El bello escándalo de la caridad - Gilles François - E-Book

El bello escándalo de la caridad E-Book

Gilles François

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Beschreibung

La misericordia es una de las mejores claves para comprender la vida de Madeleine Delbrêl, tan próxima siempre a la miseria en cualquiera de sus manifestaciones. Sus experiencias le impulsaban a desbordarse en ternura ante las situaciones concretas a las que dedicó su vida y que podemos rastrear en su misal, en su "Herbario". Los autores nos presentan cuatro de sus textos más importantes, ilustrándolos con sus conocimientos sobre el contenido de ese misal que es uno de los objetos más bellos que Madeleine nos ha dejado. MADELEINE DELBRÊL (1904-1964) es una de las figuras más avanzadas y atractivas de la Iglesia del preconcilio Vaticano II. Desde su juventud en que la se declaró 'rigurosamente atea' hasta que, a los 20 años, encontró a Dios, se dedicó al servicio de los pobres y descreídos como trabajadora social. En la ciudad obrera donde desarrolló su actividad tuvo ocasión de conocer el ateísmo militante y trabajar codo con codo y eficazmente con compañeros comunistas entre los que siempre dio testimonio de una vida cristiana llena del amor de Dios y a todos los que la rodeaban.

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El bello escándalo

de la caridad

Gilles François y Bernard Pitaud

El bello escándalo

de la caridad

La misericordiasegún Madeleine Delbrêl

NARCEA, S.A. DE EDICIONES

Índice

AGRADECIMIENTOS

INTRODUCCIÓN

BREVE BIOGRAFÍA

NUESTRA ALMA INSONDABLEMENTE EMPOBRECIDA

HACERSE MISERICORDIOSO

LA MISERICORDIA MISIONERA… Y REVOLUCIONARIA

DAÑADOS EN SU ESPÍRITU POR UN ERROR CENTRAL

EN CONCLUSIÓN

PARA SABER MÁS

Créditos

AGRADECIMIENTOS

Dedicamos este libro a Guite Galmiche, una de las compañeras de equipo de Madeleine Delbrêl. Familiarmente se hacía llamar “Guitemie”; era enfermera a domicilio, muy conocida en Ivry-sur-Seine; murió en 2003. A lo largo de los años, y sobre todo en los meses que precedieron a su fallecimiento, nos mostró numerosos documentos. Como vieja amiga que era, podía comentar cada foto del “álbum de familia” del número 11 de la calle Raspail, la casa donde vivieron Madeleine Delbrêl y sus compañeras de equipo desde 1935. Con esa misma actitud llena de respeto, hojeaba el misal de Madeleine, que era como otro álbum de familia, estrechamente ligado también a la misericordia, tema de este libro. Contiene entre sus páginas numerosas imágenes e índices cuyo sentido nos supo indicar. Se trata, en la mayoría de los casos, de las huellas de largas amistades que muestran cómo vivía en concreto Madeleine Delbrêl la misericordia.

INTRODUCCIÓN

No hablaremos solo de dolores y pecados en este libro sobre la misericordia. No le va bien a un jubileo. El papa Francisco proclamó jubilar el año 2016 y esa palabra remite a la alegría. Pero, ¿acaso no viene la alegría de la experiencia de la misericordia, la de Dios para con nosotros y la que sentimos por los demás? En el ángelus del 17 de marzo de 2013, cuatro días después de su elección, el papa declaraba:

Al escuchar misericordia, esa palabra lo cambia todo. Es lo mejor que podemos escuchar: cambia el mundo. Un poco de misericordia hace al mundo menos frío y más justo. Necesitamos comprender bien esta misericordia de Dios, este Padre misericordioso que tiene tanta paciencia.

Escuchar misericordia, pues, no es entregarse a una emoción pasajera. Recibir de Dios es lo que nos pone en condiciones de hacer este mundo más caluroso, menos duro, más respetuoso con cada persona, más impregnado de la caridad de Dios. A este respecto nos puede servir de ayuda el testimonio de Madeleine Delbrêl. Vamos a seguirla en algunos de sus escritos, pero también en su vida cotidiana.

Vamos a presentar sucesivamente cuatro textos donde habla de la misericordia. Los ilustraremos con una ojeada a uno de los más bellos objetos personales de Madeleine Delbrêl que nos han llegado y que podemos ver actualmente: su “Herbario”, que es como ella llamaba a su misal. Está lleno de misericordia. Bajo una tapa de cuero muy rústico, está completamente abombado, repleto de fotos, de cartas, de listas de personas, de recortes de actualidad y de imágenes. También es un herbario de verdad, pues en él encontramos hasta flores secas. Son las huellas de cosas bellas de la Creación, insertas así entre las páginas, mezcladas con las huellas de encuentros humanos. Cada mañana, al alba, Madeleine lo llevaba consigo a la misa. Lo abría allí donde la liturgia le daba cita. Al abrirlo, encontraba las oraciones del día y, al mismo tiempo, al pasar las páginas, las personas con las que se había encontrado la víspera o hacía diez años. Este “Herbario”, su misal, es un objeto familiar como no hay otro. Abulta por la vida que palpitaba entre sus manos, como ella misma dejó escrito en una de sus oraciones:

[…] sentimos abrirse en nosotros nuestro débil amor como una amplia rosa, ahondarse como un refugio inmenso y dulce para toda esa gente a quien la vida golpea a nuestro alrededor1.

La misericordia que se manifiesta en el “Herbario” de Madeleine adopta la forma de una vasta letanía de amistad donde se codean las alegrías, los dolores, los pecados y las curaciones de las mujeres y los hombres que conoció a lo largo de toda su vida.

Muy a menudo, la misericordia va asociada sobre todo al pecado. Los sacerdotes, al comenzar la Eucaristía, utilizan frecuentemente expresiones como “imploramos la misericordia…” o “acogemos la misericordia del Señor…”, para decir que confesamos nuestros pecados y que pedimos el perdón de ellos. El papa Francisco da a la misericordia un sentido mucho más amplio, que engloba el pecado, pero que va más allá:

Misericordia es la palabra que revela el misterio de la Santísima Trinidad. La misericordia es el acto último y supremo con el cual Dios viene a nuestro encuentro2.

Dios, por tanto, es misericordia en lo más profundo de sí mismo; y cuando viene hacia nosotros, se acerca con el rostro de la misericordia; y este rostro es el de Jesucristo. No mira en nosotros solo el pecado que perdonar, sino la totalidad de lo que somos: criaturas libres capaces de lo mejor y de lo peor. Dios, que se hizo uno de nosotros en Jesucristo, nos aborda con una mirada llena de misericordia, mirada de mansedumbre y humildad; ¿dos expresiones de la misericordia fundidas en una en el corazón de quien dijo: “Soy manso y humilde de corazón” (Mt 11,29)?

El “Herbario” de Madeleine está lleno de esa mirada que formó la suya y que da origen a una multitud de verdaderos encuentros que son otras tantas huellas de la misericordia de Dios. Una misericordia hecha a la vez de paciencia, de atención, de escucha, en la sencillez.

La misericordia es, pues, la manera que Dios tiene de mirar al hombre y de tratar con él en todo lo que le constituye; en primer lugar, le mantiene en la existencia, le hace ser; halla buena su obra; quiere la plenitud del hombre. Pero también tiene que purificarle perdonándole las faltas. Y finalmente, quiere elevarlo hasta él, entablar amistad, entrar en comunión con él. La misericordia es todo esto a la vez: es el don sin reserva de él mismo que Dios hace al hombre cuando le da su existencia y su libertad, cuando le cura de su pecado y cuando le hace participar en su propia vida. Evidentemente, se ejerce de manera preferente “hacia los pecadores, los pobres, los excluidos, los enfermos y los que sufren”3; eso es justamente lo que Cristo nos ha hecho ver. ¿Y quién hay entre nosotros que no forme parte de una u otra de esas categorías, cuando no de varias a la vez?

Revelada y realizada en Jesucristo, la misericordia divina nos llama a que seamos, por nuestra parte, misericordiosos para con nuestros hermanos, es decir, a que nos “vistamos” de la misericordia de Dios con respecto a ellos. Solo podemos ser los discípulos del Dios misericordioso si practicamos a la vez la misericordia. Ser misericordioso para con nuestros hermanos: he aquí tres ejemplos que se suceden en las páginas del “Herbario”.

En primer lugar, una breve carta de felicitación por su santo, firmada por “Tata Lou” y dirigida a su Pequeña Madolaine, de 22 de julio de 1953. Tata Lou era una “clocharde”, como se decía entonces, a quien los sacerdotes de la parroquia habían enviado al nº 11 de la calle Raspail, donde Madeleine vivía con sus compañeras de equipo. La habían alojado durante un tiempo, hasta que pudiera ir a una residencia de ancianos. Cincuenta años después, aún se acordaban de que se había hecho amiga suya, “una damita muy limpita”, y de que se llamaba Marie-Louise.

Justo antes, hallamos una postal de Biarritz, enviada por un sacerdote amigo, Jean, muy solo en su equipo sacerdotal y con gran sufrimiento personal; breve carta de vacaciones, anodina en apariencia, pero cincuenta años más tarde, mucho después de la muerte de Madeleine en 1964, sus compañeras de equipo se acordaban perfectamente de aquel sacerdote. Larga memoria de ternura y misericordia que desborda a la misma Madeleine.

Si seguimos hojeando el “Herbario”, justo después hallamos un recorte de periódico, una foto donde aparecen los inmuebles de la ciudad Marat, uno de los mayores logros de vivienda del ayuntamiento comunista de Ivry. Madeleine conocía bien las pésimas condiciones de vivienda de muchos habitantes de Ivry en aquella época.

Estos tres ejemplos, tomados uno tras otro, dejan entrever un poco su horizonte: todos aquellos a los que Cristo dio prioridad: los humildes, los pobres, los pecadores. Y escribe:

La misericordia de Cristo para con los pobres se inserta en una misericordia tan vasta como toda la desdicha humana. Es misericordia para con los pecadores, misericordia para con los enfermos, misericordia para con los que lloran a sus muertos, misericordia para con los cautivos, misericordia para con todo lo que es humilde4.

Antes de proseguir nuestra meditación, conozcamos un poco a Madeleine.

1 Madeleine Delbrêl: Humour dans l’amour, méditations et fantaisies, Œuvres complètes (en lo sucesivo OC), t. III, Bruyères-le-Châtel, Nouvelle Cité, 2005, p. 65.

2 Papa Francisco: Vultus misericordiae, 11 de abril de 2015, nº 2.

3Ibíd. nº 8.

4 Madeleine Delbrêl: La sainteté des gens ordinaires, OC, t. VII, Bruyères-le-Châtel, Nouvelle Cité, 2009, p. 198.

BREVE BIOGRAFÍA

Madeleine Delbrêl nació el 24 de octubre de 1904 en Mussidan, en Dordoña. Hija única de un padre que fue jefe de estación en Montluçon, en el Allier, y de una madre procedente de una familia de pequeños industriales, vivió mimada por sus padres. Había recibido una educación como muchas jóvenes de la burguesía de la época: piano, pintura, pero también francés, que le enseñaba su propio padre, amante de la poesía y miembro activo de un círculo literario. Estaba ansiosa por hacer la primera comunión, aunque con la muerte de su abuelo, la familia tuviera otras preocupaciones. Continuó con su catequesis “de perseverancia” durante un año antes de que su padre fuera destinado a París en 1916. Allí se instaló la familia, primero en la plaza Denfert-Rochereau y luego en la plaza Saint-Jacques. Pero el matrimonio tenía problemas y acabó por separarse en 1935, cuando Jules Delbrêl ya llevaba más de diez años sumido en el dolor existencial. Sometía a duras pruebas a su mujer y a su hija, algo que no acabó hasta su muerte en 1955.

En París, Madeleine se hizo atea para después convertirse. A los 17 años escribía:

Dios ha muerto, viva la muerte […] La muerte de Dios hace más segura la nuestra. La muerte se ha convertido en la cosa más segura1.

Escribía esto unos años después de la Primera Guerra Mundial, en 1922. De entre las generaciones de hombres apenas mayores que ella, muchos fueron arrebatados por la muerte:

La muerte se encuentra perfectamente […] Aunque se ponga freno a la guerra, de 100 hombres seguirán muriendo 100, es decir, el 100%.

[…] la única desgracia grande, importante, razonable, es la muerte2.

Después de cuatro o cinco años de ateísmo, continuando con su búsqueda de absoluto “razonable”, se convierte tras conocer a algunos cristianos, sobre todo a Jean Maydieu, del que estuvo muy enamorada. Con él mantuvo diálogos gracias a los cuales la cuestión de Dios se volvía a hacer posible. Decidió entonces ponerse a orar: “Desde la primera vez, oré de rodillas por temor, aún, del idealismo”, escribiría más tarde. Entonces Dios se apoderó de ella:

Creí que Dios me hallaba y que él es el verdadero vivo, y que podemos amarle como amamos a una persona3.

Era el 24 de marzo de 1924. Pero al mismo tiempo, Jean Maydieu la dejaba, sin darle explicaciones, y ella se adentraba en una soledad cada vez mayor. Jean ingresó en el noviciado de los Dominicos al acabar su servicio militar. Sufrimiento del que Madeleine emergió poco a poco, gracias a la escritura poética y a su implicación en el escultismo.

Nueve años de evolución separan su conversión de su traslado a Ivry-sur-Seine (Val-de-Marne), municipio lindante con París. Durante su etapa como jefa de lobatos, descubre la liturgia en la vida parroquial. Autodidacta, se instruye tanto en el plano religioso como en el filosófico y artístico. Hasta 1928 aspirará a emprender una carrera literaria.

En aquellos años, fue decisivo el encuentro con el Padre Lorenzo. Vicario de la parroquia de Saint-Dominique, de apariencia sumamente discreta, este sacerdote tenía el don de poner a los jóvenes en contacto con el Evangelio. En este aspecto era un precursor y ayudó a Madeleine a desarrollar lo que se convertiría en una constante en su vida: el recurso ardiente y cotidiano al Evangelio.