El amigo malaspina - Andreu Martín - E-Book

El amigo malaspina E-Book

Andreu Martín

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Beschreibung

Una manera ideal de combinar las aventuras de sabor más clásico con la didáctica de la historia. Andreu Martín, maestro tanto del género negro como del juvenil, nos lleva a acompañar al explorador Alejandro Malaspina a través de las mil aventuras por las que transcurre su vida. Del desembarco de Argel a las travesías por el Pacífico, del asedio de Gibraltar a las expediciones por la costa de América, este relato nos hará vivir la historia en primera persona.-

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Andreu Martín

El amigo malaspina

 

Saga

El amigo malaspina

 

Copyright © 1994, 2022 Andreu Martín and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726962505

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Este libro debe estar dedicado, y lo está, a todos aquellos que lo han hecho posible con su ayuda, sus consejos y su aliento.

Y mencionaré especialmente a Pedro Tabernero, que me dio a conocer la figura fascinante de Alessandro Malaspina.

A José Muñoz, que dibujó un excelente Malaspina en cómic, con el guión que dio origen a esta novela, y que puso en los ojos de Anabel de Mondragón esa chispa de locura que la hace tan seductora.

A Mercedes Palau, que me aconsejó sobre la bibliografía.

A Dario Manfredi, director del Centro Alessandro Malaspina de Mulazzo, que me contó lo que nadie más que él sabe.

Y a María fosé Gómez Navarro, que me ayudó a perfilar el Madrid dieciochesco.

Y, naturalmente, a Rosa María, que siempre está a mi lado y de mi parte.

1

En la guerra como en la guerra

1

España. 1798.

Oscuridad.

Un vertiginoso abismo de negrura. Una tiniebla espesa que parece pegarse al fondo de los ojos.

Un silencio ensordecedor.

El olfato ya es insensible al hedor de la paja que, empapada de orines y excrementos, alfombra el suelo.

Poco a poco, el oído empieza a percibir rumores remotos e imprecisos. El gorgoteo de algún manantial cercano, tal vez.

De pronto, un movimiento pequeño y furtivo. Patitas minúsculas arañando la piedra. Y un chillido puntiagudo, como de bruja convertida en rata. Son ratas. Y el sonido cercano, al rebotar en las paredes, sugiere que la estancia es pequeña y desprovista de muebles ni ornamentación alguna.

Estamos en un calabozo.

Los ojos se han ido habituando a la oscuridad y ahora ya vemos casi un punto de luz en una pared. Un punto de luz y unos barrotes.

Por allí entra el grito sorprendente.

—¡Otis!

Las ratas, alborotadas, corretean y hacen iiik iiik.

—¡Qué!

La voz ronca denota aburrimiento, pero la prontitud de la respuesta delata la necesidad que tenía el interpelado de escuchar la llamada. Sabe lo que le van a pedir y estaba deseando que se lo pidieran.

—¡Otis!

Son otros reclusos. O tal vez carceleros.

—¡Qué!

Su gesto de impaciencia provoca el tintineo de una cadena. Al otro lado de la puerta coronada por el ventanuco enrejado, hay un pasillo lóbrego y sucio. Al fondo, una gran reja limita la celda común donde se hacinan diez o doce birrias mugrientas, desdentadas, depauperadas.

Son esas birrias las que gritan.

—¡Cuéntanos cómo conociste a Malaspina, Otis!

Y otro:

—¡Cuéntanos por qué te llaman Otis!

Las muñecas ceñidas por grilletes. Brazos delgados, pero de músculos fuertes y tensos como amarras de barco. Manos grandes y poderosas.

—¿Y vosotros qué me dais? —replica la voz enérgica del llamado Otis.

Algarabía tras la reja grande, al fondo del pasillo. Algunas manos se agarran ansiosas a los barrotes.

—¡Tendrás alubias en el caldo de esta noche! —promete el preso que conoce sobradamente la historia pero disfruta escuchándola una y otra vez, y jaleándola, y haciendo que la escuchen los demás.

—¡Y tocino! —replica Otis.

—¡Tocino es muy difícil, Otis! —se queja otro preso.

—¡Bueno, está bien! ¡Tendrás alubias! —concede la voz de quien puede prometer alubias.

—¡Vamos! ¡Cuéntanos lo de Malaspina, Otis! —insiste el primer preso.

—¡Y por qué te llaman Otis!

—¡Anda, cuéntalo!

En la oscuridad, nadie puede ver la sonrisa seductora de Otis. Se siente halagado por la insistencia, que compensa, de alguna forma, todo lo que ha sufrido.

—¡Tocino o no cuento nada!

—¡Bueno, está bien! —concede la voz que puede conceder, seguramente la de un carcelero—. ¡Tendrás alubias con tocino! ¡Yo te daré mi ración!

—¿De acuerdo, Otis? —pregunta, ilusionado, el preso incondicional.

—¡Anda, cuenta, cuenta! —insta otro.

—¡Está bien...! —concede Otis, magnánimo.

Vítores de alborozo inundan el pasillo y desbordan el pecho de Otis.

Luego, chistidos exigiendo silencio.

—¡Callaros!

—¡Callad!

—¡Callarsus!

Una última voz:

—Verás, verás qué bien lo cuenta.

Un último chistido.

—¡Chssst!

Silencio.

—Conocí a Alejandro Malaspina... —dice Otis, después de aclararse la voz. Y abre el paréntesis de siempre—: Alessandro, en realidad, porque es italiano... —Puntos suspensivos que calibran la expectación de su público invisible. Al fin—: Me salvó la vida en las playas de Argel, en 1775, durante aquel desgraciado desembarco en que perdieron la vida miles de españoles...

2

Otis pergeña con vehemencia un desastre en una playa mediterránea, una granizada de plomo procedente de las espingardas argelinas emboscadas, cientos de cuerpos de soldados españoles cayendo pesadamente sobre la arena, salpicaduras de sangre, gritos de mando, ayes de dolor, niebla de pólvora, el asalto del infiel emitiendo aquellos ensordecedores y enloquecedores alaridos interminables, el cuerpo a cuerpo, cimitarras contra sables, las cornetas tocando vergonzosa retirada, el repliegue estratégico del enemigo preparando una nueva acometida, la desbandada irracional de los vencidos, el pánico.

Quién sabe si realmente estuvo allí, o si habla de oído. Qué importa eso. Da su versión de un suceso que se hizo famoso en pasquines y letrillas que insultaban al ministro de Asuntos Exteriores, marqués de Grimaldi, por todas las esquinas del país.

En España sobra gente,

dice Grimaldi el cruel,

y, como sobran soldados,

los envía para Argel.

30 de junio de 1775. Se había movilizado un convoy de cuatrocientas naves. El plan consistía en desembarcar subrepticiamente en aquella playa de Argel y sorprender al moro, que había atacado Ceuta y Melilla a traición, después de haber firmado un tratado de paz. Pero el moro tenía espías en España y, avisado del ataque por la espalda, estaba esperando a los españoles. Fracasó escandalosamente el desembarco, que mandaba un irlandés llamado don Alejandro O’Reilly. Catástrofe.

Tal vez sea verdad que Otis y otro soldado de leva llamado Linares se encontraban al resguardo de unas rocas, muertos de miedo, cuando llegaron a la playa las chalupas de la fragata Santa Teresa, encargadas de reembarcar a los supervivientes.

Corrió la voz de mando por las filas españolas:

—¡Evacuad a los heridos! ¡Evacuad a los heridos!

Todos los presentes hicieron el gesto de salir de sus escondites para ir al encuentro de las chalupas salvadoras. Y el oficial, muy próximo:

—¡Primero, los heridos! ¡Como vea retroceder a alguno entero, le pego un tiro! ¡Evacuad primero a los heridos!

El llamado Linares no se lo pensó ni un momento. Se desgarró la manga de la casaca y, con tajo firme, se abrió un corte en el hombro, procurando que la sangre manara en abundancia a lo largo del brazo.

—Estoy herido —le susurró a Otis—. ¡Vámonos de aquí! —Y, como Otis dudara—: ¡Tienes que ayudarme, que yo no me valgo por mí solo!

Salieron del escondite. Linares arrastraba los pies, como si no pudiera tenerse en pie. Otis cargaba con su peso, tiraba de él penosamente. De todos los puntos del frente salieron heridos ayudados por valientes compañeros que los conducían hacia las barcas. Los soldados ilesos miraban desesperados a su alrededor y preguntaban: «¿Estás herido? ¿Quieres que te ayude? ¿Me dejas que te acompañe?». La playa se llenó de figuras renqueantes que, lentamente, se dirigían hacia el mar. Y los salvadores, desde las chalupas, corrían en su auxilio.

Entonces hicieron fuego los cañones enemigos, y en la playa florecieron explosiones de arena y metralla. Todos los que habían salido al descubierto se convirtieron en un blanco perfecto para los artilleros sarracenos. Muchos echaron a correr, otros saltaron por los aires, otros se echaron de bruces en el suelo, se enterraron en la arena y se abandonaron a su destino.

—¡Corre, por tu vida! —gritó Linares, tratando de soltarse del abrazo protector de Otis.

—¡No! —dijo Otis, agarrotado por el pánico—. ¡Si descubren que no estás herido, nos ejecutarán!

Quién sabe si la anécdota es cierta. El auditorio del fondo del pasillo, en todo caso, se la cree porque no se suele contar el miedo, porque los presidiarios están acostumbrados a presumir de valientes e invulnerables. El relato de Otis les sobrecoge y les impide plantearse verosimilitudes: continúa con un estallido tan repentino e inesperado como todos los estallidos y un puñado de metralla como un mundo que arañó el cráneo del narrador. Una cortina de sangre cubrió el rostro de un soldado de leva de veintitrés años, dando con él en tierra, convenciéndolo de que había muerto. La sangre se mezcló con lágrimas y con un grito de terror. Y alguien le llamaba, haciéndose oír por encima de todas las sorderas, de todos los penetrantes zumbidos que llenaban la cabeza del caído. «¡Otis, Otis!» Providencial bombazo. Ahora ya nadie podría acusarlos de cobardes ni desertores. Ahora ya estaba herido y bien herido. Linares gateó hasta Otis, lo levantó del suelo y cargó con él en dirección a las barcas. Caía sobre la playa un diluvio de fuego y metralla.

—¡Finge que estás muy malherido, Otis! —le gritaba Linares—. ¡Finge que estás muy malherido! —jadeaba, mientras cargaba con él.

Otis tenía ganas de gritarle:

—¡No tengo que fingir nada! ¡Estoy muy malherido!

Estaban muy cerca ya de su objetivo. Casi se oía con más nitidez el romper de las olas que el fragor del combate y los ayes de los heridos. Chapoteaban ya en el agua. Las olas rompían en rojo, teñidas de sangre. Cuenta la historia que ese día se recogió a tres mil heridos.

—¡Finge que estás muy malherido, que ya llegamos!

Si no fuera porque estaba llorando, a Otis casi le dominarían las ganas de reír.

El oficial que mandaba la operación de rescate corrió a su encuentro. Otis sintió que lo agarraban de un brazo y lo separaban de Linares.

—¡Vamos, vamos! —gritaba el oficial, con fuerte acento italiano—. ¡Arriba, arriba, salgamos de aquí antes de que se nos lleven los demonios!

Otis gritó: «¡Linares!», y se volvió y abrió los ojos, resistiéndose a irse sin su amigo. Y llegó a tiempo de ver que su amigo, blanco como el papel, los ojos muy brillantes y pintados de sangre, caía de rodillas, extenuado, y se ponía a cuatro patas, mostrándole una espalda arrasada, el costillar al descubierto.

—¡Linares!

Hacía un momento que Linares le decía: «Finge que estás malherido», por miedo a que los castigasen. El cañonazo que había herido a Otis a él le había desollado la espalda. Linares había estado salvándole la vida mientras él la perdía. Había cambiado una vida por otra.

Alguien empujó a Otis con violencia al fondo de la embarcación, donde ya se apilaban otros heridos gimientes.

—¡Linares! —gritaba él—. ¡Linares!

Y lloraba.

Los presidiarios escuchan petrificados, boquiabiertos. No es frecuente que otro presidiario confiese que alguna vez lloró.

—¡Linares!

Los marinos ya se habían puesto a remar. Empezaron a alejarse de la playa infernal.

—¡Linares!

El oficial se le vino encima. Le limpió la sangre de la cara.

—Ya no podemos hacer nada por Linares, muchacho. Trancuilo. Lo tuyo no es grave. Trancuilo. Ya pasó el peligro.

El oficial, poco más joven que él, era un alférez de fragata. Muy italiano en sus rasgos, con gran nariz, boca enérgica, mirada resuelta y directa. Hablaba con acento, y la expresión grave de su rostro denotaba seria preocupación por la salud de los hombres a quienes había rescatado. Más tarde Otis se enteró de que aquel joven oficial se llamaba Alessandro Malaspina.

Probablemente, Otis inventa. No es verosímil que un alférez de fragata bajara en una de las chalupas encargadas de la evacuación de los supervivientes. Pero su auditorio se lo cree, porque es más emocionante esta ficción que la dura realidad que cada uno de ellos ha vivido.

—Ya no podemos hacer nada por Linares, muchacho. Trancuilo. Lo tuyo no es grave. Trancuilo. Ya pasó el peligro.

El muchacho cerró los ojos y se abandonó al desmayo.

3

En el relato de Otis, los ojos vuelven a abrirse en el transcurso de otro combate naval, esta vez contra los ingleses, cinco años después, durante el bloqueo de Gibraltar.

Los cañonazos como truenos; la niebla densa formada por las explosiones de la pólvora; la marejada provocada por los impactos de las bombas, que levantaban géiseres en torno a los barcos encabritados; una tempestad artificial envolvía a las naves, que cabeceaban en la desmañada maniobra de orzar para encarar los cañones y disparar.

La guerra empezó muy lejos de aquí, cuando las colonias de Norteamérica se lanzaron a la Guerra de la Independencia. España tardó un año en apoyar a los sublevados y a los franceses en el empeño de echar al inglés de las colonias de ultramar. Perdió mucho tiempo negociando, ofreciendo neutralidad a cambio de Gibraltar. Pero Inglaterra no quiso ni oír hablar del trueque y los ejércitos españoles se movilizaron, y lo que empezó con expediciones militares desde Yucatán y Luisiana continuó en las posesiones que Inglaterra tenía en el Mediterráneo: Menorca y Gibraltar.

El San Julián era una de las naves de la escuadra de de Juan de Lángara que tomaba parte en el bloqueo de Gibraltar. Estaba comandado por Juan Rodríguez de Valcárcel, marqués de Medina. Uno de los oficiales era el teniente de fragata Alejandro Malaspina. Y uno de los setenta y cuatro artilleros que aplicaban el botafuego a los cañones era Otis.

Hacia finales de 1779, los españoles estaban consiguiendo su objetivo. Desprovistos de víveres, cada vez más debilitados y desalentados, los ingleses de Gibraltar no tardarían en rendir la estratégica plaza. Los españoles estaban a punto de conseguirlo.

Pero el 27 de diciembre zarpó de Inglaterra un convoy de doscientas naves de abastecimiento, protegidas por la poderosa flota del almirante George Rodney, dispuestos a romper el bloqueo. Y, a mediodía del 15 de enero de 1780, semejante monstruo apareció en el horizonte de la escuadra de Juan de Lángara. Éste sólo contaba con nueve navíos y dos fragatas para detener la titánica acometida.

No podían plantar cara. Se dio orden de batirse en retirada, en dirección a Cádiz.

Pero las naves inglesas eran más veloces. A última hora de la tarde alcanzaron a la retaguardia y, cuando empezaron a retumbar los cañones, sus fogonazos destellaban como gritos infernales y se reflejaban en el agua negra.

Los barcos ingleses flanquearon por babor y estribor al barco Santo Domingo, que iba en último lugar, y le dispararon simultáneamente. Alcanzado en la santabárbara, el Santo Domingo saltó por los aires. Instantes después, cada navío español se veía acosado por tres enemigos.

Cuando cayó la noche, la tempestad que parecía ficticia se espesó alrededor de la batalla y se volvió real. Crecieron las olas hasta barrer las cubiertas, hasta penetrar por las troneras arrastrando cañones y artilleros. El cielo se vino abajo, los truenos se sumaron a las descargas de las baterías y una lluvia intensa enturbió toda visibilidad.

El San Julián fue uno de los barcos más asediados. Tres barcos enemigos se turnaban para disparar contra él una descarga mortal que parecía única, interminable, devastadora. En la panza del buque, aplicando el botafuego a uno de los cañones de la primera batería, estaba Otis.

Ensordecido por el fragor, arrebatado por la furia de la batalla, Otis no oyó los gritos de «¡Alto el fuego!», ni tuvo noticia de que se hubieran rendido ni de que tuvieran intención de rendirse. Lo sorprendió el topetazo que sacudió la nave y lo arrojó de bruces sobre el cañón abrasador. Tampoco pudo oír el grito de «¡Abordaje, abordaje!», que corría entre los artilleros despavoridos. Según confiesa ahora, tuvo la primera noticia de la rendición cuando vio que soldados ingleses entraban por los accesos de proa y de popa. Blandían mosquetes y sables con la firmeza de quien se sabe dueño de la situación. Gritaban en inglés, y los artilleros supervivientes, abotagados por el cañoneo, aunque no entendían una palabra, levantaban las manos y obedecían a sus gestos perentorios.

Otis se dejó llevar por el primer impulso. Aprovechando que el cañón estaba apartado de la tronera, a punto para ser alimentado, se precipitó a la abertura y se descolgó hacia el exterior. No era la primera vez que lo hacía. Afianzando manos y pies en las molduras del casco, trepó como un felino hasta cubierta.

Los ingleses habían capturado el barco. La enseña española había desaparecido de su mástil, donde un par de soldados izaban ahora la bandera inglesa. La tripulación española estaba siendo desarmada y arrinconada en los entrepuentes. Todos parecían exhaustos y, sin embargo, firmes y serenos, sin que ningún indicio hiciera pensar que flaqueaba su dignidad. Por la amura de babor descendían por escalas, hacia los botes, el comandante Juan Rodríguez de Valcárcel y otros oficiales, para ser conducidos, como prisioneros, a bordo de un buque inglés.

El único oficial de la Armada Española que los ingleses dejaron a bordo fue el teniente Alejandro Malaspina.

A las dos de la madrugada, había cesado el fuego del combate, pero no había cesado la tormenta. Antes al contrario, la lluvia y el encrespamiento de las olas parecían haberse agudizado. Y el enemigo, que había tenido que dejar la mitad de sus hombres al gobierno de su propio barco, en el San Julián era inferior en número a los españoles.

Manteniéndose oculto tras los restos de las escaleras del castillo de popa, sin enemigos que lo mantuvieran a raya y con relativa libertad de movimientos, Otis pudo observar todo lo que sucedió a continuación.

Los ingleses se estaban poniendo nerviosos, y a los prisioneros españoles, en cambio, se los veía enardecidos, vigorosos, dueños de la situación.

Otis se encaramó ligeramente hacia el castillo de popa. Allí estaba Alejandro Malaspina. Tenía la bandera española en la mano izquierda y se negaba rotundamente a rendir su sable.

—¡No cuenten con nosotros, gentlemen!—gritaba al oficial inglés que le encañonaba con una pistola.

Se expresaba con una convicción fanática, en pleno arrebato místico. Otis, paseando su mirada desconcertada por los rostros de los prisioneros españoles, observó un brillo significativo en los ojos de todos. Los ingleses estaban más que nerviosos: estaban aterrorizados. Los otros navíos se habían alejado, para que la tempestad no los hiciera chocar unos contra otros, y el San Julián, desarbolado y ruinoso, bailaba enloquecido en medio de un mar apocalíptico.

—¡Que el San Julián se ha rendido —reconocía Malaspina—, pero no su tripulación!

El oficial inglés no sabía qué hacer. Nunca había imaginado una situación más embarazosa. Hablaba muy de prisa y vibraba la súplica en su tonillo desconsolado.

Estaban pidiendo ayuda a la marinería española para que salvara el barco. Y Malaspina se negaba a echarles una mano. Aunque eso significara que el barco se estrellaría contra la costa y difícilmente iba a sobrevivir nadie.

—«Que el San Julián se ha rendido, pero no su tripulación.» Eso me gustó —afirma hoy Otis, viéndose, heroico y exultante, en la cubierta arrasada por el combate y por la lluvia—. Me gustó, y yo también grité, atrayendo la atención de toda la soldadesca: «¡Eso es! ¡Se rinde el San Julián, pero no su tripulación!».

—¿Por qué lo hiciste? ¿De verdad preferías morir a entregar el barco? —pregunta un aguafiestas del otro extremo del pasillo, provocando la impaciencia de los demás—. ¿Qué más te daba a ti, si no eras más que un pobre soldado de leva?

Le abuchean y acogotan con gritos de «¡Calla!» y «¡No molestes!», pero no es una mala pregunta.

—¡Porque me miraba en el espejo de Malaspina! —grita Otis, tratando de dominar con su voz las protestas de los presos que dan de cachetes al impertinente. Para ellos, esa media respuesta ya es válida, y la aplauden y repiten como si con ella se cerrase el tema y no hubiera más que hablar.

—¡Porque se miraba en el espejo, cretino!

—¡Toma, para que aprendas a callarte!

—¿No ves que se miraba en el espejo, burro?

—¡A ver si estamos más atentos!

—¡Que es que no te fijas, botarate!

Pero no es mala pregunta. Todo el mundo sabe que la soldadesca de leva, reclutada a la fuerza entre mendigos, vagos y delincuentes, no es de fiar. Tiene justa fama de indolente, cobarde y desertora. Al fin y al cabo, ninguno de sus componentes fue educado en el espíritu militar y patriótico, se encuentran en el ejército como podrían encontrarse en presidio y, para ellos, los oficiales son igual que despóticos carceleros. ¿No es lógico que busquen siempre el modo de eludir las responsabilidades, de burlar las órdenes, de escapar a su condena? Por salir al paso de la objeción, Otis se empeña en contestar, y eleva la voz y reclama atención una y otra vez hasta que se restablece el orden al otro lado de la oscuridad.

—¡Hacía ya seis años que era soldado de leva! —dice—. Y había tenido tiempo de dejar atrás los rencores. Escuchadme: siempre, donde quiera que me haya encontrado, en el orfanato o entre los rufianes, siempre, oídme bien, me he fijado en los que están al mando y he tratado de seguir su ejemplo, para llegar a ser como ellos.

—¡Y mira dónde has venido a parar! —se deja oír otra voz rebelde, que ahora nadie replica.

El silencio desaprueba la filosofía de Otis. El propio silencio de Otis, que por un momento vuelve a tomar conciencia de su encierro, de sus grilletes, de la oscuridad de su celda y de su futuro, desautoriza sus propias palabras. ¿A quién se le ocurre que un golfillo fugado del orfanato pueda llegar a ser nadie en la vida? ¿Cómo se ha dejado engañar por semejantes fantasías? «Al menos, lo intenté», se dice, desalentado.

—¡Venga, Otis! —rompe el denso silencio el oyente incondicional—. ¡Les dijiste que tú tampoco te rendías! ¿Y qué más?

—¿Qué más? —recupera Otis la voz y el entusiasmo.

La súbita irrupción de Otis sirvió de señal para la insurrección. A su grito se sumó el griterío de sus compañeros: «¡Que no vamos a salvaros la vida, ea!», y, al mismo tiempo que él golpeaba al inglés más cercano y le arrebataba el arma, la tripulación prisionera arrolló a sus captores como una riada imparable y endemoniada. Los soldados ingleses se vieron desbordados. El mismo Malaspina desvió la pistola que lo amenazaba y envió a la boca del oficial indeciso un puñetazo que fácilmente hubiera arrancado la mandíbula de alguien menos robusto.

Un clamor embriagante se elevó de la nave San Julián en aquel momento y un clamor embriagante llena ahora los pasillos del penal y acompañará el relato de Otis hasta el desenlace de este primer capítulo.

El combate, en cubierta, apenas duró cinco minutos.

—¡Y tendríais que haber visto cómo se batía mi admirado señor Malaspina! Distraído por sus evoluciones de experto esgrimista, en más de una ocasión estuve a punto de recibir un mazazo o una estocada a traición. Tendríais que haberle visto, con el brillante sable en la diestra y la pistola en la izquierda, animándonos en español, blasfemando en italiano, insultando al enemigo en inglés. «¡No podemos permitir que se queden con nuestro barco! ¡No podríamos vivir con semejante humillación en nuestro recuerdo!» Paraba los golpes de quienes aspiraban a presumir algún día de haber acabado con aquel mito, los desarmaba con formidables molinetes, los ensartaba o les descerrajaba tiros a quemarropa... —se entusiasma Otis, y olvida que, una vez disparado un tiro, resulta imposible volver a cargar la pistola mientras se practica la esgrima. Da igual: la evocación del torbellino de muerte, sangre y fuego, ayes de dolor y terror, los tiene poseídos a todos, y narrador y oyentes reviven sus propios combates, vividos o escuchados, reales o imaginarios, y de nuevo la verdad, lo que debió de suceder, es algo que a nadie interesa en absoluto—. Tendríais que haber visto a don Alejandro Malaspina, gritando como un energúmeno, congestionado, peleando, corriendo de un lado para otro, aullando las órdenes para hacerse dueño de la situación. Hasta ese momento, siempre habían despertado mi recelo los señoritingos con estudios y mucha labia. Los consideraba remilgados y cobardes. Malaspina se reveló como una excepción. Le vi jugarse la piel a pecho descubierto…

Nadie sabe a ciencia cierta lo que sucedió realmente en la noche del 15 al 16 de enero de 1780, pero ningún oficial salido de la Escuela de Guardiamarinas de Cádiz aceptaría esta versión de la hazaña de Alejandro Malaspina. Es opinión de los mejores historiadores que no hubo combate a bordo del San Julián. Se da por cierto, sí, que Malaspina nunca pactaría con el enemigo, ni aunque eso significara su muerte y la de toda la tripulación. Pero el comportamiento de los ingleses no pudo ser tan pusilánime ni torpe. Simplemente, se vieron obligados a ceder ante las circunstancias adversas. Ellos solos no podían custodiar a los prisioneros y gobernar la maltrecha nave al mismo tiempo, y estaban en medio de una gran tormenta y próximos a los escollos de la costa española, con riesgo inminente de estrellarse contra ellos. Quienes sobrevivieran de todas formas serían capturados por los españoles, en la costa. La versión más autorizada propugna que, en tal contingencia, ante la negativa de los españoles a tomar el gobierno del barco, los ingleses simplemente tuvieron que rendirse. La vida de todos a cambio de la libertad de los españoles.

—... Y, en cuanto arrojamos al último inglés por la borda del San Julián —remata Otis, en su entusiasmo, ignorando que Malaspina jamás hubiese arrojado a ningún enemigo a la tempestad—, el sorprendente guerrero dejó paso al marino experto que, con órdenes cortas, secas, precisas, nos envió a nuestros puestos. El contramaestre hacía sonar el silbato intermitentemente, redoblaba la campana de proa. El trinquete aún se mantenía en pie, intacto. Unos fijaron el palo mayor, que oscilaba sujeto por unos pocos obenques. Otros trepamos por las escalas hacia las vergas, donde sujetamos las brazas y restauramos y afianzamos el velamen, corriendo de penol a penol como los titiriteros que pasan la maroma. Otros cargaron con los muertos y los alinearon en la primera batería, los enemigos a babor, los españoles a estribor. Otros bajaron los heridos al sollado. Los carpinteros se precipitaron a cortar las vías de agua, ayudados por los que, accionando las bombas, luchaban contra la inundación. Repentinamente, las velas dejaron de trapear y se tensaron y, como si fueran riendas y el navío un caballo desbocado, sentimos cómo corcoveaba y orzaba, majestuoso, escorando con gallarda chulería, proa al puerto de Cádiz.

Como último saludo, burlón y desdeñoso, del San Julián se desprendió la bandera inglesa que, revoloteando como pájaro desmayado, cayó hasta las aguas.

Por esta proeza, Alejandro Malaspina fue nombrado teniente de navío.

Nuestro coro griego de presos depauperados celebra el triunfo del héroe con gritos y vítores y golpeando rítmicamente los barrotes de la celda con sus abolladas escudillas metálicas.

—¡Que viva Malaspina!

2

Santo Oficio

1

Amedida que progresa la noche, el narrador nota cómo va perdiendo la atención de su público. Mucho antes de que lleguen los ronquidos, la quietud que va invadiendo el pasillo y el fondo del pasillo indica a Otis que es hora de terminar el capítulo. Mañana deberá rememorar estas últimas palabras, todo lo que diga a partir de este momento, porque serán mayoría los que ya no lo han escuchado. Pone un cuidadoso punto final a la anécdota que estaba contando, más para quedar bien consigo mismo que con sus oyentes, y guarda silencio, y lo prolonga, en espera de alguna voz airada que reclame la continuación del relato. Normalmente, nadie protesta. Y, si protesta, le acalla la voz, cascada y cómplice, del carcelero que ejerce de tramoyista:

—¡Déjale descansar!

Se apaga la última vibración del último espectador, y Otis se queda solo y descubre en ese momento hasta qué punto necesita de sus historias y de las emociones que despiertan en los oyentes, para viajar fuera del encierro. Sabe que relataría sus andanzas a gritos aunque no se lo pidiera nadie. Se imagina vociferando como loco en la oscuridad de la prisión, y agradece de todo corazón, agradece hasta el borde del llanto, que aquellos seres invisibles y broncos del otro lado del pasillo le hagan el favor de pedirle que les cuente sus aventuras.

Soporta la soledad de la noche, generalmente insomne, y le parece que sobrevive gracias a la preparación del capítulo siguiente. Y luego amanece, y los guardianes se llevan a los presos a la cantera, con gran vocerío y tintineo de grilletes, y Otis soporta con impaciencia la soledad de todo un día, viendo pasar un reflejo de luz a través del mínimo ventanuco con barrotes que se abre en la puerta.

A veces, el guardián que viene a traerle la comida, el cómplice viejo de la voz cascada, le pide que continúe su relato en privado, «¿Y qué más pasó?», o reclama el privilegio de detalles que no aparecieron en la narración de la noche anterior, «¿Sabía esgrima Malaspina? ¿O luchaba por instinto, como los animales?». Otis calla, fiel a su público de la noche, se escabulle con evasivas, escucha complaciente las explicaciones del carcelero, narrador aficionado, «Porque yo he conocido a mucha gente que, sin saber esgrima, sólo con su fiereza y su arrojo, conseguían vencer a los más hábiles maestros», y degusta un cierto tipo de poder. Las expectativas, la entrega y la solicitud del carcelero son una forma de sumisión, y la capacidad de captar su interés, de mantenerlo pendiente del hilo de la historia, y la posibilidad de negarle el relato fuera de horas son una forma de dominación. Dominación a pesar de las cadenas, de las llagas, de la miseria, del miedo, de la oscuridad.

Otis prolonga ese placer, regodeándose, cuando ya anochece y llegan los forzados, arrastrando las cadenas y, de inmediato, antes de que les sirvan la cena, antes incluso de que se cierre con estrépito la gran verja de la celda común, empiezan a reclamar la continuación de la historia.

—¡Cuéntanos la historia de Malaspina, Otis!

—¡Continúa lo que contabas ayer, Otis!

—¿Cuándo volviste a ver a Malaspina, Otis? —solicita el que ya ha escuchado la historia más veces y se la sabe de memoria.

—¡Cuéntanos por qué te llaman Otis! —reclama el empecinado.

Otis calla, socarrón, y sonríe casi a su pesar, para sí mismo, una sonrisa de la que, en la tiniebla, ni siquiera es consciente. Se hace de rogar, y así se siente poderoso y feliz, y culmina su satisfacción cuando se aclara la garganta y reemprende su relato y en seguida impera un silencio venerante al fondo del pasillo.

Quién te iba a decir, Otis, que en este encierro hallarías un goce tan intenso y tan espiritual.

2

—Volví a encontrarme con Malaspina un par de años después, a bordo del Santa Clara. En el reencuentro, aunque me parece que me reconoció, no creyó necesario dirigirse a mí más que para decirme lo que tenía que hacer, y yo no le dirigí más palabras que «A sus órdenes» u otras fórmulas por el estilo.

Hace Otis una pausa y, en un suspiro, en voz más baja, como si no lo dijera a nadie más que a sí mismo, añade un paréntesis:

—Lo admiraba demasiado.

Y hace una pausa, un punto y aparte, antes de continuar, más alto:

—Es curioso, pero, aunque ese hombre era, es, más joven que yo, le veía como a un padre más que como a un hermano. Admiraba, ¿sabéis lo que admiraba de él?, su sabiduría, sus conocimientos. Ah, muchachos, vosotros no sabéis lo que es leer y escribir, y conocer las leyes de la Naturaleza y las leyes de los hombres. ¡Es poder, muchachos, poder! Entre un hombre instruido y un ignorante hay tanta diferencia como entre el jinete y el caballo que monta. El uno domina al otro. Pero ya sabéis que, por muchos números que enseñemos a un caballo, éste seguirá siendo un bruto...

—¡Yo vi a unos titiriteros —le interrumpe un oyente impaciente, ávido de acción—que tenían un caballo que sabía contar hasta cinco!

—...Es una ley de la Naturaleza, y por tanto es justa —dice Otis, sin hacerle caso—. En cambio, si a todos vosotros os hubieran enseñado gramática y matemáticas y ciencias, habríais podido ser tan sabios y poderosos como los señoritos que os gobiernan...

—¿Acaso a ti no te gobiernan? —grita el respondón.

—Ésta es una ley de los hombres —prosigue Otis, apesadumbrado—. Y, por tanto, injusta.

—¡Anda, Otis! —interviene el incondicional, temiendo que se alboroten sus compañeros, cuya atención nota que va en declive—: ¡Cuéntanos lo del Santero!

—El Santero era la rata más repugnante del barco —replica Otis casi instintivamente, y en su tono advierten, aun a distancia y en la oscuridad, su mueca de asco—. Se llamaba Santiago Vélez, y le llamábamos el Santero porque siempre iba cubierto de escapularios y besando estampas y siseando jaculatorias e imprecaciones.

Un día, a bordo del Santa Clara, a uno de los grumetes le desapareció un medallón muy valioso, el último recuerdo que le quedaba de su difunta madre. Tendríais que haber visto cómo lloraba el pobre muchacho y el empeño que puso nuestro comandante Malaspina en recuperar la joya. La mayoría de marineros de a bordo no creían que el medallón ni siquiera existiera.

—Si es más pobre que una rata —decían.

—Y el más embustero del barco —replicaba otro.

—Ése no ha visto un medallón de plata en su vida —se reía el Santero