El bosque de la muerte - Sara Blædel - E-Book

El bosque de la muerte E-Book

Sara Blædel

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Beschreibung

Tras una licencia prolongada, Louise Rick regresa a su trabajo en la Agencia Especial de Búsqueda, una unidad de élite de la Policía Nacional. Le han asignado el caso de un chico de quince años que lleva una semana desaparecido. Cuando Louise se da cuenta de que el adolescente es hijo de un carnicero de Hvalsø, aprovecha la oportunidad para combinar la búsqueda del chico con una investigación personal sobre la muerte de su novio, muchos años atrás… Las investigaciones de Louise la llevan en un viaje a través del tiempo. Se reconecta con personajes de su pasado, incluyendo a Kim —el principal detective del Departamento de Policía de Holbæk—, sus exsuegros, los fanáticos creyentes de una antigua religión y su amiga de toda la vida, la periodista Camilla Lind. A medida que avanza entre la estrecha red de conexiones letales de la pequeña ciudad, Louise descubre secretos resbaladizos, así como verdades tóxicas de las que nadie se había atrevido a hablar.

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El bosque de la muerte

El bosque de la muerte

Título original: Dødesporet

© 2013 Sara Blædel. Reservados todos los derechos.

© 2022 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

ePub: Jentas A/S

ISBN 978-87-428-1211-2

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

Esta es una historia ficticia. Los nombres, personajes, lugares e incidentes se deben a la imaginación de la autora. Cualquier semejanza con hechos, lugares o personas vivas o muertas es mera coincidencias.

1

Vaciló antes de agarrar el pollo muerto que su padre le tendía, con esas plumas blancas salpicadas de sangre cerca de donde le habían cercenado la cabeza. Sune siempre había detestado la sangre: el olor y ese intenso color oscuro que tiene cuando fluye y forma charcos.

No podía permitir que su padre percibiera ese disgusto. No hoy. Si su madre hubiera venido, todo habría sido más fácil, pensó. Parpadeó algunas veces. Su madre se estaba muriendo. Él había pasado casi todo el día sentado junto a su cama. Lo peor era la vía intravenosa. No podía soportar la visión de la aguja metida en esa mano, a pesar de la tirita que la cubría. La madre ya se había quedado dormida cuando el padre le dijo que era hora de irse.

Durante meses, había estado a la espera de la iniciación; del rito y la fiesta. Muchas veces trató de imaginarse aquello de salir de la casa como un niño y regresar, esa misma noche, convertido en un hombre. Por lo menos, así es como sería considerado: como un hombre, con todas sus responsabilidades y derechos. En su clase, ya todos habían experimentado la confirmación. Pero, como el ásatrú que era, creyente de la antigua religión nórdica, Sune tenía que esperar hasta haber cumplido los quince años, y entonces podría confirmar sus creencias. Y hoy era ese día.

Dejó caer el pollo en el cubo que su padre había encontrado en el cuarto de lavado. Luego puso el cubo en la alfombra de la furgoneta, del lado del pasajero. Cuando ya estaba dentro del coche, se sentó sobre sus pies, apretujado en el asiento. Su padre ya había metido todo lo que se necesitaba para el sacrificio de medianoche. Sune traía con él un par de pequeños regalos para los dioses. Uno simbolizaba su infancia, y el otro, su futuro. Para el primero se había decidido por un libro con el que había crecido, aunque le había parecido increíblemente difícil deshacerse de ese Winnie-the-Pooh, un ejemplar muy gastado, hasta el punto de que llevaba el lomo pegado con cinta adhesiva. Su madre se lo había leído tantas veces que se estaba deshojando. Esa elección había molestado a su padre, que había sugerido una pelota de fútbol. Pero la madre se había puesto del lado de Sune.

También se despediría de la gran navaja que su padre le había dado. Sune esperaba que los dioses lo recompensaran con valor y fortaleza en su vida adulta, a pesar de que no tenía planes de convertirse en carnicero, como lo fueran su padre y su abuelo. Simplemente no se le había ocurrido nada mejor. Y su padre estaba complacido.

Sune también recibiría un regalo, uno que le daría un impulso en la buena dirección. Su padre, Lars, había recibido un cuchillo de carnicero. Lars nunca había sido particularmente apto para la lectura o la escritura, así que, tras su iniciación, había dejado la escuela para aprender de su propio padre el oficio. Sune sabía de un niño que había recibido un billete de avión y la orden de no regresar hasta que dejara de ser el niñito de mami. Nunca había vuelto.

Sune tenía la esperanza de recibir una cadena de plata con un martillo de Thor, símbolo de sus creencias nórdicas. Ese deseo de que le dieran una cadena había sido, en realidad, una idea de su padre. Cuando la furgoneta giró para entrar por un estrecho camino forestal, su padre le preguntó si estaba listo. Como respuesta, Sune sonrió y asintió.

Vislumbró a la distancia las antorchas y la hoguera. Caía el crepúsculo. El cielo nocturno arrojaba sombras oscuras entre los árboles y hacía resaltar el fuego, dorado y acogedor. Las flamas de otras antorchas danzaban en la oscuridad. Al darse cuenta de que los demás habían llegado temprano a prepararlo todo para él, su pecho vibró.

Esta noche, el sacrificio sería en su honor. Por primera vez, se uniría al círculo de los hombres. Hasta donde podía recordar, Sune y sus padres se habían reunido en el bosque con los otros ásatrú. Le encantaba la atmósfera, las grandes fiestas que se celebraban después de que los adultos hubieran rezado a los dioses, pero nunca había sido parte del círculo. Hasta ahora, no estaba obligado. Sin embargo, a partir de esta noche, estaría por siempre atado a su voto. El círculo solo podía ser roto por animales y por aquellos demasiado jóvenes como para saber que era sagrado. Por lo general, a él lo mandaban con los otros niños a jugar detrás de donde se ponía la enorme hoguera, con órdenes estrictas de no interrumpir, a menos de que alguno de los niños estuviera gravemente lastimado.

A partir de ahora, sería parte del círculo que invocaba a los dioses. Bebería del cuerno en las rondas y, en agradecimiento por su iniciación, ofrecería el pollo a los dioses. Eso confirmaría sus creencias nórdicas. Habían pasado por todos los ritos durante los últimos meses. Su padre le había hablado del anillo de la lealtad y le había dicho que, cuando juras lealtad al círculo, haces a los dioses una promesa que no se puede romper.

Pensó en el cerdo que traían en la caja de la furgoneta. Al final de la ceremonia, lo matarían y ofrecerían un sacrificio de sangre: la familia daba las gracias a los dioses por haber aceptado a Sune.

El padre abrió el camino hacia la hoguera, rodeada de antorchas que formaban una circunferencia a unos cuantos metros de la flama. Parecía una fortaleza. De pronto, Sune se sintió incómodo con ese silencio. No lo ayudaba en nada que los hombres hubieran hecho una fila para abrazarlo. No sabía que decir. No se atrevía a sonreír, no quería parecer infantil. El gothi se puso la túnica y, en silencio, los hombres se reunieron alrededor del fuego. El resplandor de las antorchas no dejaba ver el bosque.

«Ahora», pensó Sune. «Está ocurriendo. En solo unos momentos, me habré convertido en hombre.»

Creyó que el gothi se encargaría de todo, como hacía normalmente cuando los adultos formaban el círculo. Pero fue su padre quien dio un paso adelante, con la cabeza ligeramente inclinada, y sonrió a su hijo.

—Sune, hijo mío —comenzó, y sonaba un poco cohibido—. Esta noche comenzarás a vivir como un hombre. Ya no eres un niño y tienes muchas cosas que aprender.

Unos cuantos hombres carraspearon, unos cuantos tosieron.

Sune recordó la saga de Signe, la hija del rey Vølsung, que enviara a sus hijos al bosque cuando el mayor apenas tenía diez años. Ninguno había sido tan valiente como para sobrevivir. El oscuro bosque atemorizaba incluso a Sune, a pesar de que ya tenía quince años. Nunca se había distinguido por su valentía, y lo sabía bien. Por un momento, volvió a pensar en su madre.

—Feliz cumpleaños, hijo —le había dicho esa mañana, cuando él le llevó el desayuno a la cama. Ya no comía mucho. La mayoría de sus nutrientes los recibía a través de una cánula. Pero ella le sonrió y tomó su mano—. ¿Estás emocionado por lo de esta noche?

Ahora, su padre lo había llevado al centro. El gothi comenzó a cantar mientras Sune caminaba lentamente alrededor del círculo. Se detenía en cada punto cardinal para invocar a un dios. Al norte, a Odín, el más grande de los dioses; al sur, a Thor, el protector de la humanidad; al este, a Freyr, el dios de la fertilidad, y al oeste, a Frigg, la esposa de Odín, que simbolizaba la estabilidad en las parejas y el matrimonio.

—El círculo se ha cerrado —declaró el gothi de retorno a su lugar.

Sune dudaba de que, si alguien se lo hubiera preguntado después, sería capaz de repetir lo que se había dicho durante el rito. El cuerno de la bebida ya había pasado varias veces. Se había acordado de girar la punta hacia su estómago y de levantarlo cuidadosamente hasta la boca, para evitar que se produjera un vacío y que el hidromiel le salpicara por todo el rostro. Su padre le había enseñado que eso distinguía a los recién llegados al círculo. Sus mejillas estaban enrojeciendo por la hoguera y la miel fuertemente fermentada. Se sintió un poco atolondrado cuando los hombres fueron al interior del círculo, uno por uno, a recitarle versos. Varios habían seleccionado fragmentos del Hávamál. También pudo reconocer pasajes de las profecías de Vølven, pero, muy pronto, todas las palabras empezaron a mezclársele en la cabeza.

Cuando los hombres terminaron de hablar, le cantaron. Sune puso sus regalos en el suelo. El cuerno volvió a hacer rondas y, entonces, el círculo se abrió. Varios de los hombres gritaron y lo levantaron. Otra vez, todos fueron a abrazarlo.

A diferencia del rito, recordaría después cada segundo del tiempo mágico en que prestó juramento a la hermandad. Se situó junto a la hoguera mientras los demás se reunían a unos metros de ahí, bajo el enorme roble de los sacrificios, un árbol de más de mil años. De niño, a la espera de que la ceremonia terminara, Sune se divertía entrando y saliendo de la parte hueca de su tronco. Esta tarde, el hoyo parecía un ojo negro que lo miraba casi desde la oscuridad. Sintió escalofríos recorrerle la columna vertebral, aunque no era una sensación desagradable. Todo lo contrario. No sentía el menor de los miedos.

El gothi desenterró un trozo de turba y lo metió entre dos ramas flexibles, que levantó y arqueó hasta formar una estrecha entrada. A Sune siempre le había fascinado la saga de Odín y Loki, el pacto que los había convertido en hermanos de sangre. Ahora él era parte del mismo rito: el paso con los demás bajo la turba simbolizaba su renacimiento compartido.

Todo parecía ir a cámara lenta cuando su padre lo tomó de la mano. El gothi caminó detrás, y, cuando Sune salió por el otro lado, la luna parecía brillar directamente sobre él. Sabía que no era más que su imaginación, pero la sensación era poderosa. Y, aunque tenía miedo del momento en que se turnarían para cortarse y derramar unas cuantas gotas de sangre donde la turba había sido desenterrada, aquello no tuvo nada de terrible.

Le dieron entonces una cuchara de bronce de mango tan largo y ancho que parecía un cucharón, solo que más pesado. Sune sintió una oleada de coraje y orgullo cuando le dijeron que mezclara la sangre en el suelo. El gothi liberó entonces la turba de las ramas y cubrió con ella la sangre para sellar el pacto. Todos pisotearon la turba al tiempo en que Sune era llevado de nuevo al círculo. Se sentía como un hombre cuando el gothi declaró que ahora, por su voto, estaba obligado a cuidar y honrar a los demás.

«Nos cuidamos los unos a los otros» fue la explicación de su padre cuando Sune le preguntó qué significaba eso.

Sune se quedó en su sitio mientras su padre iba a la furgoneta. Hubiera querido escabullirse, no verlos matar al cerdo.

—¿No vas a ayudarlo a descargar las cosas? —le preguntó el gothi.

Ya se había quitado la túnica. Señaló la hoguera, donde habían acomodado varias neveras blancas. Eran viandas para la fiesta, que habían traído de la carnicería. Por suerte, al cerdo no se lo comerían, recordó Sune. Solo lo sacrificarían y lo colgarían, de modo que la sangre corriera por el suelo hasta formar un charco de líquido para los dioses. El resto del cuerpo sería llevado a casa y se cortaría al día siguiente, lo cual iba en contra de la ley. Pero ojos que no ven, corazón que no siente, como decía siempre su padre.

—¡Levantad el gancho! —gritó el padre desde la furgoneta, y dos hombres salieron trotando con tres pesadas varillas de hierro a clavarlas en la tierra, junto al roble de los sacrificios. Formaron un trípode que, en su parte superior, iba unido por un gran anillo de hierro. Colgaron de ahí el gancho de la carnicería. El padre dio marcha atrás con la furgoneta blanca hasta el trípode, apagó el motor, se subió en la caja del vehículo y comenzó a sacar el cerdo a empujones. Había anestesiado al animal antes de subirlo al vehículo. «Pesa una maldita tonelada», había dicho el padre de Sune cuando iban en camino.

Sune aún no terminaba de entender por qué su padre no le había disparado en la cabeza con la pistola de perno cautivo, simplemente. No habría tenido necesidad de pasar por todo esto. Detestaba la idea de que dejaran al animal colgando vivo del gancho para después cortarle la garganta.

Dio la espalda y siguió desenvolviendo la comida. El hidromiel se había agotado, pero había varias cajas de cerveza. Los hombres ya estaban un tanto achispados con la bebida ceremonial. Sune buscó un refresco de cola, pero no encontró ninguno. Aparentemente, a nadie se le había ocurrido que algo así pudiera necesitarse.

—¿No viene siendo hora de que el niño reciba su regalo? —gritó alguien desde el otro lado del terreno.

Estaba demasiado oscuro como para que Sune pudiera ver quién había gritado. Miró alrededor, en busca de su padre.

—¡Que sí, joder, que sí! —respondió otra voz.

De pronto, todo mundo se fue, dejándolo solo junto a la hoguera. Él se preguntaba qué tendría que hacer. Una puerta de coche se cerró en algún lugar del bosque y los hombres volvieron a aparecer, ahora agrupados.

Al principio, Sune creyó que, como una sorpresa, le habían traído a su madre; sobre todo, por el cabello largo y suelto que alcanzó a ver. Era una chica. Una mujer mucho más joven que su madre, pero mayor que él. Su padre estaba detrás de ella, con las manos en los bolsillos. Sune se sintió inquieto y comenzó a caminar hacia él.

—Quédate ahí —le dijo el gothi.

Los hombres se detuvieron entre la hoguera y el viejo roble, donde todavía estaba aparcada la furgoneta con la puerta trasera abierta.

—Te hemos traído un regalo.

Sune nunca había visto a la mujer. Bajó la vista al suelo. No lo entendía, no sabía qué hacer.

—Tu padre dice que pasas todo el tiempo leyendo libros —dijo el gothi—. Tenemos la intención de cambiar eso.

Esa misma noche, al principio, había sentido mariposas en el estómago, pero ahora se estaban convirtiendo lentamente en un nudo.

—Esta vez honrarás a Freyr y cumplirás con el rito de la fertilidad.

El gothi hizo una lacónica seña de asentimiento a la mujer. Ella caminó hacia Sune, con los hombres reunidos en semicírculo detrás.

—Esto fortalecerá tu hombría —siguió el gothi—. La hombría es nuestro regalo para ti.

Sune levantó la mirada y movió la cabeza de un lado al otro. Trataba de cruzar la vista con la de su padre mientras la mujer comenzaba a desabrocharse la blusa negra. Ella le sonrió, lanzó la prenda al suelo y le hizo señales para que se acercara. Pero él no podía moverse.

Sobre los hombros de la chica se desparramaba el cabello, radiante en la oscuridad, iluminado por las flamas de la hoguera. Él quería dejar de mirarla, pero no podía apartar la mirada de sus pechos descubiertos. Era la primera vez que veía una mujer desnuda, la primera vez que temblaba de ese modo. Ella se bajó la cremallera de la falda. Dio otro paso hacia él antes de dejar caer la prenda al suelo.

Sune seguía con los ojos clavados en sus pechos. No podía mirarla a los ojos ahora que la tenía enfrente, desnuda. Podía sentir que algunos hombres empezaban a inquietarse. La mujer se pasó las manos por el cuerpo y se acercó otro poco, tanto que su fragancia provocó una sacudida en la bragueta del chico. Ella abrió ligeramente las piernas. Sus caderas comenzaron a moverse suavemente, como si danzara. Él sintió que le desabrochaba los pantalones y oyó que le bajaba la cremallera. Desconcertado, se soltó y dio unos pasos atrás, a trompicones. Antes de que pudiera ir demasiado lejos, una mano lo agarró del brazo.

—¡Tú te quedas donde estás, muchacho!

Sune vio a los hombres que lo rodeaban cada vez más cerca.

—Manos a la obra —gruñó el gothi.

La oscuridad del bosque pareció rodearlos y cubrirlos. Por un momento, todo en su cabeza estaba en silencio, como si los sonidos hubieran dejado de existir. Giró, buscando desesperadamente un escape más allá de la mujer desnuda y del muro de hombres que se cernía sobre él.

Alcanzó a ver a su padre. Sune hubiera querido correr hacia él, pero sentía el cuerpo como si fuera de plomo. Antes de que pudiera moverse, alguien lo empujó desde atrás con tanta fuerza que estuvo a punto de hacerlo caer. Las voces de los hombres regresaron. Él trataba de liberarse, pero quienquiera que lo tenía cogido del brazo no lo soltaba.

—¡Fóllatela! —gritó alguien.

—¡No!, ¡no quiero! —gritó Sune.

La mujer dio un paso atrás y se agachó para recoger su ropa.

En un instante, uno de los hombres estuvo a su lado.

—Tú no irás a ninguna parte —le dijo, y le ordenó regresar con Sune.

—Nadie debería obligar al chico —dijo ella. Cuando trató de volver a ponerse la falda, alguien la golpeó en la cara.

—Harás aquello para lo que te han pagado. —Volvió a golpearla. Un hilo de sangre comenzó a brotar por la nariz de la mujer.

Antes de que Sune fuera capaz de reaccionar, dos fuertes manos tiraron de sus pantalones y lo arrastraron hacia donde estaba la mujer.

—¡A ver si levantas esa jodida polla y te pones a trabajar!

—No, no quiero —chilló él, sacudiendo la cabeza. Sus labios temblaban, sus mejillas se tensaron. Perdió el control y comenzó a llorar. Se mordió los labios en un intento desesperado de contener el llanto, mientras su padre, que ahora estaba a su lado, le hablaba al oído.

—Hazlo, muchacho. No me hagas pasar un puto ridículo.

La joven corrió hacia el padre y lo empujó.

—¡Déjelo en paz! —le gritó—. ¡No puede obligarlo!

Los brazos que sostenían a Sune se relajaron por un segundo, apenas lo suficiente para que él pudiera subirse los pantalones y salir corriendo hacia el bosque, lejos de las flamas de la hoguera, las antorchas y los hombres. No se detuvo hasta sentirse mareado por la sangre que le retumbaba en las sienes. Se agachó, se puso las manos en las rodillas y escupió. Jadeó en busca de aire mientras el sudor le corría por debajo de la camisa.

A su mente regresó la imagen del cuerpo desnudo de la mujer. Una vez más, sintió una agitación desacostumbrada allá abajo. Apretó los ojos, pero eso no borró la imagen del fino hilo rojo de sangre. Los gritos de la chica atravesaron la oscuridad, causándole un sobresalto.

Se detuvo de mala gana, giró y comenzó a caminar de regreso.

En el momento en que pudo ver otra vez las llamas de la hoguera a través de los árboles, la mujer había dejado de gritar. Sune se recargó en un árbol, conmocionado, cuando vio lo que estaba pasando: le habían tapado la boca con algo blanco. Él no podía verle el rostro, pero percibía su lucha desesperada.

Trató de obligarse a apartar la mirada. Sus ojos, sin embargo, estaban clavados en los hombres que la sujetaban. Vio a su padre encorvado detrás de ella. El hombre se cerró la cremallera de los pantalones y se hizo a un lado para dar paso al siguiente de la fila.

La joven seguía resistiéndose mientras la fila avanzaba, pero cada uno de los hombres terminó por poseerla. Cada vez que los empujaba o los pateaba, alguien le daba un golpe. Los dos que la habían tenido sujeta por los brazos durante la violación colectiva la dejaron ir solo cuando el último hubo terminado. Entonces ella se hundió en el suelo, inmóvil.

Un grito se ahogó en la garganta de Sune. De repente, se estaba congelando y ansiaba el calor de la hoguera, pero no podía moverse. Vio cómo los hombres tiraban de los brazos de la mujer y la sacudían por los hombros. Finalmente, el gothi se agachó a buscarle el pulso. Soltó el brazo de la joven y negó con un movimiento de cabeza.

Los hombres se reunieron en la hoguera. Sune podía oírlos hablar, pero no podía entender lo que decían. Entonces, algunos de ellos fueron detrás de la furgoneta y desaparecieron en el bosque, mientras los demás comenzaban a recoger el claro.

Sune no tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado ahí, inmóvil, observando. Lo único que sabía es que la joven, la misma que poco antes había estado frente a él, sonriéndole, no se movía ya.

—¡Estamos listos! —gritó alguno detrás de la furgoneta. El gothi caminó hacia la mujer y la levantó. Los brazos y piernas de la joven colgaban sin fuerzas mientras el sacerdote la llevaba al bosque.

Sune tembló. Tenía dormido el pie derecho y su pierna cedió cuando hizo el intento de regresar a la espesura. Era como si su cerebro rehusara a admitir lo que sus ojos acababan de ver. Tenía el cuerpo plomizo, y el corazón le golpeaba el pecho, aterrado. Sabía que la joven estaba muerta. Lo supo desde el momento en que la vio caer exánime al suelo.

Anduvo unos metros a gatas. Finalmente, por su pie volvió a circular la sangre. Le dolía. Tendría que huir y esconderse, pensó, pero ¿a dónde? Echó un vistazo a la oscuridad del bosque, negra como el carbón. Unas cuantas ramitas se rompieron cuando hizo el intento de levantarse y andar a tientas entre los árboles.

De pronto, oyó voces que lo llamaban por su nombre. Supo que vendrían a por él. Contuvo la respiración y, encorvado, se arrastró por el suelo del bosque, bajo algunas ramas.

Volvió a oír las voces, ahora más cerca.

—Sune, ¡ven, sal de ahí! —Era su padre.— Sal en este momento, eres parte de todo esto. ¡No puedes simplemente salir corriendo a esconderte!

Oyó que se rompían algunas ramitas mientras alguien le pasaba a un lado. Contuvo la respiración. Los pasos se alejaron.

No se atrevía a moverse. Pronto volvió a escuchar el crujir de las ramas, el crepitar de las hojas. Estaban de regreso. De bruces, se aferró al suelo y volvió a contener la respiración, con la humedad del bosque empapándole la mejilla.

Los hombres pasaron a través del área por donde él estaba echado, en una y otra dirección, hasta que, repentinamente, escucharon un fuerte silbido. Luego otro. Era como una voz de sirena en la opresiva oscuridad del bosque. Los hombres regresaron al claro, alrededor de la hoguera. La búsqueda había concluido.

Finalmente, cuando notó que los pasos habían desaparecido, Sune se relajó. Respiró hondo y se giró, hasta vislumbrar la luna que brillaba con claridad a través de las copas de los árboles. El corazón le latía con fuerza mientras oraba a los dioses para que los hombres no pudieran encontrarlo.

Junto al roble de los sacrificios, el gothi volvió a ponerse la túnica. Los hombres se reunieron una vez más. El fuego se estaba extinguiendo y las llamas parpadeaban. La oscuridad envolvía el claro. Formaron un círculo, que el gothi cerró. Sune pudo ver lo que se pasaban unos a otros, de mano en mano: el anillo de la lealtad.

El frío de la noche se extendió por su pecho cuando se dio cuenta de que ese era el motivo por el que habían ido a buscarlo. Ahora era un hombre, una parte de todo eso. Había jurado con su sangre y ahora era uno de ellos. Esperaban tenerlo de su lado, con sus hermanos, quienes habían hecho un juramento de silencio, uno que jamás romperían.

2

Louise echó un vistazo alrededor de la cabaña. Se había levantado temprano para hacer las maletas y cargar el coche. Durante su baja por enfermedad, se había quedado en la pequeña casa de madera negra de Dragør, la que había comprado junto con su vecino Melvin Pehrson.

Ya iba de regreso a su apartamento en Frederiksberg y a su trabajo en los cuarteles de la Policía Nacional. No es que no hubiera sido agradable la rutina de vida fácil que ella y Jonas, su hijo adoptivo, habían tenido ahí. De hecho, la experiencia se había acomodado perfectamente a su estado de ánimo. Era exactamente lo que necesitaba.

Cada mañana, después de mandar a Jonas al colegio en el autobús, hacía una jarra de té, la metía en la canastilla de la bicicleta y pedaleaba hasta la playa. Dina, la perra, corría a su lado, y también la acompañaba en sus baños matutinos. Cuando Louise nadaba de regreso a la orilla, Dina la miraba perpleja, como tratando de convencerla de quedarse en el agua por más tiempo. De vez en cuando, a Louise le entraba la urgencia de hacer exactamente eso: nadar sin detenerse hasta que las olas se la tragaran, hasta desaparecer. Pero, cada vez que tenía la oportunidad, hacía señas a su perra sorda para que la siguiera adentro.

Mantenía a Dina a la distancia hasta que se sacudía. Si la mañana era gris y lluviosa, Louise se envolvía en una toalla gruesa y se metía bajo las pimpinelas a mirar el mar mientras bebía té. A Dina le encantaba correr de ida y vuelta por la arena y comerse los mejillones que llegaban arrastrados a la playa.

Había estado de baja desde el tiroteo en la casa del Guardabosques, donde al hombre que estaba tratando vde violarla le habían disparado. Pero lo que la perseguía no eran las imágenes de su cuerpo desnudo y el tipo detrás; tampoco la herida de bala en la cabeza del hombre ni la sangre que se había derramado a borbotones por todo el cuerpo de Louise.

Era René Gamst, el hombre que la había salvado. La lujuria en sus ojos mientras aguardaba para hacer el disparo fatal; el desprecio en su voz cuando decía que era evidente que ella lo estaba disfrutando. Eso era lo que no podía quitarse de encima.

Pero nada era peor que lo que Gamst había dicho de Klaus, el primer amor de Louise y quien se había colgado un día después de que se mudaran a vivir juntos.

«Tu novio era un marica. Ni siquiera tuvo los putos cojones para amarrarse la soga al cuello.»

Esas palabras habían estado retumbando dentro de su cabeza desde que, aquel día, la ambulancia se la llevó de ahí.

Los exámenes en el hospital habían revelado que tenía tres costillas rotas del lado izquierdo. Por lo demás, solo raspones y cardenales. Esa misma tarde la dieron de alta. Su jefe, Rønholt, le había sugerido que se diera de baja por enfermedad, y ella había accedido; pero únicamente porque traía las palabras de Gamst metidas en un territorio privado que había mantenido oculto por muchos años. No solo del mundo exterior, sino del suyo propio.

Ella y Klaus habían estado juntos desde que Louise iba a tercero, en Hvalsø. En su decimoctavo cumpleaños, él le había dado un anillo de compromiso, y, un año más tarde, después de que Klaus terminara de formarse como carnicero, se habían ido a vivir juntos a una vieja granja en Kisserup. Dos noches más tarde, él estaba muerto.

En todos esos años, desde aquel día en que entró por el pasillo de techo bajo y lo encontró colgando sobre la escalera, con una tensa soga atada al cuello, ella había vivido atormentada por la culpa: por haberse ido a Roskilde, a un concierto, y haberse quedado a dormir con Camilla, su amiga. Aparentemente, por no haber sido lo suficientemente buena. Y porque, si amarla hubiera valido la pena, él no se habría quitado la vida.

Nunca había entendido los sucesos de aquella noche, de tantos años atrás. No hasta que Gamst abrió la boca.

Si había dicho la verdad, Klaus no fue quien puso la soga en su propio cuello.

René Gamst estaba en la prisión de Holbæk. Poco después de su arresto, había admitido haber disparado dos veces, y todo mundo sabía que había tirado a matar. El violador había irrumpido antes en su casa y había atacado a su esposa, pero Gamst alegaba que había disparado para salvar a Louise. Se había aferrado a esa historia y resultaba muy difícil probar lo contrario: que el asesinato había sido una venganza.

Un día antes de preparar su traslado a la cabaña, estuvo repasando todos y cada uno de los detalles del caso con el teniente detective Mik Rasmussen en su despacho de la comisaría de Holbæk. No estaba orgullosa de lo sucedido; especialmente, cuando tuvo que explicarle cómo René Gamst terminó con un brazo roto. Él no dijo nada al respecto y, hasta el momento, Louise había salido con una explicación vaga. Ayer, sin embargo, Mik la había pasado por el rodillo exprimidor hasta que ella finalmente admitió haber sido un poco ruda con el tipo después del tiroteo.

Años antes, Louise había sido enviada por un breve período a Holbæk. A partir de eso, ella y Mik se hicieron amantes. La relación acabó en una escena dramática, pero, por más años que hubieran pasado y a pesar de la distancia que había habido entre ellos, él la conocía lo suficientemente bien como para saber que le ocultaba algo.

Y salió a la luz. La historia completa de Klaus y los años que ella había vivido cargada de culpa; las razones por las que había tratado mal a Mik y su ansiedad ante los compromisos. Desde la muerte de Klaus, todas sus relaciones habían sido a medias.

Louise sabía que esta última confesión terminaría por lastimarlo, a pesar de los esfuerzos que él hacía por ocultarlo. Pero también tuvo la sensación de que ahora Mik la entendería mejor.

Describió lo que ocurrió después de que René le hiciera aquella revelación acerca de Klaus. Ella le había arrebatado el rifle de una patada, le había torcido el brazo por la espalda con violencia, hasta hacerlo gritar, y lo había lanzado al suelo para esposarlo.

—Pero no oí que su brazo se rompiera —dijo, tratando de olvidar el ruido de las estrechas esposas de plástico al cerrarse—. Solo quería que me dijera lo que sabía.

* * *

Louise llevó las últimas cosas al coche. Regresó para asegurarse de no haber olvidado nada. Melvin se había quejado a veces de lo mucho que las hierbas habían crecido, pero ella había cortado el césped. De hecho, Jonas lo había hecho, porque el chico pensaba que empujar la vieja podadora manual era divertido y porque el trabajo podía hacerse en diez minutos.

Cuando salía del aparcamiento, le llegó un mensaje de Jonas. Se había quedado a pasar la noche en casa de un amigo y, probablemente, los dos iban de camino al colegio, pensó. Lo echaba de menos. Pasaría la tarde con él: se tumbarían en el sofá y ordenarían comida para llevar.

«Nico y yo vamos a su casa y después, al cine, ¿de acuerdo?»

En esos días, Louise no veía mucho a su hijo adoptivo de quince años, y aunque nunca lo diría en voz alta, algunas veces se sentía rechazada cuando él prefería ir con sus amigos, en vez de estar con ella. Pero, antes de permitir que ese sentimiento arraigara, se reprobó a sí misma con tanta severidad que cualquier indicio de celos desapareció.

Le gustaba saber que él estaba bien. De hecho, estaba muy bien. Recientemente había tenido un período difícil en el colegio, algo que llegó a preocupar mucho a Louise. Jonas ya había tenido suficientes penas en la vida. Sus padres habían muerto y, no hace mucho, había sufrido también la pérdida de una muy buena amiga. Louise necesitaba hacerse cargo de su propia soledad. Que era culpa suya, se recordó a sí misma antes de escribir «ok», seguido de una carita sonriente, un corazón y un pulgar hacia arriba.

De camino a la ciudad, venía pensando en cómo sería su vuelta al despacho. El trabajo no la preocupaba, pero sí las miradas inquisitorias y, en especial, la compasión de sus colegas. Por supuesto, todos sabían lo que le había ocurrido; ella simplemente no tenía ganas de hablar del asunto.

Y también estaba Eik.

«Cuando dos salen de casa juntos, regresan juntos», le había dicho su compañero, que quería acompañarla en la ambulancia. Pero ella le dijo que no. Se había escurrido dentro de su caparazón a cobijarse con las palabras de René.

Desde entonces, Eik la telefoneó varias veces, solo que ella no le devolvió las llamadas. Un día le llegó una carta envuelta en plástico de burbujas. Dentro había un disco de Nick Cave. Ni siquiera le había dado las gracias por el regalo.

Louise sabía que Eik tenía buenas intenciones, pero no podía verlo, simplemente. Todo el asunto de Klaus había sido demasiado grande. Tanto, que la noche que ella y Eik habían pasado juntos, justo antes de que todo se desmoronara, parecía más un sueño distante que un recuerdo flamante de sexo fantástico y la sorpresiva sensación de enamorarse.

Aparcó, abrió con su llave y se sentó por un momento a contemplar las altas ventanas de su apartamento. De repente, volvió a sentir esa presencia de un modo que le hizo cosquillear la piel.

3

—No te olvides de revisar tu correo —le gritó Hanne cuando Louise pasó frente al despacho de la secretaria. Se detuvo, giró sobre sus talones y regresó con una sonrisa estampada en el rostro, pero solo para descubrir que su casilla de correo estaba vacía.

Conocía a Hanne Munk desde que la secretaria estaba en el Departamento de Homicidios, el antiguo lugar de trabajo de Louise. En esos tiempos, Louise pensaba que Hanne era un soplo de aire fresco, con su montaña de pelo rojo, su ropa llamativa y los gestos exagerados; pero, después de su traslado al Departamento de Personas Desaparecidas, la relación con la secretaria de Rønholt se había tensado, como mínimo.

—Gracias por recordármelo —le dijo ya de camino a su despacho. Aunque ya estaba familiarizada con el estilo de Hanne, le parecía molesto que la secretaria no hubiera hecho el menor gesto para darle la bienvenida.

«Menopausia. Falta de sueño. Muy poco sexo», pensó Louise mientras respondía a otro mensaje de Jonas, que le preguntaba si estaba bien que se quedara otra noche con Nico después de la peli.

«Y este chico ¿se cambiará de ropa alguna vez?» Louise se apresuró a recorrer el pasillo hasta la Ratonera, el despacho doble que le habían asignado a principios de ese año, después de que la hubieran elegido para encabezar una Agencia Especial de Búsqueda recién formada en el Departamento de Personas Desaparecidas. La habían hecho responsable de los casos donde hubiera sospechas de actividades criminales.

Había espacio más que suficiente para su nueva unidad, constituida por ella y Eik Nordstrøm. Aun así, la irritaba que Rønholt no les hubiera encontrado un mejor espacio. Habían quedado justo encima de la cocina, así que se enteraban secretamente del menú de cada día. El cutre despacho había estado infestado de ratas, aunque los especialistas en plagas finalmente se habían hecho cargo del asunto.

Abrió la puerta y se quedó paralizada. Un enorme pastor alemán le ladraba ferozmente. El grillete suelto, los dientes al descubierto, los ojos fijos en ella. Louise dio un salto atrás y cerró la puerta de golpe. Al oír la voz de Eik más allá del pasillo, se volvió. Su compañero salía del cuarto de las fotocopias, mientras se metía en el bolsillo un paquete de cigarrillos aplastado.

Un poco antes, cuando iba conduciendo, pensaba en lo que sería para ella volver a verlo después de todo ese tiempo, en lo que tenía que decirle. Y ahora estaba delante. Sentía todo el cuerpo caliente, incluso las yemas de los dedos, y cuando él extendió los brazos para darle la bienvenida, ella ya se había olvidado de los motivos por los que no quiso verlo mientras estuvo en la cabaña.

—¿Cómo estás, preciosa?

La atrajo hacia sí, pero, aparentemente, se acordó de las costillas rotas y la soltó.

—Perdóname por no haberte devuelto las llamadas —murmuró ella con torpeza, e inmediatamente cambió de tema para hablar del perro que estaba en el despacho.

—Déjame entrar antes que tú —dijo él—. Es Charlie, y probablemente debería presentaros.

—Ya conocí a la bestia —dijo ella—, y estuvo a punto de lanzárseme a la garganta.

—No seas boba, no te haría el menor daño. Solo necesita conocerte. Para él, eres una intrusa. Ha estado en el despacho conmigo todo este tiempo, desde que te fuiste.

Eik abrió la puerta de la Ratonera y se sentó en la entrada, mientras el perrazo corría hacia él. Louise notó que el animal cojeaba y que tenía la pata trasera derecha en el aire. Lo vio montarse en el regazo de Eik y lamerle la cara tan ansiosamente a su dueño que casi lo derriba.

—¿Qué le pasó? —preguntó Louise. Seguía fuera, en el pasillo. Su compañero se puso de pie y cogió al perro por el collar.

—A este chico, Charlie, le dieron un balazo cuando perseguía a un ladrón de bancos en Hvidovre. La bala le rompió el muslo. Por fortuna, el veterinario cree que algún día podrá usar la pata, aunque ya nunca volverá a la patrulla canina.

—Así que es un perro policía —dijo ella—. Eik asintió mientras le rascaba el morro al perro.— ¿Y su entrenador? —preguntó.

Eik volvió a asentir, pero ahora con una mirada triste.

—Él fue quien mató a tiros al asaltante.

Todos los policías habían oído hablar del caso de Hvidovre, un robo a mano armada. Meses atrás, dos enmascarados entraron a un banco con escopetas recortadas. Hicieron que algunos clientes se tumbaran en el suelo y se enfrentaron a los empleados de la sucursal. Louise no podía recordar el monto del botín, pero eso no tenía la menor importancia. Los policías llegaron de inmediato. En un aparcamiento aledaño, rodearon a los dos asaltantes, que llevaban consigo una maleta cargada de dinero.

Uno de los ladrones comenzó a disparar a los policías y le dio al perro. Momentos más tarde, ese hombre también estaba en el suelo. Muerto. Tenía diecinueve años. El otro asaltante era su padre. Dos hombres sin antecedentes criminales que escogieron la peor de las soluciones para salir de una situación desesperada.

Los tabloides vociferaron la historia del padre, cuyo negocio de pintura había caído en la bancarrota. Dos años antes, llegó a tener doce empleados y una gran casa residencial en Greve. El hijo era aprendiz en el negocio. Entonces, todo empezó a derrumbarse, hasta que el padre se vio irremediablemente endeudado, y el hijo, a la deriva.

—Ya nadie roba bancos —dijo Eik—. Todo el mundo sabe que terminarán pillándote. El hombre está arruinado.

—¿El padre? —preguntó Louise. No había estado al tanto del juicio. Los robos a mano armada se castigaban con una sentencia muy larga, y no la acortaría el hecho de que el otro ladrón, el hijo, hubiera resultado muerto.

—Él también —dijo Eik, asintiendo una vez más—. Pero me estoy refiriendo a Finn, el padre de Charlie. Está en su casa, contemplando las cuatro paredes. No creo que regrese. Estuvimos juntos en la academia de policía. No nos hemos visto mucho desde entonces, pero él y Charly iban a verme en ocasiones. Así que le dije a Finn que yo me haría cargo del perro hasta que terminara de reponerse.

Así que eso era, entendió Louise. Tampoco se le ocurría ninguna objeción. Asintió y entró con pasos vacilantes al despacho.

Charlie se sentó junto a la pierna de Eik.

—Ven aquí a saludarlo.

Louise cogió una galleta que Eik le tendía; pero, antes de que llegara a ofrecérsela al perro, este ya estaba de pie, mostrando los dientes. Ella regresó al pasillo de un salto.

—Está bien, dejaremos las presentaciones para más tarde —dijo Eik. Trajo al gran pastor alemán junto a su escritorio y se puso a regañarlo, como si fueran una vieja pareja de esposos.

—¡Para ya! —dijo Louise—. ¡Lo quiero fuera de aquí!

—Espera un segundo —dijo él. Cogió la correa y le dio algunas vueltas alrededor de una de las patas de su escritorio, la enganchó al collar y ordenó al perro que permaneciera acostado.

Finalmente, Louise fue a su escritorio acompañada de un gruñido bajo.

—Con toda franqueza —dijo—, ¿no podrías llevártelo a casa? Es ridículo que esté ahí echado gruñéndome.

—Está acostumbrado a acompañarme. De otro modo, tendría que ponerlo tras una cerca, y no tengo.

—¡Qué mal, porque no puede quedarse aquí! —dijo ella.

—Vamos, Louise, Charlie es bueno. Solo hace falta que os conozcáis.

Estaba empezando a enojarse. En primer lugar, ella era la jefa de esa unidad de dos miembros. En segundo lugar, a ella jamás se le hubiera ocurrido traer a Dina al trabajo, si eso significara alguna molestia para alguien. Pero, antes de que pudiera alegar nada más, sonó su teléfono.

—Agencia Especial de Búsqueda. Soy Louise Rick. —Dio la espalda a Eik, que seguía hablando al perro, tratando de hacerlo callar.

Se le hizo un nudo en el estómago cuando oyó la voz de Mik. Sabía que estaba a punto de informarla de que se iniciaría un proceso disciplinario contra ella por la forma en que había tratado a Gamst durante su arresto en la casa del Guardabosques. Y, en ese mismo instante, se dio cuenta de que no se arrepentía en absoluto, por más que ese incidente pudiera afectar su carrera.

—Hola, Mik —le dijo con voz tranquila. Se sentó.

—Tengo aquí un caso que te voy a pasar —comenzó él. No había en su voz la menor insinuación de que ella, apenas un día antes, le hubiera revelado la historia de su destrozada vida.

Louise se recompuso de inmediato. Después de todo, era la jefa de la Agencia Especial de Búsqueda del Departamento de Personas Desaparecidas.

—¿Por qué? ¿De qué se trata? —preguntó.

—Nos han informado de que hace unas semanas desapareció una persona, pero hay algo sospechoso en todo esto. Rønholt me pidió que te pasara el asunto —se apresuró a añadir Mik, a modo de disculpa—. Desapareció un chico de Hvalsø.

Rezongó en su fuero interno. No quería más fantasmas de su pasado merodeando en su vida ni, ciertamente, más casos que involucraran a personas que había conocido durante su adolescencia.

—El chico se llama Sune Frandsen —siguió Mik—. Es hijo de Frandsen, el carnicero, el de la furgoneta blanca.

Louise se agarrotó. El carnicero. Ella lo había denunciado por el comercio ilegal de carne y por vender en el mercado negro. En realidad, no había hecho otra cosa que contárselo a Mik, porque ella nunca sería capaz de apresar a un hombre que hubiera sido parte del círculo de Klaus. Probablemente el tío se había zafado del problema tras una advertencia, pensó.

—Está bien —alcanzó a decir—. Ni siquiera sabía que tenía un hijo.

—Sune desapareció el día en que cumplió quince años, y eso fue hace unas tres semanas —dijo Mik—. No hemos encontrado ningún rastro de él. Dejó la cartera y el teléfono en su habitación. La familia ya está en una situación muy lamentable, pues la madre está muriendo de cáncer. Eso ha producido una fuerte impresión en el chico.

Louise iba tomando notas en su libreta.

—Estaba en segundo, en Hvalsø —continuó Mik—. El director del colegio y los padres del chico se temen que pudo haber huido de casa para suicidarse. Según la descripción de su padre, antes de la desaparición estaba inusualmente taciturno. Como te dije, se sentía muy infeliz por la enfermedad de su madre; le estaba costando un mundo enfrentarse a eso. En el colegio nos dicen que Sune se había saltado muchas clases durante los últimos meses y que su desempeño escolar, en general, no iba bien. Por lo visto, eso no era propio de él.

Louise asintió. Estaba muy consciente de que los chicos eran más proclives al suicidio que las chicas; especialmente si llevaban encima una carga emocional de ese tipo.

—Aún así, no veo por qué tú y Rønholt habéis decidido pasarme este caso.