El arte olvidado del silencio - Sarah Anderson - E-Book

El arte olvidado del silencio E-Book

Sarah Anderson

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Beschreibung

Una celebración única del silencio –en el arte, la literatura, la naturaleza y la espiritualidad– y una exploración de su capacidad para aportar paz interior, ampliar nuestras perspectivas e inspirar el espíritu humano, a pesar del ruido de la vida contemporánea. El silencio suele pasarse por alto; al fin y al cabo, a lo largo de nuestra vida tiene que competir con la cacofonía del mundo exterior y nuestro casi constante diálogo interior que juzga, analiza, compara y cuestiona. Pero si somos capaces de superar este aluvión, existe un lugar tranquilo que merece la pena descubrir. El arte olvidado del silencio nos anima a abrazar esta búsqueda y a dejar que brille la cálida luz del silencio. Invocando la sabiduría de muchos de los más grandes escritores, pensadores, contemplativos, historiadores, músicos y artistas, Sarah Anderson revela la sublime naturaleza de la quietud.

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Seitenzahl: 495

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Sarah Anderson

El arte olvidado del silencio

El poder y la belleza de la quietud

Traducción del inglés de Silvia Alemany

Título original: The Lost Art of Silence: Reconnecting to the Power and Beauty of Quiet

© 2023 by Sarah Anderson

Publicado por acuerdo con Shambhala Publications Inc.

© 2024 Editorial Kairós, S. A.

www.editorialkairos.com

© Traducción del inglés al castellano: Silvia Alemany

Revisión: Amelia Padilla

Composición: Pablo Barrio

Diseño cubierta: Katrien van Steen

Primera edición en papel: Noviembre 2024

Primera edición en digital: Noviembre 2024

ISBN papel: 978-84-1121-295-3

ISBN epub: 978-84-1121-327-1

ISBN kindle: 978-84-1121-328-8

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.

Este libro lo dedico a todos aquellos que me han ayudado en mi búsqueda

Sumario

Agradecimientos

Introducción

Experiencias vitales

1. Mi silencio

2. A la búsqueda del esquivo silencio

El concepto de lugar

3. La naturaleza

4. La llamada del desierto

5. En busca de edificios silenciosos

La espiritualidad

6. Los enfoques religiosos

7. La meditación

Las artes

8. La literatura

9. La pintura

10. La música

El lado oscuro del silencio

11. La guerra

12. La cárcel y el confinamiento en solitario

De aquí en adelante

13. La escucha consciente

Notas

Bibliografía

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Dedicatoria

Índice

Agradecimientos

Comenzar a leer

Notas

Bibliografía

Agradecimientos

En primer lugar, quiero expresar mis más sentidos agradecimientos a Robert McCrum y a Alan Samson, quienes no solo leyeron los primeros borradores de mi manuscrito, sino que además supieron transmitir su más sincero entusiasmo. También me gustaría dar las gracias a las personas siguientes por los consejos brindados y la ayuda prestada, no sin antes pedir disculpas a las que pueda haber omitido en mi listado: Camilla Anderson, Liz Anderson, Marie-Laure Aris, Anne Baring, Bella Bathurst, Caroline Baum, Caroline Blunden, Lavinia Byrne, Mark Cazalet, Kate Chisholm, William Chubb, Liz Claridge, Artemis Cooper, Marilyn Curran, Caroline Dawnay, Janine di Giovanni, Maggie Fergusson, Victoria Finlay, Clare Ford-Wille, Bill Forse, David Fraser Jenkins, Martin Goodman, Aidan Hart, Anthony Holden, Heather Holden-Brown, Clare Hornsby, William Howard, Lucy Hugues-Hallet, Tim Husband, Teresa Keswick, Alan McClue, Sarah Miller, Adam Munthe, Nelly Munthe, Emma Parsons, Nicholas Pearson, Robert Perkins, Richard Philp, Sarah Quill, Simon Richey, Sophy Roberts, Johanna Roeber, Kate Sapara, Peter Sawbridge, Jean Schooling, Rupert Sheldrake, Sarah Spankie, Peter Stanford, Philip Stevens, Sean Swallow, David Tas, Sara Wheeler, Andrew Willson, Rachel Johnson, Heather Lawton y, finalmente, a mi editora Breanna Locke y a todo el personal que conforma Shambhala, la asesoría editorial The Literary Consultancy (TLC), la Biblioteca de Londres y la Sociedad de Autores.

Introducción

Hay un proverbio taoísta que dice que «los que saben no hablan, y los que hablan no saben»,1 y mi intención era descubrir si esa expresión seguía siendo relevante en la actualidad, y si es cierto que necesitamos el silencio para poder resolver los problemas de este mundo. Toda la humanidad comparte este silencio secreto interior, tanto si lo sabemos como si no, y las maneras en que uno descubre este interior común son tan diferentes como fantásticas. Gracias al análisis de las distintas facetas del silencio, con este libro te invitamos a desarrollar y abrazar los períodos de silencio de tu vida por unas vías que posiblemente nunca habrías llegado a imaginar. Expondré cuál es mi relación personal con el silencio (tarea nada fácil, por cierto), y sospecho que mi anhelo por cultivar este silencio, así como mis dudas y mis miedos, hallarán eco en los demás. No hay nada inequívoco en el silencio. Por eso, aunque creo que en realidad es esencial, a veces encuentro que la búsqueda del silencio implica un gran esfuerzo. El silencio puede obligarte a tener que enfrentarte a ti mismo, y quizá esa sea la razón por la cual muchas personas harían lo indecible por evitarlo (a menudo llenando su propio mundo de sonidos vacuos). El silencio puede ser transformador (cuando nieva, el paisaje se acalla; cuando las máquinas dejan de funcionar, se impone lo quedo); pero el silencio inevitablemente también cuenta con un lado oscuro, y la exploración de esta vertiente nos lleva a unos lugares muy turbios.

¿Es el silencio toda ausencia de sonido? ¿Significa algo más interior, más profundo? ¿Existe el silencio en realidad? El silencio precede al sonido, pero no es tan solo la ausencia de sonido. El silencio ya está presente. Esta palabra procede del latín silentium, que significa «abstención de hablar, o bien falta u omisión de algo por escrito». La primera vez que apareció en un texto inglés la palabra «silencio» fue en 1225, y apareció en el texto Ancrene Riwle, escrito a petición de tres anacoretas de la nobleza: «En el silencio y en la esperanza residirá nuestra fortaleza».2 El diccionario dice que es «la abstención de hablar o la falta u omisión de algo por escrito», y que el estado o la condición que se desprende de ello es el mutismo, la reserva y la circunspección.3 Este significado inicial parece imprimir un sesgo muy negativo a la palabra, aunque también dice que es «la falta de ruido o una pausa musical», y eso ya resulta más atractivo, ¿verdad?

¿Dónde se impone este límite entre el mundo visible y el mundo auditivo? Y si existe un límite de esta envergadura, ¿cuál es y dónde está? Uno puede cerrar los ojos para entrar en el mundo auditivo y, por consiguiente, abandonar el visual, pero es muchísimo más difícil aislarnos del mundo de los sonidos. Si pensamos en el sonido, veremos que es una imposición, y, como señala el escritor británico Robert Macfarlane en Bajotierra: un viaje por las profundidades del tiempo: «No podemos ver lo que hay detrás de nosotros, pero sí podemos oír lo que hay detrás. Desde cualquier dirección, el sonido fluye hacia nosotros».4 Estamos tan inmersos en las palabras que el simple hecho de permanecer en silencio sentado junto a otra persona ya resulta de por sí incómodo. En el siglo xix, el filósofo y teólogo Søren Kierkegaard escribió que, si fuera médico y tan solo pudiera recetar un único remedio para curar todos los males del mundo, recetaría el silencio: «Y, aun cuando se proclamara el remedio con toda su amplia y estridente parafernalia para que se oyera por encima de todos los demás ruidos circundantes, solo por eso mismo ya dejaría de ser la Palabra de Dios. Por consiguiente, ¡cultivad el silencio!».5

Ahora bien, ¿por qué anhelamos tanto el silencio? ¿Qué hay en nosotros que necesita tanto el silencio? El silencio potencia sin duda nuestra capacidad de atención, y representa una pausa y un descanso de todos los estímulos que nos aporta el mundo exterior. No cabe duda de que el ruido y el silencio están inextricablemente unidos entre sí, como lo puedan estar el ying y el yang. Pero… ¿en realidad valoramos el silencio como una mera ausencia de sonido? A mí no me lo parece, la verdad. Creo que el silencio es algo mucho más importante. Como observó Mahatma Gandhi: «A menudo me he planteado que quien busca la verdad tiene que permanecer en silencio».6 Para mí, esta idea es de una lógica aplastante, porque ¿cómo vamos a crecer interiormente si vivimos distraídos continuamente por el ruido exterior? El silencio impide que nos precipitemos en nuestros juicios. Como dijo el filósofo Ludwig Wittgenstein en la última frase de su Tractatus logico-filosoficus: «De lo que no se puede hablar, hay que callar».7 Para descubrir la unidad y la conexión que existen en toda la creación, uno tiene que experimentar lo que es estar solo y aislado. Aprendiendo a valorar el silencio y los beneficios que este aporta es cuando uno aprende a escuchar de verdad; y cuando uno escucha de verdad, empieza a oír. Cuanto más capaz es uno de escuchar, más capaz se vuelve de oír mejor a los demás, y de hacerlo con compasión y amabilidad. Suele ser habitual que la persona que está pasando por un duelo, o ha recibido una mala noticia, lo único que necesite es alguien que la escuche. Las palabras sobran, y en realidad son de lo más inapropiado; aportar soluciones en estos casos es lo último que la persona desea oír. Es la escucha lo que es importante.

Realizar tareas cotidianas en silencio nos ancla más en el presente. Como citó el psicólogo y guía espiritual Ram Dass: «Cuanto más silencio observemos, más cosas seremos capaces de oír».8

Encontrar el silencio no siempre es fácil, porque tenemos que competir no solo con los sonidos exteriores, sino también con ese constante diálogo interior que juzga, analiza, compara y va cuestionando todas las cosas. Pero si somos capaces de cruzar bajo ese bombardeo de ideas, comprenderemos que existe un lugar tranquilo que sin duda alguna vale la pena ir a buscar.

¿Cómo nació este libro?

El silencio siempre ha sido, y sigue siendo, un tema muy esquivo; hay quien se siente atraído por él por su propia naturaleza, pero también hay quien se resiste. Hay lugares que parecen silenciosos y apacibles, mientras que otros carecen de esas características por muy silenciosos que sean. Esta clase de quietud parecía ser cada vez más rara y ocasional, hasta que tuvimos que pasar por la cuarentena de la pandemia en la primavera de 2020. De repente, sin aviones que surcaran el cielo y con muchísimos menos coches de lo habitual circulando por la calzada, el silencio, incluso en Londres, se fue convirtiendo en algo real y palpable. Era como si nos hubieran concedido un lapso de tiempo para valorar el silencio y, como consecuencia, empezar a considerarlo no solo una ausencia, sino también una presencia. Ya sabemos que ese período no duró mucho, pero la posibilidad de que pudiera existir una ciudad más silenciosa se reveló ante nuestros propios ojos.

Ni aun queriendo habría encontrado yo un momento mejor para sumergirme por completo en la escritura de este libro sobre el silencio que durante el período de la cuarentena, aunque lo cierto es que esa cuarentena para mí fue como vivir un día más sentada a mi escritorio, salvo que rodeada de un mayor silencio. Muchas personas descubrieron que les resultaba muy difícil concentrarse durante ese tiempo, y así se dieron cuenta de lo importante que es incluso interactuar en silencio, por medio del contacto visual, con los extraños. Es difícil saber si nuestra conducta cambia cuando no tenemos compañía. Sospecho que todos cambiamos algo cuando estamos solos; y con el aislamiento y la soledad a que nos vimos forzados por la cuarentena, creo que he terminado convirtiéndome en una persona más ermitaña y antisocial que antes. En mi caso tuve suerte, porque pude dedicarme a escribir, leer y pintar durante esa época; habría sido mucho más fácil desperdiciar todos mis días leyendo chistes, viendo Netflix y reuniéndome con la gente por Zoom.

En cualquier caso, voy a mostrarte los beneficios (físicos, psicológicos y prácticos) que tiene este silencio revelador y su inclusión consciente en nuestras vidas. Una de las cosas que me propongo hacer es inspirar a los demás para que consideren el silencio como nunca antes lo habían hecho. He hablado con músicos, leído sobre ermitaños, estado en retiros, experimentado el silencio en el desierto, contemplado pinturas y observado obras de artistas que creo que despiertan en nosotros una profunda sensación de silencio. Esta ha sido mi elección, una elección muy limitada con la que quizá algunos se muestren en desacuerdo conmigo.

Vivo en Londres, que es una ciudad ruidosa, pero llevo ya cincuenta años disfrutando de la suerte de poder viajar mucho. A lo largo de estos años que he dedicado a viajar he observado las costumbres y los rituales de muchas culturas. Dirigir la librería Travel Bookshop durante más de treinta años también me dio la oportunidad de conocer y hablar con una gran diversidad de viajeros y escritores, y de aprender muchas cosas sobre las tradiciones de los lugares a los que todavía no había ido. Mientras estuve dirigiendo la librería a jornada completa, no se me presentaron demasiadas oportunidades para poder viajar, pero al cabo de unos años ya pude emprender mis viajes, y entonces fue cuando empecé a pintar en serio. Encuentro que este acto tan solitario de pintar es una preciosa manera de sumirme en el silencio (porque nada de lo que me rodea importa). Tan solo estamos presentes el cuadro, el paisaje y yo.

En lugar de juzgar negativamente el ruido, quizá deberíamos empezar por adoptar una actitud más positiva acerca del silencio. Como ya señaló el filósofo griego Sócrates, el secreto de la felicidad no se halla en buscar más, sino en desarrollar la capacidad que tenemos de disfrutar con menos.9 Nuestra vida es corta, y viene marcada por el silencio: todos venimos de un silencio y, con la llegada de la muerte, partimos hacia otro silencio.

¿Quién necesita silencio?

¿Quién necesita silencio? ¡Todos necesitamos silencio! El ruido es cansino, y el ruido constante es agotador. En la ciudad vivimos rodeados de ruidos. Pero es que, además del consabido estrépito de la ciudad, ahora vivimos pendientes de los teléfonos móviles y las redes sociales, y eso dura toda la jornada. A los que no estén familiarizados con el silencio, este libro les mostrará las ventajas que tiene y el modo de encontrarlo en los lugares más insospechados. A los que ya hayan iniciado su andadura espiritual, quizá encuentren algunas de las propuestas inesperadas e imprevisibles en lo que respecta a su búsqueda del silencio. Y a los que el aislamiento de la cuarentena les resultó sobrecogedor, espero que encuentren algunos consejos útiles sobre cómo transformar la soledad y el aislamiento entendidos negativamente y convertirlos en una soledad positiva.

Resumen del libro

El silencio es algo que cada vez encontramos con más rara frecuencia, y eso es algo que impone. Toda creación de la imaginación necesita un cierto grado de silencio, y a medida que el mundo se vuelve más ruidoso, parece que corremos el riesgo de perder este producto tan valioso y que, sin embargo, es gratuito. Tenemos que empezar a plantearnos muy en serio lo que vamos a perder si ignoramos nuestra necesidad de silencio. Al mirar atrás podríamos decir que el silencio siempre ha importado, pero que ahora importa más que nunca, porque vivimos en un mundo cada vez más frenético y gobernado por el ruido. Por el bien de nuestra salud mental, creo que el silencio debe reclamar su propio espacio en nuestras vidas y que, para ello, debemos analizar este «arte perdido» y reconectar con él.

He organizado el libro en seis partes. En «Experiencias vitales» introduzco el papel que el silencio ha desempeñado en mi vida personal, así como en la de otros personajes muy conocidos que decidieron embarcarse en su propia búsqueda del silencio. En «El concepto del lugar» se observa el silencio desde la perspectiva del entorno (nuestra relación con la naturaleza, la majestuosidad del desierto e incluso las estructuras creadas por el hombre, como las ruinas y los edificios históricos, capaces de ampliar o inspirar lo quedo). En «La espiritualidad» se contempla la relación que existe entre el silencio y algunas de las tradiciones espirituales, religiones y prácticas que han pervivido a lo largo de la historia. En «Las artes» se repasa el modo en que los escritores, los artistas y los creadores se inspiraron en el silencio y lo utilizaron en su obra. En «Las vertientes oscuras del silencio» se constata la presencia del silencio en tiempos de guerra y se habla de que también puede usarse como medida de castigo. Y, finalmente, en «De aquí en adelante», se aporta material para poder reflexionar sobre la experiencia y la aceptación del silencio en la vida, sobre lo que implica ceder a la curiosidad y ser consciente tanto de los momentos más tranquilos como de los más ruidosos de la vida.

EXPERIENCIAS VITALES

1. Mi silencio

De pequeña, en ocasiones me negaba rotundamente a hablar. Mi decisión de no hablar era temporal, y no tenía nada que ver con el mutismo, pero nunca llevaba las de ganar, porque guardando silencio no conseguía lo que quería. Me resultaba insoportable tener que ir a las consabidas fiestas de la primera adolescencia que se celebraban durante las vacaciones escolares. Sin embargo, mi madre se mostraba tan inflexible obligándome a ir que terminamos celebrando una especie de ritual en casa antes de acudir a cada una de esas fiestas por el que yo me encerraba en el baño y gritaba hasta desfallecer protestando porque no quería ir. Mis protestas no es que fueran precisamente silenciosas, aunque, considerándolo bien, los gritos resultaban silenciosos, porque nadie les prestaba la más mínima atención. En la adolescencia tenemos una gran conciencia de nosotros mismos, y, en mi caso, si no quería asistir a esas fiestas, era porque no me apetecía que se dieran cuenta de que me faltaba un brazo, y aún menos tener que dar explicaciones sobre lo que me había sucedido. Yo creía que, si manteníamos en secreto que tenía un solo brazo, conchabada con mi familia, el mundo real no tendría por qué enterarse. Tengo que decir que, en general, el silencio y la negación me funcionaron bastante bien.

Tuve un cáncer a los diez años (un sarcoma sinovial en los tejidos blandos del codo); y en 1957, en la edad oscura de los tratamientos contra el cáncer, decidieron que era necesario amputarme el brazo izquierdo. Detestaba tanto los comentarios relacionados con mi brazo que ni siquiera supe que padecí un cáncer hasta que terminó mi adolescencia. Todavía recuerdo un viaje en coche en que tuve que forzarme a mí misma a preguntarles a mis padres por lo que había sucedido con mi brazo. Cuando estábamos a punto de llegar a casa, les espeté: «¿Qué me pasó en el brazo?». Sabía que habían tenido que amputármelo, por supuesto, pero como nadie de mi familia ni de mi escuela tocaba el tema, yo ignoraba cuáles fueron los motivos. La reacción de mi madre fue de sorpresa por no haberme decidido a preguntar antes. Y cuando empezó a contarme lo que me había sucedido a los diez años, me di cuenta de que no quería que parara, que me lo dijera todo, hasta el más mínimo detalle.

Volviendo a esas fiestas de mi adolescencia de las que ni una sola de mis rabietas en el baño me libró, diré que, tras quedarme agotada de tanto llorar y de que mis padres consiguieran con buenas palabras que saliera de mi encierro, me veía obligada a ir al terrible evento. Nada más llegar a la fiesta, me quedaba de pie, junto a la pared, en el otro extremo de la zona donde se bailaba, con la cara surcada de lágrimas y esperando que mis padres vinieran a recogerme para llevarme de vuelta a casa. Me quedaba ahí de pie, vistiendo con decisión mi chaqueta de punto blanco y mis calcetines cortos de color blanco, temiendo que alguien me pidiera para bailar y odiando estar llamando la atención por el mismo hecho de no haber salido a bailar. La pregunta que más temía era por qué no me quitaba la chaqueta. Tenía la esperanza de que, si me la dejaba puesta, podría disimular mejor el hecho de que tenía un solo brazo, y también esperaba que los calcetines cortos de color blanco evitaran que los demás me consideraran una adulta. Quería estar a salvo sintiéndome una niña, y no quería embarcarme en lo que yo creía que era un terrorífico y larguísimo viaje hacia la edad adulta.

Además del terror de tener que verme rodeada de un buen número de extraños que podrían hacerme preguntas sobre mi brazo, en esas fiestas también había chicos, y yo no tenía ni idea de las cosas que podías hablar con los chicos. Tenía un hermano, eso sí, pero como él era cinco años menor que yo, no me servía como modelo de conversación. En lo que a mí respectaba, los chicos eran seres procedentes de otro planeta, y yo vivía con el temor de que quizá esos extraterrestres se pusieran a hablar de mi brazo. Acababa de enterarme, por un chico que solía ir a estas fiestas, que su madre le había dicho que me faltaba un brazo y que, por lo tanto, se mostrara muy amable conmigo. «Ser amable conmigo» para mí significaba que me pediría para bailar, y que también se lo pediría a otras dos chicas más que la señora había elegido para que su hijo las tratara con deferencia: la anfitriona y la niña más alta de la reunión. Si hubiera sabido que esta era la razón por la cual me sacaba a bailar, creo que nada de este mundo habría logrado sacarme de mi encierro en aquel baño.

El silencio relacionado con todo lo referido a mi brazo presidió toda mi adolescencia y los años que pasé en el internado. Sentía que el silencio me protegía, y la cosa funcionó. Durante los cinco años que pasé en el colegio, nadie me hizo ni una sola pregunta sobre mi brazo. Por eso el silencio se convirtió en mi aliado. Si este enfoque es acertado o no es discutible, pero a mí me funcionó. Solo empecé a cuestionarme el enfoque de silenciar las cosas la primera vez que fui a Estados Unidos, cuando ya tenía veintidós años. En este país, lo más natural era que la gente te preguntara, sin ninguna clase de temor, lo que te había pasado en el brazo, abandonando esa reserva que es tan característica de Inglaterra. Quizá fuera porque ya había llegado el momento de hablar de eso, pero, en cualquier caso, para mí representó un enorme alivio. El silencio que envolvía todo este asunto había terminado.

En las familias puede haber temas tabú, que es todo eso de lo que nunca se habla, como, por ejemplo, la muerte de un niño. El hecho de que nunca se saque a colación el tema significa que, al envolver de silencio lo prohibido, hacemos un paquete que no puede abrirse bajo ninguna circunstancia, y que se convierte en un terrible secreto. Como consecuencia, el silencio que se va formando en torno al tema se va volviendo venenoso, como una úlcera sin puncionar. Y, cuanto menos hablamos del tema, y más silencio guardamos, más nos cuesta abordarlo como un tema propiamente dicho. En mi caso en particular, si no fui capaz de hablar de ello, ni preguntar por qué tenía un solo brazo durante casi diez años, hasta que cumplí los veintiún años, fue porque sentía que ese tema ya se había salido de madre, y pensaba que ya no era posible hacer preguntas sobre lo que me había pasado. Sin embargo, lo cierto era que consideraba que el silencio era mi aliado. Y podía fingir que, como nadie me hacía ningún comentario sobre el brazo que me faltaba, probablemente nadie se habría dado cuenta.

El silencio evitativo es una clase de silencio (un silencio que me funcionó muy bien durante un tiempo). Ahora bien, existen muchas otras variantes. Y estas distintas variedades son precisamente las que quiero explorar en este libro.

Los intensos momentos de la falta de ruido

Durante muchos años, si alguien me preguntaba cuál era el lugar del mundo al que más me apetecía ir, yo siempre respondía que a la Antártida, y en marzo de 2005 tuve la suerte de poder hacerlo. Fueron los azules y los turquesas de los icebergs los que, como pintora que soy, me cautivaron de entrada, pero si algo me llevé de allí fue el silencio. Un silencio de un sonido profundo. La Antártida puede ser increíblemente ruidosa; los icebergs se desprenden sin cesar, y los motores de las embarcaciones son ruidosos. Aunque el ruido no es precisamente de lo que eres consciente en esos momentos, cuando cesa, te das cuenta de su repentina ausencia y notas el maravilloso silencio que todo lo envuelve.

Fue en la Antártida donde experimenté el silencio más profundo de toda mi vida. Unos pasajeros se bajaron del rompehielos ruso en el que íbamos y se subieron a unas lanchas inflables para serpentear entre unos icebergs de múltiples tonos azulados. En un momento dado, se apagaron todas las máquinas; nos quedamos quietos y en silencio total, y entonces empezó a nevar. Tuve una sensación de completitud absoluta. Han pasado varios años, pero todavía soy capaz de rememorar esa sensación de conexión y de totalidad, porque ese fue uno de los momentos más profundos de mi vida. Creo que estas experiencias reciben el nombre de «experiencias cumbre», término que francamente me hace sentir un tanto incómoda. Quizá porque la decepción puede ser brutal. De todos modos, yo viví esa experiencia en la Antártida. Sí, es cierto que tuve que mostrarme abierta para vivirla, pero como en realidad no esperaba sentir nada igual, tampoco salí decepcionada. De hecho, las secuelas que me dejó fueron una profunda sensación de paz.

Probablemente me resultaría imposible recrear estas circunstancias tan especiales. Aunque tuviera el tiempo, la energía y el dinero suficientes para regresar a la Antártida, las probabilidades de que empezara a nevar justo en el momento adecuado serían francamente remotas. El recuerdo que me quedó, de todos modos, es precioso. Y creo que eso puede aplicarse a casi todas las variantes del silencio. Estamos tan acostumbrados al ruido que nos rodea (sobre todo los que vivimos en una ciudad) que, a menudo, cuando de repente ya no está, es cuando nos percatamos de él. Incluso el campo puede llegar a ser ruidoso con toda la maquinaria agrícola, los coches y los animales que hay; sin olvidarnos, por supuesto, de la omnipresente aviación. Tras la erupción del volcán islandés Eyjafjallajökull en 2010, que provocó que una nube de ceniza no permitiera sobrevolar el espacio aéreo, muchos comentaron lo maravilloso que estaba todo en silencio. Por desgracia, esta especie de quietud generalizada es irrepetible.

Conservo otro recuerdo indeleble de la quietud de la nieve, aunque en esa ocasión me encontraba en una ciudad. La primera vez que fui a Nueva York fue en enero de 1969. Poco después se desató una gran tormenta de nieve, y la ciudad quedó prácticamente paralizada. No se podía circular, y para ir a cualquier parte tenías que ir andando, rodeada de una amortiguada quietud. Me resultaba increíble que algo así pudiera pasar en una ciudad del tamaño y la importancia de Nueva York. Recuerdo haber recorrido la silenciosa ciudad a pie, bajo la nieve, llevando conmigo los zapatos de vestir que debía ponerme para asistir a una fiesta que daban en el famoso club nocturno El Morocco. Por supuesto, ese silencio no duró demasiado (por no hablar de las sirenas de la policía como ruido de fondo), pero mientras la nieve seguía cayendo, todo permanecía en silencio.

Las búsquedas adecuadas del silencio

Hasta el siglo xix caminar fue la única manera de desplazarse, fuera para ir al trabajo, a la escuela o para hacer recados. También era la manera de escapar del abigarramiento en que la gente vivía. Durante la cuarentena de la COVID-19, las caminatas recuperaron su perdida fama y pasaron a convertirse en la escapatoria más habitual y necesaria a la monotonía, porque era una de las pocas actividades que estaban permitidas. Caminar es algo que solemos relegar al ámbito del ocio; por eso existen tantas organizaciones dedicadas al senderismo, al excursionismo y a los paseos.

Sin embargo, caminar también puede ser una escapatoria. Cuando camino sola, no tengo que conectar con los demás, puedo estar sola y en silencio. El académico británico G.M. Trevelyan afirmaba que, para poder disfrutar de un buen paseo, deberíamos hacerlo en soledad, porque cuando estamos solos podemos ir a nuestro propio ritmo y somos libres de detenernos en el lugar y en el momento que queramos. Hablar con otra persona mientras se camina podría alterar «la armonía establecida entre el cuerpo, la mente y el alma»,1 escribió Trevelyan. Para el poeta John Clare, caminar en soledad le permitía observar mejor la belleza de los parajes naturales. Clare solía llevarse un libro en sus paseos, detalle muy común entre los caminantes, que van a leer a lugares solitarios. Encontrar un lugar apartado para leer al aire libre en el centro de Londres puede convertirse en todo un reto, pero sus cementerios (el de Kensal, Green, Highgate, Brompton y Margravine) son garantía de silencio, y buenos lugares a los que ir tanto para leer como para pasear. De todos modos, y aunque no albergue ningún cementerio, tengo la gran suerte de vivir cerca del parque Battersea, un espacio verde de doscientos acres que está en pleno centro de Londres y en el que siempre es posible encontrar algún recodo tranquilo. El historiador británico David Olusoga acude a los cementerios para visitar la tumba de la persona sobre la que escribirá y así poder entrar en contacto con ella en silencio.

El ritmo pausado con el que uno camina es ideal para la reflexión, puede servir para aclarar las ideas y es un buen caldo de cultivo para la creatividad. «Voy a sacar al perro a pasear» debe de haber sido una de las excusas más manidas para salir de casa y estar solo. El perro es un compañero fantástico y, en general, es silencioso. Caminar, por otro lado, es muy saludable. En Los trazos de la canción, el gran viajero y escritor Bruce Chatwin mencionaba a los pintupi de Australia, una tribu que daba gran importancia al hecho de tener unas piernas fuertes.2

Asimismo, practico la natación con regularidad, tarea fácil de hacer en silencio. Hay personas que consideran la natación una actividad social, pero yo no me lo planteo así, y practico la natación como un deporte en solitario. Es verdad que hay ruidos en el entorno, pero resulta muy fácil aislarse de cualquier estímulo externo. Disponer de un momento de callada contemplación dentro del agua puede resultar francamente inspirador. Tenemos un buen ejemplo de ello en Diarios del agua, el maravilloso libro del ya desaparecido Roger Deakin sobre la natación en Gran Bretaña que fue producto de una idea que le sobrevino mientras estaba nadando en su foso particular y contemplando con atención unas ranas.3

Navegar y pescar también son búsquedas de carácter solitario. En El perfecto pescador de caña, Izaak Walton describe la pesca como una ocupación que está en profundo contraste con la del abogado o el estadista. Un pescador puede sentarse en «las riberas florecientes de prímulas, oír los pájaros cantar y embargarse de tanta quietud como la que aparentan estos arroyos plateados que vemos deslizarse ante nosotros».4 A pesar de que yo no me dedico a la pesca, valoro mucho poder sentarme en silencio a la orilla de un río y dejarme embargar por el entorno. En 2017, una amiga mía alquiló un caserón en Sutherland para celebrar que cumplía setenta y cinco años. Además de invitar a sus tres hijos, con sus parejas respectivas y sus seis nietos, también había invitado a otros amigos que no formaban parte de su familia, grupo en el que me contaba yo. Pescar era el principal propósito de esa fiesta, pero, como yo no pescaba, me senté encantada a dibujar en silencio a la orilla del río.

En una ocasión me apunté a un curso de pintura de iconos de una semana de duración que organizó la Escuela Universitaria de Bellas Artes y Conservación de West Dean, en Sussex. A pesar de que nunca me había planteado pintar iconos, vi por casualidad la oferta del curso publicada en el folleto de la escuela universitaria y me llamó mucho la atención. Curiosamente terminaría siendo una de las experiencias más gratificantes que haya vivido jamás. Solo seis estudiantes tuvimos la inmensa fortuna de tener como profesor al célebre pintor de iconos Aidan Hart. Hart nunca había dado clases anteriormente en la escuela West Dean, y nunca más volvería a dar clases en ese centro. Hart llevaba viviendo seis años como un ermitaño en Shropshire, sintiendo que cuanto más se entregaba a la oración, más se estaba entregando al silencio; pensando que cuanto más profundamente viajaba hacia su interior, más sentía que estaba penetrando en el misterio de Dios: «Como ermitaño que soy, solía sentarme un par de horas dos veces al día para intentar orar en silencio. Durante los primeros años, la mayoría de las veces solía verme frente a frente no con Dios, sino conmigo mismo, con todos mis ruidos, mi fragmentación, mis distracciones, mis fachadas… Hasta el día que vi el brillo de una luz». Pintar un icono es una meditación. En palabras de Hart diríamos: «Como pintor de iconos, pinto rostros. No pinto un sistema filosófico, sino que pinto personas. Mi obra está hecha de personas que miran a otras personas, en contemplación y, por consiguiente, y en cierto sentido, en silencio. Las palabras tienen significado solo cuando son un medio de conectar en lugar de servir para rellenar un espacio. Para mí, el contenido del silencio es una relación».5

Este curso del que hablo tan solo duró cinco días; es decir, que repasamos por encima lo que significa ser un pintor de iconos. Durante el primer año, el estudiante solo se dedica a barrer el suelo y, cuando llega al segundo curso (también de un año de duración), ya se le permite pintar cejas. Nosotros, en cambio, tuvimos que embutir todo ese contenido en unos pocos días. Esa semana, la mayor parte de la cual transcurrió en silencio, resultó ser como una profunda meditación. Tenía que ver con la concentración absoluta que es necesaria cultivar (un atisbo de la vida inmersiva que llevaba un pintor de iconos comprometido con su tarea). Tengo un icono pintado en un trozo de madera de deriva hecho por un monje que actualmente reside en el Monte Athos. Cuando lo contemplo, me provoca una intensa sensación de continuidad, me vincula con una tradición antigua.

Mientras iba escribiendo este libro iba pensando si no existiría alguna manera de intentar pintar el silencio. Me gustaría muchísimo hacerlo, pero el proceso me intimida. Por eso, una de las cosas que he empezado a hacer ha sido copiar pinturas que considero silenciosas y, aplicada ya a la tarea, sumergirme en el mundo de su pintor.

Siempre me han fascinado los libros sobre alpinismo, aunque ni remotamente me haya entrado jamás el gusanillo de practicarlo, pero encuentro los relatos que escriben los alpinistas cautivadores, y leerlos en silencio, y a salvo de todo peligro, es una experiencia que te absorbe por completo. Navegar también puede ser un deporte solitario (una persona se enfrenta a solas con los elementos). Curiosamente, la mayoría de los navegantes que emprenden travesías de larga distancia no son muy dados a la introspección, a excepción de Bernard Moitessier, que aborrecía la comercialización de esta clase de travesías marítimas. En su libro El largo viaje, califica la travesía marítima de viaje espiritual.6 Aun sin ser alpinista ni navegante, uno puede dejarse embargar por el espíritu silente de estas actividades indirectamente, leyendo como lo hago yo, que ya de por sí es una experiencia solitaria.

Otra búsqueda del silencio, sin duda alguna, es la práctica de la meditación. En junio de 2019 fui a un retiro de silencio budista que se celebraba en España, llamado «Amar la conciencia», que dirigían Jack Kornfield, un maestro de budismo Theravada de nacionalidad estadounidense, y su esposa, la maestra de Dharma Trudy Goodman. Éramos unas treinta personas en total, un número curiosamente reducido, tratándose de uno de los famosos retiros que organizaba Jack. La primera pregunta que el maestro nos hizo fue: «¿Cómo vas sorteando el mundo individualmente?». Kornfield nos explicó que todas las culturas antiguas que amaban la sabiduría siempre habían destinado un tiempo a los recesos (a veces, en el desierto y, en otras ocasiones, en un bosque), y planteó la necesidad de encontrar ese tiempo sagrado para saber vivir con sabiduría. Trudy añadió que, en toda vida espiritual, el silencio siempre se convierte en tu mejor amigo. Lo irónico fue que la sala en la que los participantes nos reuníamos nunca estaba en silencio: o bien rugía el aparato de aire acondicionado, o bien las ventanas abiertas dejaban que se colaran en el interior los ruidos del exterior (algunos de ellos agradables, como el repiqueteo de unas campanas o el canto de los pájaros, pero otros, como el tráfico o las voces humanas, muy invasivos).

La experiencia de meditar en grupo es muy distinta; la calidad del silencio resulta más densa y envolvente. Jack se había formado como monje en Tailandia, Birmania y la India antes de cofundar la Sociedad de Meditación del Conocimiento en Barre, en Massachusetts, en 1975, y el Centro de Meditación Roca Espiritual en Woodacre, en California, en 1987. El retiro «Amar la Conciencia» se celebraba en la abadía de Santa María de Montserrat, en Cataluña, a una hora de distancia de Barcelona. La abadía es conocida por albergar la Virgen Negra de Montserrat, que es la santa patrona de Cataluña. Esta virgen se encuentra situada sobre el altar del monasterio, y siempre se forman largas colas de gente que espera para poder verla. Unos sesenta monjes residentes en la abadía han de lidiar a diario con los autocares llenos de turistas hasta las cinco de la tarde. Cuando el gentío se marcha, el monasterio recupera la paz. En la basílica, los cánticos benedictinos se ejecutan a lo largo del día de manera habitual. La iglesia actual se construyó en el siglo xix, aunque se conoce que ya había monjes viviendo en este emplazamiento desde el siglo xi. A pesar de su destrucción a manos de las tropas de Napoleón, que combatieron en ese enclave durante la guerra de Independencia, y de su clausura durante la guerra civil española, parece haber existido siempre cierta continuidad espiritual en el monasterio. En tiempos de Franco, a mediados del siglo xx, incluso llegó a convertirse en refugio de artistas y escritores.

El retiro que hice en España también fue una de las primeras experiencias que tuve de comer en silencio. Nos dijeron que no nos comunicáramos entre nosotros, ni siquiera por gestos, mientras duraran las comidas. Tengo que confesar, de todos modos, que alguna que otra mirada inteligente sí nos cruzamos en el comedor, porque la comida, que consistía en tomar arroz y ensalada a diario, era de una monotonía aplastante. Alguna vez he leído que las personas que acuden a un retiro silencioso sienten que terminan conociendo mejor a sus compañeros de curso por el hecho de haber compartido con ellos su silencio, y que esta conexión silenciosa se convierte en el vínculo que los une a todos. Arquear las cejas de puro asombro, gesto que quizá queda fuera de lugar en todo retiro espiritual, ¡eso sí era unificador! Comer en silencio tiene como objetivo que seas más consciente de lo que estás comiendo y que sepas apreciarlo mejor, pero, en mi caso en concreto, yo no veía el momento de poder escaparme del restaurante a la primera oportunidad. La conversación, que nos habría entretenido a todos, sin duda alguna habría convertido esa comida insulsa en un ágape más sabroso. La mayoría de las noches, tras esas insípidas y silenciosas cenas, iba al bar y pedía una copa de vino tinto, que luego me tomaba allí mismo a solas. Me sentía como una colegiala traviesa, porque tenía la sensación de que todos me miraban al pasar de camino a sus habitaciones. No había roto el código de silencio, pero… ¿estaría traicionando el espíritu del retiro? ¡Qué más da! No entendía qué estaba haciendo allí, y empezó a darme rabia que tuviera que sentirme culpable por tomar una copa de vino. ¿Era un acto de rebelión por mi parte, o me estaba convirtiendo en una de esas alcohólicas que no son capaces de pasar ni una sola noche sin tomar una copa de vino tinto? Da igual, pero… ¡qué rabia me dio!

No hay duda de que en silencio se forman vínculos y conexiones entre los miembros que participan de un retiro, aunque solo fue de regreso a casa, tomándonos unas cañas en el aeropuerto de Barcelona (¡qué alivio descubrir, por cierto, que yo no era la única que bebía!), cuando nos presentamos debidamente los unos a los otros y nos dijimos nuestros nombres. Conectar en el silencio durante un retiro es un fenómeno de carácter universal. En la mayoría de los monasterios, los monjes comían en silencio, pero casi siempre había alguien que les leía en voz alta durante los ágapes. ¿Sería para distraerlos de la comida, que probablemente debía de ser muy monótona? Ronald Rolheiser, canadiense de nacimiento y oblato de María Inmaculada (OMI), participó en una ocasión en un retiro ignaciano de silencio absoluto junto a otros sesenta participantes. Al término de los treinta días que duró el retiro, todos los participantes sintieron que se conocían más a fondo que si se hubieran dedicado a hablar entre ellos. El silencio, escribió Rolheiser, «es un idioma poderoso, más fuerte que las palabras».7

La práctica del silencio

Durante estos últimos años me he dedicado a buscar practicantes inusuales del silencio con el propósito de escribir este libro. Di con una de ellas en octubre de 2018. El día señalado llegué a la iglesia de San Jaime, situada en Piccadilly, en Londres, una hora antes del comienzo del evento previsto (con las entradas ya agotadas) del croata Braco, el Observador. La cola daba la vuelta al atrio de la iglesia, y los miembros de su equipo iban filmando. Había gente que venía de Australia y de Estados Unidos, y también de Francia, Alemania, Hungría e Irlanda. Cuando todos nos acomodamos en la iglesia, una mujer con un tono de voz bastante estridente nos contó que Braco le había cambiado la vida, y que también había cambiado la vida de muchas otras personas. Tras la charla, venía el pase de una película sobre Braco titulada El poder del silencio. Sin embargo, hubo algún que otro fallo con la tecnología, y el pase de la película se demoró muchísimo. Cuando al final pudieron empezar, el sonido, por desgracia, estaba distorsionado. Antes de detenerse en el personaje de Braco, transcurrían unos veinte minutos de película en los que varias personas, entre las que reconocí a la modelo Naomi Campbell, hablaban en pantalla. Todas habían visto la película y comentaban lo maravillosa que les había parecido. Esta producción sigue los pasos del silente Braco por todo el mundo: caminando por la playa, a orillas de distintos ríos, paseando por las aceras y apareciendo ante públicos muy numerosos. También le hacen una entrevista a su madre, y a otras muchas personas, y muestran fotografías de su mujer y su familia.

Hace veintidós años, según se relata en la película, Braco descubrió que tenía el poder de ayudar a los demás. Braco se queda en pie sobre un podio y contempla al público en silencio. Muchos de los que captan su mirada notan una sensación de profunda paz que los libera de toda tensión; y no son pocos los que afirman haberse curado. Braco no se considera un sanador, y no es postulante de ninguna teoría, filosofía o mensaje alguno. No habla en público desde 2004, y nunca ha concedido una entrevista a los medios de comunicación. En 2012 Braco recibió en Nueva York el Poste de la Paz que otorga la Sociedad de las Plegarias por la Paz Mundial y cuyo lema es el siguiente: «Que la paz impere sobre la Tierra». Entre los destinatarios de este símbolo del Poste de la Paz podemos citar a la Madre Teresa, al Dalái Lama y al papa Juan Pablo II.

Cuando al final Braco apareció sobre el podio, la gente se abalanzó hacia él, y yo me vi forzosamente relegada a la última fila. Era obvio que me faltaba el empuje que demuestran los devotos. Sin embargo, alcancé a verle los ojos, y he de decir que sí, que sentí como si me estuviera mirando directamente a mí, aunque no noté ninguna oleada de paz ni de bienestar. Puedo asegurar que, cuando Braco se queda en pie en el podio, es capaz de mirar a los demás sin parpadear durante diez minutos seguidos. Y, quizá por la falta de contacto humano que padecemos, el mero hecho de sentir que alguien nos está mirando cubre en parte esta necesidad humana que sentimos todos. Al cabo de diez minutos, Braco abandonó el escenario y se marchó de la iglesia. Al salir del recinto, me regalaron, a mí y a todos los participantes, claro, una rosa blanca sin espinas, que logró sobrevivir a mi viaje en autobús de regreso a casa. A diferencia de muchas de las rosas que compramos en la floristería, la mía se abrió al día siguiente.

Otra ocasión en la que fui en busca de silencio fue cuando me apunté a un seminario de formación de cuatro días denominado «Presencia en la quietud» y que estaba destinado a terapeutas. El curso se celebraba en pleno campo, en el condado de Sussex. Era una experiencia completamente nueva para mí. La mayoría de los asistentes eran terapeutas neosacrales interesados en refrescar la técnica y conseguir alcanzar el número de horas supervisadas necesarias para ejercer. Entre las veintiuna mujeres y los tres hombres que había apuntados, solo cuatro de nosotros no éramos terapeutas. El tema me angustió un poco de entrada, y mientras contemplaba a todas esas personas tan serias y comprometidas con su labor que estaban reunidas conmigo en la sala, me pregunté qué estaba haciendo yo allí. Sin embargo, el facilitador, un personaje muy famoso llamado Mike Boxhall, ya fallecido, me aseguró que yo era tan humana como cualquiera de los demás, y eso me tranquilizó bastante. Las sesiones se impartían en Cowdray Hall, y Mike empezaba cada día con una meditación seguida de una breve charla. A continuación, nos decía que buscáramos pareja. Uno de los dos miembros de la pareja se tumbaba en una camilla, completamente vestido, y el otro ejercía de practicante. La sesión duraba unos cincuenta minutos, y al concluir, la persona que había ocupado la camilla compartía la experiencia vivida y lo que había sentido bajo la suave manipulación de una persona que solo estaba pendiente de ella. A veces, el practicante dedicaba toda la sesión a los pies de la otra persona, y en otras ocasiones se ocupaba de la cabeza o de los hombros del paciente. Estábamos practicando la terapia craneosacral, que se realiza en un silencio prácticamente absoluto, aunque si uno se siente incómodo, puede decirlo tranquilamente. Esos cuatro días hicimos tres sesiones completas y fuimos cambiando de pareja. La sensación que tuvimos (al menos en mi caso), tanto al desempeñar el papel de practicante como el de paciente, fue la de estar inmersos en un profundo silencio. La quietud no es producto de una acción, sino ese punto en nuestro propio centro que está presente en todos nosotros. Es lo que T.S. Eliot captó en los Cuatro cuartetos, donde dice que la parte inamovible del mundo es donde la acción reside.8

Es cierto que hubo momentos durante ese fin de semana en que noté quietud y una sensación de unidad con el universo, pero para mí fueron unos momentos pasajeros. Ese no hacer nada para conseguir algo parece entrar en contradicción con tal como vienen las cosas en este mundo tan ajetreado y ruidoso en el que vivimos. Y esta idea sí encaja conmigo. A mí me resulta sumamente difícil quedarme de brazos cruzados, sobre todo porque son tantas las cosas que quiero hacer… Dedicarle cuatro días a este taller, en el que las horas se me hicieron larguísimas porque, en apariencia, no es que sucediera gran cosa, me resultó muy difícil. ¿No estaría perdiendo el tiempo cuando podría estar dedicándome a otras cosas, como, por ejemplo, a escribir mi libro, pintar, leer o ir a dar un paseo? Quizá, como me dijo por escrito mi amigo Richard Philp: «El silencio es necesario para pensar en profundidad y con tiento […]. La condición de guardar silencio se convierte entonces en un trampolín para la creatividad […]. El silencio no es estéril; no es un vacío; no estamos hablando aquí del espacio exterior. Es la actitud de desembarazarnos de lo innecesario, de hacer tabula rasa para ser capaces y libres de reaccionar a los sonidos que tienen un significado especial para nosotros».9

¡Todo cobra tanto sentido! (Me refiero al hecho de penetrar en ese profundo espacio silencioso y usarlo como un trampolín para la creatividad, a encontrar el punto de anclaje y permitir que la danza surja). Pero… ¿por qué nos resulta todo esto tan difícil? Es más, ¿por qué a mí, en particular, me resulta tan difícil? Creo que, a medida que me voy haciendo mayor, soy más consciente de lo rápido que pasa el tiempo y, por supuesto, de que no seré capaz de hacer todo lo que me he propuesto hacer antes de morir. No tendré tiempo de leer ni una fracción de los libros que me gustaría leer, ni de pintar los cuadros, escribir los libros, viajar a los países o aprender los idiomas que yo querría. Quizá mi lección consista en aceptar que eso es así y en intentar valorar más el presente. Sin duda alguna, momentos como el que pasé durante el fin de semana que fui a Sussex a participar en el seminario de la «Presencia en la quietud» son los que me instan a emprender esta dirección.

Como se explica en la página web del curso: «El principal objetivo del trabajo es potenciar una quietud y un espacio en el practicante por los que la paciente confíe en que será escuchada. Es en el hecho mismo de ser escuchada donde reside la curación. La inteligencia lo sabe, pero el intelecto tan solo alcanza a saberlo parcialmente […]. ¡Cuánto no ganaríamos todos tomando como punto de referencia las tradiciones antiguas y la ciencia moderna!».10

Hace muchos años di un curso para adultos de escritura de viajes en la Universidad de la Ciudad de Londres, que está integrada en la Universidad de Londres. Di clases en esa sede durante un año, y mis alumnos iban variando cada trimestre. Durante el primer trimestre noté que mis clases eran todo un éxito, que estaba interactuando muy bien con los estudiantes y que, cuando les planteaba preguntas, casi todos levantaban la mano. Lo pasé fenomenal; sentí que me estaba comunicando muy bien con los alumnos y que ellos estaban aprendiendo. Sin embargo, cuando empecé el segundo trimestre, con otros alumnos nuevos, no conseguí arrancarles ni una sola palabra. Sentí que estaba fracasando estrepitosamente. Si eso me hubiera sucedido durante el primer trimestre, creo que no habría regresado nunca más a las aulas. Aquello era como intentar exprimir jugo de una piedra; una auténtica pesadilla. El silencio de los estudiantes me hacía sentir muy incómoda. ¡Aquel no era el silencio que yo andaba buscando! Decidí, de todos modos, que llevaría un par de botellas de vino a la última clase, y eso distendió un poco el ambiente, pero, para entonces, ya era demasiado tarde. Los silencios de esa aula tenían un sesgo negativo y extraño. Siempre me han intrigado las dinámicas de grupo, y, al encontrarme ante el clásico ejemplo, en vivo y en directo, de lo que implica la dinámica grupal, puedo decir que, efectivamente, algo aprendí. Por lo que recuerdo, el tercer trimestre funcionó bien, pero el contraste entre el primer y el segundo trimestre fue lo que me quedó grabado.

Ninfa, un pueblo situado en el sudeste de Roma, es conocido por tener el jardín más romántico del mundo. El enclave, con ruinas romanas y medievales, quedó desierto debido al avance de las marismas circundantes, y de la malaria consiguiente, pero fue recuperado por un diplomático medio inglés llamado Gelasio Caetani en 1921. Caetani empezó a plantar una gran variedad de especies botánicas procedentes de los viajes que había hecho al extranjero, respetando las rosas y las plantas trepadoras que crecían en el jardín y cubrían las ruinas. El río Ninfa, que se nutre de muchos afluentes, discurre por el jardín, y puedo dar testimonio de lo frías que están sus aguas (al haber nadado en ese gélido río) porque tuve la inmensa suerte de quedarme unos días en Ninfa con la familia Howard, que tiene acceso a una casa de la propiedad. En la actualidad es una fundación quien administra el jardín, pero la familia Howard (Hubert Howard se casó con Lelia Caetani) sigue muy implicada en la conservación del jardín de Ninfa. El escritor victoriano Augustus Hare, que debió de haber visto Ninfa antes de la restauración de sus jardines, lo describió como «un lugar de increíble silencio en el que algo sobrenatural te invade y embarga todos tus sentidos […] un panorama inexplicablemente quedo de silvana belleza».11 Las visitas son muy restringidas, y por eso todavía es posible seguir disfrutando de este «lugar de increíble silencio» en el que el único sonido perceptible es el rumor del agua y el trino de los pájaros. Creo que, de todo eso, he aprendido que, por muy esquivo que sea el silencio, lo cierto es que se encuentra en todas partes… y está esperando a ser descubierto.

2. A la búsqueda del esquivo silencio

Tenemos constancia de que son muchísimas las personas que han intentado purgar el entorno de ruidos. El pionero en informática Charles Babbage tenía declarada la guerra a los músicos callejeros. Thomas Carlyle, autor de una obra sobre la Revolución francesa que comprendía tres volúmenes, intentó sin éxito construirse una habitación completamente silenciosa en el piso superior de su casa de Cheyne Row, en el barrio londinense de Chelsea. El filósofo Arthur Schopenhauer consideraba el ruido un atentado contra la salud, y Joseph Pulitzer, el del renombrado premio, se hizo construir habitaciones insonorizadas en todas sus propiedades.

La resistencia al ruido

Hasta cierto punto, el progreso de la sociedad conllevó la aparición del ruido. El pintor J.M.W. Turner era muy consciente de la existencia de los nuevos ruidos que comportaba la Revolución Industrial. En su pintura de 1844, Lluvia, vapor y velocidad. El gran ferrocarril del Oeste, un tren se precipita hacia el espectador como un oscuro y terrorífico monstruo. Los trenes fueron uno de los inventos principales del siglo xix, y los ruidos que emitían debieron de resultar muy agobiantes para los granjeros y los que estaban acostumbrados a la tranquilidad del campo. A la derecha del cuadro, Turner pintó un granjero como queriendo resaltar el contraste que se traslucía entre la vieja Inglaterra rural y la nueva Inglaterra industrializada.

En su ensayo Sobre el ruido, Arthur Schopenhauer definió el ruido como lo que más destruye la capacidad de concentración. Schopenhauer era especialmente reacio al restallido de los látigos. Consideraba el ruido la más impertinente de todas las interrupciones, sobre todo para aquellos a quienes él denominaba «los intelectuales». Escribió asimismo que las personas que no eran sensibles al ruido tampoco eran capaces de saber apreciar las humanidades, porque se mostraban «insensibles a las razones, los pensamientos, la poesía y las obras de arte». En el ensayo que escribió a inicios de 1851, citó las siguientes palabras: «Las mentes prominentes siempre han aborrecido toda suerte de interrupciones».1

Si el sonido puede resultar horroroso para una persona que puede ver, ¿acaso no será peor para los ciegos, que captan los sonidos de una manera más intensa? El escritor francés Jacques Lusseyran, que se había quedado ciego de pequeño, escribió sobre la importancia que tiene proteger a los niños ciegos de los gritos, la música de fondo y otras agresiones atroces, porque el sonido puede llegar a ser tan intenso que su misma presencia podría compararse a la experiencia de haber recibido un puñetazo en pleno cuerpo.2

A mediados de la década de 1970, Jenny James creó la Fundación Atlántida, comunidad defensora del grito primigenio, en el condado de Donegal, en Irlanda. Además de practicar el grito primigenio en grupo, sus miembros se pasaban el día gritándose los unos a los otros, fenómeno que representaba todo un contraste con la habitual quietud de Donegal y que, inevitablemente, molestaba a la mayoría de los vecinos. Los habitantes del lugar pusieron tantas objeciones a este estilo de vida tan ruidoso que, en 1980, tras haber recibido incluso alguna que otra amenaza de bomba, los treinta miembros de la comunidad, conocidos con el sobrenombre de los Gritones, se mudaron a la despoblada área de Innisfree. En 1989 abandonaron Europa y se trasladaron a Colombia, país en el que algunos de ellos fueron secuestrados y asesinados por los rebeldes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (las FARC). La hija de una pareja que había estado viviendo en esa comunidad, que habían denominado Atlántida, en la actualidad enseña meditación y habla de los efectos nocivos que tienen las emisiones de ruido porque, según dice, «todos albergamos silencio en nuestro interior».3

La gente lleva mucho tiempo quejándose del ruido que predomina en las zonas urbanas de todo el planeta, y Londres es un ejemplo buenísimo de esos lugares donde los individuos siempre han estado intentando resistirse al ruido. Charles Babbage declaró la guerra a los músicos callejeros que solían tocar de manera estridente a la salida de los establecimientos de moda como una argucia para conseguir que les pagaran para marcharse, porque eso, lo único que conseguía, era animar a nuevos intérpretes a probar fortuna. En 1864, Babbage publicó A Chapter on Street Nuisances («Capítulo sobre las molestias callejeras»), que extrajo de Passages in the Life of a Philosopher («Fragmentos de la vida de un filósofo»), obra en la que da cuenta de las numerosas ocasiones en que compareció en los tribunales; en una ocasión incluso presentó una lista de las ciento sesenta y cinco interrupciones que tuvo que soportar durante un período de ochenta días. En la lista que elaboró de los instrumentos de tortura permitidos por el gobierno se incluían órganos, bandas de instrumentos de viento, zanfonas, tambores, gaitas, trompetas y voces humanas. Culpaba también a los responsables de las tabernas, a los bares de ginebra y a las damas de dudosa reputación de potenciar el ruido callejero. Babbage fue tildado de elitista y considerado un personaje impopular, quizá por haber manifestado que todo eso lo hacía en nombre del trabajador intelectual. Para su desgracia, todos los esfuerzos que hizo para acabar con los ruidos se volvieron en su contra, porque unos cuantos vecinos contrataron a unos músicos para que tocaran frente a su casa; otro se pasaba media hora al día durante varios meses seguidos soplando un silbato de latón, y unos cuantos más dispusieron que lo persiguiera una panda de niños alborotadores que se dedicaba a romper los cristales de sus ventanas. Sin embargo, nada consiguió apartarlo de su misión. Babbage siguió escribiendo cartas a The Times e incluso contó con el apoyo del escritor inglés Charles Dickens, quien escribió que «a diario lo interrumpían, acosaban, inquietaban, agotaban (y) casi enloquecían los músicos callejeros».4