La mujer desaparecida - Sara Blædel - E-Book

La mujer desaparecida E-Book

Sara Blædel

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Beschreibung

Tras el increíble éxito de Las niñas olvidadas y El bosque de la muerte, dos de los superventas internacionales de Sara Blædel, Louise Rick —jefa de la Agencia Especial de Búsqueda, un departamento de élite de la policía— regresa en otra novela de suspenso llena de giros… Un ama de casa se ha convertido en blanco de una serie de asesinatos tan horrendos como metódicos. El disparo de un rifle de caza atraviesa la ventana de la cocina. La mujer está muerta antes de caer al suelo. Aunque el asesinato ocurre en Inglaterra, resulta que la mujer, Sofie Parker, es una ciudadana danesa que ha figurado en la lista de personas desaparecidas por casi dos decenios. Así que este es un caso para Louise Rick. Entonces, en un giro inesperado, la policía descubre que la desaparición de Sofie, hace dieciocho años, había sido notificada nada menos que por Eik, un policía que es, a la vez, compañero y amante de Louise. Impulsivo como siempre, Eik viaja apresurado a Inglaterra, pero termina en la cárcel como sospechoso de haber asesinado a Sofie. La conexión de Eik con el caso ciega a Louise, la inquieta, la hunde en el desasosiego; pero ella sabe que debe apartarse del torbellino de sus confusiones para encontrar a este asesino que ha desatado uno de sus casos más controvertidos.

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La mujer desaparecida

La mujer desaparecida

Título original: Kvinden de meldte savnet

© 2014 Sara Blædel. Reservados todos los derechos.

© 2022 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

Traducción Aldo Giacometti,

© Traducción, Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

ePub: Jentas A/S

ISBN 978-87-428-1219-8

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

–––

Para Annegrethe, con todo mi amor,

tu hija

Prólogo

Las ramitas crujen bajo sus pies. Él sigue esforzándose por atravesar la maleza. El crepúsculo lo va empalizando, mientras el agua de la llovizna corre por su chaqueta de cuero. Detrás de la casa, en la cocina y en unas cuantas habitaciones, hay luces encendidas. La mira a través de la ventana: ella está de pie junto al fregadero, bajo la luz cálida, con las manos atareadas en el agua corriente.

La niebla húmeda de enero lo ampara mientras se inclina hacia delante. Hay algo de sensualidad en el modo en que ella se seca las manos en el delantal —lenta, cuidadosa, pero con cierta energía—, antes de llevárselas al largo cabello para recogerlo en la nuca y convertirlo en un moño.

Él siente su propia aflicción, su propia pérdida.

La hija de la mujer entra en la cocina. Con un encogimiento de hombros, se quita la chaqueta corta de cuero y la arroja en la silla, tras la mesa oval de la cocina. Quince, dieciséis años, le calcula él. Ya la había visto antes, cuando la chica venía del colegio, marchando desde la calle en su uniforme, con una bolsa colgada al hombro, los ojos clavados en el suelo. Silenciosa, mohína, adolescente, pensaba él mientras se ocultaba en el coche; pero hermosa en su modo distante e introvertido.

Sin apartarse del fregadero, la mujer se gira ocasionalmente para hablar. Se ríe de lo que dice la adolescente. Él enfoca con los prismáticos el rostro estrecho, lo estudia, memoriza esos rasgos femeninos, la forma en que los ojos se pliegan cuando ella sonríe. Quiere recordar todos los detalles.

Por el hombro de la chica se resbala uno de los tirantes de la blusa.

Él observa sus clavículas prominentes y la atractiva curva que desciende bajo su garganta. Avanza unos cuantos pasos, apartando ramas. La madre ríe y se gira otra vez. Le mira la espalda, la silueta en la ventana.

Aunque está fuera, es como si formara parte de lo que sucede en la cocina. Se imagina los aromas del fogón y la cháchara desenfadada, el modo en que ellas hablan sobre los sucesos del día, el mundo íntimo y peculiar de una madre y su hija.

Sale de la maleza; ahora, un poco más cerca. Detrás de él hay campo abierto, con los dúplex pegados uno al otro entre la carretera principal y el aparcamiento medio vacío del pub. La multitud se ha ido achicando; la lluvia mantiene a la gente albergada. Alrededor, en las viviendas, ya hay luces encendidas. De vez en cuando, alguien pasa en su coche por la estrecha calle, pero todo el mundo parece estar concentrado en librarse de la lluvia.

Un coche pasa lentamente. De inmediato, él retrocede y se refugia de nuevo en la maleza, con el corazón dándole golpes en el pecho. Maldice en voz baja cuando una rama le araña la mejilla y empieza a correr sangre caliente desde su barbilla. Las luces del coche han estado a punto de dejarlo al descubierto. Cierra los ojos y contiene la respiración por un momento. Exhala. Pesadamente. «Tranquilo.» De pronto, siente el frío; se está congelando. A pesar del abrigo cálido y los guantes, el frío penetra en lo más profundo de su cuerpo. Tras la espera, primero en el coche y después bajo la lluvia, todo en él está mojado y frío. Tenía que haberse puesto unos calcetines térmicos, tenía que haberse acordado.

Se agacha instintivamente cuando el esposo de la mujer entra en la cocina con una botella de vino en la mano. El hombre dice algo a su esposa y hace un gesto de aparente fastidio hacia la hija. Va a donde está la chica y le pone el tirante nuevamente en el hombro.

Aunque él no puede oír una sola palabra de lo que están diciendo allá dentro, es fácil leer la reacción de la hija: el rostro que se ensombrece, el grito hacia el padre, el giro sobre los talones y la salida furiosa. Casi alcanza a oír el golpe de la puerta al cerrarse.

Mira al padre abrir la puerta de una vitrina superior, sacar dos copas y abrir el vino; mientras, la mujer sigue en el fregadero, vertiendo agua hirviente de la olla que acaba de retirar del fuego. Siente un escalofrío recorrer toda su columna vertebral cuando ella, súbitamente, levanta la mirada a través del vapor, como si lo hubiera descubierto en la penumbra, como si hubiera sentido de alguna manera su presencia. El vaho empaña la ventana y la película grisácea transforma a la mujer en una silueta en movimiento. Pero se disipa pronto, y, una vez más, él puede mirarla con claridad.

Bajo la llovizna, apoya en el hombro la culata del rifle, se concentra en apuntar por la mira, respira hondo y aprieta el gatillo. La bala se clava en medio de la frente de la mujer, justo por encima de los ojos.

Observa las reacciones del esposo. Es como si se moviera en cámara lenta. La botella de vino se le cae de la mano; se vuelve hacia la ventana rota y hacia su esposa, a la sangre que sale a borbotones y lo salpica antes de que ella termine por desplomarse.

Segundos más tarde, mientras el tirador se retira hacia los arbustos, oye un portazo. Descubre a la hija adolescente de pie en el escalón, junto a la puerta principal. Ambos se quedan paralizados por un instante bajo la niebla gris del anochecer. Entonces, ella mira la ventana y grita, y corre de regreso al interior de la casa.

Él se abre paso de nuevo entre los arbustos y camina ligero hacia su coche.

1

Louise Rick se recostó en el respaldo de su silla, en su despacho del Departamento de Personas Desaparecidas, y miró a su compañero, que estaba sentado en el suelo atendiendo a Charlie. El perro policía retirado yacía de lado, paciente, dejando que le quitaran de las patas la nieve y la sal del camino. Eik Nordstrøm le frotó las patas con una toalla, le cortó los pelos de entre las almohadillas y se las untó con vaselina. Lisonjeaba al perro constantemente, hasta que Louise puso los ojos en blanco y negó con la cabeza.

Encima del escritorio de Eik había un libro sobre cómo cuidar a los perros.

«Vaya», pensó ella. Apenas podía creer que un poco de nieve en la calle demandara tantas atenciones. A Dina nunca le quitó la sal de las patas, nunca le untó vaselina en las almohadillas. Si acaso alguien lo hizo, ese fue Jonas. Después de todo, su hijo adoptivo le había prestado el libro a Eik.

Al mirar la ternura con que el policía de cabello negro cuidaba del enorme pastor alemán, se dio cuenta de que, si tuviera que mudarse de departamento, lo echaría de menos terriblemente.

Él se deslizó un poco hasta agarrar la pata trasera de Charlie.

Seis meses antes, Louise se había sentido intranquila acerca de cómo irían las cosas cuando su relativamente nuevo amor —Eik, su compañero— se mudara a vivir con ella y con Jonas. Mientras, su amiga Camilla se quedaría en el estudio de Eik, en South Harbor, con su esposo, Frederik, y su hijo, Markus. Pero todo iba marchando bien. Tan bien, de hecho, que la idea de que él regresara a su propio apartamento le parecía muy mala.

Eik había sido el de la idea de que Camilla y Frederik se quedaran en su estudio. Necesitaban un lugar donde vivir, después de que alguien prendiera fuego a su mansión solariega, cerca de Roskilde. Markus estaba en un internado con Jonas, así que, aunque el lugar era pequeño, solo se sentía abarrotado cuando el chico pasaba los fines de semana en casa.

Louise tenía la sospecha de que, de hecho, Camilla y Frederik estaban cansados de la mansión, con sus altos revestimientos y sus hermosos techos estucados, y querían volver a la ciudad. Eso sí, tener que vivir en un espacio de menos de cincuenta metros cuadrados, a ellos, que estaban acostumbrados a uno de mil, les había exigido toda una adaptación. Al salir del hospital, después del incendio, Frederik había dejado muy claro que no reconstruiría la casa de su infancia. Louise entendía bien las razones: mucho karma del malo. A esa casa se aferraban demasiadas historias antiguas y extrañas. Mientras vivieran ahí, les sería muy difícil escapar del pasado.

Pero ahora se estaban mudando. Acababan de tomar posesión de un amplio ático en Frederiksberg, a pocas manzanas de donde Camilla y Markus habían vivido antes de conocer a Frederik. Sin embargo, los últimos seis meses transcurrieron tan de prisa que Louise y Eik no se habían puesto a hablar seriamente acerca de lo que harían en cuanto el apartamento volviera a quedar disponible.

—Me imagino que un perro tan del norte de la ciudad lo pensaría mucho antes de mudarse a South Harbor —dijo, para molestarlo.

—Sí, es probable que el barrio no sea su favorito. —Eik hablaba sin levantar la mirada mientras trabajaba en la última de las patas.— Sabes lo mucho que a Charlie le gusta olfatear a las elegantes damas de Allégade. Además, ahí, en los jardines de Frederiksberg, tiene a todas sus novias.

—Es posible —dijo Louise. Eik se puso de pie y le lanzó una golosina a su ahora limpio perro—. Pero Frederik y Camilla se mudaron ayer. Y, déjame ver... Si mal no recuerdo, el trato era que te quedarías conmigo solo hasta que ellos encontraran otro lugar donde vivir.

Lo cogió a contrapié por un instante, pero entonces él sonrió.

—Caramba, ¿no te dije que este fin de semana viene Olle con su ranchera a recoger mis cosas? —Miró al gran pastor alemán.— Y, de verdad, un perro tendría que aprender a correr por todo tipo de lugares.

Lo dijo tan despreocupadamente que Louise tuvo que bajar la mirada. De pronto, en su interior se hizo el silencio. No quería que él se fuera; vivir con Eik le parecía así de natural, así de seguro.

—Oye. —Fue a su lado y la besó en el cuello.— No iré a ningún lado. Solo tendremos que decidir si conservaremos el apartamento de South Harbor. ¿Quién sabe?, quizás Jonas lo quiera un día de estos, o quizás simplemente deberíamos deshacernos de él. Pero es tan barato, que podríamos conservarlo.

El nudo se aflojó dentro de ella. Él giró hacia sí la silla de Louise. Ella se puso de pie y le dio un abrazo apretado. Perderlo por un segundo, solo para recuperarlo, la hizo aferrarse con más fuerza. Él, mientras tanto, le subía la blusa. Louise aspiró su aroma, el olor a cuero, cigarrillos, cera para el cabello y algo indefinido pero inequívoco: un olor que era solo suyo. Le pasó las manos por el largo y negro cabello y le devolvió el beso.

Ninguno de los dos reaccionó a tiempo cuando la puerta se abrió a sus espaldas. Rønholt, que estaba en el umbral, murmuró una disculpa avergonzada, retrocedió y cerró la puerta. Entonces golpeó tres veces y carraspeó antes de volver a entrar.

—¿Serías tan amables de venir a mi despacho? —Al girar para emprender la salida, añadió.— Bien vestidos, por favor.

Ragner Rønholt había estado a cargo del Departamento de Personas Desaparecidas por más de dos decenios. Hacía un año que había contratado a Louise, arrancándosela a Homicidios. Poco a poco se aproximaba a la edad del retiro. Nadie sabía cuándo tenía planeado dejar el cargo, pero cada vez se veía más claro que su mirada ya estaba en la tercera etapa de la vida, con un montón de viajes culturales y vacaciones en bicicleta por toda Europa. Louise no tenía más que una lejana vislumbre de su vida privada. Sabía que él nunca se había casado, aunque dividía su tiempo entre dos amigas estables. Invitaba a Pytte a los programas de la nueva sala de conciertos de Radio Dinamarca y la llevaba de vacaciones a las grandes ciudades. Por el otro lado, Didder florecía en la cocina de su propia casa en Skodsborg, donde él hacía de manitas. Rønholt habitaba un gran piso en la calle de Østbanegade, en una zona exclusiva de Copenhague, y en sus alféizares cuidaba orquídeas.

El jefe de Homicidios, Hans Suhr, alguna vez se había referido a él como un lobo solitario y un bon vivant, un hombre que había adaptado toda su vida a sus propios deseos. El director del Departamento de Personas Desaparecidas no pasaba los días haciendo concesiones a los demás. Hacía lo que quería cuando quería.

—Esto no puede seguir así. Pero ambos sois conscientes de ello, ¿no es así?

Louise y Eik se sentaron en su despacho. De la pared, detrás de la puerta, colgaban tres camisas recién planchadas y envueltas en plástico, provenientes de una tintorería de Vesterbrogade, y debajo, un par de zapatillas de ciclismo que Rønholt calzaba antes de marcharse a casa en su nueva bicicleta de ruta. Era el equipo habitual de un hombre que se aproximaba a la jubilación. De cualquier modo, Louise nunca lo había visto lucir el maillot de ninguno de los equipos de la vuelta a Francia. Ni un culote, ya que estamos.

—Todo el mundo sabe que vivís juntos. Debemos afrontar el hecho de que uno de vosotros tendrá que ser transferido. —Silencio.— Por el momento, simplemente mantengamos los ojos y los oídos bien abiertos. —Buscó un papel en su escritorio.— Hay un puesto en la comisaría de Næstved, por ejemplo. —Les pasó el papel.— Estoy dispuesto a escuchar sugerencias sobre de qué otra manera podríamos resolver este problema. ¿Quién de vosotros está abierto a probar algo nuevo?

Una vez más, ninguno de los dos abrió la boca. Louise se puso de pie y cogió el papel. Prometió que encontrarían un remedio.

—Tiene razón, y lo sabes —dijo, cuando iban de regreso al despacho—. No podemos ser compañeros de trabajo si planeamos seguir viviendo juntos. ¿Pero Næstved? ¡Ni de coña!

—Ya conoces a Rønholt. Lo olvidará. —Eik le puso el brazo alrededor.— Somos un buen equipo, y si la gente se pone a murmurar, simplemente me iré a mi antiguo despacho.

Louise levantó la mano.

—No. No debería ser diferente para nosotros que para cualquier otro de aquí. Allá fuera no podemos seguir trabajando juntos.

—Vale, me rindo. Encontraremos la manera. —Cerró la puerta del despacho y dio unas palmaditas a Charlie.— ¿Estás deseando que llegue la noche?

Louise sonrió.

—Nick Cave es más de tu gusto, pero hace mucho que no voy a un concierto. ¡Me muero de ganas! Hablé con Camilla y Frederik. Nos hemos citado frente al Vega para tomar una cerveza media hora antes de que comience. ¿Tienes las entradas?

Eik enarcó una ceja y se la quedó mirando. Ella entendió la señal; estaba siendo demasiado maternal.

—Todo está bajo control. —Él no dijo más, y encendió el ordenador.

Se sintió intranquila por un momento. Aún no habían limado las asperezas, y ella sabía que este tipo de cosas sucederían de vez en cuando mientras edificaban una vida en común. Para los dos, seguía siendo, básicamente, una larga fiesta, y a ella le encantaba despertar cada mañana a su lado y quedarse dormida junto a él cada noche. Pero unas cuantas veces se había sorprendido a sí misma recogiendo del suelo sus vaqueros negros para ponerlos en la silla, y ahora se topaba con uno de sus límites. «Ya entiendo», pensó, mientras se concentraba otra vez en la oferta de trabajo.

—Uno de los dos terminará trabajando fuera de la ciudad si no nos ponemos a preguntar por ahí —dijo ella—. Y, como yo he sido la última en llegar aquí, lo más justo es que sea yo quien se marche.

Eik ya estaba de pie, sacando del bolsillo de su abrigo la correa del perro.

—Ya veremos. —Aún no daba la impresión de que se lo estuviera tomando en serio.— Voy a bajar a por un paquete de cigarrillos y a pasear al perro. Vamos, Charlie.

Ella lo oyó silbar por el pasillo. Probablemente algo de Nick Cave, aunque no pudo reconocer la melodía.

2

Febrero de 1996

Las voces terminaron por apagarse en la sala de confirmaciones.

Los adolescentes permanecían sentados, escuchando al sacerdote hablar de la muerte como una etapa natural de la vida; acerca de que Dios no siempre da señales de que el fin se aproxima. El esposo de Sofie destacaba por la forma en que capturaba la atención de los adolescentes, y ella nunca había sabido qué hacía para conseguirlo. Quizás explicaba cosas que parecían interesantes a los chicos. O, tal vez, ellos lo respetaban como entrenador del equipo de balonmano del club, por lo exitoso que era, y querían quedar bien con él ahora que el equipo, antes del torneo, estaba por ascender a una liga superior.

Stig había estado en el equipo nacional juvenil antes de hacerse sacerdote y mudarse a la ciudad. Con él ya convertido en entrenador, a Sofie le otorgaron una concesión en el estadio. El solo recordarlo le provocó una sonrisa. Cogió un lápiz de la mesa, se recogió el pelo en un moño y ensartó el lápiz en el moño. Arregló una bandeja con mantequilla, unas finas obleas de chocolate y trozos de queso. Finalmente, llenó una canasta con panecillos recién horneados.

—Vale, este pan viene saliendo del horno —dijo, anunciando así su entrada en la sala e interrumpiendo los estudios de confirmación. Stig sonrió y la hizo pasar—. Hay zumo; y té, también. Los vasos de papel están en el armario.

En la casa parroquial siempre se servían refrigerios. Ella y Stig habían creído que eso podría interpretarse como una especie de cohecho, pero, al final, decidieron que querían que los visitantes se sintieran bienvenidos. Por otra parte, las preparaciones para la confirmación no debían sentirse como un castigo. En las clases de la tarde, los chicos recibían un sándwich o un postre; por las mañanas se les servían desayunos.

Mientras los adolescentes comían, Sofie escuchó a una niña preguntarle a Stig si creía en la vida después de la muerte. Él contestó que no había manera de evitar que la vida terminara. Pero no, no encontraba ningún alivio en la creencia de que hubiera una vida esperándonos del otro lado. Se consolaba con saber que, llegado el momento, si Dios te llamaba era porque estabas listo para abandonar esta vida; incluso si la muerte te parecía inmisericorde y abrupta. Creía que lo único que te esperaba del otro lado era la paz celestial.

—Y solo Dios conoce el momento justo para cada persona —dijo, mientras Sofie vaciaba la canasta de pan.

Sonó el teléfono de la cocina. Sofie sonrió a Stig, salió, cerró la puerta y contestó.

—Su madre no quiere tomarse la bebida proteica que le doy —le espetó la asistenta domiciliaria—. Eso no está bien, de ninguna manera. Se debilitará aún más y empezará a aspirar de nuevo, y terminará de vuelta en el hospital. ¡Tiene que hablar con ella!

—Voy enseguida —dijo Sofie. Apagó el horno y mojó el paño que cubría unos panecillos que ya estaban subiendo.

Estaba a punto de sacar sus botas de debajo de la montaña de zapatos de los adolescentes cuando notó que el estuche del arma estaba abierto. ¡Se enfureció tanto que estuvo a punto de gritar! Stig rara vez la crispaba, pero esta desconsideración, este descuido de no guardar bajo llave las armas de cacería cuando la casa estaba llena de chicos, era tan típica de él...

—¿Puedes venir a guardar tu rifle, por favor? —le gritó desde la puerta. Algunos de los chicos se rieron. Ella ya había hecho eso antes, y siempre era un buen motivo para reír.

No quedaba mucho de su madre. Hacía menos de una semana que la habían dado de alta, después de una neumonía grave. Su recuento de glóbulos blancos se había disparado y la infección se había extendido a la sangre.

Ahora estaba sentada en el sofá, cubierta con una manta y con un grueso libro sobre el regazo. ¿Lo estaría leyendo o sería, simplemente, un signo de dignidad? Alguna vez, Sofie había sorprendido a su madre sentada con un libro vuelto del revés.

Tenía sesenta y siete años, pero, después de haber sido diagnosticada con esclerosis múltiple, había rodado cuesta abajo rápidamente. De pronto, era una anciana. También tenía artritis en las manos, los hombros y la espalda. Sofie sabía que el dolor era peor de lo que su madre dejaba entrever; no podía disimular su agotamiento. Había desaparecido la que alguna vez fuera una mujer llena de energía. Aún seguía limpiando su pequeño apartamento de arriba de la floristería, pero estaba lejos de aquellos tiempos en que cuidaba de su gran casa, cortaba los cuatro mil metros cuadrados de césped y limpiaba las ventanas; todo eso antes de salir en el coche a hacer la compra, y sin que nadie dijera nada al respecto. Era como si la energía la hubiera abandonado.

«Ay, qué fastidio es envejecer; no lo hago nada bien», decía a menudo. Su madre había llegado al punto en que, si le quedaba suficiente energía para levantarse de la cama y tomar el café mañanero mientras leía el periódico, el día era todo un éxito.

No había nada de malo en ser una persona de comienzo lento, como afirmaba Sofie. «No tienes que hacer nada en absoluto; está muy bien ir despacio», le decía cada vez que la madre se sentía terriblemente mal por ser vieja y no poder hacer nada.

Besó a su madre en la mejilla.

—Mamá, tienes que darle un sorbo a la bebida proteica; si no, te meterán de nuevo en el hospital.

Los ojos de su madre, de un azul acerado, se habían suavizado a lo largo del último año.

—Ay, Sof. No quiero seguir adelante. Tienes que entender que mi tiempo ha llegado, que mis fuerzas se agotaron.

—No entremos en esos terrenos, mamá. —Sofie fue a la cocina a por la bebida.— No quiero perderte. —Se sentó junto a su madre en el sofá.— Y no me iré hasta que te tomes esto. Después saldré a la farmacia a recoger tus medicinas. ¿Qué necesitas de la tienda?

La madre puso una mano en el brazo de Sofie.

—Cariño... Lo acabas de decir tú misma, ¿no lo oyes? Ya ni siquiera puedo caminar por la calle.

—Solo por ahora. Acabas de regresar a tu casa. Estar en el hospital es extenuante.

Sofie no podía contener las lágrimas. Ya habían tenido esta charla, pero nunca la había sentido tan seria, tan cercana.

Muchas veces, su madre le había dicho claramente que querría tener una salida en cuanto perdiera el deseo de vivir. Habían hablado de ello incluso antes de la muerte del padre de Sofie. De hecho, Sofie se había temido que su madre terminaría suicidándose si su padre moría primero. Pero eso no había ocurrido; ni siquiera se habló del asunto entonces, a pesar de que era obvio cuán terriblemente lo echaba de menos.

Un año después del deceso, Sofie había invitado a su madre a salir, y toda la tarde estuvieron hablando del derecho a elegir cuando alguien ya no desea seguir adelante.

—Por supuesto, no es algo que deba tomarse a la ligera —había dicho la madre en un intento de calmar los miedos de la hija—. Pero la vida puede llevarte a sitios donde no quieres estar, y entonces desearé que se me permita terminarla. Aun así, te prometo que resistiré todo lo que pueda.

Ahora fue Sofie quien acarició la mano de su madre antes de ir al baño en busca de control; a contener las lágrimas. Se inclinó por un momento sobre el lavabo, se sonó la nariz, respiró hondo y regresó al salón.

—Pero no tiene que ser en este momento —dijo, antes de sentarse otra vez—. ¿No te gustaría ver la primavera?

La madre volvió a coger la mano de Sofie.

—Ya no me quedan fuerzas.

—Pero ¿tan siquiera sabes cuánta medicina necesitas para suicidarte? —dejó escapar Sofie. Apretó la mano de su madre—. No quiero venir y encontrarte en un charco de sangre, y no intentes nada con el horno de gas de la cocina. Sería peligroso para los demás en el edificio.

Por un momento, se quedaron en silencio.

—¿Y qué se supone que debo hacer mientras estés aquí tirada, muriéndote? ¿Quieres que me siente aquí, a tu lado? ¿O simplemente deambularé por la casa, a sabiendas de lo que está ocurriendo? No sé si podría.

La madre negó en silencio.

—Por ahora, ya no hablemos de eso. —Cogió el envase de la bebida proteica que Sofie le había puesto enfrente.

—Te entiendo, y no quisiera ser egoísta —dijo Sofie un poco después. Cogió de nuevo la mano de su madre—. Quiero darte la libertad. Simplemente te amo tanto que ni siquiera soy capaz de expresar cuánto te echaré de menos.

—Yo también te amo.

La madre dejó a un lado el envase vacío.

3

—¿Has visto a Eik? —preguntó Louise a Olle Svensson cuando se topó con él en el pasillo, fuera de la sala de estar. El investigador del cabello fino había compartido despacho con Eik antes de que Rønholt pusiera a este último con Louise, convirtiéndolos en compañeros de trabajo.

—No, no vino a almorzar. Probablemente esté allá fuera, chupando uno de sus tubos cancerígenos. —Olle tomó un sorbo de café.

Louise negó con la cabeza.

—Hace dos horas que bajó a comprar cigarrillos y a pasear a Charlie, y simplemente me parece raro que aún no haya regresado.

No le gustó la mirada de Olle. Sus ojos marrones se ensancharon y ella, de verdad, no quería escuchar lo que él estaba a punto de decir. De pronto, se preguntó si, de hecho, él y Eik habían hablado de ir más tarde a sacar las cosas del apartamento o si simplemente había sido una bufonada.

—¿Hay más café ahí? —preguntó ella, señalando con la barbilla la taza de Olle. Antes de que él pudiera responder, ella ya estaba entrando en la sala de estar.

«Rønholt tenía razón», pensó Louise mientras iba de regreso al despacho. Todo era demasiado incómodo. Ni siquiera podía mencionar el nombre de su compañero sin que sonara provocativo. Pero ¿dónde diablos estaba? Desde luego, no se habría sentido tan agraviado de que ella le preguntara si tenía las entradas ¡como para largarse! Ahora, enfadada, se acercó a la ventana. Esto era simplemente lamentable. De haber sido cualquier otro del departamento, ella habría asumido, sin más, que el tipo se había tomado libre el resto del día y que se había olvidado de despedirse. O bien, que algo había surgido.

¿O no?

Se asomó un poco y alcanzó a distinguir un perro atado a un gancho frente a la tienda. Era exactamente igual que Charlie. Por un largo rato, estuvo esperando a que Eik saliera de la tienda, pero, cuando la puerta se abrió finalmente, salió una mujer de edad avanzada empujando su carrito de la compra. Después salió el dueño de la tienda a poner sobre la nieve, junto a la pared, un cubo de plástico con agua. Le dio unas palmadas al perro, dijo algo y señaló el cubo.

Maldita sea, ¡era Charlie! Definitivamente. Pero no había ni rastro de Eik.

A Louise le tomó un par de minutos apagar todo en el despacho y cerrar la puerta tras de sí. Bajó corriendo las escaleras, atravesó la rotonda y, un instante después, estaba fuera, en la plaza.

Al verla aproximarse, el pastor alemán comenzó a mover la cola. Ella entró en la tienda, se percató de que no había clientes alrededor y preguntó:

—¿Dónde está Eik?

El dueño apareció detrás del mostrador y negó con la cabeza.

—No lo sé. Se marchó. Compró cigarrillos y se olvidó del perro. Traje a Charlie aquí dentro, pero empezaba a gruñir cada vez que entraba un cliente. Han pasado casi dos horas y hace frio allá fuera.

Se encogió de hombros hasta las orejas y la miró como resignado.

—¿Charlie ha estado en la calle todo este tiempo? —preguntó ella—. ¿Qué dijo Eik cuando se marchó? No pudo haberse olvidado de él, simplemente.

Una vez más, el tendero se encogió de hombros.

—Compró un paquete de cigarrillos, como siempre, y un nuevo mechero. Pagó y se fue. No lo he visto desde entonces.

Louise marcó al móvil de Eik, pero no hubo respuesta. Cuando llamó a su propia casa, se activó el contestador. Dudó por un instante antes de llamar al despacho de Rønholt. No le gustaba la idea de implicarlo un poco más en su vida privada, aunque, por otra parte, quizás él había enviado a Eik a hacer algo y se había olvidado de decírselo a ella.

—No he sabido nada de él desde que salisteis de mi despacho —dijo. Parecía preocupado.— Pero ya es mayorcito. Por lo general, sabe cuidar de sí mismo.

No tenía que haberlo llamado. Soltó el móvil dentro del bolso y desenganchó la correa de Charlie. Estaba tan enojada que decidió regresar a casa, hasta Frederiksberg, caminando. Una cosa era que Eik se hubiera largado, dejando al perro abandonado en la calle con semejante frío; pero era mucho peor hacerla parecer una completa idiota.

El apartamento del sexto piso estaba vacío. Louise no se terminaba de acostumbrar a que Jonas estuviera en el internado; era un lugar muy silencioso cuando el chico no estaba en casa. Revisó las cuatro habitaciones y se dio cuenta de que nadie había estado ahí desde esa mañana, cuando salieron. Bajó las escaleras y llamó a la puerta de Melvin.

—Justo acabamos de llegar del parque de Frederiksberg —le dijo su vecino. Él había asumido con alegría la tarea de encargarse de Dina, ahora que Jonas pasaba en casa únicamente los fines de semana. Louise acarició a la labrador dorada y le preguntó a Melvin si había visto a Eik.

—No, pero no me lo puedo imaginar dejando olvidado a Charlie. —Melvin le había ofrecido un lugar en el sofá y ahora le servía una taza de café.— Ese perro es lo único que tiene. Casi. —Guiñó un ojo a Louise.

Ella movió la cabeza de un lado al otro y se quedó mirando la flor de pascua escarlata que estaba sobre la mesa de centro. No, no parecía muy probable. A menos que ella lo hubiera hecho sentir peor de lo que él había dejado entrever. Pero ella no podía implicar en eso a su vecino de setenta y ocho años.

Había algo de reconfortante en sentarse en el lujoso sofá de Melvin. El olor de sus cigarros nocturnos estaba impregnado en las cortinas y era, para Louise, una evocación de sus abuelos muertos.

Melvin se había convertido en parte de la familia después de que Jonas se mudara a vivir con Louise. El chico había llegado cuando tenía doce años; en principio, como su hijo adoptivo. Después de quedar huérfano durante la guerra civil que había asolado a la antigua Yugoslavia, Jonas había sido adoptado por un ministro danés activista y su esposa. Estos se lo habían llevado a casa y lo habían amado como un hijo propio. Cuatro años tenía cuando murió su madre adoptiva, dejando en el devoto padre soltero la responsabilidad de su crianza. Ocho años más tarde, Jonas había perdido a su amado padre, asesinado por una facción de la mafia de Europa del Este.

Louise llevaba años de conocer a Melvin, pero solo superficialmente, como a un vecino cuya vida no se cruzaba con la suya. Jonas y Melvin se habían reconocido y reconectado de inmediato, al darse cuenta de que había sido el padre de Jonas quien presidiera el funeral de la difunta esposa de Melvin.

Vivían en Australia cuando ella cayó enferma. Los médicos habían tratado a la mujer tan chapuceramente que ella había sufrido daños cerebrales hasta entrar en coma. Trece años más tarde, Melvin se las había arreglado para traerla de vuelta a Dinamarca, donde la mujer pasaría los últimos años de su vida en una residencia para ancianos, a solo cinco minutos de su apartamento. Habían pasado cuatro años desde su fallecimiento.

—Aparecerá —dijo Louise, después de terminarse el café—. Aunque solo sea por el concierto al que iremos esta noche. ¿Tienes planes? —Quiso que todo sonara lo más casual posible.

—Grete y yo iremos al museo Storm P. a escuchar una conferencia. Empieza a las seis y media, así que, supongo, comeremos alguna cosa antes.

Louise sonrió. Al principio, Melvin hablaba de Grete Milling como su amiga, restándole alcance a la relación, pero poco a poco se le hacía más fácil hablar de ella como de una parte natural de todo lo que hacía. Todo el mundo estaba encantado de que los dos ancianos se hubieran encontrado.

—Lo mejor será que vuelva a subir —dijo ella. Llevó la taza a la cocina—. Tendré que ducharme antes de reunirme con los demás en el Vega.

La verdad era que no le apetecía en absoluto ir al concierto.

La roía una inquietud punzante. Eik no era de los que abandonan a su perro en la calle solo por una rabieta.

Algo andaba mal. Por mucho que lo intentara, no podía plantarle cara a la ansiedad. Por el contrario, esta crecía mientras se cambiaba de ropa, alimentaba a los perros y cerraba la puerta del salón, para evitar que se subieran al sofá. Cada vez que marcaba el teléfono de Eik, saltaba el buzón de voz.

Louise fue al Vega en bicicleta, y mientras pedaleaba por Enghavevej, iba pasando por todo el espectro de la duda, la confusión, la ansiedad y el miedo. No entendía qué pudo haber sucedido. No era que no pudieran hacer nada por su cuenta; pero siempre y cuando el otro estuviera enterado. De no haberse asomado por la ventana, Charlie habría pasado inadvertido. Ella probablemente habría descendido por la escalera del juzgado para salir por ahí. Y el perro seguiría parado en la nieve.

Algo andaba muy mal, estaba segura. Más segura con cada segundo que pasaba.

4

Camilla le hizo señas desde la distancia. Frederik fue a la máquina expendedora de boletos del aparcamiento con la bufanda subida hasta la nariz. Había estado viviendo en California antes de conocer a Camilla y nunca perdía la oportunidad de decir que la temperatura de allá iba más con su estilo.

—¿Nos dará tiempo de tomar una cerveza antes del concierto? —preguntó Camilla. Miró alrededor—. ¿Dónde está Eik?

Frederik mantuvo la puerta abierta y las invitó a entrar a donde hacía calor.

—Ya viene —contestó Louise—. Él trae las entradas.

Ella y Camilla se sentaron en una mesa.

—¿Cómo te sientes de haber regresado al Morgenavisen? —preguntó Louise.

Frederik compró dos cervezas para ellas y un refresco de cola para él. Se sentó y rodeó a su esposa con el brazo.

—Sería mucho mejor formar parte del equipo de la redacción. No tengo nada más importante que hacer que corregir comas y erratas de los artículos de los demás. —Camilla sonrió.— Pero es bueno estar de regreso, y Terkel Høyer dice que me echó de menos.

Años atrás, Camilla había sido reportera de sucesos en el periódico, pero había renunciado a ese trabajo. Louise no tenía claro cuánta desilusión podría suponer el puesto de correctora. Algunos dirían que se trataba de una promoción, le había explicado Camilla cuando le ofrecieron el empleo, pero no era difícil entrever que estaba decepcionada. Ella quería escribir, quería que su nombre figurara en los titulares.

Frederik rio.

—Probablemente sea yo quien haya tenido que sufrir la mayor adaptación, ahora que tengo una esposa que trabaja. Paso en casa más tiempo que ella.

Él se giró al oír sonar su teléfono. Louise y Camilla escucharon, curiosas por saber si era Eik, pero Frederik comenzó a hablar en inglés.

—Es su agente —dijo Camilla—. HBO quiere que Frederik sea el escritor principal de una nueva serie de moda. Están negociando las condiciones.

—¿Irá a vivir allá otra vez? —preguntó Louise—. Acabáis de arreglar vuestro piso.

Su amiga negó con la cabeza.

—Puede escribir aquí y ellos pueden llamarlo por Skype.

Frederik parecía más relajado ahora, que había dejado el puesto de director de la empresa familiar, Termo-Lux, y declarado que sus días como empresario habían llegado a su fin. A partir de ese momento, se dedicaría a escribir libretos. Durante sus tiempos en Santa Bárbara, había colaborado en la escritura de varias grandes producciones de Hollywood, pero todo eso había quedado atrás cuando regresó a vivir en Dinamarca. Una decisión equivocada, sin duda, a juzgar por el brillo que ahora tenían sus ojos.

—El concierto está a punto de empezar —dijo Camilla. Apuró su cerveza.

Louise fue a la ventana para comprobar la cola. Ya prácticamente no había. Eik había sido uno de los primeros en comprar las entradas en línea para ver la actuación en ese pequeño recinto. No se la perdería por nada del mundo.

Veinte minutos después de comenzado el concierto, los tres seguían sentados en el bar. Frederik había ido a la taquilla a ver si Eik les había dejado las entradas, pero no. Y el espectáculo estaba completamente vendido.

—¿Dónde coño está? —preguntó Camilla—. ¿Os habéis peleado? ¿Qué ocurre?

Louise suspiró y se desplomó en su silla.

—No he sabido nada de él desde que dijo que iba a comprar cigarrillos y a pasear al perro. —Entonces les explicó lo que había pasado.

—Así que dejó a Charlie en la tienda —dijo Frederik—. Eso no suena a él, en absoluto. —Sugirió que fueran juntos a South Harbor a ver si estaba ahí.

En el coche, Louise volvió a sentir que la ansiedad volvía a crecer por todo su cuerpo. Apenas podía concentrarse en lo que Frederik y Camilla hablaban en los asientos delanteros.

Cuando llegaron al edificio de South Harbor, Louise miró hacia arriba. El piso estaba a oscuras.

—Aún tenemos la llave —dijo Frederik—. Vayamos a echar un vistazo.

Para su sorpresa, el pasillo olía a limpio, tomando en cuenta las condiciones en que se encontraban las escaleras hasta el cuarto piso. De las paredes se desprendían grandes láminas de pintura, revelando los colores de las décadas pasadas. En cada piso colgaban del techo las bombillas desnudas. La mezcla de olores —jabón industrial, cigarrillos, humo de las cocinas— no era desagradable. Y el lugar no solo olía a limpio, sino que parecía estar limpio, a pesar de las condiciones ruinosas.

—Parece peor de lo que es en realidad —dijo Camilla, y añadió que, de hecho, había sido divertido vivir ahí. Más o menos, todos se conocían entre sí—. Es como si tuvieran una pequeña sociedad privada. La gente se mantiene unida y se cuidan los unos a los otros, y ya no quedan muchos lugares como este.

Louise había estado ahí unas cuantas veces mientras Eik recogía algunas cosas. Lo había acompañado a su bar favorito, el Ulla’s Place, calle abajo.

Cuando llegaron al apartamento, Frederik golpeó la puerta. Aguardaron. La bombilla del techo zumbó. Oyeron un fuerte clic y la luz se apagó automáticamente. Camilla fue a pulsar un gran botón marrón para encenderla de nuevo. Frederik llamó por última vez, mientras Louise permanecía en el penúltimo escalón, cogida de la barandilla.

—Entremos —dijo ella, y cogió la llave que Frederik tenía en la mano. Golpeó, y estaba a punto de insertar la llave cuando se abrió la puerta del vecino. Un joven de pantalones deportivos desaliñados, sudadera de capucha y cigarrillo en la mano les preguntó qué estaban haciendo. Entonces reconoció a Frederik y Camilla.

—Ah, hola. ¿Olvidasteis algo?

—Hola, Sylvester —dijo Camilla—. No, pero no podemos encontrar a Eik. ¿Lo has visto? —Ella se quedó en el pasillo mientras Frederik y Louise entraban.

No tardaron mucho en revisar el estudio. Había una alcoba para la cama en el salón-cocina. También, un pequeño balcón y un baño. Pero ningún Eik.

—No parece que hubiera estado aquí —dijo Frederik—. Esto luce tal como lo dejamos ayer.

Un sofá negro de dos plazas se aferraba a la pared. Frente a la larga ventana estaba la mesa redonda del comedor, con sus cuatro sillas. Había pocos indicios de que alguien hubiera estado viviendo ahí. Y, por el momento, nadie vivía ahí.

Louise echó un último vistazo antes de salir. Cuando todos estuvieron fuera, cerró la puerta con llave. El vecino había vuelto a meterse en su propio apartamento, mientras Camilla aguardaba fuera del edificio.

—Probemos con Ulla —dijo ella. Metió su brazo bajo el de Louise—. ¿Habéis discutido?

—No, en realidad. —Louise negó con la cabeza.— Esta mañana tuvimos una charla con Rønholt. Uno de los dos tendrá que irse del departamento, ahora que estamos viviendo juntos. Pero así son las cosas, y, de cualquier modo, le dije que era a mí a quien le tocaba encontrar un nuevo empleo. No pareció que le preocupara.

* * *

Cuando abrieron la puerta del pequeño bar, el humo les dio en la cara como una pared de bloques de hormigón. Louise reconoció a varias de las personas que rodeaban la mesa de billar. Ulla estaba detrás de la barra, frente a una pared de botellas de licor, sirviendo dos chupitos de aquavit. La música sonaba baja; Duran Duran, quizás. El ruido más fuerte en el pub era el de las bolas de billar chocando unas con otras. Pocos charlaban. Aquello parecía como una especie de reunión privada, casi monótona, rutinaria, como una obra de teatro que se hubiera alargado demasiado.

—¿Quieren algo? —preguntó Frederik.

Louise dijo que, de hecho, soportaría otra cerveza.

—Yo también —dijo Camilla. Miraba alrededor con curiosidad.

Había unas pequeñas máquinas de videojuegos alineadas detrás de la mesa de billar, y más allá, una gramola con viejos éxitos anotados a mano sobre un papel amarillento, visible a través de la ventana de plexiglás. Las paredes y el techo estaban tapizados de tapas de botellas y del alquitrán de años de fumar sin tregua. Varios de los clientes habituales se los quedaron mirando.

—¿Era aquí adonde venía antes de conocerte? —preguntó Camilla. Frederik les entregó las cervezas y fue a pagarlas.

Louise asintió.

—Él y Ulla son buenos amigos. —Desvió su mirada hacia la barra.

—¿Se acostaba con ella? —Camilla echó un vistazo a la robusta mujer de mediana edad, de cabello teñido en negro carbón y cejas arqueadas. Llevaba una blusa de satén azul noche.

Louise dejó eso en el aire. En realidad, no lo sabía. Había evitado indagar en cualquier cosa que hubiera sucedido entre ellos, más allá de una amistad que Eik nunca había intentado disimular.

Esperaba a que Ulla se acercara, pero la dueña del bar estaba firme en su puesto detrás de la barra, hablando con un borracho que prácticamente se caía de espaldas cada vez que apuraba un trago.

Finalmente, Louise se dirigió a la barra.

—¡Hola, Ulla! ¿Has visto a Eik por aquí?

Ulla la había mirado y Louise estaba segura de que la dueña del bar sabía quién era. A pesar de todo, la mujer no mostró ninguna señal de haberla reconocido. Simplemente negó con la cabeza.

Louise se quedó esperando, pero Ulla no dijo nada más.

—Estoy un poco preocupada de que algo le hubiera sucedido —siguió—. Nadie lo ha vuelto a ver desde esta mañana. ¿Tienes alguna idea de dónde podría estar? ¿Has hablado con él hoy?

—No. —Ulla negó otra vez con la cabeza.

El grupo de la mesa de billar dejó de tirar. Un hombre que estaba solo, sentado junto a la puerta, se quedó mirando a Louise y a Ulla mientras se terminaba su cerveza.

Louise luchó contra el enervamiento que le estaba produciendo la mujer.

—¿Si llegaras a verlo, me lo dirías?

Ulla le dedicó otra mirada antes de encogerse de hombros y volverse al otro lado. Su hostilidad hacia Louise era palpable. Seguramente creía que Louise le había robado a Eik; a ella y al pub.

Louise caminó de regreso a la mesa.

—Esto ha sido una pérdida de tiempo.

Estaba a punto de ponerse el abrigo cuando Ulla vino a ellos. Evitó el contacto visual con Louise mientras comenzaba a limpiar la mesa con un paño rojo.

—Te aconsejo que lo dejes en paz. No te aferres a él todo el tiempo, dale espacio. No le gusta que lo controlen.

—Será mejor que nos vayamos —dijo Camilla cuando Ulla regresó a la barra.

Alrededor de la mesa de billar, nadie hizo el menor sonido. Todos los ojos iban tras ellos cuando se marcharon del bar sin haberse bebido las cervezas.