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En una Inglaterra convencional y puritana, el escándalo y la polémica acompañaron a la novela desde su publicación en Florencia en 1928. Una mujer aristócrata, de vida refinada, casada con un noble lisiado de guerra, inicia una relación sexual con un guardabosques, sin educación, cuya vida se mueve por energías primarias e instintivas. No sólo el tratar el sexo explícitamente supondría una reacción muy negativa por parte de la censura, sino también el hecho de que el autor planteara abiertamente, como en muchas otras de sus obras, el "problema" que supone atreverse a romper las barreras de clase por parte de una mujer.
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Seitenzahl: 889
Veröffentlichungsjahr: 2016
D. H. LAWRENCE
El amante de Lady Chatterley
Edición y traducción deMaría Isabel Porcel García
INTRODUCCIÓN
Más allá de D. H. Lawrence y su «edad esencialmente trágica»: Ave Fénix del Modernismo hasta nuestros días
D. H. Lawrence: cuerpo versus mente en El amante de Lady Chatterley
D. H. Lawrence y su contexto
«Con ella llegó el escándalo»: El amante de Lady Chatterley
Trauma y Modernismo
El sexo por el sexo: retrato del artista en su madurez
La naturaleza
D. H. Lawrence y lo erótico
Traducciones de El amante de Lady Chatterley
Adaptaciones de El amante de Lady Chatterley
Adaptaciones al cine y televisión
Adaptaciones radiofónicas
Adaptaciones teatrales
Novelas basadas en El amante de Lady Chatterley
Ediciones inglesas de Lady Chatterley’s Lover
Esta edición
Bibliografía
EL AMANTE DE LADY CHATTERLEY
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
CRÉDITOS
Una mujer tiene que vivir su vida o se arrepentirá de no haberla vivido.
El amante de Lady Chatterley (cap. 7)
A mi hijo Elías, luz de mi vida.
Como D. H. Lawrence (1885-1930) a través de su rotunda voz narradora al principio de su novela El amante de Lady Chatterley, cuya acción transcurre entre 1922 y 1924(publicada en 1928), «nos negamos a tomarnos trágicamente nuestra edad». Y es con esta motivadora invitación para afrontar obstáculos con la que debemos o deberíamos abordar el futuro, aun a pesar de que sobren motivos para una posible falta de fe en el devenir o «muchos cielos se hayan derrumbado sobre nosotros»1. Existe en el comienzo de dicho discurso narrativo de esta novela un guiño irónico a los lectores para que las generaciones futuras y esa «nueva raza» de hombres y mujeres, concebida idealmente por el artista en su obra, tras el desánimo general de la Primera Guerra Mundial, descarten esa posible actitud negativa o desesperanzada propia de tales circunstancias. Pero aquel optimismo soterrado y casi burlesco del narrador podría valer, tanto entonces, como hoy en día, cuando también nos hallamos, en cierto modo, dados los conflictos entre naciones y las crisis europeas que siguen perdurando, bajo nuevas formas quizás, «entre otras ruinas»2.
A nuestro modo de ver, ambas épocas —la presente y aquella— confluyen y comparten ciertas similitudes. Para posicionarnos de tal modo en esta lectura más diáfana de D. H. Lawrence que tratamos de desplazar hasta nuestros días como estrategia para acercar también al público general a su emblemática y ambivalente figura de nuevo, aplicamos esa visión de la unidad del tiempo propia de la filosofía de Henri Bergson3 que adoptaron los artistas modernistas en sus obras, tratando de descifrar y representar la realidad desde una perspectiva fragmentada y siempre en movimiento percibida desde el interior. Se concibe, por parte del artífice modernista, la recreación en la obra literaria de una realidad distorsionada y totalizadora a la vez, en la que existe el concepto de la unidad del tiempo y el espacio para describir la complejidad del mundo moderno4. Todos estos movimientos filosóficos y vanguardistas surgen como respuesta a un contexto histórico y social desgarrador —la Primera Guerra Mundial (1914-1918)— que devastó a Europa5, y el cual, aunque desde el nuevo milenio parezca distante, comparte con esta época el mismo superficial y engañoso bienestar material, junto con tremendos desajustes sociales6. Todo este marco constituye una contradicción propia de la era industrial y moderna sobre la que el autor expuso sus ideas, tanto en la ficción, como en sus ensayos, casi profetizando nuestro presente. Una época que todo lo cubrió de falsos brillos progresistas, pero que aún no ha logrado, ni siquiera hoy, ocultar ni erradicar la miseria ni la injusticia o las desigualdades sociales. Estas diferencias de clase fueron objeto de representación en sus novelas, por parte del escritor de Nottingham, quien quizás, por su origen proletario, se sentía más sensibilizado por aquellas y las plasmó en sus obras a través de los contrastes brutales que se daban entre las diferentes esferas sociales7. Esa «adoración» (por usar el término laurentiano) a lo material, propia de la era capitalista, mecanizada-industrializada y que el autor reflejaba en los conflictos emocionales de los personajes de diferentes clases sociales y género de sus novelas (como en Hijos y amantes, El arco iris, Mujeres enamoradas) y muy especialmente en la que nos ocupa, guarda, no obstante, a nuestro modo de ver, ciertos paralelismos, repeticiones, ecos y «augurios de males apocalípticos» que tienen que ver, de alguna manera, con los males del presente de la globalización capitalista y de la era digitalizada y tecnológica. Parece que de un ciclo que vuelve se tratara.
Por otra parte, para interrelacionar o contrastar estos distintos periodos, nos basamos también en subrayar ese rasgo tan destacado de la personalidad de D. H. Lawrence, como es su yo mesiánico y profético, que es como el propio artista se veía a sí mismo, para predecir males futuros sociales que, a nuestro modo de ver, se dan sobradamente en nuestro actual mundo: por ejemplo, por citar alguno, el distanciamiento del hombre moderno de la naturaleza. Este hecho le llevará a su destrucción y aniquilación, si no se remedia con estrategias medioambientales adecuadas. Ese don profético del autor, que es ya un lugar común destacado en sus múltiples biografías, forma parte de un componente religioso heredado de su educación protestante congregacionista y metodista en su comunidad minera al norte de Inglaterra, que se rebelaba o reinterpretaba otras posiciones protestantes como la supremacía del dogma de la oficial Iglesia anglicana. Los artistas y filósofos de principios del siglo XX, siguiendo las corrientes propias de culto a la naturaleza del romanticismo alemán, inglés y francés, nos advertían entonces de las consecuencias de los cambios que afectaban a su propio entorno, voces heredadas desde los poetas William Blake, W. Wordsworth o T. S. Coleridge con sus textos simbólicos y de carácter trascendentalista en la línea de la obra ensayística norteamericana Walden; o La Vida en el Bosque8(1854)de Henry David Thoreau (1817-1862), donde, como en El amante de Lady Chatterley, la vida en el bosque en solitario constituye una filosofía de vida propia para construir y redimir el espíritu. Aquellos maestros, a los que podríamos considerar como los precursores del actual ecologismo, al igual que D. H. Lawrence inspirados por la Biblia y una educación religiosa, donde la naturaleza jugaba un papel primordial al estar en contacto con ella en el día a día, con el entorno natural que se estaba transformando con la revolución industrial, desarrollaron actitudes visionarias contra las consecuencias irreparables del progreso, el cual siempre ha sido un arma de doble filo. Aquella revolución industrial que, poco a poco, ha ido incluso arrasando los propios bosques y paisajes de aquella mítica Inglaterra amada y denostada por Lawrence en su despiadada evolución nos ha llevado hasta la actual sociedad de la llamada globalización: informatizada, dominada también por las máquinas y las telecomunicaciones. Una globalización que, en su intento de homogeneizar la singular identidad de los pueblos, parece un reflejo magnificado de aquella era industrial que intelectuales de entonces profetizaban y que tiene su traducción en nuestra dependencia de lo mecánico y tecnológico. Al mismo tiempo, tal progreso ha traído consigo aquella misma sensación de incertidumbre y falta de certeza de los cambios de siglos, que nos separa, quizás, del lado más humano de nuestra condición.
La humanidad es hoy más que nunca, y lo será, dependiente de las máquinas9 y de lo tecnológico, así como de energías que dependen a su vez de aquellas (el petróleo, la electricidad) y que terminarán por agotarse, extraídas al fin y al cabo de esa «Madre Tierra» que para Lawrence adquiere un valor primordial y simbólico en su obra, en la presencia reveladora de la naturaleza frente a personajes que debaten sobre los cambios sociales, políticos, de género, artísticos en conversaciones que terminan en el vacío de un lenguaje que no comunica realmente, como el que utiliza Sir Clifford con su esposa Constance. Lawrence en esta novela construye su personal canto de defensa a la naturaleza y a la maternidad y se nos recuerda así que recursos tan importantes son estos últimos (la electricidad o el petróleo) hoy, como en su día lo fuera el carbón en la historia industrial y supremacía económica de Inglaterra en su expansión y decadencia como Imperio británico. Este hecho cultural y social, en su relación con el individuo y cómo le afecta, es lo que está tan presente en la expresión del carácter de las relaciones interpersonales descritas en Hijos y amantes, El arco iris, Mujeres enamoradas y en El amante de Lady Chatterley10.
También hoy Europa vuelve a sufrir importantes crisis humanitarias, difíciles de afrontar, como consecuencia de conflictos entre los países árabes, por ejemplo, que parecían que nunca tendrían consecuencias para el resto del llamado mundo occidental. Una lucha que se remonta a intereses del pasado en políticas imperialistas, al poder y expansión del Imperio británico y otomano en el siglo XIX y principios del siglo XX y al interés de Europa por aquel y viceversa. En definitiva, todas las guerras se parecen y las imágenes que contemplamos hoy en directo a través de los medios o de Internet, cruelmente reales que no metáforas, parecen contribuir a la proliferación de la alienación indiferente de las conciencias en su ya casi diaria contemplación, habiéndose convertido desgraciadamente en cotidianas, pero a las que esperemos no nos acostumbremos nunca. La imagen es hoy la gran tirana: lo visual ha desbancado el poder de la palabra y, quizás, debamos invitar a retomarla a través de obras como la que nos ocupa aquí. Los artistas modernistas llamaban precisamente la atención sobre esa alienación o alejamiento del hombre moderno de la realidad, a través de la descripción de una sintomatología que desvelaba una parálisis de los sentidos en la construcción de la identidad individual reivindicada también por los románticos y que llevaba al embrutecimiento y adormecimiento de la conciencia y de los mismos sentidos: una alienación o aletargamiento del ser que se repite, al más puro estilo becketiano también hoy. Parece como si tuviéramos la impresión de que muchas de las situaciones políticas y sociales de crisis que sufre Europa no fueran más que acciones metamorfoseadas, bajo nuevos estilos, en una repetición continua y absurda del «primer acto» que fue la construcción de una Europa a principios del siglo XX, siempre en pos de un poder colosal que, en sus tiempos de auge, vuelve a caer al vacío y a tiempos de crisis en este nuevo milenio. Un movimiento cíclico y repetitivo de acciones que solo ayudan a ocupar el tiempo y el espacio de la humanidad, pero que no llevan a ningún sitio o al mismo sitio: un ritmo vital al que asistimos hoy de nuevo ante la crisis humanitaria y económica que sacude a Europa y que nos recuerda el mito de Sísifo, al que aludía Albert Camus en su espléndido ensayo asociado al teatro del absurdo, para explicar el vacío existencial, por usar la metáfora de la obra de teatro por excelencia sobre este tema y el sinsentido de la vida, como lo es Esperando a Godot (1953). Un drama que sintetiza de nuevo, después del trauma de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), a través de sus recursos minimalistas de lenguaje y escenificación de estética teatral japonesa (el teatro Nō), también otras épocas anteriores de desesperanza en Europa, como lo fue el trauma de la Primera Guerra Mundial que los personajes de Elamante de Lady Chatterley sufren, cada uno a su manera, desde su género y clase social.
Y quizás, si pensamos en El amante de Lady Chatterley, lo único que parece ofrecer —según el autor— un cierto espacio de esperanza y renovación ante este horror más «conradiano» es el retiro en el bosque que llevan a cabo Lady Chatterley y su amante y el compartir la ternura, el gozo y la calidez de otro cuerpo y otra mente en armonía con la naturaleza: nuestra gran amante olvidada.
Esas imágenes atroces de refugiados de guerra en busca de asilo, contempladas hoy en las televisiones o en las redes, nos recuerdan y remiten igualmente a aquel pasado de visiones apocalípticas de hordas humanas perdidas y deambulantes por Europa tras las llamadas grandes guerras europeas del siglo XX11, huyendo de los ejércitos totalitarios enemigos. Realidades que entonces fueron vividas por la población europea sometida y utilizadas como imágenes literarias o constructs por los artistas modernistas o de vanguardias, para ilustrar la desolación humana o los bombardeos12 y que tenía su equivalente alegórico en esa imaginería literaria de representaciones infernales de sequía espiritual y esterilidad. Todo esto se construye alegóricamente y en fragmentos, en el que nos sigue pareciendo uno de los poemas más enigmáticos nunca creados, muy a pesar de la proliferante crítica que existe sobre este y que, a nuestro modo de ver, debe releerse hoy teniendo más en cuenta la importancia de lo femenino en esta composición de tonos casi bíblicos de T. S. Eliot, de influencia simbolista, traducida al español como La tierra yerma o La tierra baldía (1922)13. Esta aproximación feminista reivindica la influencia que compañeras de hombres artistas tuvieron sobre ellos: por ejemplo, la primera esposa de T. S. Eliot, Vivienne Haigh-Wood, una personalidad femenina velada, como tantas otras, por sus compañeros creadores, y que hoy desde la crítica de género tratamos, al menos, de focalizar para futuros estudios.
Esta anterior perspectiva de género puede igualmente aplicarse de nuevo como estrategia o perspectiva para esta relectura de El amante de Lady Chatterley, donde en este caso, como en el anterior, es nuestra intención también apuntar a la relación e importancia de la figura un tanto olvidada que resulta tan clave para comprender la personalidad y obra de D. H. Lawrence, como lo fue su esposa, Frieda Lawrence (1879-1966)14. Deseamos iluminar aquí su figura para estudiar y releer esta sugerente novela desde un posicionamiento más feminista en relación al tiempo actual, destacando a la compañera que permaneció en la sombra y que, como tantas otras partners de afamados artistas en distintas áreas artísticas, tanto contribuyeron a la génesis de sus obras más aclamadas, sin que se les reconociera justamente su contribución a estas en el momento de su creación. Es esta, sin duda, una nueva vía a explorar para los estudios de crítica literaria de género, así como de genética.
Por otra parte, aquella incertidumbre y sentido de pérdida descritos en la literatura modernista, acerca del estado de ánimo pesimista de principios del siglo XX, amenazado por la guerra, fue heredado además culturalmente de las actitudes y el contexto finisecular de cambio de finales del siglo XIX, por el desconcierto del tránsito a otra era (el llamado Fin de Siècle, con su decadentismo estético y gusto por el exotismo oriental y lo francés, entre otras posiciones más «modernas»). Encontramos ese pesimismo grisáceo en el lamento del emblemático poema de finales del siglo XIX «Dover Beach», de Matthew Arnold, donde la voz poética se lamenta de la falta de fe del mundo moderno, oscilante su miseria humana como las mareas en el mar del estrecho de Dover que separa la costa inglesa del continente europeo, y que un día, sin embargo, arropó como un cinto a la tierra. Se lamenta aquella voz poética, dirigiéndose quizás a un ser amado y aferrándose a este como único bastión de esperanza, como podríamos hacerlo hoy, del oscurantismo ignorante del mundo moderno: un mundo que está privado de la fe espiritual, donde combaten ejércitos que destruyen en la noche de sus ciegos fanatismos incluso a sus propios hermanos, a combatientes del mismo bando. ¿Acaso no es aún aquella voz válida para nuestra absurda contemporaneidad de violencias o imprevisibles terrorismos ciegos y guerras entre hermanos? ¿Acaso quizás también en este icónico poema, como también ocurre en El amante de Lady Chatterley, tan solo quede, al fin y al cabo, la esperanza algo naïve del amor cercano —el sexo con ternura que Lawrence propone— como único destino, más o menos seguro, para combatir y soportar la miseria y la inconmensurable soledad y vacío de la humanidad?
D. H. Lawrence con su mujer, Frieda Lawrence.
También los modernistas heredaron el agnosticismo de Thomas Hardy, al que tanto admiraba el propio D. H. Lawrence y al que le dedicó estudios y ensayos15. Recordemos aquel dudar constante e hipotético de un dios imaginado en sus poemas, como en «Hap», y el naturalismo trágico de sus novelas, donde los personajes cuestionan la fe impuesta16 o se ven determinados por un destino que no pueden controlar. Autores realistas y naturalistas que cuestionaron el papel de la fe religiosa agotada frente a los cambios industriales y los avances científicos y tecnológicos del siglo XIX influyeron en la retórica ambivalente, contradictoria y algo negativa de principios del siglo XX, al menos en ciertos discursos de autores modernistas, como el mismo Lawrence, entre otros17. Aquella actitud de desconfianza y falta de certeza ante la realidad parece repetirse en cierto modo también en la dicción literaria y espiritual del mundo actual, en una literatura que vuelve a hacer hincapié en la soledad del hombre y la mujer moderna en las urbes, como por ejemplo Paul Auster, por citar nuestro Premio Príncipe de Asturias de las Artes, con su Trilogía de Nueva York, en Norteamérica, o el mismo Ian McEwan, heredero de esa pesadumbre de los efectos de la Primera Guerra Mundial en su novela Expiación. También la ficción actual (principalmente de ciencia ficción) presenta un gusto por describir amenazas de posibles guerras nucleares o catástrofes apocalípticas en filmes de estética oscura y submundos enfrentados, con matices heredados, asimismo, de la literatura gótica en lengua inglesa de finales del siglo XVIII y del XIX, que fascina a los lectores juveniles del presente, a partir del éxito de Harry Potter y otros títulos que han ido sumándose a este género literario juvenil. La Historia —esa Historia con mayúsculas recontada por los triunfadores imperialistas y cargada de falacias que se repite una y otra vez, definida como «una pesadilla» de la que Stephen Dedalus trata de despertarse en Ulises (1922) de James Joyce— se caracteriza por cíclicas mareas de quietud y conflictos que vuelven una y otra vez. Esta se representa como los flujos de la(s) conciencia(s) interior(es) descrita(s) en su ritmo en la representación literaria de las mentes oscilantes, traumatizadas y fragmentadas de los personajes de otra obra maestra del modernismo inglés, Las olas de Virginia Woolf18. Consecuentemente, tal y como sentencia el comienzo de la novela que consideramos aquí, parece como si el ciclo volviera de nuevo y «el cataclismo ya ha ocurrido». Pero aun así, la calidez y ternura desprendida de los cuerpos abrazados y el deseo de los amantes —tal y como se expone en esta novela— aliviará y rodeará la tierra, al igual que aquel cinturón de fe del poema de Arnold, «Dover Beach», que la abrazaba reconfortándola, en la antigüedad de otras civilizaciones que lo centraban todo en la fe y esperanza predicada por la religión.
Percibimos, aun a pesar de la aparente frivolidad temática que una novela como El amante de Lady Chatterley pueda tener, un marco para su historia de pasión y amor, que era absolutamente trágico y un tanto parecido ante el convulsionado devenir de esta nueva Europa del nuevo milenio, también acosada y amenazada ahora por nuevos fantasmas de falta de certeza por el futuro, por ejemplo, donde refugiados de guerras de los países árabes huyen de sus países enfrentados hasta la Europa «soñada». Existen hoy, como en la pre Primera Guerra Mundial europea, conflictos políticos de fronteras, amenazas terroristas de enemigos imprevisibles e invisibles, de radicales en nombre de la religión, lo que hace que, de nuevo, Europa se vea tambaleada en su estabilidad: esa Europa, al fin y al cabo proyectada e idealizada por el mismo deseo imperialista francés en su figura de Napoleón Bonaparte y sus guerras napoleónicas (18 de mayo de 1803-20 de noviembre de 1815) que antes también convulsionaron la paz europea en la lucha de los imperios por el poder económico y político, se repite hoy en sus crisis.
Por otra parte, existe hoy en día también una vuelta a la erradicación de libertades que se creían haber ganado, por ejemplo en relación a las mujeres (Ley del aborto, por citar algún caso, en España, por ejemplo, que aún debe revisarse. También las leyes de concepción artificial o reproducción asistida o maternidad subrogadas o leyes de adopción, distintas en diferentes países del mundo), mientras que la explotación laboral y el trabajo en condiciones precarias sigue siendo un hecho, así como el paro laboral derivado de la crisis económica que de nuevo conlleva a la emigración y otros problemas sociales primordiales que no se han resuelto tampoco ni en el marco común europeo o en países asiáticos, árabes, africanos o en la diáspora del continente americano en nuestro milenio. Lo que subrayamos es que es precisamente en estos contextos de crisis o guerras, que creíamos descartados y que no son más que la herencia de aquellos mismos conflictos no del todo resueltos de Europa, cuando la literatura con algún componente erótico parece precisamente tener más éxito, quizás también como medida de evasión. Esto se da tanto entre lectores masculinos como femeninos y de cualquier condición social y cultural. La literatura es un medio para igualar las conciencias y aliviar el sufrimiento de estas a través de la imaginación que nos lleva a los «paraísos artificiales» de la ficción. Aunque tampoco debemos olvidar el carácter didáctico y moral de la obra de arte. Y la literatura que siempre se ocupa, bajo diferentes discursos, de las dificultades de la compleja naturaleza de las relaciones interpersonales entre el hombre y la mujer es siempre un tema de máxima atracción, incluso hoy en día, heredando este interés también la cultura posmoderna y la estética de lo absurdo19. De ahí que subrayemos desde esta introducción la vigencia de la obra de este autor modernista por excelencia, más allá de la polémica sobre lo explícito de lo sexual o erótico en algunas de sus más ilustres novelas, como El arco iris, Mujeres enamoradas, Hijos y amantes o esta narrativa que nos ocupa. Bien es cierto que el autor y su obra han llamado más la atención del curioso público lector general y también académico por ese ingrediente más «picante», por renombrarlo de algún modo más informal. Establecemos esos paralelismos o aproximaciones propias de la crítica de la literatura comparada, pues nos gustaría que un clásico tantas veces traducido al español y a otras lenguas, y tan estudiado como este, tenga sentido para los lectores presentes de nuevo, no solo en relación al mundo académico y la crítica literaria. Es nuestra intención destacar esta obra para que no se la considere tan solo en base a su propio contexto cultural, sino que, también, desde esta introducción intentamos, sobre todo, que ofrezca a los lectores y a las lectoras del presente motivaciones que les hagan plantearse cuestiones y preguntas aún por resolver, en nuestra opinión, acerca de la verdadera esencia de la relación hombre-mujer. Y, especialmente, las cuestiones que tienen que ver con el género, las clases sociales y sus diferencias, el concepto de raza, el medioambiente y sobre todo el sexo —en este caso el sexo entre un hombre y una mujer— y sus manifestaciones o interpretaciones, que siguen siendo asuntos de debate en nuestra sociedad. De ahí esta introducción que ofrecemos como una invitación a la (re)lectura de esta novela tan polémica y a una revalorización de su autor, estableciendo conexiones con la actualidad, más que la repetición o resumen de estudios que nos parecen que ya se han realizado en este sentido sobradamente con respecto a este autor20. Es nuestra intención con nuestra traducción desempolvar la obra de viejos clichés e ideas preconcebidas sobre ella, acercándola a temas que siguen siendo objeto de interés en nuestro presente y que van más allá de lo puramente anecdótico sobre el uso de términos más o menos indecorosos, las célebres palabras de cuatro letras, cunt («coño»), fuck («follar»), entre otras, por las que la novela fue censurada, las cuales, aunque hayan podido perder el poder de provocación que parecían tener en el pasado, se han desvirtuado además por su ya más que sobreuso, pero que, aun así, han de ser considerados en El amante de Lady Chatterley en relación al contexto cultural de la obra, que siempre merece tenerse en cuenta, aunque ya hoy nada parezca que pueda llegar a escandalizarnos quizás. Y, aunque creamos que hoy en día —cuando no existe ya la censura, al menos en España21— todo está superado, la polémica sigue servida con respecto a esta novela que no dejará de nuevo indiferente a ninguna generación ni a los nuevos lectores y lectoras de esta era.
Por otra parte, no podemos eludir el hecho de que Lawrence en la cultura popular es sin duda un autor muy relevante, más que por ninguno de sus otros escritos, por esta novela, que como el Ulises (1922)de James Joyce, muchos conocen sin duda de nombre, se refieren a ella(s), para bien o para mal, encumbrándola(s) o denostándola(s), tanto en contextos generales como académicos, pero que no siempre se ha(n) logrado leer realmente hasta el final, quizás más bien por prejuicios o complejos recursos estilísticos literarios y alusiones que terminan, en definitiva, por aburrir al lector medio. Esta(s) obra(s), sin la guía de la crítica literaria, resulta(n) un tanto más difícil(es), en nuestra opinión, y sin esa ayuda como apoyo extratextual resulta(n), cada una en su género y estilo, y por distintas razones, una(s) odisea(s) de proporciones casi homérica(s)22. Admitamos que las razones que en ocasiones han motivado a los lectores medios a emprender lecturas a modo de periplos de obras clásicas complejas como aquella o esta narrativa modernista aparentemente más sencilla y polémica que nos ocupa se han debido, en cierto modo, más a su curiosidad por su componente más o menos controvertido, en relación al tratamiento de temas que aún siguen teniendo algo de «tabú», como el sexo, lo erótico, la pasión, el cuerpo o lo escatológico. Ese acercamiento a estas novelas desde la cultura popular es también el que nos interesa desde la crítica de la recepción. Y este volumen se dirige también a la comunidad lectora general, que lee principalmente por placer, lejos de necesidades académicas, aunque las razones para la lectura son sin duda innumerables23. Pero no podemos evitar mencionar que esa lectura también ha sido consecuencia de la mitificación que envuelve a estas obras y que el interés de los lectores y lectoras se aleja de la curiosidad por los virtuosismos propiamente lingüísticos, estilísticos o literarios de los que se ocupa más la crítica académica y el profesorado universitario en sus publicaciones. Quizás la clave para abordar a estos ya clásicos textos modernistas (Lady Chatterley o Ulises, entre otros) desde una visión más espontánea y refrescante sea intentar adaptarlos o conectarlos con nuestro presente, procurando destacar esas cuestiones siempre universales que atraen no solo al mundo académico, sino al público lector general de distintas esferas: el amor, el sexo, la pasión24. Y, sobre todo, enfatizaremos que ambas novelas comparten como uno de sus mayores atractivos, a nuestro modo de ver, la presencia de una mujer (irónicamente velada en el caso de Ulises, ya desde su propio título),que tiene como contrapunto siempre su eterna «Penélope»/«Molly Bloom»; del mismo modo, el título de esta novela de D. H. Lawrence enfatiza el rol masculino desde el principio: Elamante de..., aunque ocultando aquí el nombre propio del varón, mientras que se informa ya desde el mismo título acerca de la clase social alta de la mujer, frente al supuesto referente anónimo del nombre propio del hombre, lo que también lingüísticamente nos indica que existe una diferencia de clase social entre los personajes, y diferencia de clase y amor están tradicionalmente reñidos para la consecución de la felicidad en la tradición literaria, aunque el superarla es ya parte del conflicto a resolver. Es precisamente una sociedad que se considera moderna, como la modernista, la que se hace eco en este subversivo texto narrativo de las posibilidades de vencer tal obstáculo, por parte de los personajes, por encima de cualquier otro, desarrollando el proceso que llevan a cabo estos para consumar una unión física, emocional y social cuyo lazo primordial es la pasión, el sexo y el amor. Es en este trío de ingredientes mostrados sin tapujos donde radica la modernidad y la universalidad de esta novela, al tiempo que refleja en el comportamiento y representación de estas relaciones furtivas y prohibidas un cierto «idealismo» que es más social y político que «romántico», pues la unión ilícita se da además entre personajes de diferente clase social: existe en el texto, en cierto modo, un discurso de igualdad y de carácter ecológico que subyace bajo su aparente frivolidad de historia de amor apasionado y erótico. De este modo, Constance, la aristócrata «rebelde» («Lady Chatterley»), es un poco también como «Molly Bloom/Penélope», la esposa de Leopold Bloom, en Ulises. Ambas mujeres, iconos eróticos, se convierten en eje, cuerpo y epicentro de la construcción formal y temática de la narración.
Se sabe que las referencias explícitas a la funcionalidad de lo físico en el cuerpo del ser humano y su percepción a través de la mente fueron puntos propios del interés que la narrativa modernista tuvo por la representación de lo propiamente corpóreo, junto con la expresión de la conciencia o lo mental —quizás cuando esta división es un tanto errónea, si tenemos en cuenta la obviedad de que el cerebro es el órgano motor del cuerpo y los avances presentes científicos de la neurociencia, la neuroquímica o neuropsicología, cada vez más prolíficos en el siglo XXI, demuestran que mente (cerebro) y cuerpo son uno, explicándose ya los sentimientos y las emociones desde una perspectiva científica y biológica—. El propio D. H. Lawrence mostró gran interés en la psicología y en la obra y la figura de Sigmund Freud y el psiquiatra Carl Jung, eminentes científicos en el inicio y desarrollo pionero de los estudios en psicología y psiquiatría en la Viena finisecular y de principios del siglo XX, junto con la figura tan emblemática de la primera mujer investigadora en psicoanálisis, Sabina Spielrein, velada, como otras injustamente en la historia, en sus propias teorías y tesis sobre el principio del yo, en relación al sexo y la muerte, por sus afamados colegas psiquiatras. Estos referentes imprescindibles del psicoanálisis pueden ayudarnos, a través de sus estudios pioneros en psiquiatría y teorías psicoanalíticas, a entender la cuestión del sexo tan primordial en Lady Chatterley, remitiéndonos a sus obras y fascinantes personalidades para comprender la naturaleza del propio acto sexual o coito, como un modo de intentar, según explica Sabina Spielrein, combatir así la muerte a través del instinto reproductor que tal acto tiene como fin en realidad y no tanto como de búsqueda de placer, sino más bien como un acto que conlleva dolor físico y emocional y que nos acerca a nuestra efímera condición vital25. De hecho, a pesar de la insistencia de las descripciones explícitas de los encuentros eróticos-sexuales entre la aristócrata y el guardabosque que en un principio parecen tener solo la búsqueda del placer y del gozo, aquellos derivarán en la finalidad más primitiva: la reproducción y concepción del hijo, como símbolo de renovación de la humanidad. Una imagen que constituye un valor muy apreciado en la estética modernista.
Según nuestra opinión, la obra de D. H. Lawrence se presta, por los temas que abarca, a interpretaciones de crítica psicoanalítica, desde una perspectiva como la anterior, debido a la presentación de la naturaleza contradictoria de las relaciones interpersonales (relación hombre-mujer) (relación mujer-mujer) (relación hombre-hombre) que aborda. Por ejemplo, también debe considerarse el interés del propio autor por este campo, como se manifiesta en sus escritos Psychoanalysis and the Unconscious (Psicoanálisis y el Inconsciente) y Fantasia of the Unconscious (Fantasía del Inconsciente), de 1921 y 1922, respectivamente. Su crítica al excesivo interés en lo mental a principios del siglo XX fue lo que le llevó, en parte, a escribir esta novela donde el cuerpo es centro de atención: el artista intentaba mostrar al cuerpo humano como el verdadero protagonista y epicentro de la historia y el medio físico a través del cual realmente se comunican los seres humanos, como respuesta al culto a la mente del momento, por la influencia de las teorías psicoanalíticas y jungianas que dominaban las arenas intelectuales de finales y principios del siglo XX en Europa y que constituyeron la base del desarrollo de esta ciencia en el futuro hasta nuestros días. Esa preocupación por lo emocional y lo físico al mismo tiempo, aunque haya un mayor énfasis en la representación del cuerpo, tal y como hemos mencionado anteriormente, quedó expuesta por tanto en esta controvertida novela que fue prohibida, censurada y enjuiciada en su día por lo explícito de sus referencias al sexo y al cuerpo, y hasta muy recientemente en algunos países como Australia o Japón. Otra novela del momento que sufrió también la censura por los mismos motivos fue el propio Ulises (1922) en Estados Unidos, considerándola(s) obscena(s) o pornográfica(s). Hoy esto puede resultarnos irrisorio, porque creemos que todas las barreras contra las libertades se han aniquilado y que los lectores y lectoras, tanto académicos como generales, ya no tienen prejuicios de ningún tipo, sin que existan trabas de censura a la hora de publicar. Pero, desde nuestra perspectiva como lectora en femenino, somos conscientes de que esta nueva lectura que ofrecemos de Elamante de Lady Chatterley en torno a esa iniciática apertura hacia la representación del sexo explícitamente, en conjunción con el sentimiento o lo afectivo, así como las cuestiones de clase, pueda quizás, incluso hoy, sorprender al lector medio.
También puede resultar algo chocante lo explícito en cuanto a las alusiones al sexo, para quien se acerque por primera vez, por ejemplo, a esta novela, por lo que intentamos invitar a los lectores y lectoras a detenerse en la concepción de la mujer, por parte del autor, como el centro mismo de la historia. Y, precisamente por ello, quizás aún en nuestros días, los temas y las formas literarias empleadas en la novela pueden provocar múltiples reacciones o respuestas, pues el mundo multicultural, multirreligioso, multirreferencial y multirracial que se predica, y del que se presume tanto en todos los ámbitos, no sea en realidad tan receptivo ciertamente, desde algunos ámbitos, cuando se tocan a fondo cuestiones que tienen que ver con el género, ya que el papel de la mujer es aún tema conflictivo de debate en la cultura contemporánea26. Quizás la dimensión de este texto con respecto al rol de la mujer en lo sexual, emocional y social en su relación con los hombres y la preocupación que, en cierto modo, D. H. Lawrence sentía por esta, en relación a la cada vez mayor «debilitación» de lo masculino, según sus observaciones, conecte la novela con este espinoso tema de la igualdad, donde hoy también el hombre se siente como amenazado por los avances de la mujer. La novela es mucho más que el debate erótico: va mucho más lejos que el juicio al que se vio sometida en 196027 por «amoral», por su contenido y referencias sexuales explícitas, cuando la editorial Penguin decidió publicarla en Inglaterra a pesar de seguir prohibida, aunque desde 1929 circulaba de incógnito una edición privada realizada por Inky Stephensen en Mandrake Press.
Nos gustaría también destacar en relación a la anterior argumentación que, al hacer crítica literaria, quizás siempre tendemos a referirnos solo a los receptores occidentales o europeos (principalmente crítica anglosajona, francesa o norteamericana), sin tener en cuenta que la comunidad lectora es simplemente universal. Tendemos a ignorar que incluso hoy en día este texto podría «escandalizar» también a ciertos receptores, por razones ideológicas, culturales o religiosas de otras culturas, incluso hispanoparlantes en comunidades más conservadoras. De modo que tenemos muy presente que debemos tener en cuenta que no toda la comunidad lectora, según la recepción de las obras, puede reaccionar del mismo modo ante estos textos que ya vienen cargados de una tradición controvertida, por su elemento erótico implícito y explícito, pero también por la cuestión de las diferencias de clase y la explotación de las clases más bajas por el capitalismo industrial. Y, en ciertas culturas orientales, esta obra incluso podría llegar a prohibirse o censurarse28. De ahí la ironía, la parodia o el sentido del humor que subyace, en nuestra opinión, en el inicio aparentemente tan solemne y casi filosófico de El amante de Lady Chatterley, cuando vamos a enfrentarnos a una lectura que, como en la novela Ulises del artista dublinés, trata en definitiva de la recreación de un adulterio más, como ocurre en muchas de las grandes obras de la literatura universal y que, en definitiva, será la excusa para abordar temas colaterales de carácter social, político, racial o religioso. También el artista va a experimentar con diversas formas estilísticas que conllevaron una revolución artística tan impactante como lo fueron el modernismo o Art Nouveau y las vanguardias del siglo XX. Lady Chatterley, auguramos, y su amante, quien es además de clase social inferior, darán aún mucho que hablar o escribir.
Como en la mitología clásica, en esta novela que nos ocupa, el adulterio o la mujer no convencional será la causa detonante de un conflicto, como lo fuera la mítica y hermosa Helena y la guerra de Troya, por remitirnos a algún ejemplo del pasado ancestral. Un adulterio que, en las artes o en las referencias mitológicas, religiosas y antropológicas, mayoritariamente es cometido casi siempre por una mujer, lo que no deja de conectarla de nuevo con la tradición literaria clásica grecorromana, pero también con la Biblia y con Eva, la primera mujer y la madre de la humanidad (hecha del hombre, en su etimología del término en anglosajón «wo-man»), como causante del pecado y responsable de la caída del hombre en el paraíso y de su expulsión, en un rol o estereotipo que, como siempre, remite a la mujer a un papel clásico y casi mítico, de traidora o causante de las miserias de toda la humanidad y que, por encima de todo, se relaciona con el Mal29. El personaje de Lady Chatterley es, a nuestro modo de ver, tan atractivo, sin duda, porque representa, al igual que Molly Bloom, el estereotipo de la adúltera por excelencia, y es una especie de Eva, la madre primitiva libre y salvaje en el paraíso del bosque de Eastwood de Nottinghamshire, pero diferente de otros estereotipos femeninos literarios más trágicos o urbanos, como la aristocrática suicida Anna Karénina de L. Tolstói o la provinciana burguesa y soñadora Emma Bovary (también suicida) de Gustave Flaubert, representadas como seductoras victimizadas en definitiva por sus sueños de felicidad imposible. Unas aspiraciones que serán destruidas o bien por sus opresores, o por sus frívolos amantes. En oposición a estas últimas, destacamos a Constance Chatterley, que representa a la mujer adúltera moderna aristócrata, pero de espíritu liberal, alegre y no victimizada, y que tampoco se siente culpable de sus actos, sino que actúa en consecuencia a sus deseos físicos y emocionales, sin buscar en realidad el «Santo Grial» de la felicidad, como las anteriores, lo que las transforma en representaciones femeninas que llegan incluso a ser grotescas o ridículas. Lawrence, no obstante, representa a la mujer moderna a través de su personaje de Constance (el alter ego de su esposa, Frieda), a diferencia de otros modos de conducta femeninos descritos por autores masculinos de fuertes convicciones religiosas, como los anteriores, que trataban de enseñar lo que la mujer no debía hacer para preservar la armonía moral en la sociedad. Constance, con la ayuda de Mellors, logra frente a la indiferencia de su anterior amante ante su cuerpo y sus emociones desinhibirse en su fase final de aprendizaje sobre el sexo y su cuerpo con el guardabosque, hasta alcanzar la plenitud de un orgasmo con él, que es más una metáfora de realización plena emocional que el clímax del coito: en su descripción, casi resulta un orgasmo «cósmico» y «acuático-marino», si se permite la metáfora. Constance, en esta caracterización más diáfana y telúrica de lo femenino, nos recuerda también a una ninfa o a una diosa mitológica del bosque y, como mujer real, se ha librado mayoritariamente de un aspecto que, a nuestro modo de ver, añade un rasgo diferente a la caracterización anterior de personajes femeninos «infieles» más masoquistas, en cierto modo: el sentido de culpa por encima de cualquier otro y el papel tradicional de la mujer caracterizada siempre como víctima que otros personajes de su condición y género tienen, quizás más aquellas condicionadas por el peso de la religión o las normas sociales de la época, en la Rusia imperialista o en el ambiente provinciano de la Francia católica y burguesa del siglo XIX. Un sentido de culpa y de rechazo social que lleva a la mujer a una búsqueda incesante del amante ideal y que en el fracaso la conducirá al aislamiento, a la alienación, a la depresión y, en consecuencia, al suicidio, visto por los autores precedentes como el único camino de liberación para ellas, como forma, en definitiva, de autocastigo y redención por el sentido de «pecadora-transgresora» con el que se las juzga desde el patriarcado, sintiéndose lapidadas por una sociedad que les da la espalda.
En este sentido, Lady Chatterley es, por antonomasia, con respecto a otros modelos de «adulterio femenino», una mujer completamente libre que representa el ideal de la mujer moderna de principios del siglo XX. Es una especie de continuación de la Nora de Ibsen, de Casa de muñecas, evolucionando hasta alcanzar su propia realización física y emocional, a pesar de su condición de «medio-aristócrata» (al casarse con Lord Chatterley). Intentará traspasar las barreras con las que se encontrará: no sabremos nunca si en realidad su divorcio se llevará a cabo y podrá finalmente reunirse con Mellors en el «paraíso» rural donde él también queda a la espera de su propio divorcio de su infernal primera esposa, que nos recuerda a la fogosa Bertha (con quien comparte nombre propio) de la novela Jane Eyre de Charlotte Brontë. Constance es una mujer que ha escogido su propio camino con autodeterminación y confianza, después de su peregrinaje de aprendizaje con amantes varios y su marido lisiado e impotente que no puede satisfacerla en ningún sentido. Es más fresca su caracterización y natural, frente a otras heroínas más atormentadas cuyos amores no se atrevieron quizás, como ella lo hace con Mellors, a seguir con «constancia» en su escalada de pasión amorosa sin límites, a expensas de correr ciertos riesgos de exclusión social. No obstante, a diferencia de otros personajes femeninos de clásicos universales como las anteriores novelas, Constance tiene la suerte de encontrarse con un hombre que la corresponde en sus deseos en igualdad emocional y física: esta quizás sea la clave del éxito del tándem hombre-mujer. Representa a un personaje femenino de clase alta que, por encima de todo, sigue siendo y es moral, en su supuesta «amoralidad» (con respecto al código social), al abandonar, al fin y al cabo, a un marido «desvalido», si atendemos a las demandas de conducta sociales o morales, no solo de la época, sino de cualquier momento, pero que intenta tras varias actitudes contradictorias vivir en la verdad de sus sentimientos, sin el peso de la religión. Una mujer que, al igual que hizo Frieda Lawrence en su relación con D. H. Lawrence, separándose de su primer esposo (amigo de Lawrence) y de sus hijos, no duda en romper con toda clase de barreras sociales y personales para realizarse como mujer plenamente y vivir un estilo de vida más liberal. Ambas se vieron sometidas a chantajes emocionales y sociales por parte de sus respectivos maridos. D. H. Lawrence le rinde homenaje a Frieda (aristócrata también frente a Lawrence, de origen humilde) con esta novela, mostrando la valentía de la mujer moderna que se atreverá a romper la barrera de las diferencias de clase e incluso de raza, a nuestro modo de ver, en el intento de descubrir, por encima de todo, lo que sigue siendo, en cierto modo, un tema tan relevante en la construcción de la identidad personal y que incluso se niega en ciertas culturas para la mujer: su propia sexualidad. Un aspecto que en las anteriores novelas decimonónicas no se había tratado tan explícitamente en la caracterización de sus personajes femeninos protagonistas. El que es, a nuestro modo de ver, el tema principal de la novela —la libertad del ser humano— no deja ni dejará nunca de fascinar a los lectores y lectoras, ya que la libertad es siempre un camino que a todos y a todas nos queda, de un modo u otro, por recorrer30.
En cuanto al contexto de D. H. Lawrence y su novela, debemos aludir a aquella llamada edad dorada de la década de los años veinte en la que tiene lugar parte de la historia de Elamante de Lady Chatterley, en su retrato sardónico y agridulce de ese lado aristocrático inglés reflejado en pedantes charlas intelectuales en las que se ven envueltos sus protagonistas y que tan magistralmente tienen su presencia en la novela. Diálogos que nos recuerdan el gusto de Lawrence por el género dramático, por ejemplo, siendo este no tan conocido ni estudiado por parte de la crítica en su producción literaria. Describe en esta novela ese gusto por el «hablar por hablar» de las clases altas intelectuales (el «arte de la conversación», como lo llamaba Oscar Wilde) y que Constance llegará a odiar por su vacío. Leemos diálogos, en cierto modo, cargados de silencio, vacuos por lo intelectual y abstracto de sus referencias: Sir Clifford siempre habla con citas y alusiones a obras literarias que producen rechazo en Constance. Esto mismo ocurre entre los personajes de El arco iris o en Mujeres enamoradas o en Lady Chatterley, principalmente entre los bien formados personajes de clases altas e intelectuales, frente a las clases más inferiores que parecen comportarse de acuerdo a sus instintos naturales.También el escritor, él mismo viajero infatigable, se ocupa deesa recreación de las costumbres sociales de las clases altas y acomodadas en sus viajes un tanto decadentes por ese llamado «Gran Tour de Europa», que realizaban a modo de ritos iniciáticos al conocimiento, o como entretenimiento de lujo y placer, por Suiza y la Venecia del Lido, por ejemplo, tan bien retratada en El amante de Lady Chatterley: un viaje también interno, muy revelador para la propia Constance en su progresión psicológica y física en esta novela, una vez que conoce su embarazo, alejada de la Inglaterra clasista y de la mansión que la oprime, para reafirmar su posición frente a su amante y su futuro con este, y para afrontar su próxima maternidad, aunque también con un doble juego de estrategia, considerando la posibilidad de atribuir la paternidad al pintor. Nada hay absolutamente puro en la caracterización de los personajes en las novelas modernistas: en esto heredan el realismo y naturalismo de la narrativa del siglo XIX. Nos encontramos con personajes que se debaten entre sus dudas y contradicciones humanas, para conciliar lo personal, pero teniendo también en cuenta la reconciliación con lo social para poder subsistir. Existe la utopía por parte de los personajes de la novela de huir de las normas e imposiciones sociales, pero al confrontarse ideal y realidad, en cierto modo, los personajes fracasan. Aunque en El amante de Lady Chatterley este destino final casi utópico, propio de las fábulas y del mundo del romance medieval, es velado o no revelado, como parte del misterio que envuelve la naturaleza, en cierto modo romántica, de relaciones conflictivas.
Por otra parte, D. H. Lawrence es maestro en describir reuniones de salón de caballeros dandies en la mansión de los Chatterley, con mujeres aristocráticas expuestas casi como objetos de decoración en el telón de fondo, a modo de adornos, por una parte, y como catalizadoras de las opiniones intelectuales de un discurso vacío por parte de los hombres, como Clifford y el dramaturgo, primer amante, tan insatisfactorio, de Constance y sus amigos, que tratan de las relaciones interpersonales en una sociedad viciada. Y, por otra parte, nos encontramos también en esta novela con descripciones de entornos de clases obreras —el proletariado más sometido de las cuencas mineras— así como icónicas caracterizaciones de personajes rurales, al más puro estilo costumbrista de las novelas de Thomas Hardy que tanto admiraba el propio D. H. Lawrence. También en sus caracterizaciones de sirvientes como la señora Bolton (la enfermera que cuidará a Sir Clifford, antítesis y complemento de la propia Constance), encontramos reminiscencias de la época precedente: los personajes grotescos del victorianismo de Charles Dickens o los personajes femeninos de las novelas rurales de George Eliot, como Middlemarch, reproduciendo esa otra Inglaterra grisácea, sórdida, inerte, pasiva, rural, alienada, chismosa, aquí en su versión minera, con las descripciones de los habitantes de las llamadas Midlands y esa recreación del ambiente casi infernal de aquellos pueblos negros de hollín, aislados del resto del mundo, frente a la pulcritud de las mansiones señoriales. Esta tierra y su población, hasta muy recientemente, fueron profundamente heridas por los cambios sociales y políticos, por ejemplo, en el tratamiento del carbón en las minas (uno de los principales recursos económicos de Inglaterra a lo largo de los siglos), como consecuencia de la revolución industrial del siglo XIX. La novela se hace eco de las crisis económicas y la gran guerra (1914-1918) que golpeó brutalmente el equilibrio social y económico del Imperio británico, lo que, de un modo u otro, también tambaleó la conciencia individual de mujeres y hombres de todas las clases sociales que intentaban adaptarse, tras los traumas sufridos, a la modernidad y a los nuevos avances industriales, frente a discursos patriarcales y opresivos. La Primera Guerra Mundial trajo esa parálisis colectiva que representa Sir Clifford, con su impotencia y esterilidad física, mental y emocional.
De modo que aquel tiempo tan paradójico llenó a la vez de color y tonos dorados también los posteriores llamados locos años veinte, con un espíritu y tono casi esquizoide de falsos frenesíes, espejismos, jazz,flappers y «mujeres modernas», herederas del movimiento feminista de las llamadas «New Woman» («Nueva Mujer o Mujer Moderna») del «Votes for Women» («El Voto para la mujer»), que convivía junto a apesadumbrados paisajes urbanos y rurales, proletarios escenarios de claroscuros en esa deprimida y falsamente optimista conciencia colectiva europea y norteamericana. Una sociedad que se basaba en el culto al dinero y al bienestar, en el comienzo de la era industrial capitalista, cuando precisamente las diferencias más se pronunciaban. Una sociedad que como la presente (o como casi todas ya) adora, por encima de todo, el dinero: «la diosa perra del dinero», en palabras del narrador en tercera persona de Lawrence en esta novela que nos ocupa, como mal endémico de la condición humana y del capitalismo más exacerbado y arrollador que podría llevar a la destrucción de las razas y de la propia tierra y que sigue su devastadora cosecha en la crisis económica mundial a partir del año 2000. D. H. Lawrence en su faceta más socialista, en su juventud, describía ese estamento social y político que desde sus estratos más altos explotaba a las clases más inferiores en la minería, por ejemplo, en Inglaterra, al tiempo que las clases explotadas estaban alienadas en la realidad más sórdida, cada una por su parte, y que nos muestra en su novela Hijos y amantes. Aquí, no obstante, parece conjugar o aunar las dos clases sociales enfrentadas, para mostrarlas sin pudor. Esa apatía o parálisis de las clases menos privilegiadas también la enfatiza D. H. Lawrence, como James Joyce lo hizo en sus relatos de Dublineses, como sintomatología de la conciencia humana alienada que puede llegar a verse esclavizada, víctima de la parálisis espiritual, por la infernal maquinaria del dinero que todo lo subyuga y corrompe (como lo muestran también los cuentos del dublinés, aludiendo al «pecado» de la «simonía», que, de un modo u otro, envuelve la naturaleza mediocre y paralizada de la mayoría de las acciones de los personajes de los relatos).
Ambos autores muestran el peso que en la individualidad anulada del ser humano tienen las instituciones de la Iglesia (la católica, en el caso de Irlanda), el imperialismo británico y sus efectos en lo social y en lo individual (sea cual sea); otras formas de opresión, tanto para James Joyce como para D. H. Lawrence, son también los lazos de la familia, el trabajo por el trabajo para que ganen dinero las clases explotadoras, sin que los protagonistas de aquellos relatos o los mismos personajes de Lawrence en sus novelas logren alcanzar, en definitiva, a pesar de dialécticas aparentemente innovadoras, semirrevolucionarias, su plenitud y libertad personal. Unos, por el poder hipnotizador de los fastos de fiestas que disfrazaban con sus brillos sinuosos más que nunca las diferencias de clase y raza (aquellos «golden twenties» evocados en el fabuloso mundo del misterioso Gran Gatsby de F. S. Fitzgerald y el jazz), y otros, alienados por el trabajo, la explotación laboral, las desigualdades sociales o el desamor. Y toda esta dislocación estaba regida por el dinero, como maestro de ceremonias y objeto de culto. Es esta alienación y parálisis de espíritu reformista en la clase trabajadora lo que Lawrence aborrecía y lo que muestra en esta novela, en cierto modo, al describirnos las Midlands de los años veinte como un desolador paraje donde imperan las clases aristocráticas que también verán desaparecer poco a poco en la historia de la Inglaterra más idealizada la belleza de sus mansiones y su paisaje: una actitud también ambivalente en D. H. Lawrence. Parece que el autor aborreciera —a través del discurso de Mellors, el guardabosque/antiguo militar y semiintelectual— a su propia clase, por su posible inercia mental y alienación de la realidad. También rechaza la clase obrera por consentir, por otro lado, su explotación por parte de la clase dominante, tal y como muestra en la representación de la apatía de las clases explotadas mineras en El amante de Lady Chatterley. Pero la sociedad de los años posteriores a la gran guerra europea, como hoy, estaba en realidad teñida de incertidumbre, podredumbre junto a aparente bienestar material, esterilidad física y mental y, sobre todo, llena de esa sensación de vacío, tal y como describe D. H. Lawrence a través de los personajes de distintos estratos en su Lady Chatterley, en las tierras de las Midlands del norte de Inglaterra, donde cohabitaban mansiones señoriales como Wragby (prontas a ser extinguidas por el capitalismo que al mismo tiempo destruye los elementos culturales propios de cada país) y pueblos mineros, con sus respectivos sistemas de «castas» occidentales de señores, sirvientes y formas de esclavitud modernas, heredadas de la era medieval o de la revolución industrial, entre otras. Todas ellas hoy en día podrían muy bien traducirse en otras formas de divisiones sociales y nuevas formas de esclavitud o explotación laboral tanto en Europa como en países emergentes en Oriente en la construcción de nuevos imperios, por ejemplo, por citar paralelismos. Todo ello es lo que ha contribuido a que nuevas formas de reacciones políticas se hayan manifestado de nuevo en la construcción de esta nueva Unión Europea. Y es por ello que casi resulta cómico o burlesco que tales males sociales, aún no eliminados en el mundo en nuestros días, propongan ser abordados en el pasado de una manera tan ingenua, en cierto modo, por parte de esa voz narradora profética en D. H. Lawrence, en su momento, al finalizar la Primera Guerra Mundial, en esta novela llamada erótica. Una voz narradora que, en ocasiones, parece el estilo indirecto de la conciencia liberadora de una mujer: Constance, la aristócrata rebelde y moderna que intentará llevar a la práctica su propia política de guerra de sexos y clase en el intento de regenerar la humanidad, a través de su relación con un guardabosque y el nacimiento del hijo o la hija de ambos, como símbolo de regeneración de la raza y la clase.
En Elamante de Lady Chatterley, el personaje masculino del guardabosqueMellors (uno de los alter ego del autor) propone erradicar a través de esa especie de «amor libre total» en la naturaleza entre Lady Chatterley y él mismo como amantes ese apego desenfrenado y ofensivo del hombre moderno a lo material y a la tradición victoriana de las clases altas, representada a través de la caracterización de su rival y opuesto, Sir Clifford, el esposo lisiado de Constance. Vemos en este su «doble» complementario que representa mucho más que el mítico marido «engañado» y víctima de su esposa. En nuestra opinión, ambos personajes masculinos que se erigen en la base de los vértices del triángulo amoroso donde la mujer es el centro al que se dirigen están construidos a través del esquema binario de opuestos dobles y complementarios tan recurrentes en la técnica de caracterización de personajes en el discurso literario de distintos géneros y épocas para representar la búsqueda o realización plena de la propia identidad31 de los protagonistas. Es un esquema dual muy recurrente que simula el juego de espejos, donde se refleja la proyección del «yo» desde diferentes perspectivas. Por ello nos atrevemos a argumentar que Clifford y Mellors podrían ser incluso «medio hermanos»: una insinuación de subtexto velada que quizás inconscientemente introdujo casi subliminalmente el propio autor y que tiene su presencia en la novela, aunque no expuesta abiertamente, aunque sí insinuada por las conversaciones de los personajes y las posibles interrelaciones de presencias casi fantasmales y de sombras que también quedan sin resolver a un primer nivel, siendo este un método propio del modernismo. Parece que existiera una infrahistoria en esta novela, un misterio que envuelve la verdadera identidad de los personajes, como ocurre en Dublineses. De ahí podría proceder también la «tolerancia» de Clifford al insistir e insinuarle a su esposa en los primeros capítulos que debe encontrar un hombre adecuado para que le dé el hijo que no puede tener con él. Quizás Clifford no sea tan «inocente» como aparenta. Tampoco nos parece que sea del todo, como tradicionalmente lo presenta la crítica, ese marido engañado, impotente y paralizado de piernas para abajo, como consecuencia de su herida de guerra, a quien su mujer simplemente abandona por un hombre de condición social inferior que además trabaja para él: quizás él mismo haya «planeado o empujado» perversamente con sus mezquinas y taimadas conversaciones de supuesta liberalidad, tolerancia, modernidad y generosidad a Constance a adentrarse en ese nuevo camino de autoconocimiento que elegirá en la creencia de alcanzar quizás una libertad que del todo muy probablemente ni siquiera llegue, pues Clifford se encargará de retenerla. En el supuesto de que Clifford conociera o intuyera, de algún modo, el posible parentesco velado, nadie mejor que su propio hermano (Mellors) para seguir perpetuando la raza y, de este modo, el niño que nacería sería su propio sobrino, sangre de su sangre. ¿Cómo si no puede interpretarse tanta tolerancia? Esta tesis podría muy bien defenderse con un análisis exhaustivo del texto, a nivel lingüístico y temático, que no es el objetivo de esta introducción, pero que apuntamos como una original vía de consideración, puesto que desde el principio insistimos en ofrecer un nuevo acercamiento a la novela, en la que los cuatros personajes protagonistas forman un auténtico cuarteto. Pues nunca debemos olvidar que el final de la novela es totalmente abierto. Tan abierto como lo pueda ser el mítico «yes» final de Molly Bloom en el capítulo 18, el final de ese «yes» sin punto de Ulises. Ese vacío de respuestas definitivas forma parte también de la estética propia del Modernismo, y volvemos a hallarla en esta novela que se cierra con una carta de Mellors dirigida a Constance.
Constance, por su parte, es un posible objeto e instrumento para Sir Clifford, su calculador esposo aristocrático, que la pretende manipular para sus propios intereses y supervivencia, considerando a Mellors, quizás, como un posible varón o modelo de «Hombre Nuevo» a quien le interesa tener cerca en su propiedad: de hecho, cuando la verdad acerca de la relación extramarital se revela, parece como si a nadie en realidad le sorprendiera del todo este hecho, ni la circunstancia de que se trate de este sirviente en cuestión. Tampoco la señora Bolton, la enfermera que cuida a Clifford —contratada personalmente por Constance para aliviar su propia tarea de cuidados con su esposo— y que también representa la figura opuesta y dual de Lady Chatterley, parece del todo demasiado sorprendida, aunque siempre sospechara algo acerca de los extraños paseos y ausencias de Milady al bosque. Según esta aproximación, Mellors podría ser muy bien el medio hermano, fruto de alguna posible relación del padre aristocrático de Clifford con la madre del propio guardabosque, por lo que se repite el esquema clásico de unión de las razas y diferentes clases sociales, así como ese viejo patrón del aristócrata que tiene una relación extramarital con una mujer de clase inferior (sirvienta), con quien tiene un hijo ilegítimo que continúa su presencia en el mismo entorno de Wragby y quien luego a la vez en el ciclo de reproducción y perpetuación de la clase tendrá a su vez su propio hijo con la señora. El esquema se repetiría de este modo igualmente en el caso de Constance, que tendrá un hijo ilegítimo con Mellors que representa la esperanza de renovación del hombre moderno: una idea constante en la estética modernista, pero que analizada resulta de lo más vulgar, grotesca y caricaturesca, pero a la que se le da una dimensión casi mítica.
