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¡Llevaba en su interior al heredero de un rey! Mientras Alix Saint Croix, rey exilado, esperaba a recuperar su trono, la distracción que suponía una amante suponía una forma bastante agradable de pasar el tiempo. Pero tras entrar en una perfumería para tener un detalle con la última, salió totalmente prendado de Leila Verughese, la exótica dependienta que lo atendió. El aroma de Alix despertó al instante cada célula del cuerpo de Leila. Si estaba dispuesta a entregar su inocencia, ¿qué mejor que entregársela a un rey? Pero la ardiente alquimia que se produjo entre ellos demostró tener repercusiones trascendentales… Leila sintió que el control de su vida se le estaba yendo de las manos hasta que se hizo consciente de su poder…
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Seitenzahl: 188
Veröffentlichungsjahr: 2015
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2015 Abby Green
© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El amor es solo un sueño, n.º 2437 - diciembre 2015
Título original: An Heir Fit for a King
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-7260-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Leila Verughese se estaba preguntando qué iba a hacer si se le acababa la provisión de perfumes antes de lo esperado cuando percibió por el rabillo del ojo algo que le hizo volverse hacia la puerta, agradecida por la distracción.
Un elegante coche negro acababa de detenerse ante la perfumería House of Leila, la tienda que había heredado de su madre en la Place Vendôme, en París. Cuando miró más atentamente se fijó en que había toda una flota de elegantes coches negros aparcados uno tras otro. El primero llevaba varias banderas en el bonete, aunque Leila no logró distinguir a qué país representaban.
Un hombre salió de la parte delantera del coche, obviamente un guardaespaldas de algún tipo, con un auricular en el oído. Miró a su alrededor antes de abrir la puerta trasera y Leila se quedó boquiabierta al ver quién salía del vehículo.
Era un hombre. De eso no le quedó la más mínima duda. Pero enseguida captó que no era un hombre cualquiera. Su virilidad, su masculinidad, emanaban de él como una poderosa y crepitante fuerza. No medía menos de un metro noventa y prácticamente sacaba una cabeza al robusto guardaespaldas que se hallaba a su lado. Vestía un largo abrigo negro que realzaba las anchura de sus hombros.
Parecía a punto de encaminarse hacia la tienda de Leila cuando de pronto se detuvo. Leila captó una momentánea expresión de irritación en su rostro justo antes de que se volviera para hablar con alguien que seguía en el interior del coche. ¿Una esposa? ¿Una novia? El hombre apoyó una de sus poderosas manos en el techo del coche mientras hablaba.
Leila percibió el destello de un muslo desnudo, alargado y moreno y otro de una melena rubia antes de que el hombre se irguiera para encaminarse de nuevo hacia la tienda.
Fue entonces cuando Leila se fijó en su rostro. No había visto nada más perfecto y hermoso en su vida. Piel oscura, tal vez lo suficiente como para indicar una procedencia árabe, altos y marcados pómulos y una boca sensual. Podría haberse considerado un rostro simplemente bonito de no haber sido por los profundos ojos, las marcadas cejas y una fuerte mandíbula que en aquellos momentos parecía tensa, probablemente a causa de la irritación.
Su pelo era negro y lo llevaba corto, lo que realzaba la perfección de la forma de su cabeza. Leila se sintió paralizada mientras veía cómo avanzaba hacia la tienda. Justo antes de que abriera la puerta sus miradas se encontraron un momento, y Leila se sintió como una especie de conejita a punto de ser atrapada por una gran ave de presa.
Alix Saint Croix apenas se fijó en la dependiente morena mientras avanzaba hacia la tienda. «Sorpréndeme». Su boca se tensó. Si hubiera podido decir que la noche anterior había sido placentera, tal vez se habría sentido más inclinado a sorprender a su amante. No era un hombre acostumbrado a obedecer las demandas de nadie, y el único motivo por el que estaba siendo indulgente con el repentino encaprichamiento de Carmen por un perfume era que estaba deseando librarse de ella.
Había llegado a su suite la noche anterior y habían hecho el amor de forma… adecuada. Alix no recordaba cuándo había sido la última vez que se había visto consumido por el deseo y el placer hasta el punto de perder la cabeza. «Nunca», había susurrado una vocecita en su interior mientras su amante se había levantado de la cama para ir al baño, asegurándose de que todos sus atractivos quedaran expuestos de la forma más ventajosa.
Alix se había sentido aburrido. Y, debido a que las mujeres parecían tener un sexto sentido para captar aquel tipo de cosas, su amante se había vuelto especialmente complaciente y dulce, algo que había acabado por irritarlo.
Pero como le había dicho su asesor un rato antes cuando había hablado con él por teléfono, «Eso está bien, Alix. Nos está ayudando a darles un falso sentido de seguridad; creen que lo único que tienes en tu agenda son tus habituales actividades sociales y tu desfile de amantes».
A Alix no le gustaba que lo consideraran un ser tan superficial, y abrió la puerta de la tienda con más ímpetu del necesario. Nada más entrar se fijó en la dependienta, que lo estaba mirando con una mezcla de estupor y reverencial sobrecogimiento en el rostro. Y en el mismo instante se hizo consciente de que era la mujer más preciosa que había visto en su vida.
Una campanilla sonó a sus espaldas cuando se cerró la puerta, pero ni siquiera se dio cuenta. Tenía la piel ligeramente aceitunada, una nariz recta y unos labios suaves y carnosos. Sexy. Una firme pero delicada barbilla. Pómulos altos. Su pelo negro satinado caía como una capa negra tras sus hombros.
Pero fueron sus ojos lo que más lo conmocionaron. Parecían dos grandes esmeraldas rodeadas de densas pestañas largas y negras y enmarcadas por unas elegantes y arqueadas cejas negras. Parecía una princesa del Lejano Oriente.
–¿Quién es usted?
Alix apenas reconoció la especie de graznido que surgió de su garganta. Sintió que en su vientre y en su sangre se encendía un fuego instantáneo. El fuego que había echado en falta la noche anterior.
Leila parpadeó y sus pestañas ocultaron por un momento sus asombrosos ojos.
–Soy Leila Verughese, la dueña de la tienda.
Aquel nombre exótico le iba a la perfección. De algún modo, Alix logró ponerse en movimiento para ofrecerle su mano.
–Alix Saint Croix.
Un inconfundible brillo de reconocimiento destelló en la mirada de Leila a la vez que sus mejillas se ruborizaban delicadamente. Alix asumió con cinismo que por supuesto que había oído hablar de él. ¿Y quién no?
Cuando Leila deslizó su pequeña, fresca y delicada mano en la de Alix, este sintió como si lanzaran un cohete desde el interior de su cuerpo. La sangre le hirvió en cuanto su piel entró en contacto con la de ella.
Trató de racionalizar aquella inmediata reacción física y mental. Estaba acostumbrado a evaluar a las mujeres desde la distancia, con sus deseos bajo firme control. Aquella era indudablemente bella, pero vestía como una farmacéutica, con una bata blanca que cubría parcialmente una blusa azul y unos pantalones negros. Aunque llevaba unos zapatos planos era relativamente alta, pues le llegaba a los hombros.
Cuando Leila retiró su mano de la de Alix, este parpadeó.
–¿Quiere algún perfume?
Alix frunció el ceño al recordar de pronto a Carmen, que lo esperaba en el coche.
–Lo siento… no… – Alix maldijo mentalmente. ¿Qué le pasaba?–. Quiero decir, sí. Busco un perfume. Para alguien.
–¿Tiene algún aroma en particular en mente?
Alix tuvo que esforzarse para apartar la mirada de Leila y echar un vistazo a su alrededor. Las paredes de la pequeña perfumería eran de espejo y estaban cubiertas de estanterías de cristal en las que aparecían expuestos montones de frasquitos variados de perfume.
–Busco un perfume para mi querida – dijo, casi distraídamente.
Estaba acostumbrado a decir lo que quería y a que la gente reaccionara de inmediato, pero al ver que no se producía aquella reacción miró a la mujer con curiosidad. Tenía la boca fruncida en un inconfundible gesto de desaprobación. Aquello resultaba intrigante. Nadie mostraba nunca a Alix sus verdaderas reacciones.
–¿Eso le supone algún problema? – preguntó con una ceja arqueada.
Fascinado, vio que Leila se ruborizaba a la vez que apartaba la vista.
–No soy quién para decir cuál es el término adecuado para referirse a su… compañera – Leila se reprendió en silencio por haber mostrado tan claramente su reacción y se volvió hacia las estanterías como si estuviera buscando algunas muestras.
Su padre ofreció en una ocasión el papel de querida a su madre… después de que esta hubiera dado a luz a su hija ilegítima. Sedujo a Deepika Verughese en un viaje de negocios a la India que hizo con el abuelo de Leila, pero le dio la espalda cuando se presentó en París, embarazada y caída en desgracia.
La madre de Leila, demasiado orgullosa y amargada tras el rechazo inicial de su padre, declinó la oferta de convertirse en su querida y contó a su hija lo sucedido mientras le señalaba todas las queridas de hombres famosos y dignatarios que pasaban por la tienda, con la saludable intención de hacerle ver hasta qué punto eran capaces de llegar las mujeres por preparar sus nidos.
Leila apartó aquel doloroso recuerdo de su mente. Estaba a punto de volverse cuando vio en el espejo que el hombre se había acercado a ella. Reflejado en el espejo parecía aún más grande de lo que era, y se fijó en que sus ojos eran de un color gris oscuro.
–¿Sabe quién soy?
Leila asintió. Lo había sabido en cuanto el hombre había mencionado su nombre. Era el rey exiliado de un pequeño reino que se hallaba en una isla cercana a las costas del norte de África, cerca del sur de España. También era un reconocido genio de las finanzas, con inversiones en toda clase de negocios.
–En ese caso sabrá que un hombre como yo no tiene novias, ni compañeras. Tengo queridas, mujeres que saben qué esperar y que no esperan nada más.
Algo se endureció en el interior de Leila al escuchar aquello. Lo sabía todo sobre los hombres como aquel, y la evidencia del cinismo de aquel le hizo sentirse enferma, pues le hizo pensar en lo ingenua que era ante la abrumadora evidencia de que lo que buscaba no existía.
Pero no pensaba dejarse arrastrar por los recuerdos dolorosos.
–No todas las mujeres son tan cínicas.
La expresión del rostro de Alix se endureció.
–Las que se mueven en mis círculos sí.
–Puede que sus círculos sean demasiado pequeños, ¿no le parece?
Leila no podía creer que hubiera dicho aquello, pero aquel hombre había tocado un tema muy sensible para ella. Demasiado sensible.
Alix Saint Croix esbozó una sonrisa ladeada que hizo que resultara aún más sexy. Peligroso.
–Puede que lo sean, desde luego.
Leila se sintió de pronto acalorada y claustrofóbica. Alix la estaba mirando con demasiada intensidad y, para colmo, bajó la mirada hacia sus pechos, realzados por sus brazos cruzados. Los bajó de inmediato y tomó el frasco de perfume más cercano sin apenas fijarse en la marca.
–Este es uno de nuestros perfumes más populares. Tiene una base floral con toque de cítrico. Es ligero y vigoroso… perfecto para ropa de sport.
Alix Saint Croix negó con la cabeza.
–No. Creo que no. Quiero algo más primitivo, más sensual.
Leila tomó otro frasco.
–En ese caso, puede que este resulte más apropiado. Tiene algunos matices frutales, pero una base más de madera y almizclada.
Alix ladeó la cabeza.
–Es difícil decidirse sin olerlo.
Leila sintió de pronto que la blusa le oprimía. Quería soltarse el botón superior. ¿Qué le pasaba?
Tomó una tira de papel secante de un recipiente y se dispuso a rociarlo con el perfume, pero Alix Saint Croix la detuvo tomándola con delicadeza por el codo.
–No en un trozo de papel. Supongo que estará de acuerdo en que la mejor forma de olfatearlo es en la piel, ¿no?
–Es un perfume de mujer – dijo Leila, sintiéndose ligeramente drogada y estúpida.
Alix alzó una ceja.
–Pues rocíese un poco en la muñeca y así podré olerlo.
Leila se sintió tan conmocionada como si le hubiera dicho que se quitara la ropa.
Tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para recuperar la compostura y, con mano temblorosa, tiró de la manga para rociar el perfume en su propia piel.
Alix Saint Croix la tomó con delicadeza por el dorso de la mano y inclinó la cabeza para oler el perfume. Hecha un manojo de nervios, Leila contuvo la respiración cuando sintió el roce de su aliento en la piel.
De pronto, un movimiento fuera de la tienda llamó su atención. Una esbelta rubia acababa de salir del coche negro con un móvil pegado al oído. Llevaba un vestido indecentemente ceñido y una cazadora nada efectiva para el tiempo otoñal reinante.
Alix debió captar su distracción, porque se irguió y se volvió a mirar por la puerta acristalada. Leila notó cómo se tensaba su cuerpo cuando su «querida» lo vio y se puso a gesticular con evidente irritación mientras seguía hablando por teléfono.
–Su… querida le espera – murmuró.
A la vez que le soltaba la mano, Alix se transformó ante ella en alguien más distante, más impenetrable.
–Me llevo el perfume – murmuró.
Leila tuvo que darse un zarandeo mental para entrar en acción.
Sacó una bolsita de papel de debajo del mostrador y envolvió rápidamente el perfume antes de meterlo en esta. Cuando la tuvo lista se la entregó a Alix. Tras dejar una cantidad de efectivo en el mostrador, cantidad que Leila ni siquiera contó, Alix Saint Croix giró sobre sus talones, salió de la tienda, tomó del brazo a su… lo que fuera, y se encaminó con ella con paso firme hacia el coche.
El aroma de Alix quedó suspendido en el aire tras él y, en una reacción tardía, Leila asimiló los distintos componentes de su colonia con una experiencia que era como un sexto sentido, a la vez que comprendía que su aroma la había afectado de un modo totalmente irracional en cuanto había entrado… y en un lugar al que no estaba acostumbrada.
Había sido una reacción visceral, primaria… Al sentir una palpitación entre sus piernas, apretó los muslos, horrorizada.
¿Qué le sucedía? Aquel hombre era un rey, nada menos, y tenía una querida de la que no se avergonzaba. Lo sucedido hizo que sonaran campanillas de peligro en su mente y le recordó a otro hombre que había entrado en su tienda y había empezado a cortejarla hábilmente… para acabar convirtiéndose en un tipo realmente desagradable cuando se dio cuenta de que ella no estaba dispuesta a darle lo que quería.
Aturdida, miró un momento el dinero que había en el mostrador. Alix había dejado bastante más de lo que costaba el perfume, pero en lo único en que podía pensar era en la última y enigmática mirada que le había dirigido desde fuera de la tienda antes de entrar en el coche… una mirada con la que había parecido decirle que pensaba volver. Y pronto.
Dada la conversación que habían tenido y lo que aquel hombre le había hecho sentir, Leila supo que no debería sentirse intrigada. Pero se sentía intrigada. Y ni siquiera el fantasma de pasados recuerdos pudo impedirlo.
Poco después, tras cerrar la tienda, Leila subió al pequeño piso que había compartido con su madre toda su vida. Al entrar se acercó instintivamente al ventanal que daba a la Place Vendôme. Los binoculares de ópera que su madre había utilizado durante años para ver las idas y venidas que tenían lugar en el Ritz estaban cerca y, por un instante, Leila experimentó una punzada de dolor por su madre.
Apartó a un lado aquellos tristes recuerdos y tomó los binoculares. Tras dirigirlos un momento hacia la entrada del hotel, los alzó hacia las habitaciones… y se quedó paralizada al distinguir una familiar figura masculina iluminada a contraluz en una de ellas.
Incapaz de contener su curiosidad, centró los binoculares en la ventana. Era él. Alix Saint Croix. Vestía chaleco, pantalones y camisa.
Leila sintió de inmediato cómo se humedecía y apretó instintivamente las piernas. Alix estaba mirando algo que había ante él, y Leila se tensó cuando la mujer rubia a la que había visto fuera de la tienda apareció en su línea de visión. Tan solo llevaba puesto su mini vestido. Leila la reconoció vagamente como una famosa modelo de ropa interior.
Vio que sostenía algo en la mano y, cuando el objeto destelló, comprendió que se trataba del perfume. La mujer se roció un poco en la muñeca y luego alzo está para olerlo con una sensual sonrisa en los labios.
A continuación, la rubia arrojó el frasco a un lado y procedió a bajarse los tirantes del vestido hasta dejar expuestos sus pequeños pero perfectos pechos.
Leila se quedó boquiabierta ante la seguridad en sí misma que denotaba aquel gesto. Ella jamás había tenido el valor necesario para desnudarse así ante un hombre.
Y entonces Alix Saint Croix se movió. Giró sobre sí mismo y se encaminó hacia la ventana. Tras contemplar un momento el exterior, echó las cortinas, casi como si se hubiera dado cuenta de que Leila los estaba observando desde el otro lado de la plaza.
Asqueada consigo misma, Leila dejó rápidamente los binoculares. ¿Cómo era posible que un hombre como aquel hubiera llamado su atención? Era exactamente la clase de hombre sobre los que su madre había tratado de advertirle: rico y arrogante, que tan solo veía a las mujeres como posibles queridas que cambiaba en cuanto se cansaba de ellas.
Leila ya había hecho caso omiso de los consejos de su madre en una ocasión y había sufrido un duro golpe tanto en su orgullo como en su seguridad en sí misma.
Sin pensárselo dos veces, se puso una cazadora y salió a dar un enérgico paseo por los jardines de las Tullerías mientras se repetía una y otra vez que no había sucedido nada con Alix Saint Croix en su tienda aquella tarde, que no iba a volver a verlo, y que además le daba igual.
A última hora de la tarde del día siguiente Leila fue hasta la puerta de su perfumería para echar el cierre. Había sido un nuevo día sin apenas ventas. Debido a la recesión, la empresa que manufacturaba los productos de House of Leila había cerrado y Leila no contaba con los fondos necesarios para buscar un nuevo proveedor. Se había visto reducida a vender lo que le quedaba con la esperanza de conseguir el dinero necesario para obtener de nuevo más suministros.
Estaba a punto de cerrar cuando vio a través del cristal de la puerta una figura alta y oscura en el exterior que, flanqueada por dos hombres, se encaminaba hacia la tienda. Un indefinible estremecimiento recorrió su cuerpo al reconocer al rey exiliado con el trágico pasado.
La noche anterior, en un momento de flaqueza, se había conectado a Internet y había averiguado que tanto los padres como el hermano pequeño de Alix Saint Croix habían sido asesinados en un golpe militar. El hecho de que él hubiera logrado escapar se había convertido en toda una leyenda.
Su primer impulso fue echar el cierre y las cortinas, pero Alix ya estaba ante la puerta, mirándola con una sonrisa en los labios.
Obedeciendo sus reflejos profesionales en lugar de sus instintos, Leila abrió la puerta y se apartó para dejarlo entrar. Cuando Alix pasó al interior, Leila sintió que su cerebro dejaba de funcionar, consumido por la magnífica presencia y virilidad de aquel hombre.
Decidida a no dejarse afectar más, asumió una actitud educada y profesional.
–¿Le gustó el perfume a su querida?
–Le gustó. Pero ese no es el motivo por el que he venido.
Leila se sintió aterrorizada ante la duda de por qué habría acudido a la tienda.
–Por cierto, ayer dejó demasiado dinero por el perfume – dijo a la vez que se volvía hacia el mostrador para tomar un sobre que contenía las vueltas.
Alix apenas miró el sobre mientras Leila se lo ofrecía.
–Quiero invitarla a cenar.
El inmediato pánico que experimentó hizo que Leila estrujara el sobre en la mano.
–¿Qué ha dicho?
Alix abrió el ligero abrigo que vestía para meter las manos en los bolsillos, dejando expuesto un inmaculado traje de tres piezas que no moldeaba los músculos de un hombre normal y corriente, sino los de un guerrero.
–He dicho que me gustaría invitarla a cenar.
Leila frunció el ceño.
–Pero ya tiene una querida.
–Ya no es mi querida.
Al recordar lo que había visto la noche anterior, Leila espetó:
–Pero… los vi juntos… – se interrumpió al sentir cómo se ruborizaba. Lo último que quería era que Alix supiera que los había estado espiando–. Desde luego, ella parecía tener la impresión de que estaban juntos – añadió con la esperanza de que Alix asumiera que se refería al momento en que había visto a la modelo esperándolo fuera de la tienda.
–Como he dicho, ya no estamos juntos – dijo Alix con expresión indescifrable.
Leila se sintió desesperada.
–Pero… ni siquiera nos conocemos. Usted es un completo desconocido para mí.
–Eso podemos arreglarlo charlando mientras cenamos, ¿no le parece? – dijo Alix con una sonrisa demoledora.
–Ayer los vi… a los dos – balbuceó Leila sin poder contenerse–. No tenía intención de hacerlo, pero cuando miré desde mi ventana ayer por la noche lo vi en su habitación con ella. Y ella estaba quitándose la ropa… – ruborizada, Leila alzó la barbilla en un gesto desafiante. Si Alix Saint Croix quería acusarla de mirona, que lo hiciera.
Alix entrecerró los ojos.
–Yo también vi su silueta en la ventana.
Leila se puso pálida.
–¿En serio?
–Sí, y eso me confirmó que a la que deseo es a usted, no a ella.
Leila se sintió atrapada por la intensa mirada que le estaba dedicando.
–Sin embargo corrió la cortinas… supongo que buscando más intimidad.
–Sí. Quería intimidad para pedirle que volviera a vestirse para marcharse, porque la relación había acabado.
–Pero eso es muy… cruel. Acababa de comprarle un regalo.
–Una mujer como Carmen no es ninguna ingenua respecto a las relaciones de este tipo – algo infinitamente cínico iluminó los ojos grises de Alix cuando dijo aquello–. Sabía desde el principio que la relación iba a acabar.
Leila se cruzó de brazos y luchó contra el impulso de seguir a aquel hombre ciegamente. Ya había cometido aquel error en una ocasión y su corazón había salido malparado.
–Gracias por la invitación, pero me temo que debo decir no.
Alix frunció el ceño.
–¿Está casada? – preguntó a la vez que bajaba la vista hacia la mano de Leila, que la cerró demasiado tarde.
–Eso no es asunto suyo, señor. Le agradecería que se fuese.