E-Pack Bianca y Deseo agosto 2023 - Lela May Wight - E-Book

E-Pack Bianca y Deseo agosto 2023 E-Book

Lela May Wight

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Beschreibung

Pack 363 Unidos por un secreto Lela May Wight Cuando sus mundos chocaron… quedaron unidos para siempre. Flora Bick escapó por una vez de su meticulosamente ordenada vida y se dejó arrastrar por los desinhibidos besos de un desconocido. Abrumada con lo que había hecho, huyó de su cama y volvió a su segura existencia. Pero él la acababa de encontrar, y los dos descubrieron lo inimaginable: se había quedado embarazada. Tras exigir a Flora que le acompañara a Sicilia, Raffaele Russo le reveló que era un hombre inmensamente rico y que estaba decidido a que su hijo tuviera la estabilidad que él no había tenido nunca. Pero, de momento, su secreto seguía siendo estrictamente suyo, y les iba a unir mucho más que su omnipresente deseo. Todo por una herencia Anne Marsh ¿Podría aquella alianza salvar la reputación de Declan y causar el mayor escándalo de la vida de Charlotte? Para salvar su herencia, Declan Masterson tenía que lavar su imagen de hombre mujeriego cuanto antes y participar en una regata benéfica con Charlotte Palsgrave, que era una mujer de buena reputación, podía ser el primer paso, aunque a ella no le cayese bien. Charlotte pertenecía a una familia muy conocida y nunca se había visto involucrada en un escándalo, o eso pensaba él… Al principio casi no se hablaban, y navegar juntos era todo un reto, entonces, para rematar, Declan sugirió que Charlotte se prestase a un cambio de imagen, pero cuando naufragaron descubrieron lo mucho que podían llegar a atraerse los polos opuestos.

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www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

E-pack Bianca y Deseo, n.º 363 - agosto 2023

 

I.S.B.N.: 978-84-1180-373-1

Índice

 

Créditos

 

Unidos por un secreto

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

Todo por una herencia

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Capítulo Diecisiete

Capítulo Dieciocho

Capítulo Diecinueve

Capítulo Veinte

Capítulo Veintiuno

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

TODA su vida, toda su historia, había desaparecido.

Flora Bick se quedó mirando el documento que tenía entre las manos. Ciento veintiséis páginas de información redactada, línea tras línea, en negro sobre blanco.

Era consciente del riesgo que corría. El consejero la había preparado para eso, para la primera vez que viajaba a la gran nube de humo sin sus padres: Londres, una ciudad que siempre le había parecido terriblemente alejada de la vida que llevaba en Devon. Pero ni estaba preparada para sentir esa punzada en su pecho ni para que el corazón se le encogiera de ese modo.

No esperaba el dolor.

Y era dolor, desde luego. Algo que estalló en su interior, dejando un enorme cráter vacío. Salvo porque no estaba vacío, sino lleno de cosas que no reconocía, que no sabía dónde colocar. Era una sensación tensa, opresiva, asfixiante.

Sentada en el borde de la cama, pasó a la primera página de su informe de adopción con dedos temblorosos.

Lo que vio era una narración cronológica de su vida anterior a la granja, antes de que dos desconocidos la reclamaran como hija suya. Pero era hija de otras personas, ¿no? Se había tenido que romper un tobillo para descubrirlo, para averiguar que sus padres y ella no estaban biológicamente relacionados.

Y le dolía.

Las mentiras le dolían.

¡Veintiún años de mentiras!

Su primer impulso fue el de salir corriendo. Pero ¿adónde podía ir? Al final, había despreciado la reserva que habían hecho sus padres en un hotel tan razonablemente barato como cercano a la estación y había elegido uno de puertas doradas y porteros con guantes y sombreros blancos, que se prestaron a llevarle su harapienta mochila.

Aunque solo fuera por un día o, más bien, por una noche, quería probar un mundo que no se pareciera nada al suyo. Quería probar la vida que quizá habría tenido en otras circunstancias, la vida que ni siquiera se había planteado hasta que abrió aquel informe. Y, por supuesto, quería leerlo en una habitación como esa.

El techo era alto, con molduras y una lámpara de araña de refulgentes cristales. La amplia cama de roble, cubierta de mantas asombrosamente suaves, casi ocupaba la totalidad de la habitación; y, cuando se tumbó en ella, el colchón ni siquiera cedió bajo su peso: aceptó su cuerpo con algo parecido a un abrazo y acarició su piel con el más dulce de los contactos.

Flora apoyó la cabeza en la montaña de cojines y se quedó admirando las vistas.

Ahora, sus ojos estaban clavados en los balcones. Al llegar a la habitación, había descorrido las pesadas cortinas azules con motivos dorados y había abierto las puertas, que daban a un balcón de hierro forjado y al propio paisaje.

El horizonte de Londres, de la gran ciudad, del lugar donde había nacido; del sitio donde había descubierto la verdad sobre sí misma, tras recoger su informe de adopción en la sede de una institución pública. Se había visto obligada a hacer una petición especial para que no se lo enviaran por correo, porque sabía que cabía la posibilidad de que nunca lo recibiera. Estaba convencida de que sus padres lo habrían interceptado antes.

Se había esforzado más con ellos de lo que nunca se había esforzado por nada. Para que le aflojaran las riendas; para estar en la capital, con sus luces de colores y sus edificios que tocaban el cielo; para alejarse de la granja, de ellos y de sus expectativas.

No había querido que las personas que la habían criado suavizaran el impacto. Su vida había sido como servir manzanas ácidas: pelar la pungente piel, quitar el centro, cortarla en trocitos pequeños para su consumo y cubrirlos de azúcar. Y se había cansado de que endulzaran lo desagradable, intentando facilitarle las cosas.

Ahora entendía que hubieran sido tan agobiantemente protectores con ella y, sobre todo, que jamás le permitieran tomar sus propias decisiones. No podían permitirlo, porque sabían que desconocía una información fundamental.

Además, ahora estaba preocupada por la potente medicación que le habían dado para el tobillo roto. Con su historial, podía ser un factor de riesgo. Su genética, su posible personalidad adictiva, sus compulsiones.

Como lo de comprar el vestido.

No se había podido resistir. Ni con el vestido ni con el hotel.

Se miró sus brazos desnudos y sus hombros embutidos en la ajustada prenda de color verde esmeralda. Nunca había tenido nada tan bonito. Nunca había tenido la oportunidad. Y no se lo había comprado solo porque lo quisiera, sino porque necesitaba descolgarlo de su percha y reclamarlo.

Porque llevaba la adicción en la sangre, ¿verdad? La sangre de su verdadera madre.

No había llegado a conocerla, y no la conocería jamás. El informe era tajante en lo relativo a ella: su madre biológica había muerto. La forma de vida que había elegido la había enviado prematuramente a la tumba.

¿Qué más había en la sangre que fluía por sus venas? ¿Una enfermedad como la de su madre? Pero ¿cómo lo podía saber, si otras personas habían redactado siempre el guion de su vida?

Flora se levantó, y el informe resbaló por sus muslos y se cayó. No fue nada importante, pero le pareció de lo más simbólico. Tirado al suelo, como ella misma, como si fuera irrelevante.

Aquellas páginas de líneas negras sobre fondo blanco solo habían servido para avivar su necesidad de saber más, de descubrir de dónde era y de quién descendía. En lugar de responder a sus preguntas, había provocado otras.

Y había aumentado sus dudas.

En cualquier caso, no era la persona que había creído. No era Flora Bick, la hija de unos ganaderos; era la hija abandonada de una drogadicta y un padre desconocido.

Flora se llevó una mano al pecho e intentó respirar hondo.

De repente, se sentía atrapada.

Y salió corriendo, tan deprisa como pudo, sin calzarse siquiera.

No cerró la puerta al salir de su habitación. No hizo nada salvo correr hacia la escalera de cacacol del hotel por el pasillo de paredes llenas de cuadros abstractos, sin prestar atención a las vistas de las ventanas.

Al llegar a su objetivo, puso una mano en el dorado pasamanos de la barandilla y dudó. Si bajaba por la escalera, se encontraría con un montón de gente. Estaría atrapada entre desconocidos que le robarían el aire que necesitaba, igual que sus padres adoptivos. Le robarían el espacio, el aliento, la tranquilidad necesaria para pensar.

Ya no estaba en el pequeño pueblo de su infancia, situado en la frontera entre North Devon y Cornwall. Allí no tenía ningún santuario; no había un bosque donde se pudiera ocultar, no había sembrados ni vacas ni playas. Era una gran ciudad, y todas sus esquinas y calles estaban llenas de gente que iba de aquí para allá y hablaba constantemente.

Asomó la cabeza por el hueco de la escalera y miró hacia arriba, hacia el invisible piso siguiente. ¿Por qué no subir, en lugar de bajar?

Jadeante y desesperada, se agarró la tela del vestido y se lo subió un poco, porque la falda era tan larga que dificultaba sus movimientos. Necesitaba un poco de soledad, el santuario que ya no tenía; así que empezó a subir y se encontró en la última planta del hotel, para su sorpresa. Estaba en un callejón sin salida.

Flora se apoyó en una pared e intentó recobrar el aliento.

Justo entonces, se oyó un clic y la pared que estaba tras ella se empezó a mover.

 

 

Raffaele se desabrochó los botones superiores de la camisa, pero no sintió ningún alivio, y su mandíbula estaba tan tensa que casi le dolía. Por todas las ventanas entraba luz, y todas las calles brillaban insoportablemente. Hasta los árboles de abajo tenían ristras de pequeñas bombillas, refulgentes como el fuego.

Pero no el fuego correcto.

No el que quemaba, el que ardía en su interior.

Las luces de Londres se podían encender y apagar pulsando un simple botón, y él no tenía ningún interruptor. Su fuego era inapagable, pero había aprendido a no concederle nunca el oxígeno que necesitaba para extenderse. Lo limitaba y refrenaba con una sola cosa: su fuerza de voluntad.

Puso una mano en el ventanal, que ocupaba toda la pared exterior y echó un trago del vaso que sostenía. El cobrizo líquido tampoco consiguió aliviar su calor interno; lo único que hizo fue desafiarle a beber un poco más, a servirse un poco más, a permitir que el alcohol le concediera una hora, un minuto o un segundo de paz.

Pero ¿para qué? No volvería a encontrar la paz.

¿Cómo la iba a encontrar, si ni siquiera sabía cómo era? No la había tenido nunca.

En cambio, habría dado cualquier cosa por poder dormir. Ansiaba el descanso del sueño, con su manto de sombras y oscuridad.

Pero no podía dormir.

Cada vez que cerraba los ojos, veía a su mamma. No podía dejar de pensar en ella. No tenía derecho a dejar de pensar en ella. No podía olvidar ni dormir porque el culpable de lo sucedido era él.

Los resultados de la investigación eran tajantes.

No había habido negligencia médica.

Raffaele tragó saliva, intentando deshacer el nudo que tenía en la garganta. Su madre estaba tan frágil como delgada cuando murió. Había dejado todo lo que conocía, todo lo que la animaba, para marcharse a vivir a una residencia, con gente que no sabía nada de ella y que no la podía cuidar como él. Y al final, perdió su batalla contra la depresión. Porque, cuando necesitó que él la tomara de la mano y la alejara del precipicio, no estuvo allí.

Él era el culpable.

Él le había rogado que se fuera a la residencia, a L’Essenza del Caso, como la llamaban: La Esencia de la Oportunidad. Un paraíso para explorarse a uno mismo y curarse en un ambiente seguro, con terapeutas disponibles veinticuatro horas al día.

Su madre no llegó a hablar con los terapeutas. Quería hablar con su esposo, después de treinta años de abandono, rechazo y mentiras.

Raffaele se pasó una mano por la boca, pero no pudo eliminar el amargo sabor que tenía los labios y la lengua. Cuando su padre murió, supo que sería un golpe tremendo para ella; así que dejó todo lo que tenía entre manos y volvió a casa para decirle que el conde que la había abandonado como si nada, como si ella solo fuera un secreto oculto en Sicilia con un fajo de billetes y la promesa de ir a verla pronto, había fallecido.

Por supuesto, su «pronto» nunca llegó.

Pero, aun sabiendo lo duro que sería para su madre, jamás habría imaginado que sería el golpe fatal, el definitivo.

Estaba tan desesperado que quería gritar. Hasta estuvo a punto de echar el brazo hacia atrás y lanzar el vaso contra la ventana con todas sus fuerzas, solo por oír el estallido de los cristales y ver cómo se desparramaban sobre la alfombra roja que tenía bajo los pies. Pero, en lugar de eso, se acercó a la mesa y dejó el vaso sin ruido, con absoluta precisión.

Control. Era todo lo que tenía, todo lo que siempre había tenido. La forma en que reaccionaba ante el mundo.

Aquel juez le había sentenciado a una vida de sentimientos de culpabilidad, y él había mantenido el aplomo en todo momento, sin un latido más rápido que otro. Sin embargo, la procesión iba por dentro.

Justo entonces, notó un movimiento al otro lado del cristal. Era una mujer de vestido verde, que estaba cruzando la terraza. Sus ojos, casi negros en la oscuridad, observaron el lugar. Los oscuros rizos de su pelo descansaban sobre sus hombros desnudos, rodeando una cara con forma de corazón. Tenía un cuello largo y delicado, pero tenso. Y el escote del vestido, con forma de uve, derivó su atención hacia sus pequeños senos.

La ciudad que estaba a espaldas de la desconocida era una sinfonía de destellos azules y verdes, a los que el Támesis respondía con intensos reflejos morados a la altura del Puente del Milenio. Ella estaba al contraluz, así que daba la impresión de ser una sombra. Y Raffaele se llevó una sorpresa cuando bajó la vista y vio que su excesivamente largo vestido daba paso a unos pies descalzos.

Parecía salida de un cuento, y completamente fuera de lugar.

Pero ¿qué hacía allí? Aquella noche no había fiestas ni celebraciones de Navidad. Por no haber, ni siquiera estaban las celebridades de tercera y las personas supuestamente influyentes que iban al hotel a hacerse fotografías con el trasfondo de su clásica decoración, símbolo de una élite de otros tiempos.

Desde luego, eso iba a cambiar cuando su equipo destripara el hotel y le pusiera su sello, su marca, su apellido; no el apellido de la aristocracia italiana que su padre le había negado, sino el suyo, Russo. Entonces, el glamour no sería una excepción en aquel lugar, sino algo diario. Desgraciadamente, el dueño anterior había descuidado la calidad en todos los sentidos, sin más excepción que la suite donde él estaba y la terraza exterior.

Aquella zona estaba cerrada al público. Su antecesor había creado un mundo de opulencia, un lugar donde poder ocultarse, con todas las comodidades posibles a su disposición. Escaleras secretas, puertas secretas y pasajes secretos tras las paredes para que los miembros del servicio pudieran entrar y salir secretamente, sin ser vistos.

Pero ella no era una empleada del hotel. Raffaele lo sabía porque la veía con toda claridad.

Retrocedió y golpeó la mesa sin querer, tirando el vaso que había estado a punto de arrojar contra el cristal. Lo enderezó instintivamente, sin apartar la vista de la criatura de cuerpo menudo que había invadido su territorio.

Durante unos segundos, sopesó la idea de alzar la mano y encender la luz. Sin embargo, ella estaba fuera, y no le podía ver. Lo único que veía era un oscuro cristal tan astutamente diseñado que permitía ver a las personas que estaban dentro, pero no a las que estaban en la terraza.

No tenía forma de saber que él estaba allí. Era completamente ajena a su presencia.

Pero el secreto desaparecería si encendía la luz.

La mujer le dio la espalda y se acercó a la barandilla, de piedra y hierro forjado. Su espalda era tan bonita que despertó en él el inmediato deseo de acariciarla, inclinar la cabeza por encima de su hombro y besarla.

¿Besarla?

Era una intrusa.

Una intrusa que había interrumpido su dolor.

Y había que castigar a los intrusos.

El viento meció entonces el cabello de la desconocida, que alzó los brazos de repente, clavó la vista en el cielo nocturno y se subió al murete de la barandilla.

Raffaele se quedó sin aliento.

¿Sería una especie de prueba?

¿Sería una mensajera, enviada para recordarle hasta qué punto le había fallado a su madre? A fin de cuentas, había elegido un tejado para matarse. Había saltado al vacío de su destino.

Ella se quedó inmóvil, protegida solo del abismo por los barrotes de hierro forjado. Sus brazos seguían extendidos y su cabeza, igualmente inclinada hacia atrás, como en gesto de ofrenda a la ciudad o los dioses.

O a él. Como una forma de redimirse.

Como estaba de espaldas, no le podía ver la cara, y sintió la repentina necesidad de acercarse y mirarla a los ojos.

Raffaele avanzó hacia ella, y el panel de cristal se deslizó.

Un segundo después, la agarró de la muñeca, y unos grandes ojos marrones se clavaron en él. Las motas doradas de su ojo izquierdo brillaron de un modo extraño, como si le hubiera reconocido.

Pero no se conocían.

Estaba seguro de ello, porque jamás habría olvidado aquellos ojos.

El delicado calor de su piel le estremeció. Fue como una caricia, y tan intensamente femenina que su cuerpo se excitó contra su voluntad, reaccionando a una familiaridad que no existía. El ambiente se había cargado repentinamente y, antes de que se diera cuenta de lo que estaba haciendo, se rindió al irresistible deseo de acariciarle la muñeca con el pulgar.

Suave, cálida, delicada. Pero su pulso era todo lo contrario: feroz, fuerte, desbocado.

Raffaele apartó la vista de su muñeca y la clavó en su cara, que parecía rodeada por un halo por las luces de la ciudad.

–¿Eres real? –preguntó ella.

Fue el más delicado de los susurros. Le puso la piel de gallina, sacándolo del hechizo en el que había caído y aclarando la niebla que dominaba su existencia desde el fallecimiento de su madre.

–Por supuesto que lo soy –dijo, sin poder soltarle la mano–. ¿Y tú?

Ella parpadeó rápidamente, y él quiso contar sus parpadeos; saber cuántos movimientos de sus pestañas hacían falta para crear unas sombras tan asombrosamente atractivas en sus marcados pómulos.

Era la primera vez que se fijaba en las pestañas de alguien.

Y se puso tenso al instante.

¿Qué le estaba pasando? No parecía él mismo.

–¿Esto es un sueño? –declaró, recuperando el control de su voz.

Aquello era surrealista, una visión, un fantasma de labios demasiado grandes, demasiado deseables, demasiado besables. Una aparición vestida de verde.

–Si lo es, yo también estoy dormida –replicó ella.

–¿Y lo estás?

–No –contestó, sacudiendo la cabeza–. Estoy despierta.

Él le soltó la muñeca.

–¿Te has perdido?

–No.

Ella miró su torso y bajó la vista hasta sus pies. Los mechones castaños de su melena le acariciaron las mejillas, y Raffaele apretó los puños para refrenarse y controlar el deseo de echarle el pelo hacia atrás y tocarla de la forma más íntima posible.

–¿Quién te ha dicho cómo llegar aquí?

–Nadie –respondió, dedicándole una mirada tan intensa como un contacto físico–. Lo he descubierto sin querer. Estaba corriendo y…

–¿Por qué corrías? –preguntó–. ¿Te pones vestidos de fiesta para salir a correr?

Raffaele miró su vestido. Era demasiado grande para una mujer tan menuda.

–No, es que quería estar sola. Londres es tan ruidoso y ajetreado… Siempre hay gente hablando, gente yendo de un lado para otro –declaró, mirándolo a los ojos–. Pero esta noche será la última vez que huya.

Era una coincidencia de lo más extraña, porque él estaba allí por la misma razón. Podía haber vuelto a Sicilia, a la casa donde se había criado; pero quería huir de aquel tribunal italiano, y del insoportable ruido de los recuerdos que lo abrumaban.

–¿Y tú? ¿Cómo has acabado aquí? –se interesó ella.

–Sé cómo llegar.

–¿En serio?

–Sí –respondió.

–¿Y por qué has venido? –preguntó ella, entrecerrando los ojos.

Raffaele sopesó la posibilidad de inventarse algo, pero dijo la verdad.

–Porque estoy de luto.

Ella sonrió con tristeza.

–Yo también.

–¿Y a quién lloras tú?

–A mí misma –dijo, hundiendo los hombros.

–¿A ti? –preguntó él, frunciendo el ceño.

–Sí.

La respuesta de la desconocida turbó a Raffaele, como si hubiera tocado una tecla en lo más profundo de su ser.

–¿Por qué?

–Porque…

Ella respiró hondo, y él se la quedó mirando, extasiado. Deseaba acariciarle los senos y endurecerle los pezones. Eran tan pequeños que los habría podido rodear fácilmente con sus manos.

Raffaele se obligó a dejar de pensar en esos términos e intentó concentrarse en lo que había dicho. No estaba allí para llorar a otra persona, sino porque necesitaba estar sola y tener un momento de paz en mitad de una ciudad que no dormía nunca.

–Porque esta noche me he dado cuenta de que yo no soy yo, sino la persona que otros decidieron que fuera.

–¿Qué quiere decir eso?

–Que la mujer que podría haber sido no ha tenido la oportunidad de vivir.

–¿Cómo se puede llorar a alguien que no ha existido?

–Me estoy permitiendo llorar por todas las cosas que no me han dejado tener, por la mujer en la que me podría haber convertido y por la vida que podría haber tenido –contestó–. Ellos me la negaron. Se negaron a darme la información que…

–¿Quiénes son ellos?

–Eso no es importante. No esta noche.

Ella parpadeó, descolocándole de nuevo con aquellas pestañas obscenamente largas.

–¿Y tú? ¿A quién estás llorando? –continuó.

–A mi madre.

Ella escudriñó su rostro con una mirada penetrante, aumentando su desconcierto. Y, acto seguido, se acercó a él, entrando en su espacio físico.

El fuego que ya ardía en su interior expulsó chispas a la fresca noche de invierno.

–Te acompaño en el sentimiento –dijo ella.

Una vez más, Raffaele reprimió el deseo de tomarla entre sus brazos. Esta vez, para devolverle la ternura que podía ver en el fondo de sus ojos.

No la merecía.

No merecía la ternura de nadie.

Él ni siquiera sabía cómo ser tierno.

–Háblame de la mujer que podrías haber sido –dijo, cambiando de conversación.

–No –replicó ella.

–¿Por qué no?

Raffaele quería entenderla de verdad. ¿Cómo era posible que llorara a un ser ficticio? Desde su punto de vista, no tenía ni pies ni cabeza, porque él nunca se había permitido llorar por la vida que habría podido tener en otras circunstancias.

Pero quizá quisiera llorar por la vida que podría haber tenido con su padre. ¿Qué habría pasado si le hubiera reconocido, si le hubiera aceptado como hijo? Y, si lo hubiera hecho, ¿quién habría cuidado de su madre? ¿Quién la habría protegido?

Ella también había necesitado amor.

Y él no sabía nada de eso.

Solo sabía acariciarle el cabello, darle de comer, esas cosas.

Nunca le habían enseñado a amar, y tampoco quería aprender. El amor era un mito al que la gente apelaba durante el acto de la seducción. Era una mentira, como había demostrado su padre al seducir a una ingenua joven de Sicilia que había escapado de un orfanato e intentaba abrirse camino en Roma.

Al final, su madre acabó sola y con tres hijos: la hermana y los hermanastros de Raffaele.

Su padre la dejó embarazada, la ocultó para que nadie supiera de su existencia, la olvidó y enterró el oscuro secreto que podría haber derrumbado su forma de vida. La engañó con dulces palabras, prometiéndole que volvería pronto, que estaría con ella cuando su hijo hubiera crecido. Pero no volvió.

Sí, el amor era una gran mentira.

–Porque no es necesario que te hable de ella. Está aquí mismo, delante de ti –contestó la desconocida de verde–. Y ahora, ¿me vas a hablar de tu madre?

–No –contestó él, con el corazón un puño–. No tengo ganas de hablar.

–Ni yo.

Una ráfaga de viento le revolvió el pelo, echándoselo sobre los ojos. Raffaele estuvo a punto de quitarse la chaqueta de cuero y ponérsela sobre los hombros.

–¿Tienes frío? ¿Quieres que te proteja del viento?

Ella entreabrió los labios.

–¿Cómo… ?

–Con mi cuerpo –respondió él.

Ella dio un paso hacia él y le puso una mano en el pecho.

–¿Así?

–¿Crees que jugar con desconocidos en la oscuridad es conveniente?

A Raffaele no le gustó nada lo que estaba pasando. El contacto de aquella mujer había despertado unas emociones tan intensas que casi no podía controlarlas.

–No estoy jugando.

–Entonces, ¿qué estás haciendo?

–Elegir.

–¿Elegir qué?

–El presente.

–¿El presente? –repitió él.

–Sí, vivir el momento.

Raffaele estaba embelesado, suspendido en el tiempo, unido a la esencia de otro ser humano. Oía cada suspiro de su aliento, y sentía los latidos de su corazón bajo aquel pecho que subía y bajaba.

Estaba más centrado en el presente de lo que había estado nunca.

–¿Quién eres tú? –quiso saber.

–No estoy segura de cómo contestar a eso.

Raffaele se dijo que su nombre no importaba. La seguridad del hotel se la llevaría y le libraría de aquella entrometida. Y entonces, podría apretar la correa a las emociones que estaba despertando en él. Recordaría quién era, qué había hecho de sí mismo.

Pero ardía en deseos de saberlo.

Su nombre.

–¿No sabes cómo te llamas? –se sorprendió preguntando, muy a su pesar.

–Conozco el nombre que he llevado toda mi vida, pero ese nombre es de la persona que está aquí en este momento. Ya no sé si quiero ser esa mujer.

–Puedes negarte a decírmelo, pero seguirás siendo tú misma –alegó él.

Las palabras salían de la boca de Raffaele en rápida sucesión. No estaba seguro de qué le estaba pasando, pero sabía con absoluta certeza que no era el hombre que había subido a un reactor privado tras salir de un tribunal italiano y había aterrizado en un húmedo y gris Londres.

Y tampoco era el niño que iba de aquí para allá en una casa caótica y destartalada, poniendo de los nervios a una mujer que solo quería volver a ver a su amado. Ahora era un hombre adulto, y vivía en una casa que siempre estaba perfectamente ordenada.

–Mi nombre no es relevante –dijo ella–. Solo es un nombre, y el nombre no hace a las personas.

–¿Ah, no?

–Preferiría que no.

–¿Por qué? Un nombre puede serlo todo.

–Porque la mujer que llegó a este hotel con ese nombre estaba sometida a los demás. Y esa mujer se ha quedado en el piso de abajo.

–Entonces, ¿quién está aquí ahora? ¿Conmigo?

–Solo la persona que soy ahora –respondió–. Una chica que no quiere volver a casa.

Ella se ruborizó un poco, y él se dio cuenta de que le deseaba.

–¿Y qué quieres hacer, piccolina?

–¿Tienes habitación en este lugar?

Raffaele se estremeció por dentro. Ahora entendía que hubiera querido lanzar el vaso contra el cristal.

–Porque, si no la tienes, yo tengo una –continuó ella.

–¿Y quieres volver allí?

Ella sacudió la cabeza. Pero, un segundo después, asintió y dijo:

–Sí. Si te parece bien.

Raffaele sintió el deseo irrefrenable de eliminar todas las cosas que los separaban, de apretarse contra sus pechos, de estar desnudos, de sentir la dureza de sus excitados pezones.

–Soy un desconocido para ti –le recordó él.

–Que seamos dos desconocidos aumenta la sensación de libertad, y esta noche me quiero sentir libre.

–¿Libre de qué?

Raffaele siempre se había negado a dejarse llevar por sus impulsos, de rendirse a sus deseos. Su trabajo consistía en proveer y proteger. Pero eso estaba a punto de cambiar.

–Por una vez, aunque solo sea por una vez, quiero hacer y no pensar –declaró ella con voz ronca–. No quiero decirme que no debería, no quiero pensar en las consecuencias, no quiero sentirme estúpida por el simple hecho de desear.

–¿Y qué es lo que deseas?

–Te deseo a ti.

La mujer de verde le puso una mano en la mejilla, y él se sintió arder por dentro.

–Te voy a besar –anunció ella.

Sus ojos escudriñaron a Raffaele. Primero, de forma dubitativa y después, al darse cuenta de que la deseaba, abiertamente. Le estaba desafiando a dejarse arrastrar igual que ella, a renunciar al control de sus sentimientos.

Una descarga animal de lujuria estalló contra la rabia de su corazón, enterrándola bajo algo que ni siquiera reconoció. Tuvo que echar mano de toda su fuerza de voluntad para no tomarla entre sus brazos en ese mismo instante. Necesitaba que le diera permiso para perder el control.

En su mente, Raffaele se permitió alzar el vaso y echar el brazo hacia atrás con intención de estamparlo. Porque si ella le daba permiso, sabía que se rompería en mil pedazos.

–¿Y quieres que te devuelva el beso? –preguntó.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

SÍ –contestó ella.

Flora sintió la necesidad de decirle que no la habían besado nunca, que no la habían tocado jamás, pero no se lo dijo. ¿Qué importancia tenía? No era relevante ni para ella ni para él. Aquella noche solo quería lo que la suerte le había regalado, la conexión con aquel desconocido.

Justo entonces, se estremeció, y las negras cejas de él se arquearon sobre unos ojos tan brillantes como si la Tierra entera estuviera en ellos y pudiera ver su luz desde el espacio.

–Tienes frío –dijo él.

Raffaele se quitó la chaqueta y se la puso sobre los hombros. Ella se aferró a las solapas, cerrándose la prenda. Él olor del cuero y el calor que emitía él le llegaron a lo más profundo de los pulmones.

Por fin, se armó de valor y dijo:

–Nunca he…

–¿Qué?

–Besado a nadie.

Flora supuso que se sentiría avergonzada y vulnerable al confesarle eso, pero no fue así. Se sintió poderosa, excitada.

¿Cómo era posible? No la habían educado para ser así, para reaccionar de aquella manera a sus deseos y necesidades; pero nunca se había sentido ni tan delicada ni tan fuerte como en ese momento, deseando acostarse con un atractivo desconocido.

Porque lo era. Extremadamente atractivo.

El corazón se le encogió cuando cerró los dedos sobre sus anchos hombros, ocultos bajo una camisa negra. Se había abierto los botones superiores de la camisa, y pudo admirar su moreno cuello y el fino vello que descendía hacia un pecho que ansiaba ver. Quería arrancarle el resto de los botones y acariciarlo.

Su mirada descendió hasta el cinturón que rodeaba sus estrechas caderas, cerrado con una ancha hebilla de plata. Lleva pantalones de traje, de color oscuro, que enfatizaban los duros músculos de sus muslos.

–¿Quieres que te bese yo antes? –preguntó él.

Los ojos de Flora volvieron a su rostro. Tuvo la sensación de que el ambiente olía a pólvora y fuegos artificiales, el olor de la estación venidera.

Hasta entonces, se había estado dejando llevar por sus impulsos, y la pregunta la puso nerviosa; pero necesitaba tocar y que la tocaran, y esa necesidad destruyó todas sus dudas. No sabía si esa era una forma adecuada de comportarse, pero tampoco le importaba.

–Sí –respondió, clavando la vista en su boca–. Quiero que me beses.

Flora pensó que nunca volvería a sentir una conexión como aquella, tan libre y feroz, puramente sexual.

–Quiero que seas el primero –añadió.

Él le dedicó una mirada intensa, tan cargada de energía que los ojos le brillaron, y ella no supo si los tenía de color azul o verde.

–Entonces, empezaremos con tu boca.

Flora se pasó la lengua por el labio inferior.

–¿Por dónde más podríamos empezar?

–Hay muchas formas de besar, piccolina. ¿Quieres que te las enseñe?

–Sí –respondió ella.

Flora cerró los ojos, embelesada con la promesa de lo que estaba a punto de pasar. El pulso y la respiración se le habían acelerado, y todas sus terminaciones nerviosas parecían súbitamente despiertas.

Tendría que haberse sentido ridícula, estando ante él con un vestido de baile comprado en una tienda de segunda mano; pero no se sentía ridícula, sino como si alguien la estuviera viendo por primera vez. Nadie la había deseado nunca de aquella manera, por sí misma, por la mujer que se había atrevido a subir a la última planta de un edificio de la jungla de cemento de Londres y había terminado en un oasis secreto, tan suntuoso que casi lo sentía como un sabor.

Como a él.

Como al hombre que un segundo después le puso las manos en la nuca, para acercarla más.

Flora no abrió los ojos. Se limitó a sentir la presión de sus dedos, la calidez de sus palmas contra la garganta, el calor de su pecho contra sus senos, el susurro de aroma dulce y especiado de su respiración.

Un trueno resonó en su interior cuando él asaltó su boca. Sus labios le parecieron de seda; dulces, pero firmes y tan sutiles como exigentes. Ella entreabrió los labios, y él le introdujo la lengua.

Sin darse cuenta, dejó escapar un gemido. Él movía la lengua en el interior de su boca como si la estuviera saboreando, y Flora lo imitó. Esta vez, el gemido que se oyó no fue suyo, y su sonido fue mucho más gutural y poderoso.

Flora aumentó la intensidad del beso y se apretó instintivamente contra su cuerpo, lo cual le permitió sentir su rápida erección. Luego, él rompió el contacto con sus labios, ladeó la cabeza y le susurró al oído:

–¿Te han besado alguna vez aquí?

–No –contestó ella con voz ronca.

Él le lamió la piel.

–¿Y quieres que te bese?

–Sí, por favor.

Las manos de su desconocido amante se cerraron sobre sus mejillas, manteniendo inmóvil su cabeza mientras la besaba en el cuello milímetro a milímetro.

–Oh… –dijo ella, sintiendo calor y frío al mismo tiempo.

Al oírla, él la besó con más pasión, y el corazón de Flora se desbocó. La necesidad de seguir adelante era abrumadora. Las sensaciones que notaba en su estómago le decían que había más, mucho más, y necesitaba experimentarlo.

–Por favor –le rogó.

–¿Quieres más? –dijo él.

–¡Sí, por favor! –insistió ella, implorándoselo.

Las manos que antes estaban en sus mejillas pasaron ahora a su cuerpo, y no tardaron mucho en posarse sobre sus senos y acariciarle los pezones.

Flora apretó los muslos para refrenar el hambre que la dominaba, la caótica necesidad que exigía satisfacción.

–Más –acertó a decir–. ¡Más!

Y él no se lo negó. Le bajó la parte superior del vestido y, tras dejar sus senos expuestos al fresco aire de la noche, ladeó la cabeza y cerró los labios sobre un pezón.

–Oh, Dios mío…

Él la lamió, y la tensión que notaba entre sus piernas se volvió insoportable, borrando el mundo exterior, dejándola a solas con lo que le estaba haciendo. Pero el contacto duró poco, porque se apartó de sus senos, alzó la cabeza y la volvió a besar en los labios, con más desenfreno y urgencia que antes.

Después, le metió una mano por la abertura del vestido, que empezaba justo debajo de su cadera y le acarició la cara interior de un muslo. Flora dejó escapar un suspiro. Sus desnudos pechos estaban apretados contra la tela de su camisa, y los frotó contra ella con un instinto animal casi salvaje.

Entonces, él le puso las manos en la cintura, la apretó contra la pared de cristal que tenían detrás y dijo, tan jadeante como ella:

–Aquí no.

Ella le acarició sus musculosos brazos.

–Pero…

–¿Qué? –preguntó él.

A decir verdad, Flora deseaba estar desnuda bajo las estrellas y hacer el amor en la terraza, pero no se atrevió a decirlo. Sin embargo, miró al hombre que hasta entonces no le había ofrecido nada salvo afecto y la rampante seducción de sus sentidos, el hombre que se comportaba como si ella fuera la única criatura del universo y decidió que debía ser sincera con él.

No en vano, estar con aquel desconocido era lo más parecido que había vivido nunca a ser ella misma.

–No quiero que nos dejemos de besar –declaró, deseosa de conocer su cuerpo, sus motivaciones, lo que jamás se había permitido explorar–. No quiero que dejes de besarme.

–Pues no dejaré de besarte.

Una sonrisa apareció en sus labios, y ella deseó saber qué se sentiría al percibir aquella sonrisa. Pero se había quedado helada, extasiada con sus besos, con las luces de la ciudad al fondo y en mitad de un jardín que casi no parecía real.

No, nada parecía real.

Flora asintió porque no encontró las palabras adecuadas o, más bien, porque no encontró ninguna palabra. No era momento para hablar. Él estaba asaltando otra vez sus labios y, al cabo de unos segundos, bajó la cabeza y la besó en el cuello, en los senos, en su estómago, bajando y bajando hasta que se puso de rodillas y le abrió el vestido, revelando sus braguitas blancas de algodón.

–Por favor –dijo ella, cerrando las manos sobre sus hombros.

Él le quitó suavemente la minúscula prenda, y lamió el centro de su sexualidad con movimientos expertos y tal intensidad que ella no pudo hacer otra cosa que abrir la boca y dar bocanadas, intentando respirar.

Todo lo que creía saber de su propio cuerpo, todo lo que había descubierto tocándose sola, estalló en el instante en que metió la lengua entre sus pliegues y se convirtió en polvo cuando le acarició el clítoris con los dedos y sumó su lengua de nuevo.

Sus caricias eran implacables y su ritmo, cada vez más rápido. Lejos de asustarse, Flora permitió que él la guiara paso a paso, arrastrándola hacia un lugar que ni siquiera conocía, un sitio donde su mente estaba en blanco y lo único que importaba era el presente, la necesidad de vivirlo al máximo.

No, no sabía adónde la estaba llevando. Tenía la impresión de que, cuando acabara, ella estallaría en mil pedazos. Pero quería seguir. Habría estado así toda la vida.

De repente, él introdujo un dedo en su sexo, y el mundo de Flora implosionó. Las oleadas de placer se sucedían una tras otra contra la lengua de su amante, y ella recorrió todo el camino del orgasmo bajo el cielo nocturno, hasta que ya no tuvo nada que dar.

Entonces, él le agarró las caderas y, con manos firmes pero sutiles, le volvió a poner las braguitas y le colocó bien el vestido.

Cuando por fin se incorporó, le puso las manos sobre los senos, y ella se dejó llevar por su aroma y por el calor de su piel. Tenía la garganta seca, y no podía dejar de mirar al hombre al que se había entregado, el que le había dado su primer beso como si fuera todos los besos posibles.

No quería volver a su habitación. No quería esperar más.

Necesitaba sentirlo dentro, y lo necesitaba ya.

–Tómame aquí –le rogó–. Ahora.

–Tengo un lugar más adecuado.

Él movió una mano, y el negro cristal de la pared de atrás se volvió transparente, mostrando unas luces que no había visto hasta ese momento.

–¿Es un ventanal? –preguntó, asombrada.

–Sí.

–¿Por eso me has visto?

Aquello era asombroso. Un mecanismo casi mágico, que ocultaba lo que parecía ser una suite entera.

Él asintió y preguntó:

–¿Te apetece entrar?

–Claro.

Flora tenía una tensa sensación entre las piernas, que había aumentado su temperatura y la había humedecido. Su universo estaba ardiendo a su alrededor. Todo lo que creía conocer y amar estaba en duda repentinamente.

No, no estaba triste por la madre que no había llegado a conocer. No lloraba por la vida que había tenido antes de saber que era adoptada. Por lo que lloraba, lo que provocaba su tristeza, era ser consciente de todo lo que podría haber sido si se hubiera atrevido a tomar sus propias decisiones y afrontar los temores de sus padres.

Durante veintiún años, habían intentado convertirla en la hija que ellos querían, en su pequeño milagro. No podía cometer errores, ni grandes ni pequeños. No podía ser nada salvo la hija que habían soñado.

Pero ¿qué quería ella?

Quería aquello, lo que estaba haciendo ahora.

Lo quería a él.

–¿Qué es este sitio? –se interesó, entrando en la casa.

No se parecía nada a su habitación del hotel. Sus estancias eran más grandes, más lujosas, más vibrantes.

–Un lugar donde pasar la noche –respondió con voz seductora.

–Pues es precioso.

La espaciosa sala de brillantes suelos de mármol daba a un salón con alfombras de seda, varios sofás y unas sillas de respaldo alto, con estatuas de mujeres desnudas esculpidas en piedra negra y altas lámparas y espejos que iluminaban el camino hacia el resto de las habitaciones.

–Es mágico –acertó a decir.

Por una noche, aquel sería su hogar. No tendría que preocuparse por ordeñar a las vacas ni seguir sus rutinas matinales. No estaba en una granja. No era la abandonada hija de una drogadicta. No era una mujer anónima.

Ahora podía explorar. Tenía la libertad necesaria para atreverse a conocer a la mujer que nunca se había atrevido a ser.

–¿Hay algún dormitorio? –se atrevió a preguntar.

Él asintió.

–Y bastante grande.

–¿Me llevas a él? –dijo, con una seguridad que estaba lejos de sentir.

Cuando volviera a su casa, se llevaría aquella noche consigo. Y sería suya, no de sus padres, no una experiencia prefabricada por otros, sino una de verdad.

–Por supuesto, pero solo si tú quieres. Te puedes marchar en cualquier momento –declaró, asintiendo hacia la puerta oculta por donde Flora había entrado originalmente–. O me puedes tomar de la mano.

Él se la ofreció, y ella se la quedó mirando.

La decisión era suya.

¿No estaba haciendo acaso lo que siempre había querido? Sin mencionar el hecho de que él también quería estar con ella, con la mujer que era en ese momento.

Sí, quería llevarlo hasta el final, vivir aquel momento de tristeza que se había convertido en uno de pasión.

Por fin, cerró los dedos sobre su mano, y él la llevó por un largo corredor hasta una puerta de roble que abrió al instante, revelando una estancia esplendorosa y una cama con dosel tan grande que lo dominaba todo.

Aquella noche no se iba a arrepentir de nada. Ya tendría ocasión de recordar sus dudas y su dolor al día siguiente, cuando volviera a casa.