El aprendiz - Tess Gerritsen - E-Book

El aprendiz E-Book

Tess Gerritsen

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UN ASESINO QUE CONOCE EL OFICIO Es un verano abrasador en Boston. Y a los males de la ciudad se les agrega una serie de crímenes atroces, en los que hombres de buena posición económica son obligados a mirar cómo un asesino ataca sexualmente a sus esposas. Una exigencia sádica que termina en rapto y muerte. El patrón de las muertes habla de un hombre: el asesino serial Warren Hoyt, recientemente eliminado de las calles de la ciudad. La policía solo puede suponer que un acólito está suelto, un depravado que copia las técnicas del demente al que tanto admira. Al menos eso es lo que piensa la detective Jane Rizzoli. Obligada otra vez a enfrentarse con el asesino que la ha dejado marcada –en sentido literal y figurativo- está decidida a poner fin a la aterradora influencia de Hoyt… aun si significa lidiar con más resistencia de su unidad de homicidios, compuesta únicamente por hombres. Pero Rizzoli no contaba con el repentino interés del gobierno de los Estados Unidos. Ni con toparse con el agente especial Gabriel Dean, que sabe más de lo que dice. Y más que nada, no esperaba convertirse en un blanco ella misma, una vez que Hoyt vuelve a estar libre y se une a su misterioso hermano de sangre para una venganza feroz. "No existe suspenso tan inteligente como este." - Lee Child "La novela de suspenso en su mejor y más aterradora expresión." - Harlan Coben "Tess Gerritsen demuestra que sigue estando en su mejor forma. Me encanta esta historia tan atrapante y no veo la hora de que lleguen otras." - Karin Slaughter

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El Aprendiz

El Aprendiz

Título original: The Apprentice

© 2002 Tess Gerritsen. Reservados todos los derechos.

© 2021 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

Traducción: Constanza Fantin Bellocq

ePub: Jentas A/S

ISBN 978-87-428-1179-5

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

–––

Para Terrina y Mike

Agradecimientos

Mientras escribía este libro, tuve un equipo maravilloso que me alentó, me aconsejó y me dio el apoyo emocional que necesitaba para seguir adelante. Muchas, muchas gracias a mi agente, amiga y guía Meg Ruley y a Jane Berkey, Don Cleary y la gente maravillosa de la Jane Rotrosen Agency. También le debo un agradecimiento a mi fabulosa editora, Linda Marrow, a Gina Centrello, por su entusiasmo infatigable, a Louis Mendez, por mantenerme concentrada y a Gilly Hailpam y Marie Coolman, por apoyarme en los días tristes y oscuros que siguieron al 11 de septiembre y guiarme a casa sana y salva. Gracias también a Peter Mars por su información sobre el Departamento de Policía de Boston y a Selina Walker, que me animaba desde el otro lado del océano.

Por último, mi más profundo agradecimiento a mi esposo, Jacob, que sabe lo difícil que es vivir con una escritora y sin embargo, se queda a mi lado.

PRÓLOGO

Hoy he visto morir a un hombre. Fue un acontecimiento inesperado y me sigo maravillando por el hecho de que el drama se haya desarrollado a mis pies. Gran parte de lo que consideramos emocionante en nuestras vidas no se puede prever y debemos aprender a disfrutar de los espectáculos como vienen, así como a apreciar los excepcionales momentos de interés expectante que puntúan el paso del tiempo que de otro modo sería monótono. Es cierto que mis días aquí transcurren lentamente, en este mundo detrás de los muros, donde los hombres no somos más que números, y nos diferenciamos no por nuestros nombres ni por los talentos que nos han sido dados, sino por la naturaleza de nuestras faltas. Nos vestimos igual, comemos la misma comida, leemos los mismos libros del mismo carro de la prisión. Cada día es igual al anterior. Y de repente, un sorpresivo incidente nos recuerda que la vida puede cambiar en un instante.

Así sucedió hoy, el 2 de agosto, que maduró hasta convertirse en un día gloriosamente soleado y cálido como a mí me gusta. Mientras los demás hombres sudan y arrastran los pies como ganado letárgico, yo estoy de pie en el centro del patio de ejercicios, de cara al sol como un lagarto que absorbe el calor. Tengo los ojos cerrados, por lo que no veo la puñalada ni al hombre trastabillar hacia atrás y caer. Pero oigo el clamor de voces agitadas y abro los ojos.

En una esquina del patio, yace un hombre, sangrando. Todos los demás se apartan y se colocan la habitual máscara de indiferencia que anuncia que no vieron nada ni saben nada.

Yo, solo, me acerco al hombre caído.

Por un instante, me quedo mirándolo. Tiene los ojos abiertos y lúcidos; para él debo ser solamente una silueta negra recortada contra el resplandor del cielo. Es joven, muy rubio, con una barba que es apenas más que una pelusa. Abre la boca y le brotan burbujas de espuma rosada. Una mancha roja se le expande por el pecho.

Me pongo de rodillas junto a él y le rasgo la camisa, dejando al descubierto la herida, que está justo a la izquierda del esternón. La hoja ha entrado limpiamente entre las costillas y ha perforado el pulmón, y tal vez hasta ha pinchado el pericardio. Es una herida mortal y él lo sabe. Intenta hablarme, moviendo los labios sin emitir sonido, mientras trata de enfocar la mirada. Quiere que me incline hacia él, tal vez para escuchar alguna confesión de lecho de muerte, pero no siento el menor interés por nada de lo que pueda decir.

Me concentro, en cambio, en la herida. En la sangre.

Estoy muy familiarizado con la sangre. La conozco hasta en sus elementos. He manipulado innumerables tubos de sangre, he admirado sus distintos tonos de rojo. La he centrifugado hasta obtener columnas bicolores de células apretadas y suero amarillento. Conozco su brillo, su textura sedosa. La he visto fluir en torrentes satinados por incisiones frescas en la piel.

La sangre le brota del pecho como agua bendita de un manantial sagrado. Presiono la palma de la mano contra la herida, bañando mi piel en la tibieza líquida, y la sangre me cubre la mano como un guante escarlata. El hombre cree que trato de ayudarlo y una chispa de gratitud le ilumina los ojos. Es probable que este hombre no haya recibido demasiados gestos de bondad en su corta vida; qué ironía que me confunda con el rostro de la misericordia.

A mis espaldas, oigo el ruido de botas contra el suelo y voces autoritarias:

—¡Atrás! ¡Todos hacia atrás!

Alguien me sujeta de la camisa y me obliga a incorporarme. Me empujan hacia atrás, me alejan del hombre agonizante. Vuela polvo y el aire se carga de insultos mientras nos arrean hacia una esquina. El instrumento mortal, la navaja, yace abandonada en el suelo. Los guardias exigen respuestas pero nadie ha visto nada, nadie sabe nada.

Como siempre.

En el caos del patio, permanezco algo apartado de los otros prisioneros, que siempre me han evitado. Levanto la mano, de la que todavía chorrea sangre del muerto, e inhalo su fragancia suave y metálica. Con solo olerla, me doy cuenta de que es sangre joven, de carne joven.

Los otros prisioneros me miran y se alejan un poco más. Saben que soy distinto; lo han intuido desde un principio. A pesar de su brutalidad me temen, porque comprenden quién -y qué- soy. Observo sus caras, buscando un hermano de sangre entre ellos. Alguien como yo. Pero no lo veo aquí, ni siquiera en esta casa de hombres monstruosos.

Pero existe. Sé que no soy el único de mi condición que camina sobre la faz de la tierra.

En alguna parte, hay otro. Y me espera.

UNO

El lugar ya era un hervidero de moscas. Cuatro horas sobre el asfalto caliente de South Boston habían cocinado la carne pulverizada y liberado el equivalente químico de una campana que anuncia la cena, y el aire zumbaba de moscas. A pesar de que lo que quedaba del torso estaba cubierto ahora con una sábana, todavía quedaba mucho tejido expuesto como para que los insectos carroñeros se hicieran un festín. En la calle, dentro de un radio de diez metros, se veían trocitos de masa encefálica y otras partes imposibles de identificar. Un fragmento de cráneo había aterrizado en una maceta de flores del segundo piso y los coches aparcados tenían tejido adherido a la superficie.

La detective Jane Rizzoli siempre había tenido estómago resistente, pero hasta ella tuvo que hacer una pausa, cerrar los ojos y apretar los puños, furiosa consigo misma por ese instante de debilidad. Mantén la calma. Mantén la calma. Era la única mujer detective de la unidad de homicidios del Departamento de Policía de Boston, y sabía que los implacables reflectores siempre le apuntaban a ella. Cada error, cada triunfo, sería notado. Por todos. Su compañero, Barry Frost, ya había vomitado el desayuno a la vista de todos, lo que era humillante, y ahora estaba sentado con la cabeza sobre las rodillas en el vehículo con aire acondicionado, esperando a que se le asentara el estómago. Ella no podía permitirse sucumbir a las náuseas. Era la oficial de policía más visible en la escena y del otro lado de la cinta policial el público observaba, registrando cada uno de sus movimientos, cada detalle de su aspecto. Sabía que aparentaba menos de sus treinta y cuatro años y eso le hacía sentir la necesidad de mantener un aire de autoridad. Lo que le faltaba en estatura lo compensaba con una mirada directa y penetrante y un porte erguido. Había aprendido el arte de dominar la escena, aunque fuese a fuerza de pura intensidad.

Pero el calor le estaba drenando las energías. Había comenzado el día vestida con los pantalones y americana habituales y con el cabello bien peinado. Ahora se había quitado la chaqueta, tenía la blusa arrugada y la humedad le había encrespado e indisciplinado la melena oscura. Se sentía atacada desde todos los frentes por los olores, las moscas y el sol abrasador. Eran demasiadas las cosas en las que había que concentrarse al mismo tiempo. Y con toda esa gente mirando.

El sonido de voces enérgicas le llamó la atención. Un hombre con camisa de vestir y corbata discutía con un policía para que le permitiera el paso.

—Mire, tengo que llegar a una reunión de ventas ¿entiende? Ya voy con una hora de retraso. Me han rodeado el coche con la maldita cinta policial ¿y ahora me dice que no puedo conducirlo? ¡Joder, es mi puto coche!

—Se trata de la escena de un crimen, señor.

—¡Es un accidente!

—No hemos determinado eso todavía.

—¿Y cuánto tiempo les tomará hacerlo, todo el día? ¿Por qué no nos escuchan a nosotros? ¡Todo el vecindario escuchó lo sucedido!

Rizzoli se acercó al hombre, cuya cara estaba perlada de sudor. Eran las once y media y el sol, cerca del zenit, brillaba como un ojo de fuego.

—¿Qué fue lo que escuchó exactamente, señor?

El hombre resopló con impaciencia.

—Lo mismo que escucharon todos...

—¿Un golpe fuerte?

—Sí. Alrededor de las siete y media. Justo estaba saliendo de la ducha. Miré por la ventana y allí estaba, tendido sobre la acera. Como verá, es una esquina complicada. Muchos idiotas la toman a gran velocidad. Debe de haberlo arrollado un camión.

—¿Vio un camión?

—No.

—¿Escuchó el ruido de un camión?

—No.

—¿Y tampoco vio un automóvil?

—Camión, coche. —Se encogió de hombros. —De cualquier modo, alguien lo atropelló y se fugó.

La misma historia, repetida media docena de veces por los vecinos de ese hombre. En algún momento entre las siete y quince y las siete y treinta de la mañana se había oído un ruido fuerte en la calle. Nadie vio el momento en que sucedió. Simplemente oyeron el ruido y encontraron el cuerpo. Rizzoli ya había considerado y descartado la posibilidad de que el hombre se hubiera arrojado al vacío. Se trataba de un vecindario de construcciones de dos pisos, ningún edificio era lo suficientemente alto como para explicar los daños catastróficos en el cuerpo de alguien que se hubiera arrojado por una ventana. Tampoco había encontrado evidencia de una explosión como causa de tamaña desintegración anatómica.

—¿Oiga, puedo llevarme el coche ahora? —quiso saber el hombre—. Es aquel Ford verde.

—¿El que tiene el maletero salpicado de tejido cerebral?

—Sí.

—¿Pues qué le parece? —respondió ella con aspereza y se alejó para reunirse con el médico forense, que estaba agazapado en medio de la calle, estudiando el asfalto. —Los vecinos de esta calle son unos imbéciles —se quejó Rizzoli—. A nadie le importa un carajo la víctima. No hay una persona que sepa quién es, tampoco.

El doctor Ashford Tierney no levantó la vista, sino que siguió contemplando la calle. Debajo de unos mechones escasos de pelo canoso, su cuero cabelludo brillaba por el sudor. Nunca había visto al doctor Tierney tan anciano y cansado como se veía ahora. Cuando intentó incorporarse, extendió un brazo en un pedido mudo de ayuda. Ella le tomó la mano y sintió, a través de la piel, el crujido de huesos cansados y articulaciones artríticas. Era un anciano caballero sureño, nativo de Georgia, y nunca se había llevado del todo bien con la forma de ser directa de Rizzoli, característica de los bostonianos, del mismo modo que a ella nunca le había gustado la formalidad de él. Lo único que tenían en común eran los restos humanos que iban a parar a la mesa de autopsias del doctor Tierney. Mientras lo ayudaba a ponerse de pie, su fragilidad la entristeció y le recordó a su propio abuelo, que la había preferido por sobre los demás nietos, tal vez porque se reconocía a sí mismo en la tenacidad y el amor propio de ella. Recordó cómo lo ayudaba a levantarse del sillón reclinable, cómo su mano, entumecida por un accidente cerebrovascular se cerraba como una garra sobre el brazo de ella. Aun a los hombres fuertes como Aldo Rizzoli el paso del tiempo los desgastaba hasta convertirlos en huesos y articulaciones frágiles. Veía ese efecto en el doctor Tierney, que trastabilló bajo el sol ardiente, sacó un pañuelo y se secó el sudor de la frente.

—Este sí que es un caso extraordinario con el que terminar mi carrera —comentó—. ¿Dígame, detective, va a venir a mi fiesta de despedida?

—Ehh...¿qué fiesta? —preguntó Rizzoli.

—La fiesta con la que piensan sorprenderme.

Ella suspiró.

—Sí, voy a ir —admitió.

—¡Já! Siempre sé que me dará una respuesta directa. ¿Es la semana que viene?

—No, la siguiente. Y yo no le dije nada ¿de acuerdo?

—Me alegro de que me lo haya dicho. —Bajó la vista al asfalto. —No me agradan demasiado las sorpresas.

—¿Qué tenemos aquí, entonces, doc? ¿Atropello y fuga?

—Este parece ser el punto de impacto.

Rizzoli bajó la mirada al gran charco de sangre. Luego miró el cadáver, tendido a unos cinco metros, sobre la acera.

—¿Dice que primero golpeó aquí contra el suelo y luego rebotó hasta allí? —preguntó Rizzoli.

—Por lo visto, sí.

—Debe de haberse tratado de un camión enorme para causar este desparramo.

—No, un camión, no —fue la enigmática respuesta de Tierney. Echó a andar por la calle, con la mirada fija en el suelo.

Rizzoli lo siguió, espantando el mosquerío. Tierney se detuvo a unos diez metros y señaló una masa grisácea junto al cordón.

—Más masa cerebral —observó

—¿No fue un camión lo que hizo esto? —preguntó Rizzoli.

—No. Ni un coche, tampoco.

—¿Y qué me dice de las marcas de neumáticos en la camisa de la víctima?

Tierney se enderezó y recorrió con la mirada la calle, las aceras, los edificios.

—¿Nota algo particularmente interesante en esta escena, detective?

—Además del hecho de que hay un tipo muerto al que le falta el cerebro?

—Mire el punto de impacto. —Tierney hizo un ademán hasta el lugar donde había estado agazapado unos momentos antes. —¿Ve el patrón de dispersión de las partes del cuerpo?

—Sí, salpicó hacia todas partes. El punto de impacto está en el centro.

—Correcto.

—Es una calle transitada —comentó Rizzoli—. Los vehículos giran por la esquina a demasiada velocidad. Además, la víctima tiene marcas de neumáticos en la camisa.

—Vayamos a ver esas marcas de nuevo.

Mientras caminaban otra vez hacia el cadáver, se les unió Barry Frost, que por fin había salido de su automóvil; se lo veía pálido y algo avergonzado.

—Ay, ay, ay —se lamentó.

—¿Te encuentras bien? —preguntó ella.

—¿Crees que tendré gastroenteritis o algo así?

—O algo así, sí. —A Rizzoli siempre le había caído bien Frost; apreciaba su personalidad alegre y positiva y lamentaba tener que verlo con el orgullo tan pisoteado. Le dio una palmada en el hombro y le sonrió con aire maternal. Frost despertaba instintos maternales, aún en alguien decididamente poco maternal como ella. —La próxima vez te pondré una bolsita para el vómito en la mochila —dijo, solícita.

—Sabes —respondió él, mientras echaba a andar tras ella—, creo que es solo un virus estomacal.

Llegaron al torso. Tierney gruñó al agazaparse; sus articulaciones protestaban ante la nueva afrenta. Levantó la sábana descartable. Frost empalideció y dio un paso atrás; Rizzoli contuvo el impulso de hacer lo mismo.

El torso se había quebrado en dos partes, separadas a la altura del ombligo. La mitad superior, cubierta con una camisa beige de algodón, yacía de este a oeste. La parte inferior, con vaqueros, de norte a sur. Las dos mitades estaban conectadas solo por unas hilachas de piel y músculo. Los órganos internos habían salido del cuerpo y conformaban una masa pulposa en la acera. La parte posterior del cráneo se había abierto y el cerebro había sido eyectado.

—Hombre joven, bien alimentado, de aparente origen hispano o mediterráneo, de entre veinte y treinta años —informó Tierney—. Fracturas visibles en la columna a la altura del tórax, clavícula, costillas y cráneo.

—-¿No puede haberlas causado un camión? —preguntó Rizzoli.

—Es posible, claro, que un camión haya provocado este tipo de daños masivos. —Miró a Rizzoli con un desafío en sus ojos celestes. —Pero nadie oyó ni vio a un vehículo de ese tipo ¿verdad?

—Lamentablemente, no —admitió ella.

—Miren, no me parece que esas marcas en la camisa sean de neumáticos —logró mascullar Frost por fin.

Rizzoli se concentró en las huellas negras sobre la parte delantera de la camisa de la víctima. Con mano enguantada, tocó una de las líneas y se miró el dedo. Una mancha negra se había transferido al guante de látex. Se quedó mirándolo un instante, mientras procesaba esta nueva información.

—Tienes razón —dijo—. No es la huella de un neumático. Es grasa.

Se enderezó y recorrió la calle con la mirada. No veía huellas ensangrentadas de neumáticos ni partes de carrocería. No había trozos de vidrio ni de plástico quebrados por el impacto contra un cuerpo humano.

Durante varios segundos, nadie habló. Se miraron entre ellos, mientras comenzaban a comprender la única explicación posible. Como para confirmar la teoría, un avión de línea pasó rugiendo sobre sus cabezas. Rizzoli levantó la mirada y vio un 747 en descenso hacia el aeropuerto internacional Logan, unos diez kilómetros hacia el noreste.

—Dios bendito —masculló Frost, protegiéndose los ojos del sol—. Qué manera de irse. Por favor díganme que ya estaba muerto cuando cayó.

—Es bastante probable —repuso Tierney—. Me atrevería a decir que su cuerpo cayó cuando bajaron las ruedas, al comenzar el descenso de aproximación. Suponiendo que era un vuelo de arribo, claro está.

—Y... sí —concordó Rizzoli—. ¿Cuántos polizontes tratan de salir del país? —Observó la tez aceitunada del muerto. —Digamos, entonces que venía en un avión desde América del Sur, por ejemplo...

—Habría estado volando a una altura de por lo menos nueve mil metros —dijo Tierney—. El compartimiento del tren de aterrizaje no está presurizado. Un polizonte tendría que enfrentar descompresión rápida. Congelación. Aun en pleno verano, la temperatura a esas altitudes es bajo cero. Unas horas en esas condiciones y estaría hipotérmico e inconsciente por falta de oxígeno. Un viaje largo en el compartimiento del tren de aterrizaje le provocaría la muerte, seguramente.

El sonido del localizador de Rizzoli interrumpió lo que prometía ser una conferencia, pues el doctor Tierney ya estaba poniéndose en modo profesional. Ella miró el número en el localizador pero no lo reconoció. Un prefijo de Newton. Sacó el móvil y llamó.

—Detective Korsak —dijo una voz de hombre.

—Habla Rizzoli. ¿Me llamó?

—¿Está con un teléfono móvil, detective?

—Sí.

—¿Tiene un teléfono fijo a su alcance?

—De momento, no. —No sabía quién era el detective Korsak y quería poner fin a la llamada. —¿Quiere decirme de qué se trata?

Una pausa. Oía voces en el fondo y el chasquido del walkie-talkie de un policía.

—Estoy en la escena de un crimen aquí en Newton —dijo el hombre—. Creo que debería venir a ver esto.

—¿Está requiriendo al asistencia del Departamento de Policía de Boston? Puedo darle el nombre de otra persona de nuestra unidad.

—Intenté comunicarme con el detective Moore, pero me informaron que está con licencia. Por eso la llamé a usted. —Hizo otra pausa y luego añadió con firmeza, pero sin levantar la voz: —Se trata de aquel caso del que usted y Moore estuvieron a cargo el año pasado. Ya sabe a cuál me refiero.

Ella guardó silencio. Sabía perfectamente bien de qué estaba hablando. Los recuerdos de aquella investigación seguían persiguiéndola; hasta aparecían en sus pesadillas.

—Sí, continúe —dijo en voz baja.

—¿Quiere la dirección? —preguntó él.

Rizzoli sacó su libreta.

Instantes después, cortó y volvió a concentrarse en el doctor Tierney.

—He visto lesiones similares en paracaidistas a los que no se les abrió el equipo —dijo el médico—. Desde esa altura, un cuerpo alcanzaría velocidad terminal, o sea, unos sesenta metros por segundo. Suficiente como para causar la desintegración que vemos aquí.

—Es un precio endemoniado para pagar para entrar en este país —observó Frost.

Otro avión de pasajeros pasó rugiendo sobre ellos, y su sombra los sobrevoló como un águila.

Rizzoli levantó la mirada al cielo. Imaginó un cuerpo en caída libre durante trescientos metros. Pensó en el aire frío que cortaría, luego en el aire que se iba entibiando a medida que se acercaba a la tierra.

Contempló los restos cubiertos del hombre que se había atrevido a soñar con un mundo nuevo, con un futuro mejor.

Bienvenido a los Estados Unidos.

El policía de Newton apostado delante de la casa era novato y no reconoció a Rizzoli. La detuvo en el perímetro protegido con cinta policial y se dirigió a ella con un tono brusco que combinaba con su uniforme nuevo. Su placa de identificación decía: RIDGE.

—Esta es la escena de un crimen, señora.

—Soy la detective Rizzoli, del Departamento de Policía de Boston. Vengo a ver al detective Korsak.

—Muéstreme identificación, por favor.

El pedido la tomó por sorpresa y tuvo que desenterrar la placa del fondo de su bolso. En la ciudad de Boston, casi todos los policías sabían perfectamente quién era ella. Unos kilómetros fuera de su territorio, en este suburbio acomodado, y de repente se veía reducida a tener que mostrar la placa.

En cuanto la vio, el policía se sonrojó.

—Le pido disculpas, señora. Sucede que hace unos minutos, una reportera me engañó con sus argumentos y pasó. No podía permitir que volviera a suceder.

—¿Korsak está adentro?

—Sí, señora.

Rizzoli dirigió una mirada a los vehículos aparcados en la calle, entre los cuales se veía una furgoneta blanca con la inscripción JEFATURA FORENSE DEL ESTADO DE MASSACHUSSSETS sobre un costado.

—¿Cuántas víctimas? —quiso saber.

—Una. Ya estan por sacarlo —respondió el agente.

Levantó la cinta para permitir que ella pasara al jardín delantero. Se oía el canto de pájaros y el aire tenía el aroma dulce del césped. Ya no estás en South Boston, se dijo Rizzoli. Los jardines se veían inmaculados; los cercos verdes estaban impecablemente podados y el césped verde se asemejaba al de un campo de golf. Se detuvo en la entrada de ladrillos y contempló la fachada con reminiscencias Tudor. El señor de la falsa mansión inglesa, pensó. No era la casa, ni el vecindario que podría permitirse jamás un policía honesto.

—¿Qué chocita, no? —comentó el agente Ridge.

—¿Cómo se ganaba la vida este hombre?

—Oí que era cirujano, o algo así.

Cirujano. La palabra tenía un significado especial para ella y el sonido la atravesó como una aguja de hielo, dejándola helada aun en ese día cálido. Dirigió la mirada a la puerta de entrada y vio que el pomo estaba cubierto de polvo para huellas dactilares. Respiró hondo y se colocó guantes de látex y cubrezapatos desechables.

Adentro, vio pisos de roble lustrados y una escalinata que subía a alturas de catedral. Una ventana con vidrios coloridos dejaba entrar brillantes rombos de colores.

Oyó el susurro de los cubrezapatos desechables y vio aparecer en el vestíbulo a un hombre del tamaño de un oso. A pesar de que estaba vestido de manera profesional, con una corbata pulcramente anudada, el efecto se veía arruinado por los continentes mellizos de sudor que le manchaban las axilas. Las mangas enrolladas dejaban al descubierto unos brazos macizos cubiertos de vello oscuro.

—¿Rizzoli? —preguntó.

—La misma que viste y calza.

Él se le acercó, con el brazo extendido, luego recordó que llevaba guantes y dejó caer la mano.

—Soy Vince Korsak. Disculpe que no le haya dicho más por teléfono, pero hoy en día todos tienen un escáner. Ya se nos había metido una reportera en la escena. Qué perra.

—Eso oí.

—Mire, sé que seguramente se estará preguntando qué diablos hace en esta zona, pero el año pasado seguí su trabajo. Me refiero a los asesinatos del Cirujano. Pensé que querría ver esto.

A Rizzoli se le había secado la boca.

—¿Qué tiene?

—La víctima está en la sala de estar. Se trata del doctor Richard Yeager, treinta y seis años. Cirujano ortopédico. Esta es su residencia.

Ella contempló la ventana con cristales de colores.

—Vosotros los de Newton conseguís los homicidios de lujo.

—Por fin los del departamento de policía de Boston dejais algo para nosotros. Aquí no suceden cosas así. Mucho menos algo tan retorcido como esto.

Korsak la guió por el vestíbulo hasta la sala de estar familiar. Lo primero que vio Rizzoli fue el sol que entraba por un ventanal de vidrio de dos pisos de alto. A pesar de la cantidad de técnicos de la policía científica que estaban trabajando, el ambiente se veía espacioso y austero: paredes blancas y piso de madera reluciente.

Y sangre. No importaba a cuántas escenas del crimen llegara, esa primera visión de sangre siempre la horrorizaba. Una cola de cometa de salpicadura arterial se había disparado contra la pared y había chorreado como cintas serpenteantes. La fuente de esa sangre, el doctor Richard Yeager, estaba sentada con la espalda contra la pared y las manos atadas detrás del cuerpo. Vestía solamente calzoncillos y tenía las piernas extendidas delante del cuerpo, con los tobillos atados con cinta americana. La cabeza le colgaba contra el pecho, tapando la vista de la herida que había provocado la hemorragia fatal, pero Rizzoli no necesitó ver el tajo para darse cuenta de que había sido profundo y había seccionado la carótida y la tráquea. Conocía demasiado bien las consecuencias de una herida así y podía ver los momentos finales del hombre en las manchas de sangre: la arteria seccionada, los pulmones llenándose de sangre, la víctima aspirando sangre por la tráquea seccionada. Ahogándose con su propia sangre. El líquido que había exhalado por la tráquea se le había secado sobre el torso desnudo. A juzgar por los hombros anchos y la musculatura del médico, gozaba de buen estado físico y sin duda habría tenido suficiente fuerza como para luchar contra un atacante. Y sin embargo, había muerto con la cabeza inclinada hacia adelante en posición de sumisión.

Los dos empleados de la morgue ya habían acercado la camilla y estaban de pie junto al cuerpo, evaluando cómo mover un cadáver rígido por el rigor mortis.

—Cuando la médica forense lo vio a las diez de la mañana —dijo Korsak—, ya presentaba lividez cadavérica y rigor mortis. Ella calculó la hora de la muerte entre la medianoche y las tres de la mañana.

—¿Quién lo encontró?

—La enfermera de su consultorio. Como él no fue a la clínica esta mañana ni respondía el teléfono, la mujer vino en coche hasta aquí para ver si estaba bien. Lo encontró alrededor de las nueve de la mañana. No hay rastros de la esposa.

—¿La esposa? —Rizzoli miró a Korsak

—Gail Yeager, treinta y un años. Está desaparecida.

Rizzoli volvió a estremecerse como lo había hecho en la puerta de entrada de la casa. —¿Un rapto?

—Solo digo que ha desaparecido.

Rizzoli contemplaba a Richard Yeager, cuyo cuerpo musculoso no había podido contra la muerte.

—Hábleme de estas personas. De su matrimonio.

—Una pareja feliz. Eso dicen todos.

—Lo dicen siempre.

—Pues en este caso, parece ser cierto. Se habían casado hace dos años. Compraron la casa hace un año. Ella es enfermera de quirófano en el mismo hospital donde trabaja él, así que tenían el mismo círculo de amigos, los mismos horarios.

—Pasaban mucho tiempo juntos.

—Sí, exacto. Me volvería loco si tuviera que estar con mi esposa todo el santo día. Pero parecían llevarse muy bien. El mes pasado, él se tomó dos semanas de licencia solamente para quedarse con ella tras la muerte de su madre. ¿Cuánto cree que gana un cirujano ortopédico en dos semanas, eh? ¿Quince, veinte mil dólares? Un acompañamiento bastante caro, le regaló.

—Ella debía de necesitarlo.

Korsak se encogió de hombros.

—Sí, pero de todos modos.

—Entonces no habéis encontrado motivo para que ella lo abandonara.

—Mucho menos para que lo liquidara.

Rizzoli observó los ventanales de la sala de estar. Los árboles y arbustos bloqueaban la vista de las casas linderas.

—Dijo que murió entre medianoche y las tres de la mañana.

—Así es.

—¿Los vecinos escucharon algo?

—Los de la izquierda están en París. Oh la la. Los de la derecha durmieron profundamente toda la noche.

—¿Forzaron alguna entrada?

—La ventana de la cocina. Rompieron la tela metálica con un cortador de vidrio. Hay huellas tamaño cuarenta y cuatro en el cantero de flores. Las mismas huellas con sangre, aquí en la sala. —Sacó un pañuelo y se secó la frente húmeda. Korsak era uno de esos individuos de poca suerte para los que no hay antitranspirante que funcione. En los pocos minutos en que habían estado conversando, las manchas de sudor se le habían extendido por la camisa.

—Bien, apartémoslo de la pared —dijo uno de los empleados de la morgue —y tumbémoslo sobre la sábana.

—¡Cuidado con la cabeza! ¡Se está por caer!

—Ay, por Dios.

Rizzoli y Korsak permanecieron en silencio mientras los hombres tendían al doctor Yeager de costado sobre una sábana desechable. El rigor mortis había endurecido el cadáver en una posición de noventa grados y los empleados de la morgue discutían sobre cómo acomodarlo sobre la camilla dado lo grotesco de la pose.

Súbitamente, la mirada de Rizzoli se posó sobre un trozo de algo blanco que estaba en el suelo, donde había estado sentado el cadáver. Se inclinó para levantar lo que parecía ser un trocito de porcelana.

—Una taza de té rota —dijo Korsak.

—¿Qué?

—Había una taza y un platito junto a la víctima. Deben de habérsele caído del regazo o algo así. Hemos recogido todo para buscar huellas dactilares. Vio la expresión perpleja de ella y se encogió de hombros. —No me pregunte, no tengo idea.

—¿Un objeto simbólico?

—Ajá. Un ritual de té para el muerto.

Rizzoli contempló el trocito de porcelana sobre su mano enguantada y pensó en su significado. Tenía un nudo en el estómago. Todo le resultaba terriblemente conocido. La garganta cortada. Las ataduras con cinta americana. La entrada nocturna por una ventana. La víctima o víctimas sorprendidas mientras dormían.

Y una mujer desaparecida.

—¿Dónde está el dormitorio? —preguntó. No quería verlo. Sentía miedo de verlo.

—Venga, esto es lo que quería que viera.

Las paredes que del pasillo que llevaba al dormitorio estaba estaban cubiertas de fotografías en blanco y negro enmarcadas. No eran fotografías familiares en las que las personas posan sonrientes sino imágenes llamativas de mujeres desnudas, con el rostro tapado o apartado de la cámara: torsos anónimos. Una mujer abrazada a un árbol, la piel suave contra la corteza áspera. Una mujer sentada, inclinada hacia adelante, con el cabello largo como una cascada entre los muslos desnudos. Una mujer con los brazos en alto y el torso brillante de sudor producido por ejercitación vigorosa. Rizzoli se detuvo a estudiar una fotografía que había quedado torcida por un golpe.

—Son todas de la misma mujer —comentó.

—Es ella.

—¿La señora Yeager?

—Medio raritos los dos ¿verdad?

Rizzoli observó el cuerpo estilizado y musculoso de Gail Yeager.

—No le veo nada de raro ni indecente. Son fotografías bellísimas.

—Mmm, no lo sé. Este es el dormitorio. —Señaló la puerta.

Rizzoli se detuvo en el umbral. Adentro había una gran cama matrimonial, deshecha, como si los ocupantes se hubieran despertado súbitamente. La alfombra, de color rosado muy pálido, estaba aplanada en franjas separadas que iban de la cama a la puerta.

—Los sacaron de la cama a la rastra —dijo en voz baja.

Korsak asintió.

—El asesino los toma por sorpresa en la cama. De algún modo logra someterlos. Les ata las manos y los tobillos. Los arrastra por la alfombra hasta el pasillo, donde el piso es de madera.

El comportamiento del asesino desconcertaba a Rizzoli. Lo imaginaba de pie donde estaba ella ahora, observando a la pareja dormida. La ventana alta que estaba por encima de la cama, sin cortinas, habría dejado entrar suficiente luz como para permitirle distinguir cuál era el hombre y cuál, la mujer. Atacaría al doctor Yeager primero. Era lo más lógico, controlar primero al hombre. Dejar a la mujer para después. Rizzoli podía visualizar todo hasta allí. El acercamiento, el ataque inicial. Lo que no comprendía era lo que venía después.

—¿Por qué habrá querido moverlos? ¿Por qué no mató al doctor Yeager aquí, directamente. ¿Para qué sacarlos del dormitorio?

—No lo sé. —Korsak señaló la puerta. —Ya han tomado fotografías de todo, puede entrar.

Con renuencia, Rizzoli entró en el dormitorio; esquivó las marcas en la alfombra y cruzó hasta la cama. No se veía sangre sobre las sábanas ni sobre el cobertor. Sobre una almohada había un cabello largo y rubio: el lado de la señora Yeager, pensó. Giró hacia donde estaba el tocador, sobre el cual había una fotografía enmarcada de la pareja y confirmó que Gail Yeager era rubia. Y muy bonita, con ojos celestes y pecas salpicadas sobre la piel bronceada.

El doctor Yeager tenía el brazo sobre los hombros de ella y proyectaba la confianza de un hombre que se sabe musculoso y fuerte. No el tipo de hombre que termina muerto en ropa interior, con las manos y los pies atados.

—Está sobre la silla —dijo Korsak.

—¿Cómo dice?

—Mire la silla.

Rizzoli se volvió hacia un rincón y vio una silla antigua con respaldo en escalera. Sobre el asiento había un camisón doblado. Cuando se acercó, vio manchas de sangre brillantes sobre el satén color crema.

Sintió que se le erizaba el pelo de la nuca y por unos segundos, se olvidó de respirar.

Extendió el brazo y levantó un borde de la prenda. Del otro lado también había manchas.

—No sabemos de quién es la sangre —dijo Korsak—. Podría ser del doctor Yeager o podría ser de la esposa.

—Estaba manchado antes de que lo doblara.

—Pero no hay sangre en el dormitorio. Lo que significa que se manchó en la sala. Luego lo trajo hasta aquí. Lo dobló cuidadosamente y lo colocó sobre la silla, como un obsequio de despedida. —Korsak hizo una pausa. —¿Le recuerda a alguien?

Rizzoli tragó con fuerza.

—Claro que sí.

—Este asesino le está copiando la firma a su hombre.

—No, esto es distinto. Todo esto es diferente. El Cirujano nunca atacaba parejas.

—Los camisones doblados. La cinta americana. Las víctimas tomadas por sorpresa en la cama.

—Warren Hoyt elegía mujeres solas. Víctimas a las que podía someter de inmediato.

—¡Pero mire las semejanzas! Le aseguro que se trata de un imitador. Algún loco que ha estado leyendo sobre el Cirujano.

Rizzoli seguía contemplando el camisón y recordando otros dormitorios, otras escenas de muerte. En un verano tórrido como este, en el que las mujeres dormían con las ventanas abiertas, un hombre llamado Warren Hoyt se había introducido en sus hogares, trayendo consigo fantasías oscuras y bisturís con los que llevaba a cabo rituales sangrientos sobre víctimas despiertas y conscientes de cada incisión. Mientras miraba el camisón, la imagen del rostro absolutamente común de Hoyt le vino a la mente; la misma cara que la acosaba en las pesadillas.

Pero esto no es obra de él. Warren Hoyt está preso en un lugar del que no puede escapar. Lo sé porque fui yo la que lo encerró allí.

—El Boston Globe publicó todos los detalles jugosos —dijo Korsak—. Su asesino hasta salió en el New York Times. Y ahora este tipo lo está imitando.

—No, este asesino hace cosas que Hoyt no hizo nunca. Lleva a la pareja a rastras a la sala. Sienta al hombre contra una pared y luego lo degüella. Se parece más a una ejecución. O a un ritual. Y después está la mujer. El tipo mata al marido, pero ¿qué hace con la mujer? —Hizo una pausa al recordar el trozo de porcelana en el suelo. La taza rota. Su significado la golpeó como un viento helado.

Sin decir una palabra, salió del dormitorio y volvió a la sala de estar. Estudió la pared contra la cual había estado apoyado el doctor Yeager. Bajó la mirada al suelo y comenzó a caminar en círculos cada vez más grandes, observando el salpicado de sangre sobre la madera.

—¿Rizzoli? —dijo Korsak.

Ella se volvió hacia las ventanas y entornó los ojos para protegerse de la luz del sol.

—Hay demasiada luz aquí. Y demasiado vidrio. No podemos cubrirlo todo. Tendremos que volver esta noche.

—¿Está pensando en utilizar luz ultravioleta?

—Sí, la vamos a necesitar para poder ver bien.

—¿Qué es lo que busca?

Rizzoli giró otra vez hacia la pared.

—El doctor Yeager estaba sentado allí cuando murió. El asesino lo arrastró desde el dormitorio. Lo sentó contra la pared, mirando hacia el centro de la sala.

—Así es.

—¿Por qué lo puso allí? ¿Por qué tomarse todo ese trabajo con la víctima todavía viva? Tenía que haber un motivo.

—¿Cuál?

—Lo puso allí para que viera algo. Para que fuera testigo de lo que sucedía en este lugar.

La expresión de Korsak registró por fin la comprensión de lo atroz. Se quedó mirando fijamente la pared contra la cual había estado apoyado el doctor Yeager, único espectador del teatro del horror.

—Ay, Dios mío —masculló—. La señora Yeager.

DOS

Rizzoli se llevó a su casa pizza del local de comidas a la vuelta de la esquina y buceó dentro del refrigerador hasta encontrar una cabeza de lechuga añeja en el fondo del cajón para vegetales. La deshojó y descartó las hojas oscuras hasta llegar al corazón, que estaba al límite de lo comestible. Preparó una ensalada pálida y poco apetecible, que comió por obligación y no por placer. No tenía tiempo para el placer; comió solamente para recargar combustible para la desagradable noche que tenía por delante.

Después de unos cuantos bocados, apartó el plato y se quedó mirando las manchas rojas de salsa de tomate en el plato. Las pesadillas terminan por alcanzarte, pensó. Te crees inmune a ellas, te crees los suficientemente fuerte y objetiva como para vivir con ellas. Sabes cómo representar el papel, como fingir para engañar a todos. Pero esos rostros se quedan contigo. Los ojos de los muertos.

¿Estaría Gail Yeager entre ellos?

Se miró las manos, las cicatrices mellizas, nudos en las palmas como heridas de crucifixión cerradas. Cada vez que el tiempo se ponía frío y húmedo le dolían las manos; el cruel recuerdo de lo que Warren Hoyt le había hecho un año atrás, el día que le había cortado la piel con sus hojas afiladas. El día que ella creyó que sería el último de su vida. Las viejas heridas le dolían ahora, pero no podía echarle la culpa al tiempo. No, era a causa de lo que había visto hoy en Newton. El camisón doblado. El abanico de sangre en la pared. Había entrado en una habitación donde el mismísimo aire seguía cargado de terror, y había sentido la presencia persistente de Warren Hoyt.

Imposible, desde luego. Hoyt estaba en la cárcel, exactamente donde le correspondía estar. Sin embargo, aquí estaba ella, congelada en la silla por el recuerdo de esa casa de Newton porque el horror le había resultado tan familiar.

Sentía la tentación de llamar a Thomas Moore, con quien había trabajado en el caso de Hoyt. Moore conocía los detalles tan bien como ella y comprendía lo espeso de la telaraña de miedo que Hoyt había tejido alrededor de todos ellos. Pero desde que él se había casado, sus vidas habían tomado por caminos divergentes. La felicidad que él había encontrado era lo que los había convertido en desconocidos. La gente feliz se contiene a sí misma; respira un aire diferente y está sujeta a leyes de gravedad distintas. Aunque tal vez Moore no se daba cuenta del cambio entre ellos, Rizzoli lo había sentido y había hecho el duelo de la pérdida, aun cuando envidiaba la felicidad de su compañero. Se avergonzaba también de sentir celos de la mujer que se había adueñado del corazón de Moore. Hacía unos días había recibido una postal desde Londres, donde él y Catherine estaban de vacaciones. Un breve saludo garabateado en la parte trasera de una postal de recuerdo del museo de Scotland Yard, para decirle que lo estaban pasando muy bien y todo era una maravilla en su mundo. Al pensar ahora en esa nota llena de alegre optimismo, Rizzoli comprendió que no podía molestarlo con este caso; no podía traer de vuelta a sus vidas la sombra de Warren Hoyt.

Permaneció sentada escuchando los sonidos del tránsito en la calle, que solo parecían acentuar el silencio absoluto en su apartamento. Miró a su alrededor, la sala de estar austeramente decorada, las paredes desnudas donde todavía no había colgado ni siquiera un cuadro. El único decorado —si se podía llamar así— era un mapa de la ciudad clavado con chinchetas en la pared encima de la mesa donde comía. Un año atrás, el mapa había estado lleno de alfileres de colores que indicaban donde se habían producido los asesinatos del Cirujano. Había tenido tanta necesidad de reconocimiento, de que sus colegas aceptaran que era su par, que había vivido y respirado la cacería. Aun en casa, había comido frente al mapa con las huellas de los asesinatos.

Ahora ya no estaban los alfileres, pero el mapa seguía allí, esperando un nuevo lote de indicadores que marcaran los pasos de otro asesino. Se preguntó qué decía de ella que aun después de dos años en ese apartamento, el único adorno en las paredes fuera ese mapa de Boston, qué penosa interpretación podía hacerse de ese hecho. Mi territorio, pensó.

Mi universo.

Las luces estaban apagadas dentro de la residencia Yeager cuando Rizzoli aparcó en la entrada a las nueve y diez de la noche. Fue la primera en llegar y como no tenía acceso a la casa, abrió las ventanillas del coche para dejar entrar el aire fresco y esperó a que llegaran los demás. La casa estaba en una tranquila calle sin salida, y las ventanas de los vecinos estaban a oscuras, cosa que resultaría ventajosa esta noche, ya que habría menos luz ambiental para complicar la búsqueda. Pero en ese momento, sentada sola frente a la casa del horror, deseaba con intensidad luces brillantes y compañía humana. Las ventanas de la casa del doctor Yeager la miraban como ojos vidriosos de un cadáver. Las sombras a su alrededor adoptaban un sinnúmero de formas, ninguna de las cuales era benigna. Sacó el arma, le quitó la traba de seguridad y la apoyó sobre su regazo. Solo entonces logró sentirse más tranquila.

Vio el brillo de las luces de un coche en el espejo retrovisor. Se volvió y comprobó con alivio que la furgoneta de los técnicos de la escena del crimen se detenía detrás de ella. Volvió a guardar el arma en el bolso.

Un joven de espaldas anchas descendió de la camioneta y se acercó a su automóvil. Cuando se inclinó a mirar por la ventanilla, ella vio el brillo de su arete de oro.

—Hola, Rizzoli —saludó el muchacho.

—Hola, Mick. Gracias por venir.

—Lindo barrio.

—Espera a ver la casa.

Las luces de otro vehículo iluminaron la calle sin salida. Había llegado Korsak.

—Estamos todos —anunció ella—. Empecemos a trabajar.

Korsak y Mick no se conocían. Mientras los presentaba bajo la luz del techo de la camioneta, Rizzoli vio que Korsak miraba el arete del técnico y notó que vacilaba antes de estrecharle la mano. Casi podía ver sus pensamientos: Arete. Fisicoculturista. Seguro que es homosexual.

Mick comenzó a descargar su equipo.

—Traje el nuevo Mini Crimescope 400 —dijo—. Luz de cuatrocientos vatios. Tres veces más potente que el viejo GE de trescientos cincuenta. La fuente de luz más intensa con la que hemos trabajado hasta el momento. Es todavía más fuerte que la Xenon de quinientos vatios. —Miró a Korsak. —¿ Le importaría llevar la caja de la cámara?

Antes de que Korsak pudiera responder, Mick le entregó una maleta de aluminio y luego se volvió hacia la camioneta para seguir bajando el equipo. Korsak permaneció inmóvil un instante, sosteniendo la caja de la cámara con expresión incrédula. Luego se dirigió a la casa con pasos furiosos.

Cuando Rizzoli y Mick llegaron a la puerta principal cargados con bolsos varios que contenían el aparato Crimescope, cables eléctricos y anteojos protectores, Korsak ya había encendido las luces interiores y la puerta estaba entreabierta. Se calzaron los cubrezapatos desechables y entraron.

Al igual que Rizzoli ese mismo día, Mick se detuvo en la entrada y se quedó mirando embelesado la majestuosa escalinata.

—En la cima hay una ventana con cristales de colores —dijo Rizzoli—. Deberías verla cuando brilla el sol.

Korsak, fastidiado, gritó desde la sala de estar familiar:

—¿Vamos a ponernos a trabajar o qué?

Mick miró a Rizzoli como para decir qué imbécil y ella se encogió de hombros. Juntos avanzaron por el pasillo.

—Esta es la sala —dijo Korsak—. Tenía puesta una camisa distinta de la que había usado esa tarde, pero que también ya estaba manchada de sudor. De pie en la entrada, con la mandíbula hacia adelante y las piernas separadas, como un malhumorado capitán Bligh en la cubierta de su embarcación, dijo: —Nos concentraremos aquí, en esta parte del suelo.

La sangre volvió a provocarle un impacto emocional. Mientras Mick conectaba el equipo y preparaba la cámara y el trípode, Rizzoli no podía apartar los ojos de la pared. Ninguna limpieza, por más intensa que fuera, podría borrar del todo ese testimonio silencioso de violencia. Los rastros bioquímicos permanecerían para siempre en una huella espectral.

Pero no era sangre lo que buscaban esta noche. Buscaban algo mucho más difícil de ver y por eso, necesitaban una fuente de luz alternativa que fuera lo suficientemente intensa como para revelar lo que ahora resultaba invisible al ojo humano.

Rizzoli sabía que la luz no es más que energía electromagnética que se mueve en ondas. La luz visible, detectable por el ojo humano, tiene una longitud de onda de entre 400 y 700 nanómetros. Las longitudes de onda más cortas, dentro del espectro ultravioleta, no resultan visibles. Pero cuando se ilumina con luz ultravioleta diversas sustancias naturales y creadas por el hombre, la luz puede excitar los electrones dentro de dichas sustancias, liberando luz visible en un proceso denominado fluorescencia. La luz ultravioleta podía revelar fluidos corporales, fragmentos de hueso, cabellos y fibras. Por ese motivo ella había solicitado el Mini Crimescope. Bajo la luz de su lámpara UV, toda una nueva gama de evidencia podría tornarse visible.

—Ya estamos casi listos —anunció Mick—. Ahora tenemos que oscurecer la habitación al máximo. —Miró a Korsak. —¿Podría apagar las luces del vestíbulo, detective Korsak?

—Un momento. ¿No tenemos que ponernos gafas protectoras? Esa luz ultravioleta me va a quemar los ojos ¿verdad?

—En la longitud de onda que voy a utilizar no será demasiado dañina.

—Me gustaría ponérmelas, de todos modos.

—Están en esa caja. Hay para todos.

—Yo apagaré las luces —dijo Rizzoli. Salió de la sala y accionó los interruptores. Cuando volvió, Korsak y Mick seguían lo más distanciados posible el uno del otro, como si temieran intercambiar alguna enfermedad contagiosa.

—Bien, ¿en qué zonas nos vamos a enfocar? —preguntó Mick.

—Comencemos por aquel rincón, donde encontraron a la víctima —dijo Rizzoli—. Y desde allí nos moveremos hacia afuera, abarcando toda la sala.

Mick miró a su alrededor.

—Allí tenemos una alfombra beige. Seguramente emitirá fluorescencia. Y ese sofá blanco también se va a iluminar bajo la luz UV. Solo quiero avisarles que va a ser difícil distinguir algo contra ese fondo. —Dirigió una mirada a Korsak, que ya se había puesto las gafas protectoras y ahora parecía un cincuentón ridículo tratando de parecer moderno con gafas envolventes.

—Apagad las luces de la sala —indicó Mick—. Veamos qué tan oscura podemos dejarla.

Korsak tocó el interruptor y el cuarto quedó a oscuras. La luz de las estrellas brillaba tenue a través de los grandes ventanales sin cortinas, pero no había luna y los árboles frondosos del jardín bloqueaban las luces de las casas vecinas.

—Nada mal —dijo Mick—. Se puede trabajar así. Mejor que en algunas escenas del crimen en las que tuve que meterme debajo de una frazada. ¿Sabíais que se están desarrollando sistemas de imágenes que pueden usarse de día? Uno de estos días no tendremos que andar como ciegos en la oscuridad.

—¿Podemos empezar de una buena vez? —dijo Korsak en tono brusco.

—Pensé que os interesaría la tecnología.

—En otro momento, quizá ¿vale?

—Como diga —respondió Mick, sin inmutarse.

Rizzoli se puso los lentes en el momento en que se encendía la luz azul del Crimescope. Apareció un brillo espectral de formas fluorescentes en la sala; la alfombra y el sofá hacían rebotar la luz como había predicho Mick. La luz azul se movió hacia la pared de enfrente, donde había estado apoyado el cadáver del doctor Yeager y partículas brillantes se iluminaron sobre ella.

—Bonito¿verdad? —comentó Mick.

—¿Qué es eso? —preguntó Korsak.

—Pelos, adheridos a la sangre.

—Ah, eso sí que es bonito —ironizó Korsak.

—Ilumina el suelo —le indicó Rizzoli—. Allí es donde van a estar.

Mick apuntó la lente UV hacia abajo y un nuevo universo de fibras y cabellos revelados se iluminó a sus pies. Pruebas que el aspirado inicial de la unidad de Escena del Crimen había dejado atrás.

—Cuanto más intensa la fuente de luz, más intensa la fluorescencia —explicó Mick, mientras iluminaba el suelo—. Por eso es tan genial este aparato. A cuatrocientos vatios, tiene brillo suficiente como para captar todo. El FBI compró setenta y una de estas joyitas. Es tan compacto que puedes transportarlo en un avión como equipaje de cabina.

—¿Eres un friki de la tecnología, acaso? —preguntó Korsak.

—Me gustan los dispositivos modernos. Me especialicé en ingeniería.

—¿En serio?

—¿Qué le resulta tan sorprendente?

—Creía que a los tipos como tú no les interesaban esas cosas.

—¿Tipos como yo?

—Bueno...el arete y todo eso. Ya sabes.

Rizzoli suspiró.

—A eso le llamo meter la pata.

—¿Qué? —se defendió Korsak—. No los estoy criticando ni nada. Es solo que noto que no muchos se dedican a la ingeniería. Más bien a las artes y esas cosas. O sea, eso es bueno. Se necesitan artistas.

—Estudié en la Universidad de Massachussetts —dijo Nick, sin darse por aludido. Ingeniería eléctrica.

—Epa, los electricistas ganan buen dinero.

—Hum...no es la misma carrera.

Se estaban moviendo en círculos cada vez más grandes y la luz UV revelaba ocasionales cabellos fibras y otras partículas imposibles de identificar. De pronto entraron en un campo sorprendentemente brillante.

—La alfombra —dijo Mick. No sé de qué fibras se trata, pero es sumamente fluorescente. No vamos a poder ver demasiado aquí.

—Revísala de todos modos —dijo Rizzoli—.

—La mesa baja me bloquea el paso. ¿Podríais moverla?

Rizzoli se inclinó hacia lo que aparecía ante ella como una sombra geométrica contra un fondo blanco fluorescente.

—Korsak, tómala del otro extremo —le indicó.

Con la mesa fuera del camino, la alfombra era una piscina ovalada que brillaba con una luz blanca azulada.

—¿Cómo vamos a encontrar algo allí? —se quejó Korsak—. Es como tratar de ver vidrio flotando en el agua.

—El vidrio no flota —lo corrigió Mick.

—Ah, claro. Habló el ingeniero. ¿Oye, Mick es sobrenombre de qué? ¿De Mickey, como el ratón?

—Concentrémonos en el sofá —interrumpió Rizzoli. Mick apuntó la lente hacia allí. La tela del sofá también se veía con fluorescencia, pero más suave, como nieve bajo la luz de la luna. Lentamente revisó el marco, luego los almohadones, pero no vio manchas sospechosas, solo algunos cabellos largos y partículas de polvo.

—Qué gente ordenada —comentó Mick—. No hay manchas, ni siquiera mucho polvo. Apuesto a que el sofá es nuevo.

Korsak gruñó.

—Debe de ser una linda sensación. El último sofá que compré fue cuando me casé.

—Atención, hay otro sector de piso allí atrás. Vayamos hacia él.

Rizzoli sintió que Korsak chocaba contra ella. El olor pastoso del sudor le llegó a la nariz. Korsak respiraba ruidosamente, como si tuviera problemas nasales y la oscuridad parecía amplificar sus resoplidos. Irritada, se apartó de él y se golpeó la tibia contra la mesa baja.

—¡Mierda!

—Ey, mira por donde caminas —dijo Korsak.

Rizzoli se mordió la lengua para no responder; el ambiente ya estaba bastante tenso. Se inclinó para masajearse la canilla. La oscuridad y el cambio abrupto de posición la hicieron sentirse mareada y desorientada. Tuvo que ponerse en cuclillas para no perder el equilibrio. Durante unos segundos, permaneció agazapada en la oscuridad, rogando que Korsak no tropezara con ella, pues era lo suficientemente pesado como para aplastarla. Oyó que los dos hombres se movían a unos metros de allí.

—El cable está enredado —dijo Mick. La luz del Crimescope de pronto le apuntó a Rizzoli cuando él giró para liberar el cable.

El haz de luz pasó por donde Rizzoli estaba agazapada sobre la alfombra. Ella se inmovilizó. Enmarcada por la fluorescencia de las fibras del tejido había una mancha oscura, irregular, más pequeña que una moneda de diez centavos.

—Mick —lo llamó.

—¿Puedes levantar el extremo de la mesa baja? Creo que el cable se enredó en la pata.

—¡Mick!

—¿Qué sucede?

—Trae la luz aquí y apúntale a la alfombra, justo donde estoy yo.

Mick se le acercó. Korsak lo siguió. Rizzoli oyó su respiración nasal acercándose.

—Apunta a mi mano —indicó—. Tengo el dedo junto a la mancha.

La luz azulada bañó la alfombra y su mano quedó como una silueta negra contra el fondo refulgente.

—Allí está —dijo—. ¿Qué es?

Mick se agachó a su lado.

—Una mancha de algo. Debería tomarle una fotografía.

—Pero es una mancha oscura —dijo Korsak— ¿No buscábamos algo fluorescente?

—Cuando el fondo brilla tanto como esta alfombra, los fluidos corporales pueden verse oscuros, porque no brillan tanto. La mancha puede ser de cualquier cosa. El laboratorio tendrá que analizarla.

—¿Y entonces qué, vamos a cortar un trozo de esta bonita alfombra solo porque encontramos una mancha vieja de café o algo?

Mick no respondió por unos segundos.

—Podemos probar con un truco.

—¿Cuál?

—Voy a cambiarle la longitud de onda al aparato. Lo voy a bajar a ondas UV cortas.

—¿Y eso qué hace?

—Si sucede, es genial.

Mick hizo los ajustes correspondientes y luego apuntó la luz a la zona de la alfombra donde estaba la mancha oscura.

—Miren —dijo y apagó el Crimescope.

La habitación quedó completamente a oscuras. Con excepción de un punto brillante junto a sus pies.

—¿Qué mierda es eso? —exclamó Korsak.

Rizzolí creyó que estaba teniendo alucinaciones. Contempló la imagen fantasmagórica que parecía arder con fuego verde. Bajo su atenta mirada, el brillo espectral comenzó a debilitarse. Segundos después, quedaron sumidos en la oscuridad.

—Fosforescencia —explicó Mick—. Fluorescencia con retraso. Se produce cuando la luz UV excita los electrones de determinadas sustancias. Los electrones tardan unos instantes en regresar a su estado energético de base. Durante ese tiempo, liberan fotones de luz. Eso es lo que estamos viendo. Aquí hay una mancha que fosforece en verde brillante tras ser expuesta a luz UV de ondas cortas. Es muy sugestivo. —Se enderezó y encendió las luces de la sala.

En el brillo repentino, la alfombra que habían estado estudiando con tanta fascinación pasó a ser absolutamente común. Pero Rizzoli ya no podía mirarla sin sentir repugnancia, pues sabía lo que había sucedido allí; las pruebas del suplicio de Gail Yeager seguían adheridas a esas fibras color beige.

—Es semen —dijo.

—Podría ser, sí —concordó Mick mientras armaba el trípode de la cámara y le colocaba el filtro Kodak Wratten para fogografías UF. —Después de que lo fotografíe, recortaremos este sector de la alfombra. El laboratorio tendrá que confirmar el hallazgo con fosfatasa ácida y un examen de microscopio.

Pero Rizzoli no necesitaba confirmación alguna. Se volvió hacia la pared salpicada con sangre. Recordaba la posición del cuerpo del doctor Yeager y también la taza que se le había caído del regazo y se había hecho añicos en el piso de madera. La mancha verde fosforescente de la alfombra confirmaba sus temores. Comprendía lo que había sucedido con tanta claridad como si la escena se estuviera desarrollando ante sus ojos.

Los llevaste a rastras desde la cama hasta esta sala con piso de madera. Le ataste las muñecas y los tobillos al médico y le cubriste la boca con cinta para que no pudiera gritar, para que no te distrajera. Lo sentaste allí, contra la pared, para que fuera tu público de una persona. Richard Yeager está con vida y tiene plena conciencia de lo que estás por hacer. Pero no puede defenderse. No puede proteger a su esposa. Y para saber si se mueve, si lucha para liberarse, le colocaste una taza de té con platito sobre el regazo, como sistema de alarma. Caerán al suelo si él logra ponerse de pie. Sumido en tu propio placer, no puedes vigilar lo que hace el doctor Yeager y no quieres que te tome por sorpresa.

Pero sí quieres que mire.

Rizzoli contempló la mancha que se había iluminado de color verde brillante. Si no hubieran corrido la mesa baja, si no hubieran estado buscando específicamente ese tipo de rastros, podrían haberla pasado por alto.

La violaste aquí, sobre esta alfombra. En plena vista de su esposo, que no podía hacer nada para salvarla ni para salvarse a sí mismo. Y cuando terminaste, cuando te alzaste con el botín, quedó una pequeña gota de semen sobre estas fibras y se secó hasta convertirse en una película invisible.

¿Matar al marido habría sido parte del placer? ¿Se habría detenido, con el cuchillo en la mano, para saborear el momento? ¿O habría sido solamente una forma práctica de concluir los hechos anteriores? ¿Habría sentido algo al asir a Richard Yeager del cabello y apretarle la hoja contra la garganta?

Las luces de la sala se apagaron. Se oyó el chasquido repetido de la cámara de Mick, que fotografiaba la mancha pequeña sumida en el brillo fluorescente de la alfombra.

Y cuando la tarea está concluida y el doctor Yeager sigue sentado allí, con la cabeza gacha, chorreando sangre sobre la pared detrás de él, llevas a cabo un ritual copiado de la bolsa de trucos de otro asesino. Doblas el camisón ensangrentado de la señora Yeager y lo dejas en exhibición en el dormitorio, como solía hacerlo Warren Hoyt.

Pero todavía no has terminado. Esto fue solamente el primer acto. Por delante quedan más placeres, placeres terribles.

Y por eso te has llevado a la mujer.

Las luces de la sala se volvieron a encender y el brillo fue como una puñalada en sus ojos. Estaba aturdida y temblaba, sacudida por un terror que no había sentido en meses. La humillaba que los dos hombres lo vieran en su rostro pálido y en sus manos temblorosas. De pronto, le costaba respirar.

Salió de la sala y de la casa. En el jardín delantero inspiró a bocanadas, con desesperación. Escuchó pasos detrás de ella, pero no se volvió para ver quién era. Cuando escuchó la voz, supo que se trataba de Korsak.

—¿Estás bien, Rizzoli?

—Sí.

—No tenías aspecto de estarlo.

—Me sentí un poco mareada, nada más.

—Es por los recuerdos del caso Hoyt, ¿no? Ver todo esto debe de haber sido un sacudón para ti.