Unidos por un secreto - Lela May Wight - E-Book

Unidos por un secreto E-Book

Lela May Wight

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Beschreibung

Bianca 3027 Cuando sus mundos chocaron… quedaron unidos para siempre Flora Bick escapó por una vez de su meticulosamente ordenada vida y se dejó arrastrar por los desinhibidos besos de un desconocido. Abrumada con lo que había hecho, huyó de su cama y volvió a su segura existencia. Pero él la acababa de encontrar, y los dos descubrieron lo inimaginable: se había quedado embarazada. Tras exigir a Flora que le acompañara a Sicilia, Raffaele Russo le reveló que era un hombre inmensamente rico y que estaba decidido a que su hijo tuviera la estabilidad que él no había tenido nunca. Pero, de momento, su secreto seguía siendo estrictamente suyo, y les iba a unir mucho más que su omnipresente deseo.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 Lela May Wight

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Unidos por un secreto, n.º 3027 - agosto 2023

Título original: Bound by a Sicilian Secret

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411801454

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

TODA su vida, toda su historia, había desaparecido.

Flora Bick se quedó mirando el documento que tenía entre las manos. Ciento veintiséis páginas de información redactada, línea tras línea, en negro sobre blanco.

Era consciente del riesgo que corría. El consejero la había preparado para eso, para la primera vez que viajaba a la gran nube de humo sin sus padres: Londres, una ciudad que siempre le había parecido terriblemente alejada de la vida que llevaba en Devon. Pero ni estaba preparada para sentir esa punzada en su pecho ni para que el corazón se le encogiera de ese modo.

No esperaba el dolor.

Y era dolor, desde luego. Algo que estalló en su interior, dejando un enorme cráter vacío. Salvo porque no estaba vacío, sino lleno de cosas que no reconocía, que no sabía dónde colocar. Era una sensación tensa, opresiva, asfixiante.

Sentada en el borde de la cama, pasó a la primera página de su informe de adopción con dedos temblorosos.

Lo que vio era una narración cronológica de su vida anterior a la granja, antes de que dos desconocidos la reclamaran como hija suya. Pero era hija de otras personas, ¿no? Se había tenido que romper un tobillo para descubrirlo, para averiguar que sus padres y ella no estaban biológicamente relacionados.

Y le dolía.

Las mentiras le dolían.

¡Veintiún años de mentiras!

Su primer impulso fue el de salir corriendo. Pero ¿adónde podía ir? Al final, había despreciado la reserva que habían hecho sus padres en un hotel tan razonablemente barato como cercano a la estación y había elegido uno de puertas doradas y porteros con guantes y sombreros blancos, que se prestaron a llevarle su harapienta mochila.

Aunque solo fuera por un día o, más bien, por una noche, quería probar un mundo que no se pareciera nada al suyo. Quería probar la vida que quizá habría tenido en otras circunstancias, la vida que ni siquiera se había planteado hasta que abrió aquel informe. Y, por supuesto, quería leerlo en una habitación como esa.

El techo era alto, con molduras y una lámpara de araña de refulgentes cristales. La amplia cama de roble, cubierta de mantas asombrosamente suaves, casi ocupaba la totalidad de la habitación; y, cuando se tumbó en ella, el colchón ni siquiera cedió bajo su peso: aceptó su cuerpo con algo parecido a un abrazo y acarició su piel con el más dulce de los contactos.

Flora apoyó la cabeza en la montaña de cojines y se quedó admirando las vistas.

Ahora, sus ojos estaban clavados en los balcones. Al llegar a la habitación, había descorrido las pesadas cortinas azules con motivos dorados y había abierto las puertas, que daban a un balcón de hierro forjado y al propio paisaje.

El horizonte de Londres, de la gran ciudad, del lugar donde había nacido; del sitio donde había descubierto la verdad sobre sí misma, tras recoger su informe de adopción en la sede de una institución pública. Se había visto obligada a hacer una petición especial para que no se lo enviaran por correo, porque sabía que cabía la posibilidad de que nunca lo recibiera. Estaba convencida de que sus padres lo habrían interceptado antes.

Se había esforzado más con ellos de lo que nunca se había esforzado por nada. Para que le aflojaran las riendas; para estar en la capital, con sus luces de colores y sus edificios que tocaban el cielo; para alejarse de la granja, de ellos y de sus expectativas.

No había querido que las personas que la habían criado suavizaran el impacto. Su vida había sido como servir manzanas ácidas: pelar la pungente piel, quitar el centro, cortarla en trocitos pequeños para su consumo y cubrirlos de azúcar. Y se había cansado de que endulzaran lo desagradable, intentando facilitarle las cosas.

Ahora entendía que hubieran sido tan agobiantemente protectores con ella y, sobre todo, que jamás le permitieran tomar sus propias decisiones. No podían permitirlo, porque sabían que desconocía una información fundamental.

Además, ahora estaba preocupada por la potente medicación que le habían dado para el tobillo roto. Con su historial, podía ser un factor de riesgo. Su genética, su posible personalidad adictiva, sus compulsiones.

Como lo de comprar el vestido.

No se había podido resistir. Ni con el vestido ni con el hotel.

Se miró sus brazos desnudos y sus hombros embutidos en la ajustada prenda de color verde esmeralda. Nunca había tenido nada tan bonito. Nunca había tenido la oportunidad. Y no se lo había comprado solo porque lo quisiera, sino porque necesitaba descolgarlo de su percha y reclamarlo.

Porque llevaba la adicción en la sangre, ¿verdad? La sangre de su verdadera madre.

No había llegado a conocerla, y no la conocería jamás. El informe era tajante en lo relativo a ella: su madre biológica había muerto. La forma de vida que había elegido la había enviado prematuramente a la tumba.

¿Qué más había en la sangre que fluía por sus venas? ¿Una enfermedad como la de su madre? Pero ¿cómo lo podía saber, si otras personas habían redactado siempre el guion de su vida?

Flora se levantó, y el informe resbaló por sus muslos y se cayó. No fue nada importante, pero le pareció de lo más simbólico. Tirado al suelo, como ella misma, como si fuera irrelevante.

Aquellas páginas de líneas negras sobre fondo blanco solo habían servido para avivar su necesidad de saber más, de descubrir de dónde era y de quién descendía. En lugar de responder a sus preguntas, había provocado otras.

Y había aumentado sus dudas.

En cualquier caso, no era la persona que había creído. No era Flora Bick, la hija de unos ganaderos; era la hija abandonada de una drogadicta y un padre desconocido.

Flora se llevó una mano al pecho e intentó respirar hondo.

De repente, se sentía atrapada.

Y salió corriendo, tan deprisa como pudo, sin calzarse siquiera.

No cerró la puerta al salir de su habitación. No hizo nada salvo correr hacia la escalera de cacacol del hotel por el pasillo de paredes llenas de cuadros abstractos, sin prestar atención a las vistas de las ventanas.

Al llegar a su objetivo, puso una mano en el dorado pasamanos de la barandilla y dudó. Si bajaba por la escalera, se encontraría con un montón de gente. Estaría atrapada entre desconocidos que le robarían el aire que necesitaba, igual que sus padres adoptivos. Le robarían el espacio, el aliento, la tranquilidad necesaria para pensar.

Ya no estaba en el pequeño pueblo de su infancia, situado en la frontera entre North Devon y Cornwall. Allí no tenía ningún santuario; no había un bosque donde se pudiera ocultar, no había sembrados ni vacas ni playas. Era una gran ciudad, y todas sus esquinas y calles estaban llenas de gente que iba de aquí para allá y hablaba constantemente.

Asomó la cabeza por el hueco de la escalera y miró hacia arriba, hacia el invisible piso siguiente. ¿Por qué no subir, en lugar de bajar?

Jadeante y desesperada, se agarró la tela del vestido y se lo subió un poco, porque la falda era tan larga que dificultaba sus movimientos. Necesitaba un poco de soledad, el santuario que ya no tenía; así que empezó a subir y se encontró en la última planta del hotel, para su sorpresa. Estaba en un callejón sin salida.

Flora se apoyó en una pared e intentó recobrar el aliento.

Justo entonces, se oyó un clic y la pared que estaba tras ella se empezó a mover.

 

 

Raffaele se desabrochó los botones superiores de la camisa, pero no sintió ningún alivio, y su mandíbula estaba tan tensa que casi le dolía. Por todas las ventanas entraba luz, y todas las calles brillaban insoportablemente. Hasta los árboles de abajo tenían ristras de pequeñas bombillas, refulgentes como el fuego.

Pero no el fuego correcto.

No el que quemaba, el que ardía en su interior.

Las luces de Londres se podían encender y apagar pulsando un simple botón, y él no tenía ningún interruptor. Su fuego era inapagable, pero había aprendido a no concederle nunca el oxígeno que necesitaba para extenderse. Lo limitaba y refrenaba con una sola cosa: su fuerza de voluntad.

Puso una mano en el ventanal, que ocupaba toda la pared exterior y echó un trago del vaso que sostenía. El cobrizo líquido tampoco consiguió aliviar su calor interno; lo único que hizo fue desafiarle a beber un poco más, a servirse un poco más, a permitir que el alcohol le concediera una hora, un minuto o un segundo de paz.

Pero ¿para qué? No volvería a encontrar la paz.

¿Cómo la iba a encontrar, si ni siquiera sabía cómo era? No la había tenido nunca.

En cambio, habría dado cualquier cosa por poder dormir. Ansiaba el descanso del sueño, con su manto de sombras y oscuridad.

Pero no podía dormir.

Cada vez que cerraba los ojos, veía a su mamma. No podía dejar de pensar en ella. No tenía derecho a dejar de pensar en ella. No podía olvidar ni dormir porque el culpable de lo sucedido era él.

Los resultados de la investigación eran tajantes.

No había habido negligencia médica.

Raffaele tragó saliva, intentando deshacer el nudo que tenía en la garganta. Su madre estaba tan frágil como delgada cuando murió. Había dejado todo lo que conocía, todo lo que la animaba, para marcharse a vivir a una residencia, con gente que no sabía nada de ella y que no la podía cuidar como él. Y al final, perdió su batalla contra la depresión. Porque, cuando necesitó que él la tomara de la mano y la alejara del precipicio, no estuvo allí.

Él era el culpable.

Él le había rogado que se fuera a la residencia, a L’Essenza del Caso, como la llamaban: La Esencia de la Oportunidad. Un paraíso para explorarse a uno mismo y curarse en un ambiente seguro, con terapeutas disponibles veinticuatro horas al día.

Su madre no llegó a hablar con los terapeutas. Quería hablar con su esposo, después de treinta años de abandono, rechazo y mentiras.

Raffaele se pasó una mano por la boca, pero no pudo eliminar el amargo sabor que tenía los labios y la lengua. Cuando su padre murió, supo que sería un golpe tremendo para ella; así que dejó todo lo que tenía entre manos y volvió a casa para decirle que el conde que la había abandonado como si nada, como si ella solo fuera un secreto oculto en Sicilia con un fajo de billetes y la promesa de ir a verla pronto, había fallecido.

Por supuesto, su «pronto» nunca llegó.

Pero, aun sabiendo lo duro que sería para su madre, jamás habría imaginado que sería el golpe fatal, el definitivo.

Estaba tan desesperado que quería gritar. Hasta estuvo a punto de echar el brazo hacia atrás y lanzar el vaso contra la ventana con todas sus fuerzas, solo por oír el estallido de los cristales y ver cómo se desparramaban sobre la alfombra roja que tenía bajo los pies. Pero, en lugar de eso, se acercó a la mesa y dejó el vaso sin ruido, con absoluta precisión.

Control. Era todo lo que tenía, todo lo que siempre había tenido. La forma en que reaccionaba ante el mundo.

Aquel juez le había sentenciado a una vida de sentimientos de culpabilidad, y él había mantenido el aplomo en todo momento, sin un latido más rápido que otro. Sin embargo, la procesión iba por dentro.

Justo entonces, notó un movimiento al otro lado del cristal. Era una mujer de vestido verde, que estaba cruzando la terraza. Sus ojos, casi negros en la oscuridad, observaron el lugar. Los oscuros rizos de su pelo descansaban sobre sus hombros desnudos, rodeando una cara con forma de corazón. Tenía un cuello largo y delicado, pero tenso. Y el escote del vestido, con forma de uve, derivó su atención hacia sus pequeños senos.

La ciudad que estaba a espaldas de la desconocida era una sinfonía de destellos azules y verdes, a los que el Támesis respondía con intensos reflejos morados a la altura del Puente del Milenio. Ella estaba al contraluz, así que daba la impresión de ser una sombra. Y Raffaele se llevó una sorpresa cuando bajó la vista y vio que su excesivamente largo vestido daba paso a unos pies descalzos.

Parecía salida de un cuento, y completamente fuera de lugar.

Pero ¿qué hacía allí? Aquella noche no había fiestas ni celebraciones de Navidad. Por no haber, ni siquiera estaban las celebridades de tercera y las personas supuestamente influyentes que iban al hotel a hacerse fotografías con el trasfondo de su clásica decoración, símbolo de una élite de otros tiempos.

Desde luego, eso iba a cambiar cuando su equipo destripara el hotel y le pusiera su sello, su marca, su apellido; no el apellido de la aristocracia italiana que su padre le había negado, sino el suyo, Russo. Entonces, el glamour no sería una excepción en aquel lugar, sino algo diario. Desgraciadamente, el dueño anterior había descuidado la calidad en todos los sentidos, sin más excepción que la suite donde él estaba y la terraza exterior.

Aquella zona estaba cerrada al público. Su antecesor había creado un mundo de opulencia, un lugar donde poder ocultarse, con todas las comodidades posibles a su disposición. Escaleras secretas, puertas secretas y pasajes secretos tras las paredes para que los miembros del servicio pudieran entrar y salir secretamente, sin ser vistos.

Pero ella no era una empleada del hotel. Raffaele lo sabía porque la veía con toda claridad.

Retrocedió y golpeó la mesa sin querer, tirando el vaso que había estado a punto de arrojar contra el cristal. Lo enderezó instintivamente, sin apartar la vista de la criatura de cuerpo menudo que había invadido su territorio.

Durante unos segundos, sopesó la idea de alzar la mano y encender la luz. Sin embargo, ella estaba fuera, y no le podía ver. Lo único que veía era un oscuro cristal tan astutamente diseñado que permitía ver a las personas que estaban dentro, pero no a las que estaban en la terraza.

No tenía forma de saber que él estaba allí. Era completamente ajena a su presencia.

Pero el secreto desaparecería si encendía la luz.

La mujer le dio la espalda y se acercó a la barandilla, de piedra y hierro forjado. Su espalda era tan bonita que despertó en él el inmediato deseo de acariciarla, inclinar la cabeza por encima de su hombro y besarla.

¿Besarla?

Era una intrusa.

Una intrusa que había interrumpido su dolor.

Y había que castigar a los intrusos.

El viento meció entonces el cabello de la desconocida, que alzó los brazos de repente, clavó la vista en el cielo nocturno y se subió al murete de la barandilla.

Raffaele se quedó sin aliento.

¿Sería una especie de prueba?

¿Sería una mensajera, enviada para recordarle hasta qué punto le había fallado a su madre? A fin de cuentas, había elegido un tejado para matarse. Había saltado al vacío de su destino.

Ella se quedó inmóvil, protegida solo del abismo por los barrotes de hierro forjado. Sus brazos seguían extendidos y su cabeza, igualmente inclinada hacia atrás, como en gesto de ofrenda a la ciudad o los dioses.

O a él. Como una forma de redimirse.

Como estaba de espaldas, no le podía ver la cara, y sintió la repentina necesidad de acercarse y mirarla a los ojos.

Raffaele avanzó hacia ella, y el panel de cristal se deslizó.

Un segundo después, la agarró de la muñeca, y unos grandes ojos marrones se clavaron en él. Las motas doradas de su ojo izquierdo brillaron de un modo extraño, como si le hubiera reconocido.

Pero no se conocían.

Estaba seguro de ello, porque jamás habría olvidado aquellos ojos.

El delicado calor de su piel le estremeció. Fue como una caricia, y tan intensamente femenina que su cuerpo se excitó contra su voluntad, reaccionando a una familiaridad que no existía. El ambiente se había cargado repentinamente y, antes de que se diera cuenta de lo que estaba haciendo, se rindió al irresistible deseo de acariciarle la muñeca con el pulgar.

Suave, cálida, delicada. Pero su pulso era todo lo contrario: feroz, fuerte, desbocado.

Raffaele apartó la vista de su muñeca y la clavó en su cara, que parecía rodeada por un halo por las luces de la ciudad.

–¿Eres real? –preguntó ella.

Fue el más delicado de los susurros. Le puso la piel de gallina, sacándolo del hechizo en el que había caído y aclarando la niebla que dominaba su existencia desde el fallecimiento de su madre.

–Por supuesto que lo soy –dijo, sin poder soltarle la mano–. ¿Y tú?

Ella parpadeó rápidamente, y él quiso contar sus parpadeos; saber cuántos movimientos de sus pestañas hacían falta para crear unas sombras tan asombrosamente atractivas en sus marcados pómulos.

Era la primera vez que se fijaba en las pestañas de alguien.

Y se puso tenso al instante.

¿Qué le estaba pasando? No parecía él mismo.

–¿Esto es un sueño? –declaró, recuperando el control de su voz.

Aquello era surrealista, una visión, un fantasma de labios demasiado grandes, demasiado deseables, demasiado besables. Una aparición vestida de verde.

–Si lo es, yo también estoy dormida –replicó ella.

–¿Y lo estás?

–No –contestó, sacudiendo la cabeza–. Estoy despierta.

Él le soltó la muñeca.

–¿Te has perdido?

–No.

Ella miró su torso y bajó la vista hasta sus pies. Los mechones castaños de su melena le acariciaron las mejillas, y Raffaele apretó los puños para refrenarse y controlar el deseo de echarle el pelo hacia atrás y tocarla de la forma más íntima posible.

–¿Quién te ha dicho cómo llegar aquí?

–Nadie –respondió, dedicándole una mirada tan intensa como un contacto físico–. Lo he descubierto sin querer. Estaba corriendo y…

–¿Por qué corrías? –preguntó–. ¿Te pones vestidos de fiesta para salir a correr?

Raffaele miró su vestido. Era demasiado grande para una mujer tan menuda.

–No, es que quería estar sola. Londres es tan ruidoso y ajetreado… Siempre hay gente hablando, gente yendo de un lado para otro –declaró, mirándolo a los ojos–. Pero esta noche será la última vez que huya.

Era una coincidencia de lo más extraña, porque él estaba allí por la misma razón. Podía haber vuelto a Sicilia, a la casa donde se había criado; pero quería huir de aquel tribunal italiano, y del insoportable ruido de los recuerdos que lo abrumaban.

–¿Y tú? ¿Cómo has acabado aquí? –se interesó ella.

–Sé cómo llegar.

–¿En serio?

–Sí –respondió.

–¿Y por qué has venido? –preguntó ella, entrecerrando los ojos.

Raffaele sopesó la posibilidad de inventarse algo, pero dijo la verdad.

–Porque estoy de luto.

Ella sonrió con tristeza.

–Yo también.

–¿Y a quién lloras tú?

–A mí misma –dijo, hundiendo los hombros.

–¿A ti? –preguntó él, frunciendo el ceño.

–Sí.

La respuesta de la desconocida turbó a Raffaele, como si hubiera tocado una tecla en lo más profundo de su ser.

–¿Por qué?

–Porque…

Ella respiró hondo, y él se la quedó mirando, extasiado. Deseaba acariciarle los senos y endurecerle los pezones. Eran tan pequeños que los habría podido rodear fácilmente con sus manos.

Raffaele se obligó a dejar de pensar en esos términos e intentó concentrarse en lo que había dicho. No estaba allí para llorar a otra persona, sino porque necesitaba estar sola y tener un momento de paz en mitad de una ciudad que no dormía nunca.

–Porque esta noche me he dado cuenta de que yo no soy yo, sino la persona que otros decidieron que fuera.

–¿Qué quiere decir eso?

–Que la mujer que podría haber sido no ha tenido la oportunidad de vivir.

–¿Cómo se puede llorar a alguien que no ha existido?

–Me estoy permitiendo llorar por todas las cosas que no me han dejado tener, por la mujer en la que me podría haber convertido y por la vida que podría haber tenido –contestó–. Ellos me la negaron. Se negaron a darme la información que…

–¿Quiénes son ellos?

–Eso no es importante. No esta noche.

Ella parpadeó, descolocándole de nuevo con aquellas pestañas obscenamente largas.

–¿Y tú? ¿A quién estás llorando? –continuó.

–A mi madre.

Ella escudriñó su rostro con una mirada penetrante, aumentando su desconcierto. Y, acto seguido, se acercó a él, entrando en su espacio físico.

El fuego que ya ardía en su interior expulsó chispas a la fresca noche de invierno.

–Te acompaño en el sentimiento –dijo ella.