Echar raíces en collazos - Francisco Serrano García - E-Book

Echar raíces en collazos E-Book

Francisco Serrano García

0,0

Beschreibung

Excelente novela coral y bucólica que nos lleva a los entresijos de Collazos, un pueblo perdido de la mano de Dios en medio de una España a punto de salir de la Dictadura Franquista. Las vidas de sus habitantes se cruzan en la maraña de casualidades, desencuentros y secretos que conforman un dicho bien conocido por todos: pueblo pequeño, infierno grande. Los achaques de un potentado terrateniente, una historia de amor truncada y unos celos mal curados pondrán el pueblo patas arriba.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 146

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Francisco Serrano García

Echar raíces en collazos

 

Saga

Echar raíces en collazos

 

Imagen en la portada: Midjourney

Copyright ©2020, 2023 Francisco Serrano García and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728375044

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

PERSONAJES

Don Roque. — Actual alcalde de Collazos.

 

Don Neftalí Carbajosa .— Anterior alcalde, ya fallecido.

 

Alicia y Mercedes .— Las Gemelas, hijas de Begoña y de Fulgencio.

 

Fulgenio Anglada .— El alguacil del pueblo; esposo de Begoña.

 

Begoña .— Esposa de Fulgencio y madre de Las Gemelas.

 

Don Dionisio .— El maestro del pueblo.

 

La Vieja Carucha .— Propagadora, a voz en grito, de los detalles de sus vecinos.

 

Tomasa .— La Cardeña, tía de Graciano.

 

Graciano .— Joven de Caramanes, llegado a Collazos, y recogido por su tia Tomasa.

 

Venancio .— Padre de Graciano y hermano de Tomasa, la Cardeña.

 

Ambrosia .— Madre de Graciano. Esposa de Venancio.

 

Cirilo .— Alumno de don Dionisio. Hijo de Antón, el herrero. Lanza un desafío a Remigio.

 

Remigio .— Amigo de Víctor —el Colibrí— de Cirilo y de Graciano. Acepta el desafío de Cirilo.

 

Víctor. — El Colibrí, amigo de Cirilo, Graciano y Remigio.

VEINTITRÉS AÑOS ATRÁS

TORRELCAMPO

Casilda Andrade .— De Torrelcampo, llega a Collazos para servir en casa del alcalde don Neftalí Carbajosa.

 

Tarsicia .— Madre de Casilda y viuda de Agapito. Tras el fallecimiento de éste, Tarsicia queda en la pobreza.

 

Agapito .—Era hermano de Liborio.

 

Liborio .— Es el esposo de Secundina.

 

Secundina .— Es prima de doña Aurelia, de Collazos.

COLLAZOS

Doña Aurelia .— Esposa, que fue, de don Neftalía Carbajosa.

 

Palmira .— Criada de don Neftalí, antes de la llegada de Casilda.

 

Doña Águeda .— Madre de doña Aurelia, en Zamora.

 

Valentín .— Joven de Collazos que se interesa por Casilda.

 

Don Rafael .— Médico de Collazos.

 

Frunciana .— Tía de la joven Begoña, a quien acogió cuando está vino de Bilbao.

TIEMPO ACTUAL

Eladio .— El hijo de unos cómicos llegados a Collazos.

 

Don Adrián .— Cura de Villarejos.

 

Rafaela y Nieves .— Hermanas de Begoña, en Bilbao.

Prólogo

La iniciativa había partido de don Roque, y todos los concejales estaban de acuerdo: la Plaza Mayor cambiaría de nombre en favor de quien años atrás trajo el agua y el teléfono al pueblo, aquel alcalde, don Neftalí, ya desaparecido, que supo beneficiar al municipio con las innovaciones más vanguardistas del momento. Así, en el siguiente Pleno del Ayuntamiento, el próximo miércoles, a las seis de la tarde, la Corporación Municipal aprobaría lo que en principio parecía ser un hecho consumado. A partir de ahí, la plaza más emblemática de Collazos se llamaría Plaza de don Neftalí Carbajosa. Y se colocaría una placaconmemorativa de la fecha del acuerdo: dieciocho de enero de mil novecientos setenta y ocho.

La noticia se extendió por calles y callejas, se repartió por las casas del lugar y se comentó en los locales de encuentro y ocio. Aunque llevaban tiempo disfrutando del agua corriente y de un sistema de comunicación adelantado, los vecinos se alegraron por lo que consideraban un acto de justicia; ya iba siendo hora de honrar al responsable de estas mejoras. Bueno..., no todos se alegraron; algunos lugareños iban a mostrar su disconformidad, y prometieron iniciar acciones contra el cambio que se pretendía.

I

(AÑO 1975)

La desidia de Alicia y Mercedes, las Gemelas, se iba extendiendo por entre las aulas como una mala epidemia. Las paredes, tal si fueran parajes ennegrecidos, guardaban en sus resquicios los susurros y las quejas de las hermanas más perturbadoras de la comarca. La desgana se había cobijado en lo más profundo del ser y sentir de las Gemelas, y éstas llevaban a gala su condición de reinas de la noche.

En más de una ocasión, don Dionisio, el maestro impuesto por las autoridades municipales para inculcar juicio y ciencia a los más jóvenes, lo cual hasta cierto punto conseguía a base de tesón y reniegos, las había regañado por jugar a las cartas en plena clase de matemáticas.

—No pasa nada, don Dionisio —dijo Alicia, tras la última reprimenda—, lo que hacemos es una forma de familiarizarnos con los números. Sumamos los tantos de cada una, restamos los de la parte contraria, y después multiplicamos la diferencia por los céntimos que nos jugamos. Como verá es un buen ejercicio para nosotras.

—Los ejercicios los pongo yo. La próxima vez que os vea distraídas os castigaré. ¿Queréis quedaros en casa los fines de semana? No me obliguéis a contar a vuestros padres el comportamiento que tenéis en clase.

—Eso no, don Dionisio —ahora fue Mercedes quien tomó la palabra—. Nuestro padre no está bien de salud y podría empeorar.

—No lo sabía. ¿Qué le pasa?

—Hace días se quejó de la espalda —ahora fue el turno de Alicia—. A veces lleva mucho peso y esto le perjudica. Y se encuentra algo débil. No es que sea grave, pero no conviene darle malas noticias. Corregiremos nuestra actitud, don Dionisio; ya lo verá.

Don Dionisio dio por finalizado el tema y se volvió hacia la pizarra, momento que aprovecharon las Gemelas para ponerse la mano en la boca y así disimular sus risas.

 

El lento transcurrir de los días, no obstante, demostró el poco aprecio de las Gemelas hacia sus palabras de compromiso, lo que indujo a don Dionisio a cumplir con su amenaza. Llamaría a Fulgencio, el alguacil del pueblo y padre de las insumisas, para hablarle del porvenir académico de sus hijas.

Fulgencio Anglada soportaba un carácter escondido y era parco en palabras, lo cual le confería un semblante misterioso e inalcanzable. Sus cejas espesas preludiaban una mirada huidiza, digna de las más enconadas interpretaciones. Para unos, albergaban pensamientos que bien podrían detenerse en simples manifestaciones de interrogación. Para otros, la inexistencia de un arco que uniera aquellas dos frondosidades, en cuyo interior se adivinaba un variopinto mundo de intrigas y desdenes, marcaba la distancia que deseaba imponer a sus convecinos. No obstante su aspecto taciturno y triste, Fulgencio derrochaba responsabilidad en su trabajo.

Cuando don Dionisio lo tuvo delante, no se anduvo con rodeos, y le informó de manera precisa sobre las conductas de Alicia y de Mercedes, las Gemelas. Pero antes le preguntó por sus molestias de espalda.

—Sé que has tenido problemas de salud. ¿Cómo te encuentras?

—A mí no me pasa nada, don Dionisio... Bueno, hace un mes tuve algo de tos, pero el catarro ya se fue.

Don Dionisio quedó pensativo. El tema de la espalda, ¿no sería una invención de sus hijas? Hum, ¡Vaya par de enredadoras!

—Bien, bien —apuntó el maestro—. Vayamos al tema principal, que son Alicia y Mercedes. Para tus hijas, venir a las clases es como acercarse el patíbulo —realmente, don Dionisio ya le había expresado con anterioridad comentarios similares, pero a pesar de sus quejas las Gemelas no cambiaban de actitud—. Llegan tarde—continuó—, desatienden las explicaciones del día y están distraídas todo el rato. En casa estudian poco; es decir: nada. ¿Cuántas veces las ves con un libro entre sus manos? — concluyó.

Fulgencio hubo de reconocer que las únicas lecturas de sus hijas se limitaban a historietas enmarcadas en cuadernillos infantiles. También reconoció que las Gemelas jamás tomaban lápiz y papel, y que dejaban pasar las horas como si dispusieran de un tiempo ilimitado.

—Eso es lo que quería decirte, Fulgencio. Deberás animarlas a estudiar, y sobre todo, que respeten el entorno, que al menos no distraigan a quienes tienen cerca. Han de mantener la disciplina en clase o me veré obligado a tomar medidas que no quisiera.

Quedó convencido. Fulgencio conocía los desmanes de sus hijas y la forma de administrar sus tiempos. Así, tras las palabras de don Dionisio, ya no le cupo la menor duda: Alicia y Mercedes, o Mercedes y Alicia, disponían de sus vidas como si el mundo les perteneciera.

En el camino de regreso a casa, Fulgencio iba rumiando las consideraciones efectuadas por quien tenía autoridad para ello. Ahora se trataba de marcar la pauta a sus hijas, de hacerlas entrar en razón, de obligarlas a cambiar el rumbo que se habían señalado. No obstante, le dejaría la iniciativa a Begoña, su esposa. Ella se entendía bien con las Gemelas, pues disponía de un carácter en nada dulcificado, el cual bastaba para restablecer la cordura en las cabezas de ambas.

* * *

—¡Qué habré hecho yo, Dios mío, que habré hecho yo para tener semejantes calamidades en casa! —exclamó Begoña en presencia de sus hijas, tras conocer la charla de su esposo con el maestro del pueblo—. ¿Es que no vais a dar ni para una triste sonrisa? ¿Qué puedo hacer con vosotras?

—Nos aburrimos en clase, mamá —replicó Alicia, para quien el entorno del colegio semejaba la antesala del infierno.

—Estaríamos encantadas si trabajáramos en algo —apuntó Mercedes, como corroborando las palabras de su hermana.

—¿En qué rama de la producción? —preguntó Begoña, con gran enojo—. ¡Decidme! ¿Qué os gustaría hacer? ¿Cuidar las cabras de Cosme? ¿Sembrar los campos de Tiburcio? ¿Despachar en la tienda de Zacarías? —ante el silencio de sus hijas, continuó—. ¡Quién va a emplear a dos esperpentos como vosotras!, ¡eh?

—Podemos ayudarte en casa.

—Aquí no hay trabajo para tanta gente. Vuestro sitio está en las escuelas. Ése es el lugar que os corresponde hasta que yo lo decida. Si queréis echarme una mano, ahí tenéis vuestra mesa de estudio. ¡Andando!

Fulgencio, como siempre, era el convidado de piedra, la figura de sal que observaba sin quitar ni añadir, el espectador que se conformaba con tener la boca firme y sellada; el carácter de su esposa desarrollaba fuerza suficiente como para encauzar las conductas desordenadas de sus hijas. Con eso bastaba. Con eso y con un palo que Begoña guardaba en la despensa. Por otra parte, ¿no tenían las Gemelas doce años cada una? Sus hijas estaban en esa edad en que se rechazan los mandatos ajenos y se asumen las propias convicciones. Él lo hizo con apenas once, cuando don Neftalí le pidió repartir las cartas por el pueblo. Acató la instrucción por convencimiento y porque la paga le compensaba su trabajo. Sin embargo... las veía tan niñas...

 

—Se les ha ido la especie —murmuró la vieja Carucha, vecina de la familia y transmisora de noticias incómodas a lo largo y ancho del municipio. A la vieja Carucha le gustaba sorber alcohol, y siempre se la veía con una botella bajo el brazo. La vieja Carucha permanecía de continuo en el quicio de su puerta; desde allí afinaba el oído y veía cómo se desarrollaba la vida de los demás, y pregonaba a los cuatro vientos el resultado de sus observaciones—. Las Gemelas clavan la vista en un árbol y no la quitan ni para mear —añadió—. Buena le ha caído al Fulgencio. ¡Más le hubiera valido haberse reenganchado en el Ejército cuando aún era tiempo! Pero ahora es tarde y ha de convivir con su desdicha. ¡Y a la Begoña! La Begoña quiere enderezar a sus hijas, pero ella misma acabará con la espalda partida en dos.

La vieja Carucha tenía su casa cerca de los Anglada. Antes vivía en la Plaza Mayor, y era desde allí, desde una ventana que daba a las zonas más nobles del pueblo, que veía el ajetreo de los que iban y venían, y no perdía ripio de los acontecimientos allá donde éstos se produjeran. Pero coincidiendo con el traslado del Ayuntamiento a esta Plaza tan amplia y soleada, doce años atrás, cambió ella también a otra calle más acorde con sus gustos y ambiciones, y aprovechó la oferta de una vecina que quería alquilar su vivienda, a puerta de calle. La Carucha hizo el traslado y su casa quedó ubicada a dos puertas de la de Fulgencio y Begoña. A las pocas semanas frunció el ceño por el nacimiento de las Gemelas y emitió un comunicado que llevaba la vitola de una sentencia.

—Dicen por ahí que quien tiene hijas comerá pollo y dormirá en colchones de plumas, pero yo digo por aquí que con tanta mujer en casa, el Fulgencio acabará desplumado.

Por aquel entonces, la vieja Carucha ya tenía el sobrenombre por el que era conocida por todos. Incluso había quien afirmaba que la Carucha ya era vieja desde el día en que nació. Sea como fuere, todos la respetaban... o la temían, pues convenía no caer en la órbita de sus murmuraciones.

II

Tomasa, la Cardeña, seca como una pavesa, que tenía su casa a dos calles de la de don Dionisio, se acercó a las escuelas con su sobrino Graciano.

—Aquí tiene usted a Graciano —le dijo al maestro—. Es hijo de mi hermano Venancio, que vive en Caramanes. Lo he recogido porque su padre quiere atizarlo; ha cometido alguna que otra fechoría en su casa y no le va a perdonar fácilmente. Pero es un buen chico; yo confío en él. Entiende de lectura y de números, pero quiero que le enseñe usted más, y sobre todo, que no pierda lo que ya tiene.

—¿Qué sabes hacer, Graciano? —preguntó don Dionisio—. Supongo que habrás asistido a la escuela, en tu pueblo. ¿Resuelves problemas de cálculo?

—Hace tiempo que voy al colegio. Con don Benjamín. He estudiado matemáticas y sé hasta la regla de tres. También hago operaciones con quebrados. Me gusta la gramática y conozco las conjugaciones de todos los verbos. Estaba empezando a analizar oraciones.

—¿Cuántos años tienes?

—Doce. En octubre cumpliré los trece.

—Podemos completar tu formación con prácticas de aritmética y lecciones de geometría. Puesto que la gramática es de tu agrado, continuarás aprendiendo lo que ya has comenzado. También tendrás clases de geografía e historia, para perfeccionar tus conocimientos.

—Como usted mande, don Dionisio.

Tomasa, la Cardeña, escuchó embelesada el programa de don Dionisio y miró a su sobrino con encantamiento.

—Entonces, ¿se queda usted con él?

Don Dionisio aceptó y no preguntó por las quejas de Venancio hacia su hijo. Conocía a Tomasa, la Cardeña, y sospechaba que en cinco o seis días, quizás antes, abriría su boca, soltaría su lengua y le daría los pormenores de las desavenencias entre sus familiares.

El maestro lo sentó en la tercera fila, en un banco corrido con pupitres individuales. A la izquierda se situaba un pasillo, y el pupitre de su derecha estaba ocupado por Cirilo, un alumno de similar edad que Graciano. Detrás estaban las Gemelas.

—Os presento a Graciano —dijo don Dionisio dirigiéndose a todos—. Es de Caramanes y permanecerá en Collazos varios meses. Espero que os llevéis bien con él, —y se dirigió a la pizarra grande situada detrás de su mesa de trabajo. Allí escribió una frase que sus alumnos deberían analizar.

El recién llegado parecía un muchacho despabilado que acogió la primera clase con interés, ya que no le interesaba crear problemas cerca de su tía. Graciano había dejado en Caramanes una estela de desmanes que le hacía difícil el regreso, por lo que debía prepararse para una larga temporada en Collazos.

Mientras tanto, Alicia tocó suavemente el hombro de Graciano y le hizo una pregunta a media voz, como en un cuchicheo.

—¿Cómo ha dicho don Dionisio que te llamas? ¿Gracilano..., Gracioso... Graciosillo...?

Mercedes se echó a reír con malicia, pero Graciano no pareció molesto por la broma. Se volvió hacia las Gemelas, a quienes previamente les había dirigido una sonrisa.

—Luego te lo escribo, para que no se te olvide. Y a ti también. ¡Caray!, hoy apenas he bebido y ya veo doble. O tal vez me haya vuelto bizco —cruzó los ojos—. ¿Eres hija única o estoy viendo dos chicas con el mismo pelo largo y con la misma nariz corta?

En aquel instante don Dionisio se volvió, y las Gemelas, Graciano y Cirilo, que había sido testigo de la charla, contuvieron las risas.

 

Durante el sábado siguiente, Tomasa, la Cardeña, aprovechó para interesarse por la marcha del nuevo alumno, conocía sus puntos positivos y deseaba comprobar si éstos se habían manifestado.

—¿Qué piensa usted de mi sobrino, don Dionisio? —preguntó, pasando a las aulas donde se encontraba el maestro, quien en aquellos momentos tomaba un libro de una estantería cercana— parece inteligente; siempre lo veo leyendo y haciendo números.

La respuesta de don Dionisio elevó a la Cardeña a las nubes de la fascinación. Graciano se tomaba las clases con la seriedad de un científico ante sus aparatos de medición y se adivinaban en él avances meritorios, tenía aptitudes para las matemáticas y buena comprensión para las lecciones explicadas.