Dante, poeta del deseo. Paraíso - Franco Nembrini - E-Book

Dante, poeta del deseo. Paraíso E-Book

Franco Nembrini

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Beschreibung

Con el Paraíso llegamos a la estación final del viaje de Dante y de la relectura del mismo que nos ofrece Franco Nembrini. Encontramos de nuevo en este volumen una exposición de La Divina Comedia personal, directa y asequible a todos, en la que se presenta el Paraíso como el canto de la plenitud final, del cumplimiento del deseo, de la vida verdadera. Una vida que, en los recovecos y llagas del día a día, busca continuamente una belleza y una esperanza presente, aun dentro de la contradicción que supone la experiencia cotidiana del mal, del dolor y de la muerte. "Dante narra el más allá porque le permite una comprensión mejor del más acá. Por tanto, relata una vida que es posible, una experiencia. Dante tiene la presunción, en el buen sentido del término, de mirar las cosas como las mira Dios, como las ve Aquel que las hace en cada instante. De allí viene la posibilidad de vivir el drama de la vida según la verdad, según la justicia, tratando las cosas por lo que realmente son".

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Seitenzahl: 311

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Franco Nembrini

Dante, poeta del deseo Paraíso

Conversaciones sobre la Divina Comedia

Traducción de Ricardo Sánchez Buendía

Revisión y adaptación de la edición española de Carmen Giussani

Título original: Dante, poeta del desiderio. Paradiso

© El autor y Ediciones Encuentro, S. A., Madrid, 2017

© de la ilustración de cubierta Gabriele Dell’Otto

Edición original publicada por Itacalibri, Castel Bolognese, 2013

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Colección 100XUNO, nº 17

Fotocomposición: Encuentro-Madrid

ISBN: 978-84-9055-843-0

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:

Redacción de Ediciones Encuentro

Ramírez de Arellano, 17-10.a - 28043 Madrid - Tel. 915322607

www.edicionesencuentro.com

NOTA PARA LA LECTURA

Y hemos llegado al final. Al final del viaje de Dante y al término de la relectura que ofrece de éste Franco Nembrini[1].

Una vez más una presentación simple, directa, genuina, capaz de devolver a Dante al pueblo. Como era al principio, en la Florencia del siglo XIV, antes de que se interpusieran cinco siglos de cultura moderna que nos hicieran extraña la concepción de la vida de la que nace la Comedia y convirtieran esta obra maestra en un asunto de estudiosos y especialistas. La lectura de Nembrini, en cambio, quema todos los prejuicios críticos, los artificios pedantes, y devuelve al lector al nudo de la cuestión: ¿qué es lo que deseas?

Una operación tanto más necesaria en lo que se refiere al Paraíso, el canto de la Divina Comedia que la crítica imperante en las escuelas italianas considera el más «pobre y monótono»; donde «el individuo se desencarna y se generaliza», y la poesía de Dante, «inspirada por los ardores estáticos de la vida ascética y contemplativa»[2], abandonaría pasión y razón y se entregaría a una árida fe y a una tediosa moral.

Ni por asomo, rebate Franco. Y lo muestra con los textos en la mano. Dante no abandona, ni siquiera por un instante, ni razón, ni pasiones, ni un ápice de su humanidad. Repite a menudo que está en el paraíso para entender. Numerosas son las llamadas a la experiencia de cada uno, a la inteligencia, a la filosofía. Y cuanto más se acerca a la visión de Dios, más se agudiza el deseo: el deseo humano, existencial, carnal, de ser felices y de ser útiles al mundo. Y entonces « El Paraíso es el canto de la vida verdadera, de una vida que es posible. De la vida que, en los pliegues y las llagas de la jornada, en la relación con el mal que nace del olvido y la traición, en definitiva, del pecado, rastrea continuamente la belleza, la esperanza, una presencia. El Paraíso es el relato de una vida semejante».[3]

Un camino humano hacia la verdad de la vida, que se cumple en la visión beatífica de Dios, el «sumo placer». Pero ni siquiera aquí se detiene el movimiento que ha llevado a Dante y a sus lectores desde el fondo del infierno a la cumbre del paraíso. De hecho, Nembrini se despide con la invitación a volver a empezar desde el principio, a releer todo desde el comienzo teniendo presente el final, de modo que el camino resulte iluminado por una luz nueva.

Hemos llegado al final, decíamos. Pero «en mi principio está mi fin»[4] escribe Eliot, que no por casualidad era un gran enamorado de Dante.

Como epílogo publicamos el encuentro con el astrofísico Marco Bersanelli, ajeno al presente ciclo de encuentros. Se trata de un testimonio de sumo interés que hubiese sido una verdadera pena perder.

Roberto Persico

NOTA EDITORIAL

Todas las referencias en español de las obras de Dante, salvo que se indique lo contrario, están tomadas de Obras completas de Dante Alighieri, versión castellana de Nicolás González Ruiz, BAC, quinta edición, octubre de 2002.

Para las referencias bíblicas se ha usado la Versión Oficial de la Conferencia Episcopal Española de la Sagrada Biblia, BAC, 2011.

CANTO I La gloria de Aquel que todo lo mueve

Comenzamos el último tramo del camino que llevamos recorriendo durante estos tres años. El Paraíso es el canto de la plenitud final, del cumplimiento del deseo. Para las notas introductorias a la lectura de la Comedia entera, remito a los dos volúmenes que ya se han publicado, el Infierno y el Purgatorio. Sin embargo, hay un elemento al que no podemos dejar de referirnos: el tema de las estrellas. No es casual que «Dante y las estrellas» sea el título de muchas conversaciones sobre el poeta que he mantenido en distintos lugares del mundo. Entre ellas, la que he tenido durante un viaje a Rusia del que acabo de regresar. De ella hablaré en un momento. Como hemos recordado tantas veces, la Divina Comedia no habla tanto del más allá como del más acá. Entonces, hay que leerla teniendo presente lo que sucede en la vida. Así los versos de Dante ayudan a entender mejor la vida y la vida ayuda a entrar más en la poesía de Dante.

Vamos a ver, ¿por qué las estrellas? ¿Por qué me es tan querida esta palabra que cierra los tres cantos de la Divina Comedia? Es una cuestión que vale la pena retomar al comienzo del Paraíso, pues es el canto que, siguiendo una concepción inaugurada por De Sanctis,[5] se enseña en la escuela italiana como el más “difícil” de entender. En Italia la Divina Comedia se estudia de manera, por así decir, piramidal: se dedica mucho tiempo al Infierno (no sé, parece que los profesores italianos y sus alumnos se encuentran mejor allí abajo), un poco al Purgatorio, y del Paraíso, prácticamente, no se habla. Además, se tiene la desfachatez de justificar este reparto con afirmaciones del tipo: «El Paraíso es demasiado abstracto, demasiado teológico». Y esto no pasa sólo en Italia. Hace quince días, fui a presentar la obra de Dante en España. He descubierto allí que el término dantesco, que se utiliza normalmente en las conversaciones, es sinónimo de monstruoso. Los españoles dicen dantesco cuando quieren referirse a algo pavoroso, terrorífico, monstruoso. Es tan sólo un ejemplo de cómo se puede tergiversar el mensaje del poeta florentino y el contenido de su obra maestra. Más aún, el mensaje y el testimonio que nos llegan de una época entera.

De hecho, para hablar así de Dante, es necesario desconocer el Medievo y saber muy poco de ese cristianismo que la cultura medieval supo expresar. Entonces, vamos a aclarar en seguida este punto.

La premisa general es que las estrellas remiten a nuestra relación con el Infinito. Así lo formulamos al comienzo de los dos cantos anteriores. Si esta idea se sostiene, al cerrar los tres cantos con esta misma palabra, Dante quiere hacer explícito que éste es el tema central de la Divina Comedia, su contenido fundamental. Es como si dijera: «Quiero escribir acerca del objeto más profundo de vuestro deseo, contar cómo caminamos hacia él y, por tanto, hablaros de la esperanza de que la vida alcance las estrellas, esto es, se salve».

Que nuestra vida se salve significa que cada aspecto particular de la vida sea salvado, porque el hombre viene al mundo con un gran deseo, con una gran esperanza, una gran promesa de bien. Una promesa que la experiencia cotidiana del mal, del dolor y de la muerte parece contradecir. En esta herida está la dignidad y la grandeza de la vida del hombre. Dante, el cristiano Dante, escribe la Divina Comedia para animarnos a no desesperar porque la esperanza es posible. Se puede vivir con la certeza de un destino bueno porque todo guarda relación con las estrellas. El anhelo que mueve la vida, el deseo de que la vida se salve no es vano. Y que la vida se salve no sólo en el sentido de que todo acabará bien en el más allá, sino ya desde ahora. Esto significa que se salve la relación con mis amigos, mis hijos y mi mujer, que se salve la utilidad del tiempo que pasa y del dolor que hay. El tema de la Divina Comedia es pues que la vida y cada aspecto particular sean salvados, es decir, tengan relación con las estrellas, con lo Infinito y lo Eterno.

Si es así, el Paraíso no es un canto abstracto o demasiado teológico. Desde nuestro punto de vista, es el canto más verdadero de los tres, el más pleno y real. Además, como dijo un gran teólogo que fue también un erudito estudioso de Dante, quizá el infierno esté vacío.[6] De ser así, el Infierno sería la parte menos real de la Comedia. Real es ciertamente la gloria de Dios y real es la vida de los hombres que participan de ella. Ya es posible gozar en la tierra de esta experiencia, mediante la admiración, la contemplación, el seguimiento. El Paraíso es el canto de la vida verdadera, de una vida que es posible. De la vida que, en los pliegues y las llagas de la jornada, en la relación con el mal que nace del olvido y la traición, en definitiva, del pecado, rastrea continuamente la belleza, la esperanza, una presencia.

El Paraíso es el relato de una vida semejante. Ciertamente es el relato del más allá, descrito según los conocimientos y las imágenes que podía tener de él un hombre de cultura medieval; pero Dante narra el más allá porque le permite una comprensión mejor del más acá. Por tanto, relata una vida que es posible, una experiencia. Dante tiene la presunción, en el buen sentido del término, de mirar las cosas como las mira Dios, como las ve Aquel que las hace en cada instante. De allí viene la posibilidad de vivir el drama de la vida según la verdad, según la justicia, tratando las cosas por lo que realmente son.

Hasta la edición escolar de la Comedia que más me gusta y que aprecio muchísimo (por eso no digo cuál es), no llega a dar este paso, a rendirse a la idea de que un cristiano como Dante esté hablando de la vida normal y corriente, y no de “cosas religiosas”. «Es cosa obvia que el objeto general del poeta sea representarnos, a través de su viaje, encuentros y meditaciones ultramundanas, su propio itinerario hacia la salvación espiritual. Nadie lo ha puesto en duda». Pero después este texto añade: «El problema es si el lector debe tener presente sólo esta lección religiosa y descuidar lo humano».

La cultura moderna sufre una esquizofrenia que disocia la cuestión religiosa del interés por el hombre y la vida. Considera la religión y la vida separadas por necesidad. Por un lado están la vida y lo humano (después nunca se sabe a qué se refiere la cultura moderna con “lo humano”), por otro la dimensión religiosa. ¿Qué puede entender de Dante alguien que parte de este presupuesto, que tiene el problema de leerlo desde el punto de vista religioso o desde el humano? En cambio, Dante atestigua un modo de ser y de vivir profundamente unitario. Ni siquiera se le ocurre separar las cosas, porque para él la dimensión religiosa coincide con la misma naturaleza del hombre. La misma aproximación del hombre a la realidad, su modo de conocer y de amar, pone de manifiesto una necesidad infinita de sentido y de bien, es decir, una exigencia religiosa.

Leer a Dante significa estar ante un modo profundamente unitario de concebirnos, precisamente el mismo que ha generado la cultura europea. Una cultura que hemos perdido por el camino, pero que queremos recuperar juntos.

En estos últimos quince días, he tenido dos encuentros sobre Dante en universidades estatales de Ucrania y Siberia. Ante chicos que no saben nada del cristianismo, me ha impresionado mucho el punto de vista positivo, unitario, de la experiencia cristiana (mientras estaba hablando, me paré y pregunté: «Todos sabéis que Jesús nació de la Virgen María, la madre de Jesús…», ¡y ellos no lo sabían!, se lo tuve que explicar…). No obstante, a pesar de una cultura que ha hecho tabula rasa de cualquier tradición religiosa, lees con ellos el primer canto del Infierno y se les salen los ojos de las órbitas. Así entiendes –vuelves a entender, vuelves a sorprenderte– que el corazón humano es siempre el mismo, en todos los tiempos, a todas las edades, en todas las latitudes.

Cuando me presentaron como experto en Dante, «el autor más significativo de la cultura italiana», paré en seco al profesor que estaba hablando: «No. Si así fuera, ¿qué hago yo aquí? Dante es tan vuestro como nuestro. Es verdad que está en las raíces de la cultura cristiana de occidente, pero el motivo por el que estoy aquí y vosotros también es que podéis sentir a Dante como vuestro». Y así fue.

Quiero recordar dos episodios que han sucedido durante este viaje. He conocido a una mujer extraordinaria, Elena, que siempre había hecho teatro en un pequeño círculo cultural, obviamente de férrea fe comunista y atea. Junto a su marido, que murió el año pasado, crearon un centro que reúne a niños que tienen necesidad, huérfanos y discapacitados de diversa naturaleza. Con el paso del tiempo, ella y su marido se dieron cuenta de que no estaban contentos, llegaba la noche y les faltaba algo, algo les dejaba insatisfechos en lo que hacían con sus amigos y los niños. Hasta que, como cuenta ella, «en un momento dado, me vi en peligro de muerte. Me ingresaron de urgencia en un hospital y permanecí allí largo tiempo. Un día abrí el cajón de la mesilla, encontré unas hojas y las leí. Eran fotocopias de unos pasajes del padre Alexander Men».[7] Elena empieza a contar su conversión y la de su marido a partir de la lectura de esas páginas. No dejaba de decir: «Desde que conocí al padre Men esto… desde que conocí al padre Men aquello…». Sólo cuando llevaba hablando media hora, ¡descubro que nunca lo había visto! No lo había conocido, ya había muerto. Pero hablaba de él con una familiaridad inaudita, como si hubiera comido y vivido con él desde siempre. Entonces le pregunté por qué hablaba así de él sin haberlo visto nunca: «Porque participo de la vida de su comunidad y por tanto lo conozco, lo conozco físicamente. Puedo decir que lo conozco más que muchos que lo han frecuentado. Jamás lo he visto, pero lo conozco».

El paraíso sobre esta tierra es algo de este tipo. Lo que Dante trata de describir es un acontecimiento de esta naturaleza que, misteriosamente, se puede conocer de una manera clara y evidente. Tanto como para decir «yo lo conozco» con una razón y un afecto incluso mayores de los que vienen de un conocimiento por vía directa. La lectura del Paraíso nos introduce en este tipo de experiencia.

Esa mañana vi un hermoso espectáculo que aquella mujer había preparado con sus niños. Después, quiso venir a escuchar a Dante por la tarde. Me resultó dificilísimo presentar a Dante en hora y media, con la interrupción continua de la traductora. Además, en ruso no se percibe la rima, desaparece toda la musicalidad. ¿Cómo transmitir algo de lo que es el poeta? Pensaba que había sido un desastre. En cambio, al final, cuando me crucé con ella en la puerta, esta mujer lloraba, me abrazó y me dijo: «Le doy las gracias de todo corazón porque me ha restituido las estrellas». Dante nos ha restituido las estrellas.

Todavía más me impresionó otro encuentro con un chico, alumno del amigo que había organizado el acto. Le conocí en la entrada de la universidad. Es un chico que sufre de enanismo. Después de la presentación, me contó su historia. «Desde pequeño estuve en un internado para niños con problemas ortopédicos. Para mí fue un infierno. Allí, a nadie le importaba nada. Me hubiera gustado aprender a leer, hacer muchas cosas, en cambio nada». Me describió un ambiente de una deshumanización y degradación espantosas. Después, como si fuera lo más obvio del mundo, me dijo: «Por suerte, me quedé ciego». «¿Cómo que “por suerte”? ¿Qué quieres decir?». «Cuando me volví ciego, me enviaron a un internado para invidentes. Allí mi vida floreció, porque todos cultivaban algún interés. Uno tocaba un instrumento, otro escuchaba música, había quien aprendía a leer en braille o estudiaba con los audiolibros… En definitiva, allí mi vida floreció verdaderamente». Resultó que tenía una cultura impresionante. Tiene en su casa una biblioteca de 3.000 audiolibros y me dijo que había leído ciento quince libros en el último año. No podía creerlo. «Es que los leo muy deprisa. El reproductor en que los escucho se puede regular en distintas velocidades, yo los escucho [en realidad decía los leo] a la velocidad cinco, la máxima, así que leo rápido». Después precisó: «Claro, si se trata de san Agustín o de Aristóteles lo pongo a velocidad tres».

Creo que esto es algo que nos sucede a todos. Te encuentras a cientos de personas, pero un día encuentras una que sientes particularmente tuya. No sabes bien por qué, pero respecto a las otras noventa y nueve, sientes que, de alguna manera, esta se te ha confiado. Eres amigo de todos, has saludado a todos, pero uno es más tuyo que los demás. A mí me pasó con este muchacho. Sobre todo me llegó al corazón lo que me dijo al final, cuando le pregunté: «¿Y a ti que te gustaría?», y él, sencillísimo y muy decidido: «Me gustaría volver a ver las estrellas». Me lo apunté con letras enormes en el diario que he llevado de esos días: «Iván (llamémosle así) tiene que volver a ver las estrellas». No sé bien cómo, pero de alguna manera lo lograremos. Mientras, he lanzado una recogida de fondos —de la que doy cuenta en la página www.franconembrini.it—, porque la suya es una ceguera que puede curarse.

Ahora comenzamos la lectura recordando brevemente cuál es la estructura del Paraíso. Según la cosmología medieval, la tierra está en el centro de una esfera, el cielo de la luna, el cual a su vez está contenido en otro cielo, después otro, y otro… siete cielos que toman cada uno el nombre del planeta que los caracteriza. Dante atraviesa estos siete cielos de los planetas y, después los últimos dos, el cielo de las estrellas fijas y el Primer Móvil, y llega finalmente al Empíreo, más allá del noveno cielo. En el Empíreo habita Dios con la multitud de los beatos, pero Dante—digamos que por comodidad representativa— imagina su encuentro con los beatos distribuidos en los nueve cielos. Esto le permite distinguirlos en base a sus virtudes particulares y a sus características específicas. Cuando al fin llega ante el misterio de Dios, en el corazón de la rosa mística, vuelve a encontrar a todos los beatos, los santos, los ángeles etc., reunidos alrededor de Dios en una especie de anfiteatro. Este es el esquema del Paraíso.

Para encarar el primer canto —como siempre fundamental para introducir a las cuestiones decisivas de los restantes—, vamos a leer los versos que abren el segundo, la famosa «admonición a los lectores», la advertencia que Dante da a quien quiera seguirlo en su ascensión.

¡Oh vosotros los que en una lancha pequeñita, deseosos de escucharme, seguís detrás de mi barco, que cantando navega,

volveos a ver de nuevo vuestras playas! No os adentréis en alta mar, porque tal vez, perdiéndome, quedaríais extraviados.

El agua que voy a cruzar no se atravesó nunca. Minerva me inspira y Apolo me conduce y las nueve musas me muestran las Osas.[8]

Vosotros que habéis seguido hasta ahora mi nave «que cantando» (estamos hablando de canto, de poesía) «navega» (va más allá, supera los límites establecidos y entra en el gran mar del ser), «volveos a ver de nuevo vuestras playas» (volved a la orilla que habéis abandonado, a las costas de las que partisteis): no entréis en mar abierto porque quizá, perdiendo de vista mi navío, no pudiendo seguir su rastro con vuestras endebles barcas, os perderíais.

Dante dice de sí mismo: yo soy el navío que parte para el viaje; si pensáis seguirme, tened cuidado, porque ahora va en serio, vamos a ver verdaderamente cómo son las cosas, vamos hacia la raíz del ser; pero para hacerlo hace falta tener un deseo ardiente, un corazón grande. No es propósito para tibios, es un viaje que no se puede emprender en una «lancha pequeñita». Si queréis seguirme, preguntaos si tenéis el valor de vivir a la altura de vuestro deseo, sin nada que defender, sin prejuicios, sin esquemas, si sois tan pobres como para tener el valor de lanzar vuestro corazón más allá del límite, del obstáculo. Si navegáis en «una lancha pequeñita», es decir, si estáis apegados a vuestras frágiles seguridades, si queréis defender vuestro flaco entendimiento, «volveos a ver de nuevo vuestras playas», retornad a vuestras playas, a vuestras tierras, porque si pretendéis seguirme con tan poco ánimo, con tan flaco valor, os perderéis, no podréis ir tras de mí.

«El agua que voy a cruzar no se atravesó nunca», lo que yo haré ahora con mi poesía no lo intentó jamás nadie. Entro «por el vasto mar del ser», dice en el canto I, que comentaremos enseguida. Entro en un mundo donde veré las cosas tal como las ve el mismo Dios, me identificaré, en la medida de lo posible, con la mirada que el Padre tiene sobre vosotros, sobre mí y sobre las cosas. La mirada que tiene hoy, ahora, sobre cada una de ellas. Trataré de ponerme en Su lugar para mirar las cosas, es decir, las miraré iluminadas por la Verdad. Y este es un esfuerzo sobrehumano, exige una honda humildad, un gran coraje.

Por tanto se dirige a los que tienen este coraje, que son muy pocos(es evidente el eco de la advertencia evangélica de Mt 22,14, «muchos son los llamados, pocos los elegidos»).

Vosotros, los pocos que alzasteis el rostro a tiempo al pan de los ángeles, del cual se vive aquí sin saciarse nunca,

podéis entraros en el alto mar con vuestro navío, atentos a seguir mi estela, tras la que el agua se cierra de nuevo.

Vosotros que en cambio habéis levantado la cabeza, habéis elegido, habéis tomado partido (recordad los ignavos a la entrada del infierno, la multitud infinita de los que nunca toman partido, que no optan por nada); vosotros que os alimentasteis del «pan de los ángeles», es decir, de la sabiduría, y gustasteis el verdadero sabor de las cosas, ese sabor que tienen cuando se las mira por lo que son; vosotros que os nutristeis de ese pan aquí en la tierra sin ser jamás saciados, seguidme, echad vuestro leño «en el alto mar», en el inmenso mar, seguid el surco de mi nave. Se trata de una advertencia, de una premisa de método, de una condición imprescindible que había que recordar. Ahora sí estamos preparados para empezar la lectura del primer canto.

Al igual que al comienzo del primer canto del Infierno y del Purgatorio, en los primeros cuatro tercetos se declara en buena medida lo que constituye el tema del canto que nos ocupa.

La gloria de Aquel que todo lo mueve se extiende por el universo y resplandece en unas partes más y menos en otras.

La definición de Dios como «Aquel que todo lo mueve» es ya una descripción del dinamismo que rige el paraíso, es decir, del dinamismo que rige el ser pleno y feliz, la vida que no muere. Debemos siempre tener en el rabillo del ojo este primer verso y también el último: «el amor que mueve el sol y las demás estrellas». El primer y el último verso del Paraíso contienen el mismo verbo de movimiento: «mueve». Dante quiere decirnos en seguida que la vida en el paraíso es un incesante movimiento, que realiza la ley del ser, de la vida y de todo lo creado.

Aquí vienen a coincidir tres palabras: deseo, amor y felicidad. Todo lo creado tiende al bien y a la felicidad. Pero, ¿qué es la felicidad? Que cada cosa vuelva a su lugar propio. En todo subyace una ley, según la cual cada ser desea volver al lugar que le es propio. Y el lugar propio del hombre –como veremos más adelante– es Dios mismo, es decir, el Amor. El Amor imprime a todo el universo un dinamismo que es deseo, anhelo, tensión hacia la meta, porque cada cosa debe regresar a aquello que la hace. Hay un destino bueno para todas las cosas. Vuelve a la mente ese refrán, «no cae una hoja sin que Dios lo quiera», que no es un dicho algo fatalista. Simplemente indica cómo son las cosas. Cuando una hoja cae del árbol –Dante pondrá un ejemplo similar– obedece a una ley física, la gravedad; pero ese movimiento habla de un orden que rige el universo, dice que todo está ordenado a un fin que es la armonía, el bien, la felicidad. Entonces, todo lo que hay se mueve en esta dirección, obedece a este orden, tiende a su meta.

¿Qué es lo que motiva todo el movimiento de los cielos? Dante mismo nos lo explica en unas páginas memorables de El Convite: el hecho de que el último cielo, el noveno, el más externo, está en contacto con el Empíreo, el lugar donde reside Dios. Por eso, el noveno cielo se mueve con un movimiento vertiginoso, inimaginable, porque cada punto de este cielo, estando en contacto con el lugar de Dios, desea entrar en comunión perfecta con Él y, por tanto, se mueve para gozar plenamente de Dios. El movimiento del noveno cielo pone en marcha el octavo, el séptimo, el sexto… Así, progresivamente, se imprime el movimiento de los astros, de la luna, de la tierra, hasta llegar a cada hoja que cae. Lo cual significa que, si mis gafas se caen, es porque participan misteriosamente del deseo que mueve al ser, por el que cada punto del universo quiere volver a Dios, estar totalmente unido a Aquel que lo crea. Este es su destino, en ello reside el bien, allí se goza la felicidad. A eso tienden todas las cosas. Por eso, por definición, el paraíso es el lugar del movimiento.

Tanto cuanto el infierno es el lugar de la inanición, de la rigidez, del hielo, donde nada puede vivir, el paraíso es el lugar del eterno movimiento. Porque, al igual que las cosas están bajo la ley de la gravedad, el paraíso está bajo la ley del deseo, es decir, del amor. La ley que mueve el universo creado e imprime en todo su dinamismo es el amor. La naturaleza del ser es salir al encuentro del otro, desear al otro, buscar incesantemente al otro.

Come ya dije a propósito del Purgatorio –usando una definición imprecisa desde el punto de vista teológico, pero que resulta clara– quizá Dios sea el «eterno incompleto».[9] Quizá Dios es Trinidad por esta razón, porque jamás se contentaría estando solo, jamás estaría contento sin las relaciones trinitarias. Dios es amor. ¿Qué quiere decir? Que para ser Dios debe afirmar a Otro, debe estar permanentemente ante un Tú y arrojarse a sus brazos. Dios es amor. Por ello, no podía menos que ser Trinidad, es decir, afirmación continua de otro, necesidad continua de afirmar a otro. Si esto es verdad, todo está en movimiento. Y el paraíso y la eternidad serán esta incesante traslación amorosa: un deseo que se sacia y al saciarse se enardece. Dante lo había intuido ya a los veinte años y lo refleja en el soneto dirigido a su gran amigo, Guido Cavalcanti: «Guido, yo quisiera que tú y Lapo[10] y yo/ fuéramos sorprendidos por un encantamiento», y que la amistad entre nosotros «acrecentara cada vez más el anhelo de estar juntos». Había intuido a los veinte años que el amor refleja un deseo infinito, por lo tanto, que se puede amar durante toda la vida a una mujer y, después, amarla por toda la eternidad. Porque el amor no bastará jamás, es un deseo continuo, una necesidad continua, un movimiento continuo hacia el otro.

La gloria de Dios es ley del universo, es lo que mantiene en pie las cosas. Y Su gloria, Su presencia, se manifiesta más en algunas partes del universo y menos en otras, según la capacidad de cada cual de recibirla, albergarla, contenerla.

En el cielo que más intensamente recibe la luz estuve yo y vi cosas que ni sabe ni puede narrar el que desciende de allí,

Estuve en el Empíreo, el cielo donde más resplandece Su gloria, el lugar del misterio de Dios, y he visto cosas que el que vuelve no puede contar, no alcanza a decir. Todo el Paraíso será una excusatio continua ante lector. En el canto XXXII lo dice incluso cinco veces: tened paciencia, perdonadme, hago lo que puedo, vosotros no tenéis idea de lo que he visto. Encontrar las palabras para expresarlo es dificilísimo, tan sólo conseguiré decir una milésima parte de lo que recuerdo y lo que recuerdo no es nada en relación con lo que vi.

pues al acercarse a su deseo nuestro entendimiento profundiza tanto, que la memoria no puede seguirle.

Porque cuando nuestro intelecto se aproxima al objeto de su deseo, es decir, a Dios, la memoria no puede seguirlo. Es la contemplación mística, un don de gracia por el que el conocimiento se vuelve acontecimiento fulgurante, afectivo, inabarcable. Es como si la inteligencia diera un salto, alcanzara una cota imposible humanamente, participara de una conciencia nueva y gratuita, en lugar de llegar a ella con pasajes lógicos, con los medios a su alcance. Por eso a la memoria le cuesta contarlo.

Sin embargo, cuanto del santo reino haya podido atesorar en mi mente, será ahora materia de mi canto.

Sin embargo en este nuevo canto, el Paraíso, procuraré contar lo que allí arriba pude ver. Muy consciente de la dificultad que supone hablar de lo que ha visto, Dante parte con una larga invocación. También aquí todo está armonizado con proporciones increíbles: un terceto de invocaciones a las musas cuando tiene que describir el infierno, cuatro tercetos de invocaciones a Apolo cuando tiene que introducir el purgatorio, y ahora doce tercetos dirigidos a las Musas y a Apolo para poder hablar del paraíso, hasta tal punto siente como grave y ardua la empresa a la que se dispone.

Por tanto, con los primeros cuatro tercetos de este canto I declara el tema, con los ocho siguientes, invoca a las Musas.

¡Oh buen Apolo! Para este último trabajo conviérteme en vaso lleno de tu valor como lo exiges para entregar el amado laurel.

Capacítame para contener (en el sentido latino del término, haz de mí un vaso donde pueda caber) el valor, el arte necesario para ganar el amado laurel, para ser digno de ti, para ser un buen poeta, para decir las cosas como es menester decirlas.

Hasta aquí, una de las cumbres del Parnaso me bastó; pero ahora las dos me son necesarias para entrar en lo que me queda por recorrer.

Hasta aquí, me había bastado invocar al uno o al otro de los dos (a las Musas o a Apolo, que habitan cada uno en una de dos cimas del macizo montañoso), pero ahora necesito a los dos, ambas cimas a la vez me tienen que echar una mano.

Entra en mi pecho y canta por mi boca del mismo modo que cuando sacaste a Marsias de la vaina de sus miembros.

Entra en mi pecho e inspírame tú, así como hiciste cuando… Y aquí se refiere a un episodio mitológico en que Marsias había desafiado a Apolo y, habiendo perdido, lo pagó caro: fue desollado, es decir, sacado de su propia piel como se saca una espada de la vaina.

¡Oh divina virtud! Si me ayudas de modo que pueda manifestar una sombra del bendito reino estampada en mi mente,

me verás llegar a tu árbol predilecto y coronarme entonces con aquellas hojas, pues la materia de que trato y tú me haréis digno de ello.

Oh, divina virtud, si me prestas tanto ingenio (tanta sabiduría, astucia, arte) para poder decir al menos algo (un eco, un reflejo, una sombra) de lo que me ha quedado impreso en la mente, llegaré a los pies de «tu árbol predilecto», el laurel, la planta consagrada a ti, y podré coronarme con sus hojas, pues la materia y la calidad de la poesía me harán digno de ceñir esta corona.

Sigue después una ponderada invectiva a sus tiempos. Sabe Dios lo que diría de los nuestros…

Tan raras veces, padre, se consigue eso para triunfar como César o como poeta, culpa y vergüenza de la voluntad humana,

que podría infundir alegre dicha en la serena deidad délfica el follaje del árbol peneo cuando alguien siente sed después de alcanzarlo.

Padre, es tan raro hoy encontrar a alguien que, bien por su acción política («César», por tanto por la entrega al servicio al bien común), bien por su producción artística («poeta»), sea digno de esta coronación, que cuando se encontrase uno sólo sediento de verdad (de belleza, del bien de los demás) la Divinidad misma se alegraría y tendría consuelo.

Poca chispa enciende mucha llama; tal vez después de mí, con mejores voces, se rogará para que Citra responda.

A una pequeña chispa sigue a menudo un gran incendio. Pues bien, yo espero ser esa pequeña llama. A lo mejor otros después de mí con mejor resultado «con mejores voces», se dirigirán a Apolo (Citra era un santuario consagrado a Apolo) y él responderá. En definitiva, hago lo que puedo, lo que escribo será poco, pero a lo mejor será el comienzo, la premisa de obras mayores que harán otros.

Saltamos los nueve versos siguientes (vv. 37-45), que son complicadísimos y le sirven sustancialmente para decir que es mediodía, y entramos finalmente en acción.

cuando a Beatriz vi volverse hacia el lado izquierdo y mirar el sol con fijeza que ni el águila pudo nunca emplear.

Empieza el espectáculo del paraíso. Y aquí los términos de la experiencia humana cambian. El infierno ha estado lleno de invectivas, de relatos atroces, de figuras terribles descritas en toda su maldad y crueldad. El purgatorio ha sido un canto y una oración, una inmensa liturgia donde la palabra y el gesto son sagrados, el itinerario es sagrado, donde encontramos la profesión del Credo, la Misa y las oraciones fundamentales, porque la vida de la Iglesia es de alguna manera purificadora. En el paraíso es como si palabra retrocediese, y la verdadera palabra fuese la evidencia de lo que es verdadero. Dante y Beatriz se hablan con la mirada. Quizá los más mayores empiezan a intuir esta dinámica. De jóvenes se confía mucho en las palabras, pero según pasa el tiempo se entiende que las palabras son fácilmente fuente de equívocos y malentendidos más que de unidad. Hay otra cosa que une y hay formas que expresan mucho mejor lo que uno quisiera decir y que las palabras tantas veces no alcanzan a expresar.

A lo largo de todo el canto del Paraíso Dante hace experiencia de que le basta mirar a Beatriz. El problema de la vida, en efecto, no es darle al coco para convencerse, sino identificarse cordialmente con el otro y vernos reflejados en su mirada. Basta mirar al otro con el deseo de participar de lo que él vive, porque ves que vive bien, que vive de una Presencia, cuyo reflejo es la gloria, la luz de la verdad. Es más humano que tú, está más presente ante las cosas. Vive, y tú lo miras, y la mirada que le diriges te da la vida, te atrae, te invita a caminar detrás a su lado. Se trata de identificarse, de seguir a otro en el sentido más verdadero del término. Es como el niño que se echa a los brazos de su madre, seguro, confiado en esa relación.

«Cuando a Beatriz vi volverse hacia el lado izquierdo y mirar el sol»: Dante ve a Beatriz vuelta hacia la izquierda, hacia el sol, mirándolo fijamente como ni siquiera un águila puede hacer, «fijeza que ni el águila pudo nunca emplear». En aquel tiempo se creía que el águila era el único animal capaz de mirar fijamente el sol sin perder la vista. Por eso el águila es el símbolo de san Juan, aquel que más hondamente ha fijado su mirada en la verdad y por tanto ha escrito el evangelio que se tiene por el más profundo teológicamente. Pero ningún águila, escribe Dante, ha fijado jamás su mirada en el sol como en ese momento lo hace Beatriz.

Y así como un segundo rayo nace del primero y sale reflejado hacia arriba, como peregrino que quiere volver,

así de la acción de ella, por los ojos llevada hasta mi mente, se originó la mía y fijé los ojos en el sol, cosa bien fuera de nuestra costumbre.

¡Esto es amar, esto es ir tras alguien, esto es seguir! Aquí Dante está explicando la ley de refracción: como el segundo rayo salta del punto en que golpea el primero y se dirige hacia lo alto, o como un peregrino vuelve necesariamente (porque así es su deseo) al hogar que había dejado, así cuando la vi fijar su mirada en el sol, su imagen me transformó. Mis ojos se fijaron en su mirada y me identifiqué con ella, me sorprendí yo también fijando en el sol mis ojos. Nadie habla, pero él ha cambiado, ha cambiado su mirada.

Mucho es permitido allí que aquí no se permite a nuestras facultades, merced a que aquel lugar se creó para la especie humana.

En el paraíso terrenal, el lugar creado adrede para los hombres, mucho es posible que aquí sobre la tierra no es lícito. Es posible porque allí la vida es como la quiso Dios, está en su plenitud, es lo que era cuando Dios la creó, antes de que el pecado la arruinara, la hiriera, la sometiera al límite y a la muerte. Y Dante, aunque no es un alma bienaventurada, aunque todavía es una criatura mortal, hace experiencia de esta vida dichosa, como dice en estos tercetos maravillosos:

Beatriz permanecía con los ojos fijos en las eternas esferas, y yo en ella fijaba los míos, apartados de la altura.

Al contemplarla me transformé interiormente al modo de Glauco al gustar la hierba que le hizo en el mar compañero de los dioses.