E-Pack Bianca y Deseo enero 2019 - Abby Green - E-Book

E-Pack Bianca y Deseo enero 2019 E-Book

Abby Green

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Beschreibung

Amarga noche de bodas Abby Green Descubrió dónde se escondía su esposa desaparecida… ¡y el secreto que le ocultaba! Tentación en Las Vegas Maureen Child A aquel multimillonario no le iba el trabajo en equipo... ¡hasta que la conoció!

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Seitenzahl: 361

Veröffentlichungsjahr: 2019

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pack Bianca y Deseo, n.º 156 - enero 2019

I.S.B.N.: 978-84-1307-718-5

Índice

Portada

Créditos

Índice

Amarga noche de bodas

Portadilla

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Tentación en las Vegas

Portadilla

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

LAMENTO darle malas noticias, signorina Caruso, pero su padre tuvo que pedir numerosos préstamos para poder conservar el castello, y ahora el banco amenaza con tomar posesión del mismo, a no ser que usted lo compre al precio del mercado, lo cual es imposible dado que carece de fondos…».

Chiara estaba junto al ventanal del salón en el que había mantenido hacía un par de días la reunión con su abogado tras celebrar el funeral de sus padres.

Desde entonces, aquellas palabras daban vueltas en su cabeza, sumiéndola en una dolorosa confusión: «banco, tomar posesión, carece de fondos». Y no conseguía atisbar otra salida que la de perderlo todo.

El castello de la familia era un imponente castillo de varios siglos de antigüedad, ubicado en la costa sur de Sicilia; una propiedad magnífica, que en el pasado había incluido una granja y plantaciones de limoneros y olivos.

Pero desde la recesión en la que el mercado se había hundido, la explotación se había arruinado por la disminución de la demanda. Tuvieron que despedir a los empleados y su padre no había conseguido salvar la producción. Chiara se había ofrecido a ayudarlo en numerosas ocasiones, pero a él, que era anticuado y conservador, no le había parecido apropiado que una chica trabajara. Y Chiara no había sido consiente de hasta qué punto se había tenido que endeudar para mantenerse a flote.

Ese desconocimiento era lo que más la mortificaba. Pero su madre había estado enferma de cáncer y su principal preocupación había sido cuidar de ella. Si Chiara estaba viva y en cambio su padre había muerto, era porque este había decidido acompañar a su madre a su sesión de quimioterapia semanal en Calabria.

Aquella mañana, una semana atrás, le había dicho a Chiara:

–Tienes que conseguir un trabajo. Ya no basta con que cuides de tu madre.

Había usado un tono áspero. Él nunca había disimulado la desilusión que sentía porque Chiara fuera mujer, y porque tras las complicaciones que sufrió su madre en el parto, no pudiera tener más hijos.

Así que Chiara había ido a la ciudad, pero no había ningún trabajo disponible. Nunca había sido tan consciente de lo poco preparada que estaba; y las miradas que le habían dedicado los lugareños le habían hecho sentir paranoica.

Había sido una niña enfermiza, por lo que su madre la había educado en casa. Pero aun después de que mejorara, la habían mantenido aislada en el castello. Su padre siempre había estado obsesionado con preservar su vida privada y con la seguridad, y, en cualquier caso, Chiara no tenía ninguna amiga a la que invitar. Entonces su madre había enfermado, y ella se había convertido en su cuidadora.

Al volver a casa tras humillarse en el pueblo buscando trabajo y ver que sus padres todavía no habían vuelto del hospital, Chiara había bajado a su rincón secreto, una pequeña cala que quedaba oculta a la vista del castillo, y se dedicó a su pasatiempo favorito, soñar despierta, ajena al hecho de que sus padres agonizaban en un amasijo de metal tras haber sufrido un espantoso accidente de coche.

Más tarde, lo que la haría sentirse más culpable sería que había estado soñando con su fantasía favorita: que abandonaba el castello y recorría el mundo. Conocía a un hombre guapo y descubría el amor y la aventura…

La ironía era de una espantosa crueldad: por fin estaba libre, pero a costa de la pérdida de sus padres; y, por lo que parecía, estaba a punto de perder el único hogar que había conocido.

En momentos así, ser hija única le hacía ser aún más consciente de su soledad. Por eso mismo, desde que tenía uso de razón, había decidido que tendría una gran familia. No quería que un hijo suyo se sintiera tan solo como ella, a pesar del amor de su madre, se había sentido.

Pero si el banco tomaba posesión del castello, sentirse aislada pasaría a un segundo plano de sus preocupaciones. ¿Dónde iría? ¿Qué haría?

La realidad era que no estaba preparada en absoluto para la vida más allá del castello. A pesar de sus sueños de escapar, el castello siempre había sido su referencia, el lugar al que retornar si algún día se marchaba. Y en el que, si era afortunada, viviría con su feliz prole.

La idea de tener que abandonar su hogar era angustiosa… y aterradora.

Notó un empujón en la pierna y al bajar la mirada vio que era el viejo perro de la familia, Spiro, un pastor siciliano que la miraba con ojos lastimeros. Quince años atrás, el cachorro más débil de la camada y casi ciego, había conquistado el corazón de Chiara.

Chiara le acarició la cabeza y musitó palabras de consuelo al tiempo que se preguntaba qué haría con él cuando tuviera que marcharse.

En ese momento, oyó un ruido en el exterior, y Spiro se puso alerta y dejó escapar un ladrido sofocado. Chiara miró por la ventana y vio aproximarse un deportivo plateado.

Entonces recordó vagamente que el abogado había mencionado que un hombre de negocios quería hacerle una oferta. Quizá se trataba de él.

El coche se detuvo en el patio central que, por contraste con el sofisticado y resplandeciente vehículo, pareció de pronto anticuado y desatendido. Irritándose porque un completo desconocido creyera oportuno presentarse sin aviso dos días después de un funeral, Chiara tranquilizó a Spiro y cruzó el castello hacia la puerta principal, decidida a decirle a quienquiera que fuera que volviera un día más adecuado.

Ahogó la punzada de pánico que sintió al pensar que quizá no habría un día «más adecuado». No tenía ni idea de cuáles eran los plazos de intervención de un banco. Quizá la echarían antes del fin de semana.

Con el corazón en un puño, abrió la gigantesca puerta de roble. Por unos segundos, el sol la cegó y solo pudo percibir una figura alta que ascendía la escalinata.

Iba a usar la mano como visera cuando el visitante llegó a su altura y bloqueó el sol con su cuerpo. Chiara parpadeó varias veces al tiempo que bajaba la mano.

Tenía ante sí a un hombre distinto a todos los que había conocido. Era el tipo de hombre que solo había visto en sus fantasías y sobre los que había leído en los libros.

Un cabello espeso, negro, algo alborotado, enmarcaba el rostro más hermoso que Chiara había visto en su vida. Los pómulos marcados y la nariz aguileña le daban un aire patricio que reforzaban su altura y porte. Sus labios, como todo él, parecían esculpidos. Su aura misteriosa y un aire de decadente sensualidad provocaron un hormigueó en las partes más íntimas de Chiara.

Se obligó a salir de la parálisis en la que se había caído y preguntó:

–¿Puedo ayudarlo en algo?

El hombre fijó en ella sus penetrantes e inexpresivos ojos marrones y Chiara alargó instintivamente la mano hacia Spiro. A pesar del gesto impenetrable del hombre, Chiara percibió algo volcánico e intimidatorio en él que le provocó un extraño temor, más próximo al deseo que al miedo.

–He venido a ver a Chiara Caruso. ¿Puede llamar a la señora?

Tenía una voz profunda que despertó los sentidos de Chiara. La había confundido con el ama de llaves, pero su familia había tenido que prescindir del servicio hacía tiempo, lo que explicaba el aire general de deterioro que presentaba el castello. Así que no tenía sentido sentirse ofendida porque la confundiera con el servicio doméstico cuando, en cierta forma, también era el ama de llaves.

Además, llevaba un vestido sobrio de luto, ni una gota de maquillaje y el cabello despeinado. Nunca había sido especialmente bonita y su figura exuberante no estaba precisamente de moda.

Alzó la barbilla.

–Yo soy Chiara Caruso.

Él la miró con una fría incredulidad.

–¿Usted?

–No sé qué esperaba, pero sí, le aseguro que soy Chiara Caruso. ¿Puedo saber quién es usted?

La mirada del hombre se aceró aún más.

–Soy Nicolo Santo Domenico.

Pareció asumir que el nombre le diría algo, pero no fue así. Chiara preguntó:

–¿Y…? ¿En qué puedo ayudarlo?

Confirmando la sospecha de Chiara, él preguntó a su vez:

–¿No sabe quién soy?

–¿Debería de saberlo? –contestó ella, desconcertada.

Él dejó escapar una risa de incredulidad.

–¿De verdad quiere que la crea?

La arrogancia del hombre era asombrosa. Chiara se cruzó de brazos.

–En absoluto. Voy a tener que pedirle que se marche. Hemos celebrado un funeral esta semana, y no es momento de…

Los ojos del hombre centellearon.

–Al contrario, precisamente por eso es el momento adecuado para hablar. ¿Me permite…?

Dejando a un lado a Chiara, entró en el vestíbulo antes de que ella pudiera impedírselo.

Spiro gruñó y Chiara giró sobre los talones:

–¿Qué cree que está haciendo? ¡Esta es mi propiedad! –exclamó. Aunque se dijo que, técnicamente, ya no lo era.

El hombre se volvió a mirarla. Era verdaderamente espectacular. Tenía hombros anchos, era alto y llevaba un traje negro que le quedaba como una segunda piel sobre su musculosa figura.

Él bajó la mirada hacia el lado de Chiara y preguntó con desdén:

–¿Qué es eso?

Chiara posó la mano en la cabeza de Spiro y contestó:

–Es mi perro y usted no le gusta. Esta es mi casa y quiero que se vaya.

El hombre la miró de nuevo a la cara y Chiara tuvo que hacer un esfuerzo para permanecer inmóvil.

–Precisamente por eso estoy aquí: porque esta ya no es su casa.

Chiara sintió un nudo en el estómago. ¿Lo mandaría el banco?

–¿De qué está usted hablando?

En lugar de contestar, el hombre metió las manos en los bolsillos y recorrió el vestíbulo observando las paredes. Luego comentó como si hablara para sí:

–Llevaba mucho tiempo esperando venir…

Entonces se encaminó hacia el interior y Chiara lo siguió:

–Señor Domenico…

Él se volvió y Chiara tuvo la extraña sensación de que la invasora era ella.

–El nombre es Santo Domenico.

–Signor Santo Domenico –repitió ella despectivamente–. O me dice qué hace aquí o llamo a la policía.

Empezaba a sentir pánico. Tenía que ser del banco. ¿Cómo era posible que su abogado no la hubiera advertido?

–¿Dónde está el servicio? –preguntó él.

–No hay servicio –dijo ella a la defensiva.

Él volvió a mirarla con incredulidad.

–¿Cómo han podido arreglárselas?

Chiara sabía que no tenía por qué seguir contestando sus impertinentes preguntas, pero se descubrió diciendo:

–Cerramos las habitaciones que no usábamos y nos ocupábamos de las que seguimos habitando.

–¿Usted y sus padres?

–Sí. Por si no lo sabe, hace dos días celebré el funeral de ambos –dijo ella, confiando en que la noticia le hiciera consciente de lo inoportuno de la ocasión.

–Lo sé. La acompaño en el sentimiento.

Chiara encontró su pésame poco sincero. Antes de que pudiera contestar, él preguntó:

–¿Se reunió con su abogado el otro día?

–Sí. ¿Cómo lo sabe?

–Tras el funeral, lo habitual es que se lea el testamento.

–Claro.

Chiara se reprendió por ser tan paranoica. Si no lo había enviado el banco, aquel hombre tenía que ser el hombre de negocios del que le había hablado el abogado. Tenía que calmarse. No podían echarla sin un proceso previo de desahucio.

–Entonces sabrá que está en peligro de perder el castello a no ser que consiga los fondos para pagarlo –el hombre hizo una pausa y miró alrededor–. Disculpe si me equivoco, pero no me parece que vaya a conseguirlo.

–¿Representa usted al banco? –preguntó Chiara finalmente.

Él negó con la cabeza y esbozó una inquietante sonrisa de superioridad que hizo que Chiara quisiera abofetearlo.

–Entonces ¿por qué tiene esa información?

Él se encogió de hombros.

–Tengo mis propias fuentes… Y hace tiempo que tengo un especial interés en el castello.

–¿Un interés especial? –Chiara no comprendió su críptica respuesta.

Él la miró fijamente y Chiara intuyó que no iba a gustarle lo que iba a decir.

–Muy especial. Porque resulta que el castello me pertenece. Para ser más precisos, a mi familia, los Santo Domenico.

 

 

Nico miró a la mujer que tenía ante sí y cuyo sencillo aspecto, con un vestido negro holgado y sin maquillaje, había hecho que la tomara por el ama de llaves. Sin embargo, en aquel momento adoptó una actitud patricia, la espalda recta, los hombros hacia atrás…

Por un instante se sintió culpable al recordar que sus padres acababan de morir, pero entonces se recordó que hacía décadas que su familia esperaba que llegara aquel instante. Su padre había muerto sumido en el dolor y muchos otros miembros de su familia habían padecido por lo que había hecho la familia de aquella mujer. También él había tenido que aguantar toda su vida las burlas: «ya no eres un poderoso Santo Domenico. No eres nada…».

Pero eso había cambiado. Había logrado por sí mismo dejar atrás la pobreza y alcanzar un éxito espectacular. Por fin había llegado el momento de recuperar su herencia familiar y arrebatársela a quienes se la habían robado años atrás.

Desafortunadamente, su padre había muerto antes de poder ver que el castello volvía a manos de la familia, y no había podido visitar el cementerio en el que descansaban sus ancestros. En una ocasión había acudido con las cenizas de su propio padre para pedir que le dejaran esparcirlas en el antiguo cementerio familiar, pero le habían echado como si fuera un pordiosero.

Nico no había olvidado la humillación y la rabia que habían irradiado los ojos de su padre, ni el día que le dijo: «Prométeme que algún día reclamarás nuestro legado. Promételo».

Y en aquel instante estaba a punto de cumplir su promesa. Pero en lugar de sentirse exultante, Nico estaba molesto consigo mismo porque estaba más interesado en los ojos verdes claros de Chiara Caruso y en que no era tan vulgar como le había parecido inicialmente. De hecho, había algo refrescante en su naturalidad, tan opuesta a la artificiosidad de las mujeres con las que él solía salir.

Chiara sacudió la cabeza y frunció el ceño.

–¿Qué quiere decir? Este castello pertenece a mi familia desde hace siglos.

–¿Está segura? –preguntó él con aspereza.

Chiara titubeó.

–Pues, claro…

–Puede que, como su padre, sea una experta en negar la realidad. ¿Quiere que crea que no sabe nada de lo que sucedió?

Chiara palideció.

–No meta a mi padre en esto. ¿Cómo se atreve a presentarse aquí con ese cuento? –extendió el brazo hacia la puerta de entrada–. Márchese. No es bienvenido.

Por un instante, Nico volvió a sentirse culpable y pensó en concederle dos días de luto antes de volver a visitarla. Pero la última frase de Chiara había sido precisamente la que había recibido su padre cuando quiso que le dejaran acceder a su cementerio, y Nico decidió plantarse.

–Me temo que es usted quien no es bienvenida aquí. Al menos no por mucho tiempo. Solo es cuestión de semanas que el banco tome posesión del castello.

 

 

Chiara miró al hombre, que parecía tan inamovible como una estatua de piedra y no pudo evitar sentir curiosidad. Quizá no estaba loco y creía verdaderamente lo que decía.

–¿Por qué cree que el castello le pertenece?

–Porque es verdad. Mi familia lo construyó en el siglo XVII.

Chiara creyó encontrar un error. El castello era antiguo, pero no tanto.

Él continuó:

–Por aquel entonces, los Santo Domenico eran dueños de esta propiedad y de casi toda la tierra y pueblos, desde aquí a Siracusa.

Chiara sacudió la cabeza con incredulidad. Era imposible que una sola familia hubiera poseído un territorio tan extenso.

–Mi familia ha sido dueña de este castello desde tiempos inmemoriales. Nuestro apellido está tallado en piedra en el dintel de la puerta.

Él hizo un gesto despectivo.

–Cualquiera puede hacer eso. Su familia se apoderó del castello antes de la Segunda Guerra Mundial. Los Caruso eran nuestros contables. Cuando tuvimos dificultades económicas, se ofrecieron a ayudarnos. Acordamos poner el castello como aval y la condición de que en cuanto pudiéramos devolver el dinero, el castello volvería a nuestras manos. Entonces estalló la guerra. Una vez acabó, su familia se aprovechó del caos subsiguiente. Dijeron no saber nada del acuerdo y destruyeron toda la documentación. Había tanta gente reclamando sus antiguas propiedades tras la guerra, que las autoridades decidieron que estábamos intentando aprovecharnos de la situación. Éramos muy poderosos, y mucha gente se alegró de vernos caer.

Tomó aire y continuó

–Lo perdimos todo. Su familia se negó a negociar. Nuestra familia tuvo que emigrar y desperdigarse. Muchos fueron a Estados Unidos. Nosotros nos quedamos en Nápoles porque mi abuelo se negó a dejar Italia porque siempre confió en volver aquí antes de morir. Como mi padre. Ninguno de los dos lo ha conseguido.

Chiara no lograba asimilar lo que oía.

–No he oído hablar de su familia en toda mi vida.

Él la miró con severidad.

–Lo dudo. Nuestra familia forma parte de las leyendas locales.

Chiara se ruborizó al pensar en lo aislada que había vivido. Apenas había ido a la ciudad y cuando lo hacía era consciente de que la gente la miraba mal. Siempre había creído que era por su aspecto, pero si había algo de verdad en los que decía aquel hombre, quizá…

Sintiéndose vulnerable, repitió:

–No tiene pruebas de lo que dice.

Él enarcó una ceja.

–Acompáñeme.

Salió y Chiara se quedó paralizada antes de seguirlo. El hombre se detuvo en el patio principal, miró a un lado y a otro y entonces se dirigió con paso decidido hacia la capilla y el cementerio de la familia, en el que Chiara había enterrado a sus padres hacía apenas dos días.

Al darse cuenta de que ese era su destino, lo llamó:

–Deténgase. Esto es ridículo.

Él continuo como si no la oyera, pero en el último momento, cambió de rumbo y fue hacia una verja próxima cubierta de follaje

Chiara lo alcanzó sin resuello.

–¿Qué está buscando? Ese es el antiguo cementerio.

Ella nunca había entrado porque la vieja ama de llaves le había dicho que estaba embrujado. Chiara sintió un escalofrío. ¿Habría sido una manera de evitar que averiguara algo relacionado con lo que aquel hombre afirmaba?

Él apartó las ramas hasta encontrar el cerrojo, lo abrió y dijo en tono sombrío:

–Vamos.

Chiara no tuvo opción. El sol apenas penetraba a través de las nudosas ramas de los árboles. Caminó con cautela por el desnivelado suelo, confiando en no estar pisando tumbas.

Él había llegado al fondo y apartaba unas ramas para dejar algo al descubierto. Al llegar, Chiara vio que se trataba de una lápida. Él le tomó el brazo y dijo bruscamente:

–Mire.

Chiara enfocó la mirada y cuando pudo descifrar la escritura tallada en la piedra, se le desplomó el corazón:

Tomasso Santo Domenico, nacido y muerto en el Castello Santo Domenico,1830-1897.

Castello Santo Domenico. No Castello Caruso.

–Era mi tatarabuelo.

Chiara miró alrededor y pudo ver la inconfundible silueta de varias lápidas cubiertas de follaje que parecían mirarla acusadoramente. El espacio se encogió y sintió claustrofobia. Soltándose de Nicolo, se fue precipitadamente con la piel sudorosa por el pánico. Se tropezó con un montículo y gimió, pero finalmente alcanzó la verja y salió a la reconfortante luz del sol con la cabeza dándole vueltas.

 

 

Nico permaneció en el cementerio, percibiendo solo vagamente que Chiara se iba. Aquella prueba de que aquel era el legado de su familia lo había sacudido hasta la médula.

Unos minutos antes, al ver la sorpresa de Chiara, había llegado a dudar de que aquel gran edificio tan deteriorado hubiera pertenecido a su familia, que esta hubiera sido alguna vez la familia más poderosa del sur de Sicilia. Parecía casi imposible cuando solo recordaba la amargura de su padre y de su abuelo cuando lo afirmaban. Tal vez solo habían soñado aquella caída en desgracia.

Pero no. Aquel frío cementerio era la prueba irrefutable de que en un tiempo habían vivido y muerto allí sus antepasados. Y de que él tenía todo el derecho a reclamarlo como suyo.

Sabía que era cruel presentarse ante a Chiara un par de días después del funeral de sus padres, pero él no se caracterizaba por ser compasivo. Y descubrir que su familia había sido abandonada en aquel desatendido cementerio no lo impulsó a ser más misericordioso.

Salió a la luz y se aflojó la corbata para respirar mejor. Chiara Caruso se había ido y, sin embargo, él sentía que su expresión de espanto y sus ojos verdes lo acompañaban.

En su mano persistía la sensación de haberle tocado el brazo. Era musculoso y delgado, lo que apuntaba a un cuerpo torneado bajo aquella ropa amorfa. Desconcertantemente, el contacto lo había excitado y su sangre seguía alterada; una reacción que quería atribuir a la intensidad del momento.

Caminó hasta el extremo del basto terreno baldío que descendía hasta el mar. A un lado crecían los pinos, al otro, arbustos de ramas retorcidas.

Sus tierras.

La sangre se le aceleró al pensar en sus antepasados pudriéndose en sus tumbas. Una cosa era saber que alguien había usurpado la propiedad familiar, otra, encontrar las pruebas definitivas de ello.

Desde que había entrado en los terrenos del castello había tenido una extraña sensación de pertenencia, de que estaba en su hogar. Una sensación tan desconcertante como el sentimiento que Chiara Caruso había despertado en él.

Y, sin embargo, mientras contemplaba aquella vista que los Caruso habían robado a los Santo Domenico, las circunstancias ya no le parecían tan evidentes como hacía un rato. Aunque no quisiera admitirlo, la reacción de desconcierto de Chiara Caruso había parecido completamente genuina.

Había acudido allí aquel día para presentarle un acuerdo que le permitiera recuperar el castello lo antes posible, ofreciéndole bastante dinero como para que se lo cediera y luego se fuera lejos, a algún lugar donde la última Caruso se perdiera en el anonimato.

Pero el interés que Chiara había despertado en su mente y en su cuerpo había difuminado los límites y le hacía titubear. Recordó una conversación reciente con su abogado:

«Nico, eres un agente libre, y eso te ha ido bien. Has conseguido tu fortuna alterando el statu quo y escarmentando a quienes te infravaloraban. Pero ha llegado el momento de consolidar y expandir tu posición. El mercado permite que seas un granuja si tienes una vida privada respetable. Pero ahora mismo estás perdiendo negocios porque la gente no confía en ti. No tienes familia, no tienes nada que perder…».

Nico frunció el ceño. Durante una reciente cena de beneficencia que había organizado en Manhattan en la que hablaba con un titán de la construcción sobre un posible acuerdo, la mujer de este se le había insinuado abiertamente. Y a pesar de que él había dejado claro que no estaba interesado, al día siguiente, el hombre en cuestión, con el que había concertado una cita, se había negado a volver a verlo.

Lo cierto era que llevaba tiempo pensando en casarse, incluso antes de que su abogado le dijera que no tener una familia estaba perjudicando su reputación; así que había estado preparándose para tener que introducir algunos cambios en su estilo de vida.

Lo más sorprendente era que la idea no le desagradaba del todo. Empezaba a cansarse de su vida hedonista; de las relaciones con mujeres cuyos ojos brillaban con codicia.

Y mientras que durante un tiempo había encontrado atractiva la idea de una mujer que supiera moverse en esas esferas, en el presente, pensar en sentar la cabeza con una mujer así, hacía que se le contrajeran las entrañas. En la misma medida que la posibilidad de envejecer en una gran ciudad, como Nueva York, o Londres.

Al aspirar el olor a mar y tierra que lo rodeaba, tuvo una nueva visión de sí mismo, una visión de futuro que le permitiría alcanza el tipo de éxito con el que siempre había soñado. Un futuro que incluía una esposa que le proporcionaría la respetabilidad que tanto necesitaba, que le daría una familia y que insuflaría una fuerza renovada al apellido Santo Domenico. Una mujer que lo complementara y que fuera consciente del valor del legado familiar.

Nico supo con toda nitidez qué necesitaba. La idea era audaz y contradecía sus planes originales, pero no era totalmente descabellada.

Tras unos minutos, Nico se encaminó hacia el castello. La única persona que se interponía entre él y sus planes de futuro, Chiara Caruso, se había convertido en la única persona que podía asegurarle que los llevara a cabo con éxito.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

CHIARA bebió un sorbo de brandy y sitió que le quemaba la garganta. Era la primera vez que lo probaba, pero cuando el alcohol se asentó en su estómago, irradiando un reconfortante calor, entendió por qué la gente lo bebía.

Oyó pasos firmes aproximarse y dejó la copa en una bandeja de plata.

Para cuando Nicolo entró, ella se asía las manos a la espalda y proyectaba una imagen sosegada a pesar de que se sentía como si le hubiera pasado una apisonadora por encima.

Él se detuvo delante de ella, incomodándola con su proximidad.

–¿Un cementerio con las tumbas de mis ancestros le basta como prueba? –preguntó con frialdad.

Chiara caminó hacía el extremo opuesto de la habitación con Spiro pisándole los talones.

–No-no sé qué decir –contestó finalmente–. No tenía ni idea de…

Él alzó la mano para interrumpirla.

–Por favor, no tiene sentido que siga aduciendo no tener conocimiento de la situación –bajó la mano y entornó los ojos–. A no ser que sus padres le advirtieran de que al estar el castello en peligro, un Santo Domenico podría aparecer para reclamarlo.

Chiara negó con la cabeza a la vez que se preguntaba qué sabían de todo aquello sus padres

–No, jamás me dijeron nada, ni oí nada.

–Eso es imposible, a no ser que haya vivido como una reclusa –dijo él, escéptico.

Chiara habría querido que se la tragara la tierra. Aquel hombre no sabía hasta qué punto había metido el dedo en la llaga.

Se obligó a reaccionar.

–Por más que lo que dice pueda ser cierto, tal y como demuestra el cementerio, en este momento el castello está tan fuera de su alcance como del mío. ¿No debería hablar con el banco en lugar de conmigo?

Nicolo Santo Domenico la observó tan prolongadamente que Chiara estuvo a punto de exigirle que parara. Se sentía como un espécimen de laboratorio, y le mortificaba sentirse tan vulgar por comparación con la gloriosa vitalidad que él irradiaba.

Entonces él preguntó abruptamente:

–Supongo que preferiría seguir siendo la dueña del castello.

Una punzada de dolor atravesó el corazón de Chiara al imaginarse que tenía que abandonarlo.

–Por supuesto, es mi hogar. Toda mi familia está enterrada aquí.

«Como la de él», le recordó su conciencia.

–Lo único que le impide conservarlo es la falta de financiación.

Chiara domino su irritación.

–No necesito que me lo recuerde.

–Pero yo sí la tengo.

Chiara lo miró desconcertada.

–¿Ha venido a humillarme de parte de su familia para que sepa que está en su mano comprar el castello?

Él sacudió la cabeza mientras seguía mirándola fijamente.

–No haría algo tan mezquino. Quiero decir que le puedo proporcionar el dinero necesario para conservar el castello.

–¿Por qué haría eso? –aquel hombre no parecía ni remotamente caritativo. Y además, odiaba a su familia.

–Lo haría porque si tuviera que negociar con el banco, el proceso sería largo y tedioso. El castello necesita reparaciones urgentes y yo llevo mucho tiempo esperando este momento.

Chiara seguía sin comprender.

–¿Y cómo encajo yo en todo eso?

–Hasta que el banco tome posesión, usted sigue siendo la propietaria. Si paga la deuda lo conservará. Le estoy ofreciendo un acuerdo para que pueda hacerlo.

Ella lo miró con suspicacia.

–¿Por qué iba acceder?

–Porque de esa manera no tendría que abandonarlo. ¿No es eso lo que quiere?

Chiara estaba cada vez más perpleja.

–Sí, pero… ¿cómo sugiere que lo hagamos?

Chiara sintió que él la atravesaba con la mirada cuando dijo:

–Es muy sencillo. Casándose conmigo lo antes posible.

 

 

Chiara miró a Nicolo Santo Domenico consternada. Finalmente logró articular palabra.

–¿Por qué iba a querer usted casarse conmigo?

Estaba segura de que no tenía nada que ver con el tipo de mujeres con las que él salía. Ella había devorado las revistas de moda durante años, lamentando tener el cabello hirsuto y un cuerpo voluptuoso. Además, no tenía el menor estilo vistiendo. Conocía bien sus limitaciones.

–Como le he dicho, las negociaciones con el banco llevarían meses. Si nos casamos, el castello sería mío en mucho menos tiempo.

Chiara por fin comprendió y le pareció inconcebible que pudiera ser tan arrogante y prepotente. La mera idea de tener una relación íntima con alguien como él le resultaba odiosa, pero aun así… no podía negar la palpitación que sentía en su interior desde que lo había visto.

–Ya ha dicho suficiente. Su propuesta es absurda. No pienso casarme con un completo desconocido.

Él la miró fijamente antes de ir bruscamente hacia la ventana y Chiara no pudo evitar posar la mirada en sus anchos hombros y en los puntos en los que la tela de la chaqueta se ajustaban a sus músculos.

Él se volvió y dijo:

–Debería haber supuesto que aprovecharía la oportunidad de obstaculizar los planes de un Santo Domenico, pero ha de saber que voy a adquirir el castello con o sin su ayuda.

–Le he dicho que no tenía ni idea de nada –dijo ella desasosegada–. ¿Por qué iba a querer ponerle dificultades? Lo que pase con el castello cuando el banco tome posesión no está en mis manos.

–A no ser que se case conmigo.

No bromeaba. Por un instante, Chiara se imaginó abandonando el castello donde descansaban sus padres y estuvo a punto de derrumbarse. Se sentó en la butaca más próxima por temor a que le fallaran las piernas y miró a Nicolo.

–¡Cómo puede hablar de casarse conmigo cuando me desprecia a mí y a mi familia! ¿Y por qué iba a acceder a casarme con un hombre que solo quiere el castello?

 

 

Al encontrarse de nuevo con Chiara Caruso en aquella habitación, Nico se había convencido de que su plan era bueno. Él tenía muy claro por qué debía acceder ella a casarse: para devolverle parte de la inmensa deuda que su familia tenía con la de él. ¿Qué mejor esposa podía elegir que una mujer siciliana tradicional que estuviera en deuda con él?

–Me lo debe. Es la última Caruso, y yo el último Santo Domenico.

Chiara se puso en pie, agitada.

–¡No le debo mi vida!

–¡Las vidas de mis antepasados que descansan ahí fuera han sido borradas de la historia!

Nico se dio cuenta de que si se casaban, el apellido Caruso también desaparecería para siempre. Era una cuestión de karma.

Chiara entrelazó las manos a la altura de la cintura y Nico percibió sus senos llenos y elevados moviéndose agitadamente debajo de la ropa. Una punzada de deseo se asentó en su ingle y el esfuerzo con el que tuvo que contenerlo lo desconcertó.

Tenía que admitir que la atracción que sentía era inusual y que había inspirado su audaz plan, aunque Chiara no fuera ni remotamente su tipo. Pero había algo en su cuerpo exuberante y voluptuoso que lo seducía a un nivel básico, primario.

Antes de acudir a verla, se había documentado sobre Chiara Caruso. Había encontrado algunas fotografías y muy poca información, como si ni hubiera ido a la universidad ni hubiera trabajado.

En aquel momento lo estaba observando con sus ojos verdes muy abiertos, y Nico sintió un súbito calor, como si pudiera leerle la mente, algo que resultaba muy desconcertante para alguien que acostumbraba a mantener sus pensamientos más profundos guardados bajo llave.

Pero eso no le hizo cambiar de idea. Había acudido a Sicilia a reclamar el legado de su familia y en aquel instante se juró que no se iría sin hacer de aquella mujer su esposa. Costara lo que costara.

Dijo:

–Le estoy proponiendo un matrimonio de conveniencia. Yo pongo el dinero para pagar la deuda con el banco y, a cambio, usted se casa conmigo y firma un contrato que me otorga la posesión exclusiva del castello. Al casarse conmigo, tendrá derecho a vivir aquí el resto de su vida.

Ella palideció.

–¿Se ha vuelto loco?

–En absoluto. Por si no me estoy explicando bien: para mí este matrimonio sería una alianza comercial y una forma de tener herederos. Gracias a ellos, mi apellido volverá a florecer tras haber perdido el prestigio del que había gozado durante siglos.

«¡¿Herederos?!». Chiara sintió una sacudida.

–Pero yo… ¿Por qué iba a casarse conmigo cuando puede elegir a cualquier otra mujer?

–Ya le he dicho que no quiero tener que tratar con el banco. Y puesto que no tengo intención ce casarme por amor…

–¿Por qué no? –por un instante Chiara tuvo curiosidad por saber si había alguna explicación para que tuviera aquella sangre fría.

Nico sintió un nudo en el estómago. Porque su madre los abandonó cuando él tenía apenas unas semanas y su padre se convirtió en un amargado. Porque la gente usaba el amor para manipular. Él mismo había estado a punto de perderlo todo porque creía amar a una mujer. Afortunadamente, había recuperado el juicio a tiempo. Y nunca olvidaría esa lección.

–Porque no creo en él –contestó–. En cuanto a elegirla como esposa… Con ello el castello sería mío y, en términos prácticos, usted ha crecido aquí y lo conoce a la perfección. Cuando empiecen las obras de renovación y yo tenga que viajar a mis oficinas de Nueva York, Londres y Roma, será muy útil que haya aquí alguien para dirigirlas.

Chiara no salía de su perplejidad.

–Lo que quiere es un jefe de obras, no una esposa. ¿Cómo piensa que puede tener…hijos… dentro de un matrimonio sin amor?

En ese momento Nico vio algo a la espalda de Chiara. Fue hasta una mesa baja y tomó una fotografía enmarcada en la que estaba ella con sus padres. Con gesto desdeñoso, dijo:

–¿Quiere hacerme creer que la suya fue una familia feliz?

Chiara se estremeció. Su madre y ella sonreían, pero su padre tenía su acostumbrada expresión sombría.

Odiando a Nicolo Santo Domenico con una intensidad que la sorprendió, le arrancó la fotografía de las manos diciendo:

–Aunque no siempre reinara la armonía, fuimos felices a nuestra manera.

«Mentirosa», le susurró una voz interior a la vez que devolvía la foto a su sitio.

–Usted sabe que eso no es verdad. ¿No cree que es mejor que un niño crezca en un ambiente en el que sus padres formen un equipo basado en el respeto mutuo en lugar de en algo tan efímero como el amor?

–¿Acaso usted me respeta?

–Personalmente, no tengo nada contra usted. Mi padre y sus antepasados crecieron despreciando a la familia Caruso. Estaban cegados por la emoción, por eso fracasaron. Yo voy a tener éxito porque he eliminado de mi vida cualquier sentimiento.

Lo había hecho hacía tiempo: el día que descubrió a su amante en la cama con su mejor amigo.

Había ido a Nápoles con su amigo a firmar un gran contrato, pero su novia había creído que era este quien lo había conseguido y, apostando por el que creía vencedor, lo había seducido.

Al descubrir su error, le había suplicado que la perdonara; pero Nico había roto con ella y desde entonces había abrazado la frialdad.

Chiara Caruso no era el tipo de mujer que pudiera despertar sentimientos perturbadores ni pasiones. Era perfecta.

–Al igual que para restablecer el apellido Santo Domenico al lugar que le corresponde, mi propuesta es buena desde un punto de vista práctico. Esta región de Sicilia tiene un enorme potencial y lleva años desatendida. Mis planes van más allá del castello. Y usted, Chiara, puede contribuir a esa prosperidad mejor que nadie.

Chiara no daba crédito a la frialdad de aquel hombre: estaba dispuesto a casarse por pura conveniencia y para tener herederos. Ella no era más que un medio para alcanzar su objetivo.

Se puso en pie.

–¿Por qué no se limita a comprarme el castello antes de que el banco intervenga?

–Ese era el plan original. Pero he cambiado de idea al… conocerla. Le estoy dando la oportunidad de quedarse en su hogar.

«Como su esclava», pensó Chiara. Pero estaba decidida en ocultar hasta qué punto estaba intimidada.

–Bien, por el momento, yo sigo siendo la dueña del castello, signor Santo Domenico; y usted es el último hombre con el que yo me casaría.

Él permaneció impertérrito.

–¿Está dispuesta a dejar el castello para siempre? Yo diría que es el tipo de mujer que había soñado con casarse y formar aquí una familia.

Chiara se sonrojó. ¿Tan evidente era su anhelo de poblar aquel lugar con una familia feliz? Pero su fantasía también había incluido viajar por el mundo y volver al castello con el amor de su vida.

Sintiéndose desnuda, replicó en tensión:

–Usted no tiene ni idea del tipo de mujer que soy. Ahora, si ha concluido, le ruego que se marche.

Una vez más, Nico se sintió asaltado por la culpabilidad al recordar las tumbas recién cavadas en el cementerio. Las ojeras que rodeaban los ojos de Chiara y la dignidad que exhibía le hacían sentirse incómodo. De pronto la veía frágil en aquella enorme habitación, con la sola compañía de un perro viejo.

¿Sería una reclusa?

Apagó aquella chispa de curiosidad. Chiara Caruso era un medio para un fin; lo demás daba lo mismo.

Sacó una tarjeta de visita del bolsillo y se la tendió. Ella la tomó con desgana y al fijarse en sus manos delicadas, el cuerpo de Nico despertó, sorprendiéndolo una vez más, al imaginarlas tocando su cuerpo desnudo,

Apretó los dientes.

–Ahí tiene mi teléfono. Me alojo en una villa cerca de aquí hasta mañana al mediodía. Tiene hasta entonces para reflexionar sobre mi oferta. Si no me llama, asumiré que no le interesa.

 

 

Chiara miró la tarjeta atentamente con la cabeza inclinada. Un mechón de cabello le caía sobre los hombros y brillaba con un suave tono caoba. La mirada de Nico se desvió a su cintura y tuvo la convicción de que la ropa ocultaba una figura femenina clásica, de las que habían dejado de estar de moda hacía años, pero que en aquel momento le resultaba extrañamente atractiva.

Por un instante se preguntó si la idea de casarse con ella no sería una locura. En principio, lo intrigaba, ¿pero seguiría interesándolo con el paso del tiempo? ¿Lo atraería sexualmente?

Si el deseo que despertaba en él servía de termómetro, su cuerpo le estaba diciendo que sí. Y Nico pensó en cuánto tiempo hacía que no deseaba a ninguna de las mujeres delgadas y angulosas que lo acompañaban habitualmente.

Además, él necesitaba un mujer que cuidara de sus hijos, que no los abandonara, y aunque no pudiera confiar en ninguna mujer, al menos Chiara valoraba la tradición y el valor del legado familiar. Por otro lado, y visto el estado de deterioro del castello, había carecido de muchos de los lujos que él podría proporcionarle y a los que en poco tiempo ella no podría renunciar.

Pero Chiara evitaba mirarlo y eso lo desconcertaba. Estaba acostumbrado a que las mujeres lo miraran con adoración y deseo, sobre todo por su cuenta corriente, y no estaba acostumbrado a aquel… desinterés. O animadversión. Y aunque le resultaba refrescante, también lo irritaba.

–Chiara… –dijo crispado.

Ella alzó entonces la cabeza. En sus ojos ardía la indignación:

–No le he dado permiso para que me llame por mi nombre.

Nico no pudo sino admirar su entereza. Poca gente osaba ponerlo en su sitio, y fue consciente de que la había infravalorado.

– Scusami. Signorina Caruso. Le estoy ofreciendo permanecer en su casa familiar, que es mucho más de lo que su familia ofreció a la mía. Piénselo.

Chiara intentó infructuosamente dejar de mirar aquellos ojos oscuros que la mantenían cautiva. El aire vibraba con la electricidad que cargaba el ambiente.

Quería quedarse sola para poder asimilar lo que acababa de suceder, así que dijo lo único que sabía que le haría irse:

–De acuerdo, consideraré su oferta.

Nicolo Santo Domenico inclinó la cabeza y se fue; Spiro trotó tras el como si quisiera asegurarse de que se iba.

Chiara solo se movió cuando oyó alejarse el ruido del motor. Al mirar por la ventana tuvo una última visión de un destello plateado. Sintió un escalofrío.

Lo primero que hizo fue llamar a su abogado y pedirle las escrituras del castello.

El tono alarmado de la respuesta que obtuvo, preguntándole por qué quería verlas, solo contribuyó a incrementar su inquietud.

–¿Es verdad que pertenecía a otra familia? –preguntó ella a bocajarro.

El abogado guardó silencio y entonces Chiara oyó unas palabras confusas, como si pidiera a alguien que cerrara la puerta.

El hombre volvió a preguntar:

–¿Por qué le interesa esa información, signorina Caruso? Lo único que le importa saber es que el castello le pertenece hasta que el banco tomé posesión.

–Dígame la verdad –dijo ella en tensión.

–Está bien –replicó él suspirando–. El castello perteneció a otra familia hasta la Segunda Guerra Mundial, pero la familia Caruso posee las escrituras desde hace décadas. No sé por qué…

Chiara colgó.

Era verdad.

De pequeña solía pedirle a su padre que le contara la historia del castello y le preguntaba si sus antecesores habían sido piratas o guerreros, pero su padre solía reírse y decirle que tenía mucha imaginación. En aquel momento, Chiara se dio cuenta de que, o no lo sabía, o que no había querido reconocer que los Caruso se habían apropiado del castello fraudulentamente.

Y de pronto sintió que el edificio la censuraba.

Salió al exterior seguida por el leal Spiro para poder respirar. Hacía un día soleado y frío de enero y aspiró profundamente para llenarse del evocativo aroma de mar y tierra. A menudo había deseado poder embotellar ese olor, que para ella era sinónimo de su hogar.

El hogar que estaba a punto de perder.

Después de tantos años anhelando conocer mundo, pero nunca había imaginado que la echarían del castello. No se sentía preparada.

Dejando a un lado la capilla, bajó a su refugio, la pequeña playa protegida por rocas altas. Se sentó en la arena y se abrazó las rodillas. Spiro se echó a su lado.

Solo entonces dejó Chiara que las lágrimas rodaran libremente, por sus padres y por el miedo a lo precaria que era su situación. Cuando sintió los ojos hinchados, se obligó a detener el llanto, secándose las lágrimas con las mangas del vestido. No era habitual en ella sentir lástima de sí misma.

Pensó en Nicolo Santo Domenico, en su aire de sofisticación y prosperidad, en su arrogancia, en su deseo de venganza. Nunca había conocido a nadie tan cruel y atractivo a un tiempo.

Llevada por la curiosidad de averiguar más sobre él, volvió al castello