanecer, Ripp estaba sentado a la mesa de su cocina, sólo con los vaqueros puestos y dando un sorbo de su primera taza de café. Fuera, en el camino polvoriento que pasaba junto a su casa, un gallo cantaba y Chester, su perro labrador, ladraba. Se había mudado a esa casa, con todas las habitaciones a lo largo de un pasillo, hacia cinco años, cuando su padre, Owen McCleod, perdió la batalla definitiva contra una larga enfermedad pulmonar. Las tierras de la familia, donde Mac, su hermano mayor, y él ayudaron a plantar maíz y algodón, tenían demasiados recuerdos penosos para los dos. Las habían vendido y habían empleado casi todo el dinero en pagar las facturas de tratamientos médicos que su padre había amontonado mientras intentaba luchar por su vida. En cuanto a su madre, Frankie, había abandonado aquellas tierras hacía mucho tiempo, cuando sus hijos eran unos niños de diez y ocho años. Ni su hermano ni él habían sabido nada de su madre y lo preferían. Había elegido a otro hombre y ni ellos ni su padre habían significado nada para ella.

Ripp se compró ese diminuto terreno en las afueras de Goliad con el dinero que le quedó. Cuando la compró, la casa era vieja y necesitaba muchas reparaciones, pero se le daba bien la carpintería y la acondicionó entera con sus manos. Aunque no era elegante ni mucho menos, el resultado siempre le dejaba una sensación de orgullo. Por la noche, cuando llegaba, le gustaba saber que su casa y el terreno le pertenecían a él y no a un banco de la ciudad.

Encima de la nevera, tan vieja que tenía los bordes redondeados, la radio daba las noticias locales y la información del tiempo. Él, sin embargo, no estaba prestándole mucha atención. La noche anterior se acostó pensando en Lucita Sánchez y esa mañana se había despertado con ella en la cabeza otra vez.

El descubrimiento de Lijah había resultado ser cierto, lo que significaba que Lucita le había dicho la verdad. Alguien había intentado acosarla premeditadamente y luego había huido del lugar del accidente. La idea era perturbadora para alguien encargado de mantener la paz y la seguridad de sus conciudadanos.

¿A quién creía que estaba engañando? Se preguntó a sí mismo mientras se levantaba para meter dos rebanadas de pan en la tostadora. No se trataba de los ciudadanos de Goliad. Era algo mucho más personal. La hermana de Matt tenía algo que lo obsesionaba, que lo irritaba y que, incluso, le alteraba la libido. Por primera vez desde que Pamela rompió su compromiso, hacía cuatro años, se había encontrado pensando en una mujer con intenciones sexuales y eso lo inquietaba.

El pan tostado saltó. Ripp sacó la mantequilla y la mermelada de la nevera, untó las tostadas y se las comió de pie junto a la encimera.

De acuerdo, seguía siendo un hombre de sangre ardiente, se dijo mientras tiraba las migas al cubo de la basura. No tenía que preocuparse porque una mujer le parecía atractiva. Eso sólo significaba que había vuelto al mundo de los vivos. No significaba que fuera a tener una aventura con esa mujer. Además, era una idea disparatada. Lucita Sánchez vivía en un ambiente social tan lejano del suyo como la Luna de la Tierra.

Aun así, no podía permitir que ella siguiera preguntándose si su versión del accidente era certera. Tenía derecho a saber lo que había pasado y a saber que tenía que estar alerta. Sin embargo, antes de decirle nada quería inspeccionar personalmente el coche.

Miró el reloj que colgaba de la pared y decidió que tenía tiempo para dar de comer a Chester y de ducharse y afeitarse antes de ir a trabajar. Además, esperaba poder sacar algunos minutos para pasar por el depósito de Santee antes de que el sheriff Travers le asignara algún asunto distinto.

Una hora más tarde, Ripp estaba dentro del vallado que rodeaba el depósito de Santee. Junior, el propietario, tenía un sitio especial para guardar los vehículos que llevaba el sheriff. Era una zona acotada y separada de los demás coches que iban al garaje, por lo que Ripp estaba casi seguro de que nadie había tocado el pequeño coche rojo de Lucita. Eso hizo que el descubrimiento fuera más inquietante. En el parachoques trasero, junto a la abolladura, quedaban restos de pintura negra. Lucita había dicho que el vehículo que la había perseguido era de color oscuro. También había insistido en que la había embestido y eso confirmaba que tenía razón.

Ripp volvió a su camioneta y agarró el micrófono del radiotransmisor.

—Que Lijah venga al depósito de Santee con material de investigación.

La mujer le dijo que había entendido la orden y Ripp colgó el micrófono.

Aunque todavía era temprano, se imaginó que Lucita, si se encontraba bien, estaría de camino al Instituto St. Francis de Victoria. Ripp no se había quedado con su número de teléfono. Eso no era un trámite habitual. Como mucho, tomaban su dirección postal y él no infringía las normas aunque ella fuera la hermana de un amigo íntimo. Sin embargo, en ese momento tenía información referente a su accidente.

Tomó el teléfono móvil que tenía junto al asiento y buscó el número de los Sánchez. Sonó dos veces antes de que contestara Juan, el cocinero de la familia.

—Soy McCleod, el ayudante del sheriff —dijo al anciano—. Tengo que hablar con Matt. ¿Ha salido ya a trabajar?

—Espere. Voy a ver.

Ripp pudo oír la puerta que se abría y cerraba. Al cabo de unos minutos interminables, oyó unas voces a lo lejos y el paso de unas botas que se acercaban.

—Soy Matt.

—Matt, me alegro de haberte encontrado. ¿Puedes hablar un minuto?

—¡Ripp! Claro que puedo hablar. ¿Pasa algo?

A Ripp no le extrañó que pensara que pasaba algo. Eran las seis de la mañana.

—A lo mejor —contestó Ripp—. ¿Qué tal está Lucita?

—Hablé con ella nada más levantarme. Está magullada y le duele un poco la cabeza, pero, aparte de eso, está bien. Estaba decidida a ir al colegio. Firmó el contrato con St. Francis en junio y las clases empezaban a principios de este mes. No quiere empezar faltando al trabajo. ¿Llamas para interesarte por ella o sabes algo más del accidente?

Como Ripp la había llevado al rancho, Matt debía de pensar que se había tomado algún interés personal por su hermana. Le idea era algo embarazosa, aunque no podía negar que Lucita había despertado en él un interés que no era exclusivamente profesional.

—Bueno… yo… me alegro de saber que está bien, pero tengo algunas novedades sobre su accidente y he pensado… quería que las supieras antes de hablar con ella.

—¿Por qué? —preguntó Matt con una súbita cautela—. ¿De qué se trata?

—Anoche, cuando me marché del rancho, Lijah y yo examinamos el lugar del accidente desde donde el coche de Lucita empezó a tener problemas hasta el punto por donde se salió de la carretera. Tu hermana tenía razón al decir que la habían golpeado en el parachoques. Descubrimos otras marcas de neumáticos.

Se hizo un silencio como si Matt quisiera asimilar lo que había dicho Ripp.

—¿Estás seguro?

—Sí. Además, tengo más pruebas que lo corroboran. Estoy en el depósito de Santee. Acabo de inspeccionar el coche de Lucita y hay señales en su parachoques trasero. Hay restos de pintura negra por el contacto con otro vehículo.

—Maldita sea —dijo Matt con aspereza—. Me imaginaba que Lucita tenía razón. Es muy equilibrada. Entonces, ¿no le has dicho nada a ella?

—Todavía no.

El rostro de Lucita se presentó en su cabeza. Durante el trayecto a Sandbur, ella estuvo callada y su hermosos rasgos denotaron una firmeza sombría. Él notó que todo tipo de temores la abrumaban y tuvo ganas de tranquilizarla, de prometerle que no tenía nada que temer, pero no podía hacer una promesa así y se sintió impotente.

—Mmm… Anoche tuve la impresión de que tu hermana es una mujer fuerte, pero estas noticias pueden trastornar a cualquiera. He pensado que era preferible que se lo dijeras tú, Matt.

—Tienes razón en algo, Ripp, a mí me ha trastornado y para Lucita será mucho peor. No quiero que lo sepa.

Ripp se quedó tan atónito que creyó que había oído mal.

—¡Matt! Tiene que saber que alguien ha querido hacerle algo. La oficina del sheriff tiene que investigar este asunto. Es más, Lijah ya está de camino para reunir pruebas y mandarlas a laboratorio.

—Investiga todo lo que tengas que investigar, Ripp, pero ¿para qué vamos a preocupar a Lucita más de lo que ya está? Nosotros no podemos hacer nada más, a menos que captures al responsable… y no creo que eso vaya a suceder. Salvo que él se deje ver.

—Gracias por el voto de confianza, amigo —replicó Ripp con cierta acritud—. Supongo que crees que la oficina del sheriff se pasa el día durmiendo o evitando que los niños tiren latas de refrescos a la acera.

—¡Ripp! ¡Sabes que no quería decir eso! —la voz de Matt indicaba cierta desesperación—. Es que es mi hermana y no entiendo que la pintura en un parachoques pueda indicarte algo. Si me lo preguntaras a mí, te diría que ha sido su ex marido. Siempre tuvo coches negros y deportivos, pero si la policía de Corpus no puede encontrarlo, dudo mucho que la oficina del sheriff del condado pueda.

Si otra persona le hubiera dicho eso mismo, se habría puesto furioso, pero Matt era su amigo, seguramente, su mejor amigo. Además, entendía que estuviera desesperado y asustado por la seguridad de su hermana.

Ripp miró hacia el coche rojo de Lucita. La parte delantera estaba como un acordeón. Supuso que si ella seguía viva era gracias a Dios y al airbag. La idea de que alguien quisiera hacer algo a esa mujer encantadora hacía que la sangre le bullera de ira.

—Entonces, ¿crees que su ex marido quiso arrollarla anoche? —preguntó Ripp—. ¿Por qué? ¿Qué motivo tiene para hacer daño a Lucita?