E-Pack Se anuncia un romance abril 2021 - Varias Autoras - E-Book

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Varias Autoras

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Beschreibung

De playboy a padre CATHERINE MANN Jason Reagert era un próspero ejecutivo de Maddox Communications cuya única ambición era seguir ascendiendo en su carrera. Pero entonces descubrió que había dejado embarazada a Lauren Presley, una ex compañera con quien había tenido una breve aventura. Bajo sus condiciones EMILIE ROSE Hacía años que Flynn Maddox se había divorciado de su mujer… o eso creía él. Pero descubrió que seguían casados y que ella pensaba quedarse embarazada de él mediante la inseminación artificial. Compañera de boda MAYA BANKS Evan Reese, magnate de los negocios, llevaba meses deseando a Celia Taylor, la hermosa publicista de la empresa empeñada en firmar un contrato con él. Finalmente se le presentaba la oportunidad para seducirla a costa del contrato. Despertar de nuevo MICHELLE CELMER Tras una exhaustiva búsqueda, Ash Williams, gerente de Maddox Communications, había encontrado por fin a su amante desaparecida, Melody Trent, que lo había abandonado sin darle explicaciones. Asunto para dos JENNIFER LEWIS Atractiva, dulce y tremendamente rica… Bree Kincannon era la novia que el publicista Gavin Spencer había estado buscando. Y el padre de Bree le había ofrecido mucho dinero a Gavin para quitársela de en medio. Con la oportunidad de montar su propia agencia, el soltero no tardó ni un instante en convertir a la heredera en su esposa. Más que una secretaria LEANNE BANKS Maddox Communications era su vida… hasta que permitió que una mujer se interpusiera entre él y su negocio. Brock Maddox había sido traicionado por su amante y secretaria, Elle Linton. Cuando al fin se enteró de su traición además descubrió que ella había estado ocultándole un gran secreto: estaba embarazada.

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Editado por Harlequin Ibérica. Una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. E-Pack Se anuncia un romance, n.º 241 - abril 2021

I.S.B.N.: 978-84-1375-714-8

Índice

 

Portada

Créditos

 

De playboy a padre

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Promoción

 

Bajo sus condiciones

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

 

Compañera de boda

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Promoción

 

Falsa seducción

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Promoción

 

Asunto para dos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Promoción

 

Más que una secretaria

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Promoción

 

De playboy a padre

CATHERINE MANN

Prólogo

Nueva York, cuatro meses antes

Lauren Presley no entendía cómo un hombre podía estar tan dentro de ella y al mismo tiempo tan distante. Pero así era. El hombre medio desnudo que acababa de penetrarla en el sofá del despacho hacía rato que había abandonado emocionalmente su cuerpo. Y ella terminaría por echarlo en cuanto recuperase el aliento.

El cuero del sofá turquesa se pegaba a sus pantorrillas a través de las medias, empapadas de sudor por el frenético arrebato pasional. Al menos había acabado la jornada laboral y su estudio de diseño gráfico estaba desierto.

Todo parecía desordenado e inconexo, como en un cuadro de Dalí. No podía culpar a Jason por lamentarse de lo ocurrido, ya que ella también empezaba a arrepentirse por lo rápido que sus bragas habían acabado en el suelo y su vestido subido hasta la cintura. Jason Reagert era un colega del trabajo con quien mantenía una buena relación laboral, pero esa sólida alianza tal vez acababa de irse a pique. Lo único que podía hacer era superar cuanto antes aquellos embarazosos momentos postcoitales, y a ser posible con su orgullo intacto.

Un débil zumbido rompió el silencio de la oficina.

–Los pantalones te están vibrando –observó Lauren.

Jason se arqueó hacia atrás y enarcó una ceja.

–¿Cómo?

Ella le puso la mano en la cadera, junto a su BlackBerry.

–Está zumbando.

–Maldita sea –masculló él, apartándose bruscamente de ella. Sus zapatos Testoni resonaron contra el maltratado parqué mientras se sentaba y agarraba el aparato–. Qué inoportuno…

Lauren evitó su mirada mientras se incorporaba y se ajustaba el negro vestido de seda. Las bragas tendrían que esperar. Empujó con el pie la prenda de satén negro bajo el sofá.

–Tu conversación íntima deja mucho que desear.

–Lo siento –el chirrido de la cremallera al cerrarse resonó fuertemente en el silencio nocturno–. Es la alarma.

–¿Para qué? –preguntó ella, mirando con nerviosismo las paredes blancas, el caballete del rincón y el material gráfico.

–Para recordarme que debo tomar un avión a California.

Se marchaba.

Lauren se levantó, se alisó el vestido y buscó sus zapatos de leopardo favoritos, que no podría volver a ponerse sin acordarse de aquella noche absurda.

Jason y ella habían estado enfrascados en los últimos detalles de un proyecto para la última campaña publicitaria de Jason, quien iba a abandonar Nueva York para trasladarse a pastos más verdes en California. El trabajo que Maddox Communications le había ofrecido en San Francisco representaba una oportunidad única, y ella lo había sabido desde un par de semanas antes. Aquella noche, al darle un abrazo de despedida, se vio repentinamente asaltada por una pena demoledora que acabó haciéndole perder la cabeza.

Estaba contemplando su atractivo rostro mientras intentaba reprimir las lágrimas, y al instante siguiente estaban besándose desenfrenadamente. Una oleada de placer le recorrió la espalda al recordar los movimientos de su lengua y de sus manos y la fuerza con la que le agarraba el trasero y la levantaba contra él. Su cuerpo volvía a anhelar la breve pasión que habían compartido. Quería aferrarse a las sensaciones que la abrumaban sin piedad.

Recuperó los restos de su autocontrol y apartó la mirada de los tentadores rasgos de Jason. No sabía de dónde habían salido aquellos sentimientos y tampoco estaba segura de qué hacer con ellos.

Vio sus zapatos con estampado de leopardo bajo el escritorio y agradeció la oportunidad de poner distancia entre ella y Jason y el sofá que olía a sexo salvaje. Se arrodilló y consiguió sacar un zapato, pero el otro estaba lejos de su alcance.

–Lauren… –los zapatos de Jason se detuvieron junto a ella, recordándole la indecente postura que estaba manteniendo, postrada en el suelo y con el trasero en alto–. No tengo costumbre de…

–Cállate –lo interrumpió ella. Se sentó sobre sus talones y sintió que las mejillas adquirían el mismo color rojo que sus cabellos–. No tienes por qué decir nada –en su cabeza resonaban los humillantes ruegos de su madre para que su padre se quedara.

–Te llamaré…

–¡No! –se olvidó de los zapatos y se levantó, descalza sobre el frío suelo de madera–. No hagas promesas que no vayas a cumplir.

Él recogió la chaqueta del respaldo de una silla metálica.

–Podrías llamarme tú.

–¿Y de qué serviría? –replicó ella, atreviéndose a mirarlo a la cara por primera vez. Su atractivo juvenil se había curtido con los años que había pasado en el ejército. Era un hombre que, aun procediendo de una familia rica e influyente, se había labrado su propia fortuna–. Vas a irte a California, yo vivo en Nueva York, y entre nosotros no hay nada. Sólo somos unos compañeros de trabajo que se han visto atrapados por un arrebato hormonal puramente fortuito. Lo que ha pasado no tiene la menor trascendencia.

Se echó hacia atrás la larga melena y abrió la puerta que comunicaba con el estudio, completamente vacío salvo por las sillas giratorias colocadas desordenadamente junto a las mesas.

Jason apoyó una mano en el marco.

–¿Me estás echando?

Al parecer, Jason Reagert no estaba acostumbrado a recibir una negativa. Ella se había prestado rápidamente a satisfacerlo, pero eso iba a cambiar.

–Sólo estoy siendo realista, Jason –lo miró fijamente, muy erguida, a pesar de que él le sacaba una cabeza.

Más tarde ya se ocuparía de rumiar su desgracia en la soledad de su bonito apartamento en el Upper East Side. O mejor aún, perdiéndose un día entero por las galerías del Metropolitan. No podía olvidar que el arte lo era todo para ella.

Aquel negocio, hecho posible gracias a la inesperada herencia de su tía Eliza, era su gran oportunidad para hacer realidad sus sueños y demostrarle a su madre que se merecía algo más que un marido rico.

No iba a tolerar que ningún hombre la apartara de su camino.

Finalmente, Jason asintió.

–Muy bien. Si eso es lo que quieres, así será –le acarició el pelo con los nudillos y le pasó el pulgar por el pómulo–. Adiós, Lauren.

Ella adoptó una expresión solemne e imperturbable. Jason se dio la vuelta, con la chaqueta enganchada a un dedo sobre el hombro, y Lauren reprimió el impulso de llamarlo.

La noticia de su marcha había sido una desagradable sorpresa. Pero no podía compararse al nudo que se le formó en la garganta mientras lo veía salir por la puerta.

Capítulo 1

San Francisco, en la actualidad

Sacarse a Lauren Presley de la cabeza había resultado mucho más difícil de lo que Jason Reagert se imaginó cuando dejó atrás Nueva York. Pero al menos lo había intentado… hasta recibir aquella foto.

Levantó la mirada del BlackBerry hacia la mujer con la que llevaba ligando la última hora en el ruidoso y atestado bar, y volvió a bajarla hacia la imagen de Lauren Presley celebrando el Año Nuevo.

La imagen de una Lauren Presley inconfundiblemente embarazada.

Jason nunca se quedaba sin palabras. No en vano era un especialista en el mundo de la publicidad. Pero en aquellos momentos se le había quedado la mente en blanco. O mejor dicho, colmada de las imágenes que había vivido en la oficina de Lauren. ¿Sería posible que aquella única noche, aquella noche alucinante y completamente inesperada, hubieran creado un bebé? No había vuelto a hablar con Lauren desde entonces; claro que ella tampoco lo había llamado, y menos para comunicarle que estaba embarazada.

Parpadeó unas cuantas veces e intentó enfocar las distorsionadas imágenes que lo rodeaban. Las paredes del bar proyectaban un resplandor rosado mientras examinaba la impactante imagen que acababa de enviarle un amigo de Nueva York. Adoptó una expresión imperturbable mientras pensaba la mejor manera de contactar con Lauren, quien prácticamente lo había echado a patadas de su vida la última vez que se habían visto.

Un tipo que giraba al ritmo de la música lo empujó por detrás y Jason se movió para proteger el BlackBerry de la multitud que atestaba el bar. El Rosa Lounge era un pequeño y exclusivo local de Stockton Street, escasamente iluminado y con mesas verdes de cristal y sillas negras lacadas. Una barra de mármol blanco ocupaba una pared entera, con las botellas suspendidas por encima, y en la pared de enfrente se alineaban las mesas altas y blancas. Estaba a una manzana de Maddox Communications, por lo que era el lugar de reunión favorito de los empleados tras cerrar un acuerdo o acabar una presentación importante.

Agarró con fuerza el aparato. Aquella reunión se había convocado en su honor, y el momento para ser el centro de atención no podría haber sido más inoportuno.

–¿Hola? –lo llamó Celia Taylor, haciendo chasquear los dedos bajo sus narices. En su otra mano sostenía una copa de Martini–. Tierra llamando a Jason.

Él se obligó a concentrarse en Celia, otra agente publicitaria de Maddox Communications. Afortunadamente, aún no había comenzado a beberse su Sapporo. La cabeza ya le daba suficientes vueltas sin necesidad de alcohol.

–Estoy aquí… Siento haberme distraído –se metió el BlackBerry en el bolsillo de la chaqueta y sintió que la foto digital lo abrasaba a través de la camisa–. ¿Quieres que te pida otra copa?

Había estado a punto de ofrecerle algo más que una copa, pero en ese momento había recibido la foto. Al parecer, la tecnología tenía un curioso sentido de la ironía.

–No, gracias, estoy bien servida –dijo Celia, tocando el borde de la copa con una uña pintada–. Debes de haber recibido un mensaje muy importante del trabajo. Podría sentirme ofendida por no acaparar tu atención, pero en el fondo sólo estoy celosa porque mi teléfono no suene –se echó su brillante melena rojiza sobre el hombro y apoyó la mano en su esbelta cadera.

Pelirroja.

Ojos verdes.

Igual que Lauren…

El parecido le aguijoneó la conciencia.

Se había engañado a sí mismo al creer que podría olvidarse de Lauren seduciendo a la solitaria pelirroja en el bar. Lauren tenía el pelo ligeramente más oscuro y unas curvas menos pronunciadas que lo habían vuelto loco.

Dejó su copa en la barra y miró hacia la puerta. Tenía que averiguar más sobre lo ocurrido, pero no quería granjearse la antipatía de Celia. Era una mujer simpática y afable que se ocultaba tras una dura fachada para que la tomasen en serio en el trabajo. No se merecía que la utilizaran para sustituir a otra mujer.

–De verdad que lo siento, pero tengo que devolver la llamada.

Celia puso una mueca de confusión y se encogió de hombros.

–Claro… Nos veremos después –se despidió con la mano y se giró sobre tus tacones de aguja para dirigirse hacia Gavin, otro ejecutivo de la empresa.

Jason se abrió camino como pudo entre el mar de trajes, buscando una salida que le permitiera hacer las llamadas pertinentes y obtener respuestas, pero entonces surgió una mano entre la multitud de cuerpos y lo aferró por el hombro. Se giró y se encontró con los dos hermanos Maddox, los jefes de la empresa, el director general, Brock, y el vicepresidente, Flynn.

Este último congregó a los empleados que tenía más cerca y levantó su copa en un brindis.

–Por el hombre del momento, ¡Jason Reagert! Quien nos ha hecho ganar a Walter Prentice como cliente. Un motivo de orgullo para Maddox Communications.

–Por el chico de oro –añadió Asher Williams, el gerente.

–Por el número uno –dijo Gavin.

–El imparable –añadió Brock.

Jason consiguió esbozar una sonrisa que le permitiera guardar las apariencias. Acababa de mudarse a California cuando Walter Prentice, el dueño de la mayor empresa de ropa del país, rescindió el contrato con su anterior empresa publicitaria por transgredir sus particulares cláusulas morales. El ultraconservador Prentice era famoso por prescindir de los servicios de una empresa por los motivos más variopintos, desde enterarse de que un trabajador había estado en una playa nudista a descubrir que un ejecutivo estaba saliendo con dos mujeres a la vez. Jason miró a Celia mientras Brock mojaba una quesadilla en salsa de mango. Seguramente había vuelto a saltarse el almuerzo por su adicción al trabajo.

–Hoy he hablado con Prentice y no ha escatimado en halagos para ti. Fue una jugada muy astuta compartir con él esas historias de la guerra.

Jason cada vez estaba más impaciente por marcharse de allí. Su intención no había sido usar su experiencia militar como táctica para ganarse a Prentice, sino compartir con él unas vivencias personales al descubrir que el sobrino de Prentice también había servido en el ejército.

–Sólo mantuve una conversación cortés con el cliente.

Flynn volvió a levantar su copa.

–Eres un héroe. La forma en que tú y el equipo de los SEAL os ocupasteis de esos piratas fue… épica.

Jason había servido seis años en la Marina después de graduarse en la universidad. Había sido hombre rana especializado en la desactivación de explosivos. Como miembro del grupo de elite de los SEAL se había ocupado de unos cuantos piratas y había salvado algunas vidas, pero el mérito también era de sus compañeros.

–Sólo hacía mi trabajo, como cualquier otro.

Brock le dio un último bocado a su cena.

–Prentice te ha echado el ojo, y su influencia te hará llegar muy lejos siempre que no te metas en líos. El acuerdo con su marca de ropa no podría haber llegado en mejor momento, especialmente con Golden Gate Promotions vigilando todos nuestros pasos.

Golden Gate, el mayor rival de Maddox Communications, era una agencia de publicidad de gran renombre que aún seguía bajo la batuta de su fundador, Athos Koteas. Jason comprendía muy bien la amenaza que podría llegar a suponer, y no iba a permitir que nada ni nadie echara a perder la mejor oportunidad de su vida. El trabajo en Maddox Communications lo era todo para él.

El BlackBerry volvió a zumbar en su chaqueta. ¿Otro mensaje? ¿Le estarían enviando una foto de la ecografía? Se le formó un doloroso nudo en la garganta. Le gustaban los niños y quería tener los suyos propios, pero aún no.

Flynn se acercó a él.

–Fue un golpe maestro, el tuyo. Irrumpiste de lleno justo después de que despidieran a ese pobre imbécil.

Brock sonrió con sarcasmo.

–¿Pobre imbécil? Exhibicionista, más bien, paseándose por una playa como Dios lo trajo al mundo…

Las risas se elevaron del grupo. Jason se pasó el dedo por el cuello de la camisa. Walter Prentice había desheredado a su nieta porque ésta se negó a casarse con el padre de su hijo. Prentice se regía por un solo lema: la familia lo era todo.

El trabajo era lo único que debería importarle. En Maddox Communications ya lo conocían como «el chico de oro», un título que le había costado mucho conseguir y que estaba dispuesto a conservar a toda costa. La clave era muy simple: trabajo y más trabajo.

En vez de unirse a la empresa publicitaria de su padre, había aceptado una beca del ejército para ir a la universidad. Tras seis años de servicio se había establecido por su cuenta en el mundo de la publicidad, pero mientras trabajaba en Nueva York seguía sintiendo la enorme influencia de su padre. No fue hasta que recibió la oferta de Maddox Communications en San Francisco cuando finalmente pudo escapar de la larga sombra paterna. Ahora, sólidamente asentado en la cima, no iba a permitir de ninguna manera que una tontería cometida cuatro meses antes echara a perder el éxito por el que tanto había luchado.

De repente, supo lo que debía hacer.

En cuanto acabara en aquel bar, tomaría un vuelo nocturno a Nueva York. A la mañana siguiente estaría en la puerta de Lauren Presley y se enfrentaría a la situación cara a cara. Si el bebé era suyo, a ella no le quedaría más remedio que irse a California con él.

De los rumores ya se encargaría cuando presentara a Lauren como su novia y prometida.

El viento helado de enero no invitaba a salir a la calle. Normalmente Lauren se habría quedado en su apartamento como todo el mundo, con unos gruesos calcetines de lana y ocupándose de sus plantas. Pero el frío la ayudaba a aliviar las náuseas, de modo que subió a la azotea para trabajar en el huerto comunitario que ella misma había plantado un par de años antes.

Se arrodilló para estirar el plástico sobre los maceteros del tejado mientras el ruido de los motores y cláxones anunciaba el despertar de la Gran Manzana. En invierno la ciudad era como un cuadro de Andrew Wyeth: una inexpresiva gama de matices blancos, negros, grises y pardos. El hormigón helado le congelaba las piernas a través de los vaqueros, junto a la brisa que soplaba desde East River. Lauren se arrebujó en su abrigo de lana y flexionó los entumecidos dedos en el interior de los guantes de jardinería.

Las sacudidas en el estómago no sólo se las producía el bebé.

Había recibido una llamada histérica de su amiga Stephanie, informándola de que su marido le había enviado a Jason una foto de la fiesta de Año Nuevo celebrada la semana anterior, donde se apreciaba claramente su embarazo.

Y ahora Jason estaba de camino a Nueva York.

Ni el frío ni el trabajo de jardinería bastaron en aquella ocasión para sofocar las náuseas. Todo su mundo se estaba desmoronando. Jason iba a pedirle explicaciones sobre ese bebé que nacería al cabo de cinco meses y del que ella no se había molestado en decirle nada. Y por si fuera poco, su negocio estaba al borde de la ruina.

Se apoyó contra la fuente de hormigón, donde el agua se había congelado en la base y los carámbanos colgaban desde la melena del león de piedra. La semana anterior había descubierto que su contable, Dave, había aprovechado su baja por enfermedad para robarle medio millón de dólares a la empresa. Lo descubrió cuando tuvo que contratar a un contable temporal para que sustituyera a Dave mientras estaba «de vacaciones», y ya nadie, y aun menos las autoridades, albergaba esperanzas de encontrarlo y recuperar el dinero.

Se frotó suavemente la curva del vientre. Era responsable de una vida y ni siquiera sabía cómo manejar la suya. ¿En qué clase de madre iba a convertirse? No era más que una pobre cobarde que se ocultaba de todo y de todos.

Las cosas habían cambiado mucho en los últimos meses. Echaba de menos los colores de la primavera y del verano, pero su ojo artístico aún podía apreciar la crudeza monocromática de un paisaje invernal.

La puerta de la azotea se abrió con un chirrido y una sombra alargada se proyectó sobre Lauren. Supo de quién se trataba incluso antes de girarse. Jason no había tardado en encontrarla, y de todos modos no tenía sentido postergar el inevitable enfrentamiento.

Miró por encima del hombro y se estremeció ante la imagen de Jason, cuya imponente presencia añadía el toque final al destemplado horizonte. El viento agitaba sus oscuros cabellos, ligeramente más largos de lo que ella recordaba, pero el resto de su esbelta figura permanecía completamente inmóvil, tanto por fuera como por dentro.

Volvió la vista al frente y metió las herramientas de jardinería en la bolsa.

–Hola, Jason.

Oyó sus pisadas acercándose, pero él no pronunció palabra.

–Supongo que el portero te habrá dicho que estaba aquí –balbuceó ella, moviendo frenéticamente las manos.

Él se arrodilló a su lado.

–Deberías tener más cuidado –le dijo él.

Ella se apartó ligeramente.

–Y tú no deberías ser tan sigiloso al acercarte a alguien.

–¿Y si no hubiera sido yo quien subiera aquí? Parecías estar en otro mundo.

–Vale, tienes razón. Estaba distraída –confesó.

Se había sumido completamente en sus divagaciones sobre la inminente llegada de Jason, sobre el bebé que estaba en camino y sobre la malversación de fondos de la que había sido víctima. Era demasiado para pretender que estaba lista para enfrentarse al mundo.

Podía oír la reprobación de sus padres y sus críticas por todo lo que hacía. Por todo, menos por estar con alguien como Jason. Era el tipo de hombre que su madre elegiría para ella: sangre azul, buen aspecto y una jugosa cuenta bancaria.

En realidad, cualquier madre estaría encantada de tener a Jason Reagert como yerno. Por desgracia, también era muy testarudo y autoritario, y ella había trabajado muy duro para conseguir una independencia a la que no estaba dispuesta a renunciar. Sería muy arriesgado iniciar una relación con él, y gracias a esa certeza había logrado ignorar durante los últimos meses la atracción que sentía hacia él.

Apretó la bolsa contra el pecho.

–¿Qué haces aquí? Podrías haberme llamado.

–También podrías haberme llamado tú –replicó él, mirándola de arriba abajo–. Anoche hablé con un amigo de Nueva York y me dijo que estabas trabajando desde casa porque no te sentías bien. ¿Qué te ocurre? ¿El bebé está bien?

Con aquella pregunta, natural y espontánea, todas las cartas quedaban sobre la mesa. Sin gritos ni discusiones, como había sido el caso de sus padres antes y después del divorcio. Aun así, a Lauren le temblaban tanto las piernas que apenas pudo ponerse en pie.

–Sólo son unos mareos por la mañana –dijo, metiéndose las manos en los bolsillos–. El médico dice que estoy bien, y en casa trabajo mucho mejor. Lo peor ha pasado ya.

–Me alegra saberlo.

Las náuseas la habían debilitado mucho durante dos meses, y confiarles el grueso del trabajo a sus colegas de la oficina había causado estragos en sus nervios. Pero, lamentablemente, no le había quedado otra opción.

–La semana pasada volví a trabajar a la oficina, a media jornada.

–¿De verdad estás preparada para volver al trabajo? –sus ojos se iluminaron con un brillo protector. Agarró una silla de hierro y se la acercó.

Lauren lo miró con recelo antes de sentarse.

–¿Qué sabes de este embarazo?

–¿Eso importa? –Jason se quitó la gabardina y se la echó sobre los hombros.

La tela estaba impregnada con el olor familiar de su loción de afeitado mezclado con el calor de su cuerpo. Era una tentación demasiado poderosa y Lauren se vio obligada a devolverle el abrigo. No podía afrontar más obstáculos en su vida.

–Supongo que no… Lo que importa es que lo sabes.

Él se acercó y le clavó una mirada tan intensa que le provocó un estremecimiento por todo el cuerpo, semejante al que la había llevado a quitarse las bragas cuatro meses antes.

Se obligó a apartar la mirada, recordando las sensaciones que la habían arrojado a sus brazos la primera vez.

–Gracias por creerme.

–Gracias a ti por contármelo… salvo que no lo has hecho –la voz de Jason empezaba a teñirse de enojo.

–Te lo habría acabado diciendo –le aseguró ella. Antes de que su hijo se graduara en la universidad, al menos–. Aún me faltan cinco meses para dar a luz.

–Quiero formar parte de la vida de mi hijo. Empezando desde este momento.

–¿Piensas mudarte de nuevo a Nueva York?

–No –se subió el cuello de la gabardina hasta las orejas. El bronceado de su rostro era la prueba de lo bien que se había adaptado al clima soleado de California–. ¿Sería posible mantener esta conversación en tu apartamento, donde podamos entrar en calor?

Una sospecha asaltó a Lauren.

–No vas a mudarte a Nueva York, pero quieres formar parte de la vida del bebé… No estarás esperando que me vaya a San Francisco, ¿verdad?

El silencio de Jason lo dijo todo.

–¡No voy a ir a ningún sitio contigo! –exclamó ella–. Ni a mi apartamento ni a California. ¿Crees que voy a dejar la vida que tengo aquí, la empresa en la que me he volcado en cuerpo y alma? –como si quedara alguna empresa por la que velar, pensó, pero se calló prudentemente.

–Eso es –afirmó él exhalando una bocanada de vaho–. Quiero que vengas a San Francisco y que estemos juntos por el bien de nuestro hijo. ¿Qué es más importante para ti, la empresa o el bebé?

Lauren quería decirle, gritarle, que había antepuesto la vida de su hijo al futuro de su empresa. Y que volvería a hacerlo sin la menor duda. Lo único que lamentaba era no haber ahorrado un poco de dinero para contratar a alguien de confianza que atendiera el negocio, y así no tener que angustiarse por un presupuesto extremadamente ajustado y por la incompetencia de los trabajadores temporales.

–Jason, ¿a qué viene tanta prisa? –le preguntó, dirigiendo contra él gran parte del miedo y la frustración por su trabajo–. Tenemos mucho tiempo por delante para hablar de esto. ¿Qué está pasando aquí?

La expresión de Jason se tornó tan fría e impenetrable como el león de piedra de la fuente.

–No sé de qué estás hablando.

–Tiene que haber una razón para esa repentina necesidad de llevarme contigo –el viento aullaba con más fuerza, ahogando el ruido del tráfico–. ¿A tu madre la abandonó algún indeseable? ¿Te hizo daño alguna mujer?

Jason soltó una carcajada y sacudió la cabeza.

–Tienes mucha imaginación. Pero te aseguro que no he sufrido ninguno de esos traumas.

Su risa era tan contagiosa que Lauren tuvo que concentrarse en el asunto que tenían entre manos.

–No me has respondido del todo.

–No he venido a discutir contigo –se acercó a ella y su olor a océano y sol embargó sus agudizados sentidos de embarazada.

El calor que desprendía su cuerpo suponía un delicioso contraste con el frío invernal. Lauren quería acurrucarse contra su pecho y sentir sus fuertes músculos rodeándola.

La tensión sexual siempre había prendido rápidamente cuando estaba cerca de Jason, y más ahora que sabía hasta dónde podían llegar. Levantó las manos entre ellos y se detuvo a tiempo de no tocarle el pecho. Ni siquiera se atrevía a tocarlo para apartarlo de su lado.

–Vas muy rápido para mí. Necesito más tiempo para pensar.

–Como quieras, pero mientras estés pensando, ten presente esto –se metió la mano en el bolsillo y sacó un estuche negro de terciopelo. La tapa crujió ligeramente al abrirla y revelar un anillo de platino con un diamante engarzado.

Capítulo 2

Jason esperaba la respuesta de Lauren con el estuche de terciopelo en la mano. Le había costado encontrar una joyería donde lo atendieran después de cerrar, pero había conseguido el anillo a tiempo de tomar el vuelo nocturno.

La expresión de Lauren no invitaba a ser optimista, pero él estaba acostumbrado a superar todo tipo de dificultades. El viento agitaba las hojas secas a sus pies, ofreciendo una imagen muy distinta de la noche veraniega que habían pasado en la oficina de Lauren.

Alargó la mano con el anillo de compromiso. Sabía que estaba siendo impaciente, pero no había tiempo que perder.

–¿Y bien? ¿Cuál es tu respuesta?

–Espera un momento… –Lauren se apartó el pelo de la cara y respiró profundamente–. ¿Primero esperas de mí que me vaya a vivir a California y ahora me propones matrimonio?

–¿Te parece que esté bromeando? –preguntó él, levantando el estuche. El sol de la mañana se reflejaba en el diamante de tres quilates.

La bolsa de Lauren se deslizó por su hombro y cayó al suelo con un ruido sordo.

–¿De verdad piensas que voy a casarme contigo sólo porque estoy embarazada? ¿Pero en qué época vives tú?

La intención de Jason no era casarse, sino establecer un compromiso que acallara cualquier rumor y que también resultaría beneficioso para Lauren. Pero no creía que a ella le hiciera mucha gracia oírlo.

–Si el matrimonio te parece muy precipitado, podríamos conformarnos con un compromiso de prueba.

–¿Un compromiso de prueba? Me parece que has perdido el juicio, y yo me estoy helando –se giró hacia la puerta–. En una cosa sí tienes razón, y es que deberíamos continuar esta conversación en mi apartamento.

Jason recogió la bolsa que ella había dejado caer, el único gesto que delataba su nerviosismo, y la siguió por las escaleras hasta la tercera planta. El edificio parecía seguro para estar en Nueva York, pero Jason no estaba tan convencido. ¿Dónde podría jugar allí un niño pequeño?

Había tenido mucho tiempo para pensar en el avión, y una cosa de la que estaba seguro era que no quería estar a miles de kilómetros de su hijo. Quería ser una parte activa e importante de su vida. Cierto era que trabajaba muy duro, pero bajo ningún concepto se convertiría en alguien como su padre, obsesionado porque su hijo fuera como él pero sin molestarse en pasar tiempo con él para conocerlo.

Tenía que convencer a Lauren para que se trasladara a California, y no sólo por salvar el contrato con Prentice. Se guardó el estuche en el bolsillo y esperó a que Lauren abriese la puerta de su casa.

El apartamento era pequeño, pero tan vivo y vibrante como ella. Estaba atestado de flores y cuadros, como un oasis de color en medio del invierno. El salón estaba pintado de amarillo, la cocina de verde, y por la puerta entreabierta del dormitorio se atisbaba una pared rosa. No era la primera vez que Jason visitaba el apartamento, pues en ocasiones había acompañado a sus ex colegas a tomar una copa en casa de Lauren. Pero nunca había visto el dormitorio de cerca.

Dejó la bolsa de Lauren en la mesa del vestíbulo y se limpió los zapatos en un felpudo antes de seguirla.

–Éramos buenos amigos y nos sentíamos atraídos el uno por el otro –le recordó él, señalándole el vientre–. ¿Puedes afirmar con toda sinceridad que nunca imaginaste un futuro en común?

–Nunca –respondió ella. Colgó el abrigo en un viejo perchero de madera y miró a Jason por encima del hombro–. ¿Podemos dejar el asunto del bebé para más tarde? Ahora tengo que irme a trabajar.

–Vaya... eres única para inflar el ego de un hombre –no parecía el momento más adecuado para recordarle cómo lo había echado a patadas de su oficina cuatro meses antes. Además, Lauren parecía estar muy cansada–. ¿De verdad estás bien?

Ella dudó un momento, antes de dirigirse hacia la cocina.

–Sí.

Jason observó sus movimientos mientras se servía un vaso de leche. Su melena rojiza le caía por la espalda, invitando a acariciarle los cabellos y comprobar si seguían siendo tan suaves como recordaba.

–Me estás ocultando algo.

–Te prometo que el bebé y yo estamos bien –levantó el vaso en un brindis, de espaldas a él.

Jason sabía que no estaba siendo del todo sincera con él, pero también sabía que no conseguiría sacarle nada por el momento. Lo mejor sería retirarse temporalmente y volver a la carga al cabo de unas horas. Como especialista en publicidad sabía esperar a que la oportunidad se presentara por sí sola.

Sacó el estuche del bolsillo y lo dejó sobre la pequeña encimera de la cocina.

–De momento quédatelo. No tenemos por qué tomar una decisión hoy mismo.

Ella miró el estuche como si contuviera una serpiente venenosa.

–No vamos a comprometernos, y mucho menos a casarnos.

–Muy bien –dijo él, empujando el estuche hasta dejarlo junto a un tarro de galletas con forma de manzana–. Guárdalo para nuestro hijo. Quizá algún día necesite un anillo para comprometerse con una chica.

Lauren se volvió hacia él y se apoyó en la encimera. Su camiseta con manchas de pintura le ceñía la protuberante barriga y los abultados pechos. Jason miró la prueba palpable de su embarazo. A unos centímetros de él estaba gestándose una vida que llevaría sus mismos genes. Apenas había tenido tiempo para asimilar la idea de ser padre, pero ahora se moría por tocar a Lauren, por explorar los cambios que había experimentado su cuerpo, por… sentir las pataditas del bebé.

–¿Quieres que sea niño? Parece que todos los hombres quieren que su primer hijo sea varón.

–¿Eso quería tu padre? –le preguntó Jason, pensando en los deseos de su propio padre por tener un hijo que copiara todos sus movimientos y opiniones.

El rostro de Lauren se ensombreció.

–Esto no tiene nada que ver con mi padre.

–De acuerdo –no pudo resistir la tentación y le acarició brevemente los cabellos, retirando la mano antes de que protestara–. Sigues tan bonita como siempre, pero pareces cansada, y me has dicho que tenías que irte a trabajar… –le dio un rápido beso en la frente y se dirigió hacia la puerta–. Adiós, Lauren. Hablaremos más tarde.

Salió al rellano con la cara de Lauren grabada en su memoria. Su expresión confusa alimentaba la decisión de retirarse por el momento. Lauren tenía dudas, y él podía aprovecharlas.

Su primera reacción había sido negarse, pero Jason estaba convencido de que acabaría convenciéndola. El domingo por la noche, cuando se subiera al avión de regreso a California, ella y su hijo irían con él.

Lauren empujó la puerta acristalada de las oficinas del cuarto piso que albergaban su empresa de diseño gráfico. El local constaba tan sólo de una sala común con varias mesas, un mostrador de recepción junto a la puerta y su propio despacho al fondo, donde ella y Jason habían concebido al bebé.

Pero las náuseas que sentía en aquellos momentos nada tenían que ver con el embarazo. El estómago no dejaba de darle vueltas, como un torbellino pictórico de Jackson Pollock. El estuche de terciopelo le pesaba como una tonelada en el bolso… hecho a partir de un viejo jersey que encontró en una tienda de segunda mano. Había llevado el anillo a la oficina con intención de llamar a Jason, quedar para comer y devolverle la joya. Un anillo de compromiso… ¿Podía haber algo más absurdo? Ella ya tenía bastantes problemas, intentando salvar su empresa de la bancarrota.

Franco, su secretario, le entregó un montón de papeles.

–Sus mensajes, señorita Presley.

–Gracias, Franco –respondió ella con una sonrisa forzada mientras hojeaba los mensajes. Las llamadas de clientes potenciales se mezclaban con los números de teléfono de los acreedores.

Franco se levantó y se alisó la corbata de los New York Giants.

–Antes de que entre en su despacho…

–¿Sí? –preguntó ella al tiempo que abría la puerta. Un olor a flores salió del despacho.

Franco se encogió de hombros y se echó hacia atrás.

–Las han traído antes de que usted llegara. Y…

Lauren no oyó el resto, porque al girarse de nuevo hacia el despacho se encontró con cinco jarrones de flores blancas con cintas rosas y azules. Y en la esquina de su mesa había una garrafa de zumo y una cesta con magdalenas.

Se volvió hacia Franco para escuchar lo que le estaba diciendo, y entonces vio a Jason junto al mostrador, observándola con sus sensuales ojos oscuros. ¿Cómo no se había percatado de su presencia al entrar? ¿Y por qué Franco no la había avisado de…? Bueno, en realidad sí había intentado avisarla, pero ella no había prestado atención.

Le hizo un gesto con la cabeza a Jason para que entrara en su despacho.

–Pasa. A lo mejor te apetece comer conmigo.

Él se apartó de la pared, muy despacio, como un depredador avanzando hacia su presa. Franco, el nuevo contable y las dos becarias de la Universidad de Nueva York observaban la escena sin disimular la curiosidad.

Jason le rodeó la cintura con un brazo.

–Quería asegurarme de que la madre de mi hijo estuviera contenta y bien alimentada.

Ella se puso rígida al recibir su tacto. ¿Cómo se podía ser tan pretencioso para anunciar su relación al mundo? Bueno, tal vez al mundo no, pero sí a sus empleados y a tres clientes que esperaban a ser atendidos.

–Tanto el bebé como yo estamos bien, gracias –le puso una mano en la espalda y lo empujó con fuerza–. ¿Podemos hablar en mi despacho, por favor?

–Por supuesto, cariño –respondió él con una sonrisa tan encantadora que a las dos becarias se les escapó una risita.

Lauren cerró la puerta para encerrarse con Jason en el despacho, a solas con el sofá turquesa y los recuerdos.

Rápidamente subió las persianas metálicas, pero ni siquiera la luz del sol consiguió calmarla.

–¿Te importaría decirme a qué demonios viene todo esto?

–Sólo quiero que la gente sepa que me preocupo por ti y por nuestro hijo –agarró una gran magdalena de arándanos–. ¿No tienes hambre?

–Ya he desayunado. ¿No crees que deberías haberte molestado en comprobar si mis trabajadores sabían lo del bebé?

–Claro que lo saben. Has estado de baja…

–Cierto, pero los clientes que esperan ahí fuera no tenían ni idea, y ahora se enterará todo el mundo.

–Tienes razón, y lo siento –le acercó la suculenta magdalena, tentándola con su aroma–. Están recién hechas… He visto como las sacaban del horno.

Con gusto Lauren le habría dicho dónde podía meterse las magdalenas, pero la apetitosa imagen de los arándanos y de la capa crujiente de azúcar le estaba haciendo la boca agua. Por mucho que quisiera a su bebé, a veces lamentaba el control que ejercían las hormonas sobre su cuerpo. No sólo le abrían el apetito, sino que también le llenaban los ojos de lágrimas por el bonito detalle que había tenido Jason con la comida y las flores. Era la clase de atenciones que unos padres primerizos tenían entre ellos, algo de lo que ella había carecido en los primeros meses de su embarazado. Y de lo que seguramente carecería en los meses, y años, siguientes.

Pero por ahora, sólo quería comerse una magdalena.

Se acercó a Jason hasta que sus pies se rozaron. Se sorbió las lágrimas y se deleitó con el olor de la magdalena, de las flores y de Jason. Él desgajó un trozo y se lo puso en los labios, y ella abrió la boca antes de pensar en lo que estaba haciendo, igual que había hecho en el sofá cuatro meses atrás.

¿Qué tenía aquel hombre que la hacía actuar sin pensar? Ella no era una mujer alocada e impulsiva como su madre. Todo lo contrario. Siempre ejercía un férreo control sobre sus emociones… salvo el lapsus que había tenido con Jason.

Aceptó el bocado y todos sus sentidos explotaron de placer cuando el bizcocho se derritió en su lengua. Jason le acarició el labio inferior con el pulgar, liberando una oleada de deseo que le endureció los pezones bajo el vestido marrón. Lauren se puso de puntillas sobre sus zapatos naranjas hasta quedar a un suspiro de la boca de Jason…

Y entonces alguien llamó a la puerta del despacho.

–¿Qué pasa? –preguntó ella con voz jadeante e impaciente. Ninguno de los dos se movió. Los ojos marrones de Jason despedían llamas abrasadoras.

Los golpes continuaron, más insistentes. Lauren carraspeó y volvió a hablar.

–¿Sí? –preguntó al tiempo que daba un paso hacia atrás, no del todo segura de a quién se estaba dirigiendo–. ¿Qué ocurre?

Jason sonrió maliciosamente mientras Lauren le abría la puerta a la contable que había contratado para intentar resolver la caótica situación financiera de la empresa. Tenía que hablar urgentemente con ella, pero no quería que Jason se enterara.

–Enseguida estoy contigo –le dijo en voz baja.

La contable, una mujer de avanzada edad pero muy despierta y dinámica, apretaba los informes contra el pecho, y su mirada sagaz dejaba muy claro que advertía todo cuanto sucediera a su alrededor.

–Claro, claro… Quería repasar contigo las cuentas y la lista de los acreedores más apremiantes.

–Sí, por supuesto –miró a Jason, hecha un manojo de nervios. Necesitaba que se largara de allí cuanto antes–. Jason, hablaremos esta noche, después del trabajo.

–¿Acreedores? –preguntó él con el ceño fruncido.

–No es asunto tuyo –declaró ella, evitando la pregunta.

El pecho de Jason se infló en un gesto posesivo.

–Eres la madre de mi hijo. Eso significa que tus problemas son también los míos.

Lauren se volvió hacia la contable.

–Estaré contigo en cinco minutos –le dijo, antes de cerrar y apoyarse de espaldas contra la puerta.

La preocupación que reflejaban los ojos de Jason parecía tan sincera que la pilló desprevenida.

Llevaba tanto tiempo a la defensiva que había olvidado lo atento que podía ser. En los años que habían sido amigos lo había visto prestar su apoyo a hombres despedidos injustificadamente, a mujeres acosadas por ex novios celosos, incluso al dueño de una empresa que tenía que hacer frente a unas facturas exorbitantes para que su hijo recibiera atención médica.

Jason Reagert podía ser arrogante y autoritario, pero tenía buen corazón.

–Pronto será de dominio público, así que más te vale saberlo ahora. Mi anterior contable malversó medio millón de dólares a la empresa.

Jason arqueó las cejas.

–¿Cuándo?

–Mientras yo trabajaba desde casa –se apartó de la puerta y se dejó caer en el sofá. De repente volvía a sentirse agotada–. Tenía algunas sospechas sobre Dave y pensaba despedirlo, pero entonces caí enferma y pasé una semana en el hospital por deshidratación. Me sentí muy aliviada cuando él mismo presentó su dimisión, e incluso le pagué dos semanas de vacaciones. Tres días después contraté a la nueva contable. Debería haberla contratado mucho tiempo antes, pero intentaba ahorrar el máximo de dinero posible –se encogió de hombros–. Supongo que yo misma me lo busqué.

Él se sentó a su lado, sin tocarla.

–Lo siento mucho.

–Yo también.

–No me extraña que estuvieras tan disgustada esta mañana –juntó las manos entre las rodillas y su Rolex destelló a la luz que entraba por la ventana–. No necesitas este tipo de preocupaciones, y menos estando embarazada. Déjame que te ayude.

–Espera, espera… Puede que tenga problemas, pero puedo arreglármelas yo sola.

–No hay nada malo en aceptar ayuda –insistió él. Alargó el brazo sobre el respaldo del sofá y la envolvió con su olor–. De hecho, por eso he venido. Necesito tu ayuda.

–¿Para qué? –preguntó ella con cautela. ¿Aquél era el mismo Jason que ofrecía su ayuda altruista a todo el mundo?

¿O era el tiburón de la publicidad que conseguía acuerdos millonarios haciendo creer a la gente todo lo que decía?

–Soy nuevo en Maddox Communications y corren tiempos difíciles… Ningún empleo está garantizado al cien por cien –sus ojos marrones brillaban de sinceridad.

–Entiendo.

–No sé cuánto sabes de Maddox…

–Sé que es una empresa familiar –nunca había trabajado para ellos, pero había oído que tenían clientes muy importantes–. La llevan dos hermanos, ¿verdad?

–Así es. Brock Maddox es el director general y Flynn, el vicepresidente. Lo único que se interpone entre ellos y la hegemonía empresarial en la Costa Oeste es Golden Gate Promotions.

–También es una empresa publicitaria familiar –dijo ella, relajándose en el sofá. Se sentía más cómoda hablando de trabajo–. La dirige Athos Koteas. No he trabajado con él, pero tengo entendido que es un empresario temible y despiadado.

–Y terriblemente próspero –añadió él. El brazo que reposaba en el sofá emitía un calor tan intenso que a Lauren le provocaba un hormigueo en la nuca–. Es un inmigrante griego que se valió de sus muchos contactos en Europa para darle un impulso a su empresa en estos tiempos de crisis. Ahora intenta robarnos nuestra clientela –frunció el ceño con irritación–. Ha difundido falsos rumores sobre Maddox Communications para minar la confianza de los clientes, y les está provocando serios disgustos a mis jefes.

–¿Te arrepientes de haberte ido a California?

–En absoluto. Las cosas están mejorando, afortunadamente. He conseguido algunos clientes nuevos, entre ellos alguien muy importante. El problema es que se trata de un hombre muy conservador. Seguramente hayas oído hablar de él… Walter Prentice.

Lauren lo miró boquiabierta.

–Enhorabuena, Jason… Eso sí que ha sido una proeza.

–El lema de Prentice es «la familia lo es todo». Hace poco despidió a su publicista por ir a una playa nudista –sacudió la cabeza y retiró el brazo–. Y a su nieta la desheredó por no casarse con el padre de su hijo.

Lauren volvió a mirarlo con suspicacia. ¿Le estaba insinuando que…?

–No creerás que van a despedirte porque dejaste embarazada a tu ex novia, ¿verdad? –en realidad nunca había sido su novia, pero aun así le parecía una idea disparatada–. ¿Me estás tomando el pelo o qué?

–Te estoy hablando completamente en serio. Prentice nos ha contratado para una campaña publicitaria millonaria. Es quien paga y puede elegir a quien le dé la gana.

Lauren observó el estuche que contenía el anillo. No había sido una proposición muy romántica, la verdad. Él quería conservar su trabajo y por eso le proponía matrimonio. Nada más.

–Eres muy ambicioso…

–¿Acaso tú no? –se inclinó hacia ella, mirándola fijamente–. Tú y yo somos muy parecidos. Los dos queremos demostrarles a nuestras familias que podemos salir adelante sin su ayuda. Por eso te propongo que trabajemos juntos por el bien de nuestro hijo.

–¡No metas a mis padres en esto! –exclamó ella, dolida a su pesar. Con Jason nunca había hablado de sentimientos personales, pero a veces le gustaría ser menos sensible. Menos parecida a su madre.

–De acuerdo –concedió él–. Olvidémonos de nuestros padres y centrémonos en nuestro hijo. Para asegurar su futuro necesito que te comprometas temporalmente conmigo, al menos hasta que haya rematado el acuerdo con Prentice. Te daré el dinero necesario para mantener tu empresa hasta que puedas volver a trabajar.

Lauren se puso en pie de un salto y comenzó a caminar de un lado para otro.

–No necesito tu dinero. Lo único que necesito es tiempo.

–Puedes considerarlo un préstamo, si eso hace que te sientas mejor. Medio millón de dólares, ¿no?

Lauren enganchó los dedos en la correa del bolso. El peso del estuche en el interior y la oferta económica de Jason la hacían sentirse terriblemente incómoda.

–¿Sabes lo que de verdad me haría sentir mejor?

–Dímelo y lo tendrás –le prometió él, acercándose sigilosamente por detrás.

Ella se giró para mirarlo.

–Que agarraras tu dinero y…

–Está bien, está bien. Me hago una idea. Es evidente que no quieres salvar tu empresa.

Lauren metió la mano en el bolso y sacó el estuche.

–No quiero tus limosnas.

Jason juntó las manos a la espalda.

–Te estoy ofreciendo un trato.

–¿Cómo estás tan seguro de que tu cliente sabrá que el niño es tuyo? –le preguntó ella, tendiéndole el anillo–. No tenemos por qué decírselo a nadie.

–No pienso negar la existencia de mi hijo –declaró él–. Puede que sea ambicioso, pero incluso yo tengo mis límites.

Ella apretó el dorso de la muñeca contra la frente, sin soltar el estuche.

–Todo esto es demasiado. No sé si…

Jason le puso las manos en los hombros y se los masajeó suavemente.

–Tranquila… De momento nos ocuparemos de lo más apremiante, que es hacer planes para el bebé. Te recogeré después del trabajo.

Lauren intentó no perder la cabeza con sus caricias. Había estado tan tensa y asustada que tenía todo el cuerpo agarrotado.

–¿Crees que por una vez podrías preguntar en vez de ordenar?

Él bajó las manos por sus brazos, le quitó el estuche y lo dejó en la mesa. A continuación, entrelazó los dedos con los suyos. Era el primer contacto que compartían desde que hicieron el amor en aquella misma oficina.

–¿Te gustaría cenar conmigo después del trabajo?

–Para hablar del bebé.

Él asintió. Seguía agarrándola por los brazos, pero su tacto no era intimidatorio ni agresivo.

Lauren sabía que no debería aceptar la invitación, pero realmente tenían que hablar del bebé.

–Recógeme en mi casa a las siete.

Mientras lo veía salir de la oficina, se preguntó si había cometido un error mayor que el diamante engarzado en el anillo.

Capítulo 3

Con el teléfono sujeto entre la oreja y el hombro, Lauren se apoyó en un pie para ponerse la bota de color púrpura.

–Hola, mamá –dijo mientras se dejaba caer en el borde de la cama–. ¿Qué tal estás?

–Lauren, cariño, te he estado llamando al trabajo, a tu casa y a tu móvil y nunca me respondías –se quejó su madre a cientos de kilómetros. Su insípido acento de Nueva Inglaterra era más pronunciado que de costumbre, señal de que estaba alterada–. Empiezo a pensar que me estás evitando.

–¿Por qué iba a hacerlo?

Habían hablado dos días antes, y desde entonces había recibido treinta y siete mensajes de su madre. Lauren ya tenía demasiados problemas como para aguantar los ciclos depresivos de Jacqueline Presley en un día normal.

Claro que aquellos días no estaban siendo muy normales.

–No sé lo que haces, Lauren. Últimamente no sé nada de ti –hizo una pausa, quizá para tomar aire, o quizá para reordenar sus pensamientos–. ¿Has hablado con tu padre?

Horror. Tenía que alejarse cuanto antes de aquella bomba de relojería.

–No, mamá. No le he dedicado más tiempo a él del que te dedico a ti.

–¿Por qué te pones tan insolente? A veces me recuerdas a la hermana de tu padre, que acabó sola y gorda.

Genial. Justo lo que necesitaba oír. Su madre estaba tan obsesionada con las curvas de su hija que a los diez años Lauren ya había aprendido el significado del término «rubenesco».

–No pretendía ofenderte, mamá –se subió la cremallera de las botas y miró el reloj. Jason llamaría a la puerta de un momento a otro. Había acabado muy tarde de trabajar y apenas había tenido tiempo para ponerse unos pantalones negros y un jersey holgado. Al arrojar el bolso a la cama se había salido el estuche del anillo–. Hay muchos problemas en la oficina.

–No tienes por qué trabajar como una esclava para demostrarme nada –se oyó un tintineo al otro lado de la línea y Lauren se imaginó a su madre jugueteando con la cadena de sus gafas tachonadas de joyas–. Puedo decirle a tu padre que te adelante parte de tu herencia, o podrías haber invertido mejor el dinero de la tía Eliza y haberte comprado un bonito piso donde dedicarte al arte de verdad…

A Lauren se le formó un nudo en el pecho, como siempre que hablaba con su madre.

–Podrías haber sido tan buena artista como yo, Lauren, si te hubieras aplicado un poco más.

Lauren aferró con fuerza el edredón adamascado. La desastrosa situación económica de la empresa sólo serviría para añadir leña a las críticas de su madre.

–Mamá…

–La semana que viene iré a Nueva York –la interrumpió Jacqueline–. Podríamos comer juntas.

Lauren se estremeció de horror. Cuando su madre empezaba a criticar todo lo que ella no hacía bien en la vida, siempre acababa con una lista de jóvenes solteros a los que había conocido. Cuando descubriera su embarazo se llevaría el disgusto de su vida.

–Mamá, me ha alegrado hablar contigo –se levantó y se estiró el jersey sobre las caderas–. Pero ahora tengo que irme.

–¿Tienes algún plan?

Si no lo tuviera, su madre seguiría hablando sin parar. Así que más valía decirle la verdad.

–He quedado para cenar con un socio del trabajo… Pero no es una cita –se apresuró a añadir.

–Pues en ese caso, ponte lo más guapa posible y recuerda que el rosa no te favorece –dicho eso, colgó sin despedirse.

Lauren soltó un grito de frustración y apretó el botón del teléfono con tanta fuerza que se rompió la uña. Arrojó el aparato a la cama y empezó a andar por la habitación mientras agitaba frenéticamente las manos. Después de tantos años ya debería estar acostumbrada a la irritación que le provocaba su madre y, en realidad, esa última conversación no había sido tan traumática. Pero cuando oía el parloteo de su madre se echaba a temblar. Bastaría un pequeño empujón para provocarle a Jacqueline otra crisis nerviosa. Y desde que su madre había renunciado a la medicación y la terapia, su inestabilidad emocional era cada vez más grave.

Descubrir que su hija estaba embarazada sería algo más que un pequeño empujón. A lo que había que añadir el desfalco de su ex contable. La reacción de su madre era imprevisible, pero lo que estaba claro era que no se tomaría las noticias con serenidad.

Al pasar junto al helecho bajo la ventana arrancó una hoja seca. ¿Cómo sería tener una madre en la que se pudiera confiar? Se llevó la mano al vientre y pensó que haría lo que hiciera falta para que su hijo se sintiera querido y seguro.

Giró la maceta para que la otra cara del helecho recibiera la luz del sol. Ojalá tuviera un poco de tiempo para ella sola y así poder recuperarse y reordenar sus pensamientos…

El estuche atrajo su mirada desde la cama como si fuera un imán.

La oferta de Jason seguía dándole vueltas en la cabeza. Un compromiso temporal… Resultaba muy tentador. Y peligroso. ¿Podría arriesgarse a pasar una larga temporada en California… con él?

Aunque visto de otro modo, ¿podía permitirse no hacerlo, cuando su vida en Nueva York iba cuesta abajo y sin freno?

Jason conducía el coche alquilado por una carretera secundaria hacia un pequeño y pintoresco pueblo a cuarenta minutos de la ciudad. Lauren iba sentada a su lado, con la cabeza hacia atrás, el ridículo bolso en el regazo, contra la suave curva de su estómago.

Finalmente podía estar a solas con Lauren, y tenía que aprovechar ese tiempo al máximo. Como si se tratara de conseguir un acuerdo comercial con un cliente.

Sí, abordar la situación desde un punto de vista analítico era mucho más fácil que hacerlo emocionalmente. Cuanto más pensaba en el sinvergüenza que había robado a la empresa de Lauren más le hervía la sangre. Ella no se merecía lo que le había pasado. Tenía un talento extraordinario, como él había comprobado desde que se conocieron.

Cerró con fuerza los dedos en torno a la palanca de cambios. Sentía la imperiosa necesidad de pasar a la acción, de protegerla, de hacer todo cuanto estuviera en su mano. No había vuelto a sentir un impulso tan fuerte desde que estaba en la Marina.

Convencer a Lauren sería mucho más sencillo si estuviera despierta, pero se había quedado dormida incluso antes de salir de la ciudad. Si no se despertaba al llegar a su destino, estaría dando vueltas a la manzana hasta que ella abriera los ojos o se quedaran sin gasolina. Lauren necesitaba dormir, y sería más fácil hablar con ella si estaba despejada.

Las farolas antiguas iluminaban los bordes de la carretera, dejando en penumbra las tiendas y almacenes. Los copos de nieve se arremolinaban ante los faros del coche y de vez en cuando pasaba un vehículo en sentido contrario.

El teléfono móvil de Lauren rompió el silencio que reinaba en el interior del coche, emitiendo una suave melodía desde el fondo de su bolso. Estaba demasiado hondo para que él intentara sacarlo con una mano.

Ella se removió, abrió los ojos como platos y parpadeó rápidamente. Agarró el bolso y sacó el móvil justo cuando dejaba de sonar. Se quedó mirando el aparato con el ceño fruncido.

Jason bajó el volumen de la radio.

–¿Vas a devolver la llamada?

Ella negó con la cabeza y volvió a meter el móvil en el bolso.

–No, no es necesario. Puedo llamar después.

–Entiendo que tengas compromisos laborales –dijo Jason.

–No se trata del trabajo –contestó ella, manoseando nerviosamente el asa del bolso–. Es mi madre. Siempre me está llamando.

Por cómo lo dijo no parecía que le hicieran mucha ilusión esas llamadas. Pero al menos hablaba con su madre. Él no había vuelto a hablar con sus padres desde que su padre lo desheredó, acusándolo de romperle el corazón a su madre al rechazar todo lo que habían hecho por él.

No quería pensar en ello. Quería concentrarse en Lauren y en nada más.

–¿Qué dijo tu familia sobre el bebé?

Ella dejó el bolso en el suelo.

–Todavía no se lo he dicho.

–¿Tu madre te llama pero no viene a verte?

–Hace un mes que no nos vemos.

–No tardarán en descubrirlo. Yo me enteré enseguida, viviendo al otro lado del país. Te acompañaré cuando vayas a decírselo.

Ella se echó a reír.

–¿Quién te ha dicho que estés invitado? Además, están divorciados.

Jason levantó el pie del acelerador al aproximarse a una curva, muy por debajo del límite de velocidad. No podía correr el menor riesgo, llevando una carga tan preciada a bordo.

–Creía que íbamos a llevarnos bien por el bebé.

–Lo siento –se cruzó de brazos y miró por la ventanilla. Los árboles abundaban en los suburbios, llenos de vallas blancas y casas de ladrillo–. Estoy preocupada por el trabajo y lo pago contigo.

Jason quiso recordarle que él podía solucionar sus problemas laborales en un abrir y cerrar de ojos, pero decidió no tentar su suerte y probar otra táctica.

–No pensarás mantener en secreto que yo soy el padre, ¿verdad? Tus padres acabarán descubriéndolo. Y sería mejor que lo supieran cuanto antes, para que luego no se lleven un disgusto mayor. Se lo diremos los dos juntos, los pillaremos desprevenidos y saldremos huyendo antes de que se hayan recuperado de la sorpresa.

–El plan es bueno, salvo por un pequeño detalle: es prácticamente imposible juntar a mis padres en la misma habitación. Y en cuanto uno de ellos lo descubra, empezará a despotricar y echarle las culpas al otro –sacudió tristemente la cabeza y cruzó y descruzó los pies. Sus botas moradas atrajeron momentáneamente la atención de Jason–. No quiero pasar por ello si puedo evitarlo.

Jason no recordaba que le hubiera contado mucho sobre sus padres. Principalmente habían hablado de trabajo y de la vida nocturna de Nueva York. Él siempre se había sentido atraído por Lauren, pero nunca parecía ser el momento adecuado para manifestarlo. Primero fue ella quien estaba saliendo con otra persona, y luego fue él, aunque ya ni siquiera se acordaba de con quién.

–Parece que has sufrido mucho con la separación de tus padres.

–En el pasado, tal vez –admitió ella. Sus ojos verdes destellaban al recibir las luces del salpicadero–. Pero ya no les permito que tengan el menor poder para afectarme.

–¿Estás segura? –insistió él, mirando el bolso–. Que ellos tuvieran una relación tormentosa no significa que nos vaya a pasar lo mismo a nosotros.

El brillo de los ojos de Lauren se tornó más frío que la nieve que seguía cayendo en el exterior.

–Y que tú hayas estado dentro de mi cuerpo no significa que tengas derecho a meterte en mi cabeza.

–Tienes razón –dijo él.

Le gustaban las agallas que demostraba tener Lauren. Al igual que otras muchas cosas de ella. Su ingenio, su ambición, incluso su obsesión por llenar su apartamento con flores y plantas. Y sobre todo, cómo se le encendía el rostro cuando él menos se lo esperaba.

–¿Que tengo razón, dices? ¿Me estás hablando en serio? –lo miró con una deliciosa expresión de sorpresa en sus exquisitos labios.