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Una pareja real con camas separadas, pero una tentación compartida… Habían pasado dos meses desde que el mundo fue testigo de cómo Natalia La Morte se casaba con el rey Angelo Dizieno. Sin embargo, Natalia no había visto prácticamente a su esposo desde que compartieron un intenso beso ante el altar… Angelo pasó a ser el heredero cuando la tragedia golpeó a su familia y no iba a permitir que nada, absolutamente nada, lo distrajera de su deber. Pero, estar tan cerca de la mujer a la que siempre había deseado, y que estaba destinada a ser la esposa de su difunto hermano, lo tenía al borde del precipicio… Lo último que necesitaba era que Natalia comprendiera la peligrosa atracción que había entre ellos, porque, si lo hacía, nada podría impedir que los consumiera por completo a ambos…
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Seitenzahl: 192
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
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28036 Madrid
© 2024 Lela May Wight
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La prometida de mi hermano, n.º 3109 septiembre 2024
Título original: The King She Shouldn’t Crave
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788410741874
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
No tienes miedo?
–Nunca –respondió la princesa Natalia La Morthe con voz tranquilizadora, a pesar de que el corazón le latía a toda velocidad y le costaba respirar.
No era el miedo lo que le provocaba sudores fríos. Jamás lo había sido, dado que su futuro estaba preestablecido. Era su destino.
El cuerpo que se metió en su cama estaba frío y Natalia se acercó a él, rodeando con los brazos una cintura casi tan esbelta como la suya. Estrechó con fuerza a su doncella personal y amiga.
–Estoy nerviosa.
–No tienes por qué estarlo, Hannah –le dijo mientras trataba de hacerle entrar en calor frotándole enérgicamente los brazos desnudos–. Hemos hecho esto miles de veces. Puede que más aún. Es lo mismo de todas las mañanas.
–No es lo mismo. Hoy…
–Eso será más tarde –le corrigió ella–. No ahora. Lo de ahora es lo mismo. Lo de más tarde es…
El futuro. Un futuro que llevaba esperando veintiún años.
Besó cariñosamente la mejilla de Hannah. La piel de su rostro estaba tan fría como el resto de su cuerpo. La miró a los enormes ojos azules y la tranquilizó con la serenidad de los suyos.
Aquello era lo que Natalia necesitaba, aquel día más que nunca. Necesitaba que le recordaran lo que debía hacer y por qué.
–Tienes que descansar…
–¿Descansar? ¿Y si adelantan su llegada? ¿Y si descubren que…?
–No lo descubrirán. Nunca lo han hecho.
Hannah asintió
–Está bien –afirmó.
–Gracias.
Natalia cerró los ojos y apretó los labios contra la frente de Hannah. Su amiga. Su confidente. La persona que la ayudaba a escapar de su cárcel.
Todas las mañanas, Natalia se levantaba de la cama y Hannah ocupaba su lugar para convertirse en la princesa. Para convertirse en ella. Natalia hacia lo contrario. Cambiaba su delicado camisón de seda y sus delicadas zapatillas por robustas botas, pantalones y una capa de pesada lana. Entonces, procedía a su ritual de todas las mañanas.
–Me voy –le dijo–, pero volveré –prometió. Por supuesto que volvería.
Una vida por otra.
Era lo que Natalia comprendía. La vida de su madre había sido el precio que había pagado por dar a luz a su hija y, todos los días, Natalia honraba el sacrificio de su progenitora. Se recordaba la deuda en la que había incurrido.
Se cubrió todo lo que pudo con la capucha y abandonó sus habitaciones. Durante un breve espacio de tiempo, fingía que no era la princesa, sino una empleada. Más bien un empleado que montaba el caballo de la princesa todas las mañanas porque la princesa solo podía divertirse por los jardines de palacio trotando muy ligeramente. Nada de galopar. Nada de llevar al animal al límite. La princesa no debía agotarse hasta tal punto, pero todos los animales necesitaban ejercicio. Necesitaban sentirse libres.
Natalia salió al jardín por una puerta sin vigilancia y vio a Samson. Negro como el azabache. Preparado. Esperándola. Esperando la libertad. Y ella también podría saborearla. Sentirla.
Metió el pie en el estribo y se aupó a la silla. Entonces, acicateó a Samson suavemente. Como si fuera lo que estaba esperando, el animal comenzó a trotar.
Su cárcel no tenía barrotes, pero no por eso dejaba de ser una prisión.
Era un hermoso palacio, idílico, seguro. Sin embargo, siempre había un límite en el que Natalia debía detenerse. Una barrera entre ella y el mundo. Entre ella y su pueblo.
El amor de su padre, más bien el duelo de su padre, era su carcelero. Eso era lo que le impedía salir. Allí su padre la mantenía a salvo, como había sido incapaz de mantener a la madre de Natalia, su esposa.
La libertad era una ilusión.
Regresaría. Siempre lo hacía. Volvería a ponerse su delicado camisón, volvería a meterse en la cama y vería cómo su doncella personal se marchaba.
Sin embargo, aquel día no sería así. Hannah debería permanecer a su lado. Vestirla de seda blanca y prepararla para una promesa que se había hecho mucho antes de que Natalia naciera.
Con la cabeza baja, cabalgó sobre Samson más rápido y fuerte que nunca. El caballo conocía el camino. Atravesó los altos árboles que rodeaban los jardines de palacio y salió al claro. Apretó los muslos alrededor del animal y lo animó a seguir, a alcanzar la misma vista de todos los días. El mismo destino. Llegaron a lo alto de la montaña donde el animal aminoró el paso hasta deterse,
Allí estaba. En el horizonte. Fuera de su alcance, tal y como lo había estado todos los días durante veintiún años.
Su destino.
Camalò.
El palacio estaba junto a la frontera que separaba las dos naciones. Dos reinos, uno junto al otro, acurrucados en el corazón de los Alpes. Dos reinos de montaña, de verdes praderas y picos nevados que arañaban el cielo. Sin embargo, ahí era precisamente donde terminaban las similitudes entre ambos países.
Vadelto, el hogar de Natalia, era una cárcel de amor y pesadumbre. Hermoso, poco desarrollado y anclado en el tiempo. Camalò, por el contrario, miraba cara a cara al futuro y embrujaba por completo a Natalia con su frescura y sus ansias de innovación y progreso. Por el contrario, Vadelto parecía estar presa de un bucle temporal de pesadumbre y duelo porque su padre no era capaz de enfrentarse a su propia pena.
Su madre había sido la luz que parecía capaz de sacar a su pueblo y a su reino de los tiempos más oscuros. Desgraciadamente, esa luz se apagó el día en el que ella murió. Todos los cambios que su madre había querido implementar se aparcaron para siempre. Las fronteras se cerraron.
¿Cuál era la única oportunidad de Natalia de enmendar aquella situación?
Casarse.
Por eso, aquel día se casaría con un rey.
Angelo Dizieno sabía que, frente al altar, estaba el hombre equivocado. El gemelo que no debía ocupar ese lugar. El hombre que jamás debería haber heredado la corona. El hombre que se había olvidado de su deber y había abandonado a su hermano.
Habían compartido el útero y eran gemelos monocoriónicos-monoamnióticos, idénticos en todos los sentidos… hasta que la vida los separó y marcó sus diferencias en la piel de ambos.
El nacimiento de los dos hermanos había estado separado por dos minutos. Ciento veinte segundos. Dos hijos. Un heredero… y uno de repuesto. Por supuesto, el heredero y el repuesto jamás podrían ser iguales. Los dos lo habían comprendido perfectamente y entendían los papeles que la vida les reservaba a cada uno.
Los habían entendido.
Angelo sintió una profunda amargura en la garganta y miró a su alrededor. Ocupaban los bancos miembros de las monarquías reinantes en Europa, diplomáticos, primeros ministros… todos esperaban que les demostrara que no iba a volver a olvidarse de su deber.
Él era el rey que todos necesitaban, porque era el único que tenían.
No debió ser nunca así. No debió ser él. Y aquel era su castigo, ¿verdad?
Un matrimonio. Dos países vecinos iban a unirse por una promesa hecha y plasmada en un decreto real hacía ya setenta y cinco años. Una boda con una princesa que se le había prometido a su hermano.
No podía evitarlo. No paraba de morderse los labios, porque, en cualquier momento, se presentaría ante él una mujer con la que él jamás habría tenido que casarse.
El rostro de aquella mujer llevaba viviendo en su pensamiento casi tres largos años. Una mujer a la que había culpado de su propio enfrentamiento con la fealdad que reinaba en su interior por el resentimiento que sentía por haber nacido en segundo lugar.
Un sabor ácido le quemó la garganta y le hizo apretar los labios. Entonces, tragó con fuerza para hacerlo desaparecer en lo más profundo de su vientre.
«Tal y como deberías haber hecho hace tres años».
El arrepentimiento le corroía en lo más profundo de su ser. Porque, hacía tres años, debería haber apartado la mirada, haber enterrado sus sentimientos más profundamente y haber fingido no sentir nada. En aquellos momentos, no se suponía que fuera él. Había estado fingiendo ser el rey. Su hermano.
Se habían hecho pasar el uno por el otro en infinidad de ocasiones antes de aquel fatídico día. Angelo había fingido ser su hermano en la firma de muchos acuerdos, ¿qué importaba hacerlo también con un tratado de varias décadas de antigüedad en el que se negociaba el matrimonio del heredero? Nada debería haber sido diferente a lo ocurrido en otras ocasiones.
Además, Angelo era más hábil que su hermano Luciano en aquel tipo de cosas. Se le daba mejor dialogar y negociar. Se habían hecho pasar el uno por el otro precisamente por eso, porque Angelo era mejor…
¿Mejor rey?
Se tensó. El traje le apretaba por todas partes.
¿Y si…?
No podía dejar de pensar en aquella posibilidad. ¿Y si, efectivamente…? No podía dejar de arrepentirse. ¿Y si nunca hubiera pisado el feo palacio de su futura esposa, gris y oscuro, con sus altos torreones y empinadas almenas?
Contuvo la respiración durante un instante. En realidad, estaba mintiendo. El palacio de la princesa no era feo. En realidad, resultaba absolutamente encantador, casi místico, como si estuviera sacado de un cuento de hadas.
El padre de la princesa, el viejo rey, se había asomado por la ventana y le había señalado un lugar de los hermosos jardines. Cuando Angelo se acercó a su lado, la vio. La princesa que su padre el rey no le permitiría conocer al heredero del trono de Camaló hasta el día de la boda.
La reacción de Angelo había sido básica, primitiva.
«Es mía».
Las plantas parecían envolverla, como si estuviera en el interior de un laberinto, pero a la princesa no parecía importarle. Andaba lentamente, con un hermoso vestido morado. Su cabello castaño le acariciaba suavemente los hombros y la cintura. Iba tocando las hojas de las plantas que la rodeaban, acariciándolas delicadamente.
Al darse cuenta de que ella también se había rendido, se sintió abrumado. La princesa era como él. Estaba esperando a que su padre la llamara, a que el rey le dijera que había llegado el momento de cumplir con su deber.
Aquel día, el encanto abandonó por completo a Angelo. Exigió al rey que se rindiera a lo inevitable. No había elección. Era una promesa de antaño. Los dos reinos se fusionarían en uno.
El rey mantendría la promesa que ambas naciones se habían hecho por medio de un decreto real hacía ya tantos años. La princesa se casaría con Luciano pasados tres años, cuando ella cumpliera los veintiuno.
Desgraciadamente, aquel día lo cambió todo.
Solo con ver a la princesa, Angelo sintió por fin lo que hasta entonces ni siquiera se había atrevido a pensar. Quería algo más que fingir ser el heredero al trono. Quería ser el heredero. No deseaba conformarse con las migajas que su hermano decidiera que podía tener. Quería reclamarlo todo. Reclamarla a ella para sí…
Comprendió muy rápidamente lo que debía hacer. Tenía que marcharse antes de que su resentimiento se convirtiera en un fuego que los destruyera a su hermano y a él.
Angelo había cortado todas las líneas de comunicación. Se había liberado de todo y de todos los que podrían mantenerlo conectado a la vida en el interior de palacio. Había rechazado el vínculo invisible que había entre su hermano y él. Había rechazado el deber que tenía para con su gemelo porque era egoísta.
Su salida del mundo de la familia real había causado un terremoto que afectó hasta los cimientos del país. Se marchó sin avisar, sin transición alguna para la gente que lo necesitaba. Sin encargar a nadie que apoyara a su hermano tal y como él lo había hecho hasta entonces.
Y su hermano había muerto. El reino de Camalò estaba de rodillas.
Su país se estaba desmoronando porque, sin Angelo a su lado, Luciano había tomado una larga serie de decisiones equivocadas. El cambio fue demasiado rápido para él y todo el mundo había terminado pagando… y todo porque Angelo deseaba un imposible.
Giró bruscamente el cuello al sentir que se abrían las puertas de la catedral gótica para dejar paso a su futura esposa, que iba vestida de la cabeza a los pies en blanco encaje.
Natalia La Morte.
El corazón comenzó a latirle a toda velocidad. La sangre le rugía en las venas y todos los músculos de su cuerpo se tensaron.
El deber exigía de él que la mirara como rey, no como hombre. No como un ser humano con necesidades y deseos. Tenía que mirarla como debería haberlo hecho hacía tres años.
Allí estaba ella. Con el rostro oculto por un velo.
Angelo había esperado que el tiempo hubiera atemperado el efecto que la princesa produjo en él. Podría ser que le hubiera dado demasiado crédito a las reacciones que sintió en su cuerpo el día en el que la conoció. Seguramente, la amargura ya había existido antes dentro de él…
Sin embargo, anhelaba ver su rostro, sus labios. Sus ojos. Su propio cuerpo se lo exigía. Le costaba impedir que las manos abandonaran su posición de firmes para extenderse hacia ella…
Flexionó ligeramente los dedos para relajarlos y conseguir que permanecieran tal y como estaban. Junto a los muslos. Inmóviles.
Sin embargo, en su interior la historia era muy diferente. Se sentía inquieto.
No podía apartar la mirada de la mujer que se dirigía hacia él. Una inocente, un peón en un juego que la necesitaba. Paso a paso, avanzaba hacia el altar sobre la alfombra roja. Llevaba un delicado ramo entre las manos, que iban cubiertas con guantes.
Ella había sido el catalizador de todo lo ocurrido después y, en aquel momento, estaba a punto de convertirse en su reina. Estaba a punto de cumplir con el acuerdo de antaño uniendo los dos países por medio del matrimonio. ¿Qué elección tenía? En aquellos momentos, era su deber. Le mostraría a su pueblo que el nuevo rey estaba dispuesto a cumplir con su deber, a seguir el camino marcado y a ser el líder que el país necesitaba. El líder que su hermano debería haber sido, el que podría haber sido si Angelo hubiera permanecido a su lado.
La princesa se colocó frente a él. Un delicado perfume floral lo envolvió, recordándole así todo lo que se le había prohibido. De repente, sus manos dejaron de seguir sus órdenes. Se levantaron hacia ella y tomaron delicadamente el velo que le cubría el rostro. Poco a poco, muy lentamente, comenzó a levantar la delicada seda, dejando al descubierto la pálida barbilla, los delicados y rosados labios y, por fin, los ojos.
Las manos de Angelo se quedaron inmóviles donde estaban, junto a las sienes de su futura esposa. Entonces, con un ligero movimiento, dejó que el velo se le escapara entre los dedos, descubriendo una tiara cuajada de diamantes.
Unos hermosos ojos verdes, profundos como una laguna, lo observaban, atrapándolo, embrujándolo como habían hecho tres años atrás. El deseo se apoderó de Angelo, fluyendo por su venas como si fuera un salvaje torrente.
La princesa era todo lo que recordaba y mucho más. Hermosas pestañas. Ojos grandes. Gruesos labios y una nariz larga, ligeramente respingona que se erguía sobre el rostro con altivez…
Era tan hermosa…
Lentamente, Angelo consiguió mover las manos y las retiró del rostro de la princesa. De repente, sintió una tórrida e intensa sensación cuando, accidentalmente, rozó delicadamente una oreja. Sin que pudiera evitarlo, dejó que la sensación durara más de lo debido antes de deslizarlas por la firme columna de la garganta de Natalia…
«¿Qué estás haciendo?».
Bajó las manos inmediatamente, pero se negó a apretarlas para apagar el fuego que ardía en palmas y dedos.
Era la princesa prometida de su hermano, la que en el pasado le había estado prohibida y, en aquellos momentos, estaba a punto de ser su…
Giró la cabeza para atender a lo que le decía el sacerdote y asintió. Se negó a mirar de nuevo a la princesa, ni siquiera de reojo. Ignoró la necesidad que le empujaba a hacerlo, ignoró los latidos de su corazón.
El deber los había llamado a ambos y él pensaba cumplir lo que se le exigía. Se casaría con la princesa. Cumpliría la promesa que le había hecho a su hermano y, entonces, la dejaría a un lado. Se olvidaría de ella y se centraría solo en lo que importaba.
En su deber para con la memoria de su hermano.
En su deber con la corona.
En su pueblo.
¿Y la princesa?
Sintió un agudo dolor que le atravesaba las sienes.
Culpabilidad.
La princesa parecía muy menuda a su lado. Estaba tan cerca que Angelo podía sentir la calidez que emanaba de su cuerpo a través del traje.
Apretó los dedos y se preguntó si debía tomar la mano de la princesa, que ella tenía aún sujetando el ramo para tranquilizarla… ¿Tranquilizarla sobre qué? ¿Para hacerle sentir que no estaba sola?
No era así. Estaba sola. Igual que él. Sola frente a un montón de desconocidos. Y así seguirían siendo los dos. Unos desconocidos
Angelo no le debía nada más que lo que le había prometido. Un anillo, una boda real, un nuevo apellido y la unión de los países de ambos. Y eso sería exactamente lo que le daría. Y después…
Sintió que se le hacía un nudo en la garganta.
Después no habría nada.
Nada más que el deber.
El sacerdote movía los labios, pero Natalia no oía nada de lo que decía. Solo sentía un zumbido en los oídos. Y una gran presión en el pecho.
Sentía un fuerte hormigueo en la piel. Quería tocarse, deslizar la mano por la garganta. Tocar los lugares en los que él le había tocado para evocar las sensaciones que habían cobrado vida en su pecho. Incluso la respiración se le había entrecortado por un instante. Había sido un instante, solo un instante durante el que había sentido ganas de levantar la mano y tocarle a él también. Mirarse en sus ojos castaños del mismo modo en el que él había contemplado los de ella.
Bajo las capas de seda blanca, estaba temblando. Su cuerpo, sus músculos, estaban en tensión, como si terminara de cabalgar a toda velocidad sobre su caballo por las montañas.
¿Era atracción?
¿Era eso lo que se sentía?
Se cuadró de hombros y se centró en el sacerdote, en cómo movía la mano sobre la santa Biblia.
Suponía que era el príncipe el que había afectado sus sentidos de aquella manera. Seguro que era eso.
Llevaba mucho tiempo comprometida con un hombre al que nunca había visto porque su padre no había permitido que se conocieran antes de la boda. No le había parecido que fuera necesario hasta el día que se casaran. Tampoco había habido fotografías ni cartas, ni reuniones secretas para empezar a conocerse. Nada más que las palabras de su padre, que confirmaban que su destino estaba sellado.
Era su deber.
Era la primera hija nacida en más de cincuenta años.
Y estaba prometida.
Aquella unión la protegería cuando su padre ya no pudiera hacerlo.
En realidad, no le había importado ni la falta de comunicación ni el hecho de no conocer al hombre con el que iba a casarse. Solo le había importado que iba a casarse con el rey en el palacio que había justo al otro lado de la frontera de su reino. Todas las mañanas, había contemplado ese palacio y había sentido que su destino no era un hombre, sino la corona que él le permitiría reclamar.
Todas las personas que había a sus espaldas, observándola, eran la causa de la adrenalina que le erguía los pezones. Eran ellos los que le causaban la sequedad de la garganta.
Tragó saliva y se centró.
Sin embargo, el aroma de su futuro prometido turbaba sus sentidos. Era fresco, con poderosas notas de algo muy terrenal, casi amargo. Como el aroma de la tierra después de ser pisoteada por los cascos de un caballo. El aroma de la aventura.
Natalia conocía perfectamente aquel aroma.
No era el hombre lo que la excitaba, sino lo que él podía ofrecerle. Todo lo que llevaba años esperando. Libertad. Aquel matrimonio abría por fin las puertas de su prisión.
Estaba dispuesto a casarse con él para poder convertirse en reina, solo porque alguna regla del pasado así lo exigía.
–¿Su Alteza? –le preguntó el sacerdote con expectación, mirándola fijamente.
¿Qué se había perdido?
Él bajó la cabeza.
–Los guantes.
Natalia se miró los dedos y, justo en aquel momento, sintió una ligera presión en la cintura. Miró y, contra el raso blanco, vio unos dedos finos y elegantes que, a pesar de todo, ejercían un intenso poder en aquella delicada caricia.
Levantó el rostro y lo miró a los ojos. El rey la estaba mirando muy fijamente. Los rasgos de su rostro eran firmes, nobles. Una rotunda mandíbula cubierta por una barba muy cuidada.
–Permíteme.
Su voz era ronca y profunda. Una orden. Natalia sintió que el corazón se le aceleraba mientras le obedecía. Permaneció totalmente inmóvil.
Él le aflojó cada dedo del guante de la mano izquierda. Natalia no podía apartar la mirada de aquellos fuertes dedos. El contacto era totalmente casual, pero, al mismo tiempo, muy íntimo. Él tiró del encaje poco a poco e, inmediatamente, dejó la mano al descubierto. Entonces, dejó caer el guante al suelo.
Natalia sintió que se le cortaba la respiración. Entonces, vio cómo él le daba la vuelta a la mano y le colocaba la alianza sobre la palma.
El símbolo de su unión.
–¿Lista?