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¿Semejante desastre podría ser lo mejor que les hubiera pasado en sus vidas? Cuando Ripp McCleod, el ayudante del sheriff, la rescató de un accidente de coche, Lucita Sánchez pensó que era un hombre con el que una mujer podía contar; un hombre que no traicionaría a su esposa y la dejaría sola para criar a su hijo. Sin embargo, mientras Ripp investigaba su "accidente" se dieron cuenta de que alguien la asediaba, y de que el pequeño también podía estar en peligro. Aunque Ripp había jurado proteger a Lucita con su vida, tenía reparos en ofrecerle su corazón. Aun así, la orgullosa y vulnerable heredera de una familia de rancheros estaba decidida a retenerlo a su lado.
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Seitenzahl: 228
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2008 Stella Bagwell
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Un hombre de fiar, n.º 1830- octubre 2021
Título original: Her Texas Lawman
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1375-699-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
ESTABA loco? A esa velocidad iba a chocar contra ella.
El retrovisor de Lucita Sánchez reflejaba los faros que se acercaban cada vez más, la deslumbraban y casi le impedían ver la remota carretera que tenía delante. El miedo se apoderó de ella y sintió una descarga de adrenalina por todo el cuerpo. Agarrada al volante con todas sus fuerzas, aceleró con la esperanza de distanciarse de él. ¿Quería embestirla intencionadamente? Quizá el conductor no pudiera verla…
Para qué engañarse, sabía que alguien llevaba siguiéndola desde hacía unas semanas, desde mucho antes de que se mudara a Sandbur.
Ya iba a ciento cincuenta kilómetros por hora y la línea que separaba los carriles de la carretera era una difusa mancha blanca. El coche de detrás no aminoraba la velocidad, al contrario, sus faros estaban casi pegados al parachoques trasero.
Su cabeza empezó a dar vueltas para encontrar la manera de escapar cuando el impacto la obligara a soltar el volante. ¡Iba a embestirla! ¡Alguien quería matarla!
¿Qué podía hacer? Evidentemente, no podía ir más deprisa que él. Además, a esa velocidad ya corría un peligro muy grave de tener un accidente. ¿Qué haría el conductor si se paraba en el arcén? ¿Pararía también y se enfrentaría a ella?
Estaba sopesando las alternativas cuando una mancha negra apareció repentinamente en la carretera. Lucita gritó, pisó el freno e intentó esquivar el animal. El coche derrapó y empezó a dar vueltas, se salió de la carretera, atravesó una alambrada y se estrelló contra un poste del tendido eléctrico. El airbag saltó violentamente y le golpeó la cabeza contra la ventana. Notó el dolor del impacto y luego no sintió nada más.
Al cabo de un tiempo, que no supo cuánto fue, Lucita fue recobrando lentamente la consciencia. Aturdida, intentó incorporarse. El airbag se había desinflado y vio el vapor que salía del capó destrozado y que caía sobre el parabrisas hecho añicos. Asombrosamente, los faros seguían encendidos e iluminaban a unas vacas que pastaban entre chumberas.
¿Dónde estaba? ¿Qué había pasado? Se apartó unos mechones de pelo de la cara y se dio la vuelta para mirar por el parabrisas trasero. La carretera estaba oscura y solitaria. Al parecer, nadie había pasado por allí desde que se estrelló contra el poste o si lo había hecho, no había parado para ayudarla.
¿Dónde estaba el coche que la había acosado? Evidentemente, el conductor no había parado y eso demostraba que su intención era herirla.
Con las manos temblorosas, consiguió apagar los faros. El canalla que la había perseguido quizá volviera y ella no quería que viera las luces y la encontrara. En medio de la oscuridad, se dio cuenta de que tenía el cinturón de seguridad clavado en el cuello. Buscó el cierre y consiguió soltarse después de intentarlo varias veces. Dejó escapar un leve suspiro de alivio.
El siguiente paso era encontrar al bolso y el teléfono móvil que tenía dentro. Empezó a palpar los asientos y el salpicadero como si fuera ciega hasta que encontró el bolso detrás del asiento del acompañante. Afortunadamente, estaba cerrado con cremallera y el móvil seguía donde lo dejó.
Cuando vio que se encendía, elevó una plegaria de agradecimiento y marcó el número de emergencias. Después de comunicar el accidente y el lugar aproximado, dejó el móvil a un lado y se dejó caer contra el respaldo del asiento. Su familia había ido a cenar a casa de un vecino y no quería preocuparlos hasta que fuera inevitable.
Empezó a preguntarse qué hacer. ¿Tenía que esperar fuera del coche? Aunque no olía a nada, el coche podía estar perdiendo gasolina e incendiarse por alguna chispa. Sin embargo, el coche estaba rodeado de matorrales y hierba alta hasta la rodilla y en esa zona de Texas había serpientes de cascabel. Nadie con dos dedos de frente atravesaría su jardín de noche sin una linterna y mucho menos se internaría en el campo al borde de una carretera. Si tuviera una linterna quizá se atreviera a salir del coche, pero nunca se acordaba de llevar una en la guantera.
Diez minutos más tarde, cuando ya estaba tan inquieta que iba a bajarse del coche, una camioneta con una luz en la cabina apareció por el recodo de la carretera. Con un alivio infinito, agarró el tirador de la puerta y se dio cuenta, con cierto asombro, de que estaba atrancada. Se inclinó hacia la otra puerta y comprobó que tampoco podía abrirla. ¡No habría podido salir del coche aunque hubiera querido!
El haz de luz de una linterna barrió su ventanilla. Lucita, desesperada, giró la llave, apretó el botón y bajó la ventanilla.
—¡No puedo abrir la puerta! —gritó a la figura que se acercaba.
—¡Quédese donde está! ¡Llegaré en un minuto!
Era una voz masculina, profunda, firme y muy tranquilizadora. El alivio se adueñó de ella y por un instante creyó que iba a echarse a llorar. No podía derrumbarse en ese momento. Había pasado por situaciones mucho peores que ésa.
El policía consiguió abrirse paso entre las hierbas y los matorrales y llegó al costado del coche.
—¿Está herida? —le preguntó iluminándole la cara con la linterna—. Desde emergencias dijeron que no se necesitaba una ambulancia.
Ella, deslumbrada, cerró los ojos.
—Creo que estoy bien. Las puertas están atrancadas, ¿puede sacarme de aquí?
Él tiró con fuerza de la puerta del conductor hasta que consiguió abrirla. Ella agarró el bolso, apoyó los pies en el suelo y, con la ayuda de él, salió del coche. Aturdida, se tambaleó y se agarró instintivamente a lo primero que encontró, que resultó ser el pecho del agente.
—¡Eh! —exclamó él—. ¡No vaya a desmayarse ahora!
Ella sintió que unos brazos enormes la rodeaban y la estrechaban contra el cuerpo de él.
—Tranquila, señora. Respire lenta y profundamente.
Ella obedeció y notó que recuperaba las fuerzas poco a poco. Además de darse cuenta, con bochorno, de que se había dejado caer en brazos de un desconocido. La tela de la camisa era suave y fresca y olía a hierba del campo. En contraste, sus brazos eran cálidos y la sujetaban con una firmeza tal que hizo que se sintiera a salvo, como hacía mucho tiempo que no se sentía.
Enojada por ese momento de debilidad, apartó la mejilla de su pecho.
—Estoy… bien. Puedo sostenerme sola —afirmó tajantemente.
Él la soltó, pero siguió agarrándola suavemente del codo.
—Me llamo Ripp McCleod y soy ayudante del sheriff del condado. ¿Quién es usted, señora?
¿McCleod…? Hacía años hubo un sheriff con ese nombre. ¿Sería familiar suyo?
—Me llamo Lucita Sánchez. Vivo en Sandbur.
Tenía unos dedos tan largos que le rodeaban completamente el brazo. Aunque había dicho que estaba bien, agradecía para sus adentros que la sujetara. No estaba segura de que sus temblorosas piernas hubieran recuperado todas las fuerzas.
—¿Es familia de Matt y Cord?
No le extrañó que ese hombre llamara a sus hermanos por sus nombres de pila. El rancho de Sandbur era muy conocido en esa zona de Texas. Ese representante de la ley seguramente sería del condado de Goliad y, más que probablemente, conocería a mucha gente que vivía y trabajaba en el rancho. Aunque no se acordaría de ella porque había pasado varios años fuera de la casa familiar y había vuelto hacía unos meses.
Precipitadamente, sacó el carné de conducir y el recibo del seguro y se los dio.
—Sí —contestó ella—. Matt y Cord son mis hermanos. Yo… yo estaba volviendo a casa cuando pasó esto.
Señaló el coche con el brazo. No había tumbado el poste, pero sí estaba inclinado en un ángulo muy inestable. Lo cables colgaban aunque, afortunadamente, ninguno tocaba el suelo. Los postes que sujetaban la alambrada sí estaban arrancados del suelo y era un milagro que el ganado no se hubiera escapado a la carretera.
El ayudante del sheriff debía de estar pensando lo mismo porque volvió la cabeza hacia el transmisor que llevaba en el hombro.
—Lijah, date prisa. Hay ganado suelto y la alambrada está arrancada. Levántala en cuanto puedas antes de que se produzcan más accidentes. También tienes que avisar a la compañía eléctrica para decirles que hay que reponer un poste.
—Roger se ocupará —replicaron por el transmisor—. Ya puedo ver tus luces. ¿Hay alguien herido?
—Creo que no.
McCleod volvió a prestar atención a Lucita y tuvo la vaga sensación de que la había visto antes.
—¿Hay alguien más en el coche?
Era una noche calurosa, sin luna y con unas nubes deshilachadas que tapaban la estrellas. Lucita sólo podía vislumbrar la cara del ayudante del sheriff cuando la linterna iluminaba involuntariamente hacia arriba. Sin embargo, sí podía saber que era un hombre alto, aun descontando el sombrero oscuro, que sus anchos hombros estaban cubiertos por una camisa caqui de uniforme, que llevaba unos pantalones vaqueros sobre las piernas largas y fuertes y unas botas negras de puntera cuadrada. Una cartuchera de cuero con un revólver colgaba de sus delgadas caderas. Era el paradigma del representante de la ley texano y ella percibía claramente su presencia autoritaria.
—No —contestó ella—. Viajaba sola.
—¿Puede decirme qué pasó? ¿Se acuerda?
Él tenía una de esas voces graves y aterciopeladas que la estremecían… ¿o sería una reacción a la conmoción del accidente? Fuera lo que fuese, ella se rodeó el pecho con los brazos.
—No estoy segura. Algo se cruzó en la carretera. Creo que fue un jabalí. ¿Ha visto alguno? —ella miró hacia el asfalto—. Espero no haberlo atropellado.
—No he visto ningún jabalí herido por la carretera. Pero sí vi unas marcas de neumáticos como a kilómetro y medio de aquí. Debía de tener mucha prisa por llegar a casa. ¿A qué velocidad iba, señora Sánchez?
Captó cierto tono de censura en su voz, algo que podía esperar. Nadie en su cabales habría conducido a esa velocidad de noche. Nadie excepto alguien que temía por su vida, se dijo con angustia.
—Demasiado deprisa —reconoció—. Pero no es lo que piensa. No tenía prisa por llegar al rancho. Yo…
—La fauna es un peligro en esta carretera —la interrumpió él—, aunque se circule a la velocidad estipulada.
No hacía falta que él se lo dijera. Ese rincón de Texas había sido su casa desde muchos años antes de irse a vivir a Corpus. Había visto muchos vehículos accidentados, incluso personas muertas, por culpa de animales sueltos.
—Efectivamente, ya lo sé, pero…
¿Cómo podía decirle que creía que alguien había intentado sacarla de la carretera intencionadamente? A ella misma le parecía algo increíble. Como no tenía ninguna prueba que sustentara su sospecha, se la calló.
Se apartó la melena de la cara con un gesto cansado. Cuando los dedos le rozaron la sien, notó algo húmedo y pegajoso. Se palpó la cabeza hasta que encontró una herida abierta. Se miró la mano y vio sangre en las yemas de los dedos.
—Creo que me he hecho un corte.
—Déjeme verlo.
Él se acercó y dirigió la linterna hacia el costado de su cabeza. Ella se quedó inmóvil mientras le separaba el pelo para examinar la herida. Otra vez captó el olor de su camisa, la intensidad masculina de su cuerpo cálido.
—Efectivamente, tiene un corte muy feo. Lo tenía tapado por el pelo y no lo había visto —murmuró él—. Será mejor que llame a una ambulancia después de todo. Hay que comprobar si tiene una conmoción cerebral.
Ella se apartó de él.
—Olvídelo. No me gustan los hospitales. Además, mi prima y su marido son médicos. Irán al rancho y me reconocerán si hace falta.
—No me preocupa sólo la conmoción —replicó él con un tono brusco y profesional—. Seguramente haya que darle puntos.
Antes de que ella pudiera adivinar sus intenciones, él sacó un pañuelo del bolsillo y se lo puso en la herida. Le rozó la mejilla involuntariamente con la mano y ella cerró los ojos e intentó escudarse de la sensaciones que la dominaron. ¿Cuánto tiempo hacía que un hombre que no fuera familiar suyo estaba tan cerca? Tres años largos y solitarios.
—Me ocuparé de que me curen la herida. Gracias.
A él le pareció que estaba incomodándola, le dio el pañuelo y retrocedió unos pasos.
—No deje de hacerlo. ¿Puede llegar hasta la furgoneta? Tengo que hacer un atestado del accidente y estará más cómoda ahí.
Sería un alivio poder sentarse. Le costaba mantenerse de pie y el golpe en la cabeza parecía más fuerte de lo que se imaginaba.
—Creo que sí —contestó ella.
Él la agarró del brazo y la acompañó a través de la hierba y la maleza. Justo cuando llegaron a la furgoneta, otro coche patrulla se paró a un lado de la carretera. Un policía se bajó y McCleod se dirigió a él.
—Si no has llamado a una grúa, llámala y luego ocúpate de la alambrada.
Él otro hombre hizo un gesto de aceptación con la mano y el ayudante del sheriff la ayudó a montarse en la furgoneta por la puerta del acompañante. Una vez dentro y con la puerta cerrada, ella empezó a temblar, aunque no pudo saber si fue por al aire acondicionado o por los problemas que se avecinaban. Sólo supo que quería acabar con ese suplicio y volver con su familia.
El salpicadero resplandecía con luces de todas las formas y colores y el radiotransmisor emitía informaciones sin cesar. Detrás de su cabeza, delante del parabrisas trasero, unos rifles descansaban sobre un soporte. Se preguntó si él habría tenido que utilizarlos alguna vez.
Unos segundos después, el ayudante de sheriff estaba sentándose a su lado. Encendió la luz de la cabina y el espacio se iluminó tenuemente. Ella miró su perfil mientras él anotaba los datos de su carné de conducir. Decidió que tenía treinta y bastante años. Su mandíbula, fuerte y cuadrada, estaba ligeramente sombreada por una barba incipiente. Unas patillas marrón oscuro llegaban hasta el borde de los lóbulos de sus orejas y el pelo le cubría de rizos la nuca. Su nariz era más bien larga y asombrosamente recta para un hombre que había tenido que verse mezclado en una buena cantidad de refriegas. Unas arrugas le delimitaban los labios, que en ese momento estaban muy apretados. Estaba claro que su conducción temeraria lo había enojado.
—Creo que no hace falta que le diga la suerte que ha tenido. También creo que se da cuenta de que podría haberse matado.
Lucita tomó aliento. Le gustaría poder ver sus ojos. Podrían darle un indicio de lo que estaba pensando. Sin embargo, estaban tapados por el ala de su sombrero. Se fijó en su mano izquierda. No llevaba alianza, pero ¿qué le importaba a ella? ¿Por qué se había preguntado si estaba casado?
Intentó concentrarse en el motivo que la había llevado a estar sentada junto a ese ayudante del sheriff alto y delgado. Parecía un hombre fuerte y competente y su presencia tenía algo que le daba seguridad. Tenía que decirle lo que había pasado en la carretera. Necesitaba su ayuda. Si no, a lo mejor no salía viva.
—Dicho así, es posible que tenga razón, pero no me siento especialmente afortunada. Yo… verá… un coche estaba acosándome justo antes de que apareciera el jabalí. Se acercó tanto que me golpeó.
Él se dio la vuelta y la miró a los ojos. La visión de toda su cara fue casi tan impresionante como el choque contra el poste.
—¿Le golpeó?
Ella percibió la incredulidad aunque sólo hubiera dicho dos palabras y entendió que, desde su punto de vista, parecía absurdo. Era una zona rural donde todo el mundo vivía sosegadamente. Los vecinos se conocían unos a otros y no intentaban sacarse de la carretera.
—Sí. Al principio, los faros estaban tan cerca y eran tan brillantes que casi me cegaron. Aceleré para intentar alejarme de ellos, pero no conseguí rezagarlo. Acabó acercándose tanto que embistió mi parachoques con tal fuerza que estuvo a punto de obligarme a soltar el volante. Estaba intentando dilucidar si pararme en el arcén o seguir a toda velocidad cuando el jabalí apareció delante de mí. Di un volantazo para esquivarlo y el coche empezó a dar vueltas. Lo siguiente que vi fue mi coche estampado contra un poste de la luz.
—¿Está segura de que el coche la embistió? En esta carretera hay algunos baches que pueden ser peligrosos a cierta velocidad.
Ella se apretó con más fuerza el pañuelo en la herida al notar que sangraba.
—Entiendo que parezca increíble, pero no fue un bache. Ese coche me golpeó.
Él, como si quisiera mirarla con más detenimiento, se levantó levemente al ala del sombrero.
—¿Había tenido algún problema con ese coche antes del accidente? Quizá lo deslumbrara con los faros y se enfadó… o quizá le quitara una plaza para aparcar. Desgraciadamente, la furia al volante puede ser incontrolable.
—No —ella sacudió la cabeza con vehemencia—. No me ha pasado nada de eso ni hoy ni otro día.
—Parece una conductora muy considerada, señora Sánchez —él sonrió y unos hoyuelos aparecieron en sus mejillas.
Ella miró hacia otro lado y se recordó a sí misma que no le gustaban los representantes de la ley, que le parecían demasiado pagados de sí mismo. Ése no era una excepción. Sin embargo, tenía algo que la alteraba de una forma muy sensual.
—Casi todos los texanos son conductores considerados —replicó ella—. Excepto ese majadero que me acosó.
Él miró pensativamente por el parabrisas.
—Si no era un conductor furioso, ¿por qué iba a acosarla? ¿Ha tenido alguna discusión personal con alguien?
Sus preguntas estaban haciendo que se sintiera incómoda. Cuanto más intentaba explicar el accidente, más rara se encontraba.
—Me doy cuenta de que debo de parecerle una paranoica, pero me han… creo que alguien ha estado siguiéndome… acechándome.
Ella lo miró y se dio cuenta de que estaba observándola fijamente y con un gesto de preocupación. Sintió alivio al darse cuenta de que él se tomaba en serio sus temores.
—¿Ha informado a las autoridades? —preguntó él.
—No.
Debería haberlo hecho, pero no tenía pruebas y la habrían considerado una histérica o algo parecido. Además, había pensado que todo se acabaría sin más.
—¿Le ha contado algo a su familia?
—Se lo comenté a mi tía Geraldine, pero en ese momento sólo era una sensación que yo tenía.
Él seguía mirándola fijamente como si quisiera ver la verdad. Podría haberle dicho que no iba a encontrar nada, que ella era una profesora normal y corriente.
—¿Tiene algún enemigo que usted sepa?
—No —ella resopló—, pero ¿quién puede saberlo hoy en día? Soy profesora en el Instituto St. Francis. Supongo que un alumno enojado podría querer asustarme.
—Una cosa es asustarla, pero acecharla es un delito muy grave.
La persecución de esa noche, efectivamente, le había parecido delictiva, pero no quería pensar en eso, no quería pensar en que alguien había querido que tuviera un accidente.
—El coche no se paró cuando me estrellé. Me imagino que si el conductor hubiera querido hacerme algo, habría ido a terminar lo que había empezado.
El ayudante del sheriff apretó los labios.
—No quiero asustarla, pero quizá creyera que el accidente había acabado con usted y no quería que lo sorprendieran en el lugar del crimen.
—Sólo puedo esperar que esté equivocado —dijo ella con la sangre helada.
—Yo también lo espero —él suavizó el tono—. ¿Puede decirme algo del vehículo?
—No mucho —Lucita suspiró—. Estoy casi segura de que era un coche bajo y aerodinámico. Parecía negro o de un color oscuro.
—¿Nada sobre la marca, el modelo o la matrícula?
Ella empezó a notar cierto dolor en la cabeza y se pasó la mano por la frente.
—No. No tuve tiempo de fijarme en los detalles. Apareció detrás de mí y me deslumbró.
Él asintió con la cabeza y anotó algo en la libreta.
—Bueno, supongo que ahora se enfurecerá conmigo más que con su perseguidor porque voy a tener que multarla por conducción temeraria.
—¿Y el jabalí? —preguntó ella con los ojos como platos—. ¿Y el acosador o lo que fuera?
—Aparte de su palabra —él esbozó una levísima sonrisa—, no tengo constancia de ningún jabalí o acosador. Sin embargo, pienso investigarlo —le dio a ella su declaración, agarró la linterna y abrió la puerta de la camioneta—. Quédese donde está.
¿Qué creía que iba a hacer? Se preguntó Lucita. Su coche estaba destrozado y tenía las piernas como si fueran de trapo. Estaba a varios kilómetros del rancho y no podía ir andando. Además, tampoco estaba dispuesta a ayudarlo a buscar un jabalí muerto en medio de la noche.
A lo lejos, a su izquierda, podía ver al coche accidentado y al otro policía llamado Lijah que intentaba levantar la alambrada. A su derecha, McCleod iluminaba la maleza con la linterna.
Era impresionantemente atractivo, se dijo. Eso era innegable. Algo de él la había cautivado cuando le puso el pañuelo en la herida. Seguía sin poder creerse que hubiera buscado una alianza en sus dedos. ¿Qué le había pasado? Su estado civil no tenía nada que ver con ella. No estaba buscando un hombre para retozar con él, ni siquiera uno tan apuesto como ese ayudante del sheriff. Por su vida ya había pasado un hombre atractivo y engatusador y después de que desapareciera, con la herencia de su familia, se había jurado no repetir la experiencia. Sin embargo, ese representante de la ley texano podía conseguir que cualquier mujer se olvidara de sus juramentos.
LUCITA rebuscó en el bolso para encontrar algún analgésico contra el dolor de cabeza. Seguía dando vueltas al pintalabios y recibos arrugados cuando la puerta se abrió y McCleod se sentó detrás del volante. Con él entró la calidez de la noche y su inconfundible aroma masculino. Se estremeció por una punzada de excitación.
—No hay ningún jabalí, señora Sánchez. Cuando sea de día, la policía examinará su coche con más detenimiento. Naturalmente, si encontramos algo, se lo comunicaremos.
Ella soltó el aire que había retenido sin darse cuenta.
—En realidad, me alegro de que no lo haya encontrado. No me habría gustado haberlo matado, aunque eso me ayudara a evitar la multa.
Él tomó la libreta donde había apuntado los datos de su carné de conducir.
—Jabalí… Acosador… Fuera lo que fuese, evidentemente estaba conduciendo a una velocidad excesiva, señora Sánchez. Si aprecia en algo su cuello, será mejor que circule más despacio.
Lucita apretó los labios mientras lo observaba anotar más comentarios. Él tenía razón, pero eso no la tranquilizaba al ver que rellenaba lo que parecía un montón de multas.
—¿Qué debería hacer si alguien vuelve a acosarme en la carretera? —preguntó ella con cierto sarcasmo.
Él levantó la mirada y ella no pudo evitar fijarse en las cejas oscuras que se juntaban en la frente y en las comisuras de los labios cincelados que adoptaban un gesto serio. Ese hombre era sexy hasta cuando fruncía el ceño.
—El acosador le preocupa de verdad, ¿no?
—Sí. Sólo es un presentimiento, pero me asusta.
Ante su sorpresa, él le tocó el brazo para tranquilizarla.
—Yo no le daría más vueltas, señora Sánchez. Desgraciadamente, mucha gente se topa con conductores imprudentes o desconsiderados por la carretera, pero no pasa de ahí. No creo que vaya a tener más problemas. Esté atenta y conduzca con cuidado.
En circunstancias normales, ella había estado de acuerdo, pero su pasado no era normal. Hacía tres años, su ex marido le había robado hasta el último céntimo de la herencia que su familia le había dado cuando cumplió veinticinco años y hasta la fecha la policía no había dado con su paradero. Sin embargo, no iba a contárselo a ese hombre. Al fin y al cabo, para McCleod aquello era un incidente de tráfico y nada más y quizá fuera preferible que siguiera pensándolo. Sobre todo, cuando no tenía la más mínima prueba de que la persona que había intentado sacarla de la carretera fuera Derek Campbell o alguien relacionado con él. Además, durante los diez años que estuvieron casados, él nunca la había amenazado de ninguna manera.
Aun así, durante las últimas semanas no había podido dejar de pensar que su ex marido tenía algo que ver con la persona que había estado vigilando sus idas y venidas.
Lucita dobló meticulosamente el pañuelo de McCleod y lo apretó contra la herida.
—Tiene razón —dijo ella al cabo de un rato—. Tengo que dejar de preocuparme y alegrarme de que esta noche el coche fuera la única víctima.
—Como dije antes, es una mujer afortunada. Supongo que lo sabrá…
—Sí —contestó ella con una alegría fingida—. Ha sido mi noche de suerte —ella miró hacia otro lado—. Si ha terminado de redactar el atestado, voy a llamar a mi hermano para que venga a recogerme.
—No hace falta —replicó él lacónicamente—. Yo la llevaré a su casa.
—¿Qué? —ella volvió a mirarlo.
—No estamos lejos de Sandbur —contestó él—. No hace falta que moleste a su familia. Además, creo que tengo que comentarles este incidente.
Lucita lo miró fijamente y se preguntó por qué querría hacerlo. Que ella supiera, la oficina del sheriff no era la responsable de que volviera sana y salva a su casa.
—¿Es la práctica normal? —preguntó ella sin poder evitarlo.
Él, sin alterar el gesto, arrancó la multa de la libreta y se la dio. Ella la tomó y la guardó en el bolso sin mirarla.
—No se preocupe por mis prácticas, señora Sánchez, nunca me extralimito.
Ella se preguntó si se refería a la ley o a las mujeres, pero no dijo nada. Si ese hombre se enteraba de que lo había mirado como a algo más que un representante de la ley, seguramente le pondría otra multa.