E-Pack Bianca noviembre - Louise Fuller - E-Book

E-Pack Bianca noviembre E-Book

Louise Fuller

0,0
7,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Pack 326 La verdad eterna Louise Fuller Querías casarte conmigo, y lo harás. Pero con mis condiciones. El juego de la venganza Dani Collins Mantener cerca al enemigo, significaba acercarse mucho más de lo que pensaba. Otra oportunidad para amar Heidi Rice Secreto desvelado: ¡Era padre!

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 544

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

E-pack Bianca, n.º 326 - octubre 2022

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-473-9

Índice

 

Créditos

 

La verdad eterna

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

El juego de la venganza

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

Otra oportunidad para amar

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

El bar empezaba a vaciarse.

La rubia sentada junto a la barra le dedicó a Vicenzu Trapani una perezosa sonrisa. Normalmente él se la habría devuelto, animándola a acercarse. Pero ya no había nada normal.

Ciro y él acababan de abandonar la reunión con Vito Neglia, su abogado y última esperanza.

Una esperanza brutalmente aniquilada cuando Vito había confirmado lo que ya sabían.

Cesare Buscetta había actuado según la ley.

Era el nuevo y legítimo dueño tanto de Trapani Olive Oil Company como de la hermosa y adorada propiedad familiar en la que Vicenzu y Ciro habían pasado su idílica infancia.

Esa propiedad a la que él seguía llamando hogar.

Recordando la expresión de su madre al entregar las llaves, sintió que se le encogía el estómago.

No olvidaría jamás el rostro aturdido y bañado en lágrimas.

–Tenemos que arreglarlo.

La voz de Ciro interrumpió sus pensamientos y su mirada se encontró con la de su hermano.

El rostro de Ciro estaba tenso, los ojos verdes entornados, tan parecidos a los de su padre que Vicenzu tuvo que desviar la mirada.

Era su hermano menor, pero era hijo de su padre. Listo, disciplinado, capaz de dirigir el negocio con los ojos cerrados. Y de haber sido su padre de otro modo, eso habría ocurrido.

Pero para Alessandro Trapani la familia era lo más importante. ¿O no?

Vicenzu rechazó las posibles respuestas, todas igualmente desagradables, y apuró su bebida.

Miró a su hermano a los ojos y asintió.

–Tenemos que recuperarlo. Todo.

Su hermano tenía razón. Cesare Buscetta era un ladrón, un matón y un delincuente. Pero era demasiado pronto, los sentimientos muy crudos.

Había intentado explicárselo a Ciro, le había recordado que la venganza era un plato que se servía frío. Pero Ciro no podía esperar, no quería. Su necesidad de venganza lo quemaba por dentro. Y necesitaba a su hermano para conseguirla.

–¿Vicenzu?

Cerró los ojos un instante. Si pudiera regresar en el tiempo, devolverle a su padre el dinero que había tomado prestado. Ser el hijo que su padre había necesitado… deseado.

Pero lamentarlo no iba a corregir el daño hecho a su familia.

–Sé qué tengo que hacer, y lo haré. Recuperaré el negocio.

Sentía una opresión en el pecho. Sonaba muy sencillo, quizás lo fuera. A fin de cuentas solo necesitaba conseguir que una mujer se enamorara de él.

Pero no cualquier mujer. Immacolata Buscetta, la hija del hombre que había atormentado a su padre hasta la muerte y había despojado a su hermosa y risueña madre de su esposo y su hogar.

No sería sencillo. Cesare era un padre protector y su hija mayor era igual que él, tan gélida como hermosa. ¿Quién mejor que ella para pagar por los pecados de su padre?

Sintió una oleada de ira. La seduciría y la desnudaría, literal y metafóricamente, y la convertiría en su esposa. Recuperaría lo que pertenecía a su familia, y cuando fuera totalmente suya, le revelaría por qué se había casado con ella.

Llegó una nueva ronda de bebidas y él levantó su copa.

–Por la venganza –brindó Ciro.

–Por la venganza –repitió Vicenzu y, por primera vez desde la muerte de su padre, se sintió vivo.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Qué hermosa está! ¿Verdad?

Immacolata Buscetta asintió, el estómago encogido con una mezcla de amor y tristeza.

–Así es –susurró.

«Hermosa», era demasiado mundano para describir a su hermana menor. Estaba beatífica.

Palabra que jamás utilizaba, y que no volvería a utilizar, pero la única que se acercaba remotamente a describir la expresión de felicidad en el rostro de su hermana.

Imma sintió una ligera punzada en el corazón mientras contemplaba al esposo de Claudia, que saludaba a algunos de los cien invitados a la boda de Claudia Buscetta y Ciro Trapani en un casi perfecto día de verano en Sicilia. Para la recepción posterior se esperaban cien invitados más.

Por supuesto que Claudia estaba feliz. Acababa de casarse con el hombre que había sitiado la ciudadela de su padre y declarado su amor por ella como el caballero de un romance cortesano.

Pero la tensión de Imma y el errático latido de su corazón, era por el hombre que estaba al lado de los novios.

El hermano de Ciro, Vicenzu, era el dueño del legendario hotel La Dolce Vita, de Portofino. Cual peregrinos, miembros de la realeza, novelistas en busca de inspiración, divas y chicos malos del mundo de la música y el cine, todos acababan en ese hotel.

Y Vicenzu era el más malo de todos. Su fama de playboy y buscador de placer iba más allá de la Riviera italiana. Y era fácil ver por qué.

Su mirada se desvió hacia él, atraída como la polilla a la llama de los hermosos rasgos.

De cabellos oscuros y boca seductora, destacaba entre los robustos sicilianos y los hombres de negocios italianos y sus esposas… y no solo porque les sacara una cabeza a la mayoría.

Imma sintió un escalofrío. Había pocos invitados que no estuvieran sudando bajo el ardiente sol, pero él parecía fresco, la camisa blanca de corte impecable abrazando su musculoso cuerpo y resaltando sus oscuros ojos.

De repente él se volvió y sus ojos burlones encontraron los de Imma. Antes de que ella pudiera pestañear, mucho menos moverse, se acercó con una perezosa sonrisa en los labios.

–Immacolata… –él hizo un gesto de contrariedad–. No juega limpio, ¿verdad, señorita Buscetta?

–¿Limpio? –ella lo miró, el pulso frenético, intentando aparentar calma–. No comprendo.

De cerca, la belleza de Vicenzu era impactante. Los ojos, la hermosa boca, las líneas de sus rasgos… a Imma se le quedó la mente en blanco, sintiéndose desnuda, expuesta.

–Jugar al escondite sin decirme nada –él sacudió la cabeza.

–No me escondía –mintió ella, cautiva de la voz de Vicenzu–. Atendía a mis invitados.

–No a todos –contestó él–. Yo me sentía ignorado. Mareado. Deberíamos ir a algún lugar tranquilo para que puedas colocarme en la posición de seguridad.

Imma sintió arder las mejillas. Irritada con su evidente reacción a las palabras de Vicenzu.

–Hay bebidas frías en la terraza, y mucho sitio para sentarse.

–¿No quieres saber por qué me siento mareado? –Vicenzu sonrió.

–No. Estoy bien así.

–No podría estar más de acuerdo –contestó él.

Mientras hablaba, recorría el cuerpo de Imma con la mirada, haciéndole sentir nerviosa. En un esfuerzo por controlarse, ella fijó la vista en la solapa de la chaqueta.

–Vicenzu, yo…

–Está bien –los ojos de él brillaron–. Lo pillo. Pensaste que solo era una cara bonita, pero ahora que me conoces mejor, empiezo a gustarte. Me pasa siempre. Tranquila, no se lo diré a nadie.

–Iba a decir que has perdido la flor del ojal –contestó ella con el rostro en llamas–. Ahora, si me disculpas, tengo que comprobar… algo. En la cocina.

Antes de que Vicenzu pudiera responder, ella se volvió y se alejó de la mirada burlona.

¿Qué le pasaba? Era una mujer cultivada, la primera de la clase en la escuela de negocios, hija de uno de los hombres más poderosos de Sicilia, pronto CEO de la última adquisición de su padre. ¿Por qué había huido como un conejo?

Le dolía mirarlo, y todavía más apartar la vista, aunque se había esforzado por hacerlo desde la llegada de Vicenzu a la iglesia. Pero al ser ella dama de honor y él padrino, no había podido evitar esos oscuros ojos burlones durante la ceremonia.

También había sido imposible no verse arrastrada por la belleza y el romanticismo de la ceremonia, y cuando el sol había iluminado los fotogénicos rasgos, ella se había permitido fantasear brevemente con que era su boda y Vicenzu su esposo…

Su respuesta a ese hombre era tan escandalosa como perturbadora.

Distraída por su mirada, había perdido en tres ocasiones el curso de la ceremonia. Esa mirada no parecía haber abandonado su rostro en ningún momento y le hacía estremecerse por dentro.

Ninguna mujer, sobre todo una que careciera de experiencia con los hombres, consideraría a Vicenzu como candidato a esposo. Estaba claro que se había ganado su fama de seductor.

Tampoco importaba, se dijo a sí misma mientras se abría paso entre los invitados. No tenía intención de enamorarse, sobre todo de un hombre cuyo comportamiento era tan provocativo.

Bastaría con ignorar su propio cuerpo, y a él, durante las siguientes dos horas y centrarse en lo que importaba realmente: Claudia y su esposo.

Aceptó un mimosa helado de una camarera que pasaba y fijó la mirada en Ciro.

Al igual que su hermano, era alto, moreno y atractivo, pero su parecido con él era superficial.

Donde Vicenzu era todo lánguida elegancia y mangas enrolladas, Ciro lucía el traje como una armadura a medida, y la autoritaria inclinación de la mandíbula sugería una confianza y una determinación que había impulsado estratosféricamente su imperio minorista.

Era ese éxito comercial el que había convencido a su excesivo protector padre siciliano de acceder al apresurado matrimonio. Eso y que Ciro provenía de una familia respetable como la que ansiaba para sus hijas.

Los Trapani eran una familia siciliana que gozaban de respeto y confianza, y con un sólido negocio familiar a su nombre. Negocio que Alessandro Trapani, el padre de Ciro, había vendido a su padre junto con la hermosa residencia.

Imma desconocía los detalles de la venta. Cesare era controlador y hermético sobre muchos aspectos del negocio que había levantado de la nada. Según él, el viejo Trapani se había metido en un lío y necesitaba una venta rápida. Seguramente esos mismos problemas económicos habían llevado a Alessandro a sufrir un colapso dos meses atrás.

Imma desvió la mirada hacia la pequeña mujer que hablaba con Claudia. Con los cabellos oscuros y ojos almendrados, Audenzia Trapani seguía siendo una mujer hermosa. Pero había cierta fragilidad y rigidez en ella, como si estuviera reprimiéndose.

Seguía contemplando a la mujer cuando fue repentinamente consciente de que la observaban. Levantó la vista y descubrió que Vicenzu, junto a su hermano, la miraba de nuevo, sus ojos fijos en ella con una intensidad que casi le provocó un escalofrío.

–¡Immacolata!

Ella se volvió entre aliviada y decepcionada. Su padre se acercaba.

Como muchos sicilianos de su generación, Cesare era compacto y robusto. Una fuerza de la Naturaleza. Todavía atractivo, enérgico e inflexible, una presencia poderosa y, para algunos, intimidante.

–Papá –ella sonrió con la esperanza de desviar la crítica que se avecinaba.

–¿Por qué no estás con tu hermana? –él frunció el ceño–. Quiero presumir de mis hermosas hijas –su mirada se suavizó–. Sé que no es fácil para ti, piccioncina mia, ver a tu hermana marcharse de casa, y sé que te parece todo demasiado rápido, que es muy joven para casarse…

La sonrisa de Imma se congeló. No era solo la juventud de Claudia lo que le hacía sentirse ansiosa por la rapidez del matrimonio. Era algo más personal, una promesa…

Ni su padre ni su hermana querían oírle hablar de sus reservas. Cesare se había casado con su madre a los diecisiete años. Y en cuanto a Claudia… era una soñadora.

Sus sueños de amor, un esposo atractivo y un hermoso hogar se habían hecho realidad.

«¿Y qué hay de mis sueños?». Imma apretó con fuerza la copa mientras intentaba ignorar la punzada de envidia que latía en su pecho. «¿Cuándo se harán realidad?».

Difícil saberlo cuando no tenía ni idea de qué quería, de quién era.

Nunca había tenido tiempo de pensar en esas cosas, demasiado ocupada intentando ser una madre para Claudia, estudiando mucho y siempre pendiente de los deseos de su padre. Sin un hijo que colmara los sueños de Cesare, ella se había convertido en el centro de sus ambiciones.

Incluyendo la elección de un futuro esposo, que jamás sería alguien como Ciro Trapani o su disoluto hermano mayor.

Claro que Vicenzu nunca se interesaría por ella, reflexionó mientras su mirada se deslizaba fugazmente sobre el perfecto perfil. Encargarse de la casa de su padre y ejercer de madre para Claudia le hacía parecer mayor de lo que era. Sus decepcionantes contactos con los hombres, que no describiría como citas, le habían vuelto tan recelosa que su timidez pasaba por desprecio.

Algo que no animaría a un hombre como Vicenzu quien, si era cierto lo que publicaba la prensa o internet, era un imán para las mujeres.

Además, ¿por qué iba a querer que alguien se acercara a ella? Estaba harta de que le hiciesen daño, de que los hombres huyeran al saber que se apellidaba Buscetta. De no ser suficientemente buena, guapa, deseable como para que se enfrentaran a su padre por ella.

–Solo al principio, papá –ella le apretó una mano.

–Has sido como una madre para ella –Cesare sonrió–, pero el matrimonio es bueno para Claudia. No tiene cabeza para los estudios o los negocios.

Imma asintió, la breve punzada de envidia rápidamente sustituida por remordimiento. Claudia, más que nadie, merecía ser feliz pues, aunque su padre la mimaba, también la ignoraba.

–Lo sé –contestó.

–Es muy hogareña –Cesaré gruñó–, y él es un buen hombre. Fuerte, honrado –prosiguió con evidente satisfacción–. Venga –le ofreció un brazo a Imma–, vamos con tu hermana… casi es hora de comer.

–¿Dónde estabas? –Claudia corrió hacia ella–. Estaba a punto de enviar a Ciro a buscarte.

Quizás fuera una mujer casada, pero Claudia siempre sería, su hermana pequeña, a la que había consolado cuando estaba triste o herida. Su padre tenía razón: era el día para estar a su lado… porque al día siguiente se marcharía.

Ignorando el dolor en su pecho, tomó la mano de su hermana.

–Solo quería ver a Corrado.

Corrado era el chef con estrella Michelin de los Buscetta, y se había disgustado mucho ante la insistencia de Cesare de contratar más chefs con estrella Michelin para el catering de la boda.

Cesare se había mostrado inflexible. Quería que toda Sicilia, toda Italia, se quedara muda de envidia y asombro y, nuevamente, le había tocado a Imma calmar las aguas.

–No pasa nada –añadió cuando Ciro y Vicenzu se reunieron con ellos–, solo le cuesta tener que compartir su cocina y no quería que saliera enfurruñado en ninguna foto.

–Si lo hace tendrá que buscarse un nuevo trabajo –gruñó Cesare–. Puede olvidarse de las referencias. Si no sonríe durante todo el día, me aseguraré de que no vuelva a trabajar.

El exabrupto fue seguido de un incómodo silencio. Claudia se mordió el labio y Ciro parecía confundido. Vicenzu, sin embargo, parecía más divertido que desconcertado.

–No tendrá que buscar otro trabajo, papá –contestó Imma con firmeza–. Corrado lleva diez años con nosotros. Es de la familia, y todos sabemos cuánto valoras la familia.

–Nosotros compartimos esos mismos valores, signor Buscetta.

Imma miró a Vicenzu. Durante unos segundos se había distraído con el estallido de su padre.

Parecía sincero, pero ella no pudo evitar pensar que no lo era. Por si su padre empezaba a pensar lo mismo, decidió intervenir rápidamente.

–¿No es así como hemos terminado todos aquí hoy? –preguntó con una sonrisa en los labios.

–Perdona –gruñó su padre–. Solo quiero que todo sea perfecto para mi pequeña.

–Y lo es –la voz grave de Ciro resonó entre ellos–. Si me permite, señor, me gustaría agradecerle que todo sea tan especial para ambos –se volvió hacia Claudia, que lo miraba con adoración–. Prometo hacer que mi matrimonio con Claudia sea igual de memorable.

Recuperado el buen humor, Cesare propinó una palmada en el hombro de Ciro y consultó ostentosamente el reloj de oro de la muñeca.

–Te tomo la palabra. Y ahora creo que es hora de comer. Ammuninni!

Le ofreció un brazo a Imma, pero antes de que ella pudiera aceptarlo, Vicenzu se adelantó.

–¿Puedo?

Imma sintió la tensión en su padre. Conocía su opinión sobre el hermano mayor de Ciro. Su estilo de vida y su fama de playboy había sido su única objeción al matrimonio de Claudia.

–Creo que prefiero escoltar a mi hija –intervino antes de que ella pudiera contestar.

El corazón de Imma se aceleró ante la burlona mirada de Vicenzu.

–¿Qué preferirá Immacolata?

Imma se quedó helada, las palabras de Vicenzu clavándola al suelo como si en vez de una pregunta hubiera lanzado un conjuro.

Nadie, y menos su padre, había preguntado jamás por las preferencias de Imma, que no sabía qué responder. Su padre esperaba que rechazara a Vicenzu, y quizás por eso, junto con un repentino deseo de permitirse un pequeño comportamiento impulsivo, lo que la decidió.

–Creo que tú deberías escoltar a Audenzia, papá. Sería lo correcto.

–Por supuesto, tienes razón –contestó él mientras a Imma se le aceleraba el pulso cuando Vicenzu le ofreció su brazo.

–¿Vamos?

Con el corazón golpeando las costillas, ella se preguntó cómo podía una palabra decir tanto. Siguieron a Claudia y a Ciro hacia la marquesina, del tamaño de una carpa de circo, donde se celebraba el banquete nupcial. El interior era imposiblemente romántico. Vicenzu la condujo hacia la mesa atestada de flores y ella empezó a lamentar haber desafiado a su padre. Vicenzu Trapani seguramente coqueteaba hasta en sueños y no debía olvidarlo.

–Bueno, Vicenzu –Imma comenzó la conversación antes de que pudiera hacerlo él–, he oído muchas cosas sobre tu hotel. Cuéntame… ¿cuántos empleados hay en La Dolce Vita?

–Vaya –él frunció el ceño y se sentó a su lado–. Veamos, en un día bueno supongo que alrededor del cuarenta por cierto.

La sonrisa dibujada en el rostro de Vicenzu era irresistible y los labios de Imma comenzaron a curvarse hacia arriba por voluntad propia.

–Pensarás que deberían trabajar todos. Y tienes razón.

–Quería decir…

–Bromeaba –Vicenzu sonrió abiertamente–. Ni lo sé ni me importa. Solo sé que ahora voy a disfrutar de tu compañía. Y, dado que eres la mujer más hermosa en esta diminuta tienda –miró burlonamente a su alrededor–, eso me convierte en el hombre más afortunado de la tierra.

–¿En serio? –ella lo miró a los ojos. El corazón le latía desbocado

–En serio. De verdad. Absolutamente. Sin lugar a dudas. ¿He sido claro?

–Sí, pero eso no lo convierte en verdad.

–¿Por qué iba a mentirte? –el tono seguía siendo divertido, aunque la miraba fijamente.

–No soy gran cosa… pregunta a cualquiera que me conozca.

Él se inclinó hacia delante y ella sintió su piel arder y tensarse.

–Soy un experto en belleza, y tú eres una mujer muy hermosa.

Durante un instante el mundo pareció detenerse y el ruido en la carpa quedó reducido a un sordo murmullo bajo el alocado latido de su corazón. Seguramente se lo diría a todas las mujeres, pero Imma no pudo evitar sentir esperanza de que le estuviera diciendo la verdad.

Vicenzu le tomó una mano. Sin embargo, no la besó, le giró el brazo y examinó su muñeca.

–¿Qué haces?

–Buscar alguna grieta en tu armadura –murmuró él.

Tras un breve silencio él levantó la mirada cuando los camareros empezaron a desfilar.

–Estupendo, hora de comer.

Sus miradas se encontraron. La de él dulce y a la vez intensa, privándole a ella de toda respiración.

–Esperemos que la comida sea tan deliciosa como mi anfitriona –observó Vicenzu–. No recuerdo haber tenido tanta hambre jamás…

 

 

La comida resultó increíble. Siete platos acompañados de la música de un cuarteto de cuerda. Después se pronunciaron los discursos, y Claudia y Cesare inauguraron el tradicional baile.

Imma apenas se había dado cuenta de nada, ocupada intentando descifrar el enigma que era Vicenzu Trapani.

No le sorprendía que le gustara. Un hombre no conseguía la reputación que tenía él por nada. Y ella no era distinta al resto de mujeres en su reacción a sus encantos y exuberante belleza.

Pero aunque le habría gustado encontrarlo superficial, ligón y frívolo… cosa que sin duda era, tenía la sensación de haberlo juzgado mal.

Sobre todo en ese momento, mientras sus ojos buscaban a su madre al otro extremo de la mesa.

Imma echaba de menos a su madre, pero la pérdida de Vicenzu era mucho más reciente.

–Debe serte difícil –murmuró ella titubeante.

–¿Difícil? –él enarcó su perfecta ceja.

–Hoy. Sin tu padre. Sé que a papá le habría gustado que hubiera acudido antes a él.

El hermoso rostro de Vicenzu no se alteró, pero ella sintió cierta tensión.

–No es más difícil que cualquier otro día.

–Lo siento, Vicenzu… – Imma se sonrojó y deseó abofetearse a sí misma

–Llámame Vicè… y soy yo el que lo siente –él frunció el ceño–. Tienes razón. Es difícil no tenerlo aquí, pero soy un idiota.

–No eres idiota por echar de menos a tu padre. Yo echo de menos a mi madre cada día.

Estaban tan juntos que ella sentía su cálido aliento sobre la cara. Durante un minuto se miraron fijamente, hechizados por el nexo que parecían haber formado.

–Puede que no –Vicenzu le ofreció una mano–. Pero sería un idiota si no bailara al menos una vez contigo… suponiendo que quieras.

Imma sentía la boca seca y la sangre atronando en sus oídos. Cien pares de ojos la miraban, pero su mirada estaba fija en Vicenzu y, asintiendo lentamente, se levantó y aceptó su mano.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Vicè atrajo a Imma hacia sí, manteniendo su hermoso rostro inexpresivo. Todo formaba parte del plan. El primer paso hacia la gran seducción de Immacolata Buscetta.

Pero en su mente se había desencadenado una guerra entre el hombre que era y el que intentaba, y necesitaba, ser. «Entonces todo sigue igual», pensó irritado.

Por lo que había visto y oído, esperaba que fuera fría y reservada, digna hija de su padre.

El oscuro y recatado vestido reflejaba el deseo de ser tomada en serio, aunque fuera incapaz de ocultar sus largas y seductoras piernas.

Aunque llevaba los oscuros y largos cabellos pulcramente anudados en un moño en la nunca, se imaginó deslizando los dedos entre los sedosos mechones mientras los jugosos labios contradecían la desconfianza reflejada en los ojos verdes.

Era hermosa, y no solo con la fría y dura belleza que había anticipado. Y ese era el problema.

Había buscado un trabajo rápido y limpio, como un tiburón. Pero estaba resultando ser más difícil de lo previsto. Sobre todo con el suave y delicado cuerpo de Imma pegado al suyo.

Sintió una opresión en el pecho y, mirando de nuevo a su madre, deseó que fuera tan sencillo apartar la confusión que sentía en su interior.

«¿Podría hacerlo?». «¿Lo conseguiría?».

Eran preguntas que se hacía desde que Ciro y él se habían sentado en ese bar.

Ciro era su hermano y su mejor amigo. Se llevaban menos de un año y no recordaba haberlo visto nunca más pequeño, débil o lento que él. Seguramente porque nunca lo había sido.

Observó a su hermano, la mano sobre la cintura de Claudia, la mirada fija en ella. La viva imagen del esposo devoto. Y lo sería hasta que le comunicara a su esposa la verdad.

Y él iba a tener que hacerle lo mismo a Imma. Deseaba vengarse tanto como Ciro.

Cesare Buscetta había atormentado y humillado a Alessandro hasta su muerte. Tenía que pagar por sus crímenes y era el deber de Vicenzu que así fuera.

–Disculpa, Imma… –Ciro, con una tímida sonrisa en los labios, miró fugazmente a su hermano–. Es hora de que Claudia se cambie de ropa, y dijiste que la ayudarías…

Imma frunció el ceño con expresión aturdida, como si acabara de despertar de un sueño.

–Lo siento, claro que sí. ¿Te importa?

–¿Vicè? –Ciro también frunció el ceño–. Imma te está hablando.

–La he oído –Vicenzu suavizó el tono de voz y contempló a Imma hasta que vio colorearse las mejillas–. Me importa muchísimo, pero te perdonaré si vuelves enseguida.

Ella elevó el rostro y lo miró, y el pecho de Vicenzu se encogió dolorosamente. Iba a mantener su juramento, pero sería mucho más fácil si esos ojos fueran de otro color.

¿Por qué tenía que tener los ojos verdes? Y no solo verdes, sino del tono exacto del verde de las aceitunas Nocellara que crecían en la propiedad familiar. Aceitunas que él había ayudado a recoger. Aceitunas que su padre había cuidado y adorado casi tanto como a su familia.

Uno de sus primeros recuerdos era esa primera ocasión en que le había permitido acompañarlo a la cosecha. Orgulloso, le había mostrado a su padre su carga, y Alessandro ni siquiera había mencionado que la fruta recogida era demasiado pequeña y no lo bastante madura.

Y así había sido toda su vida. Su padre encubriendo sus errores, nunca teniéndolos en cuenta, siempre dándole otra oportunidad.

¿Cuándo había empezado? ¿En el colegio cuando se había metido en un lío por dar consejos sobre cómo besar a las chicas a cambio de los deberes? ¿O cuando se había emborrachado y conducido un tractor por el olivar? Había destrozado el tractor y algunos de los árboles más viejos de la propiedad, pero, como siempre, Alessandro solo había sacudido la cabeza.

Si su padre le hubiese contado la verdad sobre Buscetta, habría podido ayudar. Habría sido su oportunidad. Ya no era un niño y no necesitaba que lo protegieran de la verdad.

Pero Alessandro se había guardado sus preocupaciones, financieras y de salud. Por eso Ciro insistía en vengarse de Buscetta.

A diferencia de él, su hermano siempre había sido un triunfador, mucho más que su padre, y el que Alessandro no hubiese confiado sus problemas a su hijo menor lo había enfurecido.

En realidad, su padre no había querido confiar en un hijo y en el otro no. De modo que se había sacrificado para que Vicenzu no se sintiera un inepto.

–¿Qué tal va todo?

–Bien, creo –contestó él mientras recogía un cestillo tradicional de una mesa cercana.

Su madre todavía conservaba el de su propia boda. Cinco peladillas de colores, recuerdo de que el matrimonio era a la vez dulce y amargo, y cinco deseos para los nuevos esposos. Salud, dinero, felicidad, hijos y una larga vida.

Y gracias a Buscetta, los deseos de sus padres se habían marchitado.

Percibió la impaciencia de Ciro incluso antes de oír su voz.

–¿Crees? ¿Qué significa eso?

Vicenzu sintió una punzada de irritación y envidia. Claudia era la hermana más fácil de seducir. Más joven, extremadamente ingenua y claramente nacida para el matrimonio. Ciro solo había tenido que superar a su monstruoso padre. Y Cesare le había desplegado la alfombra roja.

Su hermano cumplía todos los requisitos, mientras que Vicenzu simplemente poseía un hotel. Quizás el hotel más famoso de occidente, en parte santuario, en parte guarida para su exclusiva clientela amante del desenfreno, pero…

–¡Vicè! –la voz de su hermano lo devolvió al presente–. Pensaba que la seducción era tu fuerte.

–Y lo es –él se volvió hacia su hermano sin saber si golpearlo o abrazarlo. Como de costumbre, eligió el camino más fácil–. Scialla, relájate, Ciro –lo abrazó–. Festina lente, hermano.

–No hay tiempo para relajarse… Vicè –contestó irritado su hermano–. Acordamos…

–Sí, y lo estoy cumpliendo.

–Pues hazlo más deprisa. No quiero seguir con este matrimonio más de lo necesario.

–Lo sé.

–Escucha –Ciro le sostuvo la mirada–, las mujeres matan por ti. Immacolata Buscetta hará lo mismo. Hazlo por mamá y papá, y todo volverá a ser como antes.

Solo que jamás lo sería.

Aunque vengaran a su padre, nada le devolvería la vida.

–Creo que papá no aprobaría esto –observó.

–Puede –contestó Ciro–, pero no le podemos preguntar. Y, ¿por qué no podemos hacerlo?

El dolor, agudo y humillante, fue lo que Vicenzu necesitó.

Había roto muchas promesas en su vida, pero esa iba a mantenerla.

 

 

Ya era de noche cuando Ciro y Claudia se marcharon.

–Cuidará de ella, ¿verdad?

Vicè estaba al lado de Imma junto a la carpa. La mayoría de los invitados habían regresado al interior, pero Imma había querido esperar hasta que el coche desapareciera.

–Por supuesto –mintió, sintiendo una oleada de anticipación. Estaba muy cerca.

–No hace falta que te quedes conmigo –ella asintió sin apartar la vista del coche que se alejaba–. Será una tontería, pero es la primera vez que se va sin mí.

–Quiero quedarme –él titubeó–. No querría estar en otro lugar –le tomó una mano–. Contigo.

Imma se cerró el echarpe. Vicenzu habría apostado su última peladilla a que intentaba disimular cuánto le habían excitado sus palabras.

–No creo que nos conozcamos lo suficiente como para que digas eso.

–Pues conozcámonos –Vicenzu respiró hondo–. Vayamos a algún lugar más tranquilo.

Ella lo miró, los ojos verdes llenos de confusión y curiosidad. Vicè se puso duro.

–Sé que es repentino –él asintió–, y pensarás que esto es normal en mí. Pero no. Normalmente busco divertirme… Pero contigo no.

Imma se mordió el labio, y él pensó que se había pasado.

–Olvídalo –continuó rápidamente–. Debo estar loco por sugerirlo…

–Desde luego –ella asintió–. Aunque quizá ya sea hora de que yo también haga alguna locura.

El corazón de Vicenzu falló un latido. No podía creerse que accediera.

–Primero debería despedirme de papá…

–¡No! –exclamó él–. Por favor no vuelvas a entrar –no podía permitir que hablara con Buscetta–. Mi coche espera. Podrás llamarlo camino del aeropuerto.

Ella lo miró fijamente y sonrió.

–O podríamos llevarnos el helicóptero de mi padre…

 

 

Vicenzu se reclinó en el asiento de cuero y respiró lentamente. El helicóptero Buscetta se elevaba, las aspas agitando el confeti.

No se lo podía creer.

Que Imma hubiese accedido a su impulsiva sugerencia ya era suficiente, pero que hubiese requisado el helicóptero de su padre parecía demasiado descabellado para ser verdad.

Imma se volvió sonriente hacia él, los ojos brillantes de excitación y placer por su papel en la aventura, y él sintió que su corazón daba un brinco.

–¿Llegaremos con esto al continente? –recordando que debía seducirla, se llevó la mano de Imma a los labios.

–¿Al continente?

Buscetta jamás aprobaría que Vicenzu cortejara a Imma. Además, que el segundo hermano se enamorara de la otra hija era tan improbable que resultaría sospechoso. Lo mejor sería presentarle los hechos consumados.

Vicè no solía seducir a las mujeres de forma consciente… sucedía sin más. No sabía cómo reproducir el proceso a sangre fría y por eso lo había dejado hasta el último momento.

Su idea era seducir a Imma y luego aprovechar su reputación como ventaja para casarse. El plan jamás funcionaría si la aventura se mantenía íntima, y por eso tenía que ser pública.

¿Y qué lugar había más público que un hotel repleto de celebridades acompañadas de los habituales fotógrafos?

–Creía que íbamos a mi sitio.

–¿Al Dolce Vita? –ella parecía confusa–. Pensé que querías algo íntimo.

«Buen punto.», pensó él.

Era un error de principiante, y él no era principiante. Como había observado Ciro, se suponía que era su especialidad.

–Es verdad –contestó él–. Mi hotel no es una opción, pero desde que te vi entrar en esa iglesia he sido incapaz de pensar con cordura.

Ella se mordió el labio y Vicenzu sintió que el corazón se golpeaba contra las costillas.

–Supongo que habrás pensado en algo.

Vicenzu sintió que Imma entrelazaba los dedos con los de él. Lo suyo no era hacer manitas, pero sus padres siempre lo habían hecho, y su pecho volvió a encogerse al recordar a su madre sentada sola en la boda.

–¿Y adónde vamos? –preguntó.

Sin duda Imma tendría algún hotel tranquilo e íntimo en mente. Serían discretos hasta que ella estuviera comiendo de su mano y entonces daría el soplo a los paparazis.

–Papá tiene una villa en Pantelleria…

–Ya… –Vicenzu asintió sonriente–. ¿Y a tu padre le parecerá bien?

–La compró como una especie de refugio, para alejarse del trabajo, pero no se le da bien entregar las riendas y nunca va allí –ella titubeó–. A Claudia y a mí nos encanta. Es preciosa… y muy íntima. Pero si has cambiado de idea, puedo decirle a Marco…

Estaban lo suficientemente cerca como para que él sintiera los pequeños y firmes pechos a través de su propia camisa, y los pequeños estremecimientos de anticipación. Seducirla en una isla remota, propiedad de Buscetta, no era lo ideal, pero no quería dinamitar ese momento.

Contempló el pulso que latía errático en la hermosa garganta y se puso duro por segunda vez.

–Nada ha cambiado.

Necesitaba hacer desaparecer cualquier indecisión en ella, y recurrió a lo primero que pasó por su mente. Agachó la cabeza y la besó.

Durante un breve instante ella se tensó, y luego sus labios se abrieron. Vicenzu acercó los suyos, seduciéndola con el ardiente susurro de su boca, despertando sus sentidos, saboreándola mientras recordaba que la odiaba. Culpable por asociación.

Pero cuando ella gimió y se movió contra él, la lengua abriéndose paso entre sus labios, Vicenzu sintió un golpe ardiente y poderoso de hambre.

El aroma de Imma lo envolvió y, respirando entrecortadamente, emitió un incoherente sonido contra su boca, estupefacto por la fuerza de sus deseos.

–¿Señorita Buscetta?

Imma se apartó bruscamente y sus miradas se fundieron aturdidas por la voz del piloto.

–Aterrizaremos en cinco minutos.

–Gracias, Marco –contestó ella pulsando el intercomunicador con una mano temblorosa.

Vicenzu respiró agitadamente, sorprendido por la reacción de Imma, anonadado por la suya propia. Había deseado mucho más que su boca y seguía deseándolo.

–Imma…

Los ojos verdes, muy abiertos y sorprendidos, se deslizaron sobre su rostro. Tenía las mejillas sonrosadas de deseo, o vergüenza, o ambos.

–Lo siento –él soltó un juramento para sus adentros–. No esperaba… No era mi intención.

Lo que realmente no había esperado era que ella fuera tan receptiva, tan feroz, tan dulce, tan todo lo que siempre había querido en una mujer.

¿Cómo podía ser? Se suponía que la debía seducir solo para vengar a su familia.

Ella se apartó, soltándole la mano. Vicenzu la observó con el corazón acelerado.

–Por favor –ella frunció los hermosos y suaves labios–. No quiero oírlo.

–¿Oír qué?

Estaba pálida y rígida, como si se preparara para recibir malas noticias.

–Ya lo he oído otras veces –contestó ella–. Déjame adivinar. Te preocupa que todo vaya demasiado deprisa. O puede que me respetes demasiado… esa nunca falla.

–No entiendo –Vicenzu frunció el ceño.

–Ya sabes –ella lo ignoró–. Pensé que eras diferente, pero eres como todos los demás –su voz tenía un marcado tono de amargura–. Siento haber consumido su tiempo, signor Trapani. Podrá regresar a su precioso hotel y encantadora vida en cuanto le diga a Marco adónde quiere ir.

El helicóptero aterrizó con una ligera sacudida y antes de que él tuviera la ocasión de responder, Imma se quitó el cinturón y salió del habitáculo.

Él se la quedó mirando, furioso y espantado, antes de seguirla. Tuvo que correr para alcanzarla.

Nunca había corrido tras una mujer, y su irritación aumentaba con cada paso.

–¡Imma!

Ella continuó caminando y él la agarró del brazo y la hizo girar.

–¿A qué viene todo eso? Yo solo dije…

–Ya te oí –ella entornó los ojos y se soltó el brazo.

Viendo cómo temblaban sus labios, Vicè sintió un nudo en la garganta. Estaba furiosa.

–Escucha, lo entiendo. Era una boda. Te aburrías, o sentías curiosidad, pero tengo sentimientos y estoy harta de que jueguen conmigo –Imma lo fulminó con la mirada–. Supongo que debería dar gracias de que al menos un hermano Trapani tenga convicciones.

Vicenzu encajó la mandíbula. Era habitual que lo compararan con Ciro, para mal, y no solía reaccionar ante ello. Pero la crítica de Imma, cortante y mordaz, lo irritó.

–¿Y eso significa…?

–Que, a diferencia de ti, Ciro no tiene miedo de mi padre.

 

 

Imma sintió náuseas. No había sido su intención pronunciarlas en voz alta, pero no tenía sentido seguir con esa farsa.

Lo peor era que, durante unas horas, había empezado a soñar, a pensar que Vicè era diferente, que, como Claudia, había conocido a un hombre preparado para mantenerse a su lado.

Y no cualquier hombre, uno excepcional. Frío, glamuroso, con un una sonrisa que despertaba sus anhelos y una boca…

Recordó su desinhibida respuesta al beso y sintió aumentar la temperatura. No era la primera vez que besaba a un hombre. Era la cuarta. Pero el beso de Vicè había sido distinto a todos y, si Marco no la hubiera interrumpido, habría seguido besándolo.

La sensación había sido tan buena… aunque no lo suficiente para que él quisiera continuar.

Se aferró a su enfado mientras él se acercaba, mirándola con los volcánicos ojos entornados.

–¿Asustado? ¿De tu padre? Te diré algo. Siento muchas cosas por tu padre, pero miedo no.

El despreocupado y atractivo playboy había desaparecido.

–Pensé que habías cambiado de idea –toda la ira de Imma desapareció–. Como todos los demás.

–Me entró el pánico –admitió él con respiración entrecortada.

La oscura mirada encontró la de Imma, y el calor que desprendió fue como una sacudida.

–Pero no porque quisiera echarme atrás. Pensé que me había pasado –Vicenzu dudó antes de tomarle una mano y atraerla hacia sí–. Lo dije en serio. Quiero conocerte mejor.

Imma sintió que el pulso se le aceleraba.

–Y si tú todavía lo deseas, no permitiré que nada ni nadie, incluyendo tu padre, impida que suceda. ¿Me entiendes?

El corazón de Imma estaba aplastado contra sus costillas. Eran las palabras que siempre había deseado oír y, sobre todo, eran claramente ciertas.

Imma asintió lentamente y se dejó abrazar.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

Quiénes son los demás?

Imma miró a Vicenzu y frunció el ceño. Estaban bebiendo vino en la terraza junto a la piscina.

Al verlo estirar distraídamente las largas piernas, sintió un nudo en el estómago. Era tan perfecto, con sus oscuros ojos de poeta y esa elegancia felina…

Miró a lo lejos. Mala idea. Seguramente Marianna, la asistenta, había encendido velas y las llamas hacían que las curvas del rostro de Vicenzu resultaran más peligrosamente atractivas.

–¿Los demás?

–Dijiste que yo había cambiado de idea… como los demás –Vicenzu la miró fijamente.

–Ah, eso –Imma sintió un cosquilleo por la espalda–. No era nada.

¿Cómo podría entenderlo alguien como él? Pero él no apartaba la mirada.

–Mis citas eran estupendas… hasta que descubrían quién era mi padre. Entonces…

–Entiendo –susurró él.

–Papá tiene una fama –ella asintió–. Amigos en los bajos fondos. Habrás leído cosas.

–Estoy demasiado ocupado leyendo sobre mí mismo –él sacudió la cabeza–. Escucha –le tomó una mano–. Lo que no averiguan, se lo inventan.

La voz era suave, pero la oscura mirada le aceleraba el pulso. Era todo lo que ella deseaba, lo que ella temía. Atractivo. Seguro.

–Esos hombres no tenían derecho a juzgarte, cara –él le apretó una mano–. Leen cosas sobre ti y creen que te conocen. Pero no es así.

Imma recordó lo que había leído sobre él y sintió una punzada de culpabilidad. ¿Cómo podía quejarse de ser juzgada cuando hacía exactamente lo mismo con él?

–Tampoco te conocen –puntualizó ella–. Al verdadero tú. Divertido y listo, amable y dulce…

Vicè se echó hacia atrás, entre sorprendido y divertido.

–Esto no ha sido buena idea –Imma frunció el ceño–. Le diré a Marco que te lleve al hotel…

–Cara, olvida mi hotel… –Vicenzu la atrajo hacia sí y sonrió–. Tú eres la dulzura en mi vida.

A Imma le gustaba muchísimo Vicenzu… y casi lo había estropeado con sus estúpidas acusaciones. Todo era nuevo y diferente. Ella era diferente con él. Impulsiva, abierta. Osada.

Pero no lo suficiente como para enfrentarse a su padre. Al imaginarse el estallido de Cesare, se estremeció. Había abandonado la boda y se había marchado con Vicè a la isla.

–¿Cuánto se enfadará?

–¿Cómo sabías en qué estaba pensando?

–Lo he adivinado –él suspiró–. Vamos, entremos. Necesitas algo más que vino.

Entraron y él sirvió dos copas de grappa, pasándole una mientras se sentaba a su lado en el sofá.

–Tengo la sensación de que esto es culpa mía. ¿Por qué no lo llamo? Le explicaré…

–De ninguna manera –ella sacudió la cabeza. Nada enfadaría más a Cesare.

–No le tengo miedo, Imma –Vicenzu le acarició una mejilla con ternura–. ¿Y tú?

–Claro que no –Imma sacudió la cabeza–. Es que a papá no le gustan las sorpresas. Tiene planes para mí. Quiere que yo dirija el negocio de tu padre.

–Y tú no quieres.

Era una afirmación, no una pregunta.

–Sí quiero. Es una empresa estupenda, y lo menos que puedo hacer por papá.

A su padre iba a darle un ataque, pero lo que ella más temía eran las consecuencias. Cesare quería que ella se casara bien, y por «bien», se refería a un hombre de edad parecida a la suya, cuya fortuna equivaliese al producto interior bruto de algún pequeño país.

El amor no entraba en la ecuación.

Imma no podía defraudar a su padre.

Solo quería una noche.

Una experiencia que recordar para siempre, ayudarle a superar un matrimonio impuesto.

Esa noche quería descubrir sus propias necesidades y deseos, ser el artífice del significativo, cambio de la protegida virgen a la mujer que hubiese experimentado la pasión.

Su cuerpo vibraba de miedo y deseo. Miedo de perdérselo. Miedo de ceder a sus deseos.

Su deseo por Vicè era como un tornado en su interior, poniendo todo patas arriba en su camino hasta que su piel apenas pudo contener su cuerpo.

Su padre iba a castigarla con dureza. ¿No era motivo para asegurarse de que valiera la pena? ¿Y qué valía más que tu primer amante?

Podría ser su última oportunidad de elegir, y elegía a Vicè. Porque era atractivo, encantador y, sobre todo, porque confiaba en él.

–Pero también quiero estar contigo –añadió lentamente–. Y me da igual si se enfada conmigo.

–No hay motivo para enfadarse –él le sostuvo la mirada–. No ha pasado nada.

–No ha pasado nada… todavía –Imma respiró hondo.

El deseo que sentía por él ardía como una llama. Y solo él podía apagar el fuego.

–¿Insinúas que quieres que pase algo? –preguntó él.

La oscura mirada estaba fija en el rostro de Imma, como si intentara leer su mente.

–Sí –Imma asintió–. Eso es.

Sonaba demasiado formal, pero su cuerpo ardía de esperanza, necesidad y anticipación. Y miedo al rechazo.

–Pero tengo miedo.

–¿De ser lastimada? –él sonrió–. Es un riesgo, y supongo que lo es más con alguien como yo… con mi historial –se puso serio–. Pero si te hace sentir mejor, creo que soy yo el que está en peligro. Me haces sentir cosas que no he sentido jamás, desear cosas que no he deseado antes…

Imma sintió erizarse el vello de los brazos, tensarse los pechos. Siempre habían tomado las decisiones por ella. Pero esa noche, Vicè sería suyo, solo suyo.

–Yo también las deseo –susurró ella–. Te deseo a ti.

Vicenzu podría elegir a cualquier mujer. ¿Iba a querer a alguien tan inexperta y torpe?

Durante un instante se le ocurrió contarle la verdad. Pero ¿y si cambiaba todo?

Sería un playboy, pero también era siciliano. ¿Y si bajo ese postureo habitaba la vieja actitud siciliana sobre tomar la virginidad de una mujer? ¿Y si se echaba atrás?

Estar allí con él era pura fantasía, y sacar el tema de su virginidad introduciría una fría realidad a la que no quería enfrentarse aún.

–¿Vamos a algún sitio más íntimo? –susurró ella.

 

 

Vicenzu la contempló en silencio, el pulso acelerado, la palabra repitiéndose en su cabeza.

Íntimo.

Le hacía pensar en luces tenues, risas suaves y cuerpos desnudos.

Y cuando ella se mordió el labio, se puso duro como el granito.

–Imma, ¿estás segura? –él le sostuvo la mirada–. No quiero que pienses que estoy aquí por eso.

–No lo creo –ella sacudió la cabeza.

Imma lo miraba fijamente, sin expresión, pero se percibía la nota de nerviosismo en su voz. Era evidente que estaba asustada.

Imma tenía las mejillas sonrojadas. Vicenzu observó su rostro y el brillo de su mirada. Tenía que controlarse, tomarlo con calma, sin permitir que su belleza interfiriera en lo que sucedía.

–No me importa esperar, cara. Bueno, quizás sí –hizo una mueca–. Voy a sufrir…

Ella soltó una carcajada y él casi olvidó por qué estaba allí. El sonido era precioso y Vicenzu solo quería volver a hacerle reír.

Pero cuando Imma se levantó y le tomó una mano, se le quedó la mente en blanco.

 

 

–Voy a refrescarme.

En el dormitorio, Imma sonaba más nerviosa. Vicenzu la besó delicadamente en los labios.

–Buena idea, aquí te espero. Tómate el tiempo que necesites.

En realidad era él el que necesitaba tiempo, distanciarse de Imma, de lo contrario…

Cuando la puerta se cerró, se desabrochó la camisa y, frunciendo el ceño, sacó la billetera. Comprobaba que llevaba preservativos cuando vio un mensaje de voz de Ciro:

–«Vicenzu, soy yo. Escucha, no podré seguir mucho más tiempo. He cumplido con mi parte. Hoy me va a entregar las escrituras de la casa. Necesitas hacer tu parte, y deprisa. Lo que sea para recuperar el negocio. Porque no sé cuánto tiempo más podré seguir fingiendo».

Vicenzu pensó en el nerviosismo de Imma. Y recordó a su madre sentada sola en la boda.

Recuperar el negocio y el hogar familiar haría mucho por devolverle la sonrisa, mientras borraba la de Buscetta.

Su madre diría que dos errores no hacían un acierto. Era verdad. En esa ocasión dos errores harían dos aciertos.

Al oír abrirse la puerta del baño, le envió un rápido mensaje a Ciro. Levantó la mirada… y quedó sin aliento.

Imma estaba en la puerta, los largos y oscuros cabellos sueltos sobre los hombros desnudos.

En realidad estaba totalmente desnuda salvo por unas diminutas braguitas de raso color crema.

Su cuerpo se endureció, hipnotizado por esos pequeños y redondeados pechos de pezones rosados. Su piel era del color del más puro aceite de oliva, y al mirarla sintió una opresión en el pecho. Había una vulnerabilidad en Imma que tenía todo y nada que ver con el sexo.

Olvidó el pacto con Ciro. Olvidó su ira, dolor y sensación de culpabilidad, todo lo que le había llevado a esa habitación, arrastrado por una necesidad como jamás había experimentado.

Ella dio un paso al frente y alargó una mano para tocarlo.

–Espera –la detuvo él con delicadeza–. Déjame mirarte primero.

Imma levantó la mirada mientras él absorbía su belleza.

–No seas tímida –Vicenzu se acercó a ella y le acarició la mejilla–. Eres preciosa.

–Y tú hermoso.

Ella le acarició el torso, y encendió una llamarada en el interior de Vicenzu, los cálidos dedos provocando descargas sobre su piel. Se inclinó hacia delante y rozó ligeramente los labios de Imma con los suyos, deslizando una mano entre sus cabellos.

Sus miradas se fundieron. Tomándolo de la mano, ella lo condujo hasta la cama.

Vicenzu se desnudó y se tumbó a su lado. Deslizó una mano por su brazo y ella se estremeció.

 

 

–¿Estás segura?

Imma nunca había estado tan segura. Su cuerpo clamaba por él.

Pero cuando se acercó más, sintió una oleada de pánico. De cerca y desnudo, parecía aún más inmenso y la erección era más grande de lo que había imaginado.

No iba a funcionar. Vicè tenía muchísima experiencia. Era un experto en todas las maneras de hacer el amor y estaría acostumbrado a amantes experimentadas. Ella no sabía nada.

–Sí, estoy segura. ¿Y tú?

–¿Que si estoy seguro? –él pareció reflexionar sobre la pregunta–. Sí, claro.

Deslizó una mano sobre la cadera de Imma, que sintió un cosquilleo en la piel.

–Siempre que me respetes por la mañana… –añadió Vicenzu.

Imma se echó a reír.

–Dime qué te apetece –continuó él con voz cálida de deseo–. Qué te gusta.

Ella no tenía ni idea de qué le gustaba. No sabía por dónde empezar, cómo terminaría.

–Me gusta esto… –deslizó un dedo sobre la mandíbula de Vicenzu–. Y esto… –le tocó el torso–. Y esto –aplastó la mano sobre el vello del estómago.

–A mí también me gusta –respondió él, la mirada ardiente mientras se inclinaba para besarla.

Imma se relajó hasta olvidar sus dudas, el pasado de él, todo salvo la sensación de su boca, el calor de su piel, y el deseo reflejado en los oscuros ojos.

Vicenzu tomó los pechos con las manos ahuecadas y acarició cada pezón con el pulgar antes de hacerlo con la boca, el cálido aliento provocando oleadas de deseo por el cuerpo de Imma.

Ella arqueó la espalda y se apretó contra él, deseando más. Vicenzu deslizó los dedos por su piel en unas lentas caricias que le arrancaron gemidos de necesidad.

¿Sería así su noche de bodas? ¿Su esposo le haría sentirse así? Ese hombre sin nombre que aún no había sido elegido. Imma respiró hondo, luchando contra el pánico, y lo sintió detenerse.

–Cara… –Vicenzu se apartó ligeramente–. ¿Está todo bien? ¿Quieres que pare?

–No –ella aplastó las manos contra su torso–. No quiero que pares. Por favor, no pares.

No podía admitir la verdad, que quería que él fuese ese hombre sin nombre. Su esposo.

Vicenzu deslizó una mano por el exterior de la pierna de Imma y luego entre los muslos. Ella se estremeció y levantó las caderas buscándolo, pidiéndole que le aliviara el dolor.

 

 

–Tu piel es como la seda –murmuró Vicè. Moldeó su cuerpo contra el suyo, encontró sus labios y sintió la mano de Imma cerrarse en torno a la pesada erección.

–Aún no –la empujó delicadamente contra la cama y la besó apasionadamente–. Esto es para ti.

Deslizó las braguitas por las piernas de Imma, que quedó completamente desnuda.

–Mírame –la animó.

Imma le clavó la mirada y a Vicenzu se le aceleró el pulso.

Con la respiración entrecortada deslizó la lengua sobre el rostro de Imma, sobre el contorno de los labios, besando los pómulos antes de posar la boca contra su garganta, sobre el pulso que latía alocado bajo la suave piel, moviéndose con deliberada y sensual lentitud hacia los pechos.

Ella hundió las manos entre sus cabellos y presionó la cabeza de Vicenzu contra su pezón, gimiendo suavemente mientras arqueaba el cuerpo.

Vicenzu intentaba centrarse, despegarse, pero ella era tan hermosa y ansiosa, su respuesta tan fuerte, que no pudo evitar corresponderla con un deseo febril.

Imma tenía los pezones tensos, y él chupó primero uno y luego el otro, mordisqueando las inflamadas puntas. La erección era tan fuerte que estaba casi horizontal.

Vicenzu volvió a buscar la boca de Imma mientras deslizaba la mano hasta el triángulo de rizos para calibrar la ardiente humedad entre los muslos.

 

 

La cabeza de Imma daba vueltas. Jamás había sentido nada así. Los dedos de Vicenzu se movían en su interior, el pulgar acariciaba el clítoris, provocándole temblores por toda su piel.

Ella se estremeció y se movió contra la caricia, deseando, necesitando más para llenar el doloroso vacío en su interior.

–Me estás matando –aseguró él con voz ronca.

Imma volvió a alargar una mano hacia la entrepierna y en esa ocasión él no la detuvo. Cuando sus dedos se cerraron en torno a la dura e inflamada longitud, Vicenzu gimió.

–Ti voglio –susurró ella–. Quiero sentirte dentro. Ti prego.

Él apretó los dientes y alargó una mano hacia la mesilla de noche. Imma oyó rasgarse algo y lo observó colocarse un preservativo.

De repente ella sintió la cabeza de la erección abriéndose paso entre sus muslos.

Era demasiado grande. Jamás entraría. Imma apoyó las manos contra el torso y él se detuvo.

–Está bien –murmuró–. Tómate tu tiempo. Necesitas acomodarte a mí.

La voz de Vicenzu la calmó, pero fue la expresión en su rostro lo que hizo que Imma empezara a moverse.

Respiró hondo y separó más las piernas, arqueándose hacia arriba, buscando algo que no entendía, algo fuera de su alcance, algo que calmara el insistente clamor de su cuerpo.

Vicenzu se movía sobre ella frotando la erección contra su clítoris. Ella quería sentirlo entero dentro de ella y levantó las caderas mientras él se hundía en su interior.

De repente Vicenzu se detuvo. No queriendo que sospechara de su virginidad, Imma empezó a moverse contra él mientras intentaba regular la respiración a medida que su cuerpo se estiraba.

Estaba totalmente dentro de ella. Cuando Vicenzu aumentó el ritmo, ella sintió acelerársele el pulso.

Imma jadeaba. Músculos que ni siquiera sabía que tenía se estiraban, desgarrándose, mientras ella se agarraba a los hombros de Vicenzu y todo su cuerpo estallaba en una oleada de placer tan intensa que casi le hizo llorar.

Vicenzu se hundía en su interior, encajando su cuerpo contra el suyo mientras se tensaba y se estremecía impotente contra ella.

–Sei bellissima –susurró él mientras murmuraba su nombre.

–¿Te ha parecido bien? –Imma sonrió, de repente tímida.

–¿Que si me ha parecido bien? –él rio–. Nunca me lo han preguntado. Más que bien, cara.

–No sabía que podría ser así –observó ella.

¿Cómo habría podido imaginarse que un placer tan embriagador estuviera al alcance de su mano?

–¿Y cómo ha sido hasta ahora?

El corazón de Imma dio un brinco. Podría mentir, pero ya estaba hecho. Habían hecho el amor.

–De ninguna manera –ella respiró hondo–. Tú eres mi primer… mi primer amante.

 

 

Su primer amante.

Vicè la miró en silencio, mudo de la impresión y la incredulidad.

Era virgen.

No le habría impresionado más si le hubiera arrojado un cubo de agua helada a la cara.

La cabeza le daba vueltas. Con esfuerzo, revivió los minutos que acababan de vivir.

Al introducirse en ella, su primera vez, la había notado tensa, le había parecido dubitativa.

Pero lo había achacado a los nervios por practicar sexo con alguien nuevo.

Se sentía frustrado por no darse cuenta, culpable por no haber ido más despacio, y lo habría hecho de haberlo sabido. También estaba enfadado, con Ciro por colocarle en esa situación, pero sobre todo con Imma.

¿Por qué no le había dicho nada?

Ya no podía hacer nada. No existía ningún conjuro para deshacerlo.

–¿Lo soy? –Vicenzu frunció el ceño–. Lo siento, pensé… como fuiste a la universidad…

–No vivía en una residencia –contestó ella–. Mi padre me compró un apartamento e insistió en que mis guardaespaldas me acompañaran a todas partes.

–Entonces, esos otros que mencionaste, ¿no…?

–¿Algún problema? –Imma sacudió la cabeza.

–Al contrario –él sacudió la cabeza. Tenía que solucionarlo, y rápido, o todo se iría al traste–. No puedo creer que diga esto, pero me gusta ser tu primero.

Imma lo miró fijamente, el pulso acelerado.

–En realidad, me da un poco de vergüenza lo feliz que soy –añadió él.

 

 

El estómago de Imma se encogió y su cuerpo regresó a la vida cuando él la atrajo hacia sí.

–Imma –Vicè enterró el rostro en su cuello–, ¿crees que es posible enamorarse en un solo día?

–Sí –susurró ella mientras respiraba hondo.

–¿Y me darías el «sí quiero»? –él la miró fijamente.

–No hace falta que te cases conmigo –contestó ella temblorosa–. Fue mi decisión no decir nada. Debería haberte contado que era virgen…

–No quiero casarme contigo por eso.

Vicenzu la abrazó con más fuerza y ella supo que decía la verdad.

–Sé que parece una locura, pero tengo que casarme contigo… para mí no hay otra opción.

La poesía de las palabras inflamó el corazón de Imma y apenas podía hablar.

Volvieron a hacer el amor y después ella se durmió en sus brazos.

Seguían abrazados cuando despertó de madrugada y, durante unos segundos, permaneció tumbada de lado, observando a Vicenzu dormir.

No había palabras para describir cómo se sentía. Feliz, nunca lo había sido más, era una palabra demasiado pequeña y ordinaria para describir lo que acababa de suceder.

Era todo lo que había deseado para su primera vez. Él la había deseado por ella misma, igual que ella a él, y el deseo de Vicenzu le había hecho sentir sensual, segura, poderosa.

Se había enamorado perdidamente de Vicè y él sentía lo mismo… o no se habría declarado.

El corazón de Imma se estremeció.

Aunque no tuviera su experiencia, sabía lo suficiente. Un hombre como Vicè no proponía matrimonio tras cada encuentro sexual.

Su idea habría sido seducirla sin más. Ni se le habría ocurrido que podría enamorarse.

Imma lo miró y sintió un nudo en la garganta.

Era hermoso, magníficamente masculino, todo músculo y piel dorada, y había sido muy generoso. Al recordar cómo había sentido su cuerpo sobre el suyo, dentro de ella, se tensó.

Y de repente estaba ardiente y húmeda.

¿Y si lo despertaba?

Se sentía muy feliz. Lo único que faltaba para que fuera perfecto sería compartirlo con Claudia. Pero era demasiado pronto, y era la noche de bodas de su hermana.

Al otro lado de la habitación sonó su móvil. Saltó de la cama y lo agarró con el corazón henchido de felicidad. Era Claudia.

–¡Hola! –saludó mientras salía de puntillas de la habitación y cerraba la puerta–. Iba a…

–¡Oh, Immie! Ha sucedido algo terrible –la voz de Claudia era aguda y temblorosa.

–No llores, mia cara –el corazón de Imma falló un latido–. ¿Qué sucede? Cuéntamelo.

–Es todo mentira, Immie. No me ama.

–Pues claro que…

–No. Le oí hablar por teléfono cuando creía que yo no estaba…

–No puede ser –a Imma estuvo a punto de caérsele el móvil de la mano–. Ciro te ama.

–No es verdad, Immie. Se casó conmigo para vengarse de papá. Y Vicenzu planea hacer lo mismo contigo.

El suelo se movió y, por un instante, ella no pudo respirar.

No podía ser verdad. Claudia sin duda se había equivocado. Vicè nunca haría eso…

Pero cuando su hermana empezó a llorar, Imma supo que ya lo había hecho.

Capítulo 4

 

 

 

 

 

Vicè alargó una mano y sus ojos se abrieron de golpe…

La cama estaba vacía.

Se apoyó sobre un codo, con el pulso acelerado mientras oía el sonido del agua correr en el cuarto de baño. Debía estar duchándose.

Pero no era la idea de una Imma desnuda bajo el agua lo que le había acelerado el pulso sino la aguda comprensión de que había alargado una mano buscándola, a la hija de su enemigo.