Juego arriesgado - Susanne Mccarthy - E-Book

Juego arriesgado E-Book

Susanne McCarthy

0,0
2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Cuando Hugh Garratt le propuso a Natasha que se casaran, ésta pensó que un matrimonio de conveniencia podría ser la solución a todos sus problemas. Tenía que hacerse con el control de sus bienes, que en ese momento estaban en manos de su padrastro, y eso no sucedería hasta que cumpliera los veinticinco años o se casara. Así que, aunque pareciera ridículo, Natasha aceptó casarse con un perfecto desconocido del que no se fiaba lo más mínimo. Pero tenía que reconocer que era el hombre más sexy y seductor que jamás hubiera visto...

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 217

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1999 Susanne Mccarthy

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Juego arriesgado, n.º 1101- febrero 2022

Título original: GROOM BY ARRANGEMENT

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1105-545-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

SIETE. La banca paga diecinueve —proclamó Natasha con voz suave y fría mientras destapaba la carta.

Después pagó las apuestas ganadoras, arrastró las fichas perdedoras y las colocó en orden sin mirar siquiera. Lord Neville había ganado una suma modesta, y sonrió al apostar a la siguiente mano.

—¿Lo ves? Te dije que esta mesa me daría suerte.

Natasha miró con ojos azules inquisitivos al hombre que había sentado junto a Lord Neville. Deseaba saber si quería seguir jugando. Había estado perdiendo durante una hora, y sólo le quedaban unas pocas fichas. Él sacudió la cabeza y le devolvió una sonrisa.

—No, gracias… se puede decir que me has limpiado —comentó poniéndose en pie y metiéndose el resto de fichas en el bolsillo del pantalón—. Creo que iré al bar a ahogar mis penas.

En respuesta Natasha simplemente asintió, pero le echó otro vistazo con los ojos entrecerrados. Aquella era la segunda noche en que él acudía al Spaniard’s Cove Casino, y en ambas ocasiones había sufrido importantes pérdidas. No parecía especialmente preocupado por ello, sin embargo; aceptaba la mala racha con la indiferencia de un jugador habitual.

Y no había ninguna razón, en realidad, para que aquello sorprendiera a Natasha. Los clientes del casino eran, en su mayoría, hombres jóvenes y moderadamente ricos como aquél, hombres cuya droga era el dinero, perdieran o ganaran. Algunos sencillamente estaban locos, eran jóvenes con importantes fondos y un bajo umbral de aburrimiento. Y otros eran hombres de negocios cuyas artimañas a la hora de ganarse el dinero no soportaban una inspección muy detallada precisamente.

Sin embargo aquel hombre… por alguna razón no parecía un perdedor. Sus hombros se sostenían con una arrogancia natural y su mentón estaba tenso en lugar de sonreír perezosamente. Y eso significaba que, tras aquella apariencia de amabilidad, se escondía otra cosa.

La certera mirada de Natasha descubrió que aquella chaqueta de etiqueta blanca bien podía estar hecha por el mismo caro sastre de Lord Neville, pero sus hombros no le debían nada al arte de la costura, ni su inmaculado corte podía ocultar un físico musculoso e imponente que dejaba entrever una importante reserva de energía. Y las manos no eran delicadas y cuidadas como las del aristócrata inglés.

Tenía el pelo castaño, bien corto y peinado con naturalidad hacia un lado, pecas doradas que sugerían que era más habitual verlo al sol que en lugares cerrados y llenos de humo como aquél y una piel morena que confirmaba esa impresión. Y los ojos… los ojos eran lo que más valía. Eran de un gris oscuro, ahumado, y algo brillaba peligrosamente en sus secretas profundidades. Eran los ojos de un depredador, de un tiburón. Y en ese preciso instante la observaban irónicos.

—Quizá quiera usted bailar conmigo para consolarme por mis pérdidas —sugirió él medio de broma.

—Lo siento, yo no bailo —contestó Natasha cortés pero distante, sacudiendo la cabeza.

—¿Nunca? —preguntó él arqueando una ceja sorprendido.

—Nunca.

Natasha no había deseado mostrarse tan tajante, pero aquel hombre la ponía nerviosa, y eso no le gustaba.

—Amigo —intervino Lord Neville dándole unas palmaditas en la espalda—, debería de habértelo advertido. Ni baila ni acepta invitaciones de los clientes jugadores… tiene fama por ello.

—¿En serio? ¡Qué lástima! —se lamentó él con una sonrisa lenta y deliberadamente provocativa, erizándole el vello a Natasha a causa de la insolencia con que la escrutaba—. Pues no voy a darme por vencido, y le advierto que puedo ser muy persuasivo.

Los ojos de Natasha brillaron, pero la atractiva sonrisa de él no se inmutó. El hombre se alejó y Natasha decidió prestar toda su atención a la mesa de blackjack. Se negaba a seguir con la mirada aquella alta y bien formada figura mientras se paraba delante de la ruleta y comenzaba a ligar con una morena de vestido escarlata.

La mesa en la que trabajaba Natasha como croupier era siempre muy popular, fuera la que fuera, y ella sabía que no era sólo su habilidad con las cartas lo que atraía la atención de la gente. Los caballeros las preferían rubias, ¿no rezaba así el dicho? Natasha era la clásica rubia de ojos azules. Un joven admirador había comparado su cabello con las nuevas monedas de plata de dólar.

Pero las apariencias podían ser engañosas, y cualquiera que pensara que Natasha Cole era simplemente una muñeca decorativa en las mesas que atraía clientes y reconfortaba a perdedores estaba cometiendo un error. Aquella fría sonrisa y aquellos helados ojos azules podían congelar a un hombre a la velocidad del rayo.

Natasha echó un vistazo a la sala mientras repartía la siguiente mano. Aquella noche el casino estaba lleno. Todas las ruletas estaban abiertas, y miles de libras en forma de fichas eran canjeadas por la tensa excitación de unos minutos de emoción. Otra noche más de beneficios para el Spaniard’s Cove, reflexionó irónica. Eso hubiera debido de satisfacerla; después de todo era la dueña del local.

El Spaniard’s Cove había sido una plantación de caña de azúcar y había pertenecido a su familia durante generaciones. Sin embargo, cuando el precio del azúcar se hundió en las bolsas internacionales, sus abuelos fueron incapaces de vender la tierra. Lucharon por sobrevivir y, en el proceso, tuvieron la idea de convertir el viejo almacén de la caña en casino.

Aquello resultó un éxito. Enseguida se hicieron con la reputación de ser un lugar pequeño y acogedor, nada comparado con los dorados palacios de Montecarlo y Las Vegas. Y la abuela de Natasha había sido la reina, una verdadera grande dame que fumaba y reía como un caballo.

Natasha sintió que una congoja llenaba su corazón al recordar a su abuela. Hacía casi ocho años que había sucumbido a la debilidad de su corazón, debilidad de la que el médico le había avisado que moriría si no dejaba aquellos dichosos cigarrillos. A veces, a pesar del tiempo transcurrido, seguía encontrando extraño no verla a su alrededor.

Había sido su abuela quien la había criado. Natasha apenas recordaba ni a su padre ni a su abuelo, los dos habían fallecido en un accidente en una barca cuando era niña. Y su madre había sido una criatura pálida y melancólica, una mujer que siempre había preferido permanecer en la sombra. Había sido su abuela quien la había animado a asistir a la Universidad, y se hubiera sentido orgullosa de verla conseguir el título en Ciencias Económicas el curso pasado. Natasha había vuelto a casa con montones de planes, pero ninguno de ellos incluía ser croupier en la mesa de blackjack.

Lester. Ése era el problema que había heredado junto con el Spaniard’s Cove. Los ojos de Natasha atravesaron el humo que llenaba la sala y fueron a detenerse en la mesa de dados, donde su padrastro reinaba junto a una corte de compinches de altos vuelos.

A su abuela nunca le había gustado Lester, pero al fallarle la salud se había visto obligada a contratar los servicios de un gerente. Desde luego no se podía negar que fuera bueno en su trabajo: bajo su mandato los beneficios habían aumentado año tras año. Eran sus métodos los que desagradaban a Natasha, la transformación que había hecho en aquel lugar.

Y sin embargo no podía hacer nada. Al menos de momento. Tres meses después de la muerte de su abuela Lester se había casado con la madre de Natasha. Aquello había sido una sorpresa; todo el mundo había pensado siempre que el corazón de Belinda Cole permanecía en el fondo de las azules aguas del Golfo de México, donde se había ahogado su primer marido.

No obstante Lester había conseguido convencerla de que su hombro era un refugio perfecto. ¿Lo había amado ella alguna vez? Natasha lo dudaba. Sin embargo poco importaba. Belinda nunca había sido una persona fuerte, y un año después de su segundo matrimonio había contraído una enfermedad viral de la que había muerto. En su testamento había traspasado a Lester la responsabilidad como tutora de los bienes de Natasha, bienes heredados de su abuela y de los que sería plena poseedora cuando cumpliera los veinticinco años.

El tiempo había sido amable con Lester Jackson. Tenía más de cincuenta años, pero sólo su ancha cintura echaba a perder una elegante figura, y aún conservaba casi todo el pelo. Muchas mujeres encontraban atractivas sus arrugas alrededor de los ojos.

Sí, seguía siendo un hombre bien parecido, a todo el mundo le gustaba. A todo el mundo excepto a Natasha. ¿Acaso era ella la única que observaba sus mentiras, sus exageraciones y sus fanfarronadas? ¿Era la única que sabía que no conocía a los famosos que con tanta facilidad nombraba en su conversación? ¿La única en saber que sus espectaculares negocios nunca habían tenido lugar? Cada vez que Natasha trataba de hablar con él sobre sus proyectos para el Spaniard’s Cove él la interrumpía, no la escuchaba.

—¿Cerrar el casino? ¡No digas tonterías! —respondía él.

Así que Natasha no tenía otra opción más que esperar a cumplir los veinticinco años. En realidad había otra alternativa para acabar con la tutela: casarse. Pero como no tenía novio ni posibilidades de encontrar a uno adecuado en aquellas circunstancias más valía que lo olvidara.

Natasha dejó que su mirada vagara por el salón yendo a posarse sobre la figura del enigmático amigo de Lord Neville. Estaba en una de las ruletas junto a la morena, que no dejaba de parpadear lujuriosamente para él. Darlene siempre había sabido encontrar a los jugadores más atractivos.

¿Atractivo? Sí, tenía que admitir que aquel hombre era atractivo. Debía de tener poco más de treinta años, y por eso mismo era extraño que no lo hubiera visto antes si es que era un jugador habitual. Quizá hubiera heredado una fortuna recientemente y tuviera la intención de dilapidarla cuanto antes. En ese caso el casino era el lugar perfecto.

A ella no le importaba, se dijo a sí misma Natasha encogiéndose de hombros. A pesar de su aspecto inteligente no debía de ser más que otro imbécil, y si lo que deseaba era dilapidar su dinero Darlene era la mujer ideal.

 

 

Poco antes de medianoche Natasha dejó la mesa de blackjack en manos de otro croupier y salió a tomar aire fresco en sus escasos minutos de descanso. Adoraba la cala del Spaniard’s Cove, se había criado en ella y nunca había dejado de sentirse fascinada por su belleza. Rodeada de altas cimas volcánicas de laderas arboladas, la playa era una perfecta luna de arena blanca y rosa de coral bañada por las cálidas aguas del Caribe. Por la noche el cielo era de terciopelo negro salpicado de millones de estrellas brillantes.

Natasha atravesó los jardines tropicales del casino aspirando la suave brisa de fragancia a jazmín y se repitió, una vez más, que merecía la pena esperar, que tenía que soportar a Lester otros dos años más…

De pronto un grito y el sonido de pisadas corriendo la sobresaltaron. Se apresuró a correr en dirección al escándalo y llegó al viejo establo, tras el casino, que se utilizaba como garaje. Había tres figuras en las sombras, tras el valioso Mercedes de Lester, iluminadas escasamente por una lámpara titubeante.

—¡Lester, no, basta ya! —gritó Debbie, la novia de su padrastro, agarrándolo del brazo y sollozando.

Lester se deshizo impaciente de ella, y Debbie se tambaleó. Entonces Natasha vio a la tercera figura: era Jamie, el hijo más joven del cocinero, un chico de unos trece o catorce años. Había crecido en el Spaniard’s Cove, y se ganaba un dinerillo ayudando al jardinero.

—¡Tú, mocoso! —gritó Lester enfadado—. Te voy a dar una paliza, niñato de…

—¡Lester! —exclamó Natasha obligándolo a detenerse justo en el acto de levantar la mano para pegar al chico con un látigo de equitación.

El chico vio entonces su oportunidad de escapar y se escabulló en la oscuridad. Lester se volvió lleno de ira hacia Natasha.

—¡Maldita seas! ¿Por qué has tenido que interrumpirme? ¡Iba a darle a ese chico una lección que no iba a olvidar nunca!

—¿Y por qué? —preguntó Natasha mirándolo con calma, despectiva—. ¿Qué ha hecho?

—¿Que qué ha hecho? ¡Ha rallado mi coche, eso es lo que ha hecho! ¡Mira! ¡Mira esto! —exclamó señalando una pequeña raya en un lateral.

—Pues yo diría que lo has rayado tú al entrar en el garaje —contestó Natasha tras observar el coche.

—¡Eso es imposible! —explotó Lester—. ¿Es que crees que no sé conducir?

—No si bebes demasiado —replicó ella—. Como anoche.

El rostro de Lester adquirió un alarmante tono rojo. Levantó una mano y por un momento Natasha creyó que iba a pegarla, pero no se dejó intimidar. Por fin Lester dejó caer el látigo al suelo maldiciendo y se fue a grandes pasos.

Natasha respiró aliviada y comprendió que había estado temblando. Siempre había sabido que Lester tenía carácter, pero nunca había sospechado que pudiera ser violento. Se inclinó, recogió el viejo látigo y volvió a colgarlo de un gancho de la pared. Debbie sollozaba en silencio.

—¡Oh, Natasha…. gracias por detenerlo! —respiró secándose los ojos con un pañuelo—. Tenía tanto miedo…

—No te ha pegado, ¿verdad, Debbie?

—¡Oh, no! —exclamó la rubia sorprendida—. Nunca ha hecho algo así, es sólo que… se ha enfadado por lo del coche, ya sabes.

Natasha asintió. Era ridículo tener un coche que podía alcanzar los doscientos kilómetros de velocidad en una isla que podía recorrerse en una tarde y cuyas carreteras eran una verdadera prueba de resistencia para cualquier sistema de suspensión. Pero Lester era un hombre de ideas extravagantes. Debbie le dio unos golpecitos en el brazo y añadió:

—A veces creo que ama más al coche que a mí. Me gustaría que me dijera de una vez por todas si vamos a casarnos, cuando se decida tendré cuarenta años.

—La verdad es que no entiendo cómo lo soportas —señaló entonces Natasha—. No te trata como debería. ¿Por qué no terminas con él y te buscas a un hombre decente que te merezca?

—Lo amo —respondió Debbie encogiéndose de hombros a modo de explicación.

Natasha suspiró. Observó a la rubia retocarse el maquillaje y salir corriendo tras Lester. Y acto seguido continuó dándole vueltas a la misma idea: dos años era demasiado tiempo para seguir soportando y vigilando a Lester. Pero no tenía ninguna otra solución. Quizá encontrara a alguien con quien casarse, pero también era posible que eso no sirviera sino para agravar sus problemas. El trabajo en el casino posiblemente le hubiera enseñado a comportarse como una cínica, pero el tipo de matrimonios que se veía en él no le inspiraban demasiada confianza en la institución.

Al casino acudían hombres con carteras repletas y egos más satisfechos aún que mostraban a sus mujeres como si fueran trofeos, mujeres que serían reemplazadas por otras más jóvenes en el plazo de dos años. A menos, por supuesto, que fuera de ellas el dinero que perdían en las mesas de juego mientras se permitían discretos lances con chicas como Darlene.

No, el matrimonio no era la solución, reflexionó Natasha mientras salía del garaje. Tenía que pensar en algo. Ya no tenía ganas de pasear por los jardines, así que dio la vuelta y volvió a entrar en el casino.

El edificio apenas conservaba huellas de su antigua función. Era una sólida construcción de piedra de coral rosa con altas y estrechas ventanas y tejado plano, y había sido construido para soportar la furia de los huracanes que, de vez en cuando, devastaban la isla desde el Atlántico. Tenía un enorme porche cuadrado que ocupaba toda la fachada, decorado con un cartel de neón en rosa y verde que decía: «Spaniard’s Cove Casino”. Un amplio escalón daba paso a las enormes puertas de cristal. Las puertas originales, de pesada madera maciza, estaban permanentemente abiertas y sólo se cerraban cuando había aviso de huracán. Al entrar el portero saludó a Natasha.

Ella le sonrió y entró en el vestíbulo, en donde se detuvo a echar un vistazo a las máquinas tragaperras. El hall principal estaba atestado de ellas, con sus ruidos y luces. Aquella era una innovación de Lester. En tiempos de su abuela sólo había habido cuatro máquinas muy discretas, pegadas a la pared. Natasha las odiaba, pero no podía negar que eran una importante fuente de ingresos.

A la izquierda de la sala de juego principal estaba el salón, donde habitualmente se bailaba y había cabaret. Natasha observó su reflejo en un espejo y cruzó la pista de baile por una esquina hacia la barra del bar. Quería hablar con Ricardo, el jefe del bar, antes de que se marchara de vacaciones.

Alta, de esbelta figura y delicados rasgos, cabellos plateados recogidos en un moño y un elegante vestido que marcaba sus curvas, Natasha sabía que era una especia de doncella de hielo. Así era como la llamaban. Ella trataba a todos los hombres con la misma mezcla de amabilidad y reserva, y los mantenía a distancia con una sonrisa profesional y helada. No tenía intención de relacionarse con ninguno. Su abuela siempre le había aconsejado que no se enamorara nunca de un jugador.

Estaba a punto de llegar al bar, en un extremo de la pista de baile, cuando de pronto se vio a sí misma en brazos del enigmático amigo de Lord Neville.

—Ah, señorita Cole —la saludó él bloqueándole el paso y sonriendo burlón—. ¿De modo que ha cambiado de opinión con respecto a lo del baile?

—No, no he cambiado de opinión —protestó ella indignada mientras él la arrastraba hasta el centro de la pista—. Por favor, déjeme marchar.

El hombre le apretó imperceptiblemente el abrazo, como avisándola de que no tratara de escapar.

—Ah, pero es una canción tan romántica… además he perdido mucho dinero en su mesa. ¿Es que no quiere resarcirme bailando conmigo, aunque sólo sea una vez?

—No parece usted particularmente destrozado por sus pérdidas —señaló ella áspera.

—He aprendido a ocultarlo.

—Ah, ¿en serio? Entonces tiene usted mucha experiencia, ¿no es eso?

—Me temo que sí —suspiró él—. Aunque supongo que a estas alturas debería de haber aprendido a jugar mejor.

—Me sorprende no haberlo visto antes por aquí si es usted un jugador habitual —señaló entonces Natasha, segura al fin de que él había estado perdiendo dinero deliberadamente, aunque sin comprender la razón.

—Sí, no sé cómo puede ser que este casino me haya pasado desapercibido —contestó él sin soltar prenda—. ¿Lleva usted mucho tiempo trabajando aquí?

—No trabajo aquí, soy la propietaria.

—¿En serio? Pues yo creía que el dueño era Lester Jackson.

—Lester es mi padrastro y uno de mis tutores. Dirige el casino hasta que se cumplan las condiciones del testamento de mi abuela.

—Comprendo… y… este lugar, ¿qué era antes? —volvió él a preguntar mirando al techo—. Parece como si hubiera sido algún tipo de almacén.

—Y lo era —confirmó Natasha—. Era una plantación de caña de azúcar.

—¡Ah! ¿Y qué pasó?

—Las fluctuaciones del mercado, eso fue lo que pasó —explicó ella—. La mayor parte de las plantaciones se fueron a pique. Mis abuelos trataron de convertirlo en un hotel, pero nunca tuvo demasiado éxito. La mayor parte de los turistas de aquellos días preferían quedarse en sus propios yates. Fue entonces cuando se les ocurrió convertirlo en casino y… bueno, eso fue todo.

—¿Y qué ocurrió con la casa? —preguntó él de nuevo, mostrando genuino interés.

—La derribó un huracán antes de que naciera yo. Nunca se molestaron en reconstruirla, pero recogieron toda la madera y construyeron con ella las cabañas que hay a lo largo de la playa.

—¿Y las tierras? Supongo que se habrán vendido todas, claro.

—No —respondió Natasha sin dejar de preguntarse por qué le interesaba tanto aquella información—. En algunas cultivamos plátanos, otras están arrendadas y el resto están simplemente en barbecho. Tengo planes para el futuro, pero tengo que esperar a tener veinticinco años.

—Así que mientras tanto se conforma usted con llevar la mesa de blackjack —dijo él esbozando una sonrisa que le aceleró el pulso a Natasha.

—Sí, y a veces la de la ruleta.

—¡Ah, la ruleta, sí! —asintió de nuevo el perdedor—. Me temo que soy tan malo con la ruleta como con el blackjack.

—¿Y entonces por qué sigue jugando? —preguntó Natasha, furiosa y convencida de que le estaba tomando el pelo.

—Bueno, por la excitación que supone —contestó él encogiéndose de hombros en un gesto indiferente—. ¿Va a trabajar usted en la mesa de la ruleta esta noche?

—No, volveré a la de blackjack en cuanto termine mi descanso.

—¿Y a qué hora termina?

—No termino hasta que cerramos.

—¿Y después?

—Después tengo que contar las ganancias —replicó ella molesta.

—¿Si? Yo creía que era Lester el que dirigía el casino. ¿No se ocupa él de todas esas cosas?

Natasha lo miró con los ojos entrecerrados, sorprendida ante la pregunta. Tras la apariencia de naturalidad de su semblante aquel hombre parecía deseoso de conocer a fondo cómo funcionaba el casino.

—Lo hacemos por turnos —respondió tensa.

El hombre se echó a reír. Parecía darse cuenta de que ella estaba mintiendo aunque, tras sólo dos días de visita, era imposible que supiera que Natasha siempre contaba los ingresos.

—¿Quiere usted decir que no se fía de Lester? —volvió él a preguntar con una sonrisa burlona.

—Por supuesto que sí, confío en él plenamente —mintió ella sin ninguna dificultad. No iba a discutir de esos asuntos con un extraño. Levantó la muñeca y miró la hora—. Bueno, me temo que mi rato de descanso ha terminado. Si me excusa, señor…

—Me llamo Hugh —le informó él en tono de reproche—. Te lo he dicho ya dos veces.

—Lo siento, el casino tiene tantos clientes que… no puedo acordarme de todos los nombres.

Aquella era otra mentira. Recordaba perfectamente el nombre completo: Hugh Garratt. Aunque lo cierto era que no sabía muy bien por qué.

—Pues yo creía que era obligación de los croupiers recordar los nombres de los clientes.

—No, lo que tienen que recordar son las cartas —lo corrigió ella desdeñosa.

—Y tú… ¿las recuerdas?

—Perfectamente.

—¡Ah! —exclamó él de nuevo con aire inocente, haciéndose el tonto—. Entonces no es de extrañar que pierda.

—Lo siento, ¿vendrás otra noche? —preguntó Natasha, que no quería reír pero no lo pudo evitar.

Hugh esbozó de nuevo aquella sonrisa que la derretía.

—¿Quieres que vuelva? —contestó él a su vez con una pregunta, con voz ligeramente ronca, rozándole la mejilla con el aliento.

—Sólo trataba de ser cortés —respondió ella echándose atrás y mirándolo con ojos helados, como de advertencia.

—Quizá vuelva —dijo él sonriendo aún—. No lo he decidido. Depende.

—¿De qué?

—De si creo que merece la pena.

Natasha se puso tensa, irritada. Aquel hombre parecía haberla confundido con Darlene.

—Si eso quiere decir lo que yo creo que quiere decir puedes marcharte ahora mismo —replicó airada.

Hugh se echó a reír fingiendo una inocencia que no hubiera podido engañar a nadie.

—Vamos a ver, ¿qué has pensado que quería decir?

Por un instante Natasha sintió un deseo insoportable de abofetearlo. Sabía que había estado tomándole el pelo, y estaba demasiado enfadada como para que le importara, a esas alturas, montar una escena. Sin embargo en lugar de ello lo empujó con ambos codos y se marchó a grandes pasos.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

CON quién estuviste bailando anoche?

—Con nadie —respondió Natasha alargando la mano para tomar un segundo croissant.

Era poco habitual que Lester apareciera a la hora del desayuno, normalmente no se levantaba hasta por la tarde. Aquello no podía ser buena señal. Después de la escena del garaje de la noche anterior Natasha hubiera preferido no verlo.

—Eso es imposible —insistió Lester riendo desagradablemente—. Tú nunca bailas con clientes, ¿qué tenía ése de especial?

—Me pilló por sorpresa cuando iba al bar, no pude evitarlo —respondió ella al fin.

—Es el tipo que ha estado perdiendo dinero en las mesas de blackjack —comentó Lester con ojos brillantes—. Justo el tipo de jugador que a mí me gusta. Sé amable con él, niña. Camélalo. Síguele el juego, es un primo. Si cree que tiene alguna posibilidad contigo se quedará por aquí hasta que le vaciemos los bolsillos.