Seducida por el jeque - Lela May Wight - E-Book

Seducida por el jeque E-Book

Lela May Wight

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Beschreibung

Bianca 2985 Le pidió una noche, pero más tarde ¡pidió su mano! Charlotte Hegarty estaba decidida a empezar a vivir su vida, después de haber perdido a su padre, y pensó que un encuentro irracional con su primer amor, el príncipe Akeem, la liberaría del pasado. Igual así, conseguía olvidarlo de una vez… Akeem quería enseñarle a Charlotte lo que se había perdido al darle la espalda, de modo que decidió llevársela por sorpresa a su reino del desierto, decidido a seducirla. Pero cuando su affair secreto amenazó con convertirse en un escándalo, el deber exigió de él que tomase una decisión radical: Charlotte sería su reina.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2022 Lela May Wight

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Seducida por el jeque, n.º 2985 - febrero 2023

Título original: His Desert Bride by Demand

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411413824

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

EL bastardo estaba muerto.

Arrancó el informe, hizo una bola con él y lo lanzó al otro lado de la habitación. Aterrizó sobre una alfombra de seda, junto a la montaña de papeles que se habían ido acumulando y que contaban en papel caro la vida de Damien Hegarty.

Akeem casi se rio. El hombre que se había referido a él como un monstruo –y cosas peores– había muerto, y él debería sentirse más tranquilo, pero no era así, porque ella lo iba a perder todo.

Akeem Abd al-Uzza, príncipe heredero de Taliedaa, contempló la foto que creía destruida y el corazón le explotó. Allí estaba ella, en una sola instantánea. Charlotte.

Rozó con el índice el cuerpo que mostraba la fotografía. Lo recordaba todo, hasta el último detalle de su suave piel rozándose con la suya, mucho más áspera. Cómo le había obsesionado ver cada marca, cada mínima señal que ensombrecía el tono dorado de su carne. Lo había hipnotizado con su dulzura.

–Dulzura –repitió con amargura, y la palabra le hizo daño en los labios.

Una descarga de deseo hizo que se mesara los cabellos, despertando en él unos recuerdos olvidados hacía ya mucho tiempo y que lo revolvían de un modo inesperado y no deseado. Las pecas que salpicaban su seno derecho, y cómo había ido lamiéndolas una a una hasta llegar a su pezón. Cómo ella había gritado su nombre mientras exploraba su cuerpo por primera vez, la misma noche en que lo rechazó, apartándolo de su lado como si no tuviera ningún valor.

Se levantó de la silla para mirar por la ventana. Ante sí había una ciudad antigua y el desierto que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Sintió que el estómago se le encogía, como siempre, al saber que iba a ser suya. Que ya lo era. Cerró los ojos. Él, el heredero huérfano y olvidado, era quien regía sus destinos desde el palacio de lo alto de la montaña. ¿Por qué entonces no era capaz de dejar atrás de una vez por todas el pasado, sabiendo que había sido capaz de superar tantas cosas? ¿Por qué no la olvidaba de una vez?

Charlotte Hegarty le había hecho daño, dando al traste con toda su inocencia. Y, no obstante, casi una década después, seguía deseándola. Sin medida.

Dos semanas, y sería coronado rey de manera oficial, así que solo le quedaba una porción limitada de libertad antes de que el peso de la corona que le había estado vetada recayera sobre sus hombros y lo apartara definitivamente del pasado. Y de ella. Y de su necesidad de restregarle todo lo que había echado por la borda para vivir una vida de trabajos.

Porque, antes de ser rey, estaba decidido a cobrarse venganza. Sería el acto de un hombre, no de un rey. Una oportunidad que no iba a echar a perder. Así le demostraría al pasado, y a ella, que no había sitio en su mundo para ninguna de las dos cosas.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

CHARLOTTE Hegarty abrió el puño y dejó caer la tierra, que fue golpeando el ataúd de su padre. Marrón oscuro sobre madera de haya. Y no sintió nada. Nada en absoluto. Estaba aturdida. Vacía.

Sus finas bailarinas se hundían en la hierba cuando se dio la vuelta para darle la espalda al féretro y contemplar lo que tenía a su espalda. No había nadie. Solo estaban el vicario y ella. Nadie se había molestado en aparecer. Ni siquiera los borrachos amigos de su padre. Echó a andar sintiendo el aire atravesar su americana fina y su blusa blanca. Pero siguió caminando, alejándose del pasado, de las esperanzas y sueños que había puesto a sus pies para que él, una y otra vez, los pisoteara al elegir antes la botella que a ella. Al final, la botella había ganado, llevándoselo por delante a él y toda esperanza de que un día se diera la vuelta y la viera.

Viera a su hija.

El velatorio la esperaba, ominoso y negro como la verja alta que cerraba los muros del cementerio. No había perdido la esperanza de que alguien se acordara de él. Que le doliera su pérdida. Pero no habría barra libre en el velatorio. Solo recuerdos. Solo dolor. Solo remordimientos. Porque sus amigos no lo eran de verdad, y no querían ver las consecuencias que, en el mundo real, acarreaba su estilo de vida.

Ella se encargaría de recordarles quién había sido su padre. Su último acto como hija. Cruzaría la calle, entraría en el pub, donde le habían dejado un cuarto gratis para el velatorio, y fingiría comerse los pequeños sándwiches de pasta de pescado y pepino. Y todo terminaría.

Arrastrando los pies, empujó la puerta de doble hoja que necesitaba desesperadamente una mano de pintura, y se quedó de piedra. Hasta el último átomo de su cuerpo quedó en suspenso porque el corazón había dejado de bombear sangre a los órganos vitales.

Había conjurado un fantasma.

–¿Akeem? –dio un paso–. Estás aquí… Eres tú.

–En carne y hueso, Charlotte –contestó, apoyándose contra la barra del bar.

Su mirada se clavó en sus labios, en aquellos labios oscuros y carnosos que hacían que cada sílaba de su nombre sonase… mal. Igual que le había hecho sentirse nueve años atrás, cuando le recordó sin tapujos quién era. Charlotte Hegarty, indigna de amor incondicional. La hija de un borracho que vivía en el barrio más marginal de Londres, sobreviviendo a duras penas en una vida de pobreza, incapaz de llevar la vida que una cría de dieciséis años debía llevar.

La amargura le subió por la garganta y le inundó el corazón. Akeem no debería pronunciar su nombre, ni siquiera recordarlo. Tampoco debería estar allí, pero lo estaba.

Respiró hondo, cuadró los hombros y lo miró a los ojos. Qué curioso que, el día en que ya no le quedaba nada por lo que pelear, aparte de sí misma, se presentara.

–¿Por qué has venido?

Era la misma pregunta que tantas veces se había oído a sí misma plantear en las incontables noches en que se imaginaba aquella escena. Pero en todas esas ocasiones se veía a sí misma como la definición de la indiferencia mientras él le rogaba que lo perdonara. Y después, ella fingía que no había nada que perdonar y lo despedía. En el fondo, nunca había esperado que la escena tuviera lugar, y mucho menos, en aquel momento.

Akeem se encogió de hombros.

–Para ofrecerte mis condolencias.

La rabia la sacudió hasta la punta de los pies.

–¿Aún con mentiras, Akeem? –lo acusó, incapaz de contenerse. Había mentido para meterse en su cama y después marcharse sin tan siquiera una nota de despedida.

Se apartó de la vieja barra de bar en la que estaba apoyado, y la fuerza de su más de metro ochenta de presencia masculina la asaltó. Y para colmo, sonrió. Un fogonazo de blanco de sus dientes en mitad de aquella barba negra y corta.

–Yo nunca te he mentido.

El recuerdo era intenso, y mirando su boca recordó la última mentira que le había dicho mientras salía de su alcoba descolgándose por la ventana. Besándola en los labios inflamados le había susurrado promesas de amor para siempre mientras bajaba hasta el tejado del porche.

Esa era la mentira que más le había dolido.

–Espero que, por lo menos, te permita dormir mejor por las noches –replicó.

–Dormir es para los muertos –sentenció, acercándose a ella.

Charlotte se quedó sin aliento. Tenía su denso pelo algo alborotado, como si se hubiera pasado las manos por él.

–Y yo estoy muy vivo –añadió–. Además, nunca duermo.

Un estallido de calor le coloreó las mejillas, el cuello y más… más abajo. Su cuerpo lo había reconocido antes de que ella pudiera ordenarle que no lo hiciera, y le resultó aterrador. Aquel era el efecto que surtía en ella simplemente estando en el mismo espacio, robándole el aire que necesitaba para vivir.

–Tiene que ser agotador pasarse la vida ahuyentando los demonios que acosan tu cama.

Abrió ligeramente las piernas, dispuesta a pelear. Llevaba nueve largos años preparándose para aquella confrontación. Ella odiaba las confrontaciones, pero su momento había llegado.

Akeem le dedicó una especie de sonrisa que solo se dibujó en la mitad de su boca y se acercó aún más.

–Siempre he tenido energía más que suficiente.

Sabía lo que estaba haciendo. Quería recordarle que había compartido su cama y que, entonces, durmió abrazado a ella como si fuera una segunda piel.

–Lo que hagas en la cama no me interesa. Pero aquí, no eres bienvenido.

–¿Ah, no?

Sus facciones parecían rezumar inocencia, pero ella lo conocía bien y no se iba a dejar engañar.

–No. Mi padre no te habría querido aquí, y tampoco habría aceptado tus condolencias.

–Mis condolencias son para ti, no para él.

–Me sorprende que tengas algo para mí, y todavía más que pienses en mí –contraatacó, preparándose para la frase que más había practicado. La mentira más grande y mejor–, porque yo nunca pienso en ti.

Si no había sentido nada junto a la tumba de su padre, lo estaba sintiendo todo en aquel instante. Su yo de dieciséis años había salido a flote, recordándole a su yo de veinticinco que había asuntos pendientes.

Y allí estaba él, su asunto pendiente, desabrochándose en silencio los dos primeros botones de perla del cuello de la camisa blanca inmaculada. No respondió. Simplemente siguió mirándola, clavada su mirada en los ojos de Charlotte. Y una atracción magnética la empujó a acercarse todavía más, a dejarse envolver por aquel perfume terrenal a madera y arena, a tocarlo.

Las palabras habían sido la parte fácil, porque lo que no se esperaba era que su cuerpo reaccionase de un modo tan primitivo ante él. No estaba en el guion, pero no iba a dejar que él lo supiera. No se iba a romper por fuera, aunque por dentro se estuviera derritiendo.

–Yo pienso en ti con frecuencia, qalbi –admitió en voz baja y suave, que ella sintió como una caricia–. Pienso en la vida que escogiste.

–¿La vida que yo escogí? –repitió. Qué rabia que la voz se le hubiera quebrado. Habían pasado nueve años, y no podía cargarle a él toda la culpa porque ella se hubiera quedado mientras que él se marchaba, pero lo hizo. Lo culpó por todo.

Él asintió, viendo cómo se mordía en labio inferior.

–La existencia penosa a la que llamas vida.

–¿Qué?

Entonces dio un paso atrás, pequeño, pero lo justo para poder conectar un directo a su mandíbula de corte perfecto.

–No tienes ningún derecho a juzgar mi vida.

–¿Ah, no? Podrías haber sido lo que quisieras. Lo que quisieras –repitió–. Pero decidiste seguir cuidando, durante una década más, de un hombre que te había menospreciado a cada oportunidad que se le había presentado de hacerlo.

Charlotte parpadeó varias veces seguidas.

–Yo… –¿podría haber sido lo que quisiera?–… tengo veinticinco años, te recuerdo. No estoy muerta.

Pero sus palabras se le quedaron en el vientre, a pesar de su fingida confianza. No sabía cómo sería su vida de no haber tomado aquella decisión. Lo único que sabía con certeza era el hecho descorazonador de que no tenía a nadie ni nada a lo que considerar suyo.

–Dime que no es cierto. Cuéntame los maravillosos planes que tienes, ahora que eres libre. ¿Sigues dibujando?

Lo miró atónita. ¿Si seguía dibujando? ¡Se acordaba! Recordaba el rasgo que entonces la hacía libre. El lápiz era su billete a la aventura. Su válvula de escape. Y había renunciado a él. A su arte. A su único talento. Y lo había hecho porque su padre lo consideraba una estupidez que malgastase el tiempo dibujando cuando debería estar cuidando de él. Su padre había destruido sus trabajos. Había aplastado todos sus sueños, y ella se lo había permitido porque se sentía egoísta dedicando esos momentos a dibujar y soñar. ¿Cómo tomarse tiempo para sí misma cuando su padre necesitaba que lo ayudase a sobrevivir? ¿Cómo perseguir el absurdo sueño de ser retratista cuando el peso de la realidad era tan aplastante?

–¿Sigues persiguiendo tus sueños? –continuó él, y Charlotte se tragó el recuerdo de lo que había perdido, de lo que su padre le había arrebatado. Y no era solo su arte, sino también parte de lo único que definía su identidad. Había renunciado a sus sueños como si nunca hubieran existido. ¿Qué sentido habría tenido aferrarse a ellos?

Pero él parecía decidido a hacerle recordar, a hacerle lamentar.

–¿O es que has malgastado la vida rellenando las botellas de whisky vacías con té para intentar engañar al borracho de tu padre? –continuó–. ¿Has malgastado tu vida, qalbi, intentando salvar a un hombre que no quería ser salvado?

Levantó una mano de dedos largos como si pretendiera acariciar su mejilla, y ella retrocedió. Estaba demasiado cerca. Era demasiado íntimo.

Pero sus preguntas la cuestionaban a un nivel muy profundo, ya que no había hecho ninguna de las cosas de las que hablaron en susurros aquella noche, escondidos en su alcoba. Aquellos sueños y esperanzas de ser… más.

De repente experimentó una tremenda presión en los pulmones. Su padre la había necesitado cuando nadie más lo había hecho, aunque jamás hubiera reconocido su sacrificio. Su tiempo. Su arte. Nunca se había dado cuenta de que ella era quien lo había mantenido vivo, olvidándose de su propia vida. Nunca había reconocido la astucia que les permitía sobrevivir con la mínima, presentándose en el banco unas horas antes que él para retirar la pequeña pensión que recibían antes de que él se la gastase en whisky y que, después, no pudieran ni comer. Nunca la había visto acudiendo a los bancos de alimentos cuando él se le adelantaba y no dejaba ni un céntimo. Jamás le había dado las gracias. La hija haciendo las funciones del padre, encadenando trabajos temporales de camarera, de dependienta, de limpiadora. Todo lo había soportado en aquellos nueve años, justo desde que Akeem la dejó.

¡No había tenido elección!

–He hecho lo que tenía que hacer –replicó–. Ayudé a mi padre como cualquier hija debe hacer –inspiró profundamente y sintió el algodón barato de la camisa en el pecho–. Él era cuanto tenía.

–No. Tu padre era cuanto tú misma te permitiste tener.

–¡Basta!

No quería seguir escuchando. Así no era como ella había imaginado aquel reencuentro. ¿Por qué no estaba él de rodillas, rogándole que lo perdonara por haberla abandonado?

–¿Eres la mujer que querías ser, Charlotte?

Hubo un tiempo en que se atrevió a imaginar que podía llegar a ser alguien, que la vida tenía más que ofrecerle, aparte de ser la cuidadora de su padre. Pero Akeem se había encargado de pulverizar esos sueños, y ahora no tenía ni idea de quién era, ni de lo que iba a hacer. Pero no iba a admitirlo delante de él. Ya era bastante duro admitir ante sí misma que cuidar de su padre había sido toda su vida.

–Basta –repitió.

Odiaba a aquel hombre. Odiaba lo que le había hecho. Que la hubiera empujado a cuestionarlo todo. No solo porque había roto después la promesa de llevarla consigo, sino porque había acabado con quien era ella, y había cosas que ya nunca podría llegar a ser.

–Deja lo que sea lo que estés haciendo y márchate –lo conminó.

–Pero si acabo de llegar.

–Yo no te he pedido que vinieras.

–¿Preferirías estar sola –abrió los brazos y alzó las cejas–, en un lugar como este?

–Qué amable eres recordándomelo. Pero te recuerdo que no tienes derecho a decirme cómo vivir mi dolor.

–Lo único que deberías sentir es alivio –espetó–, pero tienes razón. No tengo derecho a decirte cómo vivir tu dolor, ni dónde, porque no lamento que haya muerto. Siento que hayas perdido a tu padre por ti, Charlotte –continuó–. Sé que lo querías por razones que nunca…

–Este no es el momento.

–¿Qué momento puede haber mejor que este?

Respiró hondo y se pasó las manos por la cara. Tenía que acabar con aquella conversación.

–¿Qué quieres?

Volvió a acercarse.

–Lo que yo quiera no importa. Lo que importa es lo que yo tengo y tú necesitas, Lottie.

–¿Y qué es lo que yo necesito, Akeem?

Oír que la llamaba por aquel nombre hizo que, a su pesar, se estremeciera por dentro.

–Me necesitas a mí.

–¿A ti?

–Sí –sonrió, y su mirada ardió–. A mí. Akeem Abd al-Uzza.

Su voz, profunda y orgullosa, rezumaba masculinidad. Poder.

–¿Ya no eres Akeem Ali?

–Abd al-Uzza es el apellido de mi padre.

–¿El apellido de tu padre? Pero si tu madre…

No terminó la frase y cerró los ojos. No importaba. No quería saber. Había renunciado a su apellido igual que había renunciado a ella. Los habría abandonado a ambos como si no significaran nada.

–Akeem Ali, o Abd al-Uzza, no te quiero aquí, y por supuesto, no te necesito.

–Hoy es el primer día del resto de tu vida. ¿Qué mejor modo de empezar que con una noche de placer en mis brazos, rodeada de lujo?

–¿Quieres llevarme a la cama? –repitió, incrédula.

–Sí. Pasarás una noche en mi cama. Una noche de placer extraordinario.

–¿Por qué?

–Llámalo como quieras. Apoteosis final.

–¿Apoteosis final? –el corazón se le desbocó–. ¿Has venido hasta aquí, sin haber sido invitado, porque has pensado que me acostaría contigo por última vez para dar no sé qué por terminado? –abrió los ojos de par en par–. Qué arrogante eres.

–¿Te sorprende mi arrogancia cuando veo tu pulso dando saltos en el cuello?

–Sí. El chico al que yo conocía lo sugeriría. Nunca lo exigiría.

Un recuerdo descontrolado la asaltó. Él apoyaba la mano en la piel desnuda de su cadera mientras le susurraba al oído si le gustaba. ¿Quería que le diera placer con sus manos? Se estremeció. Su Akeem había sido delicado, tierno, nunca exigente. El Akeem que ella había conocido no era el hombre que tenía delante.

–No soy el muchacho que tú recuerdas –su voz era pura seda, pura seducción–. El placer que experimentarás en mis brazos será como ningún otro que hayas conocido antes de mí, o que vayas a conocer después.

Alargó el brazo y, con un dedo, rozó el pulso que batía frenético en la base del cuello. Fue todo un triunfo aguantar aquel contacto y fingir indiferencia, una indiferencia del todo imposible, ya que Akeem era el único hombre que había conocido.

–¿Quieres que ponga los labios ahí para que puedas comprender el poder de la atracción que sigue habiendo entre nosotros?

–¡No! –exclamó, incapaz de pensar en otra cosa que no fuera en la deslealtad de su cuerpo, que palpitaba con la intensidad de su mirada, de su roce, del deseo de fundirse en sus brazos.

¿Pero qué narices le estaba pasando? Era el día del funeral de su padre. Y no iba a dejar que Akeem la engañara para que olvidase lo que había hecho, cómo la había abandonado.

–No –repitió–. Mi cama es territorio vedado para ti.

–No es a tu cama donde quiero llevarte, sino a la mía.

–Da igual de quién sea. Yo no voy a estar en ninguna cama contigo –declaró–. Tú eres el que necesita esto –continuó, gesticulando con las manos–. No yo. Si no, no estarías aquí.

–Tú necesitas tanto como yo cerrar esa puerta del pasado –replicó él, acariciando su cuello y alzando su rostro empujando suavemente su barbilla–. Haz la prueba y ven conmigo.

La tentación era grande, y el nudo que sentía en el vientre era el deseo que sentía de él. Ni siquiera necesitaba sentir sus labios para comprender que lo que seguía habiendo entre ellos era fuerte, más de lo que lo había sido nueve años atrás. Era distinto, más poderoso, una especie de ansia antigua. Lujuria. Deseo.

–No –susurró, y él bajó el brazo–. No puedo.

–El miedo te paraba cuando eras una cría, y ahora que eres una mujer –la miró de abajo arriba–, sigues asustada.

–No me digas…

Había sido él quien había salido huyendo. Él era quien tenía miedo.

–¿Qué tienes que perder? No tienes trabajo, ni familia, ni dinero, y pronto ni siquiera tendrás casa. ¿Es que quieres seguir exactamente donde has estado siempre hasta que te echen por la fuerza, obligándote a abandonar todo lo que conoces?

–¿Y cómo sabes tú eso?

–Es fácil imaginar la vida que has llevado.

Claro que lo sabía todo. Era un hombre poderoso. Era fácil reconocerlo en las puntadas artesanales que lucía su traje. Sabía que no había avanzado nada. Para él seguía siendo la misma chica que conoció: asustada y sola, temiendo que el sistema la alejase definitivamente de su padre.

Siempre se había mantenido callada, tal y como su padre le había enseñado. Los de fuera no importaban, no contaban, y no le había dicho nada a nadie, ni siquiera a la policía que aporreó la puerta de su casa porque en el colegio no habían conseguido contactar con ella durante tres días, y estaban preocupados por su bienestar. Encontraron a su padre en el borde de la inconsciencia, y los servicios sociales se encargaron de llevarla a una casa de niños. Ni siquiera entonces habló. Pero a Akeem sí que se lo contó.

Ocho semanas, le dijeron. Si en ocho semanas su padre demostraba que era capaz de cuidar de ella, podría volver a casa. Y en esas ocho semanas, solo existieron ellos dos: Akeem y Charlotte.

Él había sido su primer, su único amigo. Se había abierto a otro ser humano por primera vez en la vida, porque él le había ofrecido algo que nunca había tenido: amistad. Pero ya no era aquella chiquilla. No quería serlo. Aquella niña le había dado todo a su padre hasta que no quedó nada para ella.

Una inquietud desconocida la zarandeó, animándola a olvidarse de las cautelas y a admitir que el contacto con él era bienvenido y que quería más, mucho más, porque ¿cuándo había sido ella egoísta? ¿Cuándo se había permitido comportarse de manera irreflexiva, sin sopesar cuidadosamente los pros y los contras? Solo en una ocasión. Una vez hizo la maleta, dispuesta a escapar, pero él se marchó sin ella…

No tenía nada que perder por pasar la noche con él.

Todos los músculos de su cuerpo estaban tensos como las cuerda de un violín cuando dio un paso hacia él.

–¿Una noche? –susurró, y esperó frente a sus ojos, pegada a él, a que respondiera. Como un boxeador plantado ante un oponente antes de la pelea. Como hacía su padre de joven.

En toda su vida, solo había luchado por esos pocos trofeos que había en el salón de su casa. Nunca había luchado por ella, ni por su familia. Lo único que le enorgullecía era lo que había en aquella caja de trofeos. ¿Y ella, de qué podía sentirse orgullosa? ¿Unos cuantos premios por sus dibujos en el instituto? ¿Una beca que tenía para estudiar en la universidad, que no aceptó porque tenía que buscar trabajo para poder cuidar de su padre?

–Sí –dijo él, la mirada hambrienta–. Una noche.

Era deseo. Sin más. En aquel momento, necesitaba conectar, y estaba reaccionando a los estragos del día y a la tormenta de emociones que él estaba provocando. La indulgencia de ser impulsiva era tan excitante como amedrentadora y se estaba rindiendo a ella con una espontaneidad que nunca se había permitido.

Sus manos encontraron el camino a su pecho sólido como un muro. Puso los dedos sobre el tejido de su camisa y dio un paso atrás.

–Acabemos con esto –dijo, intentando proyectar una indiferencia que no sentía.

–Como desees –contestó–, pero no va a ser algo que dejar atrás. Va a ser largo y gratificante.

–Una noche y solo una. Luego, nos separaremos. Nada cambiará. Seguiremos siendo lo que somos ahora: un recuerdo distante.

–Eso es.

Dudó. Estaba mintiendo. ¿Él, o ella? Porque lo cambiaría todo. ¿Y no era eso lo que quería? ¿Ser completamente nueva e iniciar el camino a un futuro brillante, sin sentirse rehén del pasado?

–Deja de pensar, Charlotte –le aconsejó, al tiempo que extendía un brazo–. Toma mi mano.

Respiró hondo y tomó su mano, sin pausa y sin preguntas.

Akeem la condujo a un coche que esperaba. Charlotte lo miró, acomodado en el asiento de cuero, casi ignorando su presencia, y el corazón traidor dio un salto mortal. La mano le ardía, aún con el calor de la de él. Y la boca… ay, la boca, le palpitaba por haberse sentido tan cerca de la de él.

Apartó la mirada cuando sintió el corazón a punto de explotar. Tenía las palmas sudorosas y se las limpió en la falda. Tenía una carrera en las medias, a la altura de la rodilla. Medias de noventa céntimos y falda barata estilo lápiz. Ese no era el aspecto que debía tener una mujer de camino a la seducción.

Miró por la ventana. La escena que había al otro lado del cristal era un borrón. La ropa no importaba. Quería que pasara lo que iba a pasar. Lo deseaba.

De espaldas a él, sintió el calor de su aliento en la nuca.

–Qué tensa…

Un dedo trazó con suavidad la línea de su espina dorsal, dejando una sensación intensa en su camino.

–Tengo la firme intención de que te deshagas de esta tensión.

Hacía casi una década que nadie la había tocado. Sí, había tenido citas. Gracias a los mil trabajos que había encadenado, la gente no había sido un problema. Pero nunca había conseguido conectar, no había deseado a nadie porque su boca no era la de Akeem. Ninguno le había hecho sentir así.

Ladeó el cuello y se dejó llevar. Una noche. Eso era todo. Sus manos estarían por todas partes en ella, solo en ella. Estarían desnudos, serían anónimos en un viejo hotel de Londres. Lo necesitaba. Él tenía razón.

El coche aminoró la marcha.

–¿Te asusta? –le preguntó, incapaz de hacer otra cosa que no fuera sentir.

Él la atrajo hacia su pecho y ella apoyó en él la espalda.

–¿Qué es lo que me asusta?

Ella se dio la vuelta y apoyó una mano en su pecho intentando mantenerlo a distancia, aunque todos sus instintos le gritaban que tirara de él. Que agarrara las solapas y lo acercase.

–Esta energía que hay entre nosotros.

–Lo que siento es excitación, no miedo.

–Yo también –confesó–. Pero han pasado casi diez años. Somos unos desconocidos y, sin embargo…

–¿Somos desconocidos?

–¿Cómo no vamos a serlo? Yo solo tenía dieciséis años cuando nos conocimos en Los Niños de St John…

–Yo estaba a punto de cumplir los dieciocho. Los dos éramos unos inocentes que buscaban consuelo el uno en el otro.