El deseo de Aurora - Lela May Wight - E-Book

El deseo de Aurora E-Book

Lela May Wight

0,0
2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.

Mehr erfahren.
Beschreibung

El glamour y la mística de una subasta durante un baile de máscaras era más de lo que la heredera Aurora Arundel había soñado jamás. Después de haber vivido bajo las estrictas normas de sus difuntos padres, no quería más remordimientos. Y eso incluía dejar que el cauteloso Sebastian Shard cumpliera todas sus fantasías por una noche... Seis meses después, Sebastian descubrió el secreto de Aurora: estaba embarazada de su hijo. No tenía opción, para proteger a su heredero, que retener a Aurora en su remoto castillo de las Highlands escocesas. Pero, para aceptar quedarse, Aurora insistiría en lo imposible: tener a Sebastian, en mente, cuerpo y alma.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 193

Veröffentlichungsjahr: 2025

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Portadilla

Créditos

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

www.harlequiniberica.com

 

© 2025 Lela May Wight

© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El deseo de Aurora, n.º 3181 - agosto 2025

Título original: Kidnapped for Her Secret

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9791370007683

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

 

 

Portadilla

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Todas las miradas estaban sobre ella, pero solo la suya le hizo sentir como una impostora.

Aurora Arundel no debería estar en Nueva York. Ni para la subasta ni para el baile de máscaras. No estaba invitada. Solo sus padres. Pero los muertos no podían prohibirle asistir.

Solo ella sabía que la invitación no era suya cuando cruzó las puertas de hierro negro y subió por el camino de piedras hasta la entrada de la Eachus House.

Agradeció a los dioses poder mantener la espalda recta y la cabeza erguida mientras la conducían por los pasillos de techos pintados y paredes ornamentadas hasta la escalera flotante de roble y el salón verde, transformado, por esa noche, en sala de subastas.

Un atril de roble con el nombre de una famosa casa de subastas estaba colocado frente a una gigantesca chimenea de mármol, magistralmente elaborada con enredaderas plateadas.

Todos tomaban asiento, ocultos tras sus máscaras. Aurora recibió una paleta dorada y el subastador la invitó a sentarse frente al atril. Las patas de madera del caballete asomaban bajo una tela negra.

Solo el personal sabía quién estaba detrás de cada máscara, porque conocían los nombres asignados a las paletas numeradas.

Era uno de esos juegos a los que jugaba la élite. La noche empezaba así para crear la anticipación, pero a los ricos les daba igual que esa noche fuera supuestamente benéfica, qué causa apoyarían.

A sus padres, desde luego, nunca les había importado. Pero a ella sí.

Aurora subió y subió la puja por un cuadro que nadie vería hasta que terminara la subasta.

Y la mirada de él se intensificaba con cada puja, con su cabeza ladeada, mirándola desde la primera fila de sillas. La máscara curva de pan de oro que cubría sus mejillas, nariz y labio superior intensificaba sus ojos verdes y ambarinos.

Aurora era consciente de lo diferente que era su vestido de los demás. Su madre no lo habría aprobado. El color, el corte, las lentejuelas. Relucía bajo la lámpara de araña. Llamaba la atención.

Su madre, lady Arundel, esposa de lord Arundel, tampoco habría aprobado las delicadas perlas que brotaban de la máscara azul y dorada. Las conchas agrupadas en el lado derecho, entrelazadas con los diamantes más puros y los exclusivos zafiros.

Parecía una sirena. Había elegido un vestido asimétrico con un hombro al aire y una abertura hasta el muslo derecho. Esa noche le apetecía mostrarse atrevida. Sin concesiones.

Sin embargo, bajo la mirada del hombre, el lazo en su hombro izquierdo parecía demasiado grande, el hombro derecho demasiado desnudo. Se sentía demasiado brillante, colorida, sin aliento.

El corpiño del vestido aguamarina le apretaba. Sus pechos tensos, los pezones endurecidos.

Aurora tragó saliva, preparándose para continuar la puja. Por ella. Por su hermano.

El dolor se instaló en su pecho. Tan visceral como la noche en que se había ido.

–Cincuenta millones. –Se cuadró de hombros. Ganaría por Michael. Por todas las veces que le había defraudado, que no había luchado por él.

La sala, abarrotada, dio un respingo. Pero él no. Los ojos que la mantenían cautiva ni parpadearon.

–¿Quién ofrece cincuenta y uno? –El canturreo de la subastadora se coló en su conciencia, pero ella posó la mirada en el sutil movimiento de la boca del hombre–. ¿Nadie? –continuó la subastadora.

Ella esperó a que el desconocido moviera la boca. A que pujara contra ella. Quería oír su voz, saber si coincidía con la intensidad de su mirada. Pero él no habló. Su barbuda mandíbula inmóvil, hermosa, definida por un vello castaño mezclado con hilos de fuego rojo y fragmentos de hielo.

–Cincuenta millones a la una…

Aurora levantó la mirada hasta sus ojos y lo encontró mirándola todavía.

–¿Hemos terminado?

–Adjudicado por cincuenta millones de dólares… –El martillo cayó–. Vendido.

El desconocido apartó la mirada y Aurora soltó el aliento retenido. Había ganado.

Él le dio la espalda mostrando su pelo castaño, moteado de gris, recogido en la nuca en un moño bajo, asentado sobre el cuello blanco de la camisa.

Aurora admiró su magnífica estatura. Era un gigante. Casi dos metros. Un vikingo. Sus anchos hombros se tensaron con una energía apenas contenida dentro del esmoquin negro.

Sin volver a mirar en su dirección, salió por una puerta lateral. Llevándose el aire con él.

La habitación se volvió sofocante, como si le hubiera arrancado a Aurora su capacidad de respirar.

–Gracias por sus pujas. ¿Y enhorabuena…?

Aurora se volvió hacia la subastadora y levantó su paleta, mostrándole el número.

–Enhorabuena, 265. –La subastadora se acercó al caballete, agarró la tela negra y todos contuvieron la respiración–. Le entrego Divinity –anunció mientras tiraba de la tela. Los asistentes aplaudieron.

Aurora posó su mirada en la obra de arte que había obtenido. Los más pequeños detalles de la cara del niño, pintada con líneas gruesas y atrevidas, eran visibles, hasta el pequeño grupo de pecas en su mejilla derecha. Conocía al artista. Sebastian Shard. Su método tosco y el uso de una variedad de medios lo habían convertido en un artista conocido, junto con su vuelo a la fama desde las calles.

Era una obra hermosa, inquietante. Los ojos verdes ambarinos miraban al público, pidiendo algo que ella había visto en los ojos de su hermano mientras suplicaba a sus padres que no lo repudiaran, suplicando su ayuda, no su desheredación.

«Deberías haberlo ayudado». Aurora sintió un nudo en la garganta.

Los cincuenta millones de dólares que había pagado por la obra de arte se donarían a los sintecho.

Aurora esperaba sentir la alegría. Pero no sintió nada. No sintió alivio. Ni redención. Empezaba a comprender que ese acto altruista no borraría todas las veces que había permitido que sus padres pisotearan su conciencia. Y había algo más. Sintió asco. Había necesitado tan desesperadamente su amor, su aprobación…

«Niña de oro», la había bautizado Michael, y ella había desempeñado su papel de forma impecable. Había sido la hija perfecta y, aun así, ellos le habían negado ese amor.

Esa noche no la redimiría. No le devolvería a su hermano. No detendría la sensación de culpa por seguir siendo la niña de oro de sus padres mientras Michael, la oveja negra, había muerto.

Pero esa noche se había liberado de sus cadenas y pagado una enorme suma a una organización benéfica que ayudaba a gente como su hermano. Gente que no tenía, o no podía, volver a casa.

Entonces, ¿por qué no se sentía… bien? «Porque es demasiado tarde. Ya no puedes salvarlo».

¿Qué sentido tenía todo eso? ¿El vestido? ¿Los zapatos?

No debería haber ido allí. Esa noche no significaba nada. Ni para su hermano ni para la gente de la calle a la que su dinero iba a ayudar. Porque el evento, la gente en la sala, sus padres, incluso la propia Aurora, estaban muy lejos de lo vivido por su hermano. De lo que había muerto soportando.

Respiró hondo y contempló los extravagantes cuerpos que entraban en el salón de baile. Sonreirían y asentirían, encantados con ellos mismos por asistir a un evento que ayudaría a personas a las que jamás conocerían, que ni siquiera reconocerían como humanas. En un minuto, quizá una hora, olvidarían por qué estaban allí. A quién debería beneficiar la velada. Olvidarían a la gente que hacía cola para recibir ropa limpia y mantas cuando llegara el invierno.

¿De verdad creía que una donación mejoraría algo? Ella no era mejor que ninguno de ellos.

Cegada por la pena y el remordimiento, se abrió paso entre la multitud, se apresuró por los pasillos y bajó por la escalera flotante. Al pie de la escalera, se quitó las sandalias de tacón.

Descalza, corrió por el pasillo hasta llegar a la primera puerta que daba al exterior. Tiró de las manillas de plata y abrió de un empujón las puertas francesas. El aire fresco acarició su piel enrojecida mientras contemplaba el cielo sin estrellas. Dejó caer los zapatos en la terraza. Ante ella se extendía un césped perfectamente cuidado, con árboles que tapaban el horizonte de Nueva York. Y siguió corriendo. No importaba adónde, solo que siguiera tan rápido y tan lejos como pudiera.

Sintió un hormigueo en las plantas descalzas de los pies al pisar el césped húmedo, pero no se detuvo. Ni siquiera cuando la hierba se convirtió en piedra. Siguió el camino suavemente iluminado, a través del túnel de altos abetos y sauces llorones, hasta llegar a un callejón sin salida.

Unas puertas de hierro negro le cerraban el paso. Alcanzó el picaporte y empujó, entrando en un jardín amurallado lleno de flores silvestres. La puerta crujió al cerrarse.

El dolor y la culpa le oprimían el pecho, urgiéndola a liberar la horrible verdad que la consumía.

¿Cuánto frío había pasado su hermano? ¿Cómo de asustado estuvo antes de que el frío se lo llevara?

Ella nunca lo había superado. Ni su arrepentimiento ni la pena. La culpa era suya para siempre, porque necesitaba el perdón de la única persona que nunca podría dárselo. Levantó el rostro hacia el cielo y cerró los ojos. No sería digna de él, aunque estuviera vivo. Lo que había hecho era imperdonable. Su silencio, su complicidad, su miedo a enfrentarse a sus padres lo habían matado.

Aurora abrió la boca y gritó.

 

 

Oculto en las sombras, Sebastian Shard la vio acurrucada entre las flores silvestres. Y la oyó gritar. No a la mujer de la sala de subastas, sino a la criatura oculta en su interior. Una criatura en pena.

Una máscara de oro y el tono perfecto de azul oceánico ocultaba su rostro y lo adornaba con conchas y perlas marinas. Parecía una sirena sin su cola. Varada en tierra, con los pies descalzos, húmedos y sucios. El vestido se le pegaba al cuerpo como una segunda piel y ella resplandecía.

Su largo cuello se alzaba hacia el cielo. Hacia los dioses, rogándoles que escucharan su canción. Que la recogieran y se la llevaran. Pero ellos no escuchaban. Nunca lo hacían. Por desgarrada que fuera la plegaria. Por sincero que fuera el rugido. Los dioses los habían olvidado a todos.

Él debería saberlo. Reconoció el sonido, que desbloqueó un recuerdo profundamente enterrado, un tiempo, solo en la oscuridad, rogando a los mismos dioses que se lo llevaran a él también.

Era demasiado íntimo, demasiado peligroso, escuchar esa voz rota, porque lo conmovía. Lo suficiente como para salir de las sombras y entrar en el espacio iluminado suavemente por una docena de farolas discretamente colocadas en el interior de las plantas.

Se acercó a ella con paso silencioso. Se dijo que no quería acercarse más. No quería saber por qué cantaba al cielo oscuro. Quería que se fuera. Quería alejarse de su presencia.

Pero aun así se acercó. Atraído por su canto de sirena.

Estaba a menos de medio metro de ella cuando dejó de gritar. Pero su respiración era entrecortada. Cada vez que respiraba, su corpiño apretaba sus pequeños pechos, tensos contra la tela.

–¡Tú! –Sus ojos, oscuros y profundos, se abrieron de par en par bajo la máscara.

–Yo. –Él asintió. Era el hombre que la había mirado en la sala de subastas. Le recordaba a alguien. Deseó que ella fuera esa otra persona, que su hermana ocupara su lugar y estuviera allí con él.

–¿Te gusta mirar? –preguntó ella, la voz entrecortada.

–Sí –admitió él. Le gustaba. Era lo que hacía. Su único propósito: observar y transcribir lo que veía al lienzo que tuviera a mano, en el medio que tuviera más a mano. No se avergonzaba.

–¿Y quién te ha dado permiso para mirar? –Ella apartó la mirada.

–¿No te gusta que te miren?

–No. –Volvió a clavar su mirada en la de él–. No de la forma en que me miras.

–¿Y cómo te miro? –Él se acercó, tirado por un hilo de acero invisible.

Su hermana habría sido mayor de lo que claramente era esa mujer. Pero su hermana nunca conocería el placer de agitar la mano y conseguir el objeto de su deseo simplemente porque lo deseaba. Nunca se pondría un vestido de baile ni bailaría en una sala llena de gente que habrían pasado junto a ella por la calle e ignorado sus penurias. ¡Su sufrimiento!

Esa mujer no era su hermana. La hermana de Sebastian estaba muerta.

Esa mujer estaba viva. Respirando el mismo aire que él.

–Como si lo supieras –susurró ella.

–¿Saber qué?

–Que no pertenezco aquí.

–No perteneces –reconoció él. Los despreciaba a todos, y más a ella. Pero se había equivocado. Ella no era uno de ellos. La élite enmascarada que no sentía dolor ni empatía. Ella sufría.

–¿Es tan fácil de ver? –preguntó ella–. ¿Tan evidente?

–Sí. –Él tragó saliva.

–¿Qué me ha delatado? –Ella puso las manos en las caderas–. El vestido –concluyó–. Mi madre también lo habría odiado. Nunca me habría dejado elegirlo.

Él encajó la mandíbula. No lo odiaba. Era una elección perfecta. Le gustaba demasiado.

–Yo no estaría aquí si ella estuviera viva. –Agitó las manos en el aire–. Seguiría en los Cotswolds, sonriendo y asintiendo a cosas que me repelían. –Su garganta se tensó–. Me daban ganas de…

–¿Gritar?

–Sí. –Ella se sonrojó, y él quiso ver debajo de la máscara–. Pensé que gritar me haría sentir mejor.

–¿Funcionó? –A él no le había hecho sentirse mejor. Lo había agotado hasta derrumbarse en la calle y permanecer allí durante una década. Pero ella estaba de pie, y eso le intrigaba.

–No. –Ella sacudió la cabeza–. Tampoco venir aquí. –Se llevó la mano a la máscara–. Ni esta máscara.

–Déjatela puesta –le ordenó él. No quería ceder a la tentación de verle la cara.

–¿Por qué? Ves a través de ella. ¿Sabes quiénes son mis padres? ¿Lo que hicieron? ¿Lo que hice yo?

–¿Qué hiciste? –No quería conocerla, pero esa criatura lo fascinaba.

–Dejé morir a mi hermano. –Ella arrugó la nariz.

Igual que él había dejado morir a su hermana. Desprotegida. Sola.

–Vine aquí –continuó ella–, a pesar de la opinión de mis padres de que los que acaban solos y en la calle, de alguna manera… –se encogió de hombros–, se lo merecían. Como mi hermano.

–¿Tu hermano? –preguntó él–. ¿Era un vagabundo?

–Pensé que invertir el dinero de mis padres ayudaría. –Ella asintió y se mordisqueó el labio inferior con unos dientes perfectamente blancos–. Pero no es suficiente. Es demasiado tarde. Mi rebelión, contra el punto de vista de mis padres sobre el mundo, no sirve de nada. No para Michael.

–¿Cuándo murió? –preguntó Sebastian con un nudo en la garganta por la similitud de sus destinos.

Había donado ese cuadro, y todo lo recaudado iría a la comunidad con la que había vivido durante una década. Pero ella tenía razón. No era suficiente. No para la gente de la calle. O los muertos.

–Hace un año –confesó Aurora–. Lo dejé morir, en la calle, porque mis padres dijeron que tenía que ser así. Que no podía salvarse. Que lo habían intentado. Pero no lo intentaron. Lo desheredaron. Le dieron la espalda. Y yo… debería haber estado allí para él. –Cerró los ojos–. Pero no estuve.

–¿Por qué no? ¿Por qué no estuviste para él? –preguntó Sebastian, haciéndose eco de las preguntas que se había hecho a sí mismo demasiadas veces. Él tampoco había estado allí para su hermana–. ¿Por qué no estuviste para tu hermano? –insistió. Quería oír su justificación. Él nunca lo había podido justificar. Su culpa era su merecido castigo. Y no quería libertad condicional. Quería cadena perpetua. Para permitirse solo dolor, sin tregua.

–Quería creerlos –admitió Aurora.

–¿Creer a quién?

–A mis padres. Quería creer que su mano dura lo despertaría, lo traería de vuelta, al viejo Michael. Pero no fue así. Lo devolvieron en un ataúd.

A Sebastian se le formó un nudo en la garganta. Amelia no había tenido ataúd. Ni tumba.

–Había roto tantas promesas –continuó ella–, y la noche que mis padres lo echaron a la calle, no lo creí cuando dijo que cambiaría. Pero si lo hubiera defendido, si lo hubiera respaldado, y él hubiera roto otra promesa a mis padres, a mí… Mis padres, ellos habrían…

–¿Tus padres habrían qué?

–Me habrían bajado del pedestal –confesó Aurora–. Me habrían echado a la calle a mí también. Y tuve miedo. No soy valiente. Me escondo detrás de esta máscara, con este horrible vestido.

–No es horrible.

–¿No lo es?

–No. –Él tragó saliva–. No sé quiénes son tus padres. No sé quién eres tú. Cuando dije que no pertenecías aquí, me refería a aquí, conmigo. Porque no puedo ayudarte –concluyó.

–¿A quién has perdido tú? –preguntó ella.

–A todos –confesó, frunciendo el ceño, la palabra pesada en la boca. En la lengua. ¿Tanto se notaba?

–¿Todos? –balbuceó Aurora.

No se lo contaría. No descargaría el peso sobre ella. Lo había guardado para sí durante tanto tiempo que no sabría cómo contarlo. El fuego. La cuna. Amelia.

–Fue hace mucho tiempo. –Las palabras arañaron su garganta–. Hoy hace veinticinco años.

–¿Todavía duele?

–Todos los días.

–¿Cómo lo superas?

–No lo haces –contestó él con sinceridad–. Lo aceptas.

–¿Aceptarlo? –preguntó Aurora con el ceño fruncido.

–Vives con ello hasta que forma parte de ti como la sangre de tus venas –le explicó. Él sabía cómo manejarlo, ella aún no–. Pero nunca lo olvidas. Te dejas puesta la máscara. Te blindas contra tus sentimientos. Nunca te apegas a nadie, y no te vuelven a lastimar.

–Es un consejo horrible. –Ella hizo una mueca–. No quiero vivir así. Nadie debería tener que hacerlo.

–Es mi consejo. –Sebastian se encogió de hombros–. Tú decides lo que haces con él.

–¿Yo decido? –Ella bajó la mirada hacia sus manos–. Me he pasado la vida tomando decisiones equivocadas. –Tragó nerviosamente–. Decisiones que en realidad no quería tomar, decisiones que mis padres querían que tomara. Y me hicieron creer que, si las tomaba, me querrían. Pero no lo hicieron. Solo se amaban a sí mismos. Llamaban «amor» a su fría muestra de afecto, porque yo me convertía en el pináculo de la bondad, la niña de oro que solo deseaban exhibir por respetabilidad pública.

Un rugido creció en el pecho de Sebastian. Respetabilidad. Era lo único que le importaba a la élite en sus comunidades cerradas, sus altísimas mansiones. Pero todo era mentira, una tapadera, porque la podredumbre ya estaba dentro de sus comunidades, de sus mansiones, y aun así la ignoraban, hasta que se derrumbaban. Y ella era el producto de su egoísmo por mantener una falsedad.

«Como tú».

–Busca tus zapatos y vuelve dentro. –Sebastian dio un paso atrás. No podía ayudarla.

–¿Y si no quiero volver dentro? –Ella bajó las manos.

–No es una opción. –La máscara se clavó en sus pómulos.

–No quiero volver dentro con ellos. –Aurora se acercó más a él. Demasiado–. No quiero estar en una habitación llena de gente que no me conoce, a la que no le importa si estoy sufriendo.

–A mí tampoco me importa –contestó él, porque no le importaba. Al menos, eso se decía a sí mismo. Ni sus pies descalzos, ni su piel de gallina. No quería llevarla de vuelta al refugio, al calor.

–¿De verdad quieres estar solo? –preguntó ella–. ¿En el aniversario de todo lo que perdiste?

–Sí. –Sebastian se tensó.

Ella sacudió la cabeza. Su moño alto de seda negra retorcida se aflojó. Los dedos de Sebastian ansiaban soltarlo y verlo caer sobre sus hombros.

–Vete. –Él apretó el puño.

–No deberías estar solo esta noche. Y yo no quiero estar sola –admitió ella–. Nunca había mantenido una conversación tan franca con alguien. Estamos conectando. Y… –Lo miró–. No quiero que acabe.

 

 

–¿Por qué iba a importarme lo que tú quieras?

–Si quisieras estar solo –susurró ella–, no habrías revelado que me habías visto.

–Pero te he visto.

–Y aquí estamos. –Aurora se acercó hasta que su aroma, su suavidad, lo bañaron–. Juntos.

–Geografía –aseguró él con desdén.

–Bésame –espetó ella, dejándolo sin aliento.

–¿Besarte?

–Un beso. –ella entreabrió los labios–. Luego, si sigues queriendo estar solo, me iré.

–No. –No quería besarla. Y para demostrárselo a su cuerpo, a su cerebro, agachó la cabeza.

–Ni siquiera tenemos que quitarnos las máscaras.

–No –repitió él, aunque con menos firmeza.

–Quiero que esta noche sea algo más que un recuerdo doloroso. –El aliento cálido y dulce de ella acarició los labios de Sebastian–. Necesito que sea… más.

Él se apartó.

–Por favor –insistió ella, y las palabras que brotaron de sus labios lo golpearon en el plexo solar.

Los dioses no lo habían escuchado hacía veinticinco años. Era demasiado viejo. Tenía demasiadas cicatrices. Pero ella era joven.

¿Y qué era un beso? No había nada de malo en darle eso. Un poco de ayuda. Un poco de suavidad, cuando su dolor era aún tan nuevo, tan crudo, y el mundo no le ofrecía más que soledad.

No era por él, se dijo. Era por ella, y por el chico que no había recibido la misma amabilidad.

Empujó hacia arriba el borde dorado de su máscara. Lo justo para descubrir sus labios.

–Un beso –aceptó Sebastian.