El arte de ser un buen amigo - Hugh Black - E-Book

El arte de ser un buen amigo E-Book

Hugh Black

0,0

Beschreibung

Es muy diferente ser conocidos que ser amigos. La verdadera amistad educa en el arte de vivir, y así lo han defendido las personas más sabias a través de los tiempos, pero es un tesoro que se puede romper si no se protege. Estas páginas muestran cómo transformar las amistades en relaciones que nos mejoren, evitando la superficialidad y la frivolidad y potenciando una profunda unión de mente y corazón. La buena amistad lleva consigo un crecimiento emocional y espiritual. Los casados encontrarán aquí nuevas formas de apreciar el regalo de vivir en pareja. Quienes poseen ya amistades maduras —entre ellas, la amistad con Dios—, descubrirán formas de enriquecerlas.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 193

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



HUGH BLACK

EL ARTE DE SER UN BUEN AMIGO

EDICIONES RIALP

MADRID

Título original: The art of being a good friend

© 1999 by Sophia Institute Press

© 2023 2023 de la edición española traducida por David Cerdá

by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15 - 28033 Madrid

(www.rialp.com)

Preimpresión: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-6456-9

ISBN (edición digital): 978-84-321-6457-6

ISBN (edición bajo demanda): 978-84-321-6458-3

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

A mi amigo

Hector Munro Ferguson

y a muchos otros amigos

que han enriquecido mi vida

ÍNDICE

Prólogo: “Un puente tendido sobre aguas turbulentas”

I. Apreciar el don de la amistad

II. Cultivar nuestras amistades con cuidado

III. Que nuestras amistades den frutos

IV. Discernir al elegir a nuestros amigos

V. Reconocer que la amistad trasciende la muerte

VI. Protegerse de las amenazas de la amistad

VII. Tomar la iniciativa para renovar nuestras amistades

VIII. Respetar los límites de la amistad

IX. Buscar la amistad con Dios

Sobre Hugh Black

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Dedicatoria

Índice

Comenzar a leer

Sobre Hugh Black

Notas

PRÓLOGO. “UN PUENTE TENDIDO SOBRE AGUAS TURBULENTAS”

«Ni siquiera sé cómo se me ocurrió. No parecía ni mía». Esto dijo Paul Simon cuando le preguntaron cómo compuso la que tal vez sea la canción sobre la amistad más célebre del mundo, “Bridge over troubled water”. Es también uno de los temas más versionados de todos los tiempos; hasta medio centenar de veces, por voces como las de Shirley Bassey, Elvis Presley, Willie Nelson o Aretha Franklin; y en innumerables idiomas, incluido el cantonés. Su universalidad, me parece, no proviene solo de su belleza, sino de la universal importancia que tiene amistar.

«Amistar» es un verbo precioso y hoy en día poco empleado, quizá porque los «amigos» de Facebook y el resto de las imposturas de esta relación intensa y moral han devaluado el término. «Amistar» es «unir en amistad»; quien amista se une a otro, crea una comunidad, en definitiva, ama. Todo amor está compuesto de dos sentidos vitales que se cruzan, y por eso son existenciales y morales nuestras —verdaderas— amistades. Algo así no es ciertamente para todo el mundo; no es tan fácil como abrirse una cuenta en la red social de turno. Para amistar a lo grande hay que estar hasta cierto punto «hecho» o en proceso; como escribe C. S. Lewis en Los cuatro amores, «quienes no tienen nada no pueden compartir nada, quienes no van a ninguna parte no pueden tener compañeros de ruta».

«Cuando estés cansado, y te sientas pequeño, cuando se aneguen de lágrimas tus ojos, iré yo a secarlas»1, canta Paul Simon. «Confortar» es otro bello verbo en desuso; alentar y consolar al afligido es algo con lo que difícilmente vas a ganar followers, pero la amistad y el amor son esencialmente eso, aspectos de la misericordia. La compasión es el más noble de todos los sentimientos morales, y prestar el hombro es el acto de amor más necesario para el ser más sufriente que existe. «Cuando peor estés, y nadie te atienda, cuando estés en la calle y la noche te aplaste, yo te consolaré […] Me encargaré de tu parte cuando caiga la oscuridad y estés rodeado de dolor»2: esta es la sagrada labor que al amigo se le encomienda.

Poca gente sabe que Simon compuso su canción inspirado por una estrofa de un himno cristiano, que oyó al cuarteto de góspel Swan Silverstones: «I’ll be your bridge over deep water if you trust in my name» («Seré tu puente sobre aguas profundas si confías en mi nombre»). En cuanto a la melodía, Simon se inspiró en otro himno, Salve mundi salutare, en la versión de Johan Sebastian Bach, un poema atribuido a Bernardo de Claraval que canta a la cabeza coronada de espinas de Jesucristo, a quien en el himno se llama amigo.

La amistad, en su versión elevada, tiene una serie de rasgos universales. Es una fuente de afecto libre, desinteresado. Implica dedicación y esfuerzo recíproco, megalopsychia, grandeza de alma. Es un compromiso que pivota en torno a la virtud. Incorpora alguna clase de estrecha convivencia, por más que permita la infrecuentación, como decía Borges. Depara un sentimiento de confianza plena. Es un acicate vital —«nos pone las pilas», hoy se diría—, genera una tensión positiva que nos aproxima a la verdad. A todos estos aspectos atiende Hugh Black en su hermoso y breve tratado, cuya vigencia sigue intacta.

Son muchas y muy buenas las pistas que Black nos da para forjar grandes amistades. Nos convoca al cuidado, a sacralizar al amigo; nos sugiere que seamos selectivos, pues este es un amor que en su especialidad implica hacer distingos; nos avisa que no puede amistar quien está despistado, desatento; nos pide ser proactivos y conocer nuestros límites y los de nuestros amigos; nos recuerda que hay amistad más allá de la muerte, y que «la fe en el ser humano es esencial para la fe en Dios».

En la era de la meritocracia, del esfuerzo, el rendimiento y las historias de autosuperación sobrestimadas hay que decir más veces que debemos enorgullecernos ante todo de lo que se nos regala. La amiga o el amigo son en última instancia inmerecidos; crea en nosotros una deuda que añade gravedad a nuestras vidas. Pero no hemos venido a este mundo a saldar deudas —intento imposible—, sino a crearlas, y a agradecer las que nos correspondan. Todo esto es muy exigente, por supuesto; quien no arriesgue su espíritu podrá aspirar si acaso a una cierta camaradería, a una lealtad interesada, o a un simple compartir placeres o repartirse tareas. Amistar de veras es solo para almas a las que no asustan las alturas.

La amistad tiene sus ritos, que hay que tomarse completamente en serio. Un rito, le explica el zorro al Principito según Antoine de Saint-Exupéry lo imagina, «es lo que hace que un día no se parezca a otro día y que una hora sea diferente a otra». La realidad es santa, pero hace falta que el ser humano la santifique; y eso hacen quienes se aman, en estricto cumplimento del mandamiento divino. Es la mutua admiración —la reverencia— la que eleva a los amigos; sin ella solo hay socios circunstanciales.

Si hoy todo esto es más difícil es porque nos hemos desviado del camino por motivos egotistas y comerciales. Se ha traficado con la amistad impunemente, y tampoco nos han sentado demasiado bien las comodidades. Hay que discernir enérgicamente la versión vulgar de la amistad de la elevada; la primera es solo una antesala de una soledad próxima; la segunda tiene hechuras universales y sobrias, y el peligro es descuidarla por optar a evanescentes dulzuras temporales, o en favor de la absurda idea de que es otro aspecto de nuestros «capitales sociales».

Aristóteles explica en Ética a Eudemo que los amigos no se aman acicateados por el interés, sino bajo el paraguas de un ideal: «El amigo ama al amigo por él mismo, y no por otra cosa que no es él». En tanto don, la amistad ha de quedar completamente al margen de la conveniencia. La amistad ha de buscarse por sí misma, y es justo así que nos engrandece, pues «a pesar del egoísmo que nos acecha y amenaza arruinar nuestras vidas —dice Black— nuestros corazones nos dicen que es posible una relación más noble a través del desinterés y la devoción».

«Desear la amistad es un grave error», escribe Simone Weil en La gravedad y la gracia; esta palmaria verdad no ha evitado que Cómo ganar amigos e influir sobre las personas de Dale Carnegie se haya convertido en un intemporal éxito de ventas (seguramente uno de los bestsellers con un título más mezquino). «La amistad debe ser un goce gratuito como los que proporcionan el arte o la vida», asegura Weil. Y por eso «la amistad no se busca, ni se sueña ni se desea; se ejerce».

«Acércate cuando me esté muriendo —canta el himno Salve mundi salutare— muéstrame tu cruz y acude volando en mi auxilio, ven, Señor, y libérame». Hoy se habla mucho de salud mental, por buenos y dramáticos motivos; pero por cada cien palabras que se añaden y pertenecen al ámbito de lo patológico, apenas hay una que nos recuerde cuál es el papel en esa salud de nuestros amigos. Hay pocos predictores mejores de las probabilidades que uno tiene de caer en una profunda depresión o una desaforada ansiedad que la protectora cantidad de amor que uno recibe de sus amigos. Si se prescriben cada vez más ansiolíticos, se consumen más drogas y hay más suicidios es también porque estamos cada vez más solos. El antropólogo, psicólogo y biólogo Robin Dunbar dice en su ensayo Amigos que estos son «el mejor indicador de nuestras probabilidades de supervivencia futura». Faltan sostenes, amarras a la vida, porque cada vez son menos quienes pueden hacerse a la mar con la seguridad de poder cantar: «Y si acaso necesitas un amigo, estaré navegando justo detrás de ti»3.

De todos los usos de la palabra «amigo», me parece que el más bello es el propositivo, en ambos sentidos del término «propositivo», el relativo a «proponer» y el relativo a «propósito»: cuando llamamos así a quien todavía no es nuestro amigo es porque se lo proponemos y es nuestro sincero propósito que llegue a serlo. Llamar a un recién conocido por conocer «amigo» es hacerle una instantánea propuesta de amor. Y es por ello que ser amigable no es solo una disposición anímica, sino además existencial: es querer que en el mundo haya más amigos porque sabes que ellos son los que lo sostienen y embellecen.

Honra la vida quien tiende puentes sobre las aguas turbulentas para que las puedan cruzar otras almas.

David Cerdá

I. APRECIAR EL DON DE LA AMISTAD

No hay que descartar la idea, tan común entre los escritores antiguos, de que el alma de una persona es solo un fragmento de un todo mayor que sale en busca de otras almas en las que encontrará su verdadera culminación, como si solo fuera un arranque poético. Caminamos por el mundo incompletos hasta que hemos aprendido el secreto del amor. Lo sabemos, y en nuestros momentos más sinceros lo admitimos, aunque tratemos de llenar nuestra vida con otras ambiciones y otros anhelos.

Es algo más que un sueño de juventud que el corazón pueda colmarse en la amistad, sin la cual, y en comparación con la cual, todo éxito mundano es un fracaso. A pesar del egoísmo que nos acecha y amenaza arruinar nuestras vidas, nuestros corazones nos dicen que es posible una relación más noble a través del desinterés y la devoción. La amistad en su sentido aceptado no es el más alto de los grados alcanzable en ese tipo de relación, pero tiene su lugar en el reino del amor, y a través de ella nos entrenamos para un amor aún más grande. Una persona puede estar absorta en sí misma y ser egocéntrica, pero, en un sentido más verdadero, es natural que renuncie a sí misma y vincule su vida a los demás. De ahí la alegría con la que hace el gran descubrimiento de que ella es algo para otro y otro es todo para ella. Alcanza entonces el estadio natural más elevado para el que ha existido hasta entonces. Es un milagro, pero sucede.

El cínico puede referirse al ahora obsoleto sentimiento de la amistad; no le costará dar con motivos que justifiquen su cinismo. Ciertamente y a primera vista, si nos fijamos en el lugar relativo que ocupa el tema en la literatura antigua en comparación con la moderna, podríamos decir que la amistad es un sentimiento que se está quedando rápidamente obsoleto. En los escritos de los paganos, la amistad ocupa un lugar mucho más importante que en nuestros días. El asunto se trata con profusión en las obras de Platón, Aristóteles, Epicteto y Cicerón. Y entre los escritores de la era moderna, adquiere mayor importancia en los escritos de los de espíritu más pagano, como Montaigne.

En todos los sistemas filosóficos antiguos, la amistad se consideraba parte integrante del sistema. Para los estoicos era una bendita ocasión para mostrar la nobleza y las virtudes innatas de la mente humana. Para los epicúreos era el más refinado de los placeres de entre los que hacen que vivir merezca la pena.

En Ética a Nicómaco, Aristóteles hace de ella el punto culminante; de diez libros, dedica dos a hablar sobre la amistad. La convierte incluso en el punto de unión entre su tratado de ética y el de política. Para él, la amistad supone tanto la perfección de la vida individual como el vínculo que mantiene unidos a los Estados. La amistad no solo es algo bello y noble para una persona, sino que su realización es también el ideal de una comunidad política; porque si los ciudadanos son amigos, entonces la justicia, que es la gran preocupación de todas las sociedades organizadas, está más que asegurada. La amistad se convierte así en la flor de la ética y en la raíz de la política.

Platón también hace de la amistad el ideal del Estado, donde todos tienen intereses comunes y confianza mutua.

Y aparte de su lugar de prominencia en los sistemas de pensamiento, es probablemente más fácil obtener una lista de bellos dichos sobre la amistad de los escritores antiguos que de los modernos. La mitología clásica también está llena de ejemplos de gran amistad, que casi venía a ser una religión en sí misma.

No es fácil explicar por qué es tan pequeño en comparación su papel en la ética cristiana. El cambio se debe a una ampliación del pensamiento y de la vida del hombre. Los ideales modernos son más amplios e impersonales, como más amplia es la concepción moderna del Estado. El ideal cristiano del amor, incluso hacia los enemigos, ha sustituido al ideal más estrecho de la amistad filosófica. También es posible que el instinto encuentre satisfacción en otra parte en la persona moderna. Por ejemplo, el matrimonio, en más casos ahora que nunca, suple la necesidad de amistad. Los hombres y las mujeres están más cerca que nunca en las actividades intelectuales y en los gustos comunes, y pueden ser compañeros en un sentido más verdadero. Y la explicación más profunda de todo es que el corazón del hombre recibe una satisfacción religiosa imposible anteriormente. La comunión espiritual hace a la persona menos dependiente de los intercambios humanos. Cuando el cielo calla y no da señales, los hombres se ven obligados a subsistir a base de sus pequeñas reservas de amor.

La historia y la literatura dan fe de la amistad desinteresada

A pesar de lo dicho, la amistad no es un sentimiento obsoleto. Es tan cierto ahora como en tiempos de Aristóteles que a nadie le gustaría vivir sin amigos aunque tuviera todas las demás cosas buenas. Siguen siendo necesarios para nuestra vida en su sentido más amplio. El peligro de tratar la amistad con displicencia es que termine siendo descartada o descuidada, no en interés de un afecto más espiritual, sino para dar paso a una autoindulgencia degradada y cínica. Hoy, como siempre, es posible una amistad generosa que permita olvidarse de uno mismo. La historia de la vida sentimental del hombre lo demuestra. En la literatura de todos los países hay testimonios de ello; y sabemos que «por una persona buena tal vez se atrevería alguien a morir»4. La humanidad ha sido glorificada por innumerables heroísmos silenciosos, por el servicio desinteresado y el amor sacrificado.

Cristo, que siempre apuntó a lo más alto en Su estimación de la gente y nunca dudó de la capacidad del ser humano para la acción noble, marcó la altura de la amistad humana al nivel de Su propia acción extraordinaria: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos»5. Esa marca se ha alcanzado en muchas ocasiones. Las personas se han entregado unas a otras sin nada que ganar a cambio, sin ningún otro interés que el de servir, y sin querer llevar beneficio en ello. Es falso que la historia humana sea una biografía del egoísmo; no nos conoce quien deja fuera de la lista de motivos humanos el más elevado de todos. El milagro de la amistad ha sido representado con demasiada frecuencia en esta insulsa tierra nuestra como para permitirnos dudar de su posibilidad o de su maravillosa belleza.

El caso de David y Jonatán es un ejemplo paradigmático de amistad6. Tal y como se conocieron se supieron más cercanos que parientes. Por sutil afinidad electiva, sintieron que se pertenecían mutuamente. De todo el caos de la época y del desorden de sus vidas, surgió para estas dos almas un mundo nuevo y hermoso en el que reinaba la paz, el amor y un dulce contento. Ambos obraron el milagro de la muerte del ego. Jonatán olvidó su orgullo, y David su ambición. Fue como si Dios les sonriese y con ello cambiase el mundo. A uno de ellos lo salvó de las tentaciones de una corte miserable, y al otro de la amargura de una vida de exilio. El alma principesca de Jonatán no tenía lugar para la envidia ni los celos. La naturaleza franca de David se aupó para ponerse a la altura de la magnanimidad de su amigo.

En el reino del amor, no había disparidad entre el hijo del rey y el pastorcillo. Un don como el que cada uno dio y recibió no se compra ni se vende. Fue el fruto de la nobleza innata de ambos; suavizó y templó el arduo tiempo que los dos vivieron. Jonatán soportó la ira de su padre para proteger a su amigo; David fue paciente con Saúl por el bien de su hijo. Acordaron ser fieles el uno al otro en su difícil situación. Estrecho y tierno debió de ser el vínculo, que fructificó en entrega magnífica y mutua lealtad de alma. Fue apropiado el hermoso lamento, cuando el corazón de David se afligió en la trágica Gilboa: «Estoy apenado por ti, Jonatán, hermano mío. Me eras gratísimo, tu amistad me resultaba más dulce que el amor de mujeres»7. El amor es siempre maravilloso, una nueva creación, hermoso y fresco para cada alma que ama. Es el milagro de la primavera para la tierra fría y yerma.

Cuando Montaigne decidió escribir su ensayo sobre la amistad, no pudo más que contar la historia de su amigo. El ensayo vuelve continuamente sobre ello, explayándose en la alegría de haber tenido el privilegio de contar con un amigo así, y en el dolor por su pérdida. Fue un capítulo esencial en la historia de su corazón. Había un elemento de necesidad en ello, como lo hay en todas las grandes cosas de la vida. No era capaz de explicarlo; fue algo que le llegó sin esfuerzo ni elección. Fue un milagro, pero sucedió. «Si me instan a decir por qué lo amaba, siento que solo puede expresarse respondiendo: porque era él, porque era yo». Fue como una cita a ciegas arreglada por el Cielo. Ambos eran hombres adultos cuando se conocieron, y la muerte los separó pronto.

Si tuviera que comparar toda mi vida con los cuatro años que tuve la dicha de disfrutar de la dulce compañía de este hombre excelente, no sería más que humo; una noche oscura y tediosa desde el día en que lo perdí. Desde entonces he llevado una vida triste y lánguida. Estaba tan acostumbrado a ser siempre su segundo en todos los lugares y en todos los intereses, que me parece que ahora no soy más que medio hombre, y que no tengo más que medio ser.

Difícilmente esperaríamos tal pasión amorosa en la amistad y tal pesar del genial y amable ensayista.

La amistad te ilumina

La alegría que surge de una verdadera comunión de corazón con otra persona es quizá una de las más puras y grandes del mundo. No obstante, su función no se agota en el mero hecho de proporcionar placer. Aunque no seamos conscientes de ello, hay un propósito más profundo en ella, una educación en las artes más elevadas de la vida. Puede que nos fijemos en el placer que proporciona, pero su mayor bien se obtiene por el camino. Incluso en términos intelectuales supone la apertura de una puerta al misterio de la vida.

A fin de cuentas, solo el amor comprende. Proporciona información profunda. No podemos conocer nada de verdad sin simpatía, sin salir de nosotros mismos y entrar en los demás. Una persona no puede ser en verdad naturista y entender qué hacen los pájaros y los insectos con precisión a menos que pueda observarlos larga y amorosamente. Nunca podremos conocer a nuestros hijos a menos que los amemos. Muchas de las estancias de la casa de la vida permanecen cerradas hasta que el amor las abre con su llave.

Aprender a amar todo tipo de nobleza permite comprender el verdadero significado de las cosas y ofrece un criterio para determinar su importancia relativa. Un espectador desapegado no ve nada, o lo que es peor, ve mal. La mayor parte de nuestras consideraciones mezquinas acerca de la naturaleza humana en la literatura moderna, de nuestros falsos realismos en el arte y de nuestros estúpidos pesimismos en la filosofía se deben a una lectura poco inteligente que se contenta con los hechos superficiales. Algunos se ponen a anotar y cotejar impresiones, y tal vez a hacer un estudio científico de los peores lugares, sin desarrollar un interés genuino por las vidas que ven, y por lo tanto sin llegar a comprenderlas verdaderamente. Les falta la interioridad, que solo el amor puede proporcionar. Si miramos sin amor, solo podemos ver el exterior, la mera forma y expresión del sujeto estudiado. Solo con tierna compasión y amorosa simpatía podemos ver la belleza incluso en los ojos apagados por el llanto y en el rostro fijo y pálido que padece. A menudo veremos brillar a través de ellos una noble paciencia, lealtad al deber, virtudes y gracias que los demás ni siquiera sospechan.

El significado divino de una verdadera amistad es que a menudo es la primera revelación del secreto del amor. No es un fin en sí misma, sino que tiene su mayor valor en aquello a lo que conduce, el don inestimable de ver con el corazón más que con los ojos. Amar a un alma por su belleza, su gracia y su verdad es abrir el camino para apreciar a todas las almas bellas, verdaderas y llenas de gracia, y para reconocer la belleza espiritual dondequiera que se encuentre.