Las aventuras de Pinocho - Franco Nembrini - E-Book

Las aventuras de Pinocho E-Book

Franco Nembrini

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Beschreibung

La literatura habla respondiendo a las preguntas que planteamos. Los textos son siempre los mismos, pero si nosotros los interrogamos con preguntas nuevas brotan de ellos nuevas respuestas. El objetivo es que las observaciones de este libro sean un punto de partida, una ocasión para que cada uno pueda interrogar a Pinocho personalmente, pueda plantear al texto de Collodi sus propias preguntas y extraer de él sus hipótesis de respuesta.

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Seitenzahl: 479

Veröffentlichungsjahr: 2024

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ColecciónDigital •SerieExperiencias

Director:Francisco J. Bueno Pimenta

Comité científico asesor:Javier Barraca MairalMauro Jiménez MartínezDavid Torrijos CastillejoBelén Mainer BlancoWilfredo Rincón García

© 2020 Centocanti S.A.S. Bérgamo

© Traducción: Herederos de Esther Benítez

Traducción cedida por Alianza Editorial, S.A., 2014

Traducido por Belén de la Vega Cabrera

© Ilustraciones de Gabriele Dell’Otto

© 2024 Editorial UFV. Universidad Francisco de Vitoria

[email protected]

www.editorialufv.es

Primera edición: junio de 2024

ISBN edición impresa: 978-84-10083-57-8

ISBN edición digital: 978-84-10083-58-5

ISBN edición Epub: 978-84-10083-59-2

Depósito legal: M-13569-2024

Preimpresión: MCF Textos, S. A.

Impresión: Service Point

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Esta editorial es miembro de UNE, lo que garantiza la difusión y comercialización de sus publicaciones a nivel nacional e internacional.

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Impreso en España - Printed in Spain

Índice

OTRA VEZ PINOCHO. ¿POR QUÉ?

LA AVENTURA DE CADA UNO

I Cómo ocurrió que maese Cereza, el carpintero, encontró un pedazo de madera que lloraba y reía como un niño

¿Un pedazo de madera es solo un pedazo de madera…?

II Maese Cereza regala el pedazo de madera a su amigo Geppetto, que lo coge para fabricar con él un maravilloso muñeco que sepa bailar, tirar de florete y dar saltos mortales

¿… O un maravilloso muñeco?

III Geppetto, una vez en casa, empieza a trabajar en su muñeco y le pone el nombre de Pinocho. Primeras travesuras del muñeco

La rebelión originaria

IV La historia de Pinocho con el Grillo-parlante, donde se ve que los niños malos se enfadan cuando los corrige quien sabe más que ellos

Una voz interior que no muere

V Pinocho tiene hambre y busca un huevo para hacerse una tortilla, pero, en lo mejor, la tortilla vuela por la ventana

Empieza a anochecer

VI Pinocho se duerme con los pies sobre el brasero y por la mañana se despierta con ellos quemados

El hambre puede más que el miedo

VII Geppetto vuelve a casa y le da al muñeco la comida que el pobre hombre había traído para él

Alguien llama a la puerta

VIII Geppetto vuelve a hacerle los pies a Pinocho y vende su casaca para comprarle un Abecedario

Entre pretextos, dolores y buenas intenciones

IX Pinocho vende su Abecedario para ir a ver el teatro de títeres

El drama de la libertad

X Los títeres reconocen a su hermano Pinocho y le tributan un gran recibimiento; pero, en lo mejor de la fiesta, sale el titiritero Comefuego y Pinocho corre el peligro de acabar mal

En el infierno…

XI Comefuego estornuda y perdona a Pinocho, quien, después, salva de la muerte a su amigo Arlequín

… y vuelta

XII El titiritero Comefuego le regala a Pinocho cinco monedas de oro, para que se las lleve a papá Geppetto, pero Pinocho se deja embaucar por la Zorra y el Gato y se va con ellos

El mal del mundo

XIII La posada del Cangrejo Rojo

El paso del cangrejo

XIV Pinocho, por no haber dado crédito a los buenos consejos del Grillo-parlante, tropieza con los asesinos

Es imposible huir del mal

XV Los asesinos persiguen a Pinocho y cuando lo alcanzan lo ahorcan de una rama de la Encina Grande

Muerte…

XVI La hermosa Niña de los cabellos azules hace recoger al muñeco, lo mete en la cama y llama a tres médicos, para saber si está vivo o muerto

… y resurrección

XVII Pinocho come el azúcar pero no quiere purgarse; mas cuando ve a los enterradores que vienen a llevárselo, se purga. Después dice una mentira y en castigo le crece la nariz

La medicina amarga

XVIII Pinocho vuelve a encontrar a la Zorra y al Gato y se va con ellos a sembrar las cuatro monedas en el Campo de los Milagros

Enriquecerse sin esfuerzo

XIX A Pinocho le roban sus monedas de oro y en castigo sufre cuatro meses de prisión

La justicia al revés

XX Liberado de la prisión, se dispone a volver a casa del Hada; pero en el camino encuentra una horrible serpiente y después queda aprisionado en un cepo

Patas arriba

XXI Pinocho es apresado por un campesino, el cual lo obliga a hacer de perro guardián en su gallinero

De ladrón a animal

XXII Pinocho descubre a los ladrones y, en recompensa por haber sido fiel, es puesto en libertad

Un animal con corazón humano

XXIII Pinocho llora la muerte de la hermosa Niña de los cabellos azules; luego encuentra un Palomo que lo lleva a la orilla del mar y allí se tira al agua para ayudar a su padre Geppetto

Abandonada…

XXIV Pinocho llega a la isla de las Industriosas Abejas y encuentra de nuevo al Hada

… y reencontrada

XXV Pinocho promete al Hada ser bueno y estudiar, porque está harto de ser un muñeco y quiere convertirse en un niño bueno

Un corazón bueno

XXVI Pinocho va con sus compañeros de escuela a la orilla del mar, para ver al terrible Tiburón

Dime con quién andas…

XXVII Gran pelea entre Pinocho y sus camaradas; al ser herido uno de estos, los guardias arrestan a Pinocho

Pero ¿quién te crees que eres?

XXVIII Pinocho corre el peligro de que lo frían en una sartén, como un pez

¡Sálvame de la muerte!

XXIX Regresa a casa del Hada, que le promete que al día siguiente ya no será un muñeco, sino que se convertirá en un niño. Gran desayuno de café con leche para festejar este gran acontecimiento

Un «pero» que echa a perder las cosas

XXX Pinocho, en vez de convertirse en un niño, parte a escondidas con su amigo Mecha hacia el País de los Juguetes

La última tentación

XXXI Tras cinco meses de buena vida, Pinocho, con gran asombro, siente que le brota un buen par de orejas asnales y se convierte en un burro, con cola y todo

El reino de la mentira

XXXII A Pinocho le salen orejas de burro y después se convierte en un borriquillo de verdad y empieza a rebuznar

Animales a todos los efectos

XXXIII Convertido en un burro de verdad y puesto a la venta, lo compra el Director de una compañía de payasos, para enseñarle a bailar y a saltar los aros; pero una noche se queda cojo y entonces lo compra otro, para hacer un tambor con su piel

El rebuzno del burro

XXXIV Pinocho, arrojado al mar, es comido por los peces y vuelve a ser un muñeco, como antes; pero mientras nada para salvarse es engullido por el terrible Tiburón

Hacia la luz

XXXV Pinocho encuentra dentro del Tiburón… ¿A quién encuentra? Leed este capítulo y lo sabréis

Hijos de los propios hijos

XXXVI Por fin Pinocho deja de ser un muñeco y se convierte en un muchacho

Hecho para el bien

Otra vez Pinocho.¿Por qué?

Es cierto que ya he hablado y escrito mucho sobre Pinocho. En 2017 se publicó un libro que contenía en buena medida las transcripciones de los programas que había hecho el año anterior para TV 2000; en 2018 publiqué Al lavoro con Pinocchio,1 un texto que leía las aventuras de nuestro muñeco para identificar qué podía decirnos sobre la cuestión del trabajo. La introducción del primer libro se abría ya con esta pregunta: «¿Qué necesidad hay de este libro? ¿Qué se puede decir todavía sobre un cuento que todos los italianos conocen prácticamente de memoria?». Entonces, ¿qué sentido tiene retomarlo una vez más? ¿Podemos decir algo novedoso al respecto?

El hecho es que, como digo siempre, la literatura habla respondiendo a las preguntas que planteamos. Los textos son siempre los mismos, pero si nosotros los interrogamos con preguntas nuevas brotan de ellos nuevas respuestas. Y gracias a Dios, en estos años he seguido planteando preguntas porque, también gracias a Dios, he seguido viviendo. He tenido muchas ocasiones de hablar de Pinocho y con frecuencia me he encontrado con personas, situaciones y acontecimientos que me han interrogado sobre las cosas que decía, me han obligado a ir hasta el fondo de aspectos que daba por descontados, me han ofrecido nuevas sugerencias.

Además, los dos textos mencionados más arriba son parciales. El primero afronta solo algunos pasajes del relato, dejando de lado secciones enteras; el segundo lo recorre capítulo por capítulo, pero afrontándolo exclusivamente desde el punto de vista del trabajo. Entonces me he preguntado: ¿por qué no tratar de hacer una lectura integral que trate de extraer de cada capítulo todas las ideas y las sugerencias que han surgido en el trabajo de estos años?

En la estela de la experiencia vivida con la Divina comedia,2 este libro nace del deseo de presentarle al lector un texto integral, acompañado de todas las observaciones que han nacido con el tiempo en multitud de conversaciones, empezando por las que mantuve con mis alumnos en los primeros años de enseñanza hasta llegar a las más recientes.

Con un único objetivo, como siempre: que mis observaciones sean un punto de partida, una ocasión para que cada uno pueda interrogar a Pinocho personalmente, pueda plantear al texto de Collodi sus propias preguntas y extraer de él sus hipótesis de respuesta.

Una última nota bene. Fiel a la advertencia evangélica sobre el hombre sabio que «va sacando de su tesoro lo nuevo y lo antiguo», he vuelto a proponer aquí, junto a las observaciones más recientes, mucho de lo que había publicado con anterioridad. Al lector que ya conozca esos textos le pido la paciencia de volver a leer observaciones ya conocidas; a todos les deseo que su lectura sea la posibilidad de volver a un texto muy conocido y «descubrir que habla de la vida de todos».3

La aventura de cada uno

Para empezar, me gustaría proponer de nuevo la introducción que publiqué en su día porque es la clave de lectura de todo el trabajo.

Mi hipótesis de lectura de Pinocho no se debe a mi ingenio, sino a la genialidad de un cardenal de la Iglesia romana, el difunto monseñor Giacomo Biffi.

«Recuerdo con exactitud la fecha de mi primer encuentro con Pinocho —recuerda el cardenal Biffi en una entrevista—: el 7 de diciembre de 1935. Me lo compró mi padre en la feria de San Ambrosio cuando tenía siete años. Recuerdo que era una edición barata. Así es como entró en mi vida el fatal muñeco, y allí se quedó».4 Recuerda también Biffi que «mi relación con Pinocho a lo largo de los años de la infancia y de la adolescencia fue desigual y difícil. No podía ignorar su fascinación […] pero había en el libro un no sé qué de fastidioso que todavía hoy me cuesta definir».5 Hasta que «un día no datado de mi juventud vi repentinamente la luz. Creí descubrir que el relato contenía ciertamente un anuncio, pero no, como había pensado hasta ese momento, un ambiguo mensaje moralista y exhortativo. Más que sugerir unas reglas de comportamiento, el libro desvelaba la verdadera naturaleza del universo. […] Bajo la apariencia de un cuento de hadas, aparecía una doctrina nítida y definida que los humildes han conocido y amado desde siempre. Más allá del encaje de los eventos narrados y, en apariencia, perfectamente gratuitos, entreveía la visión de las cosas más alta y más popular, más sugestiva y más satisfactoria, más rica y más simple, más extraña y más lógica que se haya ofrecido nunca a la mente del hombre. Pinocho trata sobre la ortodoxia católica: he aquí la hipótesis que me iba persuadiendo poco a poco».6 Entonces Biffi retomó el texto, lo releyó desde este punto de vista, reflexionó sobre él durante años y al final publicó un libro titulado Contra maese Cereza. Comentario teológico a «Las aventuras de Pinocho».

Corría el año 1977. En aquella época daba clase de religión en un instituto público, era un principiante un poco inexperto. Tenía poco más de veinte años, mis alumnos mayores eran casi coetáneos míos. Mientras trataba de establecer cómo plantear las clases, me topé casualmente con el libro de Biffi, que me llenó de curiosidad y me entusiasmó hasta tal punto que durante años hice de él el texto de referencia para mis clases de religión católica. Por tanto, yo también puedo decir que el libro de Collodi no me ha dejado nunca. Es más, me gusta decir, medio en broma, medio en serio, que es el tercer elemento de la trilogía que tendría siempre en la mesilla de noche, pues la Divina comedia, el Miguel Mañara de Milosz y Pinocho son los tres libros que de algún modo han acompañado muchas decisiones, muchos cambios, muchos momentos de mi vida.

Antes de abordar la lectura creo que puede resultar útil decir algo sobre la historia editorial de Las aventuras de Pinocho y sobre la vida de su autor.

Carlo Lorenzini —este es el verdadero nombre, Collodi es un seudónimo que utilizaba para sus escritos— nace en Florencia en 1826 y crece imbuido de una cultura católica que en esa época constituía todavía el tejido del pueblo italiano. Su madre, Angiolina Orzali, era, como muchas mujeres de aquella época, una mujer de fe sencilla pero profunda. Carlo estudia primero en el seminario de Colle val d’Elsa y después en el colegio de los padres escolapios en Florencia. Como muchos de sus coetáneos, se ve fascinado por los ideales del Risorgimento. En 1848 se enrola como voluntario en la primera guerra de independencia y en 1859 lucha en la segunda en las filas del ejército piamontés. Como todos saben, la ideología del Risorgimento tiene muchos rasgos anticlericales y anticatólicos, y también el joven Lorenzini respira este aire; se aleja de la práctica religiosa y se apasiona por las polémicas contra la Iglesia que entonces —no solo entonces, a decir verdad…— estaban a la orden del día.

Pero muy pronto, al impulso ideal le sigue la desilusión porque el Estado por el que ha luchado no es el que había soñado. Bajo la bandera del Reino de Italia la vida del pueblo no mejora, la corrupción y las intrigas de la política siguen igual o peor que antes. Por eso abandona enseguida la vida pública y se centra en el mundo infantil, pues cree que los adultos ya no tienen remedio y que, si quiere hacer algo bueno, tiene que ir dirigido a los niños, intentar al menos ofrecer a su alma todavía pura una perspectiva de vida más genuina. De este modo, se dedica a la literatura infantil y empieza a escribir historias que tienen un éxito discreto pero no excepcional.

Hasta que, hacia finales de 1880, Collodi envía a su amigo Fernandino Martini, redactor jefe de un periódico para niños, un paquete con manuscritos que define como «una chiquillada», acompañado de una carta en la que escribe: «Haz con ella lo que te parezca; pero, si la publicas, págamela bien, para que me entren ganas de continuarla».7

Él mismo parece no dar demasiado valor a su obra, pero Martini la aprecia y así, el 7 de julio de 1861, se publica en el Periódico para niños la primera entrega de la Historia de un muñeco. El 27 de octubre el periódico incluye la octava entrega, que concluye con la muerte de Pinocho. En la creación de Collodi Pinocho muere de verdad. La historia ha terminado, en el encabezamiento de la última entrega aparece la mención «Continuación y FIN».

Sin embargo, no es el fin. Porque la redacción del periódico se ve desbordada por una gran cantidad de cartas de protesta enviadas por niños de toda Italia que quieren la vuelta de su héroe.

Ante la reacción de los pequeños lectores, Martini localiza a Collodi y le dice: «¡La historia tiene que seguir!». «Pero ¿cómo que tiene que seguir? —responde el otro—. ¡Está muerto! ¿Qué puedo hacer?». «¡Haz que resucite!». Y Collodi hace que resucite.

Como veremos, esa muerte y resurrección señalan la clave de bóveda que suscitó en el cardenal Biffi la idea maravillosa de reinterpretar toda la historia de Pinocho como la historia de cada hombre con los riesgos que corre, las cosas que aprende, la experiencia que tiene del bien y del mal. Yo no he hecho más que tomarme muy en serio esta hipótesis de lectura y tratar de verificarla en mí mismo.

De hecho, ¿qué hace uno cuando lee una obra literaria? ¿Por qué es interesante leer? ¿Por qué resulta interesante releer Pinocho así? Porque la vida lleva consigo un montón de preguntas, un montón de heridas, y a los sesenta años uno entiende que tiene más preguntas que respuestas, a diferencia de a los veinte, cuando pensaba que tenía pocas preguntas y muchas respuestas. Porque la vida hiere, llama a una responsabilidad, a tomar decisiones, a elegir; y lo bonito de la literatura, lo bonito del arte, es la posibilidad de plantear estas preguntas a quien ha recorrido un tramo de camino como tú y quizá ha entendido algo más que tú. Y de este modo hablas con los textos, les planteas las preguntas que te apremian y tratas de entender cómo han respondido otros antes que tú. Por ello, siguiendo la pista que señala Biffi, trataré de comprobar si la historia de Pinocho puede ser leída como imagen de nuestra historia personal y, por tanto, si podemos sacar de ella algo para nuestra vida. Si pienso en todas las veces que he usado el texto de Collodi para dar clase de religión, creo que sí es posible hacer esta lectura.

Cabría pensar que un libro tan sencillo se podía leer en unas pocas horas; sin embargo, el curso escolar no era suficiente, nunca conseguía llegar al final, porque era mucho el interés, la curiosidad, las preguntas, las discusiones que suscitaba el texto en las clases. Pues bien, espero que estas páginas tengan por lo menos esta utilidad: suscitar preguntas. O mejor, no suscitar, sino aclarar las preguntas. Porque la verdadera finalidad de la enseñanza no es dar respuestas, sino aclarar las preguntas, pues cuando se aclara la pregunta siempre se dibuja también una hipótesis de respuesta. Después cada uno tiene que buscar la respuesta y verificarla. Maestro es aquel que te ayuda a plantear las preguntas de manera adecuada.

Es preciso que haga una puntualización adicional, porque quien hace un trabajo como el mío es acusado a veces de forzar un poco la obra que lee, de forzar su interpretación. Un lector podría decir más o menos: «¿Cómo es posible hacer esta interpretación? Aunque Collodi no era propiamente ateo, estaba muy alejado del cristianismo y de la práctica religiosa. Si en todo el libro no hay ni una mención de Dios, de la Iglesia, de la religión (bueno, en realidad sí que hay una), ¿cómo te permites hacer una lectura de este tipo?».

Debemos tener en cuenta que nos hallamos a mediados del siglo XIX, con todas las circunstancias ligadas a la unificación italiana, a la conquista por parte del Reino de Cerdeña del Estado pontificio, a la oposición de la Iglesia al nuevo Estado. La polémica es muy vivaz y Collodi, en su actividad de periodista, asume posiciones incluso muy duras contra la Iglesia. Tanto es así que Giovanni Spadolini, hombre de gran cultura además de político, definió Pinocho como una obra «típicamente mazziniana8. […] La moral de Collodi es la moral de los “Deberes del hombre”, la “redención” obrada por el muñeco que se vuelve hombre es la redención “laica” de quien se apoya sobre sus propias fuerzas y hace hincapié en el libre albedrío».9 Se trata de un juicio absolutamente legítimo.

Y entonces se me podría objetar: «¿Cómo puedes hacer decir a Collodi que Geppetto es Dios que crea al hombre?». En definitiva, ¿es lícita la lectura que estoy haciendo?

Creo que la respuesta más clara es la que da el mismo cardenal Biffi, que reproduzco con sus palabras:10

Las revueltas del siglo XIX —inspiradas en su mayoría en ideologías extrañas a los sentimientos y convicciones de nuestro pueblo— despreciaron de hecho, de todos los modos posibles, la ortodoxia católica, que era la única concepción de la realidad reconocida como propia por todas las gentes de Italia.

Y la ortodoxia católica, presentada normalmente de forma desfigurada, despreciada como retrógrada, desdeñada por la cultura dominante, se replegó desde entonces —me decía— en el fondo de las conciencias, a la espera de tiempos mejores.

De este modo, el proceso de unificación corrió el riesgo de volver inoperante en la vida social de los italianos el único elemento —además de la extendida predilección por la pasta como alimento— que, desde los Alpes hasta Sicilia, nos unificaba de algún modo […].

Puede decirse que la Italia de la segunda mitad del siglo XIX recompuso su unidad política a costa de su propia alma.

Parafraseo y sintetizo: la concepción cristiana de la vida —esto es, la «ortodoxia católica», y no una cuestión teológica—, expulsada de la vida civil, despreciada y denigrada, se retiró del debate público, pero no desapareció, «se replegó en el fondo de las conciencias», es decir, siguió viviendo en la realidad cotidiana, en una forma de tratar a las personas, las cosas y la vida, que continuó estando atravesada y permeada por esa concepción. Y desde aquí, desde el fondo de las conciencias, volvió a aflorar por caminos subterráneos con la voz de Collodi:11

Me preguntaba entonces cómo era posible que, desde la unificación del país, no se hubiera alzado ninguna voz entre nosotros que tuviera algo eterno que decir a los hombres y supiera hacerse escuchar en todo el mundo, al margen de la voz de Pinocho.

Collodi tenía un corazón más grande que sus percepciones, un carisma profético más alto que su militancia política. Así pudo entrar en comunión, quizá ignorada —quizá inconsciente, ciertamente no declarada—, con la fe de sus padres y con la verdadera filosofía de su pueblo.

La ortodoxia, que no habría podido superar con su ropaje la censura de la dictadura cultural de la época y la misma conciencia explícita del escritor, resurgió desde el fondo del espíritu vestida de cuento de hadas y resonó abiertamente. En ese cuento de hadas, los italianos con instinto reconocieron su canción de siempre y los hombres de todos los países advirtieron inconscientemente la presencia cifrada de un mensaje universal.

Este es el meollo de la cuestión, el factor que puede explicar el éxito increíble de esta historia (hay quien afirma que Pinocho es el segundo libro más traducido del mundo después de la Biblia; no sé si es verdad, pero desde luego existen más de doscientas traducciones de esta obra en prácticamente todas las lenguas y dialectos del mundo). Pinocho dice con un lenguaje cifrado —con el lenguaje del cuento de hadas, del sueño— la verdad eterna que la tradición cristiana ha afirmado siempre y que los sencillos han reconocido y vivido siempre; y en cuanto que expresa la verdad sobre el hombre que puede ser reconocible por todo hombre.

Por eso cuando lees Pinocho, es decir, una obra que no habla del cristianismo y disfraza las verdades cristianas bajo un lenguaje fantástico, y cuando lees la Divina comedia de Dante, que es la obra más explícita que existe desde el punto de vista de la profesión del dogma católico, sucede paradójicamente lo mismo: te das cuenta de que tiene la capacidad de hablar a todos. Porque una y otra tienen en común que dicen algo tan verdadero y tan profundo que puede interceptar la pregunta más radical, la exigencia más profunda de cada hombre. En este sentido la lectura que vamos a hacer me parece legítima y justificada.

Además, es experiencia común que cuando leemos un texto o incluso cuando nos miramos uno a otro, lo que aprendemos va muchas veces más allá de la intención que pone cada uno en las palabras que dice o en los gestos que hace. Porque si tú tienes una curiosidad, si tienes preguntas, con frecuencia encuentras y descubres más sobre eso de lo que el otro querría decir con sus palabras o con su intención. Solo hay que ser honestos. Lo importante es no hacer decir a Collodi lo que no quería decir, y aclarar también lo que te sucede a ti cuando lo lees. Pero, una vez que esto queda claro, el problema está resuelto.

I

CÓMO OCURRIÓ que maese Cereza,el carpintero, encontró un pedazode madera que llorabay reía como un niño

¿UN PEDAZO DE MADERA ES SOLO UN PEDAZO DE MADERA…?

Empezamos el relato y nos topamos enseguida con algo extraño. El pedazo de madera empieza su aventura en el taller de un carpintero, maese Cereza, que después se lo da a otra persona; solo en ese momento empieza la verdadera historia.

El relato habría podido empezar tranquilamente en el taller de Geppetto, que talla y esculpe el trozo de madera, ¿no? ¿Por qué Collodi empieza con este primer capítulo, aparentemente inútil desde el punto de vista de la historia? ¿Por qué empezar con un personaje caracterizado de modo tan fuerte, pero que desaparece después? Existe una razón, solo hay que descubrirla.

Como cualquier cuento de hadas que se precie, también Pinocho empieza con «Érase una vez». Pero enseguida parece que Collodi se burla del incipit universalmente aceptado de todas las historias:

Érase una vez…

—¡Un rey! —dirán enseguida mis pequeños lectores.

No, muchachos, os habéis equivocado. Érase una vez un pedazo de madera.

Se trata de un vuelco que no es solo una broma, sino que encierra un significado fundamental. La expresión «Érase una vez», en efecto, plantea el problema del origen, como señala Biffi de forma muy clara. Empezar con «Érase una vez» quiere decir responder a la pregunta: «¿Qué había al principio?». ¿Cómo empieza, dónde se origina la historia de cada uno?

La expresión canónica «Érase una vez un rey» responde a esta pregunta de forma clara y explícita —exactamente como sucede en el Evangelio de Juan, que se abre con el versículo «En el principio era el Verbo» (Jn 1,1): al principio de todas las historias está Dios, el creador, el Ser por excelencia que da vida a todas las cosas.

Sin embargo, el vuelco que plantea Collodi tiene un valor profundo. Porque en realidad nosotros, desde el punto de vista de la existencia, de la vida real, no advertimos como primer problema la existencia de Dios. Con catorce o quince años, cuando la vida empieza a herirte de verdad, a hacer que surjan las preguntas verdaderas, la primera pregunta que nace no es si Dios existe o no. Esa es la segunda. Ciertamente, desde el punto de vista de la naturaleza de las cosas es la primera, porque la presencia o ausencia de Dios lo determina todo; pero desde el punto de vista existencial, desde el punto de vista de la experiencia humana real, cuando abres los ojos a la vida y empiezas a echar cuentas con las cosas, la primera pregunta que surge no es la pregunta acerca de Dios, sino otras: «¿Por qué tenemos que morir? Por qué todo este dolor? ¿Qué es este atractivo misterioso que me arrastra hacia esa chica, hasta el punto de que me hace vivir una entrega total, de que me hace decir “si no es contigo, la vida no es nada”? ¿Cómo se puede amar de verdad?». Y también cómo se puede perdonar, y qué utilidad tiene el tiempo, y también qué es la belleza… Estas son las primeras preguntas. Y porque uno quiere responder a estas preguntas sale a la luz la pregunta acerca de Dios. Porque si nos morimos, y esto es una constatación, aparece enseguida la pregunta: «¿Habrá alguien que no muera? ¿Será verdad la noticia que circula desde hace dos mil años de que uno murió y después resucitó?». La pregunta sobre Dios viene después.

Por eso es precioso este comienzo de Collodi partiendo de un pedazo de madera: la realidad está antes. Surge primero la pregunta acerca de las cosas, de la vida. Y ahí se insinúa poco a poco —después tendrá que ser educado— un verdadero sentimiento religioso, es decir, la pregunta acerca de Dios y del ser.

Entonces Collodi empieza a contar la historia. En las primeras líneas utiliza una palabra en la que debemos detenernos enseguida: capitare12. «Un buen día, ese trozo de madera llegó [capitò] al taller de un viejo carpintero»; «Esta madera ha llegado [è capitata] a tiempo». En pocas líneas utiliza dos veces el verbo capitare. Un verbo que plasma, desde el principio, la actitud de maese Cereza: la realidad está ahí porque sí. ¿Qué importancia tiene su origen o de dónde viene? ¿Qué problema supone? ¿Qué más da saber si la realidad ha sido querida, creada? Está y basta. Lo que existe ha llegado sin más. Está aquí por casualidad, podríamos decir.

Collodi dice con crueldad de maese Cereza que no tiene fantasía, para él un pedazo de madera no es más que un pedazo de madera. Normalmente sirve para ser quemado y calentar un poco; en el mejor de los casos puede llegar a convertirse en la pata de una mesita. Es decir, no es más que un objeto que utilizo para construir lo que tengo en la cabeza, lo que imagino y proyecto yo.

En efecto, maese Cereza se pone de inmediato manos a la obra para realizar su proyecto. Solo que «oyó una vocecita muy fina que dijo, pidiendo gracia: —¡No me golpees tan fuerte!». Y se quedó allí plantado, con el brazo en el aire.

Plantado, con la boca abierta, porque tiene que vérselas con lo imprevisto, con el descubrimiento de que la realidad es más grande que lo que tiene en su mente. Yo puedo describir la realidad desde el punto de vista científico, puedo medirla, pesarla, incluso trabajar para obtener algo de ella; pero hay algo más. En cada cosa hay algo más. Lo primero que me viene a la cabeza es el verso de Montale: «Todas las imágenes llevan escrito: “más allá”».13 Hay más de lo que yo puedo medir o pesar: esa vocecita es ese más que hay dentro de las cosas, ese más de lo que las cosas son signo, de lo que las cosas hablan. «El cielo proclama la gloria de Dios» (Sal 19,2). Se pueden estudiar los cielos, es verdad, deben estudiarse. Pero no agotamos el conocimiento de la realidad, desde el trozo de madera al cielo estrellado, porque lo midamos y lo expliquemos científicamente. Hay más, hay mucho más.

Sin embargo, maese Cereza no es un tipo que pueda reconocerlo fácilmente. Por eso mira aquí, mira allá, pasa revista a todo de forma metódica, científicamente podríamos decir. Pero si al final de la revista no encuentra a nadie y no está dispuesto a admitir, al menos como hipótesis, que no lo sabe todo sobre este trozo de madera, que hay algo que podría sorprenderle, si ha decidido que se trata solo de un pedazo de madera, ¿qué posibilidad queda? Al final, por no querer considerar una hipótesis que va más allá de lo mensurable, tiene que negar la experiencia que ha tenido: «Está visto que me lo he figurado yo, me he confundido, he debido de beber…».

A propósito de esto, me gustaría contar un hecho que me sucedió hace tiempo. Me hallaba en una ciudad de Asia Central, antigua Unión Soviética, en una asamblea de educadores y padres. Al final de mi charla una señora de cierta edad se levantó y me preguntó, bastante irritada, que cómo era posible que tuviera el valor de hablar de Dios cuando todo el mundo sabe que no existe. Yo le respondí: «Señora, ¿está usted completamente segura de que no existe?». Y ella, entre escandalizada y sorprendida, me dijo: «¡Entonces es verdad que en vuestro país la cultura capitalista os ha contado un montón de mentiras! A nosotros en cambio nos han dicho la verdad enseguida. En cuanto Yuri Gagarin llegó al espacio nos dijo: “¡Dios no está por ningún lado!”». ¡Estaba convencida! Convencida de que la afirmación de que Dios existe o no existe depende de que tú mires a tu alrededor: si lo encuentras, bien; si no lo encuentras, no existe.

Pues bien, así es maese Cereza. Podríamos decir que es la síntesis del racionalismo moderno, de la pretensión moderna sostenida por una determinada concepción de la ciencia: la pretensión de entenderlo todo, de no tener necesidad del misterio. La realidad no puede sorprendernos, no es misterio. En todo caso, es algo desconocido que la ciencia aclarará poco a poco, pero no un misterio.

Cuando maese Cereza se ha convencido de que ha soñado y reanuda el trabajo, he aquí de nuevo la vocecita. Y él «se quedó de piedra, con los ojos saliéndosele de las órbitas a causa del miedo».

Otras tres veces encontraremos en este capítulo la palabra «miedo». Porque si vivo la realidad con toda la fragilidad, la precariedad, la debilidad que sorprendo en mí, inevitablemente siento miedo. Porque si la realidad es perfecta pero permanece cerrada, si he decidido que fuera no hay nada que valga la pena conocer y amar, nada por lo que merezca la pena dar la vida, lo ignoto que hay al otro lado de la puerta me produce miedo. Sin embargo, el misterio que aparece en el fondo de la realidad interpela, hiere tal vez, pero produce curiosidad; el sentimiento ante lo que no conoces es un sentimiento bueno. En cambio, si has decidido ya que más allá del pedazo de madera no hay nada, te toca cerrar la puerta y hacer como si al otro lado no hubiera nada realmente; y entonces lo que pudiera haber produce miedo. Porque negaría lo que ya crees saber, destruiría la imagen que tienes ya de ti mismo y del mundo, es decir, te destruiría.

Es un poco lo que pasa en Il colombre de Dino Buzzati, otra imagen literaria muy querida para mí. En este relato el protagonista ve de repente, desde una nave, un pez misterioso, un colombre14 precisamente. Entonces todos le dicen que se mantenga alejado del mar, porque el colombre quiere acabar con él. Sin embargo, la fascinación del mar es irresistible para él y se pasa la vida navegando, pero huyendo del colombre. Hasta que, cuando siente que la muerte se acerca, decide hacerle frente. Y cuando finalmente se encuentran cara a cara, el colombre le dice:15

¡Cuánto me has hecho nadar… y tú huías, huías… y no has comprendido nunca nada! —¿A qué te refieres? —dijo Stefano, aún con un hálito de vida. —Pues que no te he perseguido por el mundo para devorarte como pensabas. Del rey del mar solo tenía el encargo de hacerte entrega de esto. Y entonces el escualo sacó fuera la lengua, ofreciéndole al viejo capitán una pequeña esfera fosforescente. Stefano la tomó entre los dedos y la contempló. Era una perla de dimensiones desproporcionadas. Y reconoció que era la famosa Perla del Mar que da a quien la posee fortuna, poder, amor y paz espiritual. Sin embargo, ahora ya era demasiado tarde. —¡Ay de mí! —dijo moviendo la cabeza tristemente—. ¿Cómo he podido equivocarme de esta forma? He conseguido condenar mi existencia además de arruinar la tuya.

Es una parábola maravillosa de la época moderna. Desde el Renacimiento, desde la Ilustración en adelante, la cultura dominante ha concebido a Dios como enemigo del hombre: si existe un Dios, si existe un Misterio, el hombre no es libre, es esclavo de Dios, no puede ser él mismo, debe obedecer a una fuerza externa a sí mismo. Por eso se pasa la vida huyendo de Dios. A no ser que descubra, al final, que la realidad es justamente lo contrario: Dios, el Misterio, busca al hombre no para matarlo, sino para hacerle feliz.

Pero el hombre moderno rechaza la hipótesis de que el Misterio pueda ser su amigo y por eso tiene miedo de él. El miedo es la clave del hombre irreligioso. Por el contrario, la exhortación del hombre religioso es: «No tengáis miedo». Podemos encontrar esta exhortación en el «No temáis» tan repetido por Jesús en los evangelios16 o en el «¡No tengáis miedo!» con el que Juan Pablo II inauguraba su pontificado y que el papa Francisco ha recordado.17

Una vez superado el susto, a maese Cereza se le pasa por la cabeza en un momento dado la hipótesis justa, la idea de que la vocecita venga del pedazo de madera. Pero enseguida la aleja con la afirmación de fe terrible, glacial, del racionalismo moderno: «No lo puedo creer». ¿Es posible que este pedazo de madera no sea solo un pedazo de madera? ¿Es posible que en el fondo de lo que veo, toco y puedo medir haya otra cosa? No, no lo puedo creer. ¿Por qué no lo puede creer? Porque desde el principio ha decidido ya, con un prejuicio absoluto, que las cosas solo pueden ser como él dice.

Y encontramos otra vez a maese Cereza emprendiendo de nuevo la lucha por dar a la realidad la forma que él quiere; y una vez más la vocecita se asoma, la realidad supera su imaginación. Al final, «se encontró sentado en el suelo. Su rostro parecía transfigurado y hasta la punta de la nariz, que era roja casi siempre, se le había puesto azul por el miedo».

Aquí tenemos una vez más la palabra «miedo». Miedo es la última palabra del capítulo; miedo es la definición, la clave de este extraño personaje que es la imagen de la posición humana equivocada delante de la realidad.

Y aquí no puedo dejar de señalar la analogía con la Divina comedia, con el doble comienzo de la aventura de Dante, que al final del primer canto del Infierno se pone en camino —«Echó a andar y yo seguí tras él» (Inf 1, v. 136)—, pero que al final del segundo está ahí partiendo de nuevo: «Así le dije; y cuando echó a andar, entré por el difícil y áspero camino» (Inf 2, v. 142). ¿Por qué dos comienzos? Por la misma razón que en Pinocho.

El doble comienzo le sirve a Dante para expresar cuál es la condición para poder vivir toda la aventura, para poder hacer el recorrido junto a él. De hecho, en el segundo canto Dante expresa su temor ante la empresa que Virgilio le plantea, y Virgilio le explica que su miedo es irracional, dado que su viaje ha sido querido nada menos que por la Virgen en persona.

De igual modo, Collodi, al construir el recorrido de Pinocho, introduce este primer capítulo que solo sirve para decir a los lectores: Chicos, haced lo que queráis, pero si pretendéis saber, medir y comprenderlo todo según el dictamen del racionalismo que nos aflige, es decir, si no vivís una apertura verdadera a la realidad, sin la pretensión de comprenderla toda ahora, de saberla definir previamente, si no estáis delante de la realidad como una inmensa ventana sobre el misterio del que pueden venir muchísimas cosas nuevas, sois como maese Cereza: en vuestra vida no tiene cabida novedad alguna. No habrá cada día un nuevo inicio, porque en un momento dado no tendréis ya nada que aprender, nada de lo que gozar, nada que vivir. Y necesariamente —esto es quizá lo más terrible del capítulo— os volveréis enemigos de esa realidad que, sin embargo, con buenísimas intenciones, pretendéis amar y servir.

De hecho, ¿cuál es la conclusión del razonamiento de nuestro maese Cereza, después de negar la evidencia con una hipótesis absolutamente irracional, porque oye la voz? Toma el pedazo de madera y se pone a «golpearlo sin piedad contra las paredes de la estancia».

Pero esta es la conclusión de todo racionalismo, es decir, de toda ideología. Porque cualquier racionalismo, cualquier ideología termina siempre necesitando un enemigo al que liquidar. El enemigo es necesario, porque, si has decidido que la realidad debe ser de una determinada manera, pero el mundo no es como tú has decidido que tiene que ser, la única hipótesis seria —si no existe misterio, si Dios no existe— es que tiene que haber alguien, un enemigo, que quiere engañarme. Alguien que molesta, que cuestiona mi percepción de las cosas, de la vida, de la verdad. Entonces la razón por la que uno al final está en el mundo es identificar al enemigo: tener siempre un enemigo contra el que luchar es la razón de ser de todo poder y de toda ideología.

Inevitablemente es así: si la verdad es una idea que yo he decidido, que tengo en la cabeza, todo el que la niegue o la cuestione es un enemigo. O vosotros o yo. Y así, si tengo el poder y he determinado que la religión es una mentira, quien siga rezando irá a un manicomio, acabará en el gulag. Irá al gulag porque es un enemigo de lo que yo he definido como la verdad. La aparición de esa vocecita, que no acepto como posible hipótesis imprevista de lectura de la realidad, debe ser eliminada. Todo maese Cereza acaba así, toda ideología acaba así.

Pero no se trata solo de una acusación contra las ideologías políticas. El atajo de la ideología está siempre al acecho. En cualquier circunstancia de la vida se presenta esta disyuntiva, pues todos debemos decidir qué posición asumir ante la realidad: o sabemos ya qué es, cómo está hecha, qué podemos esperar de ella, cómo podemos utilizarla para nuestro proyecto, y si nuestro proyecto no funciona la tomamos con alguien —el marido, la mujer, el trabajo, los políticos…—; o bien podemos reconocer que es más grande, que encierra algo más, que solo yendo tras la sugerencia inesperada que brota de ella podremos conocerla y amarla y, por ello, también usarla con verdad, según su verdadera naturaleza, según nuestro bien y el bien del objeto. Y esta segunda posición está encarnada en el compadre Geppetto, el personaje que entra en escena en el capítulo segundo.

Cómo ocurrió que maese Cereza, el carpintero, encontró un pedazo de madera que lloraba y reía como un niño

Érase una vez…

—¡Un rey! —dirán enseguida mis pequeños lectores.

No, muchachos, os habéis equivocado. Érase una vez un pedazo de madera.

No era una madera de lujo, sino un simple pedazo de leña de esos que en invierno se meten en las estufas y chimeneas para encender el fuego y caldear las habitaciones.

No sé cómo ocurrió, pero el caso es que, un buen día, ese trozo de madera llegó al taller de un viejo carpintero cuyo nombre era maese Antonio, aunque todos lo llamaban maese Cereza, a causa de la punta de su nariz, que estaba siempre brillante y roja como una cereza madura.

Apenas vio maese Cereza aquel trozo de madera, se alegró mucho; y, frotándose las manos de gusto, murmuró a media voz:

—Esta madera ha llegado a tiempo; voy a utilizarla para hacer la pata de una mesita.

Dicho y hecho. Cogió enseguida un afilado destral para empezar a quitarle la corteza y a desbastarla; pero cuando estaba a punto de dar el primer golpe, se quedó con el brazo en el aire, porque oyó una vocecita muy fina que dijo, pidiendo gracia:

—¡No me golpees tan fuerte!

¡Figuraos cómo se quedó el bueno de maese Cereza!

Giró sus espantados ojos por toda la estancia, para ver de dónde podía haber salido aquella vocecita, y no vio a nadie; miró debajo del banco, y nadie; miro dentro de un armario que estaba siempre cerrado, y nadie; miró en la cesta de las virutas y del serrín, y nadie; abrió la puerta del taller, para echar también una ojeada a la calle, y nadie. ¿Entonces?…

—Ya entiendo —dijo, riendo y rascándose la peluca—; está visto que esa vocecita me la he figurado yo. Sigamos trabajando.

Y, volviendo a tomar el destral, descargó un solemnísimo golpe en el trozo de madera.

—¡Ay! ¡Me has hecho daño! —gritó, quejándose, la vocecita de antes.

Esta vez maese Cereza se quedó de piedra, con los ojos saliéndosele de las órbitas a causa del miedo, con la boca abierta y la lengua colgándole hasta la barbilla, como un mascarón de fuente.

Apenas recuperó el uso de la palabra, empezó a decir, temblando y balbuceando por el espanto:

—Pero ¿de dónde habrá salido esa vocecita que ha dicho «¡ay!»…? Aquí no se ve ni un alma. ¿Es posible que este trozo de madera haya aprendido a llorar y a lamentarse como un niño? No lo puedo creer. La madera, ahí está: es un trozo de madera para quemar, como todos los demás, para echarlo al fuego y hacer hervir una olla de habichuelas… ¿Entonces? ¿Se habrá escondido aquí alguien? Si se ha escondido alguien, peor para él. ¡Ahora lo arreglo yo!

Y, diciendo esto, agarró con ambas manos aquel pobre pedazo de madera y lo golpeó sin piedad contra las paredes de la estancia.

Después se puso a la escucha, a ver si oía alguna vocecita que se lamentase. Esperó dos minutos, y nada; cinco minutos, y nada; diez minutos, y nada.

—Ya entiendo —dijo entonces, esforzándose por reír y alborotándose la peluca—. ¡Está visto que esa vocecita que ha dicho «¡ay!» me la he figurado yo! Sigamos trabajando.

Y como ya le había entrado un gran miedo, intentó canturrear para darse un poco de valor.

Entretanto, dejando a un lado el destral, cogió un cepillo para cepillar y pulir el pedazo de madera; pero, mientras lo cepillaba de arriba abajo, oyó la acostumbrada vocecita que le dijo riendo:

—¡Déjame! ¡Me estás haciendo cosquillas!

Esta vez el pobre maese Cereza cayó como fulminado. Cuando volvió a abrir los ojos, se encontró sentado en el suelo.

Su rostro parecía transfigurado y hasta la punta de la nariz, que era roja casi siempre, se le había puesto azul por el miedo.

II

MAESE CEREZA regala el pedazode madera a su amigo Geppetto,que lo coge para fabricar con élun maravilloso muñeco que sepa bailar,tirar de florete y dar saltos mortales

¿… O UN MARAVILLOSO MUÑECO?

Segundo capítulo, segunda partida, segundo polo de la alternativa. Entra en escena maese Geppetto y enseguida se presenta con una perspectiva distinta. Para maese Cereza, es decir, para el hombre moderno, el colmo de la imaginación es «voy a utilizarla para hacer la pata de una mesita». En cambio, Geppetto piensa en algo extraordinario, increíble, «un muñeco maravilloso, que sepa bailar, tirar de florete y dar saltos mortales».

Digámoslo ya: Geppetto es Dios. Y quién sabe si Collodi, cuando decidió llamar así a Geppetto, se dio cuenta del valor de este nombre: Geppetto es el diminutivo de Giuseppe y José, en la tradición cristiana, es el carpintero por excelencia, el padre de Jesús, y por tanto, de algún modo, el padre de todos; por ello, dentro de un cuento de hadas, el nombre de Dios solo podía ser Giuseppe.

Y esto también nos recuerda a la Biblia, cuando dice que Dios piensa en hacer al hombre «a nuestra imagen y semejanza» (Gén 1,26): un ser excepcional, distinto del resto de las criaturas. De igual modo, Geppetto piensa en «un muñeco maravilloso, que sepa bailar, tirar de florete y dar saltos mortales», es decir, un ser extraordinario.

Y no solo, sino que piensa en alguien —conmueve pensarlo— que pueda ser su compañero: «Pienso correr el mundo con este muñeco, ganándome un pedazo de pan y un vaso de vino». Amigo, compañero de viaje de Dios; y por ello destinado a la eternidad. Venimos de lo profundo del tiempo, estamos destinados a la eternidad. Dicho de modo más sencillo: no hemos llegado aquí por casualidad, sino que hemos sido queridos.

En resumen, la primera cuestión que nos plantea con extraordinaria claridad la historia de Pinocho es que no somos fruto del azar, nuestra vida no termina por casualidad ni es un absurdo sin comienzo ni final, sino un don recibido, un acto de amor gracias al cual cada uno de nosotros es pensado desde la eternidad y esperado en la eternidad. Este es el corazón del segundo capítulo.

Por lo demás, maese Cereza y Geppetto se pelean continuamente, como queriendo decir que sus respectivas visiones del mundo son irreconciliables. No hay acuerdo posible, es una armada contra otra. O eres Geppetto o eres maese Cereza. O la realidad es solo lo que puedes usar y manipular, y genera inevitablemente miedo y violencia; o bien cuando miras algo esperas la maravilla, es decir, el milagro, porque «todas las imágenes llevan escrito “más allá”», todo es signo de algo grande a lo que te sientes llamado, por lo que te sientes inevitablemente atraído. Entonces, en la cosa más provisional y más limitada que existe aparece una esperanza de eternidad y de infinito, y la vida se convierte realmente en una aventura maravillosa, se convierte en la aventura de Pinocho.

Maese Cereza regala el pedazode madera a su amigo Geppetto,que lo coge para fabricar con élun maravilloso muñeco que sepa bailar,tirar de florete y dar saltos mortales

En aquel momento llamaron a la puerta.

—Pasen —dijo el carpintero, sin tener fuerzas para ponerse en pie.

Entró entonces en el taller un viejecito muy lozano, que se llamaba Geppetto; pero los chicos de la vecindad, cuando querían hacerlo montar en cólera, le daban el mote de Panocha, a causa de su peluca amarilla, que se parecía muchísimo a la panocha del maíz.

Geppetto era muy iracundo. ¡Ay de quien lo llamase Panocha! De inmediato se ponía hecho una fiera y no había quien pudiera contenerlo.

—Buenos días, maese Antonio —dijo Geppetto—. ¿Qué hace ahí, en el suelo?

—Enseño el ábaco a las hormigas.

—¡Buen provecho le haga!

—¿Qué le ha traído por aquí, compadre Geppetto?

—Las piernas. Ha de saber, maese Antonio, que he venido a pedirle un favor.

—Aquí me tiene, a su disposición —replicó el carpintero, alzándose sobre las rodillas.

—Esta mañana se me ha metido una idea en la cabeza.

—Oigámosla.

—He pensado en fabricarme un bonito muñeco de madera; pero un muñeco maravilloso, que sepa bailar, tirar de florete y dar saltos mortales. Pienso correr el mundo con ese muñeco, ganándome un pedazo de pan y un vaso de vino; ¿qué le parece?

—¡Bravo, Panocha! —gritó la acostumbrada vocecita, que no se sabía de dónde procedía.

Al oírse llamar Panocha, compadre Geppetto se puso rojo de cólera, como un pimiento, y volviéndose hacia el carpintero le dijo, enfadado:

—¿Por qué me ofende?

—¿Quién le ofende?

—¡Me ha llamado usted Panocha!

—No he sido yo.

—¡Lo que faltaba es que hubiera sido yo! Le digo que ha sido usted.

—¡No!

—¡Sí!

—¡No!

—¡Sí!

Y acalorándose cada vez más, pasaron de las palabras a los hechos y, agarrándose, se arañaron, se mordieron y se maltrataron.

Acabada la pelea, maese Antonio se encontró con la peluca amarilla de Geppetto en las manos, y este se dio cuenta de que tenía en la boca la peluca canosa del carpintero.

—¡Devuélveme mi peluca! —dijo maese Antonio.

—Y tú devuélveme la mía, y hagamos las paces.

Los dos viejos, tras haber recuperado cada uno su propia peluca, se estrecharon la mano y juraron que serían buenos amigos toda la vida.

—Así pues, compadre Geppetto —dijo el carpintero, en señal de paz—, ¿cuál es el servicio que quiere de mí?

—Quisiera un poco de madera para fabricar mi muñeco; ¿me lo da?

Maese Antonio, muy contento, fue enseguida a coger del banco aquel trozo de madera que tanto miedo le había causado. Pero, cuando estaba a punto de entregárselo a su amigo, el trozo de madera dio una sacudida y, escapándosele violentamente de las manos, fue a golpear con fuerza las flacas canillas del pobre Geppetto.

—¡Ah! ¿Es esta la bonita manera con que regala su madera, maese Antonio? Casi me ha dejado cojo.

—¡Le juro que no he sido yo!

—¡Entonces, habré sido yo!

—Toda la culpa es de esta madera…

—Ya sé que es de la madera; pero ha sido usted quien me la ha tirado a las piernas.

—¡Yo no se la he tirado!

—¡Mentiroso!

—Geppetto, no me ofenda; si no, le llamo ¡Panocha!…

—¡Asno!

—¡Panocha!

—¡Borrico!

—¡Panocha!

—¡Mico feo!

—¡Panocha!

Al oírse llamar Panocha por tercera vez, Geppetto perdió los estribos y se lanzó sobre el carpintero; y se atizaron un montón de palos.

Acabada la batalla, maese Antonio se encontró dos arañazos más en la nariz y el otro dos botones menos en su jubón. Igualadas de esta manera sus cuentas, se estrecharon la mano y juraron que serían buenos amigos toda la vida.

De modo que Geppetto tomó consigo su buen trozo de madera y, dando las gracias a maese Antonio, se volvió cojeando a su casa.

III

GEPPETTO, una vez en casa,empieza a trabajar en su muñecoy le pone el nombre de Pinocho.Primeras travesuras del muñeco

LA REBELIÓN ORIGINARIA

Si monseñor Biffi habla de correspondencias extraordinarias entre el texto aparentemente laico de Pinocho y la doctrina católica, creo que el tercer capítulo, donde Geppetto da vida a Pinocho —Dios crea al hombre— documenta tal hipótesis más que cualquier otro. Recorramos, pues, la aventura de la creación paso a paso, porque es sencillamente maravillosa.

Primer paso: la cuestión del nombre: «¿Qué nombre le pondré? —decía para sí—. Le voy a llamar Pinocho». A la pata de una mesita no se le pone nombre, a un pedazo de madera destinado a ser quemado no se le pone nombre. Dios da un nombre. Dar un nombre quiere decir de algún modo entregar a un objeto, a algo que de por sí no sería nada —porque está sacado del polvo, aquí de la madera, pero en la Biblia del polvo—, algo de sí mismo. Dar el nombre significa dar el alma, el espíritu; quiere decir entrar en la profundidad de lo que se tiene delante, conocer íntimamente, incluso participar de algún modo en la naturaleza profunda del amigo, de la persona, de Dios mismo.

Pensemos en la importancia que tiene la dinámica del nombre en los Evangelios: muchas veces la mención del nombre es el momento del reconocimiento del otro, de quién es realmente el otro. Valga un ejemplo, quizá el más conocido: María de Magdala va al sepulcro, el cuerpo de Jesús ya no está ahí, ella mira a su alrededor, ve a un hombre, lo toma por el hortelano, incluso le pide información, hasta que este la llama por su nombre: María. En ese momento a ella se le abren los ojos y lo reconoce (cf. Jn 20,14-17). Decir el nombre es expresar la intimidad de la persona. Y dar el nombre es entregar a otro algo de uno mismo.

No es casual que nuestro nombre quede consagrado, fijado para siempre en un gesto sacramental, el bautismo: recibir el nombre quiere decir entrar a participar de la vida de quien nos asigna ese nombre. El hecho de que Dios nos llame a cada uno de nosotros por nuestro nombre quiere decir que, desde el momento en que somos concebidos, participamos de algún modo de su naturaleza. Entonces Geppetto, en el acto de dar el nombre a Pinocho, es figura de Dios, que nos da un nombre a cada uno de nosotros.

Elegido el nombre, Geppetto empieza a trabajar en su muñeco. Y nada más hacer los ojos, «se movían y lo miraban fijamente». Preciosa observación, aparentemente contradictoria: ¿se movían o lo miraban fijamente? ¿Estaban fijos o se movían?

Ambas cosas. Porque a partir de ese momento los ojos de Pinocho serán exactamente como los nuestros: atraídos por todo, por tanta belleza como tenemos alrededor, siempre en pos del atractivo de todo lo que encontramos; y sin embargo, con la mirada siempre fija en un punto. Como sugiere el precioso verbo cum-vertere que nos ha legado la tradición latina, de donde viene nuestro con-vertir: mover, centrar la mirada. Conversión significa precisamente fijar la mirada en lo que realmente importa.

Así pues, nuestros ojos deberían tener siempre esta doble función: mirar, abrazar las cosas, estimar toda la realidad con una curiosidad irrefrenable, en continuo movimiento; pero al mismo tiempo permanecer fijos en el único objeto, en la única persona que importa, la única persona a la que merece la pena mirar realmente. Tratando de no «divertirse», pues por su etimología la palabra «diversión» es lo contrario de la conversión. Di-vertirse, de-vertere, significa apartar la mirada de ese punto fijo que es el único que merecería ser mirado, indagado y buscado. Entendámonos, no estoy hablando en contra de la diversión percibida como alegría de vivir, que es una característica del cristiano; estoy hablando de esa diversión que es distracción —de-trahere, apartar—, que nos arranca de nosotros mismos. Volveremos a hablar de esto cuando Pinocho llegue al País de los Juguetes. Prosigamos ahora con el relato de la creación.