Juicio a la Inquisición española - Jean Dumont - E-Book

Juicio a la Inquisición española E-Book

Jean Dumont

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La Inquisición española es sinónimo, a ojos del gran público y de la historiografía habitual, de denuncias infundadas, encarnizamiento en convencer del crimen, ausencia de abogados defensores, sentencias emitidas por adelantado, oprobio del condenado y de los suyos, abominable ejecución en las llamas purificadoras sin réplica posible: mencionando la Inquisición se condensa el oscurantismo y la crueldad mayores que puedan concebirse. Jean Dumont, el gran hispanista especializado en los siglos XV a XVIII, se propone en Juicio a la Inquisición española dar una oportunidad de defensa a la acusada. Dumont no acude principalmente a la bibliografía histórica, sino a los documentos, los archivos y las obras de pensamiento y literatura de la época. El resultado es sorprendente y polémico, y del máximo interés para quien no se conforme con una historia construida sobre tópicos. «Juicio a la Inquisición española cuestiona todos los tópicos que orbitan alrededor de la Inquisición española». —Iván Vélez

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Jean Dumont

Juicio a la Inquisición española

Prólogo de Iván Vélez

Traducción de Miguel Montes

Título en idioma original: Procès contradictoire de l’Inquisition espagnole

© Fleurus Éditions

© Ediciones Encuentro S.A., Madrid, 2000 y la presente, 2023

Traducción de Miguel Montes

Prólogo de Iván Vélez

Edición española realizada sobre la segunda edición francesa, actualizada y aumentada

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Colección Nuevo Ensayo, nº 118

Fotocomposición: Encuentro-Madrid

ISBN: 978-84-1339-153-3

ISBN EPUB: 978-84-1339-486-2

Depósito Legal: M-16986-2023

Printed in Spain

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa

y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:

Redacción de Ediciones Encuentro

Conde de Aranda 20, bajo B - 28001 Madrid - Tel. 915322607

www.edicionesencuentro.com

Índice

Prólogo a la nueva edición

Introducción

El porqué de este libro

Primera parte

La presentación habitual de los hechos

I. Una indignación universal

II. Gritos de horror contemporáneos

Segunda parte

Las razones de una duda

I. Unas cifras hinchadas

II. El disparate de las atrocidades

III. La derrota del racismo

IV. La miseria del lucro

V. Un oscurantismo ilustrado

Tercera parte

Lo que nos parece ser la verdad

I. La verdad del fenómeno «converso» infiel

II. Cortar el nudo gordiano

III. «Para todos»: una rica cultura inquisitorial

Conclusión

Ya iba siendo hora

Epílogo

[en forma de apólogo moderno, de lengua hitlerovulgar]

Prólogo a la nueva edición

La Inquisición española es, junto al pretendido genocidio cometido en el Nuevo Mundo por los españoles, la cuestión negrolegendaria más popular. La idea de un oscuro tribunal caracterizado por el fanatismo y el sadismo está firmemente asentada tanto dentro como fuera de nuestras fronteras, hasta el punto de que el Santo Oficio, junto con algunas estampas propias de la visión romántica de nuestra nación, constituye uno de los símbolos históricos más reconocibles por el gran público. Si los grabados de Teodoro de Bry, elaborados a partir de la excesiva Brevísima relación de la destrucción de las Indias, de fray Bartolomé de las Casas, siguen ilustrando el comportamiento de nuestros antepasados en América, relatos como El pozo y el péndulo, de Edgar Allan Poe, constituyen la imagen más viva del tribunal de la fe al que Jean Dumont dedicó su ya clásico Juicio a la Inquisición española, ahora reeditado por Ediciones Encuentro.

El título del libro es elocuente, la obra trata de someter a examen, para emitir una suerte de sentencia, a una muy particular institución jurídica que extendió sus acciones durante más de tres siglos. Un juicio desencadenado por la cantidad de acusaciones que la Inquisición ha recibido durante su dilatada existencia en la católica España, condición esta, la de su catolicidad, que no es ajena, en modo alguno, a las críticas vertidas sobre el Santo Oficio. Parafraseando a Quevedo en su España defendida, podría decirse que el católico Dumont se atrevió a responder por su religión y por sus tiempos. Juicio a la Inquisición española salió de la imprenta hace ya cuatro décadas, momento en el cual ha de establecerse un corte en lo que a la documentación que pudo manejar el historiador francés se refiere, si bien, ha de destacarse que Dumont contó con los trabajos de Contreras y Henningsen, tenidos por los más rigurosos en lo que se refiere a la cifra de víctimas de la Inquisición. Aunque durante los últimos años han aparecido numerosos trabajos acerca del tribunal que inquiría a propósito de la sinceridad de los católicos españoles, ello no merma la calidad de una obra que destaca por su accesibilidad para el gran público.

Dumont, así lo explicita en la introducción a su obra, se alza como defensor de la Inquisición española, asumiendo las acusaciones e incluso las condenas recibidas, capaces de configurar tan nefasta como extendida «verdad oficial», para desmontarla. El juicio tiene como punto de partida un particular momento en el cual tanto el Imperio español como el catolicismo, extendido gracias a España por gran parte del orbe, comenzaron a acusar los efectos de los conflictos bélicos, pero también los de una propaganda que los españoles habían desdeñado. Quevedo ya lo había advertido en la mentada obra: «Sólo cuando veo que eres madre de tales hijos, me parece que ellos, porque los criaste, y los extraños porque ven que los consientes, tienen razón de decir mal de ti». En efecto, en el siglo maniqueamente llamado de las luces, arreciaron las críticas a un tribunal de tardía implantación en España, que provocó el júbilo en Europa cuando comenzó a operar contra los cristianos insinceros. Frente a la luminosidad francesa, al Sur de los Pirineos, dominios de aquel al que Voltaire bautizó con el sobrenombre de Demonio del Mediodía, quedaría una nación ensombrecida por las acciones de una Iglesia intransigente cuyo brazo ejecutor, en connivencia con el poder político, sería la oscura y oscurantista Inquisición.

Sin embargo, la cristalización de un tribunal de la fe que contaba con lejanos precedentes relacionados —la Inquisición pontificia— precisamente con herejías que habían brotado en suelo francés, respondió a diversas razones. Entre ellas, al interés de los propios conversos sinceros, que trataban de blindarse frente a los ataques recibidos por sus antiguos compañeros de religión, cuya permanencia en el seno de sociedades cristianas siempre fue conflictiva. Como es sabido, los judíos, colectivo que constituía parte del tesoro real, fueron objeto de conversiones forzosas para ser expulsados antes, pero también después, de que ello ocurriera en España. Sobre el que cabe llamar problema del falso converso, tal y como se explicita en la bula Exigit sincerae devotionis, que no del judío, sobre el cual no tenía jurisdicción el Santo Oficio, se centró la acción de este en sus primeras fases. El tribunal representado por una cruz, una espada y una rama de olivo no perseguía judíos sino judaizantes, es decir, cristianos que erraban, que marraban. Como prueba de que no nos hallamos ante una institución racista, Dumont hace comparecer por su juicio a relevantes personajes cuyos ancestros fueron judíos, cristianos nuevos, algunos de ellos instalados en puestos sociales muy relevantes, que nada tenían que temer si no regresaban a la fe de sus antepasados.

Cuestión fundamental en lo tocante a la Inquisición española es el debate acerca de las cifras de víctimas causadas por su acción, asunto en el cual entra Dumont ofreciendo, paralelamente, las cifras de muertos causados por las guerras de religión que asolaron Europa. Las conclusiones de sus cálculos sorprenderán a aquellos que creen en la existencia de una maquinaria criminal alojada en lóbregas mazmorras. La realidad de los procesos, que el autor ilustra con numerosos ejemplos, era muy otra, pues la gran mayoría de ellos terminaba con lo que cabe denominar como reinserción del reo, cumpliéndose así el objetivo de que estos pudieran tornar a la fe verdadera y «ser salvos».

He aquí el quid de la cuestión inquisitorial. Si de lo que se trata es de entender las causas que movían a instituciones como la Inquisición, han de dejarse a un lado razones estrictamente psicológicas como la existencia de un colectivo de sádicos que se deleitaban ante los efectos del potro o la hoguera, y buscar otras más ajustadas al tiempo histórico en el que se desarrollaron. El deseo de salvación frente a la posibilidad de la condena eterna presidía las vidas de aquellos hombres que vivieron antes de lo que Gustavo Bueno calificó como «inversión teológica». Ello explica la misma existencia de un tribunal que trataba de indagar acerca de la efectiva cristiandad de quienes formaban parte de sociedades que vivían bajo el cuño religioso y que se defendían de ataques ajenos por medio de mecanismos como el de la malsinería, que protegía a los judíos de las amenazas externas, lo que explica, en gran medida, la existencia de los testigos secretos. En contraposición a las ideas comúnmente extendidas en cuanto al proceso inquisitorial, de Juicio a la Inquisición española se extrae la idea de un tribunal caracterizado por un garantismo superior al de los de su época, un tribunal que trataba de evitar las arbitrariedades propias de muchos ámbitos judiciales de ayer y de hoy. La enorme cantidad de documentación emitida por la Inquisición española permite conocer con gran detalle su forma de proceder ante una casuística que el paso del tiempo amplió desde su primigenia acción frente al judaizante.

Juicio a la Inquisición española cuestiona todos los tópicos que orbitan alrededor de la Inquisición española, herramienta de un poder político y religioso cuyos efectos habrían paralizado a toda una sociedad hasta, por decirlo en palabras de Julián Juderías, sistematizador de la leyenda negra, impedirle «figurar entre los pueblos cultos lo mismo ahora que antes, dispuesta siempre a las represiones violentas; enemiga del progreso o de las innovaciones». Acuda el lector a las páginas de este libro. En él podrá profundizar en el conocimiento del Santo Oficio, pero también hallará curiosos paralelismos entre aquel tiempo y nuestros días, estos en que la cancelación se despliega implacable sobre quienes cuestionan la nueva dogmática.

Iván Vélez

Introducción

El porqué de este libro

«La Inquisición ha desaparecido, pero no el espíritu inquisitorial». La frase corresponde al reciente historiador español Julio Caro Baroja, y la cita el reciente historiador anglosajón de la Inquisición española Henry Kamen en la conclusión de su obra.

Es algo evidente; aunque no, en primer lugar, en el sentido esperado. Y es que todo lo que se ha reprochado a la Inquisición: las denuncias infundadas, el encarnizamiento en convencer de crimen, la ausencia de verdaderos abogados al servicio del acusado, la sentencia emitida por adelantado, el oprobio eternamente ligado al condenado y a los suyos, la abominable ejecución en las llamas purificadoras, en nombre de una verdad que no admite réplica: todo eso constituye el fondo del procedimiento invariable y del juicio invariable que manifiesta, hoy como ayer, la historiografía sobre la Inquisición misma. Al menos fuera de España, aunque también algunos historiadores dentro de ella. Y a pesar de los esfuerzos, parciales en su objetividad, de algún que otro historiador.

Nos ha parecido que ya era tiempo de intentar salir de este círculo vicioso. Para ello, vamos a dar, por fin, una verdadera oportunidad a la defensa de la acusada; no tomaremos como línea de investigación la condena por adelantado; haremos que se levante la impugnación de la verdad oficial, sea cual fuere la nueva máscara que adopte; sin ponernos como objetivo último la alegría de levantar e inflamar otra pira.

La posibilidad de la defensa, que nos parece digna de ser reclamada, aquí como en todas partes, nos la ha brindado, por una parte, una prolongada frecuentación de la historia, del pensamiento, de la literatura y de la sociedad españolas de los siglos XV, XVI, XVII y XVIII. No sólo a través de los libros, siempre inadecuados en mayor o menor medida, sino a través de los documentos de la época, de los protocolos de archivos, de las cosas vistas tal como eran. O, en su caso, a través de los libros, pero, en primer lugar, los únicos que dicen la verdad en este asunto: las ediciones originales, de la época. Y, por otra, los prolongados períodos de residencia que hemos pasado en España, a ras del admirable pueblo español, también él, con excesiva frecuencia, juzgado por adelantado. Sobre todo, a causa del apoyo indefectible que ha brindado a la Inquisición durante tanto tiempo.

Todas estas relaciones, sin olvidar la personal, concreta, de algunos de los maestros de los estudios hispánicos, para el estudio de documentos antiguos, no han cesado de suscitar en nosotros puntos de desacuerdo con la verdad oficial sobre la Inquisición. Esta visión, orientada de manera sistemática, era rechazada silenciosamente por una gran masa de documentos, de protocolos, que teníamos en nuestras manos. Poco a poco se nos fue imponiendo una idea. Esa idea, tan simple, de dar la palabra a la masa silenciosa.

Junto con lo anterior, he contado con una frecuentación semejante de las ediciones originales, de los documentos de la época, de la historia de la Europa situada al norte de los Pirineos, en la época de la Reforma y de la mal llamada Contrarreforma. Esto me proporcionó el contexto, la contrapartida, el entorno de la historia española en la misma época. Todo ello unido a la apreciación de las circunstancias, del temor experimentado, del ejemplo recibido, de la incitación al crimen, y hasta de las complicidades. Una apreciación sin la cual, tal como estipula el código del procedimiento penal, no hay juicio equitativo.

De todo esto ha nacido la obra, a buen seguro escandalosa a los ojos de la justicia sumaria, que tiene el lector entre sus manos.

Un colmo de parcialidad

La tarea que nos hemos propuesto se revela así particularmente necesaria en estos años 2000 que se abren ante nosotros. Y es que, en estos últimos veinte años, ha intentado imponerse un colmo de parcialidad antiinquisitorial, en el seno mismo de una editorial católica española prestigiosa hasta entonces. Estamos hablando de la Historia de la Inquisición en España y América, publicada, a partir de 1984, en Madrid, por la antes venerable Biblioteca de Autores Cristianos de la Editorial Católica, desde hace un siglo tesoro de cultura cristiana gracias a sus no menos de 500 sustanciosos títulos. De la que no se dice hoy —y es algo que se ve— que sea publicada, como antes, bajo los auspicios y la alta dirección de la Universidad Pontificia de Salamanca. Patronazgo reemplazado, en la mencionada Historia, por el de un Centro de estudios inquisitoriales, una asociación particular con una orientación completamente distinta, tan polémica como negativista con los derechos propios de la fe, en la historia.

Ya no se trata aquí, en efecto, únicamente, de denunciar los excesos, verdaderos o supuestos, de la institución inquisitorial española, como ya se había hecho —vamos a verlo— desde hace cinco siglos. Ahora se trata de negar a esta institución su identidad misma de justa distinción religiosa, de fidelidad cristiana y, por último, de acogida purificada por arriba de la fe, más que de represión, como vamos a ver también. Una identidad que le viene directamente del ser y de la historia del cristianismo desde sus orígenes. En todas partes, y no sólo en la España a la que los autores principales de esta Historia parecen deshonrar con tanta alegría. Hasta el punto de convertir «la KGB», «los gulag», «los holocaustos nazis» (e incluso, de modo curioso, «la CIA»), en «supervivencias del fenómeno inquisitorial»1.

Y es que, para estos sociólogos positivistas, que tienen una visión dotada de una increíble estrechez materialista, la Inquisición española no fue más que un «instrumento de control social utilizado por los Reyes Católicos en defensa de los objetivos que aquella sociedad feudalizada consideraba supremos»2. O «una simple manifestación institucional de un fenómeno sociológico»3. Dicho de manera más precisa: «un instrumento político-religioso encaminado a imponer la unidad religiosa y a garantizar, bajo el hermetismo ideológico, el inmovilismo social»4.

Papa, legado, concilio, Iglesia posapostólica

La realidad fue, como es evidente, completamente distinta. E importa conocerla, si queremos hablar con un poco de seriedad de la Inquisición española, que fue, primero, antijudaizante. La bula de creación de esta Inquisición, en cuanto tal, fue pontificia cristiana, del papa Sixto IV (1478). Daba curso a una primera iniciativa confiada tres años antes al legado del mismo papa (1475). Esa iniciativa estaba de acuerdo con el decreto del 7 de los idus de septiembre de 1434 del entonces último concilio general cristiano de Occidente, celebrado en Basilea (Suiza), que llamaba a la lucha contra la infidelidad de algunos judíos convertidos al cristianismo en apariencia, lucha que era «la antigua costumbre» de la Iglesia, según recordaba este mismo decreto.

Una «antigua costumbre», en efecto. Pues el primer gran obispo de la Iglesia posapostólica, san Ignacio de Antioquía, ya lo había subrayado en el año 98: «Absurda cosa es llevar a Jesucristo en la boca y vivir judaicamente». Y había dicho a los primeros cristianos: «Arrojad, pues, la mala levadura, vieja ya y agriada»5, es decir, el judaísmo.

Peligro judaizante, siempre y por doquier

En lo sucesivo, la denuncia de lo que suponía el peligro judaizante para la fe cristiana, como han mostrado los especialistas Simon, Nautin y Schroeder, fue fogosa, constante y universal entre los doctores cristianos de los siglos II y III. Desde Aristón (Palestina) a Apolinar (Frigia), san Justino (Roma), Arístides (Grecia), san Ireneo (Galia), Tertuliano (Cartago). Todo ello mucho antes de que el cristianismo hubiera recibido el apoyo del poder, antes de que se hubiera establecido lo que nuestros sociólogos positivistas llaman «un ilegítimo maridaje Iglesia-Estado»6, que, por consiguiente, y contra lo que ellos mismos afirman, no era, en modo alguno, su causa fundamental. Y así fue aún durante los tres primeros siglos, cuando, en España, el primer concilio cristiano de Occidente, celebrado en Elvira (Granada), alrededor del año 300, rechazó, en su canon 49, las «bendiciones judaicas», reprimiéndolas mediante la excomunión de los cristianos que las aceptaran.

En el siglo IX, por obra de los emperadores carolingios, que se asimilan en sus coronaciones a los reyes de Israel, cobra nuevos bríos la tentación judaizante. Contra el poder social y contra la influencia religiosa de los judíos, favorecidos desde entonces en el Imperio, donde llegaron incluso a imponer a los cristianos de la naciente Francia la observancia del sabbat, se levantaron san Agobardo, sucesor de san Ireneo en la sede de Lyon, otros obispos franceses y varios concilios de esta nación. Como lo hizo en el siglo VII, de nuevo en España, san Isidoro de Sevilla, elevado al rango de doctor de la Iglesia, que escribió todo un tratado Sobre la fe católica contra los judíos. El libro estaba dedicado a su hermana, santa Florentina, que se lo había pedido, a fin de saber a qué atenerse respecto a la tensión entre la España visigótica y los judíos, que había sido también muy viva. Estos confirmaron poco después su oposición a la fe católica en la Península, convirtiéndose en activos auxiliares de la conquista musulmana, según recuerdan las crónicas árabes de esta, como la Achbar Majmua.

Más tarde, la vigilancia-represión de la infidelidad de aquellos conversos judíos al cristianismo, que habían seguido siendo judaizantes, fue obra, dos siglos antes de la institución de la Inquisición española, de la Inquisición medieval, también ella pontificia cristiana, principalmente en Francia. La ordenaron, a partir de 1268, las bulas de los papas Clemente IV, Gregorio X, Nicolás III, Nicolás IV y Clemente V. Vidal, especialista en la materia, ha publicado estas bulas y los documentos de los procesos, o las órdenes de persecución, que apuntaban por entonces, en Francia, a los judíos conversos infieles. En especial contra un individuo español, Alfonso Díaz, que había pasado a Francia. Esta vigilancia-represión antijudaizante era tan constitutiva, desde este momento, de la Inquisición pontificia, que, en 1285, el dominico Guillermo de Auxerre se daba a sí mismo el título de: «inquisidor de los herejes y judíos apóstatas de Francia». No, por supuesto, de los judíos que lo habían seguido siendo, y no se habían bautizado, sobre los cuales no se reconocía la Inquisición, nada racista, ningún poder. Estos gozaban de la libertad de profesar su religión como ellos la entendían, siempre que no atentaran contra los cristianos o contra la religión cristiana.

Consecuencias insostenibles en España

Pero en esta misma época, y hasta 1478, los reyes de España (en Aragón y en Castilla) se negaban a conceder su aval a esta vigilancia-represión pontificia dirigida contra los judíos conversos que habían seguido judaizando. Se trataba de una nueva forma de la tentación judaizante desarrollada en el seno de los poderes cristianos: su objeto era no perder los beneficios que los reyes de España obtenían de una implantación judía masiva, única en Europa. Y es que los judíos, pronto expulsados de todas partes (Rusia, Inglaterra, Francia, Alemania, etc.), se habían ido refugiando de manera progresiva bajo sus cetros, que, a cambio de recursos financieros y de apoyo político, los protegían de todos los modos posibles. E incluso les confiaban, así como a los conversos infieles, una parte importante del poder ejercido sobre sus pueblos cristianos. Los judíos eran ministros, diplomáticos, banqueros, recaudadores, médicos, de los reyes. Los conversos dudosos, hubieran entrado o no en familias de cristianos-viejos, lo eran también, además de concejales municipales, recaudadores de impuestos, dignatarios y hasta grandes maestres de órdenes de caballería o condestables, curas, religiosos, incluso obispos, condes, marqueses o duques que reinaban sobre importantes Estados señoriales, o bien validos reales casi omnipotentes7.

Esta fue la razón de que, en 1359, los reyes de España rechazaran la solicitud que les dirigió el papa Inocencio VI para que aportaran su ayuda en las persecuciones contra algunos conversos apóstatas (judíos bautizados vueltos al judaísmo), salidos en gran cantidad de Francia para refugiarse en España. Persecuciones que el Pontífice había confiado, en Aragón y Castilla, al inquisidor francés Bernardo Dupuy. Y es que los judíos de España pagaban a los reyes de este país un sustancial «derecho de acogida»8, favoreciendo la inmigración de sus hermanos de fuera, con lo que permitían al judaísmo ibérico reforzar incesantemente su implantación, incluso en ruptura frontal con la Iglesia, al tratarse de grupos nutridos, de manera escandalosa, por conversos apóstatas.

Pronto se hizo evidente que esta actitud de los reyes de España no podía prosperar sin entrañar graves consecuencias. Al final del siglo XIV y ya hacia mediados del XV, estas consecuencias se hicieron insostenibles. La toma de los poderes financiero, administrativo, social, político y religioso por parte de conversos que siguieron siendo judaizantes, favorecida por el poder otorgado a sus hermanos judíos, se hizo cada vez más extensa y «soberbia», incluso «insolente», en España. Como señala el mismo historiador judío Cecil Roth9: «Muy pronto condenaron abiertamente la doctrina de la Iglesia y contaminaron con su influencia a toda la masa de los creyentes» cristianos. De ahí se siguieron violentas reacciones de defensa por parte del pueblo cristiano de Castilla, en un enfrentamiento con los conversos judaizantes armados, que se habían hecho con el poder en las ciudades, desembocando todo, a partir de 1440, en un baño de sangre que se extendió a la mayoría de las provincias. El papa Sixto IV, muy inquieto por el peligro que corría la España cristiana, encargó, el 1 de agosto de 1475, mediante su bula Cum sicut, a su legado a latere en España, Nicolao Franco, que asumiera él mismo, a título pontificio, la investigación y la sanción de la infidelidad conversa en la Península10.

Una recuperación de lo que era normativo en todas partes

Fue así como, en 1478, siguiendo este ejemplo directo dado por el papa, los Reyes Católicos zanjaron el asunto. Lo hicieron también siguiendo la insistente demanda de muchos conversos sinceramente cristianos. La petición de estos, y su lugar eminente al lado de los reyes y, después, en la futura Inquisición, mostraban por sí solos que la apuesta era esencialmente religiosa. No se trataba de la búsqueda de ningún oscuro «inmovilismo social»11.

Los Reyes, justificando precisamente el título oficial de «Católicos», que les confirió también por esto, en 1496, el Papado, se asociaron, por fin, a su vez, a lo que era normativo en todas partes: la vigilancia-represión de los conversos infieles, «antigua costumbre» del cristianismo desde sus orígenes. Lo hicieron aplicando una nueva bula, que ellos mismos solicitaron al papa: Exigit sincerae devotionis, del 1 de noviembre de 1478. Los Reyes —aunque disguste a nuestros sociólogos positivistas, decididamente ciegos—, al poner en marcha poco después, siguiendo esta bula, su propia Inquisición pontificia, de la que Castilla estaba desprovista hasta entonces, pusieron fin en España a un auténtico «ilegítimo maridaje»: el que unía al judaísmo con una monarquía cristiana desde hacía siglos.

Dando un viraje de 90 grados, llevaron a cabo una recuperación particularmente urgente, difícil y profunda. Este viraje y esta recuperación no podían llevarse a cabo más que otorgando a la institución inquisitorial, encargada de llevarlos a buen puerto, un poder, un rigor, un equilibrio y una calidad educadora excepcionales. Capaces de poner fin, de manera definitiva, al baño de sangre generalizado, y hacer servir el coste humano inicial de la represión a una confluencia pacificada, del modo más rápido posible. Una confluencia que debía realizarse a través de una nueva floración cristiana, esta vez ampliamente conversa de origen, y que marcará desde ese momento todo el Siglo de Oro español, desde el converso Vitoria a la conversa Teresa de Ávila.

Mas de este fundamento cristiano de la Inquisición española, a la vez esencial e incesantemente encarnado en la historia, tanto aquí como en otras latitudes, no se encuentra casi nada en la muy mal llamada Historia de la Inquisición de 1984. Siendo que, como habrá comprendido el lector, sin el presente preámbulo omitido por ella, no es posible emitir un juicio sobre la continuación. Y ese juicio no puede ser otra cosa que la consideración de si esta continuación se adecuó a este fundamento. Eso es lo que vamos a hacer nosotros ahora, buscando sus elementos, a lo largo de nuestro proceso contradictorio12.

Primera parte

La presentación habitual de los hechos

«¿Por qué no había industria en España?

Por la Inquisición.

¿Por qué somos holgazanes los españoles?

Por la Inquisición.

¿Por qué duermen los españoles la siesta?

Por la Inquisición».

Marcelino Menéndez y Pelayo

La ciencia española

I. Una indignación universal

Ese sangriento tribunal,

ese horrible monumento del poder monacal,

que España ha recibido, mas ella misma aborrece;

que venga los altares, pero los deshonra;

que, todo cubierto de sangre y de llamas rodeado,

degüella a los mortales con un hierro sagrado.

Estos versos de Voltaire, que resumen la opinión corriente sobre la Inquisición española, en su tiempo y aún en nuestros días, los cita Joseph de Maistre en sus Lettres à un gentilhomme russe sur l’Inquisition espagnole (Cartas a un gentilhombre ruso sobre la Inquisición española), publicadas a comienzos del siglo XIX.

Maistre, un Voltaire al revés, defensor de la tradición católica, chantre del papa y de la Providencia, aunque, como Voltaire, escritor de pura raza, y como él espíritu agudo, no niega del todo que la Inquisición española fue un «horrible monumento». Pero cree que es posible introducir distinciones. «Todo lo que [este] tribunal presenta de severo y de espantoso, escribe, y sobre todo la pena de muerte, corresponde al gobierno […] Toda la clemencia, por el contrario, que desempeña un papel tan grande en el tribunal de la Inquisición, corresponde a la acción de la Iglesia». Maistre llega incluso a afirmar: «El tribunal de la Inquisición era puramente real».

Primero, un punto por esclarecer

En este punto, el heraldo de la tradición católica será apoyado, a mediados del siglo XIX, por uno de los maestros de la historiografía protestante: el alemán Léopold von Ranke, especialista en la historia de los papas y de la monarquía española. En su Princes et peuples de l’Europe du Sud aux XVIe et XVIIe siècles, escribe este luterano: «De los hechos se desprende […] que la Inquisición española era un tribunal real. Los inquisidores eran oficiales reales. Los reyes poseían el derecho a nombrarlos y a destituirlos. Entre los diferentes consejos que trabajaban en la corte, figuraba un Consejo de la Inquisición. Los tribunales de Inquisición estaban sometidos a inspecciones reales [...] Por último, todas las confiscaciones pronunciadas por este tribunal lo eran en beneficio del rey. Eran una fuente de ingresos para la Cámara real».

Ranke contradice, en este punto, al primer historiador, español, de la Inquisición, J. A. Llorente. Este, en su Historia crítica de la Inquisición en España, aparecida por primera vez en París y en lengua francesa en el año 1817, veía, por el contrario, en este Santo Oficio una usurpación llevada a cabo por el poder eclesiástico sobre el poder del Estado.

Llorente será seguido en este punto por los adversarios más resueltos de la Inquisición española, en especial por el católico Ludwig von Pastor, autor de una magna Historia de los Papas (1886-1933). Mientras que Ranke y Maistre recibirán la aprobación de su tesis regalista por otro católico, Karl-Josef von Hefele, autor de una no menos magna Histoire des conciles (1855-1874).

Más cerca de nosotros, el Dictionnaire de la foi chrétienne de los dominicos de París no se preocupa ni de las explicaciones ni de las constataciones que nosotros vamos a exponer. Para este diccionario, si bien la Inquisición medieval fue «creada por la Santa Sede», la Inquisición española no fue más que un «tribunal creado por los Reyes de España»13. Por consiguiente, era de exclusiva responsabilidad laica, y española, lo que en Francia presupone a menudo abominación, según un tenaz prejuicio, que es preciso tener en cuenta y del que sólo los progresos en el conocimiento del país español han contribuido poco a poco a liberarnos a los franceses.

Evidentemente, es importante esclarecer del todo este punto, antes de proseguir nuestra cosecha antológica de condenas y denuncias lanzadas contra el «sangriento tribunal». Y es que se trata de saber a quién se condena y denuncia, de hecho, a través de él.

Este esclarecimiento ha sido realizado recientemente, y de una manera que podemos considerar definitiva, por un maestro de la historiografía española, el padre capuchino Tarsicio de Azcona. Lo encontramos en su libro Isabel la Católica, estudio crítico de su vida y de su reinado (Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1964), una obra magnífica, con una documentación de archivos casi enteramente nueva, y de una objetividad excepcional14, un trabajo que goza de justa autoridad, pero que no ha sido traducido al francés.

Institución mixta Iglesia-Estado

En el capítulo VI de ese libro, «Unidad religiosa e Inquisición», analiza el padre Azcona, en primer lugar, de manera minuciosa, la prehistoria de la Inquisición española y la bula papal de 1478 que la fundó. Este análisis está apoyado en una masa de documentos inéditos extraídos por él de los archivos donde los encontró, tras una investigación de extraordinaria amplitud. A continuación, escribe: «Abandónese para siempre la teoría de quienes han pensado que se trata de un tribunal civil, que abusivamente ha traspasado la esfera religiosa; la teoría resulta lisonjera para quienes miran ante todo a defender airosamente la responsabilidad de la Iglesia; pero es inaceptable.

»Debe matizarse mucho la de quienes presentan la Inquisición española como puramente eclesiástica. La verdad es que se trata de una institución primigeniamente eclesiástica, creada por una bula pontificia y con fines religiosos, pero en la que se admitió una importante intervención de la autoridad civil, que por su parte la recibió como suya y declinó en ella su competencia. Por tanto, no andaría equivocado quien mirase a la Inquisición española en su realidad histórica como una institución mixta, a la que la Iglesia dotó de facultad para inquirir, juzgar y castigar la herejía y sobre la que el estado hizo recaer competencia para esas mismas funciones y para ejecutar las debidas penas.

»Desde otro punto de vista, la Inquisición española veía la luz con notas diferenciales y específicas que deben ser tenidas presentes, sobre todo para distinguirla de la medieval. Orillando la facultad nata de los obispos o sus delegados y remontando el procedimiento pontificio de nombrar sus inquisidores, por lo común en persona de religiosos dominicos, se dejaba la iniciativa en mano de los reyes, quienes elegirían y nombrarían los eclesiásticos a quienes el papa instituiría para los respectivos cargos»15.

Co-responsabilidad

En pocas palabras, la responsabilidad de lo que fue la Inquisición española recae, conjuntamente, sobre la Iglesia y sobre la monarquía española.

La responsabilidad de esta última, es cierto, parece más comprometida, práctica y operativamente, de manera más directa. Veremos incluso que la Inquisición fue utilizada, en ocasiones, para asuntos que nada tenían de religioso: contra los navarros partidarios de sus antiguos reyes franceses16, contra la autonomía aragonesa en el asunto Antonio Pérez17, etc.

Aunque, en compensación, veremos a la monarquía española abstenerse de intervenir, por lo general, en la represión puramente religiosa o pararreligiosa, desarrollada por los inquisidores nombrados por ella. En este ámbito, la Inquisición gozará de una libertad de acción casi total. En virtud de ello la responsabilidad de la Iglesia, al menos la de la Iglesia española (los inquisidores eran, en ocasiones, laicos tonsurados, o bien, y sobre todo, sacerdotes seculares o religiosos, al principio eran dominicos con frecuencia), no debe ser subestimada, aun cuando —o porque— Estado e Iglesia, tanto en los móviles como en las personas, formaban en realidad, en la España de entonces, un solo bloque.

A esto se añade que las particularidades de la Inquisición española señaladas por Azcona —la separación con respecto a la Iglesia diocesana y el distanciamiento de Roma— han sido más formales que reales. En primer lugar, sus inquisidores generales fueron casi siempre obispos o arzobispos de sedes diocesanas (de 46 lo fueron 37, correspondientes a 24 diócesis diferentes). Por otra parte, estos inquisidores generales fueron, en ocasiones, asimismo cardenales (lo fueron 10) y, de todos modos, Roma se encargará pronto, precisamente imponiendo contribuciones a las diócesis, del equilibrio del presupuesto inquisitorial español, tal como ya hemos señalado en nuestra introducción y detallaremos más adelante.

Una vez precisado esto, los memorialistas e historiadores, tanto católicos como protestantes o ateos, de fuera de España, aunque sin exceptuar a muchos españoles, se muestran prácticamente unánimes en condenar la Inquisición española a la execración. Y eso en todas las épocas.

Crueldad y estupidez

Así ocurrió con el duque de Saint-Simon, a comienzos del siglo XVIII. Era este católico ferviente, de los que acostumbran a retirarse a la Trapa. En 1721 fue embajador extraordinario de Francia en Madrid. Una estancia demasiado breve para poder clasificarle entre los verdaderos testigos, pero que le permite hablar de la Inquisición por lo que oyó decir a los adversarios españoles de esta.

Leemos en sus Memorias: «La Inquisición lo husmea todo, se alarma de todo, ejerce la represión sobre todo con una extrema atención y crueldad. Extingue toda instrucción, todo fruto del estudio, toda libertad de espíritu, hasta la más religiosa y la más comedida. Quiere reinar y dominar sobre los espíritus, quiere reinar y dominar sin medida, aún menos sin contradicción, e incluso sin quejas; quiere una obediencia ciega sin reflexionar ni razonar sobre nada, por consiguiente, aborrece toda luz, toda ciencia, todo uso del propio espíritu; no quiere más que la ignorancia, y la ignorancia más grosera; la estupidez en los cristianos es su cualidad favorita y la que se afana con más cuidado en establecer, por todas partes, como la más segura vía de salvación, como la más esencial, porque es el fundamento más sólido de su reinado y la tranquilidad de su dominación».

Este tipo de juicio sobre la Inquisición española está, desde esta época, tan bien anclado en Francia, que no admite contradicción. El mismo Saint-Simon cuenta a este respecto una historieta significativa. Un día, delante del mariscal d’Estrées, el padre Lallemand, uno de los jesuitas más brillantes de aquel tiempo, traductor de la Imitación de Jesucristo, «se puso a ensalzar a la Inquisición española y la necesidad de establecerla en Francia. El mariscal le dejó hablar durante cierto tiempo, después, cuando el fuego ya le subía al rostro, le respondió con aspereza a esta execrable propuesta y terminó por decirle que, a no ser por el respeto que le merecía la casa donde estaba [la abacial de Saint-Germain des Prés], le haría lanzar por la ventana»18.

Por esa misma época, un poco más tarde, Montesquieu, en su Espíritu de las leyes, aparecido en 1748 (libro XXV, capítulo XIII), afirma que la Inquisición española ha quemado a una judía por ser judía, y se indigna de ello.

Los espantosos «familiares»

Por esa misma época, un poco antes, el marqués de Villars, asimismo embajador en Madrid, de 1679 a 1681, traza en sus Mémoires de la cour d’Espagne el cuadro de lo que es la temible policía inquisitorial. Aun señalando que es difícil saber cuánta gente sirve en total a la Inquisición, precisa que esta dispone de más de 20.000 «familiares». Es decir, «espías repartidos por todas partes, a fin de advertir a la Inquisición de todo lo que sucede y ayudar a aprehender a los culpables».

En la descripción de España más difundida en el siglo XVIII, Les Délices de l’Espagne, y publicada en la Holanda protestante el año 1707 bajo el nombre de un tal Álvarez de Colmenar, probablemente mítico, figura una espantosa evocación de estos «familiares». En ella leemos que los familiares no están armados, pero que no lo necesitan, puesto que, en cuanto pronuncian las palabras: «En nombre de la Santa Inquisición», en ese mismo instante, como si un rayo hubiera aniquilado todo el mundo, el hombre interpelado se ve abandonado de padre, madre, parientes y amigos. Nadie se atreve a defender al desgraciado o a ayudarle, o a interceder por él. Y es que todos los que se arriesgaran a intentarlo se volverían por ello mismo sospechosos y, si incurrieran en la menor violencia, serían destinados por esa misma acción y sin apelación a la hoguera19.

Señalemos, para no tener que volver sobre esta denuncia de los «familiares» como bandada de espías que difunde el terror, que volveremos a encontrarla en nuestra época en los libros más serios. Así, en el libro de John Lynch, España bajo los Austrias (2 tomos, Edicions 62; Península, Barcelona 1991-1993), publicado en su versión inglesa original por Blackwell en Oxford el año 1964. Se trata de un libro presentado como un modelo de ciencia universitaria en la antología de apuntes de clase de Paul J. Hauben, profesor de la universidad del Pacífico en Stockton (California): The Spanish Inquisition, aparecida en Wiley de Londres y Nueva York, en 1969. Leemos en el tomo I: «Los ‘familiares’ formaban una especie de policía a disposición de la Inquisición y, aunque no estuvieran pagados, gozaban de variados privilegios y ventajas, que hacía de ellos una clase privilegiada».

Y el profesor de las universidades de Edimburgo y de Warwick, Henry Kamen, autor de la historia de la Inquisición española ya citada, no sin valor, precisa que «aún más grave» era el modo abusivo como estos familiares eran nombrados, «sin que se conservara huella alguna de su nombramiento»20, siendo que podían invocar los privilegios eclesiásticos de que gozaban.

Los «familiares» eran, pues, el medio exterior y, a menudo, secreto, mediante el que la Inquisición «lo husmea todo, ejerce la represión sobre todo», para emplear las fórmulas de Saint-Simon. Pero este añade, lo hemos visto, que esta: «extingue toda instrucción, toda libertad de espíritu, hasta la más religiosa y la más comedida, aborrece toda ciencia, no quiere más que la ignorancia más grosera».

La ignorancia como virtud

También en esto se ve confirmado Saint-Simon por algunos autores modernos. Así lo hace, por ejemplo, el editor español Ricardo Aguilera en su prefacio a la obra de Francisco Olmos, Cervantes en su época, fechada en Madrid, abril de 1968. En ella leemos: «El aislamiento de España impuesto por el prolongado mantenimiento del Tribunal de la Fe, cuyo marcado carácter social y político subyacía en la defensa de la unidad religiosa, ha frustrado los talentos españoles, los ha mantenido a todos dominados por el terror, ha mantenido la ignorancia como una virtud. Y solo aquellos que, además de un espíritu cultivado, poseían un temperamento audaz, se arriesgaron, con un éxito dudoso, por el camino de las reformas, de las ciencias, de las conquistas de ese progreso humano que se respiraba fuera de nuestras fronteras y del que ahora nos separa una irreparable distancia en el tiempo».

Persecuciones de escritores y de religiosos

La obra de Francisco Olmos, a cuyo prefacio corresponden las líneas que hemos transcrito más arriba, nos ofrece una serie de ejemplos de este oscurantismo de la Inquisición española: «En 1500 se celebró un auto de fe de libros, el primero que se hizo por orden de Cisneros [que será inquisidor general siete años más tarde], en él fueron destruidos, según los textos contemporáneos, más de un millón de volúmenes, entre ellos figuraban muchos de gran valor científico y humanista».

«En 1505, Nebrija [...], cuya gramática, publicada en 1492, había entusiasmado a la misma reina, a quien estaba dedicada, vio confiscados sus papeles por orden del inquisidor general Diego Deza. El pecado de Nebrija era haber confrontado la Vulgata con los textos hebreo y griego, y haber constatado que la versión latina del Nuevo Testamento contenía graves errores».

«En 1531, el padre Juan de Ávila, llamado el apóstol de Andalucía, beatificado más tarde, fue sometido a un proceso del Santo Oficio por un pretendido iluminismo luterano».

«El proceso de[l humanista erasmista] Vergara y su muerte en la hoguera inauguró una era de ‘barbarie’ por parte del Santo Oficio».

«En 1536 fue expurgada, por vez primera, una obra extraordinaria en la que palpita el espíritu del Renacimiento: la Celestina».

«En 1572 fueron encarcelados los tres profesores de la universidad de Salamanca: Grajal, Martínez y Fray Luis de León».

«En 1577 fue encerrada santa Teresa de Ávila en las cárceles de la Inquisición de Toledo. Ese mismo año sufrió san Juan de la Cruz un encarcelamiento semejante en las mismas prisiones».

«[En 1609] el padre jesuita Juan de Mariana [célebre historiador y economista] fue sometido a un proceso por haber defendido ideas personales sobre la moneda».

«Índices» de prohibiciones, inspecciones de librerías y de bibliotecas

Mas el oscurantismo de la Inquisición no se manifiesta sólo mediante represiones caso por caso. Ese oscurantismo se institucionaliza y generaliza mediante la publicación de Índices, que prohíben o someten a expurgación un número cada vez más considerable de obras españolas o extranjeras.

En 1549 se promulgó un primer edicto prohibiendo la lectura de cierta cantidad de obras. «En 1551», anota Olmos, «el inquisidor general Valdés redacta un catálogo de libros condenados». Un edicto del mismo estipula, como señala el padre De la Pinta Llorente21, que «este catálogo debe ser conservado so pena de excomunión mayor latae sententiae y amenaza a los transgresores con ser considerados como desobedientes y sospechosos a la fe».

En 1559 aparece el Índice del mismo inquisidor general Valdés, que modifica profundamente las condiciones de la vida espiritual española. Anula las dispensas de las prohibiciones de las que gozaban gran cantidad de teólogos y personalidades. La posesión de libros prohibidos es a partir de ahora un delito grave, que puede conducir a la pena de muerte. La importación de libros, sin previa autorización del rey, se vuelve también, como señala Marcel Bataillon, «un crimen que puede castigarse con la muerte y la confiscación de los bienes. [...] Los arzobispos, obispos y prelados quedan encargados de organizar, con ayuda del brazo secular, la inspección de las librerías y bibliotecas, públicas o privadas, eclesiásticas o seglares. [...] Las hogueras encendidas en Sevilla y en Valladolid dan gran fuerza a las nuevas prohibiciones»22.

En 1583, el Índice del inquisidor general Quiroga prohíbe en su segunda regla los libros de heresiarcas (cabezas de movimientos heréticos), aunque no traten ni de religión ni de costumbres. Y, en su tercera regla, los libros y obras de los otros herejes, si tratan de religión, y aun cuando no contengan errores. Por último, en su undécima regla, prohíbe todos los libros que no lleven nombre de autor y de impresor, ni lugar y fecha de impresión23.

En 1612, el Índice del inquisidor general Sandoval, aún más extenso y más severo, señala que cada día aparecen nuevos autores que, casi con más insolencia y furor que los anteriores, escriben para divulgar sus errores. La Orden a los libreros, corredores y vendedores de libros, que figura en él, les obliga «a llevar inventario o memorial de todos libros que tienen a su cargo24».

Tambores, timbales y música

Este dispositivo estaba reforzado por el sentido de la escenificación de que siempre han dado pruebas los inquisidores españoles. Como veremos en los autos de fe de personas condenadas, que precedían a las hogueras, «la publicación de los índices o catálogos estaba organizada a la manera de un espectáculo que se insertaba en los festejos ofrecidos al pueblo. A ellos asistían todas las autoridades religiosas y civiles, con sus altas jerarquías a la cabeza. El cortejo que recorría las calles, tras un pregón en el que sonaban tambores y timbales, desfilaba al son de la música. Y, en el sermón, que acompañaba la lectura de las reglas del Índice, se incitaba al público a la denuncia [de los contraventores] en nombre de la fe»25.

La represión intelectual ejercida por la Inquisición española no se limitó al siglo XVI y a comienzos del XVII, época, por otra parte, de las guerras de religión en Europa, que la hubieran hecho, si no justificable, sí al menos explicable. Prosiguió a lo largo de los siglos XVII y XVIII, e incluso al comienzo del XIX.

Los Índices no cesaron de ser actualizados y aumentados en numerosas ediciones. Así ocurrió en 1632 y en 1640, en que aparece el importantísimo Índice del inquisidor general Antonio de Sotomayor; en él quedan prohibidos especialmente los Ensayos de Montaigne. En 1667 se vuelve a publicar este Índice con complementos. En 1707 aparece el Índice del inquisidor general Diego Sarmiento. En 1747 ya se hacen necesarios dos voluminosos tomos para recoger el Índice del inquisidor general Francisco Pérez, que pronto se ve completado por edictos particulares, entre ellos el de 1756, donde se condenan setenta y cuatro obras, la mayoría francesas.

Por último, en 1790, aparece el Índice del inquisidor general Agustín Rubín, que también será completado en los años siguientes mediante edictos particulares. Entre los libros prohibidos en esta época, citados de manera desordenada, figuran el gran clásico español La Celestina, La riqueza de las naciones de Adam Smith, las obras completas de Voltaire y de Rousseau, el Informe en el expediente de Ley Agraria del ministro español Jovellanos, etc.

Contra las reformas políticas y sociales

Como se ve a través de algunos de estos títulos, los Índices se iban desplazando, de un modo cada vez más claro, desde el plano religioso a la oposición a los cambios, a las reformas en el ámbito político y social. Eso es lo que confirman, en la misma época, dos célebres represiones.

Nos referimos a la de Melchor de Macanaz, ministro de Felipe V, autor de un memorándum considerado como atentatorio contra los derechos de la Iglesia y del Papado, y contra la jurisdicción que ambos ejercían incluso en el campo temporal. Una vez condenado su memorándum por la Inquisición en 1714 y a pesar de la protección del rey, Macanaz fue exiliado.

Más típico aún es el caso de Pablo de Olavide, reformador de la enseñanza, que, como intendente de Andalucía, había emprendido la empresa de revitalizar Sierra Morena, que se había convertido en un desierto, mediante una colonización de mentalidad muy moderna. Como amigo de Voltaire, gran lector de los autores franceses e ingleses de entonces y espíritu muy libre, fue detenido por la Inquisición en 1776 y condenado en 1778, por herejía y ateísmo, a ocho años de reclusión en un monasterio. Por ventura, como señala la Grande Encyclopédie de los años 1900 en el artículo que le dedica, se evadió y pasó a Francia; donde fue recibido como un mártir de la intolerancia inquisitorial.

Causa suficiente de la decadencia española

Así se justifican los juicios de tres grandes historiadores recientes, que precisan el de Saint-Simon. El del francés Marcel Bataillon, que escribe: «Las prohibiciones del Índice hicieron desaparecer toda una floración de libros, de los cuales sólo conocemos unos cuantos privilegiados en ejemplares de soberana rareza»26. El del español Claudio Sánchez Albornoz, que añade: «La inquietud que suscitaba el miedo a una posible desviación del recto camino de la ortodoxia no pudo dejar de frustrar vocaciones y apagar entusiasmos. Y no dejó de contribuir al aislamiento cultural de los españoles, cosa que fosilizará la vida intelectual del país»27.

Por último, el americano Henry-Charles Lea, autor de la más voluminosa Historia de la Inquisición española publicada hasta ahora, va aún más lejos y ve en el oscurantismo del Santo Oficio la causa suficiente de la decadencia española. «Parece superfluo insistir, escribe, en el hecho de que un sistema de represión rigurosa del pensamiento, usando todos los medios de que disponía la Inquisición y el Estado, basta ampliamente para explicar la decadencia de la ciencia y de la literatura españolas»28.

Un crimen más grave, constitutivo: el racismo

Mas la Inquisición española no era sólo oscurantista. Para la historiografía dominante fuera de España, a este crimen había que añadirle otro igual de grave, más grave si cabe: el racismo. Puede decirse incluso que el racismo era en ella constitutivo, fundamental, mientras que el oscurantismo le vino, sobre todo, por desbordamiento y de rebote, tras la aparición de la Reforma y, más tarde, del librepensamiento.

En efecto, la bula Exigit sincerae devotionis, del 1 de noviembre de 1478, por la que el papa Sixto IV accede a la demanda presentada por los Reyes Católicos para instituir una Inquisición de dirección real en Castilla, se refiere, expresa y únicamente, al caso de los judíos conversos. Esos judíos que, tras ser bautizados, vuelven a menudo a sus ritos judaicos, lo que constituye un crimen de herejía según las decretales de Bonifacio VIII.

La bula Etsi Romani Pontificis, del 2 de agosto de 1483, lo confirma bajo la firma del mismo papa: la bula de 1478 ha sido concedida para la represión de los judaizantes, como pidieron expresamente los Reyes Católicos. Estos, facultados por ella, nombraron entre tanto en Sevilla a los primeros inquisidores.

Y está fuera de duda, hasta para los defensores de la Inquisición, que su represión apuntó en los primeros tiempos exclusivamente, y durante mucho tiempo en gran parte, a los conversos judaizantes, es decir, a los católicos que eran en todo o en parte de raza judía; y que se convirtieron, una parte de ellos, por necesidad, interés, o, en ocasiones, en virtud de una presión indirecta.

Algunos se creerán autorizados a señalar que, desde 1484, en las instrucciones publicadas por Torquemada, primer inquisidor general, se afirma así una discriminación apoyada en una base, efectivamente, racial29. Torquemada estipula, en efecto, que estará «prohibido a los hijos y a los nietos de los condenados [por la Inquisición] ocupar o poseer cargos o funciones públicas, recibir honores, acceder al sacerdocio, ser jueces, alcaldes, oficiales de policía, magistrados, jurados, interventores o inspectores de pesos y medidas, negociantes, notarios, escribientes públicos, abogados, escribanos, contables, tesoreros, médicos, cirujanos, comerciantes, corredores, cambistas, recaudadores de impuestos, arrendatarios de diezmos, así como ser titulares de cualquier otro empleo público».

«La Inquisición, señala Henry Kamen, desempeñó [desde entonces] un papel preponderante»30 en el vasto movimiento que arrastraba a España: el de los estatutos de «limpieza de sangre», encaminados a excluir de todo empleo público y de toda dignidad eclesiástica a los españoles que tuvieran ascendientes judíos (o musulmanes).

Pronto además, en el año 1492, serán expulsados, de la totalidad del suelo español, todos los judíos que no hayan optado por convertirse al cristianismo, de donde se originó un horrible éxodo. Estos judíos, se nos dice, no podrán llevar ni oro ni plata, y sus bienes caerán de hecho, casi gratuitamente, en manos de los no judíos.

Medidas antisemitas

Como se da una coincidencia próxima, en el tiempo, entre el establecimiento de la Inquisición contra los judíos conversos (los más numerosos), acusados de judaizar, y la expulsión de los judíos no convertidos, Henry Kamen se siente autorizado a escribir: «Los conversos y los judíos sufrieron juntos por razones que parecían ser religiosas, pero que, de hecho, eran esencialmente de orden racial y económico [...] Los conversos fueron eliminados mediante campañas sistemáticas desarrolladas so pretexto de ortodoxia, y su suerte era peor, porque habían recibido el bautismo. En nuestra mente debe permanecer ligado el destino de ambas comunidades, si queremos comprender la importancia de las medidas antisemitas adoptadas en el transcurso de este período. El número de refugiados que partieron hacia el extranjero era tan elevado que, por cada judaizante quemado en la pira, decenas y centenas lo eran en efigie porque habían huido»31.

Prefiguración del nazismo

También Pierre Guenoun, cinco años después de la publicación de la traducción francesa del libro de Kamen, considerando, en su Cervantès par lui-même, los estatutos de «limpieza de sangre» y la Inquisición, llega a una conclusión semejante: «Que [los] ‘nuevos cristianos’», nos dice, «[...] convertidos en católicos por obligación, en virtud de los decretos de unificación religiosa de Fernando de Aragón y de Isabel de Castilla, tanto si eran sinceramente adeptos a la religión del Estado, como si siguieron siendo, en secreto, fieles a la confesión de sus padres, convertidos por la fuerza, estaban englobados en el mismo odio. Un odio, por así decirlo, consustancial al credo inquisitorial»32.

Temiendo, sin duda, que el lector no haya comprendido bien, Guenoun, judío, llega a otorgar a la Inquisición española, a través de un salto por encima de medio milenio, una descendencia, esta vez en un país de predominancia protestante, propia para garantizarle una condena definitiva. En efecto, escribe que «el racismo inquisitorial, prefiguración del racismo a secas» tiene como «heredero directo el nacionalsocialismo», y que los hornos crematorios de este último son la «forma rediviva (résurrectionnelle) de las hogueras del Santo Oficio»33.

Pero es posible excusar estos excesos de pluma cuando traemos a la mente lo que escribía, ya en 1900, Salomon Reinach: «Para nuestros correligionarios, esta palabra [Inquisición], que les hizo temblar, significa los tormentos de los judíos españoles expirando en medio de las llamas antes que abandonar su fe»34.

Como la historiografía judía ha desempeñado un papel primordial en el estudio y la denuncia de la Inquisición, sus frecuentes y notables esfuerzos de objetividad (así en el caso de Salomon Reinach) han quedado como recubiertos y anulados por esta convicción fundamental de que hubo una persecución racial en primer lugar. Hasta tal punto que esta convicción ha pasado a formar parte de la cultura corriente de los países cristianos.

Así, se lee en el artículo «Saint-Office» del Grand Larousse encyclopédique (1964) que la Inquisición española «fue dirigida especialmente contra los judíos relapsos, los moros y los moriscos». De este modo, podemos encontrar en la pluma de una excelente medievalista francesa, pero cuyos conocimientos de archivista no se han extendido, manifiestamente, a los archivos españoles, una frase como esta: «En España se llegará incluso a servirse de la Inquisición contra los judíos o los moros, lo que equivalía a desviarla por completo de su objeto». Esta excelente medievalista es Régine Pernoud, y la frase está tomada de un libro suyo reciente, que es como el testamento de su vida de historiadora35.

Ahora bien, y esto es preciso subrayarlo, los judíos judaicos o los moros musulmanes, en cuanto tales, no tuvieron nada que ver con la Inquisición, que, como institución eclesiástica, no tenía poder más que sobre los bautizados. Por otra parte, muy pronto no hubo en España ni judíos judaicos ni moros musulmanes, porque tanto los unos como los otros fueron expulsados, obligados a marcharse o llamados a la conversión.

Un racismo motivado por la codicia

Mas, para la historiografía dominante, la Inquisición española todavía fue peor, si es que ello es posible. El racismo criminal de los religiosos inquisidores y de los Reyes Católicos, que los nombraron, fue un racismo bajamente interesado, un racismo motivado por la codicia.

Así, en el artículo «España» de la Enciclopedia judaica castellana, publicada en México entre 1945 y 1955, se lee que el verdadero objetivo de la Inquisición, el que en realidad determinó al rey Fernando, «uno de los monarcas más ávidos de oro», fue las brillantes perspectivas financieras que abría. «La Inquisición fue una organización de rapiña», instituida por los Reyes Católicos para «saquear cómodamente sus reinos»36.

La misma imputación se hace, si bien de manera más moderada, por M. L. Margolis y A. Marx en su Historia del pueblo judío, publicada en lengua inglesa, traducida al español en Buenos Aires el año 1945, y al francés en Ginebra y París (Payot) ya el año 1930. Leemos en ella: «La preocupación por la unidad nacional, la piedad eclesiástica y el deseo de un mayor enriquecimiento fueron los motivos por los cuales la pareja real permitió que se instaurara la Inquisición en sus Estados, dirigida de manera principal contra los neocristianos, a quienes los fanáticos dominicos presentaban como sospechosos de ser relapsos y que, cuando fueran condenados, podrían ser privados de sus bienes por el procedimiento de la confiscación real»37.

De hecho, el hereje era castigado por la Inquisición española no sólo en su persona, sino también en sus bienes, que primero eran secuestrados y, más tarde, después del juicio, confiscados. Esto se hacía efectivo, se afirma, tanto si el hereje era «relajado» al brazo secular, esto es, quemado, como si era «reconciliado» con la Iglesia al precio de penas menores. Pierre Dominique38 sostiene incluso que los herejes no escapaban a la confiscación ni siquiera denunciándose espontáneamente durante los treinta o cuarenta días abiertos por el «edicto de gracia». Edicto que promulgaban los inquisidores, antes de iniciar sus procedimientos, en una región y en una época determinadas.

En principio, todos los bienes confiscados debían ir a parar a la corona. Y, de hecho, así era en gran parte, después de haber servido para financiar las actividades de la misma Inquisición.

Millones de ducados

Según el americano Lea39, los Reyes Católicos habrían obtenido de las confiscaciones no menos de diez millones de ducados antes de 1492. Y, como indica el británico Henry Kamen, los salarios de los inquisidores eran «deducidos, de hecho, de las multas y las confiscaciones, lo que tendía a aumentar el celo del tribunal para extorsionar con multas y confiscar bienes, para mayor inquietud de aquellos que, en el transcurso de los primeros años de existencia del tribunal, habían pedido a la corona que pagara a los inquisidores un salario oficial, en vez de autorizarlos a deducir sus sueldos del producto de las confiscaciones»40.