El asesinato de Lord Conan Whitehall - José María Espinar - E-Book

El asesinato de Lord Conan Whitehall E-Book

José María Espinar

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PREMIO TIFLOS DE NOVELA 2020 En mitad de una noche tormentosa, lord Conan es brutalmente asesinado: su cadáver aparece desnudo y en posición fetal sobre el sofá del salón familiar. Corazón, muñecas, muslos y cuello han recibido certeras puñaladas. Junto al cuerpo, el criminal ha dejado un vaso lleno de sangre y un libro. El inspector jefe de la policía, Alwyn Vertebra, hombre de arrolladora personalidad, será el encargado de resolver el caso. Pero la investigación presenta una extraordinaria complejidad. En realidad, sólo tiene una pista; un telegrama anónimo, que dice: "Ha pagado con su vida una deuda pretérita". Al final, no será tan importante descubrir quién acabó con la vida de uno de los patriarcas de la nobleza británica como averiguar las razones que llevaron a matar al anciano aristócrata de una manera así de cruel. El asesinato de Lord Conan Whitehall supone un tributo sin parangón a la literatura inglesa de finales del XIX. De forma sorprendente y divertida, guiños y cameos trufan una historia contada a través de un estilo inconfundible, con el que el granadino José María Espinar nos transporta con maestría a otra época y a otra estética. Y todo ello con la pericia de la mejor escritura policíaca de mayor envergadura, cual Sherlock Holmes.

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Un jurado presidido por

Andrés Ramos Vázquez,

vicepresidido por

Ángel Luis Gómez Blázquez y Ana Díaz Alonso,

y compuesto por:

Luis Mateo Díez Rodríguez,

Manuel Longares Alonso,

Ángel Basanta Folgueira,

Pilar Adón,

Penélope Acero Cayuela, editora,

y María José Sánchez Lorenzo,

que actuó como secretaria,

otorgó a la presente obra el

XXII PREMIO TIFLOS DE NOVELA

convocado por la

En nuestra página web: https://www.edhasa.es encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado.

Diseño de la sobrecubierta: Edhasa

Ilustración de la cubierta: Vintage grabado de Apley.

Hall es una casa de renacimiento gótico inglés situado en Stockton,

Shropshire. Walker Art Library / Alamy Foto de stock

Primera edición: mayo de 2020

Primera edición en e-book: junio de 2020

© José María Espinar, 2020

© de la presente edición: Edhasa (Castalia), 2020

Diputación, 262, 2º 1ª

08007 Barcelona

Tel. 93 494 97 20

España

E-mail: [email protected]

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita descargarse o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra. (www.conlicencia.com; 91 702 1970 / 93 272 0447).

ISBN: 978-84-9740-864-6

Producido en España

A mi padre, por su amor volcánico.

(Ahora sí que sí).

A mi madre, por quererme tanto

a pesar de caerle tan mal.

«Tradición es pasar el fuego,

no la adoración de las cenizas».

Gustav Mahler

EL ASESINATO DE LORD CONAN WHITEHALL

NOTA DEL AUTOR

Estimados lectores:

Las frases en cursiva y sin entrecomillar que vais a leer a lo largo de la novela pertenecen a obras de Dickens, Doyle, Stevenson y Wilde.

Gloria y honor a ellos.

EPISODIO I

(Norton, Northamptonshire, UK, enero de 1891)

No sonaba el fonógrafo de lord Conan a través de la ventana abierta, ni a él se le veía tomando su whisky bajo el porche del ancestral hogar de los Whitehall. Sentado él, con los pies en alto sobre aquel cojín de pana negra, releyendo Balada de otoño al resplandor de una lámpara de Argand*, mientras fumaba una pipa (a buen seguro recién curada por algún convicto de la prisión del condado), saludando él con un enarcado de sus selváticas cejas a quien, barrido por los vientos del azar, pasara junto a su terraza. Nada de esto ocurrió para desgracia suya. En menos de dos horas moriría asesinado.

La trágica noche de la que se alimenta la novela que ahora tienes entre las manos llegó de manera violenta, porticada por un día del color de la ceniza, todo un día con el cielo disfrazado de calamidad. Llovía espesamente. Las gotas estallaban en los cristales de la casa como granos de maíz lanzados al fuego. El camino principal que atravesaba la finca, mandado hacer por el mismísimo Cromwell* siglos atrás para llevar sus tropas a Naseby, rebosaba en las orillas. Los charcos traían el recuerdo de la sangre. Los robles estremecían sus ramas sacudidos por los estrangulamientos del aire. Los relámpagos resquebrajaban las vidrieras del cosmos; los truenos, a nada que las colinas tomaran descuido, se apozaban en su coronilla. Parecía que el firmamento inglés hubiera roto aguas, que estuvieran, sí, las nubes vomitando una borrachera de estaño.

En el interior de la casa, lord Conan Whitehall acababa de rellenar su vaso. El pulso le temblaba. Volcó la botella un poco más. El hielo, la única pieza que siempre capturaba con un pellizco de sus dedos, crujió al contacto del licor. Nuestro viejo noble devoraba con preocupación una nota encontrada bajo la puerta de su vivienda justo después del mediodía. Alguien había arrastrado un sobre a su nombre bajo la entrada principal. Reginald, el mayordomo, lo había recogido cuando se disponía a pasear a Jekyll y Hyde, los dos greyhounds de la familia. Un mensaje anónimo que lo cambiaba todo porque lo recordaba todo.

Lord Conan se recostó sobre el sofá del salón justo cuando un rayo se desgarraba en el exterior. La fanfarria de trompetas que acompañó al destello hizo que los cimientos de la mansión se sacudieran. La boca del aristócrata británico propalaba el humo del tabaco imitando las gesticulaciones de un tiburón. La lámpara del techo, como un octópodo de cobre, regalaba golletazos a aquella habitación con sus movimientos, provocados por la corriente de algún postigo mal encajado.

Había que ponérselo difícil a los que estuvieran por venir, el listón era alto e inflexible. Había que demostrarles a los antepasados que podían sentirse orgullosos de sus herederos. El podio familiar se alzaba con paso determinado a cada nuevo eslabón. Los muertos educaban a los vivos. Así llevaban centurias. Ser un Whitehall dolía como una maldición, pero recompensaba como un principado. Volvamos a la habitación.

Toda enmaderada, con vidrieras tintadas y con el suelo escamado por alfombras, la estancia imponía una ostentación prorrogada en el tiempo. Aquel apellido encarnaba el poder estable más allá de los remolinos sociales de un mundo impredecible. Las hileras de armas bruñidas en vitrinas de cristal, los cuadros de autores clásicos, las librerías prietas de conocimiento, las esculturas renacentistas, las joyas expuestas y las joyas guardadas no eran sino esquejes de un cordón umbilical que unía a sir Graham Whitehall, fundador de la estirpe allá por el siglo XII, con el último miembro de la saga. Papel desempeñado a la sazón por el pequeño Paul, de cinco años, y bisnieto de lord Conan.

Un gato tuerto, llamado Prince Otto, afilaba sus uñas en la alfombra del fondo, la que terminaba a los pies de un enorme reloj de caja. Sonaba una adaptación para piano de las danzas húngaras de Brahms* en el fonógrafo regalo del mismísimo Edison*. Sonaba también el fuego de una chimenea tan grande que parecía una cueva. Las llamas eran rubicundas, del calor del whisky, del color de los cristalillos de la lámpara del techo, del rumor del gato tuerto, que ahora se desperezaba mientras jugaba con un cascabel. El telón de fuego crepitante de la chimenea parecía separar dos mundos.

Lord Conan habíadescorrido las cortinas de raso verde oliva, forradas de azul brillante. Desde niño le gustaba contemplar el impacto del agua sobre los ventanales. Muchas horas en su infancia hubo de pasar postrado en cama por culpa de una tuberculosis, entreteniendo su imaginación con cualquier cosa. Parecía que la lluvia echase espumarajos de rabia al no poder penetrar el vidrio emplomado. En aquella propiedad transcurrió su infancia y en aquel hogar había decidido esperar a la muerte, de oído fino.

Acunaba lord Conan su mirada entre fugaces vaivenes: de la nota a la ventana que contenía los mordiscos de la tormenta; de la nota a la chimenea que arrebolaba crestas del tamaño de un tigre; de la nota a sus recuerdos más profundos, los que estaban guardados a candado en el cofre de las memorias prohibidas. Sus emociones eran litúrgicas, socavadas de remordimiento. De remordimiento y horror. El fantasma de un pecado antiguo, el cáncer de una oculta vergüenza, el castigo había llegado con paso lento muchos años después, cuando ya el hecho se había borrado de la memoria y el egoísmo había dado por liquidada la falta.

Pegó un trago en adagio para enardecer la garganta. Apuró la bebida. Las mejillas se le doraron. Le gustaba la vida así, al uso inmovilista de sus ancestros, viviendo de unas copiosas rentas ganadas en las colonias. Le gustaba la rutina cenobita que llevaba en su propiedad desde que quedase viudo hacía casi cinco años. Lo llamaba con lisonja su club Diógenes. Libraba allí excentricidades; disfrutaba del esplendor del hogar; archivaba bagatelas; paseaba por sus propiedades disfrazado de explorador; supervisaba las labores agrícolas con ansia faraónica; paladeaba las noticias que le traían los éxitos (y escándalos) de sus descendientes; escribía artículos para la Royal Navy Review.

¡Ah, la mar y lord Conan!, el viejo Whitehall había embarcado todas sus pasiones sobre ella a los veintidós años. La mar sin límites que lo llevó hasta el archipiélago de las Laquedivas, frente a las costas indias, donde le aguardaban la gloria y la aventura. La mar surcada en millares de páginas, anhelada de cabo a golfo después de su regreso forzado a casa con los baúles repletos de riqueza. Y es que hubo de retornar a la madre patria, sin llegar a cumplir los treinta, porque su esposa se le moría de fiebres en tierras asiáticas. Fue una de las decisiones más duras de toda su vida. No venció el amor, ganó la responsabilidad. Hubo de renunciar a su sueño de vivir explorando y lo hizo con la sádica elegancia de la educación más exquisita. Eso sí, no pudo reprimir una rozadura de rencor hacia su mujer en cada mirada posterior. Lord Conan camufló su dolor de nostalgia y nadie, ni siquiera ella, supo entender que la nostalgia duele tanto como un hueso roto.

Antes de despedirse de la India nuestro hombre dejó atada y bien atada una empresa especiera que le reportaría cientos de miles de libras sin apenas tener que involucrarse en el devenir del negocio. Eligió a Naraka Maliku, hijo de un jefe de la isla de Minicoy que destacaba por su inteligencia, y lo nombró testaferro de su firma, la Whitehall Fast Spices Company. Entre patrón y representante existía un vínculo inquebrantable: el honor de una promesa sellada con sangre a la luz de la luna, según el rito indígena del lugar. Ambos se cortaron un tajo en sus manos con un cuchillo ceremonial. Unieron su rojo líquido en una esponja que después lanzaron al mar. Esperaron hasta ver la aleta dorsal de un tiburón atraído por el olor sanguíneo. Entonces pronunciaron el juramento. «Hazte rico haciéndomelo a mí. Si me robas, te mato», «me haré rico haciéndotelo a ti. Si te robo, mátame», dijeron los dos mientras el agua nocturna se agitaba a causa de la desesperación del escualo al no encontrar alimento.

El joven Naraka logró que la fortuna de lord Conan fermentara hasta lo increíble, al tiempo que él mismo se convertía en uno de los hombres más influyentes del mar arábigo. Viajaba dos veces al año a Londres para cuadrar balances con su jefe, aunque en realidad aquellas visitas se reducían al ingreso por la mañana, en el banco de Cox & Co de Charing Cross, de unos pagarés obscenamente suculentos y a asistir por la tarde a una cena en su honor en el apartamento que el noble británico ocupaba en Bond Street. Se habían celebrado ya ochenta banquetes y todos y cada uno de ellos terminaban de la misma manera: con lord Conan y Naraka enardecidos por el vino español, enseñando a los invitados las cicatrices de sus manos como muestra de la indestructible lealtad que los unía.

Pero concentrémonos ahora en el salón de la mansión campestre de los Whitehall en Norton, pues a nuestro personaje le queda menos de una hora de vida. Su asesino acecha. La maldita nota que le llagaba las manos había dinamitado la felicidad de nuestra víctima, rememorándole los ecos de un acontecimiento casi olvidado, ¡casi olvidado! Un hecho que él mismo había hundido a plomo en los océanos de su memoria. No era posible, ¿quién podía reflotar un peso muerto de tanta densidad? Habían pasado más de sesenta años desde aquellos terribles sucesos.

Súbitamente percibió de reojo cómo en el exterior una persona cruzaba por delante de las ventanas. Los faroles iluminaron la repentina aparición de un contorno humano. Lord Conan distinguió sin equívocos una pelliza acharolada. Alguien acababa de pasar, y ese alguien lo había hecho por el porche de la casa. Fue cuestión de segundos, lo que se tarda en dar dos o tres pasos. ¡Por Júpiter!, ¿quién demonios podría ser?, con tal aguacero ni tan siquiera el más tenaz de los acreedores osaría salir de su casa.

La puerta principal no quedaba lejos del ventanal enrejado por el que había visto al misterioso sujeto. Sin embargo, nadie sacudió la aldaba, nadie voceó pidiéndole que le dejara entrar. Cosa que, desde luego, no pensaba hacer, salvo que fuera alguien muy favorito a su corazón. Reginald, el mayordomo, tenía la noche libre, como todos los jueves desde hacía veinte años. En aquellos instantes a buen seguro se encontraría borracho jugando al bridge en una mesa de la taberna The White Horse. No regresaría hasta el día siguiente a las diez de la mañana, arrastrando un fuerte dolor de cabeza y una asumible deuda. Jekyll y Hyde, los dos perros guardianes, dormían en las cuadras para proteger de zorros y traficantes a un nuevo potrillo que había matado a la yegua en el parto. Nuestro anciano estaba solo. Se sintió indefenso.

Lord Conan arrojó la nota a una butaca próxima donde reposaba una carpeta con importantes documentos de propiedad; el papel hizo un escorzo antes de tocar el cojín de pana negra. Se incorporó, intentó beber un whisky que ya no quedaba en el vaso y apagó la pipa con el pulgar, mientras se le encendía el pecho. Detuvo la música provocando un desagradable sonido de arrastre al retirar la aguja del cilindro de cera y se dirigió a la ventana.

Nada más tocar la falleba, el viento golpeó los cristales haciendo que estos retrocedieran. La lluvia atacó su rostro con la virulencia de un avispero. A lo lejos un relámpago acuchilló el cielo, de inmediato todo un templo de fanfarria caía escombrado sobre el mundo.

–¿Hay alguien ahí? Lara, ¿es usted, querida? –dijo lord Conan, que para oírse a sí mismo debía aupar la voz. Nadie contestó.

La luz eléctrica del hogar se fue de pronto. Sí, el viejo Whitehall había seguido los pasos de sus amigos sir William Armstrong* en Cragside y lord Salisbury* en Hatfield House, y desde hacía unos años contaba con generadores Siemens que le suministraban electricidad. Su hogar era un «palacio de mago moderno», como solían decir los vecinos de Norton.

El viejo noble cerró el ventanal, que más parecía un imbornal en plena tempestad. A través del cristal pudo distinguir, no sin cierto esfuerzo, las desabridas farolas de gas de un grupo de viviendas, más allá de los muros que protegían su finca. Farfulló una imprecación. No le quedaba más remedio que acercarse hasta el cobertizo para comprobar que las calderas que alimentaban los generadores eléctricos no se habían atascado. La habitación no quedó a oscuras del todo, pues las brazadas de la chimenea sostenían un abanico bermejo que proyectaba sombras dantescas sobre el techo. El gato tuerto comenzó a restregar su lomo entre las piernas del anciano. Volvió a tomar asiento para reflexionar.

Tendría que salir. No sabía dónde guardaba Reginald las velas. Para colmo, en un arrebato de optimismo, la semana anterior había ordenado tirar a la basura todos los candiles de aceite. Solo le quedaba su lámpara de Argand para leer en la terraza. La cogió. ¿Quién habría pasado por el porche? ¿Un Noé fantasmagórico? ¡Con la que caía en los alrededores! Lord Conan protegió su cuerpo con un gabán que sacó del armario junto a la entrada y colocó un sombrero a su caliza cabeza. Agarró el juego de llaves y se hizo, medio a tientas, con un bastón. Prendió el quemador de su lámpara. Abrió la puerta de nogal centenario. Hacía frío, el frío de un mundo sin Dios, o mejor, de un mundo abandonado por Dios.

La lluvia se arrastraba como magma negro. Entornó la puerta y abandonó la casa. Los rosales de la escalinata tiritaban. El carillón de hierro que colgaba del roble familiar (plantado por el mismísimo sir Graham, según imponía la tradición) recibía uno tras otro los zarpazos de una pantera disfrazada de ventisca. Alcanzó la pequeña cancela que circundaba la vivienda y la encontró abierta. Efectivamente, alguien acababa de pasar. Jamás dejaba la cancela sin cerrar, ¡jamás! No le importaba que la gente atravesara sus dominios, que los niños jugaran en sus bosques, que los enamorados caminaran cogidos de la mano por sus arboledas, pero aquella cancela era la frontera de su intimidad. No permitía que nadie, llegado el atardecer, perturbara su enclaustramiento. De tal imposición no quedaban excusados ni siquiera los consanguíneos, aquellos familiares que vivían, imitando a los planetas alrededor del sol, en las otras casas que orbitaban la vivienda principal de la propiedad Whitehall. Solo Reginald podía entrar y salir en libertad. El mayordomo siempre cerraba la cancela porque sus hábitos funcionaban como un reloj salido de la fábrica Dennison Watch Case Company. El crepúsculo y su gemela, la noche, le pertenecían a él, a lord Conan, como a un avaro. A él y a su melliza, la soledad.

Mucho menos quiso nuestro hombre que algún lugareño, como el padre del alcalde de Norton, le diera conversación aquel día. Después de haber leído la sobrecogedora nota dejada bajo su puerta de nogal centenario no necesitaba sino la dictadura del silencio. Y es que aquel octogenario admirador, conocido en la zona como Adam el cojo por un accidente de infancia, sentía devoción por lord Conan y siempre que pasaba por la propiedad Whitehall, cosa que provocaba casi a diario, le pedía que le narrara historias de sus periplos allá en las colonias indias. Sentenciado por infortunios del destino a una vida cruda, Adam el cojo logró prosperar gracias a su inteligencia y tesón. Acudía al viejo Whitehall como quien acude a un sueño. Entornaba sus ojos devorados por esas malas hierbas llamadas arrugas, estrangulaba la empuñadora de hueso de su bastón y, sin tomar asiento por respeto, escuchaba hasta el éxtasis las narraciones que lord Conan le contaba: la ocasión en la que hubo de sortear a un tigre hambriento, mientras atravesaba una selva en Bengali; cuando cruzó a nado el río Vaigai, llevando a una aldea cien dosis de eméticos para combatir un brote de influenza que estaba diezmando la población del sureste del raj británico; el combate cuerpo a cuerpo con un jefe tribal de la isla de Kadmat por un desacuerdo de naipes; o su aventura favorita, la del accidente que tuvo con un globo aerostático en mitad de la selva de Madhya Pradesh, cuando transportaba un cargamento de cardamomo para uso clínico.

Por este y otros motivos el viejo Whitehall cerraba su cancela cuando los ecos de la torre de la iglesia de All Saints anunciaban las siete de la tarde. Se encerraba en su ataúd. Los habitantes de Norton lo sabían, hasta el padre del alcalde lo sabía. Podían los lugareños seguir disfrutando del latifundio, pero no podían molestar a su propietario. Ese mismo día, lo recordaba sin fisuras, echó el pestillo de la cancela al despachar un ineludible asunto que restablecería, de una vez por todas, la dignidad familiar. Así lo demostraba la carpeta con documentos de propiedad antes mencionada. La misma junto a la que ahora reposaba la misteriosa nota.

La finca Whitehall tenía un total de trescientos acres. Contaba con un estanque enorme, donde las carpas crecían hasta la deformidad, y una capilla de estilo gótico, bajo la que reposaban casi todos sus antepasados familiares. En la propiedad había cuatro residencias independientes. La más grande de todas, la originaria, la matriz, era la de lord Conan. A menos de doscientas yardas se erigía la casita de verano de su querido sobrino Michael, vicecanciller de la universidad de Oxford hasta hacía tan solo un año. Junto a ella, casi pegado, estaba el hogar de Matthew, padre de Michael y hermano pequeño de lord Conan. La última vivienda pertenecía a...

Llegó el viejo Whitehall al cobertizo dispuesto a abrir, no sin cierto nerviosismo, el candado del cuarto de los generadores, cuando descubrió que se le habían anticipado. El alma le dio un vuelco. La lluvia le penetró la piel. Alguien huroneaba por allí arropándose en la oscuridad. Tiró con firmeza de la hoja metálica; las bisagras crujieron. Dio una zancada y, ya en el interior de la sala de máquinas, sacudió los hombros sin contemplaciones para desembarazarse de la placenta de agua que lo cubría.

–Andrew, ¿es usted? –dijo, llamando con una hebra de inquietud al guardián de la finca. No se le ocurría otra persona que pudiera recorrer a tales horas su propiedad bajo una tormenta tan desagradable. Pero Andrew no contestó porque se encontraba durmiendo con su mujer e hijos en su humilde granjita a las afueras de Norton, ajeno a los terroríficos acontecimientos que estaban a punto de sucederle a su señor.

La voz de Whitehall rebotó entre las paredes del cuarto. El sonido de la lluvia sobre el tejado era semejante al timbre de una cuerda de violonchelo. Sintió una punzada de miedo en el estómago. Los latidos de su corazón le colapsaron las entrañas. De nuevo vino a su mente la nota recibida de tan extraña forma aquel mediodía. Salió de la estancia de los generadores y enfocó con la lámpara de Argand el interior del cobertizo. Se trataba de una construcción bastante amplia. Un guardamuebles gigante. Allí todo parecía normalmente desordenado. Al fondo a la izquierda, la puerta del cuartito de las herramientas permanecía mal cerrada, como era habitual, porque Andrew no le hacía caso y no cambiaba el bombín de la cerradura; el bidón de aceite industrial usado, lleno hasta desbordar por uno de los laterales, esperando a que Andrew se lo llevara a la fábrica de papel; sus tres coches (la berlina, el spider de mimbre y el break sport) en fila india, justo en el centro del cobertizo; los sacos de patatas, arrinconados en otra pared; los aperos de labranza colocados de manera caótica, algo típico en Andrew; las estanterías repletas de materiales agrícolas; las sacas de alimentos para el ganado; la pirámide de leña recién cortada en el bosque de tejos; en fin, la gavilla de paja que le había ordenado retirar a su sirviente días atrás continuaba en su lugar.

Regresó al cuarto de los generadores y alumbró con la lámpara el cuadro de mandos. Descubrió que el cable principal que conectaba batería y dinamo con el generador hidráulico estaba desenchufado. Lo arregló y pulsó el gran interruptor de color rojo que presidía aquel Leviatán mecánico como si se tratara del arca de la alianza en el santa santorum del templo de Jerusalén. El esqueleto de la maquinaria empezó a traquetear como un Frankenstein sacudido por descargas eléctricas. Una pequeña bombilla parpadeó hasta quedar fija en ese extraño color, mitad albaricoque, mitad durazno, que no sabe abandonar la frontera entre el amarillo y el naranja. Lord Conan giró sobre sí mismo, víctima de la desconfianza. Nadie había en el lugar, aunque alguien acababa de estar allí. El cable principal no se soltaba solo. El aristócrata se sentía observado. Tragó saliva; le supo a humo y a licor.

De pronto, al dar un paso hacia atrás, un grito espeluznante tomó el lugar. El anciano perdió el equilibrio y cayó redondo al suelo. Todo el peso de su cuerpo fue a parar sobre el codo izquierdo. La linterna salió despedida y se destripó salpicando de esperma de ballena el entablado. La lámpara central del cobertizo, después de dos esforzados pestañeos, comenzó a desparramar luz lechosa. La electricidad había vuelto. Acababa de pisar la cola del gato tuerto, que le había seguido desde el salón de la casa. El dolor del codo le subyugó por completo. Apenas si logró incorporarse. Sentía que la movilidad de su brazo había quedado muy menguada. Salió del lugar pegando una patada a una de las hojas de la puerta. Lord Conan tenía un carácter de perros a pesar de los años. Aseguró antes, por rutina, el candado de la sala de los generadores Siemens.

La tempestad iba en aumento. Ahora los faroles exteriores de la vivienda principal, alcayatados en los aleros de la puerta de nogal centenario, iluminaban el porche. Un relámpago recorrió los alrededores. Los parajes se mostraron en un rosario de flashes, todos ellos sacudidos sin piedad. Un trueno hizo que los cimientos de la casa tiritaran, hasta el anciano hubo de inclinar su dolorido cuerpo ante tan monstruoso sonido. Los ventanales trepidaron. Se estaba empapando. La ropa le chorreaba. Pensó en ir a casa de su hermano Matthew, tardaría unos minutos andando, y tomarse allí otro copón de whisky mientras Joanna, su cuñada, le curaba el brazo y le preparaba una muda seca, pero una ojeada al reloj, que marcaba una sola aguja en vertical, desterró tal idea. Corrió, pues, hacia su puerta y la cerró tras de sí, sin esperar al gato tuerto.

El salón de la mansión Whitehall volvía a recuperar la hospitalidad de un museo. La lámpara desparramaba candidez, el calor de los leños flotaba con un selecto aroma oriental. Los cristales de las ventanas se habían transformado en espejos de las llamas. Tardó un poco lord Conan en darse cuenta de que justo enfrente de la chimenea, y negándole el rostro, había una persona enfundada en una pelliza acharolada. El desconocido permanecía de pie, con las manos a la espalda, sosteniendo entre los dedos un libro. El viejo Whitehall no se quitó el abrigo, pero del susto el sombrero se le fue al suelo. Alrededor de él se formó un charco. El codo le dolía una barbaridad, apenas si podía mover el brazo.

–¿Quién es usted? Salga de inmediato de mi propiedad –exigió elevando la voz.

El desconocido no cambió de postura. Pero sí separó los brazos, dejando caer el libro sobre la mesa que antecedía a la chimenea, una mesa de barco, de esas que tienen bisagras en los laterales y unos pliegues movibles de madera que se suben para que la tempestad no arruine una buena tertulia a bordo. Luego, el misterioso visitante dispuso sus manos junto a la lumbre. Cogió un hurgón y atizó con él los leños creando una zarabanda de centellas.

El viejo Whitehall repitió la pregunta, esta vez acompañada de una amenaza. El intruso permaneció impasible. Lord Conan estaba a unos diez pasos de aquel sujeto que había invadido su intimidad. Ante tal actitud pensó en marchar fuera en busca de ayuda, pero la lluvia que arreciaba hacía inviable tal opción. Los únicos que podían auxiliarle eran su hermano Matthew y su mujer Joanna. Sin embargo, pensó que si el intruso traía intenciones criminales no sería nada bueno abrirle las puertas de otro hogar. Ellos estaban a salvo. Barajó la posibilidad de usar su telégrafo particular, el que tenía en su despacho, para avisar a la estación de policía de Daventry, pero desechó tal idea al entender que el auxilio tardaría demasiado tiempo en llegar. Se fijó en el libro que el misterioso visitante había dejado caer sobre la mesa. Leyendas de ayer y de hoy de Northamptonshire, de Sybill Trelawney. Las piezas encajaron en su mente. Lord Conan era sumamente inteligente, y supo que se enfrentaba al fantasma de la muerte encarnado en aquel hombre. ¡La nota anónima! Y digo hombre, pues hombre era seguro por la fortaleza de su complexión, por su composición craneal y por el pelo corto, como trigo radiante, que le laqueaba la cabeza. Lord Conan sintió mucho miedo, además de una sensación de desvalimiento, por culpa del dolor del codo.

Los retiñidos de la lumbre recién sacudida se adueñaron del salón. Whitehall no sabía qué hacer. El desconocido no componía ningún ademán de girar sobre los talones y enseñarle su identidad. No hacía escorzo ni pronunciaba palabra. Sencillamente aguardaba inmóvil frente a la chimenea, con las manos extendidas sobre el fuego. Unas manos que parecían dos águilas sobrevolando un incendio. No se giraba. Continuaba de espaldas, abismado en el silencio, precipitando a lord Conan en el pánico.

–Si no abandona usted mi casa a la orden de ya, tendré que obligarle a hacerlo yo mismo, ¡vive Dios si esta arma no me ayuda! –bramó el noble agarrando con su mano derecha un cortaplumas turco que acababa de sacar de un mueble próximo.

–Cálmese, lord Conan –dijo el visitante sin girar el cuerpo –. Ha llegado la hora de que cumpla usted con el destino.

–¿Qué está sugiriendo? –preguntó algo más seguro de sí mismo gracias a la hoja de metal.

–Los dos sabemos que usted ha vivido una vida extraordinariamente apacible. El simple hecho de apellidarse Whitehall le ha colocado en una posición privilegiada a la hora de resolver determinados problemas. Ha vivido años apasionantes allá en el raj de la India, usted mismo me lo ha contado varias veces, pero es tiempo de saldar una deuda improrrogable. ¡Ha pretendido callar la verdad! Su abominación le había sido perdonada, créame, desde lo más hondo de mi alma se lo digo, ¡le habíamos perdonado!, pero la vileza con la que ha actuado en todo lo relativo a la elaboración de este libro que he traído ha supuesto su perdición.

–¿Quién eres, muchacho? –La voz le salió al anciano sin apenas templanza.

–Soy quien ha mandado que le dejasen la nota hoy al mediodía, pero eso ya lo habrá supuesto usted –contestó el desconocido mientras al fin se daba la vuelta–. ¿Le trae a la memoria algo? No quería que mi visita le pillara de imprevisto. La justicia no debe armonizar con la sorpresa.

–¡Oh, Dios mío! ¡Usted, joven! ¿Cómo es posible? No puedo creerlo, no logro entender. Esto debe ser una broma de pésimo gusto, ¡usted! –exclamó el viejo Whitehall, zozobrando en su equilibrio al descubrir a su interlocutor.

¡Claro que lo conocía! Permaneció unos instantes enmudecido, algo más calmado. El cortaplumas abandonó su mano para reposar, después de dos zurridos de mango y punta, en la alfombra.

–Si yo era un simple niño –prosiguió lord Conan–. ¿Cómo es que usted está al corriente de aquel infortunio? Ni siquiera habían nacido sus padres. Fue tratado en el más riguroso de los secretos. Hace ya toda una vida de aquello. Yo no fui responsable, usted no me puede culpar.

–¿Infortunio? Dígaselo a él, no a mí, lord Conan –masculló el misterioso visitante con acento de conmiseración–. A él. Yo solo soy el mensajero.

EPISODIO II

(Northampton-Norton)

Alwyn Vertebra acababa de apagar el quinqué de su mesilla de noche. Ahuecó en un gesto atávico la almohada y besó la mejilla de su acompañante, a sabiendas de que ella dormía desde hacía tiempo. Cecily Reed cuidaba mucho las horas de sueño para fortalecer su talento musical. Era probablemente la mejor oboísta de todo el Reino Unido. Decían de ella que cuando tocaba les robaba a los dioses los secretos del aire. La reina Victoria* exigía su presencia siempre que se celebraba a Vivaldi* en Londres. «No hay mayor sensibilidad que la suya», solía repetir al enjugarse las lágrimas reales. Ahora, aquella intérprete respiraba con profundidad, recreándose en su posición fetal, junto al hombre que había escogido para jugar al rugby del corazón.

El inspector jefe de la policía de Northamptonshire estiró los brazos hacia el techo en un vano intento por deshacerse de la tensión que lo agarrotaba. Entrelazó las falanges y las crujió. El libro que había elegido para distender la ansiedad reposaba sobre su pecho, inmóvil como una medusa en la orilla de una playa. La brasa del cigarrillo brilló una última vez en el cenicero antes de desfigurarse en la opacidad del dormitorio. El sonido del pequeño despertador de peltre se agrandó con la oscuridad. Tictac, tictac, tictac, TICTAC. Alwyn Vertebra revolvió su cuerpo como si hubiera recibido una patada. El libro cayó de la cama provocando un sonido desproporcionado. Nuestro protagonista resopló frustración. Necesitaba un barniz de silencio para intentar digerir la adversidad a la que debía enfrentarse. Un manotazo de Cecily le advirtió de que en aquella cama y a tales horas tocaba dormir.

No eran pareja estable porque la agenda de ella y el sedentarismo de él no conseguían engarzar dos vidas complejas. Sin embargo, se amaban. Siempre que querían estaban juntos. A veces quería uno, pero no la otra o a la inversa. No se guardaban rencor por las ausencias. Sabían esperar porque, en definitiva, no sabían estar el uno sin el otro. Llevaban así cinco años, desde que se conocieron en una recepción de Georgina Gascoyne-Cecil* después de un concierto en el Opera House. Ella como estrella y él como telescopio. Tenían un pacto: cuando hubiera luna llena deberían contemplarla a la medianoche y pronunciar sus nombres, estuvieran donde estuviesen. La distancia duele menos si uno sabe que alguien está haciendo lo mismo que tú en un instante concreto.

Alwyn no pudo más. Pidió perdón a Cecily en un susurro, agarró el despertador con la voracidad de un depredador, se levantó de la cama hinchando las sábanas como si él mismo fuera una bocanada de viento, descorrió las cortinas, abrió la ventana del dormitorio y arrojó el reloj al estómago de Hillside Way. «Fuck it!», fueron las palabras exactas que utilizó. El sonido del metal al romperse con la calle provocó que los cuervos más madrugadores lanzaran gruñidos de indignación. Alwyn había mirado la hora justo antes de tirar la pequeña máquina. Las cinco y media de la madrugada. «Dios te conserve el carácter, Alwyn Montaigne Vertebra, pero no te lo aumente», murmuró Cecily, mientras se acurrucaba en su parte de la cama. «Si no vas a acostarte, vete al salón; me vas a desvelar y entonces tendré que matarte», sentenció.

El problema era extremadamente grave. De hecho, si las circunstancias acaban gangrenándose ante la presión periodística, Alwyn debería hacer frente a la mayor contrariedad de su vida como policía. Había alcanzado la cima profesional para despeñarse desde ella por culpa de una traición. Al cerrar la puerta del dormitorio, cosa que hizo con la ternura del enamorado, le vino a la memoria una conversación mantenida con su abuelo materno días antes de que aquel falleciera. Tal imagen revolcó sus memorias juveniles con el ímpetu del desamparo. Iba a tomarse un whisky, pero prefirió acompañar los recuerdos con una pipa. Alwyn bebía mucho más que mucho, pero nunca entre la frontera de la noche y el día, y jamás en presencia de Cecily.

Allí estaba él, con tan solo dieciocho años, a los pies de la cama del padre de su madre, leyéndole los versos de una revista católica: «En la vida la inmensa mayoría de las tribulaciones / no son más que los olvidos / de alguna pretérita lección».

–Los ingleses se asemejan a esquirlas de aceite, siempre provocan ampollas si te acercas demasiado a ellos –dijo Didier a su nieto, expulsando una burbuja de aire. Sediento, tomó de las manos de Alwyn un vaso de cognac caliente, luego tosió arena.

–Yo me considero inglés, señor. No diga esas cosas, con lo que usted ama esta tierra, parece mentira. Lleva en Londres más de sesenta años, se casó con una británica y sus hijos son ingleses. Mi madre ni siquiera habla francés. Ha orinado usted todo un Thames de cerveza.

–Querido, sufrirás si no me haces caso. También me gustan los lobos y no osaría pasar una noche en su hábitat, pues me devorarían sin compasión. Tienes un corazón de herencias divididas, sal y azúcar. Tú eres el romántico amador, ¡si ellos supieran! Francia está en ti. Inglaterra solo es cáscara. Sus veletas acabarán robándote el viento, la cultura que veneras taladrará tu cordura, serán tus propios compañeros, y no tus enemigos, los que te degüellen. Me siento muy orgulloso de ti. Allá a donde la muerte me lleve presumiré de nieto, Alwyn Montaigne. Mi existencia ha cobrado dignidad gracias a mi descendencia. ¡Eres la obra que constata mi paso por este mundo! Me voy sabiendo que fui buena cepa. Haz caso a la experiencia, ¡mi coraje normando repuja tu alma! Escucha a tu abuelo. No te preocupe cuánto bebes, sino con quién bebes. En este país, como policía, no serán los delincuentes tus verdaderos enemigos. Que no se burlen de ti, vales más que ellos. Siempre has sido un muchacho inteligente. Escúchame: jamás cubras una apuesta con otra tratándose de ingleses. Y, por cierto, la cerveza se va al abrir la vejiga, pero el vino se queda en la sangre.

Con la excusa de los primeros rayos de ceniza que se colaban por el cristal de su despacho, iba Alwyn a echarse un chorrito de alcohol clandestino para acabar con aquel recuerdo. Se dirigió al mueble licorera. Contempló la hermosa acuarela de Hellen Alligham* que Cecily le había regalado hacía un mes. De pronto, la puerta principal de la casa sonó. Alwyn detuvo la botella con cautela. Concentró su visión en la imagen titulada La jaula del conejo que colgaba de la pared de su estudio, y esperó. Tres nuevos golpes de nudillos. Unos segundos de pausa y, otra vez, el soniquete. Esta vez más atemperado. Alwyn dedujo que se trataría de un policía de la escala básica. Llamarlo a esas horas significaba que algo grave había ocurrido; llamarle así, con tal levedad, demostraba que el agente escogido respetaba su rango de inspector jefe como solo podía hacerlo un novato. Bajó las escaleras de la vivienda, sintiendo en los pies descalzos el runrún de la moqueta. Se percató de que los libros acumulados en columnas, al borde de cada uno de los diecisiete peldaños, llegaban ya al pasamanos. Los balaustres de la barandilla sujetaban su última colección de clásicos griegos.

Alwyn leía con fruición, más por necesidad que por placer. Nuestro protagonista había estudiado en el King’s College de Londres. Nunca rechazó el conocimiento, simplemente lo reservó para su intimidad. El mundo era un campo de batalla, no un tablero de ajedrez. Abandonó una prometedora carrera jurídica para iniciar un maratón policial. Le gustaba la acción como principio de vida y la reflexión como final vital. Su personalidad compleja y su carisma llameante conformaban un carácter imprevisible. Los Vertebra se dedicaban, desde hacía tres generaciones, a la correduría de seguros mercantiles internacionales. No les faltaba el dinero y les sobraba inseguridad social. Él no era la oveja negra, simplemente había decidido dejar de ser oveja.

Nuestro protagonista llevaba pijama, ese de seda china con botonadura de nácar que le regalara su hermana mayor. Se había dejado el batín en el dormitorio. Temía más a Cecily que al mismo demonio, así que abrió la puerta principal sin taparse más. Frente a él encontró a un joven con el pelo azafranado al que se le cayó la gorra al cuadrarse.

–Inspector jefe Vertebra, le pido disculpas por molestarle a estas horas, pero el sargento Chesterton me ha ordenado que le avise. Debe acudir a la comisaría, ha ocurrido un crimen en Norton. Se requiere de sus servicios inmediatamente.

–No cubras nunca una apuesta con otra tratándose de ingleses –bisbiseó Alwyn al quitarse una hebra de tabaco del labio.

–¿Perdón, señor? –dijo descolocado el joven policía.

–Ah, nada, nada, agente. ¿Cómo se llama usted?

–Jim, señor.

–Bien, Jim. No puedo dejarle pasar porque no estoy solo, ¿me comprende? Hay una mujer tan bella en mi cama que, si usted la contemplara, dejaría de ser pelirrojo. ¿Y cómo le explicaríamos eso a su novia? Porque usted tiene novia, ¿cierto?

–Sí, señor –respondió el policía tan nervioso que alguna que otra peca se le iluminó de rubor.

–Espéreme en el coche. Me visto y voy enseguida.

–He venido en bicicleta, señor.

–¿Y cómo demonios quiere que vaya yo a la comisaría? ¿En la parte de atrás de su bicicleta a las seis de la mañana? Soy alérgico a los pelirrojos y tengo los testículos agotados de tanto copular, ¿me comprende? Ande y marche a la velocidad del antílope y que me recoja un coche oficial.

–Pero, señor, el sargento Chesterton dijo que viniera usted conmigo.

–¿Pero? Escúcheme bien, Jim o Yan, como diablos se llame. O tengo el coche en la puerta de esta casa en diez minutos o le arranco el corazón y lo devoro aquí mismo. Luego enviaré las sobras a su desconsolada novia junto a una carta de despido. ¿Se lo repito más despacio para que lo entienda?

–¡Sí, señor! Digo, no, señor. ¡Sí, señor! –repitió el policía asustadísimo por haber abierto las puertas del Averno. El carácter de Alwyn había adquirido la categoría de leyenda en la central de Northampton. Era tan admirado como odiado. Podía morir por un compañero sin dudarlo, al tiempo que podía matarlo con su venenosa lengua. Sus arranques violentos acababan siempre con sangre y huesos rotos. Hasta los masones le temían. El joven pelirrojo montó en su bicicleta para regresar como un rayo a la estación de policía y cumplir con las órdenes del inspector jefe Vertebra. Ni se dio cuenta de que la gorra de plato se le había caído a los pies de su superior.

–¡Y quiero al sargento Chesterton en ese coche! ¡Y que se traiga el paquete de tabaco del cajón de mi mesa! –le ordenó Alwyn al agente mientras se frotaba la cara. Se agachó y recogió la gorra.

–¡Sí, señor! ¡Sí, Señor!

–¡Y un termo de café! ¡Odio el té! ¡Es una bebida de castrados! ¿Está usted castrado, Jim? –gritó al ajustarse la gorra en su cabeza.

–¡Sí, señor! ¡No, señor! ¡Sí, señor! ¡No, señor!

Alwyn respiró hondo. Rio con traviesa maldad. Saboreó el aire frío de la madrugada que se colaba en la vivienda. Le gustaba maltratar a las nuevas camadas de policía. «Vienen demasiado blanditos», solía afirmar. Vertebra se sabía admirado como un héroe, venerado como un santo y amado como un rey en la comisaría de Northampton. Una pareja de cuervos le graznó desde la rama de un acebo. Se santiguó y les arrojó con saña la gorra de plato del policía. Luego cerró la puerta y se dirigió al dormitorio. Cecily se iba a enfadar.

Entró de puntillas, abriendo la puerta como si pasara la página de una Biblia. Sin embargo, la bella intérprete le esperaba con ahínco alcayatada en la cama. Le lanzó la almohada nada más verle.

–¡Alwyn Montaigne Vertebra, no sé cómo te aguanto! –gritó enfadada.

–¡Pero si no me aguantas, cariño!

–¡Tengo concierto esta noche! Anda y prepárame un té con tostadas.

–Lo siento. Debo irme rápido. Ha habido un crimen en Norton.

–Te irás después de haberme preparado el desayuno o te juro por el espíritu de tus muertos que te corto el pene y se lo tiro a los pájaros.

–¡Sí, señor! ¡No, señor! –farfulló Alwyn entre risas. La verdad es que amaba hasta los tuétanos a aquella mujer.

Al cabo de unos treinta minutos la puerta de la casa volvió a sonar. Esta vez con la determinación de la pedrada. «Pasa, Gilbert, está abierta», gritó Alwyn desde la cocina al sargento Chesterton. Su subordinado entró lleno de familiaridad. Saludó con dos besos a Cecily, cogió un sobre de té, lo introdujo en una taza dándole emoción al lanzamiento y luego volcó sobre el recipiente el agua caliente del kettle. Miró el escalfador con gesto de ruego y su superior se levantó a por otro huevo.

–Alwyn, han asesinado a lord Conan Whitehall en su mansión de Norton –comenzó a decir el sargento, al tiempo que se sentaba en la mesa central de la cocina y cogía una manzana–. Hemos recibido una llamada desde nuestra oficina de Daventry hace dos horas. Debemos ir para allá.

–¿Conan Whitehall? ¿De los Whitehall, Whitehall?

–Sí, era el padre de Arthur Whitehall, presidente del Tribunal de la Corona; de Damien Whitehall, un militar destacado en Tasmania; de Letitia Orwell, la periodista casada con un importante político...

–¿Has dicho Letitia Orwell? ¿La que acompañó a Elizabeth Jane Cochran* en dar la vuelta al mundo en menos de ochenta días? –preguntó excitada Cecily.

–¡La misma!

–¡Diablos! ¡Admiro su coraje y determinación en este mundo de vergas!

–Cariño, ¡qué lengua! ¡Vas a asustar a mi subordinado! –exclamó Alwyn con irreverente beatitud.

–Como te dé un guantazo, sí que se va a asustar Gilbert, porque va a sonar a hueco –respondió con celeridad la oboísta. Todos rieron.

–Cielo, hasta la mismísima Pentesilea se asustaría de ti –dijo Alwyn levantándose para besar a Cecily con ardor.

–Solo sé de pentagramas –respondió ella, al sujetarlo por las orejas.

Gilbert Chesterton carraspeó divertido.

–Lord Conan era tío, señor, de su amigo Michael Whitehall, vicecanciller de Oxford –encadenó después de la tos.

–¡La ira de Dios! Norton está a unas once millas de aquí. Salgamos pronto. Amor –susurró con dulzura Alwyn, volviendo su mirada hacia Cecily–, ¿volverás esta noche de Londres después del concierto? Ordenaré a algún agente que te recoja en la estación.

–Cielo, tan importante es una nota como un silencio. Puedo asegurarte que, si vuelvo, no me vas a hacer ni puñetero caso o, peor aún, que me vas a torturar con tus odiosos monólogos policíacos. Te he aceptado con todos tus defectos y decepciones. Me gustas mucho, pero me gusta más dormir. Me quedo en Londres. Y lo sabes. ¡No voy a llegar a Northampton a las tantas después de un concierto solo para verte a ti, pichón!

»Además, canalla, mentiroso, borracho, egoísta, hijo de perra, no intentes engañarme. Sabes que sé que esta noche tienes cita con Sherlock Holmes y con Frederick Abberline* en vuestra taberna de mala muerte, esa que está en Fleet Street. Vas a coger el tren de las cinco y media. Tú hoy duermes la mona en Londres. Siempre lo haces. Hoy es segundo martes de mes, cariñito mío. ¡Eres tan predecible! Tengo conciertos toda esta semana, luego marcho a Suiza quince días. Te di copia de las llaves del piso de Oxford Street que me facilita el Opera House cuando toco de solista, ¿verdad?

–Tengo ganzúa –presumió Vertebra subiendo y bajando sus cejas.

–¡Bestia parda! Si quieres escuchar mi actuación, sabes que estás en la lista de la puerta de atrás del teatro. Anda, vete ya, que el muerto se va a enfriar. Y te juro que como llegues muy borracho a casa esta madrugada duermes en el salón. A mí no me molestes. Si vas a beberte hasta el agua de los floreros, duerme mejor en la posada de Bernard, allí ya te conocen y te quieren más que yo.

Alwyn se despidió de su amada con un beso en el cuello. Sintió el correr de su sangre por la yugular. Olía a tierra húmeda. La quería tanto porque le salvaba de sí mismo, porque ella le aceptaba tal y como era, al tiempo que no dejaba ni un instante de intentar pulir su temperamento. Se preocuparía de la intensidad de su amor el día que Cecily no le regañase. «Las llamas aumentan cuando se mueve la antorcha y se apagan si nadie las agita», está escrito en el Arte de amar. La mujer pasó los dedos de su mano por la barba de nuestro protagonista. «Te dejaré algo de comer en la cocina, sinvergüenza». No prolongaron la partida. Iban a compartir la siguiente alba en Londres y eso les hacía felices.

Justo al abandonar la vivienda Alwyn paró en seco, había olvidado su gorra cervadora. Cuando se giró para recogerla la vio llegar volando. Cecily se la había lanzado desde el pasillo. Vertebra la cazó ágilmente con una mano y con la otra lanzó un beso volado que ella recogió y depositó entre las pecas de su mejilla.

Antes de entrar en el coche victoria que le esperaba, Alwyn se acercó al tejo descopado, bajo el que reposaba el sombrero de Jim, el agente pelirrojo de la escala básica. Los cuervos se habían cagado en la copa. Lo recogió haciendo pinza con los dedos y se lo dio al chófer. Uno de los caballos lanzó un chorro de vaho. Ya en el asiento del compartimento frotó sus manos para combatir el frío. Miró a Gilbert y repitió las palabras de su amigo Holmes: «¡Comienza el juego!». El sargento sonrió, colocó su bombín entre las piernas y se adelantó a la voluntad de su superior

–Haremos alto en la casa de Michael Whitehall. He enviado a uno de los nuestros para que le comunique la noticia de la muerte de su tío. Sabe que pasaremos a recogerlo.

–Gracias, Gilbert. Valoro mucho tu anticipación –contestó Alwyn rebuscando su tabaquera.

–Podría llevarme esta noche a Londres para conocer a Mr. Holmes y al inspector Abberline –sugirió el sargento en tono de súplica.

–Sherlock, Frederick y yo solo nos juntamos en el Ye Olde Cheshire Cheese para drogarnos y tocar algo de música. Un violín, un piano y una concertina. Cocaína y whisky. A veces algo de morfina. No hablamos de asuntos laborales. Son nuestras noches de Leteo.

–¿De Leteo, jefe? Perdone mi incultura y yo perdonaré su insufrible vanidad.

–El Leteo era un río infernal en la mitología clásica. Sus aguas tenían la cualidad de provocar el olvido en aquellos que las bebieran. Acabamos tan borrachos que ni nos acordamos de nuestros nombres. ¿En serio te apetece venir?

–Sería para mí como entrar en el Olimpo. –La sonrisa de Gilbert Chesterton se estiró con el entusiasmo de un niño.

–Tú no eres un borracho. Hasta practicas deporte. ¡Eres una institución del rugby aquí en Northampton! Tu equipo cada vez va mejor en la liga. Tu destreza como entrenador resulta apabullante. Las beatas te consideran ya un pilar de la comunidad, ja, ja, ja. Además, ¿sabes tocar algo?

–Los testículos, señor, los testículos.

–Ja, ja, ja –carcajeó Vertebra, golpeando afectuosamente la pierna del sargento con su mano. El bombín que tenía en las rodillas se le cayó–. Ya veremos, ya veremos. Yo creo que lo pasarías mejor con el doctor Watson acechando hermosas aristócratas en los salones de baile. Pero, de momento, resolvamos este caso. Vamos a recoger a Michael. Será nuestro mejor guía en la mansión Whitehall. Por cierto, como no me hayas traído el termo de café te arrojo del coche a patadas ahora mismo.

El recién retirado vicecanciller de Oxford y Alwyn habían labrado una buena amistad que se remontaba a siete años atrás, cuando Michael Whitehall compró una preciosa villa junto a Abington Park en Northampton. Los dos comenzaron a coincidir en sus paseos matinales alrededor del lago del parque. Del «buenos días» pasaron a la pausa para charlar sobre boxeo, y de esta a la taberna. Allí comenzaron a beber pintas hasta abrir el telón a las ginebras recordando las hazañas de pugilistas como John L. Sullivan*, el gran fajador inglés Tom Cribb* o el campeón de campeones Jem Mace*.

El prestigioso profesor había elegido Northampton para que su hijo pequeño se recuperara de una tisis. No tanto por las ventajas climáticas del entorno, como por la presencia en el hospital del condado del doctor Charles Venaes, un especialista en la enfermedad. Michael hacía uso del tren para salvar las cuarenta y ocho millas que separaban su residencia forzosa de su lugar de trabajo. Tres horas de ida y tres de vuelta, tres veces a la semana durante los primeros seis meses. No resulta exagerado afirmar que tuvo su despacho en un vagón. Afortunadamente las prescripciones médicas dieron excelentes resultados y pudieron regresar todos a Oxford al séptimo mes. Eso sí, Michael Whitehall mantuvo la casa de Northampton y, ahora que se había retirado de las altas responsabilidades del claustro, pasaba en ella los inviernos junto a su esposa Adele y su hijo Thomas, quien una vez superada la enfermedad se manifestó como un absoluto mentecato. La vida, como hecho biológico, se siente tan cómoda con la inteligencia como con la tontuna.

Alwyn y Michael tenían, además del boxeo, otra pasión compartida: la astronomía. Tal afición les obligó a desbordar su relación social. Juntos pasaron noches enteras, con la perseverancia de las hormigas, disfrutando de los océanos cósmicos al tiempo que polemizaban hasta la madrugada sobre política, religión y filosofía. Juntos construyeron un telescopio que ganó un premio regional. Juntos, después de hacer uso del pegamento académico que unía a Michael Whitehall con George Biddell Airy*, consiguieron que los astrónomos responsables del observatorio de Cambridge les dejaran compartir clandestinamente las instalaciones una vez al mes. Privilegio del que participaban, ¡burlesco es el sentido del humor de los dioses!, con otro enamorado de las estrellas, Adam Worth*, el Napoleón de los ladrones.

Amo y señor del turbión inglés, con permiso del siniestro profesor Moriarty, Adam Worth había untado al secretario del observatorio con un préstamo para saldar sus deudas de juego y tenía acceso directo al telescopio por la sencilla razón de que nadie se atrevía a decirle que no. Entre él y Alwyn existía una cordial relación. En aquel templo de Madingley Road el emperador del robo se acogía a sagrado y el policía dejaba su lupa para disfrutar de otro tipo de lente. Esas horas hasta la alborada representaban algo imprescindible para Vertebra. Mirar a las estrellas era mirarse a sí mismo.

Tardaron poco en recoger a Michael Whitehall. Hillside Way quedaba a un costado de Abington Park. Un puñado de urracas voló cerca del vehículo, como si alguien hubiera arrojado piedras. El caballo relinchó molesto. En la puerta de la propiedad ya les aguardaba el profesor retirado. Casi subió al coche en marcha. Se desabrochó su chaqueta de espiga y saludó cortésmente a Gilbert. Apretó bien fuerte la mano de Alwyn. Sacó tres cigarros de su petaca y con agudeza científica rogó al sargento Chesterton que le pusiera al tanto de los acontecimientos. Sabía que estaría mejor informado que su amigo el inspector jefe. Gilbert comenzó a hablar después de pedirle al cochero que avivase.

–A las cuatro de la mañana recibimos un cable de la estación de policía de Daventry. Ellos, a su vez, habían recibido otro desde la mansión Whitehall. Se les informaba de forma escueta que lord Conan «acababa de pagar con su vida una deuda pretérita». –Gilbert narraba los hechos con una claridad espontánea que Alwyn siempre consideró un don–. Enviaron una patrulla, Norton está a tan solo dos millas de Daventry. Lo que los agentes descubrieron resultó sobrecogedor. Encontraron el cadáver de lord Conan desnudo, tumbado sobre el sofá del salón y en posición fetal. Tenía la garganta abierta en canal, las muñecas rajadas, la parte interior de los muslos perforada y el pectoral izquierdo horadado a cuchillo, mostrando el corazón hecho pulpa. A los pies del sofá, el asesino había colocado un vaso y lo había llenado con sangre.

–No logro entender nada –intervino Michael sacudiendo la cabeza–. Parece una muerte ritual. ¿Tendrá algo que ver con sus negocios en la India? La última vez que vino su testaferro, Naraka Maliku, mi tío y él pelearon a costa de unos ingresos que Conan creía maquillados a la baja. Yo quería al viejo, su carácter era marca de la casa. Un Whitehall en estado puro. Ira y misericordia, cara y cruz de una misma moneda. Esto no es una tragedia, me parece una atrocidad.

–Lo lamento mucho, profesor Whitehall. Confíe en nosotros, estoy convencido de que atraparemos al culpable.

–O a los culpables –interrumpió Vertebra al descapullar su cigarro y arrojar la colilla a la carretera.

–Estando Alwyn al cargo de la investigación, quien haya cometido este crimen no escapará –sentenció Gilbert con sincera admiración hacia su superior.

El sargento Chesterton era el brazo derecho de Alwyn. Policía cuarentón, macerado en las calles de Birmingham, Gilbert pasaba por ser un hombre leal, valiente, honesto y enigmático. Su complexión atlética, esculpida por la práctica del rugby, deporte en el que destacó desde muy joven; su altura media, que lo convertía en un bajo alto; su pelo palisandro siempre a cepillo; los ojos olivados, en eterno contraste con su piel de talco, le conferían un cariz indoblegable. Desde hacía cinco años trabajaba en el cuartel general de la policía del condado. Su pericia profesional, reconocida por los superiores del norte, resultó importante para la promoción a los headquarters. Pero lo que realmente resultó fundamental para su traslado fue la presión política ejercida por el reverendo Samuel Wathen Wigg*, a fin de que Gilbert fichara como entrenador suplente de los St. James Saints, un magnífico equipo de rugby que año tras año, desde 1880, lo ganaba todo: partidos y reputación. Chesterton había alquilado dos habitaciones muy cerca de Wootton Hall Park. Vivía de manera solitaria y austera junto a su hijo Keith, un prometedor estudiante de leyes. Se entregaba en cuerpo y alma al trabajo policial y a los jóvenes de la parroquia que conformaban el equipo de rugby. Su mudanza desde Birmingham tenía una historia.

Gilbert había pedido el cambio de destino en un desgarrado intento por salvar su matrimonio con Evelyn Payne. Pensaba que un cambio de aires, de ambiente, de conocidos, inocularía brío redentor a una relación en estado terminal. Su mujer padecía trastornos psicológicos severos. Cuando llegó a Northampton no fue bien recibido, a qué negarlo, por sus nuevos compañeros de la policía, y pasó a ser objeto de mofa al poco de desembarcar en las oficinas. Le tildaron de estigmatizado, pues su sufrimiento conyugal le jugaba malas pasadas: se derrumbaba en lagrimeos en horas de trabajo, somatizaba el sufrimiento de las víctimas, caía en letargos anodinos. Su esposa se presentaba en comisaría ebria de estolidez y pedía dinero a cualquier agente a cambio de favores sexuales.

Alwyn, por entonces inspector de efervescente reputación, puso fin a las sevicias cuarteleras padecidas por Gilbert al elegirlo de compañero. Vertebra, ya lo decía su abuelo, era de hondo corazón. Detuvo las vejaciones que Chesterton se veía obligado a soportar al coger por la pechera a un sargento y arrojarlo por la ventana del primer piso. «Quien se meta con Gilbert me toca a mí los cojones. Y a quien me toque los cojones le destrozo los hígados, ¿queda lo suficientemente claro?», dijo después de asomarse al alféizar y comprobar que el policía que había lanzado por la ventana seguía vivo. Alwyn acompañó a Gilbert el día que este y su hijo Keith decidieron internar a Evelyn en el Northampton State Hospital.

–Oye, Gilbert. «Apocalipsis» está en Daventry, ¿verdad? Me gustaría que viese el cadáver con nosotros –dijo Vertebra–. ¿Te parece buena idea? Podríamos avisarle.

–Ya lo he hecho. Le he mandado un cable. Supongo que nos estará esperando.

–Valoro mucho tu anticipación.

–Podría llevarme esta noche a Londres para conocer al señor Holmes y al inspector Abberline. Necesito beber de las aguas del Leto.

–¡Del Leteo, mastuerzo!

Alexander McLaran, «Apocalipsis», era el mejor médico forense del condado. Escocés emigrado al sur, vivía en Daventry desde hacía ya diez años. Alwyn respetaba sus opiniones hasta la devoción. Frisaba los cincuenta y cinco. Había sido alumno aventajado del eminente doctor Joseph Bell* en la universidad de Edimburgo. Su profesionalidad y fuerte vocación por el conocimiento (formó parte de las selectas tertulias de John Stuart Mill*) lo hacían merecedor de un respeto casi místico entre aquellos que lo trataban. De mirada profundamente lapislázuli, poseía un carácter extravagante, irregular, sin orden. Vestía como un poeta. Aunque lo intentara, no lograba hacerse con un solo enemigo, pues al final, hasta el más recalcitrante rival sucumbía a la imantación de su carácter. Tenía una forma de comportarse perpendicular a los cánones sociales. Sobrecargado, excéntrico, a ratos petulante, nunca alimentaba el rencor hacia él, pues poseía el don de ser impermeable a la maldad. Sus dejes de locura impostada, sus gesticulaciones de divo, su verboso cultivo de la palabra (le gustaba hablar en latín) no le hacían desagradable al trato, sino más apetecible incluso. Alexander McLaran era de esas personas que te fascinan durante diez minutos y que pasado ese tiempo te provocan sobredosis.

Su existencia giraba alrededor del delito. No quería vacaciones. Dejar de trabajar le suponía crisis nerviosas que vencía desempolvando viejos casos sin resolver. El crimen y él mantenían una relación siamesa. Igual que un perro zorrero, no podía domeñar sus instintos cuando un soplo de aire le traía el rastro de una pista. Temía al ocio porque temía a sus propios demonios. Algo había pasado en Escocia, algo de lo que todavía huía. Fue él quien le presentara al inspector Abberline a Alwyn años atrás. Su verdadera obsesión, sin lugar a duda, era el caso de Jack* el destripador, su obsesión y su talón de Aquiles, pues no conseguía resolver el misterio. Llevaba tiempo sosteniendo que la verdadera nacionalidad del carnicero de Whitechapel era la estadounidense, pero no conseguía hacerse con pruebas irrefutables que sostuvieran tal hipótesis. Alexander siempre adaptaba las teorías a los hechos en vez de los hechos a las teorías. No conseguir demostrar su planteamiento lo desquiciaba. Datos, datos, datos, no podía fabricar ladrillos sin arcilla.

Su labor cotidiana como médico le permitía vivir de manera holgada. Estaba casado con una española porque ninguna mujer inglesa en su sano juicio aceptaría ser menos amada que un cadáver. Siempre que se lo requería la policía, colaboraba de manera altruista en la investigación de cualquier caso. Su fama puntillosa caló en el mundo delictivo y fueron los hampones los que le pusieron el alias de «Apocalipsis», pues con él llegaba a su fin una etapa de la historia criminal inglesa. Contar con la pericia de Alexander podía considerarse un golpe de fortuna. Un escenario del crimen derrengado, como el que iban a encontrar, las más de las veces daba informaciones envenenadas. McLaran trillaba como nadie los datos que permanecían agazapados en el lugar donde se había cometido un asesinato. Ofrecía los sabores necesarios para que los investigadores cocinaran con éxito sus trabajos. Alwyn era bueno en los fogones, pero todo chef necesita de un saucier