La noche más bella - Fantasías con el jefe - Stella Bagwell - E-Book

La noche más bella - Fantasías con el jefe E-Book

Stella Bagwell

0,0
4,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Ómnibus Julia 450 La noche más bella Stella Bagwell Los hermosos rasgos de aquel indio ute no dejaban adivinar la menor emoción, pero bajo su comportamiento profesional, Daniel Redwing, el ayudante del sheriff, escondía una gran frustración. La rica viuda Maggie Ketchum estaba fuera de su alcance y estaba volviéndolo loco. ¿Cómo podría convencerla de que estaban hechos el uno para el otro? Maggie debía admitir que la atracción era mutua, pero no podía correr el riesgo de amar y volver a perder al hombre amado… Fantasías con el jefe Teresa Southwick Cuando el doctor Jake Andrews llegó al Mercy Medical West, todas las mujeres se desmayaron al verle. Todas menos la enfermera Hope Carmichael, una joven viuda decidida a no enamorarse de nuevo para no volver a sufrir. Hope parecía inmune a los encantos del apuesto cirujano, aunque dejaba volar su imaginación pensando cómo sería una noche con él. Sin embargo, cuando su fantasía se hizo realidad, tuvo que luchar con todas sus fuerzas para no caer rendida a los pies de Jake.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 443

Veröffentlichungsjahr: 2022

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 450 - Noviembre 2022

 

© 2005 Stella Bagwell

La noche más bella

Título original: Redwing’s Lady

 

© 2010 Teresa Southwick

Fantasías con el jefe

Título original: The Surgeon’s Favorite Nurse

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2008 y 2011

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-043-4

Índice

 

Créditos

Índice

La noche más bella

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Fantasías con el jefe

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

El oficial Daniel Redwing se detuvo enfrente de la casa de madera del rancho y saltó fuera de su ranchera. El polvo rojo seguía revoloteando alrededor de las ruedas, posándose en el sombrero negro que llevaba y en su camisa color caqui. Eran los últimos días de la primavera en Nuevo México y el desierto pedía a gritos un poco de lluvia.

Maggie Ketchum forcejeó con insistencia con el pestillo de la puerta del patio, mientras la brisa de la tarde alborotaba sus cabellos pelirrojos. Daniel se encaminó hacia ella.

Entonces, Maggie consiguió abrir la puerta y corrió hacia él.

—¡Oficial Redwing! ¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó ella, con aspecto asustado.

Daniel se detuvo. Quizá la llamada había sido una broma, pensó esperanzado. Con todas sus fuerzas deseó que así hubiera sido.

—¿No has llamado tú a la oficina del sheriff pidiendo ayuda?

Sujetándose el cabello enredado con la mano, Maggie asintió con vigor.

—¡Sí! Pero pensé que vendría Jess. Pregunté por él en concreto.

Daniel resopló como único comentario. Jess Hastings era el cuñado de Maggie y un sheriff muy bueno en el condado de San Juan. Pero él no era un inepto, se dijo. O, quizá, ella no había insinuado eso en absoluto. Intentó ser justo. La mujer parecía a punto de perder los nervios. Tener a su cuñado a su lado en un momento así sería más reconfortante que tener al oficial jefe del departamento de policía de San Juan.

—Lo siento —dijo él y dio unos pasos al frente—. Supuse que sabías que Jess no está en el pueblo. Ha ido con el sheriff Pérez a una reunión urgente en Santa Fe. Tu llamada decía que habías perdido a Aaron. ¿Ha aparecido ya?

Aaron era el hijo de nuevo años de Maggie y su único hijo antes de que su esposo Hugh Ketchum muriera en un accidente en el rancho con un toro. Aquella mujer ya había sufrido bastante. Daniel no quería ni imaginar que tuviera que pasar por otra tragedia más.

—¡No! —gritó ella y bajó la cabeza, cubriéndose los ojos—. ¡Oh, cielos, Daniel, no sé qué hacer! He buscado en todas partes. Los peones del rancho están mirando en los alrededores pero no aparece.

Maggie se tragó sus sollozos y levantó la vista hacia Daniel, con ojos implorantes. En ese momento, él tuvo deseos de acercarse y tomarla en sus brazos. Algo que llevaba meses queriendo hacer con la viuda de Ketchum desde que había visitado el rancho T Bar K por primera vez para investigar el asesinato de Noah Rider.

Conocía a Maggie Ketchum desde hacía varios años. De vez en cuando, había visto a la bonita viuda de Hugh en el pueblo, de compras o haciendo recados. Era miembro de la rica familia de los Ketchum, que llevaba más sesenta años asentada en el condado de San Juan, en el rancho T Bar K. Tucker y Amelia Ketchum habían tenido tres hijos y una hija: Hugh, Seth, Ross y Victoria.

Sólo los tres últimos vivían. Ellos eran los dueños del rancho, junto con Maggie, que había heredado la parte de Seth.

Daniel nunca había imaginado que iba a encontrarse con Maggie cara a cara. No era el tipo de mujer que se movía en el círculo social de un oficial de policía. Pero hacía casi un año, se había encontrado en el T Bar K el cuerpo sin vida de un antiguo capataz del rancho, Noah Rider. A Daniel se le había encargado entrevistar a varios miembros de la familia. Maggie había sido uno de ellos. Y, desde entonces, había sido incapaz de olvidarla.

—Cálmate, Maggie. Lo encontraremos. Pero primero debo preguntarte algunas cosas. Vayamos al porche, a la sombra —sugirió Daniel.

Ella asintió con la cabeza y Daniel la tomó por el brazo y la condujo a través del pequeño patio. Un extremo del porche estaba bajo la sombra de un pino. La guió hasta la parte más fresca, donde había una mesa y sillas de mimbre.

Después de ayudarla a sentarse, se sentó a su lado y se quitó el sombrero.

Los movimientos lentos y calculados de Daniel hicieron estallar a Maggie con impaciencia:

—¡Estamos perdiendo el tiempo aquí sentados! Tenemos que seguir buscando. ¡Yo lo estaría haciendo si no hubiera venido a casa para llamar a la oficina del sheriff!

Viendo que Maggie estaba a punto de ponerse histérica, Daniel la tomó de la mano con fuerza:

—Mira, Maggie, no tiene sentido ponerse a buscar por todas partes sin tener una dirección clara.

—¡Es fácil para ti decir eso! —exclamó Maggie, mirándolo—. ¡Tú no tienes hijos! No sabes cómo es pensar que él…

—¡Para, Maggie! —ordenó él—. Si quieres encontrar a Aaron, tienes que controlarte y ayudarme. ¿Lo entiendes?

—Sí. Lo siento, oficial Redwing. Es sólo que estoy muy preocupada y…

—Hace un minuto me habías llamado Daniel —replicó él y le apretó la mano con suavidad—. ¿Por qué no sigues haciéndolo? Si no estuvieras preocupada, serías un bicho raro. Y, ahora que comenzamos a entendernos, cuéntame desde cuándo falta Aaron.

—No lo sé —repuso ella tras tomar aliento.

—Bien —continuó Daniel—. ¿Cuándo fue la última vez que viste a tu hijo?

—Sobre las once y media. Terminó su almuerzo y me preguntó si podía salir a hacerle una visita a Skinny. Le di permiso y le pedí que volviera a la una.

Skinny era el más antiguo peón del T Bar K. Tenía unos setenta años y trabajaba en el rancho de los Ketchum desde hacía más tiempo del que nadie pudiera recordar. Se le daba bien contar cuentos y los niños lo adoraban. Daniel pensó que no era raro que el niño quisiera verlo.

Mirando su reloj de pulsera, Daniel observó que eran casi las tres.

—¿Sabe Skinny cuándo se separó Aaron de él?

—Dice que Aaron nunca llegó con él. Así que sólo puedo asumir que, por una razón u otra, nunca fue allí.

El rancho T Bar K era una propiedad enorme de más de cien mil acres, a los pies de las montañas de San Juan. Los vecinos más cercanos vivían a kilómetros de distancia y ninguno de ellos tenía hijos. Daniel dudó que Aaron se hubiera dirigido a una de las propiedades limítrofes, pero siempre existía una pequeña posibilidad.

—¿Crees que alguien puede haberlo… secuestrado? —preguntó Maggie, expresando el temor que la sobrecogía.

Los Ketchum eran una familia rica, pensó Daniel. Podrían pagar una gran cantidad de dinero para recuperar a uno de los suyos si fuera secuestrado. Pero Daniel no quiso creer que algo así había pasado y se apresuró a negar con la cabeza.

—No. Los únicos extraños que vienen aquí son compradores de ganado y caballos, no pervertidos dispuestos a raptar a un niño.

Maggie lo tomó de la mano y se acercó, como si así pudiera hacerle entender mejor sus miedos. Daniel podía haberle dicho que no hacía falta, que ya percibía el dolor de ella. Emanaba de sus ojos y de la rígida postura de su cuerpo.

—¿Pero cómo puedes estar tan seguro? Noah Rider fue asesinado aquí y no se descubrió hasta mucho tiempo después…

—¡Maggie! Olvídalo. Es el pasado. Noah fue asesinado por un viejo conocido, Rube Dawson, un chantajista que no quería perder su fuente de ingresos. Rube está en la cárcel y el crimen no tuvo nada que ver con Aaron. Ahora dime, ¿os peleasteis bien tu hijo y tú a la hora del almuerzo? ¿Ha estado enojado contigo por algo en los últimos días?

—Crees que se ha escapado —afirmó ella, mirándolo a los ojos, tensa.

Daniel asintió y, en ese momento, vio cómo las lágrimas corrían por el rostro de Maggie. Le rompió el corazón.

—Quizá.

Ella apartó la mirada y tragó saliva.

—Aaron no parecía enojado en el almuerzo. Parecía estar bien. Pero se enfadó conmigo mucho ayer. No lo había dejado ir de acampada con un grupo de chicos.

—¿Por qué?

—¿Qué más da? No nos dirá dónde está Aaron.

—Quizá sí y quizá no. Ahora mismo necesito toda la información disponible. Y quiero decir toda.

Una vez más, Maggie respiró hondo y trató de superar el terror que la atenazaba.

—Bien. No le permití a Aaron ir porque era un grupo de niños adolescentes. Y, como Aaron sólo tiene nueve años, no quería que conviviera con la forma de hablar y comportarse de los más mayores.

—Tendrá que hacerlo a veces.

—Sí. Pero preferiría retrasarlo lo más posible. Así que le dije que no podía ir y que lo olvidara. Por supuesto, me dio las contestaciones habituales de un niño cuando está enojado. Que era mala. Que no quería que se divirtiera. Que no le dejaba hacer nada porque…

Maggie se detuvo de pronto y fijó la vista en sus manos entrelazadas. Daniel se preguntó si estaba dándose cuenta del color diferente de sus pieles. La de él era oscura como el cobre, la de ella, blanca como la leche. Daniel era indio ute, del grupo Weeminuche.

—¿Porque qué? —inquirió él.

—Porque estaba demasiado asustada de que se matara en un accidente como le había sucedido a su padre.

Que eso fuera o no verdad, no importaba por el momento, decidió Daniel. Era obvio que Aaron pensaba que su madre era sobreprotectora y, quizá, había querido desaparecer como forma de protesta.

—Lo encontraremos, Maggie —aseguró Daniel y se puso en pie—. Cuando salió, ¿lo viste ir hacia el patio donde trabaja Skinny?

—No. Oí el portazo de la puerta de atrás. No me molesté en mirar. Estaba ocupada en la cocina.

Daniel frunció el ceño.

—¿La puerta de atrás? Si hubiera ido hacia donde están los peones, habría tenido más sentido salir por la puerta principal, ¿no? ¿Podría echar un vistazo en la parte de detrás de la casa?

—Claro —dijo ella y lo precedió.

Daniel la siguió a unos pasos de distancia. Aunque estaba observando los alrededores, no pudo evitar reparar en las suaves curvas de las caderas de Maggie. Llevaba unos vaqueros gastados que se amoldaban a su trasero a la perfección. Una camiseta rosa pálido marcaba unos pechos grandes y redondos, que se movían ligeramente cuando caminaba. Era una mujer voluptuosa. El tipo de mujer que los hombres querían en sus brazos y en su cama.

Daniel no podía negarse que era lo que había deseado desde la primera vez que la había visto. Pero se había esforzado en ocultar con cuidado la atracción que sentía por ella. Él no se involucraba con mujeres. No en serio. Después de ver lo que su madre había sufrido tras ser abandonada por su padre, no quería saber nada del matrimonio ni de las responsabilidades que acarreaba.

Pero, incluso aunque no hubiera sido influido por el comportamiento de Robert Redwing, incluso aunque creyera que podía ser un buen padre y esposo, era lo suficientemente listo como para saber que Maggie Ketchum estaba lejos de su alcance. Ella se codeaba con los más ricos. Podía tener casi a cualquier hombre que quisiera. De ninguna manera iba a fijarse en un indio ute que había crecido en una dura reserva y vivía con el modesto salario de un ayudante de sheriff.

—No hay nada aquí, la verdad —indicó Maggie, señalando la parte de atrás del patio.

Volviendo al presente, Daniel miró hacia la puerta trasera de la casa y el patio que parecía destinado a reuniones familiares, con suelo entarimado de madera y equipado con muebles de jardín. Lo que le llamó más la atención fue una pequeña puerta que se abría hacia un camino bordeado de pinos.

—¿Adónde lleva ese sendero?

Maggie miró hacia el camino, alfombrado de agujas de pino.

—Oh, continúa unos metros más y llega hasta un prado donde pastan los caballos. Una yegua que yo monto a veces, su potrillo, el caballo de Aaron, Rusty, y otro caballo más.

—¿Suele ir Aaron a ese prado?

—Sí. Va a menudo. Para ver a los caballos. También se ocupa de darles de comer por las tardes. El sendero termina en un pequeño granero. Ahí guardamos las monturas. Aaron juega allí algunas veces. Pero ya he ido hasta el granero y lo he llamado. No está allí.

La voz de Maggie temblaba. Daniel estaba sufriendo al ver lo mal que ella lo estaba pasando y cómo se esforzaba en controlarse.

No conocía a Maggie Ketchum demasiado bien. Había hablado con ella en tres o cuatro ocasiones por teléfono durante la investigación del caso de Rider. También se había entrevistado dos veces en persona con ella. Pero habían sido suficientes para conocer lo que escondía tras aquellos hermosos y tristes ojos azules. Aun así, desde la primera vez que la había visto, había sentido una alarmante atracción hacia ella, que no había dejado de crecer en los pasados meses.

—¿Y los caballos? —inquirió él—. ¿Viste si estaban todos?

—No. Al fondo del prado hay otro grupo de árboles. Cuando hace calor, los caballos suelen buscar su sombra. No lo comprobé pero di por hecho que estarían allí.

Daniel miró los pies de ella. Llevaba sandalias.

—Quizá es mejor que te cambies de calzado. Creo que debemos ir a ese prado a echar un vistazo.

—De acuerdo. Pero… ¿en qué estás pensando? ¿Crees que se ha ido en uno de los caballos?

—Si yo fuera niño y quisiera escaparme, así lo haría —afirmó Daniel y la tomó del hombro para volverla hacia la casa—. Vamos. Prepárate. Voy a utilizar la radio del coche para pedir más ayuda. Nos encontraremos aquí dentro de dos minutos.

Asintiendo, Maggie corrió hacia la casa. Daniel se apresuró hacia su ranchera para llamar al departamento del sheriff en Aztec.

Minutos después, encontró a Maggie esperándolo junto a la puerta del jardín. Llevaba botas de vaquero y un sombrero de paja. Daniel se alegró de comprobar que estaba lo suficientemente compuesta como para pensar en protegerse de los elementos.

—Dos oficiales más están en camino. Van a peinar el perímetro exterior del rancho, por si acaso Aaron decidió ir a alguna casa vecina —informó Daniel.

—No puedo creer que Aaron hiciera algo así. Nunca me ha dado ningún problema. No es desobediente y en el colegio se porta bien… —comentó Maggie, mientras caminaban por el estrecho sendero.

—Quizá en esta ocasión estaba más dolido de que lo pensaste.

Maggie no dijo nada. Pero Daniel se dio cuenta de que se secaba las lágrimas con las manos. Aquello le enterneció y rezó porque encontraran al niño cuanto antes.

Cuando llegaron al granero, vieron a los caballos pastando a lo lejos. En sólo unos segundos, Maggie anunció que faltaba el caballo de Aaron, Rusty.

—Veamos si también falta su montura —sugirió Daniel.

Maggie corrió al granero y abrió una puerta de madera que daba a una pequeña habitación con varias monturas colgadas de cuerdas. Bridas, espuelas, riendas y otros utensilios estaban colgados en ordenadas filas en las paredes. Un montón de mantas de montar dobladas estaba sobre un mostrador de madera.

—Su montura no está —anunció Maggie y se dirigió al montón de mantas—. Ni sus mantas favoritas. ¡Cielos, se ha ido a caballo! ¡Él solo!

La idea de que se hubiera ido solo sin su permiso dejó atónita a Maggie, que se quedó mirando al oficial Redwing sin dar crédito.

—Bueno, es mejor que irse a la carretera y hacer auto-stop —comentó Daniel.

Salió fuera del granero y observó las marcas en el terrero. Descubrió huellas de botas pequeñas, acompañadas de pisadas de caballo.

Con cuidado de no entorpecerlo, Maggie lo siguió a unos pasos de distancia, intentando mantener las lágrimas bajo control. Más que asustada, estaba enojada porque su hijo hubiera hecho algo tan desafiante y doloroso.

—Parece que se montó aquí y se dirigió hacia el norte —declaró Daniel tras unos momentos—. ¿Hay algo en esa dirección? ¿Una cabaña?

—No. Solamente hay más montañas. Ross Ketchum, mi cuñado, lleva allí al ganado al final del verano.

Daniel miró hacia el sol.

—Lo más probable es que Aaron se fuera cuando te dijo que iba a ver a Skinny. Eso quiere decir que lleva horas fuera. A caballo, puede haber llegado lejos.

Maggie cerró los ojos durante un doloroso y largo segundo.

—Lo sé. ¿Qué vamos a hacer?

—Creo que lo mejor es ensillar un par de tus caballos e intentar seguir sus huellas. ¿Te parece bien?

La pregunta hizo que Maggie lo mirara. Había conocido a Daniel Redwing hacía unos meses y aún no estaba segura de si el hombre le gustaba o no. Tenía una forma espartana de hablar y casi siempre ella se quedaba tratando de adivinar qué había querido decir. Y, cuando la miraba con esos ojos oscuros, se sentía desconcertada, casi excitada. Pero era un buen policía. Había oído a Jess, su cuñado, alabarlo en muchas ocasiones y, en ese momento, el bienestar de su hijo dependía de él.

—¡Claro! —respondió ella—. ¿Pero crees que podremos alcanzarlo antes del anochecer?

—Eso espero. Si no es así, llevaremos perros y linternas. Lo encontraremos de una manera u otra, Maggie. Confía en mí.

Sí, tenía que confiar en él, pensó Maggie. Era la única esperanza que tenía de encontrar a su hijo.

Daniel silbó para llamar a los caballos y, en cuestión de minutos, habían ensillado dos monturas y salían en dirección norte. Maggie montaba a unos pasos por detrás del oficial, mientras él iba echado hacia delante, escudriñando el terreno en busca de huellas de Rusty.

La mayoría del tiempo, las huellas estaban casi borradas pero, de alguna forma, Daniel parecía adivinar el camino que su hijo había tomado y volvía a encontrar el rastro.

Mientras subían por las escarpadas montañas, Maggie estaba cada vez más asustada por la seguridad de su hijo. Sobre todo, con el sol bajando cada vez más en el oeste.

Siguieron subiendo por la pendiente con los caballos y Maggie expresó sus miedos:

—Hay osos ahí arriba, Daniel. Si Aaron se encuentra con un osezno y su madre está cerca… —comenzó a decir y se interrumpió, abrumada por sus temores.

—Los osos suelen asustarse de los caballos. Yo no me preocuparía mucho por ellos.

Las palabras de Daniel no consiguieron calmar los temores de Maggie. Él no sabía lo que era perder un esposo. Aaron era lo único que le quedaba, lo único por lo que ella vivía. Si algo le sucediera, no querría ni podría continuar viviendo.

Delante de ella, Daniel paró en seco y levantó la mano indicándole a Maggie que se detuviera.

—¿Qué sucede? ¿Han desaparecido las huellas? —inquirió ella.

—No. Algo ha pasado aquí. Tengo que bajarme y echar un vistazo.

El miedo se hizo nudo en la garganta de Maggie.

—¿Qué quieres decir con que algo ha pasado?

Daniel desmontó y Maggie lo imitó. Se quedó parada, esperando su respuesta. Pero él ignoró su pregunta y se alejó unos pasos para examinar una parte del terreno.

Mientras lo observaba agacharse y barrer con la mano las hojas del suelo, ella apretó los dientes e intentó ser paciente.

—Odio parecer crítica pero esto no es el Salvaje Oeste. Los rastreadores indios han sido sustituidos por la tecnología.

Daniel se levantó, la miró y caminó unos pasos para repetir la operación.

—¿Ah, sí?

—Ya sabes que sí —repuso Maggie, llevándose la mano al pecho.

Daniel se acercó a ella. Maggie respiró con fuerza mientras observaba los impresionantes rasgos del indio: pómulos altos, nariz de halcón, ancha frente y fuertes mandíbulas. Debía de tener unos treinta años pero, cuando lo miró a los ojos, vio a un hombre mucho mayor, un hombre que escondía todo tipo de pensamientos, secretos y sueños.

—Maggie, esta tierra y estas montañas no han cambiado en mil o dos mil años. El caballo que tu hijo monta es el mismo que los forajidos y vaqueros montaban cuando Nuevo México no pertenecía aún a Estados Unidos. ¿Puedes explicarme cómo podría ayudar la tecnología aquí ahora?

—Bueno… hay todo tipo de cosas… como un helicóptero —replicó ella, sonrojándose.

—Ya lo había pensado —señaló Daniel, negando con la cabeza—. Hay demasiados árboles, desde el cielo no podrían ver a través de ellos.

—Puede que Aaron esté en campo abierto —sugirió ella.

—Puede. Pero lo dudo. Tu hijo va a pie ahora. Su caballo se ha escapado.

Maggie lo miró fijamente, no queriendo creerlo, asustada.

—Mira, Daniel, sé que algunos americanos nativos creen en las visiones. Mi cuñada, Bella, tiene una madrina que suele ver cosas, pero no quiere decir que tú seas capaz de ello.

La curva de los labios de Daniel desapareció en una fina línea y Maggie supo que lo había ofendido pero no había podido evitarlo. No era momento de recurrir al folklore indio. ¡La vida de su hijo estaba en peligro!

—Soy un ute. Yo personalmente no tengo el don de las visiones. Pero puedo rastrearlo casi todo. Las huellas en el suelo me dicen muchas cosas. Eso no puede ignorarse.

Sus palabras firmes golpearon a Maggie como piedras y sus ojos se llenaron se lágrimas. Estaba avergonzada por haberlo ofendido y estaba también muy, muy asustada. La combinación hizo que estallara en sollozos.

Tomando aliento, se secó las lágrimas con el brazo e hizo un esfuerzo tremendo para no perder el control.

—Lo siento, Daniel. Por favor… dime. Dime qué crees que está pasando con mi hijo.

Daniel la tomó del brazo y, sin mediar palabra, la llevó a las dos zonas del terreno que había inspeccionado hacía unos momentos.

—Mira, tu hijo estaba aquí. Hay huellas de sus botas. Su caballo estaba a su lado, aquí están sus huellas. Aquí las huellas del caballo se hacen más profundas: se asustó por algo y salió galopando montaña arriba.

Sí, después de su explicación, Maggie también lo veía.

—Tienes razón —señaló ella, aturdida por las posibilidades desagradables que acudían a su mente—. ¿Pero no es posible que Aaron montara el caballo antes de que éste se asustara y huyera? ¿Cómo sabes que va a pie?

—Porque las huellas de botas siguen a las huellas de caballo. ¿Ves?

Daniel señaló hacia un camino de huellas a través de los árboles. Maggie no vio las huellas de botas con claridad pero no quiso contradecir al oficial. Había aprendido la lección.

—No. Pero te creo.

Maggie miró al oficial y, de pronto, se hizo consciente de que la estaba tomando del brazo. Estaban muy cerca y podía notar el calor que emanaba de su cuerpo. Daniel tenía el rostro empapado en sudor. Sus brazos, hombros y muslos eran musculosos. Era un hombre fuerte. Física y mentalmente, pensó ella, sintiendo que crecía su confianza en él.

Los ojos oscuros de Daniel mostraron preocupación. Despacio, acercó la mano y retiró un mechón de cabello rojo del rostro de Maggie.

—Pareces muy cansada, Maggie. ¿Por qué no te quedas aquí y me dejas continuar?

—No. Puede que me necesites —repuso ella, reuniendo fuerzas.

Daniel no dijo nada pero no apartó la mano de la mejilla de ella. La miró con intensidad a los ojos.

Maggie se quedó sin habla. Se sintió atraída hacia él. Y, aunque intentó detener el movimiento de su cuerpo, se echó a sus brazos.

Daniel pareció comprender que necesitaba contacto humano y un par de brazos fuertes que la abrazaran. La envolvió con sus brazos y, con una mano, hundió la cabeza de ella en su hombro.

—Oh, Daniel. Estoy tan asustada.

—No. No llores, Maggie —murmuró él—. Todo va a salir bien. Aaron es un chico fuerte y está acostumbrado a estar al aire libre.

La camisa de Daniel olía a sol y a viento y tenía un aroma muy masculino. Maggie inspiró con fuerza y apretó la espalda de él con las manos.

—Pero… él… ¡sigue subiendo la montaña!

Daniel le acarició la espalda para calmarla.

—Tiene que estar empezando a cansarse. Pronto se detendrá. Y entonces lo alcanzaremos.

Maggie no contestó. No pudo. Los sentimientos se le atragantaban, emociones que no tenían todas que ver con su hijo desaparecido. ¿Qué le estaba pasando?, se preguntó con desesperación. Su hijo estaba perdido en las montañas, solo. ¿Cómo podía ella siquiera un segundo pensar en el hombre que la acompañaba? Se sintió recorrida por la culpa.

—Es mejor que nos vayamos —dijo ella y se apartó.

Daniel la tomó de la mano y le impidió alejarse de él del todo.

—No hasta que sepa que estás bien —indicó.

—¿Bien? —dijo ella, mirándolo como si estuviera loco—. ¡Bien! ¿Cómo voy a estar bien? Mi hijo ha desaparecido. Estas montañas tienen kilómetros de distancia. ¡No hay nada ahí arriba aparte de cabras, ciervos y osos! Dime, Daniel, ¿se supone que debo estar tranquila?

Daniel la apretó en los hombros, sin llegar a sacudirla, haciendo que ella centrara su atención.

—Tú te quedas. Voy a seguir solo.

—¿Por qué? —inquirió ella, con la boca abierta.

—Te estás poniendo histérica. No serás de ayuda ni para Aaron ni para mí así —afirmó él, impasible.

Daniel la soltó y se dirigió a su caballo pero ella lo detuvo, agarrándolo del brazo, antes de que pudiera montar.

—¿Cómo puedes ser tan inhumano?

—Soy policía. Es mi trabajo mantener la cabeza fría —repuso él, mirándola, con el rostro rígido.

—¿Y el corazón también?

Durante las últimas horas en compañía de aquella mujer, Daniel había estado luchando consigo mismo para ser un caballero. Maggie era una dama. Y sólo complicaría las cosas si se permitía tocarla en el modo en que a menudo había soñado con tocarla. Pero el ataque de ella lo había cambiado todo. Ya no era un caballero. Era sólo un hombre.

Maggie siguió de pie, esperando su respuesta, que no llegó en forma de palabras. De pronto, él colocó las manos en sus hombros, la apretó contra su pecho y la besó.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Eso…eso… por qué? —balbuceó Maggie cuando al fin la soltó.

Daniel la miró y se dio cuenta de que nunca había visto a una mujer tan erótica. Y nunca había deseado a ninguna como deseaba a Maggie Ketchum. Tenía los pechos grandes y los labios rojos y húmedos por el beso. Si la situación fuera diferente, la besaría de nuevo, por todas partes. Si ella le dejara.

—Para explicarte que no soy sólo un policía, Maggie. También soy un hombre. Y puedo perder mi calma. Si es lo que quieres.

Ningún hombre le había hablado nunca de forma tan directa. Pero tampoco ninguno la había besado como Daniel Redwing había hecho.

—No —respondió ella y apartó la mirada—. No. Quiero que encuentres a mi hijo.

—Entonces monta y quédate detrás de mí —ordenó él.

«Como una india camina detrás de su hombre», pensó Maggie, furiosa.

Temblando de la cabeza a los pies, montó en su caballo. Mientras lo seguía, seguía sin poder creer que el oficial la había besado. Ni podía creer cómo había respondido ella. Su cuerpo estaba ardiendo y sabía que sus mejillas debían de haberse puesto rojas.

De forma instintiva, observó la espalda y anchos hombros de él, bajo la camisa color caqui. ¿Iría el tipo besando a todas las mujeres en apuros?, se preguntó Maggie y, de inmediato, se dijo que la verdadera pregunta debía ser por qué ella se había lanzado en sus brazos en primer lugar. Sí, estaba disgustada. Pero, desde que Hugh había muerto, se había sentido así innumerables veces. Durante todo ese tiempo, no había tocado a un hombre, ni mucho menos lo había besado.

Se dijo que era mejor olvidarlo. Estaba demasiado estresada. Además, lo único que importaba era encontrar a Aaron.

Mientras los caballos subían, el terreno se hacía más escarpado. En varias ocasiones, el caballo de Maggie se resbaló pero ella consiguió mantenerlo en pie. Por suerte, era una jinete experta. Si no, se habría caído al desfiladero que se abría a su izquierda.

—Allí terminan los árboles —indicó Daniel—. Nos pararemos allí y dejaremos descansar a los caballos. En campo abierto, puede que podamos ver a Aaron o, al menos, a su caballo.

Asintiendo, ella lo siguió hasta donde se terminaban los árboles y las rocas llenaban el suelo desnudo.

Deteniéndose junto a Daniel, Maggie escudriñó en la distancia, buscando a su hijo.

—No veo nada. Ni siquiera cabras.

—Su caballo ha estado aquí. No hace mucho.

El corazón de Maggie latió con esperanza y miró a Daniel. Él tenía la atención puesta en unas huellas de caballo.

—¿Y Aaron? —se apresuró a preguntar ella—. ¿Ves sus huellas?

—No estoy seguro. Bajemos unos minutos. Los caballos necesitan descansar. La subida ha sido rápida y difícil.

Maggie no discutió. Aunque sabía que la poca luz de sol que quedaba era preciosa, estaba agotada. Se bajó del caballo y se dio cuenta de que sus piernas apenas podían sujetarla. Además, la cabeza le daba vueltas.

Rezó para que el pitido que sentía en los oídos desapareciera y para que las fuerzas no la abandonaran.

—¿Maggie? ¿Te encuentras mal? —preguntó Daniel.

Ella estaba esforzándose por respirar y aclararse la mente cuando Daniel la tocó en la espalda. Al sentir su contacto, se sobresaltó como si la hubiera atravesado una corriente eléctrica.

—No —contestó y lo miró—. Sólo estoy cansada… muy, muy cansada.

Daniel la observó durante unos segundos, con expresión impenetrable. Ella pensó que iba a reprocharle que no se hubiera quedado atrás. Pero no fue así. En lugar de eso, la tomó de la cintura.

—Ven aquí y siéntate —ordenó él.

La ayudó a sentarse sobre una de las rocas y después se dirigió a su caballo. Tomó su cantimplora.

Le quitó el tapón al contenedor y se lo tendió a Maggie, que le dio unos largos tragos. Después, Daniel tomó de nuevo su cantimplora y con ella mojó un pañuelo.

Con una mano, le quitó a Maggie el sombrero de paja y, con la otra, le pasó el pañuelo húmedo por el rostro caliente.

—Estás caliente y deshidratada —dijo él—. ¿Por qué no me avisaste de que te encontrabas mal?

Con manos grandes pero extremadamente cuidadosas, Daniel le tocó la frente y las mejillas. Maggie intentó no respirar su aroma. Trató de no pensar en la forma en que había sentido los labios de él sobre los suyos. Pero no podía evitar que sus sentidos absorbieran todo lo que tenía que ver con ese hombre.

—Porque sabía que no podemos parar. No deberíamos estar aquí parados —murmuró ella.

Daniel le apartó los rizados mechones de cabello que le caían sobre la frente, con la dedicación de un amante acariciando a su mujer tras un momento de pasión.

Maggie cerró los ojos y esperó que él se apartara un poco, dejando al menos unos centímetros entre los dos.

—¿Quieres que Aaron se quede huérfano?

Maggie abrió los ojos de golpe y vio que se había sentado en una roca a su lado y que no la miraba. Sus ojos oteaban los picos montañosos cercanos.

—No soy tan débil —protestó ella.

Daniel la observó durante un momento que a Maggie le pareció eterno.

—¿Qué? ¿Qué estás pensando? —se atrevió a preguntar ella.

Daniel esbozó una ligera sonrisa y Maggie se dio cuenta de que era la primera vez que lo veía expresar algo de humor.

—Que no eres la mujer que creía que eras.

—¿Qué quieres decir? —inquirió ella, sin estar segura de si hubiera sido mejor no preguntar.

—Los Ketchum son muy fuertes. Pero tú no eres Ketchum de nacimiento —señaló él, encogiéndose de hombros.

—Oh. Tú creías… crees que sólo soy una rica mimada —dijo ella, esforzándose para mirarlo a los ojos.

—No mimada exactamente. Pero quizá un poco delicada.

Aquella afirmación molestó a Maggie, lo que era un poco alarmante. Después de Hugh, no le había importado lo que ningún hombre pensara de ella. Y no debería importarle tampoco la opinión que le mereciera al oficial Redwing.

—¿Y qué piensas ahora? —preguntó ella, tragando saliva para mantener a raya sus sentimientos.

—Que tienes agallas.

—Gracias, Daniel —repuso ella, sintiendo una inesperada gratitud.

—De nada.

Los dos estaban mirándose cuando la voz de Aaron llamó a lo lejos:

—¡Mamá! ¡Mamá!

Ambos escudriñaron el horizonte, buscando de dónde había venido la llamada.

—¡Es él, Daniel! ¡Es Aaron! —exclamó ella, excitada.

—Sí. Ahí viene. A tu derecha. ¿Lo ves? —indicó él con una sonrisa.

Maggie gimoteó aliviada cuando vio a su hijo caminando despacio hacia ella, saliendo del bosque. Llevaba a Rusty y, por su aspecto, era afortunado de tener aún la montura sobre el caballo.

—Oh, gracias a Dios, gracias a Dios —murmuró ella.

Maggie comenzó a correr hacia su hijo. El suelo era demasiado escarpado y sus rodillas estaban muy débiles. Se cayó varias veces antes de llegar hasta él. Entonces, se arrodilló y tomó al niño en sus brazos.

Durante largos momentos, lo sujetó, abrazándolo y llorando aliviada. Aaron se aferró a su madre hasta que la excitación por haber sido encontrado lo hizo agitarse y hablar con frases rápidas y entrecortadas:

—Mamá, no pensaba venir tan lejos. Algo asustó al caballo y me caí. Rusty se escapó y he estado buscándolo. ¡Creí que nunca se detendría!

Maggie sujetó a su hijo por los hombros y lo miró. Había conservado su sombrero de paja pero el sudor y el polvo impregnaban su cara y tenía rota la manga de la camisa, donde se había hecho una raspadura.

—No deberías estar montando a Rusty —lo reprendió ella—. ¡Me dijiste que ibas a ver a Skinny!

Aaron bajó la cabeza:

—Lo sé. Pero… quería… quería ir a la acampada. ¡Ya lo sabías! Así que llené las alforjas con comida y metí un saco de dormir. Pensaba volver mañana, mamá —razonó el niño, como si su explicación lo arreglara todo.

Maggie miró a Daniel, que estaba haciendo un gran esfuerzo para no sonreír delante de Aaron.

—Ah, claro —señalo Maggie—. Después de que los osos te comieran y escupieran tus huesos. Aaron…

—Vaya —dijo el niño, de pronto reparando en el hombre que había al lado de su madre, con una estrella de sheriff en la solapa y una enorme pistola en la cartuchera—. ¿Me he metido en problemas?

Daniel quiso responder antes de que Maggie pudiera hacerlo.

—Bueno, parece que vas a tener problemas con tu madre. Pero no con la ley —aseguró el oficial.

El niño se quitó el sombrero y se pasó una mano por la frente con gesto exagerado.

—¡Uf! —exclamó con alivio—. Pensé que iba a arrestarme por escapar de casa.

Cuando Maggie había comprobado que su hijo estaba a salvo, comenzó a sentirse furiosa.

—Ya puedes alegrarte de que tu tío Jess y el sheriff Pérez estén fuera del pueblo. En ese caso sí que tendrías problemas. El oficial Redwing ha estado siguiendo tu rastro durante horas. Hay más policías buscándote, también. Has causado muchos problemas a mucha gente.

Si era posible, los ojos azules de Aaron se abrieron todavía más mientras miraba a su madre y a Daniel.

—Vaya, no sabía que los brazos de la ley iban a salir en mi busca.

—Tu madre se ha preocupado mucho. Quizá deberías pedirle perdón.

—Lo siento, mamá —dijo el niño, bajando la cabeza.

Maggie soltó un largo suspiro y le dio una palmada en la espalda a su hijo. No era el momento para dar lecciones. Estaba demasiado aliviada por haberlo encontrado. Además, estaba atardeciendo e iban a tener que darse prisa para bajar la montaña antes de que anocheciera.

—Bien, hijo. Hablaremos de ello después. Ahora debes darle las gracias al oficial Redwing. Si no fuera por él, seguirías por aquí solo. Y perdido. Estabas perdido, ¿verdad?

—Sí. No sabía dónde demonios estaba —admitió el chiquillo y miró a Daniel—. Gracias, oficial Redwing. Siento haberle causado tantas molestias.

Aunque Daniel tenía veintinueve años, no había olvidado lo que era ser un niño lleno de resentimiento y rebeldía, emociones que luego se convertían en miedo.

—Me alegro de que estés bien, Aaron —replicó Daniel, dándole una palmada en la espalda.

—¿No está enojado conmigo?

—No —contestó Daniel, tras agacharse para estar a su altura—. Pero creo que debes entender que la palabra de un hombre es importante. Un buen hombre no rompe su palabra. Cuando le digas a tu madre adónde vas, tienes que asegurarte de mantener tu palabra y hacer lo que le has dicho. ¿Comprendes?

—Sí, señor. Lo prometo.

—Bien —dijo Daniel y estrechó la mano del niño antes de levantarse y mirar a Maggie—. Es mejor que nos vayamos. Se va a hacer de noche.

—De acuerdo. ¿Puede Aaron montar contigo? Su silla parece estar a punto de desarmarse.

—Me encantará que monte conmigo.

La bajada de la montaña no fue tan apresurada como la subida. Aaron se sentó detrás de Daniel y mantuvo las manos agarradas a la cintura del jinete. Al principio, el niño estuvo callado, contento de estar fuera de peligro. Pero después de un rato, la emoción de la aventura se apoderó de él y comenzó a charlar con su rescatador.

Detrás de ellos, Maggie guió su caballo por el camino pedregoso y escuchó la conversación entre ellos. Aaron nunca había sido un niño callado pero tenía que admitir que era admirable lo rápido que se había abierto a Daniel Redwing.

Que ella supiera, Aaron sólo lo había visto en las dos ocasiones en que Daniel había ido a su casa para entrevistarla sobre el asesinato de Noah Rider. En apariencia, el oficial se había ganado la confianza de su hijo. O, quizá, el mero hecho de que fuera policía explicaba la reacción amistosa de Aaron. Quizá su hijo estaba simplemente maravillado de ser llevado montaña abajo por un honesto hombre de la ley.

¿Igual que ella había estado maravillada por su beso? Maggie se reprendió por pensarlo. Había sido una pérdida momentánea de control por estar tan preocupada por Aaron. ¡Ella no iba por ahí besando a hombres que casi no conocía! Desde la muerte de Hugh, no había besado a ninguno. No había sentido deseos de hacerlo.

En el camino, Daniel contactó con uno de los otros oficiales con su walkie-talkie y lo informó de que habían encontrado al niño, para que corriera la voz.

Ya era de noche cuando los tres llegaron al pequeño granero. Mientras Daniel y Maggie desensillaban a los caballos, Aaron miraba a lo lejos.

—Vaya. Me alegro de no estar ahí arriba en la montaña de noche. Había pensado acampar solo pero puede haber pumas allí arriba. ¿Tú crees que sí los hay, Daniel?

—Probablemente. He oído que varios hombres dicen que los han visto. Mi abuelo solía cazarlos en las montañas del sur de Colorado. Eso no está lejos de aquí.

Acercándose a Daniel, el niño lo miró fascinado:

—¿Tu abuelo es indio también?

—Sí. Es ute. Vive en la reserva de Colorado. Se llama Joe Silverbear.

—¿Caza con arco y flecha como los indios de hace tiempo?

—A veces. Pero ahora está viejo. Ya no caza tanto como antes.

Aaron miró a su madre:

—¡Vaya! ¿Lo has oído, mamá? ¡Daniel dice que hay pumas en el T Bar K!

—Sí, lo he oído —contestó Maggie, llevando las bridas para guardarlas—. Es otra buena razón para que no intentes acampar solo de nuevo, jovencito.

Daniel ató la montura a la cuerda donde se guardaba y tomó las riendas que Aaron le tendía para colgarlas también.

—Aaron, si tanto quieres ir de acampada, quizá tu madre te deje venir conmigo alguna vez. ¿Te gusta pescar?

Al principio, Aaron se quedó tan sorprendido por la sugerencia del oficial que sólo pudo mirarlo con ojos muy abiertos. Luego, miró a su madre y las palabras comenzaron a salir de su boca con excitación.

—¡Mamá! ¿Lo has oído? ¡Daniel dice que me llevará de acampada! ¡Y a pescar! —exclamó el niño con ojos chispeantes—. Me encanta pescar y se me da muy bien. ¡Una vez pesqué dos truchas a la vez!

—Parece que ya has aprendido a contar cuentos de pesca —comentó Daniel, riendo.

—¡No es un cuento! Es la verdad —insistió Aaron y miró a su madre con ojos implorantes—. ¿Puedo ir, mamá? ¿Puedo?

Maggie comenzó a colgar las bridas en su lugar habitual en la pared, con aire pensativo. No sabía qué decir. Hacía unos minutos se había sentido un poco culpable por no haber dejado a su hijo ir de acampada con los otros chicos. No se había dado cuenta de lo mucho que Aaron se había disgustado. Pero eso no quería decir que le gustara la idea de que se fuera de excursión con Daniel Redwing. Apenas conocía a ese hombre. Y no quería ni imaginar qué motivos había tenido él para invitar a Aaron. A pesar de ello, se sintió reticente a decepcionar a su hijo de nuevo. Y tampoco quería ofender a Daniel después de que se hubiera esforzado tanto para encontrar al niño.

—Estoy segura de que el oficial Redwing no tiene mucho tiempo. Quizá no pueda llevarte hasta dentro de mucho —advirtió ella.

—No importa. ¿Puedo ir?

—Ya veremos —respondió Maggie, utilizando una vaga promesa para pacificar al niño por el momento—. Ahora mismo quiero que te adelantes y de des una ducha. Enseguida voy a preparar la cena.

—¿Te vas pronto? —preguntó el niño a Daniel, con ansiedad.

—Me acercaré a la casa para decirte adiós —prometió Daniel.

—¡Bien! —exclamó Aaron.

El niño salió corriendo hacia la casa. Mirando a Daniel, Maggie sacudió la cabeza en un gesto de desesperación.

—Siento mucho lo que ha pasado, Daniel. Os hemos causado muchas molestias a ti y al departamento del sheriff. Gracias a Dios que no enviasteis helicópteros para buscarlo.

—Yo me alegro de que lo encontráramos sano y salvo. Tuvisteis mucha suerte. Supongo que lo sabes.

Maggie asintió y, de pronto, sintió que la oscuridad los envolvía a ambos dentro del pequeño granero. Se habían quedado a solas, algo que ella no podía pasar por alto.

—Sí —murmuró ella—. Todo el camino de vuelta he estado pensando en las miles de cosas que podrían haberle pasado. Y no he dejado de pensar que, si algo le hubiera pasado, habría sido culpa mía. Supongo que debí haberlo dejado ir de acampada. Seguro que no le habría hecho tanto daño como lo que podría haberle pasado hoy.

Frunciendo el ceño, Daniel dio un paso hacia ella.

—Mira, Maggie, tenías razón antes. No tengo hijos. No puedo decirte a ti ni a nadie cómo educar a un niño. Pero creo que no puedes darle la razón a un niño todo el tiempo sólo para que no se escape. No es una buena disciplina.

Ella bajó la mirada.

—No. Tienes razón. Pero me siento tan culpable… —dijo Maggie y lo miró a los ojos—. Supongo que has adivinado que Aaron no tiene muchos modelos masculinos a su alrededor. Bueno, está Skinny y los otros peones, y sus tíos Ross y Jess, y su primo Linc, pero no pasa mucho tiempo a solas con ellos. Están todos muy ocupados. No tienen tiempo para darse cuenta de que Aaron echa de menos un padre.

—¿Aaron recuerda a su padre?

—No. Era demasiado pequeño cuando Hugh murió. A veces, creo que eso es lo peor. Yo tengo mis recuerdos pero Aaron no tiene nada. Ni siquiera sabe cómo es tener un padre —contestó ella y se giró para colocar otra brida en la pared.

Daniel puso la mano en el hombro de ella para consolarla y porque, al estar tan cerca, le resultó imposible no tocarla de un modo u otro.

—Yo tampoco —admitió él—. Pero salí adelante. Aaron también lo hará.

Maggie se volvió para mirarlo, con los ojos muy abiertos:

—No… ¿no tenías padre?

Oh, sí, había tenido un padre, pensó Daniel con amargura. Al menos, durante un breve periodo de tiempo. Aunque Robert Redwing no había tenido nada de paternal. Cuando él era aún pequeño, Robert había abandonado a su hijo y a su esposa, Pelipa, para irse a Arizona. Se había convertido en un borracho y un ladrón y había cumplido condena en la cárcel, antes de morir en un accidente de coche intentando huir de la policía. Sí, había tenido un padre. Pero no quería hablarle a Maggie Ketchum de un hombre que no les había dado más que disgustos.

Así que, en vez de responder a la pregunta de ella, asintió y señaló hacia la puerta:

—Es tarde. Tengo que volver a la oficina del sheriff para hacer algo de papeleo antes de volver a casa.

Era obvio que no quería contestar y Maggie lo respetó. A pesar de ello, se dio cuenta de que deseaba conocer más cosas sobre él. Un sentimiento que le asustaba. Durante siete largos años, su corazón y su cuerpo habían estado dormidos. Algunos hombres habían intentado despertar su interés pero no había sentido nada por ellos. Sobre todo, porque ella no había querido. No con Hugh aún ardiendo en su corazón. De pronto, aquel hombre, aquel atractivo indio ute, aparecía y despertaba todo tipo de sentimientos en ella.

—Claro. Vayamos a la casa —indicó Maggie, sintiendo el súbito deseo de llorar.

Deprisa, antes de que pudiera quedar en ridículo, ella se dirigió a la puerta pero Daniel la tomó del brazo y la atrajo hacia dentro de la pequeña estancia, débilmente iluminada.

Maggie lo miró con las cejas levantadas y el corazón latiendo a gran velocidad.

—Maggie, antes de que nos vayamos… quería… —comenzó a decir él y soltó un pesado suspiro—. No sé cómo decirlo. Sólo quería que supieras que antes… en las montañas, cuando te besé, no estaba tratando de insultarte.

—Nunca pensé que así fuera —repuso ella, intentando ver el rostro de su acompañante en la penumbra.

—No voy por ahí besando a las mujeres. Tú… bueno, me hiciste perder la concentración en un par de ocasiones.

Maggie intentó sonreír para disipar la tensión entre ellos:

—Me sorprende que una mujer mayor como yo pueda distraerte, oficial Redwing.

Daniel movió su mano despacio desde el brazo de ella hasta su hombro y su pelo. Tocó unos mechones rizados. Maggie tembló por dentro ante la caricia.

—A mí me pareces muy joven.

—Casi tengo treinta y cuatro.

—Yo veintinueve.

—¿Y por qué un joven saludable de veintinueve años no va por ahí besando a las mujeres? —preguntó ella, sin poder evitar acercarse a él.

Daniel se puso serio. Besar no era algo tan simple para él. Siempre había intentado evitar estar en la intimidad con una mujer. Le encantaba la sensación de tener una suave fémina en sus brazos pero no quería darse la oportunidad de estar tan cerca de necesitar o desear a alguien como su madre había querido a su padre. Sin embargo, al estar allí, tan cerca de Maggie, todo pensamiento parecía abandonar su mente.

—Porque no había encontrado a una mujer a quien quisiera besar —repuso él—. Hasta ahora.

—¿Qué clase de cumplido es ése?

De pronto, Daniel puso ambas manos sobre los hombros de ella y la acercó, rodeándola con sus fuertes brazos. Maggie plantó las palmas de las manos sobre el pecho de él.

—No es un cumplido, Maggie. He querido hacer esto desde la primera vez que te vi.

—Daniel…

—Di mi nombre otra vez —pidió él, acariciándole las mejillas—. Suena tan bien viniendo de tus labios…

Maggie estaba temblando de deseo.

—Daniel, yo…

Daniel inclinó la cabeza y la besó de nuevo, silenciando las palabras de ella.

En esa ocasión, fue un beso diferente. El miedo por el niño desaparecido ya no estaba presente. No había ningún obstáculo entre ellos. Ni siquiera había espacio para respirar.

Daniel la acercó aún más y Maggie gimió al tiempo que sus pechos se aplastaban contra el pecho de él y sus caderas se tocaban. Sin pensar, le rodeó la cintura con los brazos y abrió su boca como respuesta.

Durante unos momentos, Maggie se concedió el placer de estar en los brazos de Daniel, de tener sus cálidos labios sobre la boca, de dejarse tocar por el amor.

¿Amor? ¡Amor!

Aquella única palabra en sus pensamientos fue suficiente para que Maggie se apartara de su abrazo como si Daniel fuera un puma y ella su presa.

—Maggie… —comenzó a decir él, perplejo, y se acercó un poco.

—No, Daniel. Por favor, no me toques de nuevo.

—¿Por qué? —inquirió él, quedándose quieto.

—Lo siento, Daniel. No estoy preparada para esto —murmuró, conmocionada.

—¡Maggie!

Ignorando su llamada, Maggie salió del granero y corrió hacia la casa. Le flaqueaban las piernas y en varias ocasiones estuvo a punto de caerse en el oscuro sendero. Pero continuó alejándose, decidida a poner espacio entre Daniel y ella.

Entonces, vio las luces de la casa y se calmó, desacelerando su paso. Cuando entró por la puerta trasera, oyó cómo Aaron apagaba la ducha. El niño estaría pronto vestido y listo para cenar. Ella corrió a su dormitorio y al baño, para mojarse con agua fría el rostro ardiendo.

Después de unos momentos, sus mejillas comenzaron a enfriarse y ella se relajó un poco. Mientras se lavaba las manos, vio con horror su propio reflejo en el espejo.

Maggie nunca había sido vanidosa. No le importaba tener el pelo enredado o la cara polvorienta. Había cosas más importantes en la vida que tener un aspecto perfecto. Así que no le importó demasiado ver que estaba despeinada y tenía la camiseta sucia y un poco rasgada en el hombro. Lo que le asombró fue el deseo que leyó en sus propios ojos, sus labios hinchados y el excitado color de sus mejillas.

Cielos, ¡parecía una mujer que hubiera estado haciendo el amor con un hombre!

Capítulo 3

 

 

 

 

 

MamÁ! ¿Dónde estás?

—Ya voy —respondió Maggie, dejó la toalla y se dirigió a la cocina.

Cuando entró en la habitación, Aaron se estaba sirviendo un vaso de leche y, por suerte, pareció no darse cuenta del estado en que se encontraba su madre.

—Es tan tarde que la cena tendrá que ser un poco de sopa y un emparedado —informó ella, y comenzó a sacar platos del armario.

—Vale. ¿Puedo ponerme salsa de tomate y mostaza?

—Sí puedes.

Cuando Maggie hubo preparado los platos, consiguió centrar su atención en la cena. Pero, antes de comenzar a prepararla, se acercó a su hijo y le puso un dedo bajo la barbilla.

Lo examinó, observando su pelo mojado, su cuello y orejas y el arañazo que tenía en el brazo.

—Estoy limpio, mamá —protestó Aaron con impaciencia—. Y estoy bien.

—Tienes un moratón en la mejilla y un arañazo en el brazo. Lo curaré después de comer —prometió ella—. Tenemos suerte de que sólo te pasara eso.

Satisfecha con la inspección que le había hecho a su hijo, se dirigió a la despensa y sacó dos latas de sopa de verduras. Las abrió y las volcó en un cazo.

—¿Estás de veras enfadada conmigo? —preguntó Aaron.

Maggie lo miró mientras removía la sopa. Era la primera vez que su hijo hacía algo tan grave y no tenía ni idea de cuál era la mejor manera de castigarlo. Y, en esos momentos, además, aquello era sólo una parte de los problemas que le preocupaban.

—No estoy segura, Aaron. Estaba muy asustada porque no te encontraba.

El niño puso expresión de remordimiento.



Tausende von E-Books und Hörbücher

Ihre Zahl wächst ständig und Sie haben eine Fixpreisgarantie.