El arte de mandar bien - Francisco Gan - E-Book

El arte de mandar bien E-Book

Francisco Gan

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Beschreibung

El General Francisco Gan nos comparte en esta obra su experiencia acumulada sobre el liderazgo a lo largo de sus 44 años como profesional de las Fuerzas Armadas. Gan nos enseña y nos da ejemplos de cómo mandar bien, para mejorar nuestra capacidad para dar órdenes y hacerse obedecer. Este libro nos ofrece las claves para el liderazgo que necesita la sociedad del siglo XXI, un modelo de excelencia de corte más humanista.

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El arte de mandar bien

Querer, poder, saber

Francisco Gan Pampols

Primera edición en esta colección: octubre de 2022

© Francisco Gan Pampols, 2022

© de la presente edición: Plataforma Editorial, 2022

Plataforma Editorial

c/ Muntaner, 269, entlo. 1ª – 08021 Barcelona

Tel.: (+34) 93 494 79 99 – Fax: (+34) 93 419 23 14

www.plataformaeditorial.com

[email protected]

ISBN: 978-84-19271-35-8

Diseño de cubierta y fotocomposición: Grafime

Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o reproducir algún fragmento de esta obra, diríjase al editor o a CEDRO (www.cedro.org).

Índice

Prólogo1. El comienzo2. ¿Qué es para mí el arte de bien mandar?3. La referencia permanente del buen mando: los valores4. Rasgos sobresalientes entre las personas que desarrollan el arte de mandar bien5. ¿Cómo se aprende el arte de bien mandar?6. ¿Cómo se manda en la adversidad?7. El líder que necesita nuestra sociedad del siglo XXI8. Paisaje después de la batalla o cómo el mandar bien requiere aprender siempre de los errores cometidos. Liderazgo en tiempos de incertidumbreConclusionesAnexosAnexo I. Guía para la evaluación del desempeño (EDD)Guía del evaluadorAnexo II. Cuadros comparativos liderazgo-jefatura-mando tóxicoAnexo III. Fortalezas y debilidades de los nueve roles de Equipo BelbinAgradecimientos

A mis padres y hermana que fueron mi principio, a mi mujer Nines que es mi compañera, mi impulso, mi presente y mi futuro, y a mis hijos, ahijados, sobrinas y nietas que vivirán plenamente un mundo maravilloso que habrá que cuidar y saber gobernar.

Prólogo

Qué es este libro

«¿Aquí de qué se trata?». Esta famosa frase se atribuye a Alfred de Vigny, el autor de la celebrada Servidumbre y grandeza de las armas allá por el siglo XIX.

De lo que se trata es de formular mi propósito a la hora de escribir este libro. Son tantas las influencias que recibo a diario, una y otra y otra vez, que me siento empequeñecido, abrumado por informaciones que no tengo tiempo de analizar en profundidad, siquiera mínimamente. Datos, cascadas de datos, retazos, no sé si de realidad, de ficción o una mezcla de ambas que no me dejan pensar con claridad, tomarme mi tiempo, decidir qué es importante, qué urgente y qué no sirve más que para robarme tiempo sin aportar nada a cambio.

Y es que el tiempo, ese tumultuoso río, como lo definía Marco Aurelio, se nos escapa por las costuras del día a día. La realidad se hace inaprensible, suceden demasiadas cosas y demasiado rápido, perdemos la conciencia de lo que nos ocurre y caemos en manos de desaprensivos que nos explican lo que hay, que se dice en castizo, lo que nos conviene saber y entender. Y es así como nos alienamos, como perdemos nuestra capacidad para formarnos una opinión basada en el criterio hasta claudicar en beneficio de una pretendida sencillez que no es tal: es manipulación, desidia o ignorancia; es el Ministerio de la Verdad orwelliano que nos engulle, aparentemente con nuestra aquiescencia.

La presente obra quiere ser un toque de atención para que nos demos cuenta de por dónde empieza a resolverse un problema que, de no atajarse, acabará con todo y con todos. El problema comienza, y también se resuelve, en nuestro interior; nada ni nadie fuera de nosotros mismos ganará ese espacio de libertad que necesitamos para sobrevivir como personas conscientes, dueñas de nuestro destino y dispuestas a luchar por cambiar todo aquello que sea necesario. Y sí, lo primero que necesitamos es disciplina y espíritu de sacrificio porque nada de lo que voy a decir es fácil y cómodo. Todo cuesta, el error es frecuente y los descalabros también, pero en el oficio de gobernarnos con inteligencia, prontitud y orden todo esfuerzo merece la pena. «Capitán de mi alma, señor de mi destino».

Y bien, entonces, ¿qué me propongo? Compartir la experiencia acumulada sobre el liderazgo (me gusta mucho más en román paladín el término arte de mandar bien) a lo largo de 44 años en los que he ido alternando obediencia y mando, desde mi ingreso en el Ejército de Tierra como soldado voluntario «sin derecho a premio», en todos los empleos de teniente a teniente general y en los dieciocho destinos distintos que he tenido, así como en las actividades deportivas, de aventura y de exploración que también he tenido la oportunidad de vivir.

Una precisión inicial: mandar, liderar y dirigir no son sinónimos. Mandar y dirigir son actos que materializan en diferente grado el poder que la organización nos da, entendiendo por poder la facultad que tiene una organización para conferir a un individuo la capacidad legal para dar órdenes y hacerse obedecer por aquellos que se colocan bajo su potestad. Es evidente que se puede mandar mal y dirigir mal, puesto que lo que hago solo describe lo que se me da potestad para hacer, y esa acción puede ser intrínsecamente errónea, perversa o estúpida.

El arte de mandar bien y liderar sí son sinónimos, uno es puro castellano y el otro un anglicismo importado al que le hemos cortado un traje para que nos encaje en un concepto que combina ciencia y arte, intuición y práctica. De hecho, la multitud de conceptos modernos sobre liderazgo se asemejan a ese árbol de Navidad al que todo el mundo quiere darle un toque personal y original consiguiendo que al final lo que no se vea sea el árbol mismo.

Decía el general Stanley A. McChrystal en su libro de 2018 Leaders: Myth and Reality que hay más de 562 definiciones de liderazgo. Si es así, es evidente que para ellos debe de ser un arcano de casi imposible comprensión. Y es que es muy difícil ser original en un tema como este en el que desde los albores del pensamiento se vienen definiendo las virtudes, los valores, los rasgos y el comportamiento de los líderes.

Dicho todo esto, es hora de reivindicar el término Mando –sí, con mayúscula– y la acción de mandar que nada tienen de autoritario ni compulsivo y que sigue siendo imprescindible en nuestro modelo de sociedad, en la que los mejor preparados para desarrollar una actividad dictan normas lógicas, coherentes y proporcionadas para que otros de diferente capacidad las ejecuten. Si además el Mando se rodea de los atributos que lo llevan de la técnica de la dirección al arte de la persuasión constructiva, entonces estamos en la situación ideal en la que todos hacen y quieren hacer aquello para lo que están mejor preparados, disfrutan con lo que hacen y se sienten partícipes de los resultados, siempre y cuando el ethos y la moral vayan de la mano en la búsqueda de objetivos intrínsecamente buenos (disfrutar haciendo o logrando algo dañino o malévolo es un comportamiento patológico que no contemplo).

Qué no es este libro

No es un manual de autoayuda, no es ni pretende ser un espejo de príncipes y, por supuesto, no es un juego floral de autobombo del que espero obtener la admiración del lector.

Para mí representa el obligado retorno que tengo que dar a una sociedad y a una organización –su Ejército– que me lo ha dado todo en la vida y a la que me siento profundamente vinculado y siempre agradecido.

Por qué este libro y por qué ahora

Finalizada mi vida activa como profesional de las Fuerzas Armadas, creo que dispongo de los tres elementos básicos, imprescindibles a mi juicio, para alcanzar un resultado tangible respecto a cualquier tarea que se quiera emprender:

Quiero escribir este libro.Puedo escribirlo porque hay quien confía en mí, me apoya para que lo haga y me asesora; además he atesorado conocimientos, experiencias y vivencias muy singulares que me permitirán darle un enfoque personal y determinado.Y, por último –que no sea la humildad la virtud del que no tiene otra–, sé que conozco en profundidad el tema del que voy a hablar.

Creo que este es el momento perfecto para volver a un modelo de excelencia en el mando, de corte más humanista, menos enfocado a la obtención del resultado rápido y más centrado en la mejora de las personas y en su integración en equipos de rendimiento superior con una responsabilidad consciente y plena sobre los resultados y sus consecuencias.

Naturalmente que el resultado, el objetivo, es importante, pero creo que no es lo más importante si el alcanzarlo exige un a cualquier precio. Desde mi punto de vista hay una serie de condiciones previas a modo de marco de referencia que hacen que esos objetivos, resultados, o cómo quiera llamárseles, estén subordinados a un estilo, a una forma concreta de hacer las cosas que trasciende lo meramente cuantitativo y se enraíza en el sentido, en la psique de las personas. Para mí, ese marco de referencia son los valores, de los que haré un capítulo específico porque son la columna vertebral del modelo que describo, en el que me he educado y en el que confío plenamente.

Lo que antecede es toda una declaración de intenciones que, una vez formulada, me permite empezar con algunas referencias personales que son las que compartiré a continuación.

1.El comienzo

¿Quién soy yo?

No soy más ni menos que una persona normal, el resultado de un itinerario vital que se inicia en el seno de una familia de clase media a finales de los cincuenta y que vive con absoluta naturalidad el cambio que experimenta España en esa etapa.

En el tema que nos ocupa –mandar y obedecer–, mi comienzo como aspirante a oficial del Ejército de Tierra fue en el mes de julio del año 1975. Tenía 17 años y como soldado voluntario entré en un proceso selectivo muy exigente que por primera vez me puso frente a algunos retos que se me antojaron muy difíciles, casi imposibles de superar. Es el proceso de la forja: fuego, hierro y martillo, como en la fragua de Vulcano, pero es necesario porque hay que asegurarse de que el resultado resistirá todos los embates del futuro.

En ese período inicial interioricé por las bravas la importancia de aprender a sufrir y a aceptar que va de oficio padecer cansancio, dolor físico, exigencia intelectual, sueño… Todo suma, todo contribuyó a cincelar una personalidad que se fue construyendo a medida que se iba sobreponiendo a los retos y dificultades que vivía.

Un año más tarde, y con incontables horas de estudio a las espaldas, ingresé en la Academia General Militar, por fin cadete, y allí experimenté un sistema de formación duro, austero, extremadamente riguroso y exigente en el que la forja continuó y se perfeccionó. Aparecieron los cadetes más antiguos, los retras, que se encargaban de hacer la vida un poco más dura y difícil; pero también los pares que para siempre serían los compañeros de promoción, un lazo que perdura por encima del tiempo y las vicisitudes personales. Serían, todas ellas, vivencias que hicieron que se consolidara el compañerismo y la amistad para toda la vida. Los amigos en la necesidad son los amigos de verdad.

Estudiar, aprender, practicar, obedecer, mandar, obedecer, aprender a obedecer, sentido, finalidad, disciplina, valores. Valores, una y otra vez, que se interiorizaban, se practicaban y se exigían en todo momento. Uno es lo que hace, cómo lo hace y con quien lo hace. Aprendí que uno vale lo que su palabra, que el compromiso con los valores y con lo que se es perdura para siempre, no está sujeto a horarios, actividades ni situaciones, y que no se es o se deja de ser algo solo por llevar uniforme y distintivos de mando.

Empecé a mandar. Primero a mis pares, luego a los cadetes de cursos inferiores, después en prácticas con unidades del Ejército que pasaban por el campo de maniobras de San Gregorio y con soldados de reemplazo, aquellos de la mili obligatoria que nos sufrían en los Centros de Instrucción de Reclutas. Mandar es más que ordenar, es otra cosa, pesa y exige. Lo primero que percibí del mando fue la responsabilidad que supone ejercerlo, saber que lo que dices que se haga se hace y que las consecuencias son tu responsabilidad. Mandar es ordenar juiciosamente y exigir el cumplimiento de lo mandado siempre y cuando esté bien mandado, otra cosa que se aprende enseguida, por el procedimiento prueba-error.

Finalmente, y tras cinco años de estudio y aprendizaje continuo finalizó la primera parte de la vida académica, el proceso de formación, que terminó en una ceremonia solemne en la que se me concedió el poder, el empleo de teniente con su Real Despacho, el puesto reconocido en una estructura orgánica que es disciplinada, está jerarquizada y cuya fortaleza reside en que siempre está unida. Que se rige por un sistema de valores contenido en unas Reales Ordenanzas y en unas tradiciones que se pierden en la noche de los tiempos y que hace que dependas de alguien a quien debes obediencia, y que otros dependan de ti y hagan lo propio. Acababa de empezar, era el mundo real, era la vida.

Y llegó el primer destino, el primer contacto con personas de mi edad e incluso mayores que yo sobre las que iba a ejercer el poder, exigir obediencia y el cumplimiento de lo que se ordenaba. Dicho así parece fácil; nada más alejado de la realidad. De fácil, nada. Conocerlos por su nombre, saber sus vicisitudes, conocer su capacidad, todo un mundo nuevo de relaciones humanas que estaba en otra galaxia distinta a la del organigrama. Y ahí comencé a aprender que el poder solo sirve para ordenar y obtener obediencia, pero que lo importante está más allá, que lo que esperaban de mí era que estuviera a la altura constantemente, que les sirviera de referencia cuando era necesario y que les llevara más allá de sus capacidades; tenía que ganarme su confianza. Y eso solo se podía conseguir si les demostraba de forma continuada que tenía oficio, que sabía de qué iba la cosa, que era competente para el puesto que ocupaba, que además me comprometía con ellos, con todos y cada uno. La Sección como concepto de unidad militar no debía tener padres, madres, novias, ni problemas. El sargento Manolo, el cabo primero Jordi, los cabos Pacote y Pepe y los soldados Malaguita y Cazurro, sí. Y cuando llegaron a confiar en mí, fue un orgullo, un estímulo y un peso más: no podía defraudar la confianza que habían depositado en mí, era su teniente.

Además, descubrí que cuando consigues que aquellos sobre los que ejerces poder y confían en ti están convencidos de que eres justo, que contigo les va mejor, que trabajan más a gusto y alcanzan metas que trascienden los meros objetivos, entonces tienes autoridad, pues son ellos quienes te la otorgan.

Naturalmente que me equivoqué en numerosas ocasiones; no era infalible y de las varias opciones que existen elegí no pocas veces la más directa y simple, pero lo reconocí y pedí perdón. Y ese gesto, en contra de lo que pudiera parecer, no me restó un ápice de autoridad, al contrario, la reforzó porque el que sabía que no tenía por qué darle explicaciones las agradeció enormemente, se sintió considerado y respetado y comprendió que su jefe también era humano y errare humanum est. Y de este modo, al ser así, fue cuando empecé a mandar bien.

Y así se comienza y… así se sigue. Más personas bajo tu mando, más obediencia activa y responsable, más poder, más autoridad que ganarse, más responsabilidad. Palabras como competencia, justicia, equidad, recompensa y sanción fueron cobrando vida propia, adquirieron un significado profundo que desde entonces me acompañó para siempre. En ocasiones no estuve a la altura, seguía siendo humano, aprendí a ser humilde a fuerza de reconocer limitaciones y berroqueño a la hora de perseverar para superarlas.

Mi aprendizaje y mi presente

Se aprende de todo y de todos. Existen unas técnicas básicas de ejercicio del mando que suponen el punto de partida que hay que conocer y practicar. Es el método, pero no es un cerrojo, y a partir de ahí compromiso, comunicación, conocimiento, competencia, entrega… en el mundo castrense ese conjunto de cualidades y actitudes se denomina espíritu de servicio y abarca todas las actividades y todos los momentos; no en vano nos forman para que entendamos que nuestra vocación nos exige un estilo de vida que no es común y nos proporciona los medios –algo justos, todo hay que decirlo– para vivirla.

Y os diré una cosa: la satisfacción del deber cumplido es mucho más que una frase de palabras hermosas, supone el retorno de lo que invertimos, el equilibrio emocional como recompensa y la íntima convicción de que hemos hecho lo que debíamos porque queríamos, de la mejor forma posible y sin escatimar esfuerzos. Y gracias a todo ello fuimos y somos felices.

Ahora, a mis 64 años, y después de más de 44 de vida militar, cuando mi tiempo en servicio activo hace poco que llegó a su fin, puedo decir que he tenido la oportunidad de conocer, obedecer, mandar, formar, ayudar, impulsar y también corregir a muchas personas.

No creo en la concepción monolítica de la personalidad. Me he formado, perfeccionado, pulido y astillado con todos aquellos con los que he compartido vicisitudes; de todos ellos hay algo en mí y confío que en ellos haya algo mío, pues soy el resultado de toda una vida de relaciones en el ejercicio de la profesión y en la vida personal.

Lo único inmutable en todo este proceso que he descrito es el marco de referencia que aprendí a fuego al empezar y que me sigue acompañando hoy en día: los valores. Gracias a ellos he podido sobreponerme a la fatalidad, al error, a la adversidad y a la tragedia; me han orientado en la incertidumbre y me han servido de sostén cuando más oscuro era el horizonte.

Esos Valores –sí, también con mayúscula– no son míos, son universales y mi empeño es compartirlos para que sean igual de útiles para todos los que quieran vivir su vida de otra manera, más exigente, probablemente más austera y mucho, mucho más auténtica.

Los valores hacen que la vida que vivimos sea la nuestra, que seamos capitanes de nuestra alma y señores de nuestro destino, como le dice el actor Morgan Freeman –en el personaje de Nelson Mandela– al capitán de la selección de rugby sudafricana en la película Invictus al recitarle el poema del mismo título de William Ernest Henley. Por cierto, se trata de un poema que recomiendo vivamente leer y meditar por ser de una belleza y profundidad sorprendente.

En la noche que me envuelve,negra, como un pozo insondable,le doy gracias al dios que fuere,por mi alma inconquistable.En las garras de las circunstancias,no he gemido, ni he llorado.Bajo los golpes del destino,mi cabeza ensangrentada jamás se ha postrado.Más allá de este lugar de ira y llantos,acecha la oscuridad con su horror,Y sin embargo la amenaza de los años me halla,y me hallará sin temor.Ya no importa cuán estrecho haya sido el camino,ni cuantos castigos lleve mi espalda,soy el amo de mi destino,soy el capitán de mi alma.

2.¿Qué es para mí el arte de bien mandar?

En busca de la definición perfecta

Hay tal cantidad de definiciones acerca de lo que es el liderazgo entendido como el arte de mandar bien que prefiero no adoptar una en concreto como la más acertada. Todas reflejan un rasgo por encima de los demás, la mayoría son instrumentales con tendencia al resultado inmediato, otras devienen en contenidos filosóficos que no resultan demasiado utilizables y otras, en fin, se centran en la figura del líder como estrella de la representación en la línea del management agresivo. Así que he decidido adaptar una que aprendí hace tiempo y que creo que sirve perfectamente a la finalidad de combinar el arte y la ciencia de mandar a personas.

Para mí liderar, el arte de mandar bien, es:

La capacidad personal del que dirige un grupo humano para influir en sus componentes de forma que creen equipo y trabajen cohesionados y con entusiasmo en la consecución de objetivos supeditados a un fin común, superior y moralmente bueno.

Sé que tiene el inconveniente de ser una definición larga y que combina varios conceptos que es necesario desarrollar y matizar. Por ello, y a partir de aquí, voy a analizar por orden los conceptos, a través de los elementos esenciales de ese arte y de esa técnica, así como los significados de capacidad, influencia, grupo, equipo, cohesión, entusiasmo, objetivos, metas, fines y orden superior moralmente bueno.

Esta definición, soy consciente, no es poética ni arrebatadora, y con toda seguridad no acabará grabada en ninguna placa de mármol de Macael, pero contiene a mi juicio todos los elementos que constituyen la esencia de mandar bien entendiéndolo como un compuesto indisoluble de arte y técnica que es, en definitiva, lo que es.

Comencemos.

Las claves del bien mandar

Mandar bien es una capacidad personal. Quiere esto señalar que esta capacidad no la proporciona ni la organización ni el organigrama, sino que es fruto de una aptitud –del que sabe–, una actitud –del que quiere– y un comportamiento –del que actúa– combinados adecuadamente y de forma oportuna, pues eso es lo que significa capacidad.

La aptitud es evidente que en un alto porcentaje se adquiere con el estudio y la práctica, aunque siempre existe una cierta facilidad, un talento innato que hace que determinadas cosas nos resulten más simples, atractivas y satisfactorias.

Hay un debate abierto, y que no creo que se pueda cerrar jamás, en torno a si el líder, el buen mando, nace o se hace. Para mí, el buen mando nace y se hace; quiero decir, que hay determinadas características innatas, entendiendo por ellas las habilidades no aprendidas y predispuestas en el individuo desde su nacimiento y que no pueden llegar a sustituirse a través del estudio y la práctica, como la curiosidad, el valor, la iniciativa o la creatividad.

En un estudio realizado por One Leadership Institute acerca del líder y del liderazgo se concluyó que un 24 % de sus características diferenciales son innatas, lo que también significa que el 76 % restantes se pueden y se deben mejorar. Y ahí entramos de lleno en las actitudes: la propensión a querer mandar bien, la voluntad y el esfuerzo continuado para aprender las técnicas de mando y ponerlas en práctica e irlas perfeccionando a través de la experiencia, el saber conocer y adaptarse al entorno para poder aprovechar todas las oportunidades, la humanidad para tratar adecuadamente a todas aquellas personas con las que nos relacionamos independientemente de si son superiores, pares o subordinados, etc. Y la acción de mando, el plasmar en órdenes, instrucciones y directivas los elementos esenciales de la decisión que se adopta para que pueda llevarse a cabo en las mejores condiciones, de forma oportuna y de la manera más simple posible.

Mandar bien requiere además el desempeño de tareas de dirección sobre un grupo humano, esto es toma de decisiones, conocimiento personal, búsqueda de alineamientos, coordinación, impulso y orientación de tal forma que, y gracias a la influencia positiva que es capaz de ejercer sobre todos y cada uno de ellos, quien manda, de un grupo pasa a crear un equipo en el que al número se incorpora la intensidad y la calidad de las relaciones que se establecen entre sus miembros.

Esa influencia hay que entenderla como la capacidad de orientar inquietudes, fortalecer certidumbres y modificar percepciones. Es importante destacar que jamás ha de caer del lado de la manipulación, puesto que el fin que persigue es intrínsecamente bueno, pues busca mejorar a las personas y fortalecer sus relaciones para que su trabajo sea más gratificante y efectivo.

Es entonces cuando surge la cohesión como fruto de la interacción positiva, de la interdependencia, del compromiso individual, del esfuerzo colectivo y de la lealtad que nace entre las personas que se reconocen auténticas, que comparten propósitos y principios para alcanzar la meta que se han fijado.

Mandar bien transmite y contagia un entusiasmo racional basado en los logros que se van alcanzando, fruto de un planeamiento adecuado y una ejecución oportuna. A través de su empuje y su capacidad para generar ilusión, quien bien manda fija nuevos objetivos que resultan atractivos y retadores que hacen que todos y cada uno de los miembros del equipo den la mejor versión de sí mismos. Es un soñador con el cerebro amarrado al cuerpo con cables de acero y que hace bueno el dicho «que el corazón te impulse donde la razón te guíe».

Mandar bien busca conseguir objetivos supeditados a un fin común y superior moralmente bueno. Y esta es para mí la verdadera esencia de mandar bien: alcanzar los objetivos no lo es todo, ni siquiera es lo más importante. No pueden ser individuales ni egoístas, deben de tener un alcance trascendente y un sentido finalista.

No pueden querer alcanzarse a toda costa ni a cualquier precio, porque eso significaría colocarlos por encima de la dignidad de la persona y, por supuesto, en un buen mando eso no entra jamás dentro de los supuestos de su ejercicio.

Y, por último, se ha de perseguir un fin moralmente bueno, esto es: que suponga mejora, progreso y seguridad en el sentido más utilitarista del término «el mayor bien para el mayor número con el menor perjuicio para el menor número».

Es aquí, en este párrafo, donde se diferencia perfectamente lo que es un buen mando de lo que es un agitador que puede llegar a ser extraordinariamente eficaz pero que lleva a la ruina a todo aquel que le sigue, como hemos podido ver a lo largo de la historia con ejemplos horripilantes que van desde líderes de sectas a gobernantes sin escrúpulos.

3.La referencia permanente del buen mando: los valores

Cuestión de principios

¿Qué referencias utiliza el líder para ejercer el mando de forma moralmente buena? Los valores. Durante mi etapa como director de la Academia General Militar, entre diciembre de 2009 y marzo de 2013, ordené la creación de un grupo de trabajo sobre valores que tenía por finalidad su definición, recopilación y perfilado con la intención última de hacer más fácil su comprensión, interiorización y aplicación porque, y he aquí lo esencial, la verdadera formación militar, la forja de buenos mandos, no podía concebirse fuera de un marco de valores conocidos y compartidos por todos; si la formación en valores es importante, imaginad su necesidad entre aquellos que detentan el monopolio del uso de la fuerza, como son los militares. De aquel grupo de trabajo surgió una excelente publicación, algunas de cuyas conclusiones utilizo a continuación.

¿Qué son los valores?

Los valores son principios que orientan nuestro comportamiento. Son creencias fundamentales que nos ayudan a preferir, apreciar y elegir unas cosas en lugar de otras, o un comportamiento en lugar de otro. También son fuente de satisfacción y plenitud. Y pueden serlo de todo lo contrario si no resultan bien servidos o se predica respecto a ellos una cosa y se hace otra.

Ante los valores podemos adoptar diferentes posturas: los podemos considerar un catálogo de utilidades seleccionando aquellos que justifiquen una determinada conducta o actitud, o bien podemos intentar descubrir en ellos esa verdad que nos hace libres, o bien ignorarlos deliberadamente eligiendo comportamientos antihumanos y nihilistas, o eliminar toda norma y tradición intentando reeditar al buen salvaje rousseauniano en el estado de naturaleza, sin ninguna sujeción moral con los resultados de pesadilla ya conocidos.

Si los elegimos como referencia y consideramos un itinerario de perfección, entonces su vigencia es intemporal y su ámbito de aplicación universal; asumidos de esta manera confieren sentido al trabajo, al esfuerzo y a la entrega, y son paradigma de la dignidad de todo ser humano. Desde esta perspectiva, los valores atraen por sí mismos y su práctica adquiere sentido finalista, porque conducen a la perfección y la felicidad.

La necesidad de unos valores

Profundicemos en la utilidad de los valores. En las complejísimas condiciones del mundo actual que analizaré más adelante, constituye una necesidad para cualquier tipo de organización contar con unos valores sólidos que establezcan un marco de referencia y que, asumidos por todos sus miembros, garanticen el cumplimiento de sus objetivos dando sentido a las acciones que los alcancen mediante la coherencia entre pensamiento, discurso y acción.

Por otra parte, toda sociedad cuenta –o debiera contar– con un sistema de valores; si carece de ellos los que la constituyen padecerán de anomia