El beso de Venus - Susanne Mccarthy - E-Book

El beso de Venus E-Book

Susanne McCarthy

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Beschreibung

Dakis Nikolaides era un cupido poco habitual, entrado en años y con un evidente malhumor. Pero había encontrado a la novia perfecta para su hijo Theo y no pensaba permitir que el asunto se le escapara de las manos. Solo había dos problemas: la novia, Megan Taylor, había hecho voto de evitar a los hombres guapos. El último que había conocido la había dejado con el corazón destrozado. Ni siquiera Theo Nikolaides, un millonario que se había hecho a sí mismo y dios griego a tiempo parcial, iba a hacerla cambiar de opinión. Y al novio le había bastado una sola mirada al curvilíneo exterior de Megan para convencerse de que era una cazafortunas sin piedad, aunque bastante atractiva. Podía llevársela a la cama si su padre seguía insistiendo, pero nunca se casaría con ella.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1997 Susanne Mccarthy

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El beso de Venus, n.º 1352 - enero 2022

Título original: His Perfect Wife

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1105-573-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

YA llega! ¡Acabo de ver su coche!

—¿Quién llega? —dijo Megan, sin molestarse en levantar la mirada de los de análisis de laboratorio que estaba estudiando.

Podía suponer quién era el causante de tanto alboroto.

—¡Theo Nikolaides! —exclamó Sally Henderson, una feliz madre de familia y una gran profesional.

La mujer se repasó la pintura de labios en un pequeño espejo de la sala de enfermeras.

—Oh, vamos, hasta tú tienes que admitir que está muy bien!

—Posiblemente —admitió Megan sarcásticamente—. Desafortunadamente, lo sabe, lo que fastidia todo el efecto. De todas formas, es todo vuestro. ¡Yo me voy a ver cómo está la señora Van Doesburgh!

Siempre prefería estar haciendo otra cosa cada vez que Theo Nikolaides iba a visitar a su padre. Ya estaba harta de hombres atractivos y arrogantes. Ni siquiera había hablado más de unas pocas palabras con él, pero tampoco era necesario, sabía perfectamente cómo era. Se comportaba como si el mundo fuera suyo.

Pensó que debía ser algo hereditario. El viejo Theodakis Nikolaides, su padre, era una verdadero terror. Incluso algunos médicos lo temían y había logrado hacer llorar a la mayoría de las enfermeras alguna vez. Aunque para ser sincera, a Megan le caía bien. En su último trabajo, ella había sido enfermera de quirófano y no se dejaba intimidar fácilmente. Y a él parecía gustarle el hecho de que se le enfrentara.

Era posible que el mal humor de ese hombre fuera a causa del ataque al corazón que había sufrido. Al parecer, siempre había sido un hombre muy atractivo y seguía llevando personalmente la cadena de hoteles que había fundado en su nativa Chipre, a pesar de que ya había cumplido los setenta. ¡Y cualquiera se irritaría con la familia que tenía! Todos esos sobrinos, sobrinas, primos y demás dándole vueltas a su herencia como si ya estuviera muerto.

Por lo menos, no podía acusar de eso a su hijo, pensó. Lo visitaba todas las tardes sin falta, pero no se solía quedar más de veinte minutos. Y normalmente, se las arreglaba para tener una buena pelea con su padre. Pero después, el anciano se quedaba siempre de un humor excelente.

Vio de refilón al hijo mientras cerraba la puerta de la habitación de la señora Van Doesburgh y tuvo que admitir que Sally tenía razón. Estaba francamente bien. Medía casi dos metros, tenía unos hombros muy anchos que solía llevar cubiertos por una chaqueta de cuero negro y casi siempre también vestía unos vaqueros del mismo color.

No pudo ver muy bien su rostro, pero le dio la impresión de que tenía la frente alta, nariz recta y mandíbula cuadrada. Su cabello era negro y lo llevaba muy corto. Le recordaba a una pantera por sus movimientos. Un depredador natural, oscuro y peligroso.

Un depredador al que era mejor evitar a toda costa, se recordó a sí misma.

Además, estaba demasiado ocupada como para pensar siquiera en él y, durante la siguiente media hora, se dedicó a cuidar a la señora Van Doesburgh.

Cuando la agencia de empleo la mandó a trabajar en esa clínica privada, a ella no le había hecho mucha gracia, pensando que todos los pacientes serían damas mayores de alta sociedad que estarían allí para hacerse la cirugía estética, o irritables hombres de negocios para hacerse by passes que no habrían sido necesarios si hubieran comido mejor y hecho más ejercicio, pero pronto se había dado cuenta de que le gente que iba allí estaba tan enferma como en cualquier otro sitio y que ser ricos no les quitaba nada de la incomodidad. Llevaba allí cinco semanas y lo estaba encontrando tan interesante como su trabajo anterior.

Terminó de atender a la señora Van Doesburgh, pero, cuando salió por la puerta, casi se dio de bruces con alguien que caminaba por el corredor indiferente al resto de los mortales.

Su mirada pasó de la chaqueta negra hasta los más increíbles ojos azules. Unos ojos que hacían un fuerte contraste con el cabello negro como el ala de un cuervo. Era curioso, había pensado que los ojos de él serían castaños, como los de su padre.

—¿Por qué no mira por dónde camina? —le dijo él con su altanería habitual.

A ella los ojos le echaron chispas. Aquello había sido culpa de él. Pero no sería nada profesional ponerse a discutir con ese hombre, así que se tragó la respuesta que casi le salió por la boca.

—Perdone —dijo por fin.

Él se había quedado menos tiempo del habitual y Megan pensó que debía haberse vuelto a pelear con su padre. Se parecían mucho, los dos eran orgullosos y cabezotas. Pero era una pena que no hiciera un esfuerzo mayor para acercarse al anciano, después de todo, era su único hijo.

La madre de Theo había sido inglesa, por lo que había podido averiguar, pero aunque ella no sabía lo que había pasado, el matrimonio terminó cuando Theo tenía doce años y ella se lo había llevado a Inglaterra. Seis meses más tarde, ella se mató en un accidente de carretera, pero Theo se había negado a volver con su padre, prefiriendo quedarse con un tío suyo.

Y cuando creció, se negó a las súplicas de su padre para que se hiciera cargo de los negocios familiares, prefiriendo establecerse por sí mismo y creando una pequeña revista, que pronto fue un verdadero éxito, cosa que lo hizo millonario en menos de dos años.

Ahora tenía inversiones en todo tipo de cosas, restaurantes, tiendas de discos, producciones teatrales… Su padre decía que se había vuelto un playboy, que siempre llevaba a alguna belleza diferente del brazo.

—Oh, reconozco que tiene gusto —decía—. Pero no son de la clase de mujeres que me gustan como madres de mi nieto.

El anciano no parecía tener mucho éxito convenciendo a su hijo de que cambiara de estilo de vida. ¿Por qué lo iba a tener? Theo parecía tener todo lo que pudiera querer un hombre, mucho dinero y muchas mujeres hermosas con las que gastárselo.

Se miró brevemente en el espejo del cuarto de instrumentos y decidió que ella tenía bastante buen aspecto normalmente, pero no en ese momento.

Era su cabello. ¡No debería haber dejado que su hermana se lo arreglara! Cathy le había prometido que no le haría nada drástico, sólo algo que la hiciera sentirse diferente después del trauma que había sido su ruptura con Jeremy. Y se lo había dejado amarillo.

Su primer impulso fue teñírselo de su color original, castaño miel, pero Cathy le advirtió que así podía ponérselo verde. Así que se aguantó, al fin y al cabo, sí que era una nueva imagen, aunque un poco chocante. Entonces se dio cuenta de que se le había bajado una de las ligas. Siempre llevaba medias cortas de seda para trabajar. Era una costumbre que había adquirido en su trabajo anterior en quirófano, por el calor que solía hacer allí y la electricidad estática producida por todos los aparatos.

Apoyó el pie sobre unas cajas, se levantó el borde del uniforme y se puso bien la liga y la media.

Entonces la sorprendió una extraña sensación, algo le dijo que estaba siendo observada. Volvió la cabeza lentamente y vio que Theo Nikolaides estaba en la puerta, apoyando un hombro en el quicio. Esos ojos azules le recorrieron toda la longitud de sus piernas antes de encontrarse con su mirada.

Ella se ruborizó fuertemente y se bajó la falda a toda prisa antes de volverse. No estaba nada segura de poder confiar en su voz, así que se contentó con arquear una ceja.

—¿Señorita Taylor?

—Enfermera Taylor —lo corrigió ella muy dignamente.

Él sonrió sarcásticamente.

—Mi padre me ha dicho que es usted su enfermera favorita.

—¿Oh?

—Pero no me dijo por qué.

Ella se encogió de hombros.

—¿Tiene que haber alguna razón en particular?

—Probablemente no. No en el caso de mi padre —respondió él, recorriéndola insolentemente con la mirada—. Ninguna que no sea evidente, por lo menos.

El significado de esas palabras era inequívoco y ella le lanzó una advertencia igual de clara con la mirada. Pero antes de que pudiera decirle nada, uno de los timbres de llamada empezó a sonar.

—¿Me disculpa? —dijo ella—. Me temo que estoy bastante ocupada en estos momentos, como puede ver.

Él la dejó espacio apenas suficiente como para que pasara, por lo que tuvo que rozarlo cuando salió por la puerta. Trató de no notar ese contacto con su esbelto y duro cuerpo masculino, pero no pudo evitar el calor que la recorrió. Él se dio cuenta de su reacción y lo oyó reírse suavemente, pero levantó la cabeza con orgullo y se alejó.

Tuvo suerte de que la señora Van Doesbourgh sólo necesitara que le pusiera bien las almohadas esta vez, ya que Megan era muy consciente de que las manos le seguían temblando por ese encuentro. Se dijo a sí misma que era una estúpida, que no tenía que haber permitido que le afectara de esa forma. Después de todo, ya debería saber todo lo necesario para quitarse de encima a los hombres arrogantes como ése: había estado a punto de casarse con uno.

El doctor Jeremy Cramer, el más apetecible del hospital de St. Mark. Guapo, rico, lleno de encanto y con una espléndida carrera por delante como cirujano ortopédico, lo mismo que había sido su padre. Todo el mundo le decía que había sido una chica con mucha suerte por haberlo atrapado. El problema estaba en que él también lo había pensado.

Había necesitado mucho valor para terminar con aquello, pocas semanas antes de la boda. Todo estaba preparado, el vestido hecho, las flores encargadas y se habían enviado casi doscientas invitaciones. Ya habían empezado a llegar los regalos. Pero según aumentó la presión, ella se había visto obligada a reconocer que las dudas que llevaba teniendo desde hacía algún tiempo, tenían unos motivos bastante razonables para existir y que no se podían achacar a los nervios de antes de la boda.

Él no se lo había tomado demasiado bien. Más bien se había puesto furioso, pero las cosas que le dijo terminaron de convencerla de que había hecho lo correcto. ¿Cómo podía haber sido feliz casándose con un hombre que pensaba que ella debía estar agradecida por verse tan elevada de su clase? ¡La hija de un cartero casándose con un Cramer!

Después, todo había sido muy desagradable, ya que tuvo que seguir viéndolo casi todos los días en el quirófano. Al final, había pensado que no le quedaba más alternativa que buscarse otro trabajo. Además, por si todavía sentía algo de arrepentimiento, supo por los cotilleos del hospital que él no había tardado en encontrar consuelo en los brazos de una joven enfermera.

Al principio, le pareció una buena idea irse a Londres para quedarse con su hermana pequeña, Cathy, por un tiempo. Pero tal vez eso de «hermana pequeña» ya no le valía a alguien que se ganaba la vida haciendo ropa para estrellas de la canción y actores de teatro, además de tocar el saxofón en una banda sólo de chicas.

Desafortunadamente, aunque se querían mucho, sus estilos de vida no eran precisamente compatibles, salvo cuando Megan trabajaba en el turno de noche y ambas podían dormir hasta la tarde. Pero lo cierto era que no se podía permitir alquilar una casa para ella sola. La mayor parte de sus ahorros habían ido a la casa que Jeremy y ella se estaban comprando juntos y, a pesar de que él se había ofrecido a devolverle su parte, ella no tenía muy claro que le fuera a quedar al final nada de dinero.

Así que allí estaba ella, soltera y libre, pero pobre hasta decir basta. Además, el sueldo que estaba recibiendo ahora era bastante más bajo que el anterior, pero por lo menos le daba de comer.

Otro timbre de alarma empezó a sonar y agitó la cabeza. Si algo de bueno tenía ese trabajo era que le dejaba muy poco tiempo para pensar en sus problemas.

 

 

Ese año la primavera llegaba tarde. La parada de autobús estaba destrozada por algunos vándalos, así que Megan no tenía nada que la protegiera de la lluvia mientras esperaba. Su coche, de nuevo, se había negado a arrancar esa mañana y no estaba segura de cuándo iba a poder llevarlo a reparar.

Mientras temblaba de frío, recordó que Dakis le había dicho que en esa época la temperatura en Chipre era de unos veinticinco grados. ¡El paraíso!

El tráfico se había detenido por el semáforo, así que, al principio, no se dio cuenta de que un deportivo color azul oscuro se había parado a su lado, hasta que se abrió la puerta y una voz dijo:

—Entre.

No tenía la costumbre de responder a esa clase de órdenes arrogantes, ni de aceptar esas invitaciones de semi desconocidos. Pero a pesar de que el semáforo se había puesto verde, él no parecía tener ninguna intención de arrancar, haciendo que algunos de los coches que tenía detrás hicieran sonar sus cláxones impacientemente. Además, su empapado impermeable podía estropear la lujosa tapicería de cuero, pensó ella, encantada.

El coche aceleró tan pronto como ella estuvo dentro, sin darle tiempo casi para cerrar la puerta y, mucho menos, ponerse el cinturón de seguridad.

Él condujo sin decir nada, así que Megan se limitó a relajarse en el calor y la comodidad de ese coche y a disfrutar de la música.

Pero al cabo de un momento, se impacientó y dijo:

—Gracias por recogerme.

El tono de sarcasmo de su voz hizo que él levantara una ceja.

—No ha sido por su conveniencia, señorita Taylor, sino por la mía.

—Enfermera Taylor —le recordó ella.

—Ah, sí, enfermera Taylor. ¿De verdad que es enfermera titulada?

—Por supuesto.

—¿Cuándo y dónde se tituló?

—No tengo que responder a eso. Estoy empleada por el hospital y ellos vieron mis cualificaciones.

—Eso no es muy cierto, ¿verdad? Usted fue empleada a través de una agencia.

Ella se encogió de hombros.

—Eso no significa nada. Es una agencia muy reputada.

—Eso espero. ¿Qué edad tiene, enfermera Taylor?

—No veo la razón por la que mi edad tenga que preocuparle.

Esos ojos azules la recorrieron de nuevo.

—No puede tener más de veinticuatro o veinticinco años.

Ella se rió ácidamente.

—Me siento muy halagada. La verdad es que tengo veintinueve.

—¿De verdad? ¿Sabe qué edad tiene mi padre?

—La he leído en su historial. Tiene setenta y dos.

—Casi setenta y tres. Una brecha de más de cuarenta años.

—¡Cielos, un genio de las matemáticas!

—Tiene una lengua muy aguda, señorita Taylor. Debería tener cuidado con ella, no vaya a cortarse con ella.

—Bueno, si lo hago, trabajo en el sitio adecuado para que me curen.

—Y yo le sugeriría que, si desea seguir trabajando ahí, debería ser un poco más… circunspecta. No creo que ni el hospital ni su agencia vieran muy favorablemente su relación con uno de sus pacientes. Sobre todo, con uno que bien podría ser su abuelo.

Ella lo miró sorprendida e irritada.

—Parece que está usted un poco confundido, señor Nikolaides. Mi relación con su padre es puramente profesional.

—Oh, de eso estoy seguro. La cuestión es, ¿qué profesión?

Ella tomó aire tratando de contener la explosión de ira.

—Puede dejarme aquí —le dijo fríamente—. Caminaré el resto del camino.

—La llevaré hasta su casa.

—Por favor, no se moleste.

Esos ojos azules brillaron.

—¿Me tiene miedo?

—Por supuesto que no.

—Pues debería tenérmelo. Puedo ser muy peligroso.

—Muy melodramático. Pero un poco fuera de lugar aquí.

Alguien estaba esperando para pasar en un paso de cebra y él se vio obligado a parar, por lo que Megan aprovechó el momento y salió del coche antes de que él pudiera impedirlo.

 

 

—¡Ugh,,, buenos días? ¿Quién inventaría las mañanas?

Megan sonrió mientras su hermana se dirigía a la cocina, con el cabello a mechas magenta completamente despeinado.

—Hoy has madrugado —le dijo.

Cathy agitó la cabeza.

—Todavía no me acostado. ¿Es eso café? ¿Queda más?

—Lo es, pero si te vas a acostar te va a desvelar.

Cathy bostezó.

—Nada podría desvelarme en estos momentos. ¿Trabajas hoy?

—Sí, de hecho será mejor que me marche, voy a tener que ir de nuevo en autobús.

—¿Sigue estropeado el coche?. Escucha, ¿crees que podrías hacer la compra de vuelta a casa? Ya sé que es mi turno, pero prometí tener terminada esa chaqueta plateada para esta noche. Lo haré la semana que viene, te lo prometo.

Megan se tragó la respuesta que se le ocurrió. Era la tercera vez en un mes que hacía la compra siendo el turno de Cathy y eso significaba bajarse del autobús dos paradas antes y volver a casa con media docena de bolsas de plástico. Pero Cathy la había ayudado cuando no tenía dónde quedarse, y sabía que no le estaba cobrando todo lo que debía de la renta.

—No hay problema —dijo sonriendo—. Te veré esta noche.

—Muy bien —respondió su hermana bostezando de nuevo—. No trabajes demasiado.

Mientras esperaba al ascensor, Megan pensó que, aunque quería mucho a su hermana, no estaba muy segura de poder seguir viviendo en esa casa, con el cuarto de baño permanentemente lleno de ropa sucia desperdigada por todas partes y una cocina en donde sólo se lavaban los cacharros cuando había que volver a utilizarlos.

Además, no había dormido nada bien esa noche y, por una vez, le había resultado muy difícil levantarse de la cama y ahora, como no pasara un autobús inmediatamente, iba a llegar tarde al trabajo.

Además estaba lloviendo otra vez. Oh, bueno, por lo menos era sábado, así que los autobuses no debían ir demasiado llenos. ¡Tenía que haber algo positivo en todo eso!

Pero no fue así, como descubrió cuando llegó al hospital casi un cuarto de hora más tarde. Aquello era además un caos. Sally estaba muy compungida y otra enfermera lloraba. Por los gritos que se oían, adivinó el origen del problema. Dakis estaba maldiciendo a voz en grito en griego e inglés.

—¡Chica estúpida, si trabajara para mí la despediría inmediatamente!

—¿Qué está pasando? —preguntó ella mientras colgaba el bolso de una percha.

—Diane trató de sacarle sangre para un análisis, pero tuvo problemas para encontrarle la vena. Se puso hecho una fiera y le tiró la jarra de agua. ¿Puedes ir tú? Parece que tú te llevas bien con él.

Megan se rió secamente.

—De acuerdo, lo intentaré. ¿No tendremos algunos dardos tranquilizantes en el botiquín?

Luego tomó la bandeja y la jeringuilla de manos de Diane y fue por otra jeringuilla limpia. Luego se dirigió hacia la habitación de Dakis Nikolaides.

Allí se encontró con su furiosa mirada.

—¿Dónde estaba usted? —le preguntó el anciano secamente.

—Acabo de llegar —le contestó ella tranquilamente—. Me gusta irme a mi casa de vez en cuando, ya sabe. Y no es necesario que sea usted tan rudo con la gente.

—Bueno, es que me sacan de quicio.

Megan dejó la bandeja sobre una mesita y empezó a preparar las cosas.

—Le tienen miedo —dijo.

—¿Está diciéndome que soy una especie de animal?

—¿Qué cree usted?

—Bueno, usted no me tiene miedo.

—No, no se lo tengo. Así que tranquilícese y deje que le tome una muestra de sangre.

—Oh, de acuerdo. Lléneme de agujeros si tiene que hacerlo. ¡Me han sacado tanta sangre durante este último par de semanas como para satisfacer a una horda de vampiros!

—Es por su bien. Ahora vamos a encontrarle la vena. Querrá haber terminado con todo esto antes de que lleguen las visitas, ¿no?

—¡Bah! La única razón por la que vienen a verme es por mi dinero.

—Oh, estoy segura de que eso no es cierto.

—¿Por qué si no se iban a molestar viniendo a visitar a un viejo? ¿Por mi cara bonita?

—Tal vez sea por su encantadora personalidad —le sugirió ella.

Él se rió entonces.

—Ah, esa sí que es buena. Mejor que todos mis parientes juntos. Salvo mi hijo, por supuesto —añadió él con una nota de orgullo paternal—. Él no es como los demás. ¡No le da coba a nadie!

Megan se dio cuenta de que se había ruborizado un poco, pero se inclinó sobre el brazo de Dakis para prepararle el torniquete. Por fin, encontró una vena que parecía un poco más fuerte que las demás.

—¿Ha conocido a mi hijo? —le preguntó él, mirándola a la cara.

—Brevemente.

—¡Nunca ha aceptado ni un penique de mí! Empezó sólo con esa revista, con el dinero que le prestó un amigo que tenía un restaurante chino y se lo devolvió todo en el plazo de dos años, ¡con intereses!