El arte de educar - Franco Nembrini - E-Book

El arte de educar E-Book

Franco Nembrini

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Beschreibung

Para Franco Nembrini educar es la vocación de la vida humana. Ha dialogado constantemente sobre la experiencia educativa con padres, profesores, educadores de instituciones de distinto género, incluidos médicos y funcionarios públicos. El arte de educar. De padres a hijos recoge algunas de sus intervenciones más significativas en las que, con lenguaje llano y directo, expone su amplísima experiencia, ofreciéndola a todos los que en cualquier ámbito de la existencia deseen ser acompañados en la difícil y fascinante tarea de transmitir a los jóvenes una esperanza para la vida. Como afirma José María Alvira, secretario general de Escuelas Católicas, en su prólogo a esta edición: Franco Nembrini se siente ---como tuve ocasión de comprobar personalmente cuando lo conocí en Roma hace ahora un año--- educador, padre y profesor de manera inseparable. Y lo es realmente. Es fácil comprobarlo a través de las páginas que siguen. Bastaría con leer las palabras que nos deja casi al terminar el libro: Al final hay una sola razón que rige todo lo demás: el amor por una mujer, el amor por los amigos, el amor por el estudio, el amor por los pobres del tercer Mundo. El amor o existe o no... Tras el increíble encuentro con la verdad, la belleza y el bien, podrás volver a decirles a los hombres que la vida es grande y positiva, que la última palabra no la tiene esa selva oscura, sino una luz infinita, una belleza infinita, un amor insondable.

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Seitenzahl: 410

Veröffentlichungsjahr: 2014

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Ensayos

514

Educación

Serie dirigida por

Javier Restán

¡Cómo agradezco a mi padre haberme acostumbrado a preguntar las razones de todo, cuando todas las noches antes de acostarmeme repetía: «Te debes preguntar por qué»!

Luigi Giussani,Educar en un riesgo,2006

El debate sobre el significado y valor de la educación, sobre el sujeto responsable de la tarea educativa o el papel del Estado en la educación de los ciudadanos, acompaña a nuestras sociedades occidentales desde hace más de 200 años inmerso en controversias muy radicales. La experiencia educativa es consustancial a la relación humana, a la experiencia de la familia o a la pertenencia a una comunidad, y sin embargo hoy, en Occidente, resulta absolutamente necesario volver a preguntarnos qué significa educar. Profundizar en esta pregunta y buscar una respuesta a la misma es la finalidad de esta Colección Ensayos Educación dentro de Ediciones Encuentro. No queda fuera de este gran interés por la educación ningún aspecto, desde el más histórico hasta la reflexión filosófica, desde las cuestiones más pedagógicas y didácticas hasta el debate sobre la organización de los sistemas educativos.

Javier Restán

Director de la Colección Ensayo Educación

Franco Nembrini

El arte de educar

De padres a hijos

Prólogo del cardenal Camillo Ruini

Prólogo a la edición española de José María Alvira Duplá

Título original

Di padre in figlio

© 2014

Franco Nembrini

y

Ediciones Encuentro, S. A., Madrid

ISBN digital: 978-84-9055-246-9

Traducción

Silvia Guerrero Fontana

Adaptación edición española

Carmen Giussani

Revisión

Javier Restán

Diseño de la cubierta: o3, s.l. - www.o3com.com

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa

y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:

Redacción de Ediciones Encuentro

Ramírez de Arellano, 17-10.a- 28043 Madrid

Tel. 902 999 689

www.ediciones-encuentro.es

A mis padres, Clementina y Dario,

que me dieron la vida y con ella el sentimiento

de su grandeza y positividad.

A Clementina Mazzoleni, mi profesora de italiano,

a quien debo la pasión

por la literatura y por la enseñanza.

A don Luigi Giussani,

que ha dado a este sentimiento y a esta pasión

la estabilidad y la certeza de la fe

PRÓLOGO

CARDENAL CAMILLO RUINI

Tuve la ocasión de conocer al profesor Nembrini en el congreso de la Diócesis de Roma sobre educación de 2007. Ese día, el Santo Padre Benedicto XVI había intervenido recordando a todos los presentes que la educación, y especialmente la educación cristiana, exige en primer lugar esa cercanía propia del amor. Después explicó que la relación educativa es un encuentro de libertades, que implica necesariamente nuestra capacidad para dar testimonio. Por último, abogó por una «pastoral de la inteligencia», esto es, por un trabajo para ampliar los espacios de la racionalidad, desde la técnico-práctica hasta la que afronta el problema del bien y de la verdad. Después intervino el profesor Nembrini, y el dato que resultó patente fue la consonancia de sus palabras con el discurso del Papa, aunque sea desde una perspectiva diferente: era como si lo que decía Benedicto XVI desde lo alto de la milenaria sabiduría de la Iglesia se viese confirmado por así decir «desde abajo», por una voz puntual y concreta que mostraba cómo los criterios que el Santo Padre había recordado podían conformar la experiencia cotidiana. Los temas abordados por Nembrini en aquel momento se retoman, ampliados y más desarrollados, en las páginas de este libro, que puede ser una lectura de lo más provechosa para todos los educadores cristianos.

A propósito del primer punto señalado por el Papa, el profesor Nembrini subraya en varias ocasiones que el otro nombre de la educación es el de la misericordia, en virtud de la cual un muchacho adquiere la certeza de que Dios le ama, va a su encuentro y le acoge tal y como es, con todos sus problemas, sus errores y debilidades. No hay que entender estas palabras como un simple buenismo, que es lo contrario de la educación, sino en el sentido de esa gratuidad y capacidad de entrega que son requisitos indispensables para aquellos que realmente quieren ser educadores.

En cuanto al tema de la libertad, verdadera clave de sus intervenciones, Nembrini nos advierte de dos errores que corremos el riesgo de cometer por miedo a los daños que pueda ocasionar la libertad de los que amamos y que intentamos educar: el primero es hacerse la ilusión de que actuamos por su bien cuando impedimos el desarrollo de su libertad; el segundo, mucho más habitual hoy en día, es el justificar y aprobar sus decisiones, aunque estén equivocados, por temor a perder su afecto y confianza, negándole así al chico, al adolescente, al joven o incluso al adulto, ese punto de referencia que es esencial para que pueda crecer.

Después, para abordar el tema del testimonio, Nembrini retoma sistemáticamente el concepto de don Luigi Giussani de «coherencia con el ideal», que no indica una imposible coherencia ética, pero sí una coherencia que tenga la honestidad y la humildad de reconocer los propios errores y que empuja al educador a poner en práctica, en primer lugar, esa conversión indispensable para el discípulo de Jesucristo, que sabe bien que él no es el Maestro y que tiene que dar testimonio del único Maestro.

Por último, creo que el reclamo a una «pastoral de la inteligencia» encuentra su eco en la afirmación de don Giussani, que en este libro se retoma varias veces, sobre el hecho de que la educación es «introducción al significado de la realidad total»: la pastoral de la inteligencia no es algo añadido, separado del amor, de la libertad, del testimonio personal; si queremos formar personas adultas y cristianos bien arraigados, es indispensable que estos elementos vayan unidos.

Todo esto no aparece en las páginas que siguen a partir de un estudio libresco, sino a partir de mil ejemplos de la realidad de cada día: la infancia de una de esas familias de antaño, cuya forma de vida era la tradición cristiana ; además, como en tantos casos, la crisis en los años cruciales en torno al 68, que también asolaron la manera de vivir la dimensión religiosa; después, a través del encuentro con un maestro, don Luigi Giussani, el redescubrimiento de la pertinencia que tiene la fe cristiana con las exigencia más vivas de la persona. De ahí, un compromiso incansable a la hora de proponer a las jóvenes generaciones, a los hijos o estudiantes este exaltante descubrimiento. Confirma, por tanto, que lo que dijo al final del congreso de 2007 — «somos muy conscientes de la actual emergencia educativa y de que esta emergencia hace difícil la propia formación cristiana, pero no por eso hay que asumir una postura de renuncia y a la defensiva. Por el contrario, esto tiene que provocar que hagamos más visible ese “sí” que le dijo Dios, en Jesucristo, al hombre y a su vida, al amor humano, a nuestra libertad y a nuestra inteligencia. Este “sí” nos empuja a asumir con confianza y esperanza teologal todo el espesor del “riesgo de educar”, sabiendo que así también estamos haciendo un gran servicio a nuestro país»— no es una exhortación, sino la descripción de una realidad que mucha gente vive y que es posible para todos.

PRÓLOGO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA

JOSÉ MARÍA ALVIRA DUPLÁ

Secretario general de Escuelas Católicas

¿Por qué el esfuerzo de vivir, la muerte, el dolor, la fidelidad, el sacrificio? ¿Cuál es la verdadera razón por la que me has traído al mundo, para que yo pueda llevar el peso de la vida con dignidad, con esperanza y con fortaleza? Acompáñame en esto: es lo único que te pido.

Con estas palabras que su hijo pequeño parece dirigirle con su mirada silenciosa, inicia Franco Nembrini sus confesiones —así me atrevería a llamarlas— de educador. Porque éste no es un tratado de pedagogía, ni siquiera un estudio sistemático sobre la educación o sobre el papel de quien la lleva a cabo. No es de especialistas ni para especialistas. Son las declaraciones sinceras y apasionadas —las confesiones— de un padre, un profesor, un educador.

A pesar de no seguir un orden previamente planificado, los escritos recogidos en este libro nos van descubriendo cómo entiende el autor la educación y cuál es el papel del educador. Lo hace a través de diversas conferencias, lecciones, testimonios y diálogos, tomados de situaciones variadas y dirigidos a destinatarios distintos. Poco importan los inevitables solapamientos. Porque precisamente la ausencia de un desarrollo sistemático nos ayuda a conocer con mayor nitidez cuáles son las insistencias y convicciones profundas de Franco Nembrini, contrastadas con su propia vida o nacidas de ella. Hay mucho de testimonio personal, de su propia experiencia de educador como profesor y padre, dos condiciones que vienen a identificarse, de hijo y de alumno...Y aunque en educación no hay recetas, porque es algo siempre abierto e imprevisible, tampoco faltan cuestionamientos sobre situaciones reales ante las que, con sus respuestas, nos lleva más allá de las inquietudes particulares planteadas.

El autor se presenta, para empezar, como padre. La paternidad y la educación vienen a ser, de alguna manera, lo mismo. Se trata de la paternidad que ofrece al hijo, o al alumno, una buena razón para vivir, la seguridad de la roca que permanece. Porque, para él, eso es la educación: un hombre, un adulto, que está, que permanece junto a los niños y jóvenes y les ofrece el testimonio de su coherencia, no ética o de comportamientos, sino de criterio. No se trata de ser un experto, sino un hombre viviendo, con toda la fuerza que encierra esta expresión.

Y el padre, como cualquier educador, es un ser imperfecto. A los hijos, a los alumnos, hay que saber decirles: soy un miserable como tú —parecen resonar en nosotros las palabras, soy un pecador, con las que se presenta el papa Francisco—, pero estoy mirando hacia Otro más grande que yo, que me perdona. Educar es acompañarles para que aprendan a mirar lo mismo que miramos nosotros como lo más importante en nuestra vida, sin paternalismos que dejan huérfanos o atosigan con la permanente vigilancia protectora. Hay que permitir marchar a los jóvenes o dejar que estén solos cuando lo necesitan.

Hay varios capítulos dedicados a la manera en que entiende la educación Luigi Giussani, de quien el autor confiesa haber recibido la estabilidad y la certeza de la fe. Para él, la labor educadora es, más que una tarea, una relación. A través de ella, el adulto introduce al otro en la realidad, afirmando su significado mediante una hipótesis explicativa. No se trata de una teoría científica, sino de una hipótesis de sentido: la vida es algo positivo, existe la posibilidad del bien. Para crecer como personas el niño y el joven necesitan recibir la seguridad que sólo es capaz de ofrecer, con su vida más que con palabras, un adulto: una afirmación del valor último de la realidad, de la posibilidad de una esperanza. Es una certeza sobre el sentido de la realidad, un fundamento para la felicidad; se trata de asegurarle que vale la pena haber venido al mundo. El gran derecho de un niño es el de contar con un adulto que dé testimonio de la bondad de la vida. Pero la referencia no es él. La educación es ayudar a dirigir la mirada más allá, a otra realidad que le da sentido. La autoridad, en virtud de su coherencia, cumple la función de hacer visible y concreta esta afirmación.

La educación requiere de la misericordia; es más, se podría decir que se identifica con ella porque empieza con la disposición a aceptar a uno como es y a perdonar antes de merecerlo. El amor es la mejor garantía para tener una visión positiva de la vida y creer en la posibilidad de ser felices. El abrazo del perdón está en el origen de la educación, no como un acontecimiento ocasional sino como punto de referencia original. Porque es la felicidad la que hace posible la virtud y no al contrario. Este es el fundamento de la educación moral y no la llamada insistente a cumplir unas normas. Hoy, la pedagogía nos diría que la felicidad agranda las posibilidades de nuestra inteligencia y de nuestro desarrollo personal. La experiencia del bien, de la verdad y de la belleza es lo que lleva al buen comportamiento.

La afirmación sobre el significado de la realidad precisa de la propia experiencia. Por eso, para que alguien pueda llevarla a cabo hace falta vivirla en el ejercicio de su libertad, en el ambiente real y en la normalidad de la vida ordinaria. Ahí es donde están los intereses, afectos y trabajos del joven, donde puede realizar la verificación personal de que eso es lo que le conviene. Naturalmente, la libertad comporta riesgos, pero para educar hay que arriesgar y esperar. La virtud del educador es la paciencia.

Franco Nembrini hace también unas consideraciones sobre su condición de profesor. La educación, en este caso, se realiza sobre todo a través de la enseñanza, que es un camino privilegiado hacia la verdad. No se trata de hacer exhortaciones sino de transmitir a través de las materias escolares un sentido de la realidad, mostrando las razones para la esperanza y poniendo la propia vida en ello. Entonces podrá suscitar el interés de los alumnos y comenzará a despertar en ellos las preguntas adecuadas. También el profesor —o mejor, los profesores, porque no se educa de una manera aislada— están ejerciendo de esta manera una cierta paternidad. La relación afectiva con quien enseña es la mejor motivación para aprender. También aquí queda patente que la educación es una relación.

Y también se muestra en otras tareas que debe hacer un profesor. De manera particular, a través de la evaluación, que es reconocimiento, afirmación del valor de la persona del alumno. La evaluación es una mirada a cada alumno; es compañía para ayudarle a caminar y, en este sentido, coincide con la educación. En la evaluación, el profesor debe ser capaz de armonizar la misericordia y la justicia, algo siempre difícil y que llega a parecer contradictorio. Probablemente, el término que mejor aúna estas dos disposiciones es el amor: amar lo que es el otro, afirmar su valor y su destino, mostrar el camino que ha de recorrer para que conozca y se adhiera a la verdad.

En el último capítulo, el autor nos explica —se trata de otra confesión— cómo fue el camino de su dedicación al estudio y a la docencia del italiano. Uniendo admirablemente su amor por la literatura y por la educación, hizo el recorrido como una aventura vital, decisiva y en la que le ha ido la vida.

Franco Nembrini se siente —como tuve ocasión de comprobar personalmente cuando lo conocí en Roma hace ahora un año— educador, padre y profesor de manera inseparable. Y lo es realmente. Es fácil comprobarlo a través de las páginas que siguen. Bastaría con leer las palabras que nos deja casi al terminar el libro: Al final hay una sola razón que rige todo lo demás: el amor por una mujer, el amor por los amigos, el amor por el estudio, el amor por los pobres del tercer Mundo. El amor o existe o no... Tras el increíble encuentro con la verdad, la belleza y el bien, podrás volver a decirles a los hombres que la vida es grande y positiva, que la última palabra no la tiene esa selva oscura, sino una luz infinita, una belleza infinita, un amor insondable.

NOTA EDITORIAL

Estas páginas son el testimonio de un educador, el relato de la experiencia humana y profesional de Franco Nembrini, un profesor italiano de Bergamo. Cuarto hijo de una familia de 10 hermanos, a los dieciséis años tuvo que abandonar los estudios para ponerse a trabajar por necesidades familiares. Pero trabajar tan joven no le impidió graduarse, estudiando en su tiempo libre, ni experimentar una fascinación profunda por la literatura, al contrario. Descubrió, estudiando de manera «loca y desesperada», que Dante y Leopardi hablaban de él mejor que él mismo y ya no los abandonó. Después se graduó en la facultad de pedagogía de la Universidad Católica de Milán y empezó a dar clases de religión. Se casó y ha tenido tres hijos, fue responsable de la comunidad de Comunión y Liberación en la ciudad de Bergamo. Unos años después un grupo de familias de su zona le pidió iniciar una escuela en la que pudieran educar a sus hijos dentro de la tradición cristiana a la que pertenecían. Así nació el colegio La Traccia, del cual Franco Nembrini sigue siendo director. Y después, tantas otras responsabilidades: presidente de la Federación de Obras Educativas (FOE) en Italia, miembro del Consejo Nacional de la Escuela Católica en su país.

El libro que presentamos reúne una serie de textos hablados, dichos en público. Este aspecto es fundamental. Son textos hablados, como se narra la propia vida. Y esto le da una fuerza torrencial, a veces aparentemente desordenada y desigual (como todo libro de recopilaciones) pero apenas nos introducimos en las primeras páginas podemos advertir que se trata de un libro lleno orden y luminosidad. Un orden que nace de esa facilidad con la que Franco Nembrini, partiendo de problemas distintos y hablando a públicos muy diferentes, va rápido y directo al corazón del problema educativo, ese que casi todos eluden, corriendo de puntillas, para hablar enseguida de metodologías y estadísticas.

Así pues, un libro de un orden profundo, pero también un libro luminoso, pues los textos que se suceden son como partes de una vidriera que, a través de fragmentos de muchos colores va llenando el espacio de una luz preciosa, que nos permite ver la realidad educativa, la tarea escolar, las relaciones familiares, de una manera positiva, llena de esperanza.

Después del primer capítulo, un testimonio personal de su vida y su vocación educativa que sería suficiente por sí solo para justificar el libro, el cuerpo central del texto se estructura en tres capítulos que transcriben un curso dirigido por Nembrini a padres y profesores sobre el libro Educar es un riesgo, principal obra de temática educativa de Luigi Giussani, sacerdote italiano, fundador de Comunión y Liberación.

A continuación, se recoge su intervención en el Congreso de Educación de la diócesis de Roma, celebrado en 2007, donde Franco Nembrini intervino a continuación del Papa Benedicto XVI, como recuerda en su prólogo el cardenal Camillo Ruini, en total consonancia con los subrayados que el Santo Padre había realizado. Después de este capítulo, se suceden otros dos dirigidos a miembros de la Asociación Familias para la Acogida, y de la Compañía de las Obras (la única intervención de las que se recogen en el libro que fue pronunciada en España). En este caso no se trata de colegios u organizaciones dedicadas profesionalmente a la enseñanza, y sin embargo, el autor desvela el potencial educativo que alberga toda tarea humana cuando es vivida hasta el fondo. Siguen tres capítulos donde se abordan de manera completamente original aspectos clave de la tarea educativa, desde el concepto de aprendizaje, hasta el sentido de la evaluación escolar y, por supuesto, el impactante testimonio de su vocación educativa: «simplemente quiero narrar cómo me enamoré de la literatura y de mi trabajo de profesor».

El último capítulo es una lectura personal del Pinocho de Carlo Collodi, un ejercicio de revisión en profundidad de los grandes de la literatura italiana que tiene también un importante espacio en otros capítulos del libro, con autores como Dante y Leopardi, que han sido siempre compañeros de camino de Nembrini.

Y un apunte llamativo, no del texto sino de quienes lo han leído a corazón abierto: no es casualidad que los dos prólogos de este libro lo pongan en relación, con la vida y el testimonio de los dos últimos Papas. El prólogo italiano del cardenal Ruini, lo hace con Benedicto XVI, y el prólogo español de José María Alvira con la entrevista al Papa Francisco en la Civiltà Cattolica.

Este libro de Franco Nembrini puede suponer en España y en los países de habla española, un horizonte nuevo para el debate educativo.

Javier Restán

Director de la colección Ensayo Educación

de Ediciones Encuentro

HIJO DE GRANDES MAESTROS1

Actualmente se está debatiendo en Italia la llamada «reforma Moratti»2. Pero si realmente queremos entrar en un debate sobre el sistema escolar es necesario que antes tengamos claro de qué estamos hablando, porque el verdadero problema de la escuela es la educación. La tragedia de nuestro tiempo es que ya no se educa. Es necesario que al menos los adultos, que en esta cuestión tenemos toda la responsabilidad, partamos de este dato: posiblemente somos la primera generación de adultos que vive de manera tan dramática el problema de la tradición, es decir, de la transmisión de una generación a otra del patrimonio de conocimientos, de valores y certezas, de la transmisión de una percepción positiva y buena de la vida. Ya no se puede dar por descontado, ya no es obvio que se dé esa clase de milagro que ha sido siempre la educación y que ha garantizado, para bien y para mal, incluso en momentos históricos terribles, que el mundo siga adelante.

Hay razones que lo explican. Por ejemplo, una cierta cultura ha llevado a cabo la destrucción sistemática del concepto de padre. Y precisamente la educación se juega en este punto: hay educación, si hay un adulto. Primero se destruyó la idea de Dios, de una Paternidad grande a la que el hombre pertenece o desea pertenecer, y como consecuencia, se ha derrumbado todo lo demás. Se sustituyó a Dios por algunas grandes ideologías que parecían capaces de sostener la esperanza o el impulso ideal del hombre, como sucedió con el comunismo; pero esto sólo consiguió que se viera mermada la certeza que tiene el hombre a la hora de decirles algo bueno e inteligente a sus hijos en su propia casa. Como dice el gran Woody Allen: «Dios ha muerto, Marx ha muerto y yo no gozo de buena salud». En tres frases sintetiza cómo la cultura de nuestro tiempo ha destruido de forma sistemática la idea de paternidad. Hemos crecido, nuestros hijos especialmente, leyendo Mickey Mouse, que es un cómic repleto de tíos y tías, generalmente solteros, pero en el que no encuentras ni un solo padre: es una cultura que ha favorecido la desaparición de la idea de paternidad. Hay que volver a empezar por aquí, por la educación. Don Giussani3 ha dicho recientemente: «Si se diera una educación del pueblo, todos vivirían mejor»4. Es necesario que cada uno lo intente, teniendo siempre en el rabillo del ojo a las personas, los episodios, los momentos en los que nos ha parecido ver la educación en acto, en personas reales.

Quiero empezar haciendo referencia a mis padres porque, evidentemente, mi vida floreció, en primer lugar, con ellos, en una situación muy difícil, porque mi padre enfermó con cuarenta años de esclerosis múltiple, enfermedad que le acompañó toda la vida. Llegó un momento en el que no podía ni caminar y, por tanto, perdió su trabajo. Después empezó a trabajar de bedel y se convirtió en una figura de referencia para todo el colegio. En este sentido, como veis, yo soy hijo de alguien que me enseñó el arte de educar. Si tuviese que escoger algún recuerdo de mi pobre padre, que no sean todas las partidas a cartas que echábamos juntos y lo mucho que disfrutaba hablando de su amistad con don Giussani, al que conoció personalmente y quiso muchísimo, sería uno de cuando yo era pequeño. Cuando nos íbamos a la cama a dormir —teníamos una habitación para los chicos y otra para las chicas, en un apartamento de sesenta metros cuadrados, y en la habitación de los chicos había dos literas de tres pisos— mi padre venía a rezar con nosotros. Pues bien, el recuerdo más vivo que tengo de él es que cuando entraba se arrodillaba en medio de la habitación y empezaba: «Padre nuestro, que estás en el cielo…». Esto siempre me sorprendió mucho porque mi padre no era de dar sermones, hablaba muy poco (cuando intentaba hablar italiano era graciosísimo porque crecimos en Bérgamo y, para nosotros, el italiano era una lengua extranjera, no todos lo estudiaron o lo aprendieron suficientemente como para hablarlo correctamente. Mi padre no lo hablaba muy bien y, durante algunas conversaciones con don Giussani, este último se partía de risa al escucharle hablar italiano); el hecho de que mi padre se pusiese a rezar el Padre Nuestro, sin echarnos sermones, sin hacer ningún comentario, era para nosotros de lo más natural. Mi padre nos educó invitándonos simplemente —y siempre implícitamente— a mirar aquello a lo que él miraba. Era como si dijese: «Queridos hijos, estamos todos en el mismo navío, embarcados en la misma empresa; el único problema que tenéis es tomar la dirección adecuada. Yo lo estoy intentando y así se vive bien. Seguidme pues y os irá bien también a vosotros, os haréis mayores también vosotros».

A medida que íbamos creciendo, la idea que nos hacíamos de nuestro padre, la idea que yo siempre he tenido de él era la de una persona grande. Cuando le veía montar en bicicleta por el pueblo —porque, gracias a Dios, tuvo la esclerosis de forma progresiva y durante mucho tiempo gozó de una cierta autonomía, de manera que podía moverse en bici—, aunque le costase muchísimo pedalear, a mí me parecía un rey. Para mí era dueño y señor del universo. Le miraba y, en comparación con todos los demás, mi padre era el rey del mundo, porque en él la vida era una sabiduría. Tenía una mirada sobre las cosas que ninguno de mis profesores de la universidad, que intentaron enseñarme qué es la educación, llegaban siquiera a soñar. Miraba las cosas y las conocía: lo veías por cómo se movía, por cómo estaba, por cómo cantaba, por cómo jugaba a las cartas, por cómo nos servía la comida a nosotros y a todos los amigos que vinieron después. Podías apostar a que sabía las cosas, las conocía, que te podía explicar qué es el bien y qué es el mal, qué es la alegría, qué es el dolor, por qué morimos, por qué vivir nos cuesta, por qué hay que vivir y qué nos espera al final. Y, con su vida, daba ejemplo de lo que significa estar en paz con uno mismo y con el mundo, sin decir que no a ninguna de sus responsabilidades ni a las provocaciones que le venían de la realidad. Cuando de pequeño le miraba, me decía a mí mismo: «Señor, quiero ser así: no sé si seré pobre o rico, si seré profesor o no, no sé qué haré cuando sea mayor, sólo sé que quiero ser un hombre así, verdadero señor de las cosas por ser capaz de arrodillarse para reconocerte». Por eso, era un hombre que poseía verdaderamente las cosas.

¡Y si a eso le añades la figura de mi madre! Hija de campesinos, encerrada en casa –imaginaos, con diez hijos en quince años— porque estaba siempre embarazada, en la cama o en el hospital; pero cuando murió, en el año 1985 (muy joven), nos encontramos una caja en su armario, donde había escrito: «Si alguien encuentra estas cosas, que no las tire porque son la Historia (escrito con H mayúscula) dentro de la historia del mundo (con h minúscula)». ¿Sabéis qué había dentro? Recortes de periódicos que se referían a la historia de la Iglesia: el Papa Juan XXIII, la beatificación de este o aquel… Los había guardado y con ellos seguía la historia de la Iglesia, contemplaba una historia que había llegado a conocer y entender a través de la lectura del semanario Famiglia cristiana y publicaciones por el estilo. Me acuerdo especialmente de una primera página del diario L’Eco di Bergamo: «Elegido Papa Juan XXIII, bergamasco». Esta es la narración de la Historia dentro de la historia del mundo. Era campesina y había estudiado hasta 3º de Primaria, pero tenía una conciencia así de la realidad.

Crecí así, gracias a Dios, con esta clase de padres. Por eso siempre me ha sido fácil entender qué es la educación. No tiene nada que ver con una serie de sermones; no es una preocupación que hay que tener. Es un hombre viviendo. La educación no es nunca un problema de los jóvenes, de los hijos, de los alumnos, de los chicos, de los estudiantes. Es siempre un problema tuyo, del adulto: la educación es la capacidad que tienes o no de dar testimonio. Seas quien seas, estés donde estés, educas testimoniando una certeza y una positividad que tus hijos observan. Con esto basta. Os pongo algún ejemplo concreto. Creo que entendí esto cuando empecé a tener hijos. He tenido cuatro, pero he tenido muchos alumnos: me dedico a la enseñanza para tratar de comunicar lo que he visto vivir a mis padres. Me ocurrió un episodio en el que creo que se pone de relieve lo que os acabo de decir. Mi primer hijo tendría 4 o 5 años, era así de alto (¿sabéis esa altura en la que de pie al lado de la mesa sólo le ves los ojos?). Pues eso, imagináoslo así. Yo estaba corrigiendo redacciones, el gran calvario de los profesores de italiano, y me acuerdo que al cabo de un rato me di cuenta de que mi hijo estaba ahí. No le había oído llegar, no sabía cuánto tiempo llevaba allí; había llegado y ahí estaba tranquilamente observando a su padre mientras trabajaba. A través de esa mirada, ese día, me pareció entender de golpe qué era la educación. Porque ese día mi hijo se había acercado a mí sin manifestar una necesidad concreta; no quería pedirme agua, algo de comer, que le llevase a la cama, que le vistiese: estaba ahí mirándome. Al mirarle, me transmitía una pregunta; leí en su mirada una pregunta absolutamente radical; era como si mi hijo me estuviese diciendo: «Papá, asegúrame que merece la pena haber venido al mundo. Dime que merecía la pena traerme al mundo. Dime cuál es la esperanza que tienes, por qué te levantas por la mañana y te vas a la cama por la noche. ¿Por qué el esfuerzo de vivir, la muerte, el dolor, la fidelidad, el sacrificio? Dime cuál es la verdadera razón por la que me has traído al mundo, para que yo pueda llevar el peso de la vida con dignidad, con esperanza y con fortaleza. Acompáñame en esto: es lo único que te pido».

Desde aquel día no he vuelto a entrar en una clase, ni a cruzar la mirada con mis alumnos sin sentir que me dirigen esta pregunta: «Profesor, ¿pero qué hace usted en este mundo?». Toda la cuestión educativa está aquí: es el intento leal de responder a esta pregunta. Responder yo, como adulto, junto con mi mujer. Porque los hijos sólo necesitan este testimonio: contar con un adulto que sepa las razones por las que vale la pena llevar el peso de la vida. Todo lo demás viene como consecuencia, podemos ser completamente libres en cuanto a todo lo demás. En cambio, el clima en el que crecen nuestros hijos y nuestros alumnos, dice lo contrario: es como si estuviese minado por una desesperación, por el cinismo, por una duda que corroe la bondad de la vida, la belleza de las relaciones. Que el colegio sea algo bueno, que la justicia sea buena, que la relación entre los padres sea buena, eso es lo que los hijos ya no perciben; y crecen con una desesperación sorda cuya consecuencia de vez en cuando es la droga o la violencia juvenil, todos esos episodios dramáticos de los que somos testigos. Hace algunos años, leí una frase que describía de manera muy sintética la cultura que nos rodea. El escritor Indro Montanelli escribía al cardenal Martini en el periódico italiano Corriere della Sera: «Lo confieso, nunca he vivido ni vivo ahora la falta de fe con desesperación; pero siempre la he percibido y la percibo como una profunda injusticia, que ahora que me encuentro en la recta final, le deja a mi vida sin sentido. Si debo cerrar mis ojos sin saber de dónde vengo, adónde voy y qué he venido a hacer aquí, lo mismo no valía la pena haberlos abierto». Con ochenta años un hombre como Indro Montanelli llega a decir: si venir al mundo supone no saber de dónde venimos y adónde vamos, es decir, no saber cuáles son las razones verdaderas por las que merece la pena vivir, habría sido mejor no haber nacido. Es la fórmula sintética del terrible cinismo que respiran nuestros hijos en el colegio y a menudo también en casa, y desde luego en la televisión o incluso en las bromas de los amigos. Tienen que lidiar con un mundo así. ¡Tenemos que oponernos con todas nuestras fuerzas a este cinismo!

Me viene a la mente un episodio que sirve de ejemplo. Hice una sustitución en el segundo año de una escuela de contabilidad, hace unos doce años. Debatimos sobre muchas cosas y después de media hora de discusión llegamos a la cuestión fundamental, de una forma muy natural, de tal manera que —en una clase que apenas conocía, no eran mis alumnos— le dije a uno: «Pero, ¿tú qué puedes decirme de ti mismo?». ¿Sabéis lo que me respondió este chico de quince años? Dijo: «Poco tengo que contar, profesor.» y perdonad por la palabra, pero así me lo dijo, «Sólo soy el resultado de un polvo». ¿Entendéis qué significa que un chico, con quince años, sólo sepa decirme eso de sí mismo, es decir, que se siente simple y radicalmente el fruto biológico de un acto sexual? Ni siquiera de un acto de amor, sino de un acto sexual. ¿Comprendéis la violencia que alberga este chico en su corazón? Se puede llegar a asesinar a medio mundo, porque no hay ninguna razón para no hacerlo. Se puede matar a sí mismo con la droga o ir con un rifle al colegio, como sucede en Estados Unidos, a disparar a todos aquellos que se cruzan por su camino: esta sería la consecuencia posible de una conciencia tan atrofiada y bestial.

Me quedé sin palabras durante diez minutos; después intenté recuperarme, razonar. La verdadera crisis de nuestro tiempo es que se ha introducido en nuestros hijos, en los jóvenes, un cinismo de este calibre; es normal que luego se manifieste una violencia devastadora. Y para explicarla se buscan pretextos sobre el profesor que le había suspendido o el padre que le había dado un par de bofetadas… esto no tiene nada que ver: el verdadero problema es el cinismo de toda la sociedad que ya no es capaz de ofrecer una razón buena para vivir. Este es el problema de la educación. Ese mismo día, parece hecho a propósito, todavía impresionado por lo que me había dicho ese chaval, fui al bar en un descanso, y ahí me encontré con una compañera, brillante, la típica de la generación que vivió el mayo del 68, que se me acercó porque se había enterado de que yo iba a tener mi cuarto hijo. Así que se puso a tomarme un poco el pelo: «Así que os habéis llevado otro chasco…». Entonces le dije: «Que sepas que mis hijos son buscados, les quiero y por tanto no es ningún chasco. Me alegro por ti, que no te has llevado ninguno chasco, pero para mí no lo son. Al contrario, mis hijos son todos deseados». Y ella con aires de sabelotodo me dijo: «Sí, ya sabía que tú eras uno de esos que creen que los hijos son un regalo del cielo». Y ya no pude más: «Mira, guapa, si quieres hablar en serio, te diré que hay dos posibilidades: o los hijos son un regalo del cielo, como has dicho tú, lo que es justo, ya que los hijos son testimonio de la presencia del Ser, del Misterio presente, de Alguien más grande que tú y que yo; o de lo contrario te llevo a una clase donde hay un chaval que te puede explicar él mismo qué son los hijos... Y tienes que elegir, porque no hay escapatoria, no existe una tercera posibilidad. O los hijos son el resultado de un polvo —pero entonces tienes que decírselo a tus hijos mirándoles a los ojos, tienes que tener la valentía de hacerlo—, o les dices a tus hijos que son un regalo del cielo. Esto es, que son misteriosamente la irrupción de algo que es más grande que tú, que yo, y tu marido juntos; no hay otra alternativa».

¡Esta es la raíz de la cuestión! El problema es que esa profesora razonaba como razonamos todos, y su broma contenía todo el cinismo de una cultura que ha destruido lo único que necesitan nuestros hijos: saber a quién pertenecen. Saber de quién son, porque es lo único que les educa y les mantiene a salvo, también psicológicamente, de todas las patologías que los masacran hoy en día. Pero para que un hijo sepa a quién pertenece, es necesario que también el padre —y la madre— sepa a quién pertenece. Cuando vuestros hijos empiecen a hacer determinadas preguntas como «Papá, ¿por qué somos pobres? ¿Por qué no tenemos piscina?», leed y releed el capítulo 6 del Deuteronomio. «Cuando el día de mañana te pregunte tu hijo: “¿Qué son estos mandamientos, estos preceptos y estas normas que Yahveh nuestro Dios os ha prescrito?”». O: «Papá, ¿por qué tengo que obedecerte? ¿Por qué hay que ser buenos? Los curas dicen que tenemos que ser buenos mientras todo el mundo me dice lo contrario. Tal vez conviene ser un poco astutos, sin decir siempre la verdad. Vale, a las mujeres hay que tratarlas con seriedad, pero si se presenta la ocasión de hacer otra cosa, ¿por qué no? ¿Por qué es necesario hacer siempre sacrificios?». ¿Les habéis dicho alguna vez a vuestros hijos que es necesario sacrificarse? Los hijos se rebelan contra esto, ¿por qué debemos sacrificarnos? Desde un punto de vista natural, o hay una razón grande por la que me pides que haga un sacrificio, o si no, ¿para qué? ¿Por qué debemos ser buenos? ¿Por qué debemos decir la verdad? ¿Por qué no se puede robar? ¿Por qué no es bueno tener relaciones antes del matrimonio? En definitiva, ¿qué son estas instrucciones, estas leyes, estas normas que Dios nos ha dado, que nos da la Iglesia como pilares del cristianismo? Hay una respuesta segura para los hijos que preguntan «¿por qué?»: «Responderás a tu hijo: “Éramos esclavos de Faraón en Egipto, y Yahveh nos sacó de Egipto con mano fuerte. Yahveh realizó ante nuestros ojos señales y prodigios grandes y terribles en Egipto, contra el Faraón y toda su casa. Y a nosotros nos sacó de allí para conducirnos y entregarnos la tierra que había prometido bajo juramento a nuestros padres. Y Yahveh nos mandó que pusiéramos en práctica todos estos preceptos, temiendo a Yahveh nuestro Dios, para que fuéramos felices siempre y nos permitiera vivir como el día de hoy”». ¡Es precioso! Entonces le puedes decir a tu hijo: «Bueno, decide tú. Yo te pido que hagas esto, sígueme si quieres. Pero te pido que hagas estas cosas para que puedas ser feliz, como lo soy yo». Pero para decir algo así, el hijo tiene que haber respirado desde la cuna, desde el primer día, desde la primera hora esta felicidad, este bien en la vida; si no, le estás tomando el pelo y se dará cuenta enseguida, y habrás empezado con la batalla ya perdida. Para que puedas decirle: «Hijo mío, sígueme, he elegido esta vida, hago estos sacrificios por un bien mayor que me conviene», tienes que pedírselo apelando a una realidad que él haya podido ver durante veinte años. Entonces podrá decir: «¡Es verdad! Te sigo porque comprendo que es lo mejor. Entiendo que es un bien para mí, una conveniencia suprema».

Como les decía siempre a mis alumnos del colegio cuando hablábamos del cristianismo: o es lo que más nos conviene o no es nada. ¿A quién le interesaría el cristianismo si no fuese algo humanamente conveniente? Porque es conveniente seguir con decisión a tu padre, que es un gran hombre, afirmando esa pertenencia contra todo y contra todos, por tanto, rezando. Tu hijo debe poder decir al mirarte lo que decía yo de mi padre cuando era niño, que es lo único que le pido a Dios que mis hijos puedan decir al mirarme a mí: «Me gustaría llegar a ser un hombre así». Me dan escalofríos sólo de pensarlo, pero es el único deseo que tengo como padre, que puedan llegar a decir eso. Esto no quiere decir que mi padre fuera genial y perfecto. Mis hijos saben perfectamente desde que tienen uso de razón que soy un pobre hombre igual que ellos. Vuestros hijos saben que sois unos pobres hombres como ellos y fingir que somos perfectos no sirve de nada y sólo consigue exasperar y llenar de mentiras y chantajes la relación. A los hijos hay que decirles: «Soy un miserable como tú. Pero estoy mirando hacia algo grande, hacia Otro más grande que yo, ¡que me perdona!».

Soy perdonado y abrazado, y de esta manera puedo afrontar la vida de una forma totalmente diferente, desde la muerte y el dolor hasta cualquier circunstancia ya sea próspera o adversa. «¡Venga! Hazlo tú también. También es posible para ti». En mi opinión, el secreto de la educación está aquí. En el fondo podríamos decir, de forma paradójica, que el secreto de la educación es no preocuparse por la educación, sino más bien ignorar el problema de la educación, porque si es un problema para ti, se convierte enseguida en un problema para ellos. Si tienes el problema de convencerles de algo y de hacer que sean de una cierta manera, se sublevan, reaccionan, sienten que se les quiere encasquetar algo y no lo aceptan porque creen que les quita libertad. Y tienen razón. Tienen el problema de encontrar a su Jesús a lo largo de la vida. Para eso necesitan adultos que no tengan la pretensión de hacerles cristianos. A lo mejor ese es un deseo secreto expresado cuando hacen la Primera Comunión, pero después no hay que volver a pensarlo, porque ellos no deben sentir el peso de esta preocupación; si la perciben, acabarán resintiéndose. Necesitan adultos que amen su libertad y que confíen en ella. De esta forma les mostramos lo mucho que Dios nos quiere, y esto tiene tanta fuerza que no querrán perdérselo.

El padre dejó que el hijo pródigo se fuese, aunque era evidente que se equivocaba y que iba a acabar mal. Fue a ver a su padre y le dijo: «Estoy harto de esta casa, me quiero ir». Todos los niños han hecho las maletas alguna vez: algunos con cinco años, otros con tres, once… pero todos han hecho las maletas al menos una vez. Y cuando la hacen a los cinco años, nos reímos; pero cuando tienen dieciocho y empiezan a decir: «Estoy harto de esta casa», es una herida terrible. El padre del hijo pródigo le dejó marchar. Nosotros esto no lo hacemos. Nosotros cerramos la puerta con llave y decimos: «¡No!, tú no sales de aquí! Esta es tu casa. Con todo lo que te quiero, con todo lo que he hecho por ti, con el esfuerzo que han supuesto todos estos años…» Pero eso se vuelve contra él y contra ti. Nosotros cerramos la puerta con llave. Sin embargo, el padre del hijo pródigo le entregó su parte de los bienes y le dijo: «Vete pues». ¿Pero por qué volvió el hijo pródigo? Gracias a la certeza absoluta de que tenía una casa y que le estaban esperando. Ese chico, dice el Evangelio, que se había gastado todo el dinero, se alimentaba de las algarrobas que comían los cerdos. Es decir, todo él era hambre y necesidad. Cuando tocó fondo, pudo decir de sí mismo: «¡Qué tonto! Allí, en la casa de mi padre incluso los sirvientes tienen algo para comer, beber y dormir. ¡Volveré, volveré con mi padre! Me echaré a sus pies y le diré: “Padre, perdona”». Pero este paso fue posible porque el hijo se sabía esperado por un padre al que, sin duda, se le había roto el corazón el día que él se marchó. Podemos imaginárnoslo, desde ese momento, todos los días escrutando el horizonte a la espera de que el hijo volviese. Preparado para celebrarlo en caso de que viniese. Y ahí permanecía, con el primer rayo de luz del día, desde la ventana más alta de la casa, escrutando el camino allá al fondo, por si aparecía su hijo. En esto consiste la educación. Tu hijo, con ese tira y afloja que te pone de los nervios y con el que te pone a prueba, quiere saber si su padre y su madre están, si permanecen, si son la roca que él necesita. Quieren saber si su casa está fundada sobre roca. Y te ponen a prueba, tiran y aflojan para ver si la cuerda se rompe; pero tú permaneces.

El otro error que cometemos para no dejarles ir, es decir, para no sufrir la herida de su libertad, el otro razonamiento absolutamente equivocado que hacemos, preocupados como es normal por la suerte de nuestros hijos, es el de cerrar la casa y decir: «Me voy contigo». Voy contigo y así te vigilo, de esta manera por lo menos estarás más cerca y bajo control. Pero pensad en el hijo pródigo, qué pasaría si el día en el que se da cuenta de que es un necio que se conforma con comer las algarrobas de los cerdos, en lugar de tener un padre que le está esperando se da cuenta de que el padre está ahí con él, en la ruina como él, y en casa no queda nadie. ¡Qué desesperación! Tener el deseo de volver a casa y que un padre, por estar contigo, haya cerrado la casa y la haya vendido, por lo que no tienes una casa a la que volver. ¡Ya no hay nadie que pueda perdonarnos! Como en la poesía Los dos huérfanos de Pascoli, a quien hemos aprendido a leer gracias a don Giussani: «Ya no hay nadie que nos perdona»5. Es decir, ya no hay ni una madre ni un padre, ya no somos nadie, somos huérfanos y punto.

Son dos errores: cerrar la casa para que no puedan salir o irnos con ellos. Mi pobre madre, cuando el primero de sus diez hijos dejó la familia, durante meses puso en la mesa un plato de sopa más y lo mantenía caliente. Nosotros le decíamos: «Mamá, se ha ido, se ha ido, déjalo ya. ¡Se ha ido!», y ella siempre respondía: «Podría volver esta noche». Y durante meses y meses siguió preparando el sitio de mi hermano, el primer puesto, el que estaba entre mi padre y el segundo de mis hermanos. Ponía la mesa también para él porque podía volver a casa esa misma noche. ¡Esta es la grandeza de nuestros padres! Esto es lo que nos piden nuestros hijos. Gente que está, que aguanta por el bien de su hijo, para que él tenga esperanza. Esto es lo único que necesitan nuestros hijos.

Si es así, surgen dos o tres consecuencias a las que me refiero brevemente. Primero: no tengáis miedo a equivocaros, para nuestros hijos somos los mejores padres. Si la educación es lo que os he dicho, no existe el problema de la coherencia o de la incoherencia: tus hijos no son estúpidos, saben que eres incoherente y venderles la idea de un padre especialmente bueno y coherente no les convencerá, no conseguiréis engañarlos. Saben perfectamente lo incoherentes que somos, es decir, saben que somos unos miserables como ellos, jamás les convenceréis de lo contrario. Nuestros hijos no necesitan nuestra coherencia en el sentido moralista del término; necesitan esa coherencia a la que don Giussani enEducar es un riesgo6llama «función de coherencia ideal» y que coincide con ese «seguir estando» del que hablaba antes. Nuestros hijos nos perdonan nuestra debilidad moral, pero no nos perdonan la falta de valentía, la falta de responsabilidad ante la realidad, la ausencia de una certeza última respecto al destino: esto no nos lo perdonan. Os pongo otro ejemplo que he vivido en mis carnes (¡literalmente!). Tener a diez hijos, de cero a quince años, en sesenta metros cuadrados es un verdadero caos. Y peor en invierno, cuando no se podía ni salir para ir al oratorio7. Por eso, mi padre llegaba a casa por la noche cansado y, a veces, se encontraba con una especie de jungla, a mi madre con malestar, embarazada o en periodo de lactancia… No le quedaban muchos recursos, pobrecillo. Entonces sacaba el cinturón de los pantalones y pim pam pum,quien se la lleva se la lleva y quien tenga miedo, que escape8; en el sentido de que, encontrándose con un cristal roto, dos heridos, la mujer que llora, el niño más pequeño chillando, no tenía tiempo de empezar a indagar para ver quién había empezado. Así, me acuerdo una vez que llegué a casa después del colegio y, sin que me diese tiempo a quitarme la mochila y dejarla en el suelo, llegó mi padre por detrás. Vio un alboroto infernal y me tocó a mí porque no estuve lo suficientemente rápido: me dio unos cuantos azotes. Mi pobre madre, que tenía debilidad por mí, vino a ayudarme y le paró, pero ya me había llevado lo mío. Lo detuvo y le dijo: «Pero Dario, Franco acaba de entrar en casa, él no tiene nada que ver