El amanecer de los derechos del hombre - Jean Dumont - E-Book

El amanecer de los derechos del hombre E-Book

Jean Dumont

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En 1550 comenzó un espectáculo insólito para el mundo: por primera vez en la historia, un emperador paraliza la expansión de su imperio para suscitar un debate: ¿es conforme a la justicia la civilización y conversión de los indios del Nuevo Mundo? A la pregunta de Carlos V intentarán responder dos hombres excepcionales que, ante su consejo compuesto por quince expertos que se reúnen en el Colegio San Gregorio de Valladolid, expondrán sus respectivas tesis: Juan Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de Las Casas. Esta Controversia constituye el primer gran debate sobre los derechos humanos: sólo desde estos se puede transmitir a otra cultura los propios valores «con justicia y en conciencia»; y sienta las bases de la práctica del derecho internacional. «En definitiva, título, autor y tema, justifican que este libro llene un hueco de preferencia en la estantería de cualquier biblioteca, particularmente en la de aquellos que estén interesados en apreciar sin prejuicios la grandeza intelectual y moral de aquella España sobre la que se asentó el Siglo de Oro de las armas y las letras hispanas» — Juan Carlos Domínguez Nafría

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Jean Dumont

El amanecer de los derechos del hombre

La Controversia de Valladolid

Traducción de María José Antón

Prólogo a la nueva edición de Juan Carlos Domínguez Nafría

Título en idioma original: La Vraie controverse de Valladolid

© Fleurus Éditions, 1995

© Ediciones Encuentro S.A., Madrid 2009 y la presente, 2024

Traducción de María José Antón

Prólogo de Juan Carlos Domínguez Nafría

Revisión de José Caballero Portillo

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Colección Nuevo Ensayo, nº 122

Fotocomposición: Encuentro-Madrid

ISBN: 978-84-1339-174-8

ISBN EPUB: 978-84-1339-507-4

Depósito Legal: M-41-2024

Printed in Spain

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa

y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:

Redacción de Ediciones Encuentro

Conde de Aranda 20, bajo B - 28001 Madrid - Tel. +34915322607

www.edicionesencuentro.com

Índice

Prólogo a la nueva edición

PERSONAJES PRINCIPALES DE LA CONTROVERSIA

I. EL MARCO

II. LA CRISIS DE CONCIENCIA

III. EL AÑO 1550

IV. LOS CAMPEONES Y LOS JUECES

V. LA CONTROVERSIA

VI. LOS RESULTADOS

CRONOLOGÍA GENERAL (1474-1622)

Prólogo a la nueva edición

Los libros atractivos lo son desde su mismo título. Es el caso de esta obra del historiador e hispanista francés Jean Dumont (Lyon 1923-2001), cuyo primer acierto fue titularla El amanecer de los derechos del hombre. La Controversia de Valladolid.

Los hispanistas siempre me han merecido respeto, incluso afecto, sobre todo cuando se han apasionado con nuestra cultura y nuestra historia. Algo que resulta evidente en el caso de Dumont, de quien puede decirse que no sólo fue un hispanista, sino también un gran hispanófilo. Lo que acredita con varias de sus obras: La hora de Dios en el Nuevo Mundo, La incomparable Isabel la Católica, Juicio a la Inquisición española, o Lepanto, la historia oculta. Libros todos ellos editados en España por Ediciones Encuentro, que forman un corpus de gran mérito y originalidad en torno a diversos aspectos capitales de la «leyenda negra» antiespañola. Por supuesto, también forma parte de ese corpusEl amanecer de los derechos del hombre, que tuvo su primera edición en español en 2009, ya agotada hace tiempo.

Con respecto a estas obras, conviene advertir que Dumont no combate contra los molinos de viento «negrolegendarios» construyendo pueriles leyendas blancas o rosas, ni impone su verdad absoluta frente al error ajeno, sino que busca enfoques distintos y nuevas fuentes que arrojen luz sobre tan apasionantes polémicas. Lo que hace presentando la complejidad de los hechos en el contexto de la época en la que acontecieron, al tiempo que humaniza a sus protagonistas a través de la recreación de ambientes, valores y pensamiento, nunca exentos de contradicciones. Algo que, además, describe con pluma acertada y síntesis envidiable.

También debemos considerarle un historiador católico, pero no creo que por ello pierda este autor la imprescindible objetividad que debe exigirse a cualquier historiador, sino todo lo contrario, pues siempre he creído que merecen mayor credibilidad los intelectuales que nos interpelan desde la confesión de sus creencias, que aquellos otros que se parapetan tras una imposible asepsia ideológica.

Con respecto a esta perspectiva de la interpretación histórica, parece que Jean Dumont aspiró a través de toda su obra a comprender el modo en el que la religión católica determinó la sorprendente hegemonía universal española del siglo XVI. Un catolicismo que se proyectó desde la fe de los reyes españoles y de sus súbditos hacia la defensa de la cristiandad amenazada en Europa y el Mediterráneo, pero que, sobre todo, se expandió por el Atlántico y el Pacífico, integrando pueblos y tierras en su misma fe y cultura, proceso histórico calificado por el soriano López de Gómara como: «La mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la encarnación y muerte del que lo crio».

Una empresa política, militar, social, cultural, económica y, sobre todo, misionera y moral, que fue sometida al juicio de sus contemporáneos entre agosto de 1550 y mayo de 1551 en la conocida Controversia de Valladolid, que es la cuestión nuclear sobre la que trata este libro.

Lo más destacable es que aquel juicio no fue clandestino, sino todo lo contrario, se convocó por el propio monarca Carlos I y se celebró en el Colegio de San Gregorio de Valladolid.

La causa de semejante convocatoria se encuentra en las polémicas abiertas en la propia España desde el mismo momento del Descubrimiento. En principio, los Reyes Católicos establecieron su soberanía sobre los nuevos territorios y sus habitantes con la legitimidad que les otorgaban las bulas pontificias de Alejandro VI y que les imponían el deber de evangelizar a los indígenas. Por ello, frente a quienes tan sólo veían en aquella empresa un buen negocio, Isabel y Fernando enviaron misioneros y reconocieron legalmente la dignidad de los indígenas como seres humanos.

Sin embargo, el proceso de colonización no podía ser sencillo y desde su inicio planteó serios problemas morales relativos a la guerra justa, al trato y tutela de los indígenas a través de las encomiendas de indios y la esclavización de los más refractarios y violentos. Posteriormente, la ocupación de los territorios continentales de América complicó aún más esta problemática.

El dominico Francisco de Vitoria, personaje capital de la Escuela de juristas-teólogos de la Universidad de Salamanca, cuestionó en 1539 los principios sobre los que se sustentaban los derechos de los monarcas españoles para ocupar aquellas tierras, negando la autoridad de los papas para otorgar títulos de dominio sobre ellas.

Por otra parte, las quejas sobre el trato a los indios se pusieron de manifiesto, sobre todo por los dominicos, en unos términos que amenazaban incluso la salvación del alma de los mismos reyes españoles. Carlos I, afectado por serios problemas de conciencia, prohibió que se crearan nuevas encomiendas, y en 1550 suspendió todas las empresas de conquista de nuevos territorios en las Indias. Inmediatamente hizo convocar una Junta, integrada por quince consejeros, que debían enjuiciar los fundamentos sobre los que se había sustentado la actuación española en las Indias.

La Junta estuvo integrada por quince personajes, todos ellos relevantes teólogos y juristas. Entre los teólogos destacan Domingo de Soto, Bartolomé de Carranza o Melchor Cano. También formaron parte de la Junta: Pedro Ponce de León (obispo de Ciudad Rodrigo); el Dr. Anaya y el Ldo. Mercado, del Consejo de Castilla; el Ldo. Pedraza, del Consejo de Órdenes; el Ldo. Gasca, del Consejo de la Inquisición; y juristas como Gregorio López o Bernardino de Arévalo.

Todos ellos escucharon los argumentos de dos personajes que se habían enfrentado en la defensa de posiciones contrapuestas en torno a la condición jurídica de los indios y el derecho a la guerra. Estos dos personajes fueron el teólogo, filósofo y jurista Juan Ginés de Sepúlveda, nacido en Pozoblanco en 1490, capellán y cronista del rey, preceptor del príncipe y uno de los principales humanistas de su tiempo; y el dominico fray Bartolomé de las Casas, obispo de Chiapas, nacido en Sevilla en 1484, de formación autodidacta y polémico impugnador de las encomiendas.

La Controversia pudo tener en origen un carácter personal, por el enfrentamiento entre ambos intelectuales con motivo de la obra Democrates alter escrita por Sepúlveda, pero el planteamiento y desarrollo de la Junta les trascendía.

Las sesiones se celebraron de forma discontinua entre agosto de 1550 y mayo de 1551. Las argumentaciones fueron prolijas. En síntesis, para Las Casas la evangelización nunca podía ser impuesta, debiendo realizarse de forma pacífica; en tanto que Sepúlveda, más realista, sostuvo que, en efecto, no se podía imponer la fe religiosa mediante la coacción, pero sí se debían crear las condiciones favorables para la evangelización. En cualquier caso, no se impugnó la racionalidad del indio, aunque sí su capacidad para recibir algunos sacramentos.

Durante los debates también quedó claro que la población indígena de América no era homogénea en su cultura, ni tampoco en su organización social y política, ni en su predisposición a la violencia. A este respecto, los sacrificios humanos y la antropofagia, que según Dumont estaban más extendidos de lo que suele aceptarse, condicionó mucho el desarrollo de las discusiones.

Afirma Dumont en el capítulo V de su libro que la Controversia de Valladolid constituye un inmenso océano que representa «lo más agudo de la crisis de conciencia española respecto a América». Es en ese océano en el que se adentrará el lector de este libro, en el que podrá apreciar la infinidad de matices de la conquista y evangelización del Nuevo Mundo.

La Junta de Valladolid no llegó a elaborar el dictamen definitivo para la que fue convocada, pero la prolijidad de cuestiones y argumentos que allí se trataron, debatidos en medio de una gran libertad de expresión, proporciona un estado de la cuestión sobre las concepciones morales y jurídicas de la conquista. Además, los debates de la Junta de Valladolid también condicionaron la legislación posterior que procuró mejorar las condiciones de vida de las poblaciones indígenas.

En definitiva, título, autor y tema, justifican que este libro llene un hueco de preferencia en la estantería de cualquier biblioteca, particularmente en la de aquellos que estén interesados en apreciar sin prejuicios la grandeza intelectual y moral de aquella España sobre la que se asentó el Siglo de Oro de las armas y las letras hispanas.

Por último, estimado lector, permítame que le traslade mi felicitación si concluye la lectura de este libro, porque habrá hecho una excelente inversión de su tiempo, siempre más valioso que el dinero. Una lectura que deberá realizar con el mismo espíritu crítico y libertad de conciencia que acreditaron Sepúlveda, Las Casas y los jueces de sus argumentaciones, porque sobre ese mismo espíritu crítico descansó la grandeza del pensamiento hispano, que permitió alumbrar algunos de los primeros rasgos que inspiraron el reconocimiento de los derechos universales e inalienables de todos los seres humanos.

Juan Carlos Domínguez Nafría

Universidad San Pablo CEU

«Fue en 1550, el mismo año en que el español había alcanzado el cenit de su gloria. Probablemente nunca, ni antes ni después, ordenó como entonces un poderoso emperador la suspensión de sus conquistas para que se decidiera si eran justas».

Lewis Hanke

PERSONAJES PRINCIPALES DE LA CONTROVERSIA

Carlos V: emperador del Sacro Imperio, rey de España y, por tanto, de la recién descubierta América. A petición del Consejo de Indias, ordena un debate cuyos participantes «trataren y platicaren sobre la manera cómo se hicieren estas conquistas [en el Nuevo Mundo]», suspendidas por él, «para que justamente y con seguridad de conciencia se hicieren».

Los dos contendientes en el debate son:

El doctor Ginés de Sepúlveda (1490-1573): teólogo, prestigioso humanista, capellán y cronista del emperador, portavoz del exconquistador Cortés, del antiguo presidente del Consejo de Indias García de Loaisa y del primer historiador de la Conquista, Fernández de Oviedo.

Bartolomé de Las Casas (1484-1566): religioso dominico, ex obispo de Chiapa (México), ex protector oficial de los indios, brillante debelador de la Conquista y de los conquistadores, que desempeñó un papel esencial en la elaboración de las Leyes Nuevas de 1542 para regular las conquistas.

Los quince jueces encargados de decidir sobre las argumentaciones son:

— siete miembros del Consejo de Indias,

— dos miembros del Consejo Real supremo,

— un miembro del Consejo de las Órdenes militares,

— tres teólogos dominicos,

— un teólogo franciscano,

— un obispo.

Cinco personalidades de primer orden figuran entre los jueces:

— dos teólogos dominicos de la gran Escuela de Salamanca: Melchor Cano y Domingo de Soto;

— tres especialistas en cuestiones americanas: el franciscano Bernardino de Arévalo, el consejero de Indias Gregorio López y el enviado especial real e inquisidor Francisco Tello de Sandoval.

I. EL MARCO

Se llama Controversia de Valladolid al debate sobre las conquistas españolas en América1 organizado en esta villa entre 1550 y 1551. La orden provenía de Carlos V, emperador del Sacro Imperio2, rey de España, de los Países Bajos, de Flandes, de Artois, del Franco Condado, del Charolais, de Nápoles, de Sicilia, de Milán y de la América descubierta poco más de medio siglo antes. El 16 de abril de 1550 el propio Carlos V había ordenado la suspensión de todas las conquistas en el Nuevo Mundo, y el año anterior, el 3 de julio de 1549, el Consejo de Indias, gobierno español de América, había solicitado del emperador que ordenara este debate con el fin de que, textualmente, los convocados «trataren y platicaren sobre la manera cómo se hicieren estas conquistas, para que justamente y con seguridad de conciencia se hicieren». Las citaciones fueron dirigidas a los participantes designados por el emperador a través de su hija María, reina de Bohemia y regente de España, en julio de 1550. Al tema de las conquistas, estos llamamientos añadieron el tema aún más amplio de los «descubrimientos». Por tanto, toda la problemática de la proyección de Europa sobre América iba a ser objeto de evaluación normativa y juzgada en conciencia.

Los participantes constituían una «junta», reunión especial de quince eminentes personajes españoles: los siete miembros del Consejo de Indias, dos miembros del Consejo Real supremo, un miembro del Consejo de las Órdenes militares, tres teólogos dominicos, un teólogo franciscano y un obispo. Estos quince hombres debían oír, someter a discusión y juzgar el debate principal, en cuyo desarrollo se enfrentarían los alegatos, réplicas y contrarréplicas de dos figuras señeras en cuanto a la problemática americana: el doctor Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de Las Casas.

Ginés de Sepúlveda, teólogo, antiguo preceptor del futuro Felipe II, canónigo de Córdoba, capellán, confesor y cronista del emperador, portavoz del antiguo conquistador Cortés, del ex presidente del Consejo de Indias, García de Loaisa, y del primer historiador de la conquista americana, Fernández de Oviedo, era un humanista que acababa de publicar en París, en 1548, su traducción del griego al latín de la Política de Aristóteles. Bartolomé de Las Casas, religioso dominico, antiguo obispo de Chiapa, México, que había sido protector oficial de los indios y seguía siendo su protector oficioso, había intervenido en numerosas ocasiones en favor de los indios y en contra de los conquistadores. Su influencia había resultado determinante en la promulgación en 1542 por Carlos V de las Leyes Nuevas, que prohibían ya entonces de forma absoluta la esclavitud de los indios y ponían en tela de juicio las conquistas y las encomiendas, señoríos sobre los indios otorgados a los conquistadores.

Los participantes habían sido convocados para el 15 de agosto de 1550, fiesta de la Asunción de la Virgen. Una primera sesión comenzó en esta fecha y se prolongó hasta finales del verano de 1550. Más tarde tuvo lugar una segunda sesión, en abril-mayo de 1551, después de que uno de los teólogos dominicos participantes, Domingo de Soto, hubiese elaborado un resumen de los trabajos de la primera.

«Un paraíso»

El marco en el cual se desarrollaron las sesiones era tan emblemático y brillante como la propia Controversia. Más aún: por sus características, ampliaba su significación y en cierto modo involucraba, con España, a una buena parte del resto de Europa. Era la magnífica capilla del no menos magnífico Colegio de San Gregorio de Valladolid, que continúa siendo «una de las obras más ricas, e incluso más puras y más graciosas que el Renacimiento haya inspirado en España»3.

Todavía hay que añadir más cosas: esta obra maestra era el joyero de belleza y de fe que habían ofrecido a España tres de los numerosísimos cruzados del arte, venidos del norte de los Pirineos a instalarse y trabajar en la España de Isabel la Católica, abuela de Carlos V. Una España de nuevo plenamente europea y cristiana por la reconquista de Granada al Islam en 1492, el mismo año del descubrimiento de América. Las espléndidas bóvedas flamígeras de la capilla de San Gregorio ostentaban en los cruces de sus nervios medallones con emblemas entre los que se podía reconocer el de la orden dominica y las flores de lis. Como todo el conjunto de la construcción, estas bóvedas eran obra de un hijo de lionés, Juan Guas, venido para consolidar por medio del arte la identidad cristiana de España. Poco antes, este francés había edificado, por encargo de Isabel, otro logro típico del arte isabelino: el monasterio votivo de San Juan de los Reyes, en Toledo. Había llegado a ser tan cabalmente español de adopción que el marqués de Lozoya, historiador de arte madrileño, ve en él «el artista más representativo de un período de la vida española», el de la nueva floración de la belleza peninsular.

Los participantes en la Controversia no solamente estaban inmersos en la pujante verticalidad gótica de las bóvedas del lionés y en la amplitud renacentista del espacio interior cubierto por ellas y animado por dos soberbias tribunas decoradas con esculturas, una para las sillas del coro y otra para el órgano, sino que además tenían ante sus ojos otras dos obras maestras de los cruzados del arte europeos.

Estaban sentados en torno a la primera de estas obras maestras, el sepulcro del obispo dominico Alonso de Burgos, impulsor de la construcción del Colegio. Se trataba de una maravilla de alabastro debida al borgoñón de Langres, el escultor Felipe Biguerny o Vigarny, venido él también para consagrarse a la España cristiana y que, poco más tarde que el lionés Guas, marcó también toda una época del arte peninsular en Granada, en Toledo y en Burgos. Especialmente por su magistral retrato escultórico del cardenal-arzobispo Jiménez de Cisneros, brazo derecho de Isabel y más tarde regente de España, que otorgó a Las Casas su primer título de procurador o protector de los indios.

La segunda obra maestra dominaba la Controversia y a sus participantes: en la capilla se elevaba el gran retablo con esculturas, policromado, obra de Gil de Siloé, un flamenco-borgoñón de Amberes, llegado también para españolizarse él a fuerza de reeuropeizar España. Este Gil de Siloé era el autor de la decoración de la Cartuja de Miraflores, cerca de Burgos, en un estilo flamígero de un virtuosismo inaudito. En el mismo Burgos había esculpido el deslumbrante sepulcro del joven paje de Isabel, Juan de Padilla, muerto en las guerras de Granada. La fachada del Colegio de San Gregorio de Valladolid, suntuosa «exaltación de la monarquía de los Reyes Católicos»4, era también, muy probablemente, obra del de Amberes.

En resumen, los participantes en la Controversia no podían dejar de percibir, por encima de las voces polémicas que se elevaban en la capilla, los sentimientos que expresaron los visitantes de entonces; ya sea la admiración por el edificio y sus obras de arte, manifestado por el flamenco Antoine de Lalaing ya en los años 1500, ya sea el sentimiento de maravillosa plenitud de que se siente inundado a la vista de la capilla Laurent Vital, también flamenco, compañero en la llegada en 1517 a la península de otro flamenco-borgoñón, Carlos V. Laurent Vital había escrito: «Contemplando la belleza y la riqueza que se allí había, no me sabía marchar, tan maravillado estaba, de tal modo que parecía estar en un paraíso»5.

La insoslayable influencia del lugar

Hemos descrito con tanto detalle lo que la capilla de San Gregorio ofrecía a la vista y ponía en el alma de los participantes en la Controversia porque el visitante de hoy no encuentra en ella sus dos obras de arte que entonces contenía: el sepulcro y el retablo. Al igual que otra infinidad de obras de arte del sur de los Pirineos, fueron destruidas o robadas allá por los años 18106 durante la ocupación napoleónica, que los españoles han dado en llamar la francesada. Es cierto que la inconsciencia de este despojo imbécil y crapuloso es tal en Francia que nuestras guías turísticas siguen señalando en dicha capilla (hoy cerrada, afortunadamente para las guías) el retablo y el sepulcro, desaparecidos hace cerca de doscientos años7.

Además, no se puede despreciar la influencia que el ambiente creado por esta capilla tuvo sobre la Controversia en sí. Este ambiente manifestaba la existencia apremiante de una civilización cristiana española abierta a los hombres de diversas naciones, acogedora8 para con ellos y no encerrada en sí misma, que había alcanzado las más altas cumbres. De este modo el ambiente tendía a confirmar la defensa de esta civilización y de la aportación a que se había comprometido con la América india, desarrollada por Sepúlveda, aunque esta apología resultara en ocasiones excesiva y poco hábil.

En cambio, la denuncia sistemática de la aportación española a la América india realizada por Las Casas adquiría, por necesidad en un marco como éste, un aire de irrealidad y de protesta exagerada. En efecto, esta denuncia de la aportación española no se limitaba a hacer mención de abominaciones particulares presentándolas como la única realidad, sino que se basaba en el principio del respeto absoluto al «buen salvaje» y a sus «señores naturales», incluyendo los sacrificios humanos. Aunque el llamamiento de Las Casas a respetar a los indígenas como hombres plenos era tan conmovedor como bien fundado, la desazón que produjo entre los Quince llegó hasta uno de los apoyos naturales de Las Casas, su compañero de hábito, el teólogo dominico Domingo de Soto, que señaló que el protector de los indios «decía más de lo que era necesario para responder al [...] Doctor Sepúlveda», e incluso que «estaba equivocado»9.

Un frontispicio muy americano

Ya desde el momento en que los participantes en la Controversia entraban en el Colegio de San Gregorio para dirigirse a la capilla, lugar de las sesiones, tenían ante los ojos una especie de resumen gráfico, o un frontispicio de su debate. La fachada que rodea y domina la puerta del Colegio, un suntuoso tapiz de piedra debido probablemente al flamenco-borgoñón Gil de Siloé, es, en efecto, una especie de procesión en la que aparecen y cobran vida todos los ingredientes, todas las figuras de la Controversia. Justamente encima de la puerta, en el tímpano, puede verse al papa san Gregorio, patrón del Colegio, al que Sepúlveda y Las Casas invocarán en apoyo de sus tesis. A su lado se encuentra santo Domingo, fundador de la orden de los dominicos a la cual pertenecían tres de los teólogos de la junta y el propio Las Casas. En lo alto de la fachada aparecen imponentes las grandes armas de los Reyes Católicos, las de Carlos V en tanto que rey de España, y de la monarquía americana. Rodeando estas armas o alzándose hacia ellas transcurre una nutrida procesión de reyes de armas, soldados, ángeles, niños desnudos, leones rugientes y venerables ancianos de luengas barbas.

Entre estos últimos ocupan un lugar destacado dos grandes figuras de cuerpo entero que representan a salvajes velludos, tratados no con un pintoresquismo desdeñoso sino con respeto, como si se tratara de dos nuevos profetas del Antiguo Testamento surgidos de lo desconocido recientemente descubierto. Precisamente son estos salvajes-profetas los que encabezan la procesión hacia las grandes armas reales, que culmina sobre las frondas de un granado, cuyo fruto, repetido, es a la vez imagen de la recuperada unidad de España y símbolo de la unidad del universo10.

El lugar de la discusión

A esta especie de explicación gráfica, simbólica, de la problemática americana que se impone desde su puerta, el Colegio de San Gregorio había añadido, añadía y añadiría una contribución concreta al gran movimiento de esta problemática. Destacado lugar de estudios de la orden dominica, convertido en la segunda universidad de Valladolid11, el Colegio reunió en sus aulas, antes de la Controversia de 1550, a dos de los teólogos dominicos de la junta: Melchor Cano y Bartolomé de Carranza. Lo que es más, allí enseñaron los dos primeros analistas «liberales» de la problemática americana: el dominico Matías Paz y el ilustre dominico Francisco de Vitoria. Matías Paz fue el primero en definir, ya en 1513, los fundamentos no colonialistas y las miras fraternales de la presencia española en las Indias. Por su parte, Francisco de Vitoria fue, desde 1537-1539, el más grande analista de los títulos legítimos y de las justas condiciones de la conquista americana. Creador del derecho internacional, enseñó en la Universidad de París antes de hacerlo en Valladolid a mediados de los años 1520 (1523-1526) y posteriormente en la de Salamanca. A estos dos hombres volveremos a referirnos con más detalle.

Además, a mediados de los años 1520 Vitoria tuvo por alumno en el Colegio de San Gregorio a otro dominico: Jerónimo de Loaisa, futuro primer arzobispo de Lima, a quien los años venideros se encontrarían en el mismo corazón de la problemática americana. Era al mismo tiempo virrey de hecho, hasta el punto de que estaba encargado del mando de las tropas reales, protector de los indios y gran iniciador de la evangelización en libertad, como Las Casas, aunque opuesto a la supresión de las encomiendas, como Sepúlveda. Veremos cómo se encargará, mediante normas aplicadas de forma cristiana y efectiva, de eliminar las ignominias de la conquista justicia que alcanzará a todos, dura pero serena, logrando de este modo hacer una síntesis de los análisis y recomendaciones de Las Casas y de Sepúlveda.

También el «inesquivable» Las Casas eligió en 1551, año de la segunda sesión de la Controversia, el Colegio de San Gregorio como domicilio, desde entonces su lugar de residencia y de lucha. Firmó con el Colegio un contrato que ponía a su disposición tres celdas para él, su compañero y colaborador Ladrada, y sus innumerables libros y legajos. Las Casas legará en 1559 sus manuscritos al Colegio, una de las dos escuelas más prestigiosas de teología de la Orden12, comprometiéndose el Colegio en contrapartida a no divulgar estas obras hasta después de una prudente espera de cuarenta años. Finalmente, diversos testimonios nos informan que a la muerte de Las Casas en Madrid en 1566 su cadáver fue trasladado para ser enterrado en San Gregorio de Valladolid, precisamente en la misma capilla en que se desarrolló la Controversia (de nuevo volvemos a ella), de conformidad con este contrato de 1551, que estipulaba que el Colegio debía encargarse de su sepultura.

Valladolid, capital a la sazón

Pero, ¿por qué convocó Carlos V la Controversia en Valladolid? Mientras esperaba de ella orientaciones precisas, se encontraba en aquel momento en sus posesiones de Alemania y Austria, principalmente en Augsburgo e Innsbrück. Y no tenía previsto abandonar antes de largo tiempo aquellas posesiones imperiales en las que también disponía de consejeros de primer orden, capaces de decidir en un debate semejante. Entre ellos se encontraban el obispo franco-borgoñón (del Franco Condado), más tarde cardenal de Granvela, al que su hijo Felipe II nombrará después secretario de Estado de España. Y si deseaba que el debate tuviera lugar en España, ¿por qué no elegir Sevilla para albergarlo, sobre todo teniendo en cuenta que Sevilla era la mayor ciudad castellana de la época, además de metrópoli de todos los lazos con América, cuyo monopolio tenía reservado?

La respuesta es sencilla: la capital política y administrativa de España era entonces Valladolid, como lo había sido con frecuencia en los años y siglos anteriores. Allí se habían instalado en 1550 los regentes de España designados por Carlos V, ausente: su hija María y su yerno Maximiliano, que ostentaban el título de reyes de Bohemia. Allí estaban instalados los grandes consejos consultivos y ejecutivos reales de España: el Consejo Real supremo, el Consejo de las Órdenes militares y el Consejo de Indias, entre otros, que tenían bajo su responsabilidad los asuntos de América. Allí se encontraba Bartolomé de Las Casas, por aquel entonces en el convento dominico de San Pablo, contiguo al Colegio de San Gregorio. Allí se encontraba el doctor Ginés de Sepúlveda, desempeñando sus funciones de capellán y de cronista imperial en la Corte de los regentes. Allí, o muy cerca de allí, en Salamanca, se encontraban los grandes teólogos dominicos y franciscanos elegidos para formar parte de la junta que debía juzgar la Controversia.

Por consiguiente, el debate tenía en Valladolid su sede ideal, hasta el punto de que, para acudir a las sesiones, los miembros de los Consejos reales no tendrían más que atravesar la pequeña plaza que separaba sus despachos del bloque formado por el convento de San Pablo y el Colegio de San Gregorio, dado que la Corte y sus servicios se hallaban instalados en los palacios que bordean el sur y el este de esta pequeña plaza. Por ejemplo, el antiguo palacio señorial de Juan de Vivero, donde se casaron Isabel y Fernando, luego ampliado y enriquecido y hoy Capitanía general; el palacio donde nació el futuro Felipe II, hoy Diputación provincial: dos elegantes palacios, notable uno por su finísimo y grande patio italiano decorado con medallones, el otro por su patio y su hermosa ventana de ángulo. De este modo, los miembros de los Consejos reales podían, sin desplazamientos ni pérdida de tiempo aparte de la duración de las reuniones, continuar su trabajo durante las sesiones. En cuanto a los teólogos dominicos de la junta, se encontraban en su casa, como ya hemos visto, en San Pablo y San Gregorio.

Una ciudad hermosa y feliz

Villa principal de Castilla la Vieja y León, el tronco más antiguo, auténtico y firme y, a la sazón, el más rico y poblado del árbol español, Valladolid tenía 38.000 habitantes según el censo de 1530. Es decir, entre dos y cuatro veces más que las otras ciudades de Castilla la Vieja y León: Medina del Campo no tenía sino 20.000 habitantes, Segovia no reunía más que 15.000, Salamanca sólo 13.000, Medina de Rioseco 11.000, Ávila 9.000 y Burgos 8.000. En 1541, el conjunto de Castilla, incluyendo Castilla la Nueva con Toledo y Andalucía con Sevilla, albergaba no menos del 85% de la población española: unos 6.300.000 sobre un total de 7.400.000. El 15% no castellano, apenas una migaja, se extendía por el resto del territorio español: Navarra, Aragón, Cataluña, el Levante valenciano y Canarias. Y aun teniendo Sevilla en 1530 una población ligeramente superior a la de Valladolid, con 45.000 habitantes, por su situación se hallaba mucho más alejada del centro. Y Valladolid, ciudad principal de la parte más poblada de España, que se extendía desde el Atlántico cantábrico por el norte hasta el Tajo por el sur, bien situada en el centro, se había ganado su papel de capital. Por lo que se refiere a Madrid, no era por aquel entonces más que un pueblo de 4.000 habitantes.

Capital por derecho propio, Valladolid lo era también por la riqueza y la vida que la rodeaban y animaban. Estaba bordeada por el norte por las más ricas tierras de cereal de España, las de la vasta Tierra de Campos, cuya producción excedentaria les permitía exportar hacia las regiones de la periferia. Aún más cerca, por el sur, se hallaban los ricos viñedos de la Ribera del Duero, que producen hoy en día el Vega Sicilia, el vino más solicitado de España. Alrededor de la villa despuntaba un auge de la vida campesina, comenzado en tiempos de los Reyes Católicos y al que el capitalismo urbano había contribuido. Numerosos pueblos se habían enriquecido. En las zonas de pastos, la llegada en primavera y el esquileo de enormes rebaños trashumantes de ovejas merinas «movían tales fortunas», dice Ramón Carande, que explican la presencia de monumentos grandiosos en ocasiones en simples pueblos. Un pujante crecimiento demográfico alimentaba este desarrollo. Entre 1541 y 159113 esta parte de la Península pasaba de tener 15 habitantes por km2 a tener 30, mientras que Andalucía se estancaba a pesar del tráfico con América, mucho menos decisivo de lo que se suele decir. La propia provincia de Valladolid era con mucho la primera de toda España con sus 24 habitantes por km2 desde 1541.

Dentro de la propia ciudad, la actividad era viva. Todo lo que señalaba la grandeza de España confluía en ella: Isabel la Católica, ya se ha dicho, se casó allí. Allí murió Colón. Felipe II, ya lo hemos visto, nació allí. Cervantes vivió allí. Allí fue recibido Carlos V a su llegada a España con cuatro meses de espléndidas fiestas, en 1517-1518. Los estudiantes afluían a su universidad y a su colegio mayor de la Santa Cruz, otro hermoso edificio en el que el gótico isabelino se entremezclaba con el estilo renacentista puro. Allí se fabricaban tejidos verdes y marrones para uniformes. La calle de la Corredera era tan famosa en toda España por el comercio y el crédito como las gradas de la catedral de Sevilla, un hervidero de actividad similar. Lo que es más, como indica Braudel, Valladolid era la capital financiera del imperio hispano. Allí se negociaban los grandes préstamos a la Corona, «y el ritmo de las ferias internacionales de Castilla, a sus puertas, fijaba sus vencimientos».

La riqueza suplementaria inducida por la presencia de la corte, los Consejos reales y la Chancillería de Valladolid, tribunal supremo, cuya jurisdicción abarcaba toda la mitad norte de España, fluía por doquier. Un artesanado de lujo trabajaba para satisfacer a tan alta clientela. Lo que es más, Braudel señala que «ya en 1545, Pedro de Medina se admira del número y la riqueza de las casas nobles de Valladolid». Muchas de ellas subsisten hoy en día, tal como el palacio de Fabio Nelli, construido en 1541, perfecto ejemplo de residencia urbana, y el palacio del marqués de Valverde, situado justamente enfrente, construido en 1503 y decorado con atlantes. En cambio, no queda nada de las entrañables casas comunes de adobe y vigas de madera, desaparecidas en el tremendo incendio de 1561 que destruyó todo lo que no era de piedra. Pero en 1550, en el momento de la Controversia, aún estaban allí, especialmente alrededor de la venerable iglesia de Santa María la Antigua con su campanario románico del siglo XII. La ciudad estaba agradablemente oreada por sus numerosos huertos y jardines interiores y por otros que, por todo el lado oeste, alcanzaban las orillas del Pisuerga. Había pan, carne, aves, mantequilla y quesos, frutas y cremas pasteleras de primera calidad y en abundancia. El portugués Pinheiro da Veiga, quien no había visto nada parecido en Lisboa, según propia confesión, se maravillaba de todo ello poco más tarde. Y la vida era barata para todos, ya que los precios eran los mismos que antes de la inflación. En resumen, se trataba de «el buen tiempo pasado». Y además, según ha probado Bennassar, España poseía entonces la «mejor seguridad social» de Europa: una poderosa red protectora de la Iglesia.

Cultura, pero también esclavitud

La cultura intelectual, particularmente la de la memoria colectiva cultivada por la historia, encontraba también en Valladolid una interpretación en las oficinas-talleres de editores e impresores. Así, Fernández de Córdoba imprimirá la edición original de la segunda parte de la Historia general y natural de las Indias, de Fernández de Oviedo (1557), las obras de Domingo de Santo Tomás (1560) Gramática y Vocabulario del quechua, la lengua de los incas, y una de las primeras recopilaciones de romances viejos (1572). O Sebastián de Cañas, que publicará una de las dos únicas y rarísimas ediciones antiguas de la Crónica general de la Edad Media española (1604). Estas publicaciones contribuyeron a lograr un nivel elevado de la difusión de la lectura «al menos en pie de igualdad con Francia», como subraya Pierre Chaunu.

En Valladolid, la memoria social iba asociada a la belleza gráfica mediante la producción masiva, necesariamente única en España (fuera de la pequeña producción de Granada, sede de la otra Chancillería), de los talleres de caligrafía en pergamino, de miniaturas pintadas y de encuadernaciones en cuero estampado y dorado, que reproducían y adornaban para los interesados muchos de los textos de los innumerables procesos judiciales y cartas de nobleza otorgadas por las siete salas de la Chancillería (tribunal supremo real), en piezas a menudo muy bellas que se disputan los coleccionistas de hoy en día: las cartas ejecutorias que los representantes de las autoridades locales debían colocar sobre su cabeza como señal de sumisión a lo que en ellas se ordenaba. Y en la época misma de la Controversia, un nutrido grupo de nuevos cruzados del arte venidos de la Europa del norte se dirigía hacia Valladolid. Allí esculpieron Diego de Siloé, hijo de flamenco, y Guillén de Holanda la historiada sillería del coro del monasterio de San Benito, cabeza de la orden benedictina en España y modelo de su reforma durante el reinado de Isabel la Católica, al tiempo que el francés Juan de Juni (Joigny) esculpía el gran retablo y la sillería historiada de la futura catedral. Este francés dejará en Valladolid dos de sus obras maestras en madera policromada: la Virgen de los Cuchillos y el grupo del Entierro de Cristo. La cultura y el arte religioso de la ciudad estaban siempre en su cenit durante aquella época.

Sin embargo, existía una nota negativa: una cierta esclavitud doméstica subsistía aquí y allá en Valladolid, en las grandes casas, del mismo modo que en otros lugares en torno al Mediterráneo, sobre todo en Nápoles, en Toscana y especialmente en Venecia, así como en la misma Roma vaticana14. En Valladolid esta esclavitud se practicaba con moderación. Los esclavos estaban bien alimentados y bien tratados, y a menudo eran liberados por sus amos cuando éstos redactaban sus testamentos. Esta esclavitud residual de moros y algunos negros hechos prisioneros en las luchas contra el Islam no era sino una réplica a la esclavitud que el propio Islam, turco o de Berbería, imponía a los españoles que hacía prisioneros, o a los que pura y simplemente capturaba en las correrías llevadas a cabo en las costas españolas o contra los navíos que surcaban el Mediterráneo. Así fue como Cervantes, el autor de Don Quijote, fue capturado en un barco frente a Marsella y enviado como esclavo a Argel.

Incluso los muy religiosos y nobles caballeros de Malta, que combatían en el mar contra el Islam, practicaban esta forma de esclavitud-réplica. Y en el caso de que fuesen españoles, lo cual era frecuente, contribuían al beneficio de sus familias a través del regalo de los esclavos que hubieran capturado. Por ejemplo, hizo donación de esclavos a su familia otro Cervantes, Gonzalo Gómez de Cervantes, almirante y gran senescal de la orden de Malta.

Sensibilidades distintas de las nuestras

Por consiguiente, tal esclavitud-réplica, por lo demás muy limitada en cuanto a número y carácter, no era simplemente una pura explotación social, aunque, de todas formas, era esclavitud, lo cual tiene su importancia con respecto a la Controversia que nos ocupa. Para el español de la época y para el hombre mediterráneo en general, la idea de un destino de servidumbre aplicado a los indios no era tan poco habitual ni tan chocante como lo es hoy en día para nosotros, al menos si se trataba de una servidumbre transitoria y que intentaba ser moderada y paternal. Ahora bien, según ciertos comentaristas ésta era la idea de Ginés de Sepúlveda. Es más, el propio Las Casas había recibido de su padre un esclavo indio (ilegal) durante su juventud sevillana, tal como él mismo cuenta en su Memorial de remedios. Incluso recomendó el uso de esclavos «negros o blancos» en América para aliviar a los indios en su trabajo al servicio de los españoles. Finalmente, cuando se incorporó a su diócesis de Chiapa, en México, trajo «con él, sin pagarles, varias docenas de porteadores [indios], cargados de paquetes llenos de pesados legajos»15. Aunque se tratara de los legajos del protector de los indios, constituía por su parte, al menos de forma ocasional, la práctica de una forma de esclavitud.

Hemos visto cuánto mérito tuvo Isabel la Católica al rechazar desde el primer momento y de forma absoluta, como ya indicaremos, la esclavitud de los indios que deseaba imponerle Colón, muy mediterráneo también en eso. Pues bien, Carlos V, aunque se encontrara el camino señalado, tuvo también un gran mérito al confirmar esta prohibición de la esclavitud, también de forma absoluta, ocho años antes de la Controversia.

Otra cuestión en la que nuestra sensibilidad difiere de la de la época: la problemática americana no tenía de ninguna forma, para el español contemporáneo de la Controversia, la importancia que nosotros le damos. Porque nosotros somos conscientes de la importancia que han adquirido más tarde América y la colonización europea. Hay un primer hecho sorprendente: la ausencia en el seno de la junta de la Controversia, que sin embargo se había reunido para tratar, esencialmente, el tema de las conquistas, de miembros de otro gran Consejo consultivo y ejecutivo real: el Consejo de la Guerra. Y aún más sorprendente es el hecho de que esta asombrosa ausencia se tomara como algo normal.

Conquistas de particulares, al margen del Estado

El caso es que las conquistas en América no hicieron entrar en acción ni implicaron directamente al Estado español como tal a través de su encarnación más efectiva, es decir, su alto aparato militar. Habían sido, y seguirían siendo tras 1550, empresas de particulares en lo más esencial, que no se confundían con el Estado. Se trataba de aventureros que organizaban, financiaban, armaban y desarrollaban sus propias empresas por propia iniciativa, en ocasiones sin tomar para nada como referencia a la monarquía y al Estado español. Este fue el caso de la conquista de Chile por Valdivia en 1550; el caso de la conquista de México por Cortés a partir de 1519, sin haber recibido esta misión ni pedido autorización, sin ninguna ayuda del aparato militar nacional. Su compañero Bernal Díaz del Castillo lo recuerda en su crónica de esta conquista: «México se descubrió a nuestro cargo, sin que Su Majestad tuviera conocimiento de ello». Diez años después de Cortés, en 1529, Pizarro sí recibió autorización y fue enviado por la monarquía española a conquistar el Perú, pero no dejó de ser una concesión otorgada a un particular sobre el cual recaía el deber de financiar, armar y conducir él mismo su propia fuerza de conquista.

Además, estas fuerzas de conquista, todas ellas individuales y particulares, son ínfimas en comparación con el conjunto del cuerpo social y militar de la nación española. Cortés partió de Cuba para conquistar México con 119 marinos y 400 soldados. Pizarro partió de Sevilla para conquistar el Perú con 160 hombres. ¿Qué es eso comparado con las levas de 100 a 200.000 hombres que permitieron a la España de Carlos V abatir el poderío francés en Pavía en 1525, enfrentarse a la formidable potencia turca de Solimán el Magnífico en 1532 ante Viena y en el Mediterráneo y marchar contra Túnez en 1535 o Argel en 1541? Esas levas que, mandadas por el españolísimo duque de Alba tras un titánico esfuerzo para reclutar, equipar, financiar y concentrar las fuerzas, le permitieron, por último, hacer frente a la gran revolución de la Reforma protestante y destruir sus ejércitos en Mühlberg en 1547. Frente a eso, los exiguos grupos de los conquistadores de América no eran nada o casi nada.

Para dar una idea concreta de esta desproporción radical basta con señalar que en Mühlberg, sólo la infantería española contaba con 50.000 hombres y que unos años más tarde España y sus aliados reunieron sólo para la batalla naval de Lepanto en 1571 no menos de 50.000 hombres embarcados. En ambos casos debe sumarse a cada una de estas cifras otros 25.000 hombres: en el primer caso, por la caballería, la artillería, los artificieros y los ingenieros; en el segundo, por los remeros, sus mandos y los marinos. Por aquel entonces, las armadas de España en el Mediterráneo eran por sí mismas «verdaderas ciudades viajeras», escribe Braudel.

El conjunto de la nación apenas participó

Una vez realizadas las mayores conquistas americanas, en 1525 en el caso de México y el 1540 en el del Perú, ¿participó la sociedad española en su conjunto en el desarrollo de estas aperturas, una vez superado este primer momento de empresas particulares y al margen del Estado? De nuevo la respuesta es que nada o casi nada. La empresa americana continuó siendo algo completamente secundario. De hecho, los españoles, que en cuanto al exterior se sentían mucho más atraídos por su rica Italia, su rico Flandes e, incluso, su rico imperio de Alemania, le volvieron la espalda. No hay más que ver las cifras de los pasajes de españoles hacia América durante los años de la Controversia, 1550 y 1551, y los dos años que les precedieron. Son ínfimas, más aún que las exiguas tropas de Cortés y Pizarro. Aquí las citamos tal como las ofrece el especialista en la historia económica de la época, Ramón Carande16: 21 personas en 1548, 43 en 1549, 59 en 1550 y 38 en 1551. Ciertamente, se trata de cifras oficiales de emigrantes que, aunque inventariadas cuidadosamente por la Casa de Contratación de Sevilla, que controlaba estrictamente las flotas y concedía los permisos de embarque, pudieron haberse superado en realidad. Pero aunque las multiplicáramos por tres, contando con los pasajeros clandestinos, algo que por definición no puede probarse ni contarse exactamente, tendríamos una centena de personas por año para toda España. Una miseria. Una nadería. Y, si tenemos en cuenta que el 40% de estos emigrantes provenían de Andalucía y Extremadura, resulta que los bien poblados territorios de Castilla la Vieja y de León de Valladolid, en pleno crecimiento demográfico, no quedaban afectados más que por cifras mínimas y despreciables.

En el debate sobre la cuestión americana la sociedad española, de hecho, no se comprometió. Para esta quintaesencia de Europa, altamente civilizada y desarrollada, que se abría directamente a los más ricos territorios europeos, que sin ser españoles eran suyos, América no era sino un débil espejismo lejano. Un espejismo que se sabía sobre todo miserable y carente de interés. Es preciso ser conscientes de ello: América no interesaba apenas a los españoles de la época.

Dos confirmaciones sorprendentes

Disponemos a este respecto de una primera confirmación que se remonta hasta el origen de lo que demasiado a menudo tomamos por el atractivo de América. En 1496, Colón, aun ostentando los laureles del descubrimiento, tuvo enormes dificultades para reunir un grupo para su tercer viaje. Tras un año de buscar candidatos para la aventura americana sus barcos continuaban casi vacíos. No logrará llenarlos hasta que, finalmente, una decisión de los Reyes Católicos venga a sacarle del apuro poniendo a su disposición a los condenados por la justicia, incluso a los culpables de homicidio, cuyas penas quedaban conmutadas si se embarcaban con él. A partir de 1505 los españoles no ignoraban que en América tenían muchas más posibilidades de encontrar la muerte, la enfermedad o la peor de las miserias que de hacerse ricos. Lo observó el propio Las Casas: de los 2.500 españoles que en 1502 llegaron con él a las Antillas en la flota de Ovando, un excepcional esfuerzo de colonización por parte de la Corona, ninguno salió indemne. Más de mil murieron y los otros cayeron enfermos de hambre y de privaciones. En esas condiciones, ¿para qué abandonar la próspera Castilla?

Ciertamente, los españoles se dejaron tentar levemente durante el período de 1534 a 1539 por la llegada de los tesoros obtenidos de los imperios azteca e inca, aunque no de los súbditos de tales imperios, bastante más pobres que el castellano medio. Es entonces cuando el número de partidas hacia América alcanza su cima: 1.500 partidas por año de media, una cifra todavía relativamente pequeña si la comparamos con los más de seis millones de castellanos del momento. Pero tras 1540 el número de partidas se redujo considerablemente. ¡En 1541, según cifras de Carande, no se produjeron más que dos! Y es que después de 1538, una vez agotados los tesoros imperiales, reapareció la situación americana con sus extremados riesgos, que hacía que el asunto no valiera la pena. El Perú estaba bañado por la sangre de las luchas fratricidas que hicieron desaparecer a sus dos grandes conquistadores, Almagro y Pizarro. Se sucedían sin cesar los levantamientos, reprimidos con dureza, de los inmigrantes españoles contra los representantes del poder real. Por su parte, México veía peligrar la paz de una balbuceante colonización con la «guerra a sangre y fuego» del Mixtán, desencadenada por los caxcanos y los formidables chichimecas.

Una segunda confirmación de la atonía de la atracción americana nos la proporciona la literatura de gran difusión, la de las canciones en versos asonantados, los romances, a los que el pueblo castellano era muy aficionado y que «se imprimió y reimprimió constantemente en pliegos sueltos»17 para ayudar a su recitación. Pues bien, el Romancero, «Ilíada de España» según Víctor Hugo, recopilación de romances realizada por primera vez en 1548 y 1550 dentro del Cancionero de romances, no incluye ninguno de tema americano. En España, donde todo se canta, a nadie se le ocurrió cantarle a América. A esto se suma una observación significativa: en el Cancionero de romances se encuentra uno ligeramente anterior al período que estudiamos, «Sevilla la realeza» (1539), de una fuerza «impresionante»18, al decir de Marcel Bataillon, con quien hemos tenido el honor de estudiarlo. Pero este romance traduce la verdadera atracción que movía entonces a la masa de los españoles: es una vibrante llamada a la lucha de la Cristiandad contra el Turco; una llamada dirigida especialmente a los que entonces contaban en España. A nadie se le ocurrió una llamada semejante a la Conquista de América. Otra observación coincidente: Europa, al contrario que América, tenía tanto atractivo para la España de entonces que las dos primeras ediciones en español del Cancionero de romances se hicieron en Flandes, en Amberes, porque así estaban seguras de encontrar «un buen y pronto despacho» en una población de origen español entonces tan numerosa19.

Nivel de la información sobre América

Por su parte, el interés del público culto de la España anterior a 1550 se había vuelto hacia América gracias a diversos apuntes y obras publicadas. Pero unos y otras eran poco abundantes, y su contenido descriptivo y positivo no alimentaba en absoluto una discusión, un debate vivo como el de la futura Controversia de Valladolid. Las historias de las ciudades de España más leídas ignoraban América casi por completo. En su artículo documentado sobre «Toledo y el Nuevo Mundo en el siglo XVI», publicado en 1966, Javier Malagón señala, por ejemplo, que «en las historias de Toledo no encontramos sino ligeras referencias al descubrimiento de América, y sólo una que otra mención de algún hijo de la ciudad que pasó a Indias».

Una primera historia de la Conquista acababa de publicarse antes de 1550 dentro de la edición que venía a completar a las de 1526 y 1535: la Historia general y natural de las Indias, del cronista imperial Fernández de Oviedo (Salamanca, 1547). Los protagonistas de la Controversia de Valladolid se lanzaron sobre ella: Sepúlveda para tomarla como referencia y Las Casas para rechazarla violentamente. Pero este libro, obra de un testigo directo que conoció a numerosos conquistadores y tierras indias, no es en sí mismo una obra de controversia. Oviedo, como ha señalado Américo Castro, el gran profesor de Princeton, se limita a «narrar o describir, sin más, lo acontecido o existente en las nuevas tierras».

Si alguna obra representativa de la cultura española de la época adopta alguna posición sobre la Conquista, aunque sea de forma incidental, lo hace en un sentido positivo, en elogio de la Conquista y de los conquistadores, en razón de la inmensa evangelización que permitieron. De este modo, tenemos las Obras de Francisco Cervantes de Salazar, publicadas en Alcalá de Henares en 1546, que reúnen textos de los más prestigiosos humanistas españoles de la época, los «maestros de la nación»: Pérez de Oliva, rector de la Universidad de Salamanca; Ambrosio de Morales, futuro preceptor de don Juan de Austria, ilustrador de la lengua castellana e historiador de los orígenes de España; Alejo Venegas, perfecta encarnación del Humanismo toledano; Luis Vives, émulo de Erasmo; el mismo Cervantes de Salazar, que pronto sería rector de la Universidad de México y el primer gran escritor americano. Porque Cervantes de Salazar dedicó estas Obras nada menos que al conquistador Cortés en una larga carta-dedicatoria, hoy cabalmente reproducida por la Biblioteca hispano-americana de Medina, en la que Cortés recibe incluso el título de «nuevo san Pablo». He ahí un testimonio importante de la opinión culta de entonces. Y los grandes editores españoles seguirán reimprimiendo estas Obras de Cervantes de Salazar hasta el siglo XVIII (Madrid, Sancha, 1772).

Debate confidencial en círculos reducidos

Ciertamente hubo en España, posteriormente a 1510, un debate vivo y profundo sobre la Conquista y el destino de los indios, que estudiaremos con detalle en el próximo capítulo. Un debate que constituye un antecedente directo y casi completo de la Controversia de 1550-1551. Pero no apareció en las publicaciones ni llamó la atención de la opinión pública, sino que se desarrolló de forma confidencial, confinado en círculos reducidos: la Corte real, una parte de la Universidad de Salamanca, la alta administración americana, ciertos religiosos conventuales o evangelizadores y, en ocasiones, las Cortes.

Es decir, el debate tuvo lugar en los medios en los que, durante los años de Fernando el Católico y el regente Cisneros (a partir de 1515), desarrolló Las Casas una acción reivindicativa infatigable y encarnizada en favor de los indios y contra los conquistadores a fuerza de innumerables cartas, memoriales e intervenciones personales. Pero en 1550 el propio Las Casas aún no había publicado nada. Su primera colección de tratados sobre la materia no aparecerá hasta 1552 en Sevilla, por lo demás en ediciones subrepticias, desprovistas de la licencia real requerida. Las Casas tendrá que correr con los gastos de estas ediciones, hasta tal punto el éxito de ventas de las mismas era incierto dado el desinterés general por América. En los catorce años que le quedaban de vida no volvió a publicar ninguna otra obra.

Del mismo modo, el tratado de su primer precursor, Matías Paz o de Paz, también dominico y uno de los inspiradores del primer grupo de leyes protectoras de los indios, las leyes de Burgos de 1513, también permaneció inédito hasta... 1933.

Lo que es más: en 1550, las famosas Relecciones de 1539 del dominico Francisco de Vitoria, que definían los verdaderos y justos títulos de la conquista y los límites de la colonización como el derecho y el deber de la evangelización, permanecieron relegadas al estrecho círculo de una parte de la Universidad de Salamanca. Por otra parte, no conocemos ningún texto redactado por el propio Vitoria. Incluso las notas manuscritas de sus oyentes, que rápidamente empezaron a circular en ciertos ambientes universitarios y religiosos, fueron prohibidas o recogidas desde 1539 por orden de Carlos V. No serían publicadas por primera vez hasta 1557, de forma significativa no en España, sino en el extranjero, en Lyon. Y en latín.

El único texto notable publicado en España antes de 1550 acerca de los títulos y derechos de la Conquista es el del maestro franciscano Alfonso de Castro, profesor de la Universidad de Alcalá y después de la de Salamanca, De iusta haereticorum punitione, publicado en 1547. Pero, por una parte, se trataba de un denso texto latino que no podía alcanzar al gran público; por otra, como su título deja entrever, no trata sobre América y los indios sino de forma secundaria e incidental. Opinaba, por cierto, no como Las Casas sino como Sepúlveda: la idolatría es causa de guerra justa, una vez hecha la amonestación previa a abrazar la fe cristiana.

La única intervención pública favorable a la opinión de Las Casas antes de 1550, fuera de las leyes y cédulas reales de parecida intención, es una declaración de las Cortes de Valladolid en 1541. Se debió con seguridad a una intervención del propio Las Casas, residente en la villa por aquel momento, en el convento de San Pablo. Las pocas personas que tenían acceso a declaraciones como ésta, destinada únicamente al rey, pudieron leer en ella la petición hecha al emperador de que «mande remediar las crueldades que se hazen en las Indias e contra los Indios, porque dello será Dios muy servido, y las Indias se conservarán y no se despoblarán como se van despoblando».

Una monarquía apostólica

Tal es el marco concreto y abstracto, físico y moral, social y nacional, individual y colectivo en el que se desarrollará la Controversia de Valladolid. Pero el esbozo de este marco quedaría gravemente incompleto si no contáramos también con el universo particular que dio a la Controversia competencia especial, exclusiva, carácter exacto y una justificación. Este universo particular es el elemento más ignorado en relación con la época y con el asunto, siendo como es su elemento constitutivo. Una ignorancia que es particularmente profunda fuera de España, donde la amalgama asfixiante en el campo de la historia del laicismo a la francesa o del liberalismo protestante de hoy en día con un catolicismo entendido como única y directamente romano y ultramontano nos impide ver, e incluso concebir, este enorme hecho histórico: la monarquía española, por lo que se refiere a América, estaba revestida de poderes apostólicos por delegación o vicaría definitiva otorgada por Roma. Por tanto, era responsable ante ella misma de la evangelización y del gobierno cristiano de los indios.

Así, inmersos en la ignorancia imperante, no cesa de aumentar el simplismo de los productores de películas o emisiones de televisión, subproducto de esa amalgama asfixiante a la que nos referíamos, que nos proponen absurdas fabricaciones mediáticas sobre los asuntos referentes a la antigua América cristiana en las que figura siempre en primer plano y en último término un apetitoso y temible personaje: un cardenal con veste roja, inquisidor al servicio del papa o que toma decisiones en su nombre en materia de asuntos americanos. Cuando resulta que ningún cardenal podía estar, ni jamás lo estuvo, encargado de una misión semejante, pues desde Alejandro VI en 1493 y Julio II en 1508 los papas habían delegado en los reyes de España, mediante solemnes bulas, sus poderes y responsabilidades en esta materia, por lo que los soberanos sentían el peso correspondiente en su conciencia y se esforzaban sin cesar por actuar en consecuencia.

Esto se ha convertido en una obsesión de nuestra subcultura de masas. ¿Se pretende que conozcamos a través de una película en color, muy hermosa por otra parte, las «reducciones» jesuitas del Paraguay? Pues los realizadores ingleses ruedan la película La Misión, que gira en torno al inevitable cardenal con veste roja, enviado por el papa a decidir sobre toda cuestión, cuando jamás ha existido cardenal semejante. Y es que no podía haberlo jamás en las reducciones, una institución no de la Iglesia sino de la monarquía española en tanto que dotada de competencias específicas de evangelización y de organización civil. ¿Se pretende hacernos revivir, gracias a una buena interpretación, la Controversia de Valladolid? Pues ahí tenemos una emisión de la televisión francesa que se considera buena, ya que vuelve a emitirse, y que no es sino una «lamentable fabricación»20 de Jean-Claude Carrière, falsa de principio a fin, como veremos, donde nos volvemos a encontrar con el cardenal de veste roja encargado de desentrañar para el papa los misterios del asunto, todo ello ante una junta de títeres cuya única función es figurar reverentemente ante la púrpura, llenando la sala. Tampoco allí hubo nunca tal cardenal ni pudo haberlo: la información estaba destinada exclusivamente al rey de España, que tomaba la decisión en persona. Los miembros de la junta no eran figurantes, sino colaboradores o consejeros del rey, auténticos jueces encargados de iluminar la decisión real tanto en lo espiritual como en lo temporal mediante su opinión.

En las bulas

Con el fin de terminar con esta calamitosa ignorancia, reseñamos brevemente las disposiciones de las bulas pontificias que sitúan la Controversia en su lugar y le proporcionan sus cimientos. En relación con las nuevas tierras, cuya soberanía concedió el papa a los reyes de España, encargándoles de su evangelización, el papa ordenó a dichos reyes, «en virtud de la santa obediencia», que enviaran (destinare debeatis) misioneros «probos, doctos y experimentados»21. De este modo el papa confiaba, delegaba en los reyes de España una función fundamental de la Iglesia, una función propiamente eclesiástica: la de «ir a enseñar y bautizar a todos los pueblos». Naturalmente, de ello se deriva para los reyes de España la obligación de elegir misioneros efectivamente «probos, doctos y experimentados», ocuparse de que los hubiera en número suficiente, de su distribución, sus viajes y su mantenimiento, como confirma de forma explícita la bula Omnimoda de Adriano VI en 1522.

Lógicamente, el papa concedió a continuación a los reyes de España los diezmos exigibles a los habitantes bautizados de las nuevas tierras, en todas las nuevas iglesias fundadas y dotadas por los reyes22. Los reyes de España recibían así una nueva función propiamente eclesiástica: la de beneficiarse del impuesto bíblico destinado a sufragar los gastos del culto. Y esto, «a perpetuidad», precisó el papa. También lógicamente, Roma concedió a los reyes de España el derecho de patronato y de presentación de las personas idóneas para ocupar los obispados y beneficios (funciones) de las nuevas tierras, mientras que prohibía toda construcción y fundación canónica de iglesias, capillas u otros lugares de culto sin el consentimiento expreso de los reyes23. Así pues, serán los reyes de España quienes en realidad elijan a los obispos y cualesquiera otros responsables eclesiásticos de América, mientras que el papa se contentará con instituir canónicamente a los hombres por ellos elegidos. Los reyes tendrán la exclusividad en la determinación de los lugares de culto, no pudiendo establecerlos en América ningún responsable eclesiástico sin su consentimiento. Incluso la capacidad de fundar diócesis en América, de fijar sus límites y de hacer cualquier modificación se concedía a los reyes «tantas veces como lo juzgaran necesario»24.

Como se puede observar, no exageran en absoluto los expertos en derecho canónico que se refieren a una verdadera «vicaría apostólica» sobre toda América puesta en las manos de los reyes de España. Por ejemplo, el franciscano aquitano Jean Foucher, doctor en derecho canónico por la Universidad de París, misionero en México, donde murió en 1572, lo señala así en su célebre Itinerarium catholicum