Una mentira piadosa - Sara Blædel - E-Book

Una mentira piadosa E-Book

Sara Blædel

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Beschreibung

Una mujer es perseguida por una lamentable decisión que tomó en los primeros años de su adolescencia y, ahora, se ve envuelta en una trama profundamente emocional y de tenebrosa atmósfera. Esto es lo nuevo que nos trae Sara Blædel, la gran estrella internacional de los superventas. La detective Louise Rick descansa en una playa de Tailandia cuando su padre, lleno de espanto, la llama por teléfono. Mikkel, el muy querido hermano de Louise, ha intentado suicidarse. Está desolado. Su esposa se ha ido sin decirle una sola palabra. Louise vuelve de inmediato a casa, a Osted, el pequeño y aislado pueblo danés donde creció y donde Mikkel sigue viviendo. Pero, mientras averigua más cosas de Trine —devota esposa y madre de dos pequeños— y su estado de ánimo durante los días previos a su partida, más se inclina a preguntarse si verdaderamente tenía intenciones de abandonar a su hermano. O si ha sucedido algo mucho más tenebroso. La policía local apunta a Mikkel como el principal sospechoso de la desaparición de Trine; entretanto, Louise se esfuerza por limpiar el nombre de su hermano. Sin embargo, se enfrentará a verdades incómodas: los pueblos siempre esconden secretos; el pasado te persigue eternamente. Y las mentiras nunca son inofensivas.

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Una mentira piadosa

Una mentira piadosa

Título original: Pigen under træet

© 2014 Sara Blædel. Reservados todos los derechos.

© 2022 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

Traducción Aldo Giacometti,

© Traducción, Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

ePub: Jentas A/S

ISBN 978-87-428-1231-0

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

–––

A Gitte,

maravillosa amiga de toda la vida, compañera de viajes colegiales

Eres mi pilar

Prólogo

Bornholm, 1995

Alcanzó a distinguir la caverna, con la pálida luz de luna filtrándose a través de las densas copas de los árboles. Confundida y mareada, fue pendiente arriba, tambaleándose. Las voces al pie del sendero la hicieron darse prisa, y resbaló, pero consiguió asirse a un arbusto larguirucho y encontrar un punto de apoyo para los pies. Segundos más tarde, se arrastraba al interior de la caverna, al refugio. Comenzó a llover otra vez. Las gotas de lluvia le daban en la cara y hacían sonar las hojas de las ramas sobre su cabeza.

Las voces fueron perdiéndose en la oscuridad. Frenética, tanteó las piedras en busca de un escondite. Sentía que el corazón le palpitaba con fuerza, que le martilleaba las costillas. Jadeaba en busca de aire.

El golpe la había dejado inconsciente; lo sabía, aunque no tenía ni idea de cuánto tiempo había permanecido en ese estado. La rodearon, observándola mientras lentamente volvía en sí, pero entonces se alejó arrastrándose y logró ponerse en pie. De algún modo, pudo salir corriendo sin caerse. En plena oscuridad. Ahora, el dolor en la cabeza era intenso y el mundo en penumbra giraba y se bamboleaba frente a sus ojos.

Al tocarse las sienes, sintió que los dedos se adherían a su piel; tenía el cabello empapado, pero no pudo distinguir si había sangre. No les hablaría nunca más. Lo único que quería era que la dejaran sola.

La piel suave de sus brazos desnudos rozó el acantilado mientras ella se retorcía por la estrecha boca de la cueva. Se quedó temblando, acurrucada, abrazándose las rodillas, concentrada en respirar lenta y regularmente hasta serenarse. Por un largo tiempo, escuchó atentamente entre los aullidos del viento y las crepitantes copas de los árboles, hasta que estuvo segura de que habían desistido de seguir buscándola y se habían marchado.

Los relámpagos de dolor comenzaban en su cabeza y le recorrían el cuerpo; las náuseas iban y venían. Al principio, las gotas frías la salpicaban un poco, pero la lluvia comenzó a arreciar y a bañar por completo la estrecha apertura. El viento la azotaba y tiraba de su cuerpo, y fuera, el crujido de los enormes árboles cortaba el aire.

El mareo se apoderó de ella. Trató de cerrar los ojos para hacerlo desaparecer, pero tuvo que abrirlos por completo cuando, muy cerca, una enorme rama se estrelló contra el suelo. La tormenta y las gimientes ramas la aterrorizaban. Cerró los ojos y pensó en Skipper. Pensó también en su hermano. Trató de hablar en voz alta para tranquilizarse.

El mareo se le hizo insoportable, y, cuando prácticamente sacó toda la cabeza bajo la lluvia para vomitar, su hombro golpeó fuerte contra un saliente. Atontada y temblorosa por el aire helado, lloraba mientras se limpiaba la boca y se arrastraba dentro de la cueva, tan dentro como le era posible, hasta tumbarse. Sentía la cabeza a punto de resquebrajarse. Se quedó acostada de lado, encorvada, tratando de conservar el calor. Cuando volvió a cerrar los ojos, la tierra que tenía debajo seguía hecha un remolino. Todo fue quedando en silencio hasta que, fuera, una explosión la despertó con una sacudida. La negrura se hizo más densa.

Oscuridad. El espacio dentro de la cueva se encogió aún más.

Capítulo uno

—¡Louise Rick, Louise Rick!

El hombre pronunciaba «Lois Grec».

El sol del atardecer arrojaba un resplandor anaranjado sobre el océano que se extendía delante de ella, de un azul profundo hasta donde se perdía la vista. Ese día en la playa había sido increíblemente caluroso; no obstante, seguía ahí echada, incapaz de levantarse.

Al principio, no le hizo caso. Se sentía pesada, lenta, aletargada por la vacuidad interior.

—¡Es una emergencia! —gritó el hombre—, un asunto familiar. ¡Por favor, venga al teléfono!

Mientras se acercaba a ella por el borde del agua, iba dejando huellas de pisadas sobre la arena húmeda. Respiraba con dificultad, casi sin aliento. Cuando sus palabras calaron por fin, ella se volvió alarmada.

—¿Qué dice? ¿Qué pasa?

Él le tendió la mano, como si tuviera intenciones de levantarla de la pequeña toalla que Louise había traído de la habitación del hotel.

—Venga, por favor —repitió él con voz chillona. Giró y atravesó la calle corriendo, de regreso al hotel, donde se habían instalado puestos de comida entre los coches aparcados. Los escúteres pasaban por ahí día y noche, y hacían ruido, pero ahora Louise era incapaz de oírlos mientras corría tras el hombre a través de la pequeña abertura entre las palmeras.

Louise no habría escogido Tailandia, pero todos hicieron un trato cuando ella se tomó el permiso de seis meses para viajar: cada uno escogería el lugar que quería conocer. Habían comenzado por México, la elección de su hijo adoptivo, Jonas. Después de explorar las ruinas mayas, habían viajado por Suramérica, África y la India.

Llevaban cuatro meses rodando. Una pequeña familia doble. Louise y Jonas. Eik y Stephanie.

En la recepción, el hombre llevó a Louise a un escritorio detrás del mostrador, donde la esperaba el teléfono. Su propio móvil estaba en su habitación. Apagado.

—Llamada internacional —dijo él, señalando el auricular.

Louise se paralizó. Últimamente había hecho todo lo posible para bajar las cortinas del mundo cotidiano, y esta llamada estaba, ahora, a punto de confrontarla otra vez con su realidad.

Se hundió en la silla, a un lado de la mesa, mientras el hombre cogía el auricular y se lo ponía en la mano. Ella se lo llevó a la oreja y habló en voz baja.

—Hola.

—Se trata de Mikkel. —Apenas reconoció la voz de su padre.— Intentó suicidarse. Está en el hospital, en Roskilde, y nosotros estamos aquí con él. —Hizo una pausa y respiró profunda y temblorosamente.— No saben si sobrevivirá. Creo que deberías volver a casa.

* * *

Mikkel. Su hermano era dos años y medio menor que ella. Eran cercanos, aunque no tanto como lo habrían sido de haberse quedado Louise en el centro de Selandia, en vez de haber huido a Copenhague después de la muerte de Klaus. Eran miles las razones por las que ella no podía quedarse más tiempo ahí, hasta el punto en que ni siquiera había sido capaz de acudir a los funerales de su novio. Pero ella y Mikkel seguían en contacto, muy de cerca, y ella era la madrina de sus dos hijos, los «terroristas», como los llamaba la abuela cuando eran más pequeños. Ahora tenían cuatro y seis años y ya no eran tan salvajes; Kirstine, por lo menos. Malte seguía siendo un poco indócil, pero Louise sentía debilidad por ese sobrino, si bien los niños gritones que corren por las casas no eran, precisamente, su plato favorito.

—Voy enseguida.

Apenas fue capaz de soltar el auricular cuando se despidió. Su Mikkel, quien había asistido al funeral de Klaus y había colocado por ella una rosa en el féretro. El hermano cuyo mundo se había venido abajo cuando la esposa lo dejó con dos pequeños, una casa en Osted y facturas que no podía pagar. El que había cogido un trabajo adicional como repartidor y conducía por todo el país cuando no estaba trabajando en la sección de repuestos de Volvo, en Roskilde.

Eso había durado casi un año, hasta que Trine volvió. Desde entonces, él parecía genuinamente feliz. En muchas ocasiones, Louise llegó a pensar que la marcha de Trine había sido lo mejor que les podía haber ocurrido, porque ahora parecían más cercanos que nunca. Había entre ellos una atmósfera de paz, como si se sintieran más cómodos con lo que tenían en común. En el tiempo en que su cuñada estuvo apartada de la familia, Louise no pensó gran cosa en ella; pero eso había quedado atrás. Si su hermano estaba contento, ella también.

Siempre pensó que haría cualquier cosa por su hermano pequeño: subir a una montaña, atravesar un desierto... A él le habría molestado oírla decir algo así. Mikkel le sacaba una cabeza y no parecía, en absoluto, un tío necesitado de que su hermana mayor se hiciera cargo de él. Pero ella juraba que siempre estaría a su disposición.

* * *

Louise durmió la mayor parte del vuelo de vuelta a casa. Después de que Eik, Jonas y Stephanie se marcharan, un farmacéutico local le había vendido pastillas para dormir. Normalmente le habrían exigido una receta médica, pero ella había persuadido al hombre de que no necesitaba ver a un médico tailandés. Y los somníferos estaban ayudándola a pasar las noches sola.

Pudo dejar el pequeño y cutre hotel sin pagar la semana entera, algo en lo que podían haber insistido, pero se trataba de una emergencia. No había muchas cosas buenas qué decir de las habitaciones ni de la cama ni de la ducha diminuta, especializada en arrojarle agua helada a golpe de chubasco. Aunque, por otro lado, no tenía más que elogios para el hombre de la recepción, quien resultó ser el propietario (algo que él le reveló de camino al aeropuerto). Él no solo se había ofrecido a llevarla, sino que había averiguado para ella la forma más rápida de volver a Dinamarca.

Y esa forma resultó ser un enredo de tres conexiones con muy poco tiempo entre vuelo y vuelo. En su mayoría, el trayecto había sido una bruma de sueño, ansiedad y pena, todo coronado con sensaciones de surrealismo. Como una pesadilla que, de alguna manera, invadiera y agarrotara sus articulaciones y pusiera su cabeza a dar vueltas. Y, por encima de todo, estaba el hecho de que no había comido desde la llamada de su padre. Y tampoco había bebido gran cosa. En realidad, no había ingerido muchos alimentos durante las últimas semanas, tras haberse despedido de los demás. Su cuerpo había entrado en suspensión. Sentía que forzar cualquier cosa era una especie de abuso. Estaba subalimentada, como habría dicho su padre, aunque él se refería, sobre todo, a las aves.

Su maleta fue una de las primeras en salir. El dueño del hotel había convencido a la mujer del aeropuerto de poner una marca roja en el asa para acelerar su traslado de aeropuerto en aeropuerto. Louise había perdido la noción del tiempo. Miró el móvil. Eran casi las siete y media de la tarde.

Localizó a su padre de inmediato. Lo encontró esperándola en el vestíbulo de llegadas, a la izquierda, mientras ella venía saliendo de la aduana. En cuanto él la vio, fue a abrazarla, interponiéndose a todos los demás pasajeros que transitaban arrastrando sus maletas.

La abrazaba tan fuerte, que Louise no podía preguntarle por su hermano. O quizás simplemente no se atrevía a hacerlo. Había pasado más de un día desde que su padre la llamara; y las primeras veinticuatro horas eran cruciales, ella lo sabía por experiencia. Eran las que trazaban una línea entre la vida y la muerte. Cuando él finalmente la soltó, Louise retrocedió un paso y estudió su rostro rápidamente.

—Dicen que sobrevivirá —le susurró lleno de alivio, aunque con voz ronca—. Los doctores no creen que haya sufrido ningún daño permanente, pero estuvo cerca. Si tu madre no hubiera ido a verlo, Mikkel habría muerto. Estaba inconsciente cuando ella lo encontró.

La ansiedad fue abandonando su cuerpo, dejándola aturdida y ligera, como flotando.

—¿Podemos ir directamente al hospital?

Él negó con la cabeza.

—Nos han dicho que necesita descansar esta tarde. No está bien, no es él mismo, pero podrás visitarlo mañana.

El padre cogió la maleta y condujo a Louise a la salida. Ya en el exterior, ella alcanzaba a registrar el murmullo de las voces, el sol bajo dándole en la cara, pero seguía aturdida. El espectro de un desastre inminente la había tenido abrumada, con el cuerpo en alerta. Ahora, iba soltando todo poco a poco. Podía respirar, cuando menos. Colocaron la maleta en la parte trasera del coche y él echó marcha atrás para salir de la plaza de aparcamiento.

Al llegar a la autopista, él le preguntó por los otros; por Jonas, específicamente. Louise le dio una respuesta vaga. Le dijo que todo estaba bien, que le mandaban saludos. Eik y los chicos, le aseguró, entendían que ella se había quedado sin opciones, que tenía que volver sí o sí.

—Podrás volar y unirte a ellos otra vez —dijo él, como disculpándose por interrumpir su permiso laboral, ahora que la vida del hermano estaba fuera de peligro.

Las señales de tráfico pasaban volando. Aunque estuvo mucho tiempo lejos, no prestaba particular atención al entorno familiar. Pensaba en Mikkel. ¿Cómo pudo, siquiera, considerar la idea de suicidarse? Ella sabía cuán infeliz y destrozada había vivido ella misma durante todos esos años en que creyó que su novio, Klaus, se había suicidado. Fue ella quien lo encontró colgando de una soga, sobre las escaleras de la casa a la que acababan de mudarse.

Después de varios minutos de silencio, preguntó:

—¿Qué ocurrió? ¿Cómo lo hizo?

El padre clavó la mirada al frente, a los coches que venían delante en ellos, y no contestó nada. Después de lo que pareció una eternidad, dijo:

—El escape del coche. Mikkel cerró la puerta de la cochera y echó a andar el motor. Nosotros estábamos cuidando a los niños, que se habían quedado a pasar la noche con nosotros. Pero, la mañana siguiente, tu madre quiso ir a la casa a recoger algo antes de devolverlos y alcanzó a escuchar el motor del coche en ralentí.

—¡El escape del coche! —Louise sabía que, a estas alturas, muy poca gente se suicidaba de ese modo. Solo los demasiado pobres o los demasiado ricos, según les gustaba decir a los forenses. Eso no funcionaba bien con los vehículos nuevos, equipados con convertidores catalíticos. Así que podía ser solo alguien que tuviera un coche antiguo o uno muy viejo.

Sintió sobre ella los ojos de su padre.

—Debió de haber estado ahí por un largo rato. —Se le atascó la garganta. En una cochera suficientemente hermética, fácilmente habría muerto de envenenamiento por monóxido de carbono.— ¿Y Trine? ¿No lo oyó salir?

—Tu hermano estaba solo.

La voz de su padre seguía siendo áspera. Louise lo estudió, pero lo dejó pasar. Estaba demasiado cansada, no podía soportar nada de esto. Encendió la radio, apoyó la cabeza en el respaldo del asiento y escuchó las noticias.

La policía ha identificado los restos mortales que aparecieron la semana pasada en Bornholm. Susan Dahlgaard, una niña de catorce años, había desaparecido durante una excursión con su clase del colegio de Osted, en Selandia central. Fue encontrada hoy en una cueva del valle del Eco, un sitio muy popular para excursionistas en la isla. La identificación se ha dificultado mucho debido a las condiciones del cuerpo. Hasta el momento, se desconocen las causas de su muerte.

Louise se enderezó en su asiento. Este era uno de esos casos que incumbían al Departamento de Personas Desaparecidas. Su antiguo compañero de trabajo, Olle, tenía una fotografía de Susan Dahlgaard colgando de la pared, detrás de su escritorio, entre las fotos de muchos otros casos que los medios de comunicación solían retomar y mantener vivos. En los tiempos de la desaparición de la niña, la búsqueda había sido extensa. La policía de Bornholm había pedido ayuda a la Unidad Móvil de Delitos. Habían traído a los mejores perros rastreadores del país a ayudar a las patrullas caninas locales. Treinta hombres y sus muy bien entrenados perros habían peinado el área entera en los alrededores del albergue Svaneke, donde la clase de la niña se había alojado. Una semana más tarde, se envió un nuevo equipo de relevo, y la búsqueda siguió en ese tenor hasta que, varias semanas después, fue abandonada. La hipótesis de la policía hablaba de un secuestro y de que se habían llevado a la niña lejos de la isla. La foto de Susan apareció en los noticiarios y en carteles que los investigadores privados locales habían colgado por todo el país. Una búsqueda «de paquete completo», según llamaban en el departamento a las misiones de este tipo. Incluían todos los registros internacionales.

Las tres amigas con quien Susan compartió la habitación la vieron por última vez en el puerto de Svaneke, donde se separaron. Las cuatro habían salido del albergue en dos bicicletas, cuando se suponía que todas las chicas de la clase debían estar durmiendo en sus habitaciones. Durante los interrogatorios, dijeron que habían pedaleado hasta el puerto y que Susan se había unido a unos chicos de Bornholm, a quienes habían conocido horas antes. La dejaron frente al quiosco y nunca volvieron a verla. Los chicos confirmaron que se habían encontrado ahí con las niñas, pero aseveraron que no habían estado con Susan después de eso. No había más rastros de la niña de catorce años.

En los tiempos de la desaparición de Susan, Louise estaba en el instituto de Roskilde. Pasarían años antes de que solicitara su ingreso en la policía, pero el caso la había dejado intrigada desde entonces, debido a la cercanía entre Osted y Hvalsø, la ciudad de su escuela primaria. Su clase también había hecho la excursión tradicional de una semana en Bornholm. Ella tenía, entonces, recuerdos frescos del lugar. Se acordaba de que, un día antes del viaje, se había roto la clavícula jugando al fútbol. Hizo la excursión, de todos modos, con el hombro y el brazo en un apretado cabestrillo. Sus amigas la ayudaban a vestirse y a atarse los zapatos. Había sido una excelente excusa para no hacer los largos recorridos de la isla en bicicleta, cosa que le vino muy bien.

Louise cerró los ojos y recordó breves destellos de aquel viaje: el ferry de Bornholm, que se bamboleaba hasta el punto en que muchas de sus compañeras de clase terminaron vomitando. Cómo habían comprado, en el ahumadero, un arenque ahumado envuelto en papel de periódico. Y aquel gigantesco cono de helado en el muelle de Gudhjem...

«Me habré quedado dormida», se dijo Louise a sí misma cuando abrió los ojos y miró la casa roja de su hermano. Su padre ya había aparcado y su madre estaba de pie en el umbral, esperándola. Parecía ajada. Como si los cuatro meses que Louise estuvo fuera la hubieran avejentado; o, tal vez, porque últimamente casi no la veía sin su delantal. En su casa de campo, la madre iba y venía por la granja, entre la vivienda y el taller de cerámica que tenía en el extremo de una de las alas. La ropa manchada de arcilla era tan consustancial a ella que las prendas normales la hacían lucir extraña.

De camino a la entrada principal, Louise se dio cuenta de que no era la edad lo que había tratado el rostro de su madre con tanta dureza. La gravedad de la situación traslucía en cada una de sus líneas de expresión, como si no terminara de entender que su hijo lograría sobrevivir. Lo peor había pasado. Pero entonces Louise cayó en la cuenta: lo peor aún no había pasado.

Su hermano había querido morir, y eso no cambiaría por el simple hecho de que el intento de suicidio hubiera fracasado. Mikkel era tan infeliz que estaba listo para terminar con su vida, a pesar de que tenía dos hijos pequeños y una esposa a quien amaba.

Louise extendió los brazos, circundó a su madre y se dejó envolver en la fragancia familiar, un manto de amor.

—No sabes cuánto me alegro de que hayas vuelto a casa —susurró ella entre el largo cabello de su hija. Louise no tenía una idea exacta de cómo lucía; no se había mirado al espejo, pero estaba segura de que su aspecto no era bonito. Había dejado el hotel en Phuket tan repentinamente que todavía llevaba puestos los pantalones cortos y la sudadera de capucha con que se había envuelto en el avión. Su madre la llevó al interior mientras su padre descargaba la maleta.

—¿Cómo están los críos? —Louise miró alrededor.— ¿Y Trine?

—Los niños duermen.

La madre le abrió la puerta de la cocina. Había puesto la mesa para tres. Louise olfateó el curry en el horno. Eso hizo que se le revolviera el estómago, pero sonrió y se dejó caer en una de las sillas. La madre le tendió una copa.

—¿Cómo estaba cuando estuvisteis en el hospital? ¿Parecía aliviado?

Louise conocía las reacciones de algunas personas que han tratado de suicidarse. A menudo, la policía recibía la llamada de alguien arrepentido de haberse tragado las pastillas.

—La mayoría de las veces es un grito de auxilio —añadió.

El padre entró y se sentó. La madre intercambió con él un rápido vistazo antes de quedarse mirando a Louise con severidad durante unos segundos, para finalmente dejar muy claro que Mikkel quería morir.

—No era una llamada de atención —confirmó su padre—. Quería suicidarse.

—Pero ¿por qué? —dijo Louise—. ¿Por qué ahora? Pudo haberlo hecho cuando Trine lo dejó. Por algún tiempo, en ese período me temí que cometiera alguna estupidez. Pero ¿por qué ahora, cuando todo marcha tan bien?

Silencio. Una vez más, los padres se miraron entre sí.

—Trine ha vuelto a dejarlo solo —dijo la madre.

Louise dejó la copa sobre la mesa.

—¿Dejarlo solo...? ¿A qué te refieres con «dejarlo solo»?

El padre tomó el relevo.

—Se fue. No le dio ninguna explicación, ningún signo de que estuviera por marcharse. Mikkel revisó la casa y notó que Trine solo había cogido su bolsa de viaje y un poco de ropa del armario.

—Y vació el frasco donde guardaban el dinero de no fumar —dijo la madre, señalando con la cabeza el aparador en cuyo estante superior había un tarro de arcilla marrón. Louise nunca había entendido por qué su hermano y Trine seguían llamando al efectivo que apartaban «dinero de no fumar» tantos años después de que ambos hubieran dejado el tabaco. Podían haberlo llamado, simplemente, «dinero para las vacaciones». Pero, cada semana, durante años, el dinero que ahorraban por no comprar cigarrillos iba a dar al tarro para ser usado en viajes de fin de semana.

—No ha sabido nada de ella, así que no tiene ni idea de dónde está. O de si está con otro hombre —añadió la madre con brusquedad.

—Podría ser —balbució el padre de Louise—. Es decir, es como si hubiera querido demostrarle a Mikkel que estaba ansiosa por comenzar una vida nueva. De otra suerte, se habría llevado más cosas.

La madre comenzó a hablar en voz baja.

—Él nunca debió aceptarla de regreso. Ya lo había dejado; podía hacerlo de nuevo. Eso es lo que siempre he pensado. Y él estaba tan roto...

—¿Habían estado peleando? —Louise trataba de encontrarle sentido a todo, pero sus padres se encogieron de hombros.

—No que sepamos —respondió la madre—. Yo ni siquiera tuve la sensación de que las cosas estuvieran mal.

—Mikkel, Trine y los niños vinieron a cenar a la casa hace unos días —dijo él—. Esa tarde parecían bastante contentos. Acababan de alquilar una casa de vacaciones para la primera parte de julio. No notamos el menor indicio de discusiones ni de que hubiera tensión entre ellos. Esta desaparición suya ha sido algo completamente inesperado.

La madre se miró las manos, como si, al concentrarse lo suficiente, pudiera contener el enfado que sentía por su nuera.

—Pero ella pudo haber estado fingiendo mientras se preparaba para marcharse.

—¿Así que vosotros dos pensáis que él lo hizo?

La madre asintió y alzó la mirada.

—Sí, eso creo. Me imagino que tu hermano no podía soportar la idea de pasar por todo esto una vez más.

—Pero no tuvimos oportunidad de hablar mucho con él —dijo el padre.

Apareció un plato de albóndigas al curry frente a Louise, y esta, de inmediato, pidió que le dieran una porción más pequeña; pero la madre tenía otras ideas.

—Te hará bien comer algo decente después de un viaje tan largo. —La madre acomodó el plato con firmeza delante de Louise.

En esa casa roja, construida sobre un terreno doble, la cocina era, para Louise, como una cueva. Su hermano la había renovado con sus propias manos. Todos los cajones y las puertas de las estanterías estaban pintadas de verde oscuro; un compañero del trabajo lo había ayudado. El resto estaba construido de madera de segunda mano y parecía sacado de una revista de decoración.

Durante el año de ausencia de Trine, Mikkel había restaurado la mayoría de la casa. Cuando no estaba trabajando en sus dos empleos, martilleaba ahí dentro. Alegaba que eso le había ahorrado montones de dinero en psicólogos. Al mirar alrededor, Louise pensaba que ahí ya no había nada más que hacer, que a su hermano no le quedaba ahí ninguna otra cosa con que beneficiarse.

No había ningún proyecto en qué ocupar el tiempo, nada para mantener la cabeza fuera de las cosas.

Y ella seguía sin tocar la comida.

—Comí en el avión. —Puso la copa sobre la mesa.— ¿Cómo lo llevan los críos?

—Aún no saben nada. Les dijimos que su padre está en el hospital y que vendrá pronto. Ayer nos temíamos lo peor, así que no pudimos decirles nada. Teníamos que esperar hasta tener más información con respecto a su estado. No fue hasta hoy, cuando hablamos con él, que supimos que Trine se había marchado. Mikkel no nos había dicho nada.

—¿Cuánto dinero tenían en el tarro? —preguntó Louise. Volvía a inflamarse todo el resentimiento que sintió la primera vez que su cuñada dejó a Mikkel. Si tuviera que exprimirle ese dinero a Trine con las propias manos, lo haría, y disfrutaría cada segundo.

La madre le sirvió más vino.

—Mikkel cree que eran unas siete mil coronas.

—Así que no irá muy lejos, si es que esto va de viajecito romántico —dijo el padre.

—No sabemos si se trata de eso —espetó la madre, como tratando de controlar su ira contra Trine—. En todo caso, no podemos llenarle la cabeza a Mikkel con ideas como esa. Puede ser que ella solo esté buscando pasar un tiempo a solas.

El padre no quitaba el dedo del renglón.

—Se ha ido, y lo que es peor, ha dejado a los niños. Mikkel tiene que estar convencido de que lo ha abandonado, o no habría buscado tocar fondo.

Louise dejó de escuchar tantos dimes y diretes. Estaba cansada. Su corazón estaba roto. Tenía la certeza de que, pasara lo que pasara, Trine tendría mucho que pensar al volver a casa y enterarse de lo que había provocado. De pronto, cayó en la cuenta: la desesperación de Mikkel podría ser la misma que lleva a algunos hombres a matar a sus esposas e hijos antes de suicidarse; aquello que los medios llaman «tragedia familiar», pero que, en realidad, es una aniquilación. Su hermano no había tratado de llevarse a los niños a la tumba con él; su idea no era castigar a Trine de ese modo. Simplemente se había puesto en peligro. Louise dio crédito a todos sus años en Homicidios por sentirse aliviada de que las cosas no hubieran ido peor. Nadie había muerto. Por fortuna.

Casi pegó un salto cuando su madre se puso de pie.

—Te he puesto una cama en la habitación del fondo. —Cogió la maleta de Louise y la arrastró al vestíbulo.— Dormiremos aquí esta noche, y así podremos sacar mañana a los niños. Aunque, si en el hospital les diera por mantener a Mikkel, creo que tú y los niños tendréis que venir a la granja. Por lo menos, hasta que lo den de alta. También podría ser bueno para él tener algo de paz y quietud al principio. Podremos hablar de esto mañana.

Louise no estaba dispuesta a quedarse con sus padres, lo tenía muy claro, pero, por el momento, estaba demasiado cansada como para discutirlo. Su madre le había dejado toallas en la habitación de invitados y le había dicho que, en caso de que necesitara algo, podía usar cualquier cosa que encontrara en el armario de Trine.

—Lo que necesito es ducharme, nada más —dijo Louise—. Y me vendría fantástico tumbarme después de todas las horas que llevo en asientos de aviones.

La madre se acercó y le puso las manos en las mejillas. Se quedó así por un momento antes de dejarlas caer.

—¿Debo despertarte antes de que nos vayamos?

—No. Si logro dormir decentemente, quizás me evite el desfase horario.

Ya estaba metiendo la mano en el bolso para sacar una bolsita de plástico transparente: sus píldoras para dormir.

Capítulo dos

Por un largo rato, se quedó completamente quieta, mirando la oscuridad sin entender nada. El cuerpo le dolía; lo sentía pesado, como si perteneciera a alguien más. Notaba un picor en la nariz por el olor rancio a humedad y a tierra mohosa. La quietud que la rodeaba era claustrofóbica.

Escuchaba con toda su atención el más leve de los sonidos, aunque en vano. Entró en pánico; hizo el intento de incorporarse, pero su cuerpo rehusó moverse. Cuando quiso gritar, de su boca no salió ningún sonido. Era como si el aire alrededor se hubiera quedado quieto, como si el aire fresco estuviera muy, muy lejos.

El dolor ardiente de la nariz le llegó hasta los senos paranasales. Apretó los ojos y sintió que las lágrimas corrían hasta sus orejas. No podía ponerse de lado, pero se las arregló para inclinar la cabeza un poco cuando un espasmo violento le revolvió el estómago, obligándola a vomitar. La fina baba corrió por su rostro. Quiso limpiarse, pero las manos no le respondían. Pasaron segundos; minutos, tal vez, hasta que lentamente logró entender que le era imposible moverse. Desesperadamente, envió señales a sus pies. Quiso mover los dedos, pero no pasó nada.

Capítulo tres

El café se derramó por el borde de la taza y quemó los dedos de Camilla Lind, que trotaba por el pasillo en dirección del despacho de Terkel Høyer. La reunión editorial acaba de empezar. Ella había reunido todos los recortes que pudo imprimir y se sentía armada y lista para luchar por su artículo.

Cuando abrió la puerta, el editor en jefe ya estaba repasando las ideas que le habían presentado.

—Qué gusto que te pases por aquí —le dijo él, con una expresión de evidente fastidio, mientras ella cerraba la puerta.

Høyer había sido su jefe durante todo el tiempo que ella estuvo trabajando para las páginas de sucesos del Morgenavisen. Él la había puesto después en el equipo de correctores, cuando Camilla regresó de un largo y autoimpuesto paréntesis. Después de presenciar de cerca una ejecución en el mundo criminal de Suecia, para lidiar con el trauma había tenido que pasar algún tiempo en un pabellón psiquiátrico. Algunos creyeron que no se recuperaría de esa experiencia, que no tendría la capacidad para lograrlo.

Pero se equivocaron.

Mientras estuvo lejos, la vida intentó meterle varios goles, y eso la hizo descubrir sus deseos de volver al trabajo. Y tener un curro de tiempo completo le venía muy bien, ahora que su esposo, Frederik, estaba en los Estados Unidos, trabajando en una serie de televisión para una compañía cinematográfica.

—Bornholm —dijo Camilla después de que Terkel terminara con lo suyo y echara un vistazo a los papeles que ella había puesto sobre la mesa—. Hablé con la policía de Rønne. Aún no deciden si la muerte de Susan Dahlgaard fue un homicidio. Pero me enteré de que el cuerpo se momificó y estuvo escondido detrás de unas rocas y debajo de un árbol caído. Es casi seguro que ha estado ahí desde el día de su desaparición, que eso es casi seguro. Cuando el árbol se pudrió lo suficiente, entonces apareció. Alguien que iba caminando por el cañón del Eco lo reportó a la policía. —Cogió sus notas.

»Las rocas y el árbol la tenían tan estrechamente encerrada que ningún animal pudo llegar a su cuerpo.

—Eso ya está en el sitio web —dijo Jakob, un joven reportero que empezó como becario en la sección de sucesos. Aunque los recortes presupuestales habían afectado a todo el periódico, él había sido contratado mientras Camilla estaba ausente.

Ella sacó una silla y se sentó.

—Fui a la escuela primaria en Osted. Estaba unos cuantos cursos por delante de Susan —dijo, sin hacer caso a Jakob—. A ella no la conocí, pero sí a su maestra. Susan estaba en una excursión del colegio. Revisé la lista de los alumnos de su clase y reconocí unos cuantos nombres.

—¿Y tienes acceso a alguno de ellos? —preguntó Terkel.

—Yo salía con el hermano mayor de una. Pero, de vez en cuando, me encuentro con otra de esa clase. Vive cerca de la escuela. Estoy segura de que ella podría conducirme a los otros que estuvieron en Bornholm.

Høyer interrumpió.

—Vamos a ver. Ni siquiera sabemos si ha habido un delito.

—¿Lo que estás diciendo es que nos quedemos aquí sentados a esperar, mientras otros periódicos y semanarios copan a los que podrían contarnos lo que aconteció?

Le miró fijamente. Casi nada enfadaba tanto a su jefe como esas veces en que la competencia se les adelantaba con las fuentes. Llegaban, incluso, a asegurarse de que los informadores no hablaran con los otros medios.

—Fuimos al mismo cole. Yo también fui a Bornholm, al mismo lugar, al mismo hotel, en Svaneke. Quizás hasta dormí en la misma litera que Susan Dahlgaard. Puedo hacer un reportaje desde allí, describir qué pudo haber sucedido antes de su desaparición.

—Pero ¿no es un caso viejo? —Jakob miraba a Ole Kvist, el reportero que llevaba más tiempo trabajando para el periódico.

El veterano colega de Camilla asintió. En los últimos tiempos, apenas mostraba una pizca de interés por las ideas que se planteaban en las reuniones editoriales.

Camilla sintió ganas de arrancarle la cabeza a Jakob.

—Este es el tipo de casos que siempre han fascinado a las personas, porque nunca nadie ha descubierto las causas de la desaparición. Es como un asesinato no resuelto. Queremos saber qué ocurrió. Susan acababa de cumplir catorce años cuando desapareció, en 1995. Todos hemos estado en una excursión del cole, todos podemos identificarnos con esto.

—Nunca estuve en Bornholm —respondió Jakob.

Camilla lo fulminó con la mirada. Él apenas había nacido en ese entonces, pensó. Notó que Ole estaba a punto de decir algo, pero se contuvo.

—Anoche hubo un tiroteo en Tagensvej —dijo Terkel mientras miraba a Camilla.

Ella se apoyó en el respaldo de la silla y cruzó los brazos.

—¡Un encargo más relacionado con las pandillas y renuncio!

Ole rio.

—Acabas de reincorporarte. —Parecía disfrutar del espectáculo.

—Cubriré la excursión de la clase. Puedo llegar a quienes viajaron con ella. Averiguaré qué pueden recordar, dónde están ahora. Podrán contarnos quién era Susan, tal vez tengan alguna idea de lo que sucedió entonces.

—Pero alguien debió de haber escrito algo acerca de eso —dijo Jakob—. Seguramente, otros hablaron con ellos cuando todo ocurrió.

—Yo no he escrito nada acerca de eso —espetó Camilla—. Yo no he hablado con ellos.

De hecho, daba la impresión de que Høyer estaba de acuerdo con ella. Asintió.

—Jakob, encárgate de lo de Tagensvej. Camilla, ocúpate de los compañeros de clase de la niña. Si resulta que no hubo crimen, concéntrate en lo que sientan con respecto a la reapertura del caso. Las viejas heridas abiertas.

Camilla asintió satisfecha. Le tomaría cuarenta minutos llegar a Osted, y sabía bien por dónde comenzar.

* * *

La lluvia veraniega golpeaba el parabrisas mientras Camilla dejaba la autopista. Después, pasó por delante de Glim y Øm, ya en la carretera a Osted. Pensó en Frederik, quien pasaba unos días en la casa de Hawái; y en su suegro, que también estaba ahí, de visita. Ella ya había estado en esa casa, pero solo antes de casarse. En repetidas ocasiones, Frederik le había pedido que se uniera a ellos, pero el hijo de Camilla estaba a punto de comenzar los cursos de verano en el internado. Ella no quería hacer ese viaje sin Markus, mientras que Markus prefería quedarse en casa para estar con su novia, Julia.

Qué locura, pensó Camilla. Miró a través de los campos la granja donde había vivido una de sus amigas del instituto en Roskilde. No tenía ni idea de cómo su hijo se había convertido en alguien que no daría saltos ante la oportunidad de ir a Hawái.

Pero, en realidad, ¿ella se diferenciaba en algo? Después de todo, prefería estar aquí con él.

Aquí, en pleno verano danés.

Markus y Julia habían comenzado a salir a principios del curso. Y Camilla estaba muy sorprendida de que esto estuviera durando tanto. Markus no quería hacer nada sin Julia. Y ella era una chica encantadora; ese no era el problema. Lo que irritaba a Camilla era no tener nunca a su hijo para ella sola.

Sus pensamientos se desviaron de vuelta a Frederik. Segundos después sonó el teléfono. Había doce horas de diferencia entre ellos, pero su voz se oía como si estuvieran sentados uno al lado del otro.

—Estoy de camino a Osted —contestó ella cuando él le preguntó qué estaba haciendo.

—¿Al concesionario de coches usados, eh? —Él rio. El padre de Camilla vendía coches de segunda mano en un solar de Hovedvejen, la autopista que pasaba por Osted. Hileras de vehículos con pegatinas de precios en los parabrisas.

Frederik no lo conocía. La relación de Camilla con su padre no había comenzado a descongelarse hasta después del matrimonio.

—Difícilmente. Han pasado veinticinco años desde que cerró el negocio, ¿recuerdas? Pero, de hecho, almorcé con él ayer. Pasó por la ciudad y quiso verme.

La familia de Frederik se había dividido después de la muerte de la madre. Por eso, Camilla creía que para él tenía tanto significado mantener unida su propia familia. Pero el padre de Camilla era un gilipollas; o, por lo menos, eso había sido.

—Todavía no está dispuesto a hablar de su divorcio —dijo—. Cada vez que saco el tema, se limita a decirme que las cosas no fueron fáciles tras la muerte de mi hermano. No fueron jodidamente fáciles para ninguno de nosotros. Nunca son fáciles cuando muere un chico de dieciséis años.

Camilla tenía catorce años cuando su hermano mayor, Lasse, se mató conduciendo su motoneta. El accidente sucedió a menos de doscientos metros de Hestehaven, donde vivían. Él arrancó de Hovedvejen y, en ese momento, apareció el coche.

—El dolor es muy difícil de manejar, todos reaccionamos de manera diferente —dijo Frederik.

Lo había dicho muchas veces, pero eso no funcionaba; no de verdad. El padre de Camilla había sido una persona muy importante en Osted. Un hombre lleno de entusiasmo y con una gran red de amigos y conexiones de negocios. Dejó todo después de la muerte de Lasse. A menos de un mes del divorcio, ya estaba viviendo con una mujer más joven a quien Camilla detestó a primera vista.

—Pero, obviamente, sabes que eso no es todo —dijo ella. Redujo la velocidad y se quedó mirando las casas al otro lado de la calle—. Nunca ha estado pendiente de Markus. Nunca se ha ofrecido a hacer nada, nunca se ha ofrecido para cuidarlo; ni para recogerlo, ya que estamos. No ha sido alguien con quien uno pueda contar. Pero... —Puso el intermitente.— Lo hemos pasado bien. Me ha gustado verlo de nuevo. Es como si ahora, más viejo, tuviera en su vida un poco más de espacio para los demás, ya no solo para sí mismo. Nos reuniremos otra vez esta semana. Hace mucho tiempo que no voy a Præestø.

Su padre se había hecho cargo de la granja de los abuelos. Por muchos años, había vendido coches usados también en esa parte de Selandia del Sur, pero ahora estaba jubilado. Hacía mucho que su joven novia se había marchado, y Camilla tenía la sensación de que, a veces, los días para él se estaban haciendo terriblemente largos.

—Eso está muy bien —dijo Frederik. Ella podía notar cómo él se esforzaba en no sonar demasiado entusiasta con esa reconciliación.— ¿Y cómo está mi suegra?

—Bien. Da clases de interpretación de sueños y pilates. Eso la mantiene ocupada. Es como si su vida social allá, en Skanderborg, hubiera hecho explosión. Ya no puede dedicarle todo el tiempo a su nieto. Se le ha puesto demasiado viejo para eso.

Frederik rio.

—Hace un rato hablé con él por Skype. Me preguntó si podía usar el bote este fin de semana.

¡Típico de Markus! Ir directamente a Frederik, porque sabía que la combinación de un adolescente de diecisiete años, una lancha, una tarde de verano y un montón de amigos a bordo serían, para ella, una preocupación mayor.

—Y le diste permiso, supongo.

A Camilla le estaba costando trabajo acostumbrarse, de repente, a tener una lancha. A tener dinero. La preocupaba que eso no fuera bueno para Markus. Su hijo disfrutaba de todo eso, era obvio. Lo disfrutaba mucho más que ella.

—Sí, le di permiso, pero con una condición.

—¿Y esa condición es...?

—Que te convenza de tomarte unos días de vacaciones de verano y volar aquí para estar con nosotros.

—No sin él —replicó Camilla. Ya habían hablado de eso.

Frederik sabía muy bien cómo se sentía ella.

—Dos semanas. Vendrá contigo por dos semanas. Pero solo después del festival de Roskilde.

—¡De verdad? —Trató de recordar si alguno más de la sección de sucesos estaría de vacaciones a principios de julio. En su estómago revoloteaban mariposas de felicidad y, de pronto, echaba mucho de menos a su esposo. Pero se dominó. Antes de entusiasmarse demasiado, necesitaba averiguar si era posible.

—Epa, esta es la casa. Tengo que colgar —dijo. Los planes de las vacaciones tendrían que esperar para más tarde—. Te llamaré mañana. Dale un saludo a tu padre, y gracias por todo esto con Markus.

Camilla le mandó algunos besos rápidos y dejó caer el móvil en el asiento. Detuvo el coche.

No recordaba gran cosa de Trine de los tiempos de la escuela, pero, en los últimos años, la había visto en las fiestas de cumpleaños de Louise. La cuñada de su amiga había estado también en la confirmación de Jonas. Cada vez que se encontraban, hablaban del colegio de Osted y de los viejos maestros de la primaria. Y de las fiestas escolares y de hacer novillos y de ir a la tienda de comestibles o de pasar el rato en el campo de fútbol.

Entre ella y Trine, casi todo era palique. En una ocasión, Camilla le había comentado a Louise que la esposa de su hermano era una pesada. Su amiga simplemente había fruncido el ceño y había respondido que su hermano estaba contento con ella.

Y eso había sido todo.

Pero Trine Madsen era aburrida. Madsen. Antes de dejar a Mikkel para después divorciarse de él, se apellidaba Rick, pero, cuando Mikkel la recibió de vuelta, ya no volvieron a casarse.

No había coches aparcados frente a la construcción, lo cual era buena señal, pensaba Camilla mientras abría la puerta y se apeaba. Trine era podóloga y tenía su propia clínica en la parte de atrás, en un anexo, y, por lo visto, en ese momento no estaba con ningún cliente.

* * *

El timbre reverberó por toda la casa, una melodía incesante que poco a poco fue sacando a Louise del sueño profundo. La habitación estaba a oscuras y ella no tenía ni idea de dónde se encontraba. Fue volviendo en sí en un goteo minúsculo y doloroso. El viaje de regreso desde Tailandia, el intento de suicidio de Mikkel. Y, después, todo lo relacionado con Eik y Jonas. Rodó hasta ponerse de cara a la pared y se echó el edredón sobre la cabeza. El timbre sonó una vez más. De pronto, el miedo se apoderó de ella y la hizo salir de la cama de un salto. ¿Y si alguien estuviera tratando de localizarla mientras ella seguía durmiendo? ¿Y si fueran malas noticias de Mikkel y alguien hubiera venido a decirle en persona algo que no podía decirle por teléfono?

Corrió a la entrada principal. El timbre sonó otra vez antes de que pudiera abrir la puerta de golpe y, enseguida, estupefacta, retroceder un paso.

Su voz brotó ronca cuando balbució «¡hola!». Un diluvio de preguntas se precipitaba dentro de ella.

—¿Qué haces aquí? —atronó la voz de Camilla.

El somnífero seguía dando vueltas por el cuerpo de Louise. Sentía un aturdimiento surrealista, hasta el punto de no poder concentrarse. No era capaz de hacer otra cosa que mirar a su mejor amiga sin poder pronunciar una sola palabra, mientras ella seguía gritándole.

—¿Por qué no me llamaste? ¿Cuándo llegaste? ¿Hace cuánto que estás aquí? ¿Por qué coño nadie me había dicho que estabas en Dinamarca?

En lugar de contestar, Louise fue a ella con los brazos extendidos mientras sentía desbordarse en lágrimas de fatiga.

—Mikkel trató de suicidarse —susurró en el hombro de su amiga.

—Oh, no —Camilla le dio un abrazo apretado.

—Llegué ayer por la tarde.

Se quedaron abrazadas por un momento. Entonces Louise condujo a su amiga a la cocina y regresó a la habitación de invitados para ponerse algo de ropa limpia. El cabello se le había secado en la almohada, después de la ducha de la víspera, y lo llevaba extrañamente aplastado en un costado de la cabeza.

La casa estaba en silencio. Louise no había oído a sus padres ni a los niños cuando se levantaron, y solo ahora se daba cuenta de que eran las doce y cuarto. Se había quedado dormida.

Tenía varios mensajes de su madre.

Visita a M a primera hora esta noche. Terapia conversacional. Esperando al médico.

La madre nunca había sido de mensajes de texto largos. Y, aunque Louise estaba ansiosa por ver a su hermano, para ella también era un alivio saber que los efectos de la pastilla habrían pasado antes de su visita al hospital. Tal como se sentía en ese momento, no sería de mucha ayuda para Mikkel. Ni siquiera para sí misma.

Le respondió con un «vale» y le preguntó si lo habían visto y que cómo se encontraba.

«Sí. Muy triste —fue la respuesta—. Me da miedo que lo intente otra vez».

Louise cerró los ojos y se imaginó a su hermano. Tenían el mismo cabello oscuro y rizado. Él lo llevaba corto y bien pegado a la cabeza. Los dos también tenían la nariz ligeramente puntiaguda y los ojos azules.

Se enrolló los rizos en un moño y los sujetó con un elástico. Luego se reunió con Camilla en la cocina y bajó la tetera de un estante. Su amiga le preguntó cómo había sucedido.

—El escape del coche. —Reconoció el tono profesional en su propia voz, la que la detective Rick usaba para informar de una muerte a los familiares. Compasiva, pero profesional.— Estaba en la cochera. Puso el motor en marcha. Mamá lo encontró.

—Qué pena. ¿Cuándo sucedió?

—Anteayer. Vine a casa tan pronto como me enteré, pero tardé un día en llegar hasta aquí.

—¿Lo has visto?

—Aún no, pero iré alrededor de las seis. Se supone que debe hablar con un médico esta tarde, así que tendré que esperar.

—¿Pero está bien?

Louise se encogió de hombros. No podía imaginarse cómo podría estar bien. Sabía que su amiga le preguntaba eso porque se sentía preocupada, pero, en realidad, nadie que hubiera querido acabar con su vida podía estar bien.

—¿Mi madre te llamó para decirte que yo había llegado? —Louise encontró una lata de té en el aparador.

Camilla parecía confundida.

—Nadie me dijo que estabas aquí, yo no tenía ni idea. Por eso, casi me da un infarto allá fuera. Eres, quizás, la última persona a quien esperaba encontrar.

Louise se volvió sorprendida.

—Entonces, ¿qué diablos haces aquí?

La tetera expulsó una espesa nube de vapor a la ventana mientras Camilla sacaba una silla y se sentaba a la mesa de la cocina.

—He venido a hablar con Trine. Lo mejor será que sea yo quien escriba la historia. Me aseguraré de que se relate tal como ella quiera.

—¿De qué hablas? ¿Sabes dónde está! —De un solo paso, Louise ya estaba apoyada sobre la mesa, ansiosa.— ¿Has sabido algo de ella? ¿De qué historia hablas?, ¿qué es lo que sería mejor que tú escribieras?

Se miraron una a la otra por un momento. Entonces, Camilla, desconcertada, movió la cabeza de un lado al otro.

—No sé dónde está. Simplemente supuse que estaría aquí.

Louise retrocedió.

—Trine se ha ido —dijo, más tranquila ahora—. Lo abandonó.

Camilla alzó las cejas.

—¿Se ha ido?

—Por eso Mikkel tocó fondo. ¿Qué es esa historia de la que estás escribiendo? ¿Ella hizo algo?

—No sé de qué hablas. He venido para hablar con ella acerca de lo que sucedió en Bornholm, cuando se fueron de excursión con la clase.

—¿Bornholm?

—Tu cuñada estaba en la misma clase de la niña que se perdió allá en 1995. Acaban de identificar el cadáver que apareció la semana pasada. Es el de ella.

Louise asintió y dijo que había escuchado algo al respecto.

—De camino hacia aquí —continuó Camilla—, escuché en la radio que la policía cree que Susan pudo haber estado en esa pequeña cueva cuando se rompió un saliente encima de ella. Al parecer, eso provocó que un árbol se cayera y bloqueara la entrada.

—¿Así que nadie que anduviera caminando por los bosques podía verla?

Camilla asintió.

—Quiero hablar con Trine acerca del viaje. Solo escuchar lo que recuerde, para que así yo pueda reconstruir los sucesos que llevaron a la desaparición de Susan.

—Parece que tienes mala suerte con Trine.