El buscador de esencias - Dominique Roques - E-Book

El buscador de esencias E-Book

Dominique Roques

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Beschreibung

El experto viajero Dominique Roques nos muestra el origen y todo lo que ha rodeado históricamente la elaboración de los perfumes; desde la recolección del incienso en la Antigüedad hasta la industria actual. Los perfumes son fascinantes: familiares y misteriosos a la vez, nos envuelven, avivan recuerdos, evocan refinamiento. Este libro es un recorrido por el inabarcable mundo de las esencias naturales —componente mágico y primordial de los perfumes—, cuya historia se remonta al origen de las civilizaciones y cuyo papel ha sido clave en la conformación del mundo, pues son el resultado del encuentro de territorios, de paisajes, de suelos y de climas; el producto de oficios y costumbres de poblaciones arraigadas o de paso. Desde hace treinta años, Roques recorre el planeta para encontrar los extractos de flores, semillas, resinas o maderas, frutos de la tierra con aromas excepcionales que se ensamblan en infinitas fórmulas olfativas. Con rigor, humanidad y poesía, nos lleva al encuentro de hombres y mujeres con conocimientos inmemoriales, herederos de oficios de al menos treinta siglos: recolectores de flores en Bulgaria o en la India, hervidores de goma en Andalucía, balsameros en El Salvador o en Laos, cultivadores de pachulí o de lavanda, plantadores de sándalo, destiladores de bergamota. También nos alerta sobre las amenazas que se ciernen sobre estas actividades, ya sea por motivos políticos, económicos o por la devastación progresiva de los ecosistemas. El buscador de esencias es una travesía apasionante que desvela algunos de los misterios del legado de los aromas, fascinante y frágil a la vez.

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Dominique Roques

EL BUSCADOR DE ESENCIASUn viaje al origen de los perfumes del mundo

Traducción del francés de Mercedes Corral

 

Edición en formato digital: marzo de 2022

En cubierta: imagen de Martin Johnson Heade,Colibrí posado en una planta de orquídea (1901), en © Historic Images/Alamy Stock Photo

© Agence littéraire Melsene Timsit

© Éditions Grasset & Fasquelle, 2021

© De la traducción, Mercedes Corral

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© Ediciones Siruela, S. A., 2022

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

ISBN: 978-84-19207-59-3

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

PRÓLOGO Los recolectores del mundo

LAS LÁGRIMAS DE CRISTOAndalucía: el ládano

LA COSECHA AZULLa Alta Provenza: la lavanda

LA ROSA DE LOS CUATRO VIENTOSPersia, la India, Turquía y Marruecos

LAS AVES DE SHIPKALa rosa búlgara

LA BELLA DE CALABRIALa bergamota de Reggio

EL MAESTRO Y LA FLOR BLANCAEl jazmín: de Grasse a Egipto

LA BODA Y EL ELEFANTEEl jazmín en la India

EL PIONERO Y LOS RESINEROSEl benjuí de Laos

EL DULZOR DE LA CORTEZASri Lanka: la canela

LA REINA DE LOS TRISTES TRÓPICOSLa vainilla de Madagascar

LA HOJA CON PERFUME NEGROIndonesia: el pachulí

LA TIERRA DE SOMBRA Y LUZHaití: el vetiver

LAS ANTORCHAS DE LA CORDILLERAEl bálsamo del Perú en El Salvador

LA SELVA SACRIFICADALa Guayana: el palisandro

EL ÁRBOL SAGRADOLa madera de sándalo en la India y en Australia

LA MADERA DE LOS REYESEl oud en Bangladés

EL TIEMPO INMÓVIL El incienso de Somalilandia

EPÍLOGO Viaje a la alquimia

LAS PALABRAS DEL OFICIO

AGRADECIMIENTOS

 

Haz escala en emporios fenicios

y adquiere hermosas mercancías:

nácar y coral, ámbar y ébano,

y toda suerte de embriagadores perfumes,

todos los perfumes embriagadores que puedas.

C. P. CAVAFIS, «Ítaca»

PRÓLOGOLos recolectores del mundo

Los perfumes nos son familiares y misteriosos a la vez. Siempre apelan a una parte de nuestra memoria olfativa, fragmentos de recuerdos de infancia tan vívidos como lejanos. Nadie está exento. Todos llevamos impresa para siempre la huella de una estela de lilas, de un camino bordeado de retama, del olor de los seres queridos. Yo conservo intacto el recuerdo de un descubrimiento infantil en los bosques. En el mes de mayo, bajo los grandes castaños del bosque de Rambouillet, el sotobosque se cubría de tal cantidad de muguete que su perfume embalsamaba el aire. Yo estaba maravillado, turbado por aquel olor que me recordaba a mi madre, porque ella utilizaba Diorissimo, ese suntuoso perfume que rinde tributo a las campanillas blancas. Familiaridad íntima del juego de los olores con nuestros recuerdos y misterio del poder evocador de una composición al abrir el frasco. El perfume nos tranquiliza primero hablándonos de nosotros y después nos cautiva hablándonos de él mismo.

«He aquí para ti frutos, flores, hojas y ramas», este verso familiar de Verlaine abre melodiosamente el vasto catálogo de las fuentes naturales de perfume. Yo lo completo por mi parte: raíces, cortezas, maderas, líquenes, semillas, yemas, bayas, bálsamos, resinas; el mundo vegetal bajo todas sus formas es el depósito de las esencias y de los extractos que han creado la perfumería. Antes de la aparición de la química de las moléculas de olor en el siglo XIX, los productos naturales fueron la materia prima única de los perfumes durante tres milenios. Pese a haberse convertido en un lujo, los perfumistas siguen firmemente enamorados de estos aromas. Aportan riqueza y complejidad a sus creaciones, y algunos son ya un perfume de por sí.

Antes de evaporarse en nuestra piel, las fórmulas nos transmiten en unos instantes las historias mezcladas de sus múltiples componentes. Historias de laboratorios, en lo que se refiere a los ingredientes químicos; historias de flores, de especias o de resinas, en lo que se refiere a los productos naturales. Destiladas o extraídas, estas plantas se convierten en aceites esenciales, absolutos o resinoides1, para pasar a formar parte de la composición de un perfume, en la que ocupan un importante lugar junto a las moléculas sintéticas. Resaltadas estas plantas siempre en la publicidad de la marca, su riqueza olfativa las hace indispensables en los auténticos perfumes.

Las esencias tienen su propia historia: son el resultado del encuentro de territorios, de paisajes, de suelos y de climas, el producto de gentes arraigadas o de paso. Han sido y siguen siendo necesarios para la perfumería los leñadores de maderas aromáticas (cedro, oud o sándalo); los recolectores de plantas silvestres (de bayas de enebro, ramos de jara pringosa o de haba tonka); los resineros de savias y de resinas (incienso, benjuí o bálsamo del Perú); los cultivadores de flores, hojas y raíces (rosa y jazmín, vetiver y pachulí); los prensadores de agrios (bergamota y limones); los transportistas y comerciantes, herederos de las caravanas de Arabia y de los marinos que conectaban la India con el Mediterráneo; y, por último, los destiladores, los maestros del agua de rosas, los alquimistas de las esencias a partir del siglo XVII y los extractores y químicos de los tiempos modernos. Una colectividad dispar, desperdigada, que recolecta en los desiertos y las selvas, que labra con la azada y con el tractor, que comercia en secreto y luego de forma transparente, que desconoce el destino de sus productos o recibe en sus campos la visita de los grandes perfumistas y de las marcas más prestigiosas.

Esta diversidad forma, sin saberlo, una grandiosa comunidad histórica, un tapiz cuyos hilos han guiado la lavanda, la rosa y el incienso hasta nosotros. Por medio de viajes enigmáticos, orígenes cambiantes, tradiciones salvaguardadas, desplazadas, perdidas y recuperadas, los creadores de perfumes tienen en común que alimentan el entusiasmo innegable de los hombres por los olores de la naturaleza. Cuando una campesina malgache poliniza una flor en una liana de vainilla, lleva a cabo una especie de magia. Su gesto deberá repetirse miles de veces para que se formen unas vainas, maduren, sean recogidas y extraídas, y finalmente se encarnen en el delicioso aroma de un frasquito de absoluto de vainilla.

Este libro es el relato de tres décadas de vagabundeos por las fuentes del perfume. Sin ser químico ni botánico, me sumergí en la perfumería después de unos estudios de gestión, siguiendo así mi atracción de siempre por los árboles y las plantas. Comencé esta andadura por gusto y por curiosidad, se convirtió en una pasión y, desde hace treinta años, me dedico a buscar, encontrar, comprar y a veces producir docenas de esencias para la industria del perfume. Tanto en los campos de rosas como en los de pachulí; tanto en los bosques de Venezuela como en los poblados de Laos, fui iniciado en los olores por las gentes de las tierras del perfume. Me enseñaron a escuchar la historia que cuentan las esencias y los extractos cuando se abren sus frascos, y me convertí en lo que hoy en francés se ha dado en llamar sourceur, es decir, buscador de recursos naturales.

En una empresa especializada en la creación de fragancias y aromas, me encargo de suministrar a nuestros perfumistas esencias o extractos de más de ciento cincuenta materias primas naturales provenientes de cincuenta países. Mi función consiste en asegurar las cantidades y su calidad, pero también en buscar nuevos ingredientes para enriquecer la «paleta» de los perfumistas. Dentro de la organización de esta industria, soy el primer eslabón de la cadena que comienza en los campos de flores y llega hasta los frascos de las perfumerías. Últimos actores de esta historia, las marcas de perfume hacen competir, para sus nuevos lanzamientos, a los perfumistas de varias compañías de composición, las famosas «narices», creadoras de fórmulas complejas y secretas: los «jugos». Florilegio de talentos y de fuertes personalidades, la hermandad de los perfumistas imagina constantemente nuevos olores para las marcas más prestigiosas, y yo pongo mi experiencia a su servicio.

Empecé mi viaje participando en la creación de plantas de destilación y de extracción en países donde crecen grandes productos aromáticos, para una empresa familiar instalada en pleno bosque de las Landas. Pionera en los años ochenta, había decidido producir extractos naturales en el lugar de origen. En España, Marruecos, Bulgaria, Turquía o Madagascar, se trataba de instalar por doquier equipamientos, organizar cosechas y cultivos y equipos de producción. Descubrí lugares llenos de historia y a veces actividades artesanales en peligro de desaparición, y creé profundos vínculos humanos.

Desde hace diez años trabajo como buscador de recursos naturales para una empresa suiza, también familiar, uno de los grupos mundiales más importantes en la creación de perfumes y aromas. Para abastecer a nuestros perfumistas y enriquecer el catálogo de materias naturales a su disposición, he contribuido a tejer con productores de todo el mundo una red de colaboradores, lo que ha hecho que me relacione con todos los oficios del sector del perfume. Mi pasión por los aromas ha aumentado en el transcurso de estos encuentros.

Las características geográficas de nuestros productos confrontan al buscador de recursos naturales con un mosaico de realidades sociales, económicas y políticas. He trabajado con un gran número de comunidades, a menudo aisladas, expuestas a las amenazas de los ciclones o de las sequías, a veces descuidadas por su propio Gobierno. No tardé en tomar conciencia del papel y de las responsabilidades de nuestra industria en la suerte y el futuro de estas poblaciones. Para mí, esto sigue siendo un motor y una guía en la forma de ejercer este oficio.

Este libro nació durante un viaje reciente, junto a un árbol de incienso en las montañas de Somalilandia. El recolector que me acompañaba acababa de entallar el tronco, de donde empezaban a brotar pequeñas gotas lechosas. Ante el olor embriagador del incienso naciente, tuve la sensación de ser el testigo de la continuidad de una historia extraordinaria, la de la recolección de los perfumes de la naturaleza, ininterrumpida desde hace más de tres mil años. Respirar la resina nueva me hizo retrotraerme a años atrás, a los primeros recuerdos de mi experiencia en los campos de ládano de Andalucía. De pronto me di cuenta de que, desde el Cistus ladaniferus al incienso, había tenido la suerte de conocer durante treinta años a los herederos de una historia de al menos treinta siglos. Tuve claro que quería escribir acerca de la evolución de las materias primas del perfume a lo largo del tiempo, la vida de los hombres que se siguen dedicando a él, la difusión de su conocimiento y de sus tradiciones, la belleza de los lugares donde fabrican sus olores y la fragilidad de su futuro. Cada etapa de esta historia es diferente y única, pero todas tienen algo en común: la culminación del trabajo de los hombres en perfumes que nos impactan. Nada lo ilustra mejor que lo que aprendí en el valle de las Rosas, en Bulgaria: para producir un kilo de esencia de rosas es necesario recolectar a mano un millón de flores.

He escrito esta obra como homenaje a los recolectores del mundo.

 

 

 

 

 

 

 

 

1 Para la definición de los términos técnicos, véase el glosario al final de la obra.

LAS LÁGRIMAS DE CRISTOAndalucía: el ládano

Una tarde de abril, en Andalucía, al doblar una curva en la comarca de El Andévalo, me quedé deslumbrado ante el espectáculo de los campos de ládano en flor, anuncio del hechizo que iba a experimentar al descubrir el perfume de esta tierra y a las gentes que lo recolectan. A finales de los años ochenta, el paisaje de las colinas cubiertas de ládano, el Cistus ladaniferus, también llamado jara pringosa, empezaba al dejar la ciudad de Huelva, a partir del primer pueblo de su interior. La carretera ascendía entre plantaciones de eucaliptos y después serpenteaba entre vastas extensiones de ramos cuyas hojas brillaban bajo el sol. Un pueblo más y aparecían grandes castaños verdes aislados, centinelas de porte majestuoso que arrojaban su sombra sobre esta tierra de ládano abrasada por el sol.

Después de haber recorrido 1.300 kilómetros desde Francia, el cansancio me hacía más sensible a los paisajes que estaba descubriendo. Llegué a Andalucía para crear y poner en funcionamiento una planta de destilación y de extracción. Era mi primera inmersión en el universo del perfume y todo era nuevo para mí, el oficio, el país, sus olores, sus tradiciones. Hablaba un español muy básico, pero iba a tener que comunicarme, reclutar un equipo, montar una pequeña planta y organizar su abastecimiento. El reto era cubrir la demanda de extractos de ládano de un gran grupo de composición de perfumes, una apuesta arriesgada.

Ese día de primavera, las colinas se hallaban salpicadas de grandes copos blancos, como si una tormenta de nieve irreal hubiera espolvoreado los campos antes de dejar paso al sol andaluz. El ládano florece entre marzo y abril. Esas flores blancas parecidas a las amapolas y delicadas como papel de seda solo durarán dos o tres días. Me bajé del coche para entrar en aquel decorado de tallos apretados, de vegetación densa y difícil de penetrar. El ládano me llegaba a la altura de la cintura, a veces incluso más arriba, y las hojas de los ramos ya estaban relucientes. A partir de la floración, la planta comienza a segregar una resina, la famosa goma de ládano, que durante todo el verano cubrirá el brote anual para protegerlo del calor. En la colina flotaba un olor delicioso, no tan intenso como lo sería en julio, pero ya adictivo. La goma huele tanto como pega. Tiene un olor cálido, casi animal, con una fuerza asombrosa. Los extractos del ládano están omnipresentes en los perfumes; sus notas ambarinas son indispensables para los acordes orientales. El ládano es esencial en la fórmula del mítico Mitsouko de Guerlain, que se lanza en 1919, y constituye toda una revolución de los acordes chipres, combinaciones de notas florales con aromas exóticos y especiados. Las flores no huelen a nada; son sencillamente soberbias. Cinco pétalos blancos, un corazón de estambres amarillos y, en la base de cada pétalo, una mancha de color carmín que los andaluces llaman las «lágrimas de Cristo». La flor de ládano forma parte de su patrimonio.

Descubrí en Andalucía el gran asunto que iba a ocuparme y apasionarme durante todos estos años, donde quiera que crezcan los olores. Los perfumes que nos regalan las plantas nacen muy lejos de las perfumerías, en el mundo a largo plazo de la naturaleza. Salen de la tierra, son recolectados, transformados y transportados. Son historias convergentes y misteriosamente ensambladas para convertirse por fin en elixir dentro de un frasco. La apertura de un perfume es un breve instante de sorpresa y de placer. Son los breves momentos concedidos a estos extractos para expresarse. ¿Era el perfume de la goma, la frágil belleza de las flores o el sentimiento de haber entrado en el reino de una planta única? Aquella tarde de primavera, emprendí un viaje aromático y emocional del que en realidad nunca he regresado.

Guardo el recuerdo de Josefa. En pleno campo, una tarde de verano en las colinas cubiertas de ládano, aquella madre de familia gitana dirigía las operaciones de cocción de la goma de ládano con sus hijas. En el infierno del verano andaluz, bajo su sombrero de paja, horca en mano, se afanaba alrededor de los bidones donde hervían los ramos de ládano, con el chándal manchado de goma y el rostro ennegrecido por el humo. Al verme llegar, exclamó con voz fuerte: «Mira, el francés. ¿Qué tal va tu español?». Hablamos del calor que la unión del sol y del fuego hacía difícil de soportar, y también de la goma que ella preparaba para mí. «¡Por la miseria que nos pagas por ella, deberías cubrirnos de perfumes de París! ¡Estamos esperando el Chanel!», me dijo riendo. Por medio de lo que salió de su boca, el perfume resumió un mundo de lujo que ella solo podía imaginar. Su exclamación expresaba la distancia existente entre los destiladores de ládano y los frascos de perfume, los dos extremos, tan alejados entre sí, de una historia, a pesar de todo, común.

El ládano o jara pringosa, Cistus ladaniferus, es un arbusto que crece de manera espontánea en toda el área mediterránea, desde el Líbano hasta Marruecos. En suelos ácidos, coloniza con rapidez los terrenos baldíos. Florece con tal profusión que forma mantos de cientos e incluso de miles de hectáreas. El ládano, que originariamente crecía en Chipre y en Creta, ahora crece también en España, sobre todo en el sudoeste de Andalucía, donde los campos se prolongan hasta Portugal bajo los alcornoques.

La goma de ládano es una de las primeras materias primas aromáticas en ser utilizadas por su perfume. En el año 1700 a. C. aparece ya mencionada en algunas tablillas de Mesopotamia. Los egipcios conocían esta goma y la quemaban mezclándola con el incienso y la mirra. La forma en que se recogía en la Antigüedad es digna de ser contada. Los rebaños de cabras que recorrían los campos de Creta y de Chipre regresaban por la noche con su vellón impregnado de esta resina, que los pastores recuperaban con un peine de dientes para elaborar pasta de combustión. Más tarde, la recolección se hizo con ayuda de rastrillos provistos de tiras de cuero, con los que azotaban los ramos para luego recuperar la goma con un cuchillo. De regreso de mis visitas a los campos, con la goma pegada a la ropa, me gustaba imaginar a los pastores chipriotas por la noche, alrededor del fuego, rascando la goma de sus tiras para formar bolas, precursoras de nuestras varillas de incienso.

Después, con Josefa y los gitanos, descubriría que la producción de la goma sigue siendo un trabajo muy duro que requiere el empleo de sosa y ácido sulfúrico. Era una especialidad de la región de Salamanca antes de la guerra, que migra en la posguerra hacia las grandes extensiones de ládano de Extremadura y de Andalucía, llegando finalmente al extremo de la península, cerca del océano.

El Andévalo se encuentra en el interior de la provincia de Huelva, muy próximo a Portugal. En la Antigüedad era una tierra de minas de estaño y plata y, a partir del siglo XIX, de pirita de hierro y cobre. En los años ochenta, cierran las minas de Riotinto. De ellas solo subsistirá el agua del río, enrojecida por el mineral de hierro, y su nombre, utilizado por la mayor sociedad minera del mundo. Hoy sigue siendo una comarca con un suelo metálico que a veces parece vibrar y una cultura de recios aldeanos mineros. Una tierra de fuertes tradiciones, una población unida por sus raíces. La mina, la caza, los caballos, el baile y el cante flamenco, pueblos blancos con calles empedradas donde cada año la peregrinación congrega a la población y da a la vida de aquí un auténtico sentido comunitario.

Puebla de Guzmán es el pueblo que escogimos para instalar la planta. Encrucijada del interior de la comarca, Puebla reúne todos los componentes: la vida minera, con una inmensa excavación a cielo abierto en la que ya solo resuena el eco de los graznidos de los cuervos; la cría de los cerdos ibéricos, de los que se obtiene el célebre jamón de pata negra, empieza aquí; los caballos, que en Puebla son domados tan bien como en Cádiz o en Jerez y con los que se desfila los fines de semana; la caza de la perdiz, que gusta de anidar en las colinas de ládano; los bares, donde se desayuna por la mañana pan tostado regado con aceite de oliva; las fiestas, en las que las distintas generaciones saben bailar sevillanas y hay siempre un cantaor que, acompañado de un guitarrista, se arranca a cantar flamenco, parte del alma andaluza.

Yo había contratado a un equipo de diez obreros del pueblo. Felices de haber encontrado un empleo después del cierre de la mina, formaban un grupo heredero de una cultura obrera fuerte, sindicalismo incluido. Andaluces apegados a sus tradiciones, compañeros entrañables. Un año después de los primeros trabajos de excavación, la planta ya estaba produciendo, y una montaña de gavillas brillaba al sol delante del taller, esperando a ser molidas y destiladas. El aroma a ládano se extendía a lo largo de kilómetros a la redonda, y los paseantes contemplaban la factoría desde la carretera, orgullosos de ver cómo su pueblo pasaba de la mina al perfume. La extracción del ládano iba a reemplazar a la de pirita de hierro: estaba claro que su tierra era especial.

El hombre que me descubrió esta comarca se llamaba Juan Lorenzo. Criador de cerdos y administrador de fincas agrícolas, fue él quien hizo posible la organización del suministro de gavillas y goma en nuestra factoría. Puro producto de El Andévalo, campesino, criador, cazador, poco locuaz y enamorado de su tierra, Juan Lorenzo lo sabía todo sobre el ládano. Con su gorra, su mirada clara y sus manos de trabajador del campo, encarnaba esta comarca a la perfección y, en cuanto fui capaz de entender su habla andaluza, pasamos muy buenos momentos juntos. Vivía en una granja extraordinaria anidada en las colinas, bajo las encinas, una construcción blanca perdida al final de la carretera de la mina en donde criaba algunos caballos y un centenar de cerdos de la mejor denominación. La calidad del futuro jamón se mide por el número de días que estos animales pastan en libertad bajo las encinas. A finales de los años ochenta, eljamón de bellota no era tan conocido como hoy. Local y casi restringido, conquistaba al visitante por el gusto único que las bellotas dan a su carne y a su grasa.

Juan Lorenzo me inició de manera progresiva en las cuestiones locales. La Puebla se encuentra en el corazón de un inmenso territorio de ládano desde tiempos inmemoriales. Si se la deja crecer, la planta sobrepasa los 2 metros de altura y su tallo es de una madera muy dura, utilizada tradicionalmente por los panaderos como leña para calentar los hornos de pan. Desde hace algunas décadas, el paisaje refleja el equilibrio de un modelo agropecuario. El ládano crece bajo las encinas, cuyas bellotas sirven para engordar a los cerdos en invierno. Cuando es demasiado viejo, se arranca y se labra la tierra para sembrar trigo o avena. Al año siguiente, vuelve a colonizar el terreno baldío y, en dos o tres años, se forma de nuevo una capa homogénea de tallos jóvenes. Esta forma de gestión conviene mucho a las grandes fincas agrícolas de la región, de varios miles de hectáreas, propiedad de ricos particulares o de sociedades cinegéticas de Sevilla o de Madrid. La comarca es famosa por la caza, en la que el ládano juega un papel importante. Alberga nidadas de perdiz y camadas de liebres, y los jabalíes nunca están muy lejos de las bellotas de las encinas.

Pero lo que realmente aprendí con Juan Lorenzo es que la goma labdanum es un asunto de gitanos. Establecidos en Andalucía desde muy antiguo, casi se puede decir que desde siempre, llegaron aquí procedentes del norte de la India y de Pakistán, en una migración de varios siglos cuya historia, con múltiples tragedias, es muy poco conocida. En esta parte de Andalucía existían pueblos con una gran población de gitanos, recolectores de ládano y productores de goma. Años más tarde, cuando fui a plantar rosas a Bulgaria, conocería a otros pueblos gitanos asentados allí. En el otro extremo de Europa, los que los búlgaros llaman romaníes son tan importantes para la producción de rosas como los gitanos de El Andévalo lo son para la goma. Simetría significativa de la presencia y el papel de estas comunidades gitanas en los dos extremos del continente. Sedentarizadas, estas familias tienen un pie en la cultura local y otro en su propia forma de vida. De forma silenciosa y sin ostentación, los gitanos guardan para ellos su historia. A mis preguntas sobre su pasado, respondían con bromas y risas. ¿Desde cuándo fabricaban la goma? Sus padres ya lo hacían, es lo más que conseguí saber. En la comarca, la actividad de «hervidor de goma» es bastante reciente; solo se remonta a los años cincuenta. Durante mucho tiempo, la recolección del ládano se hizo a orillas del Tajo, antes de emigrar hacia el sur, donde los poblamientos forman extensiones sin parangón en Europa. Recogedores de ládano en el oeste y de rosas en el este, marginales y marginados, los gitanos son recolectores por doquier. A estas comunidades no se les suele reconocer el importante papel que desempeñan en el origen de estos productos míticos. Pero ¿les preocupa a ellas?

Como administrador, Juan Lorenzo debía seleccionar las parcelas listas para cortar dentro del plan de explotación de sus fincas. La jornada con él empezaba pronto, en el bar, con unas tazas de café muy fuerte, el pan con aceite de oliva y el queso local. Indefectiblemente, venían gitanos a reunirse con él y se llevaban a cabo largas negociaciones. No en español, sino en andaluz, esa variedad dialectal cuyos hablantes se comen ciertas sílabas para dar más fuerza a sus palabras. Íbamos a visitar los campos en propiedades inmensas, para evaluar la calidad de los ramos, los accesos y las cantidades. Juan Lorenzo tenía sus estrategias para obtener ládano sin tener que pagarlo, a cambio de horas de labranza en los terrenos que se sembrarían de trigo. Conocía todos los clanes de los pueblos gitanos de la comarca, un contacto fundamental, porque la goma es una historia de familia. Me los presentaba. Mi estatus de director extranjero parecía ofrecerles una garantía. Reservábamos todos los bidones de goma que las familias producirían a lo largo del verano.

En pleno campo, al final de kilómetros de pista, una o dos familias gitanas instalan para un verano un taller de producción de goma de ládano. Han conseguido obtener una autorización para entrar en los campos de una propiedad. La planta necesita estar próxima a un punto de agua, a ser posible uno de esos pequeños arroyos que siguen corriendo durante el verano, señalados por las adelfas que los bordean. El taller para la temporada consiste en una docena de viejos bidones de aceite de doscientos litros junto a los que hay que cavar una fosa para recoger las aguas de la cocción al final de la operación.

La mañana la dedican a cortar las gavillas, antes de que la temperatura estival haga imposible el trabajo. Cortar el ládano parece fácil. Hacerlo rápido y bien, sin agotarse, es un arte. La herramienta es una hoz gruesa y dentada como una sierra. Solo se recoge la parte superior del ramo, el brote del año, rojo por la goma y todavía flexible. Hay que evitar cortar demasiado abajo, en la madera dura del tallo, que es difícil de romper e improductiva. La maniobra de los jareros experimentados es impresionante. Cogen con la mano varios tallos y cortan con la hoz los ramos. Todo muy rápido. Los manojos de tallos quedan tirados en el suelo, hasta que hay los suficientes para hacer una gavilla con ellos. El jarero lleva en el cinturón una reserva de cordeles para agavillar. Encorvados bajo el sol matutino, los jareros avanzan por el campo y después cargan con las horcas las gavillas, que rebosan de una carreta tirada por un burro. Es un ritual parecido a la siega del heno o a la cosecha de muchas campiñas francesas, desaparecidas hace cincuenta años. Aquí, la vida campesina no ha cambiado. Y da igual que el ládano sea más trabajoso de cortar que el trigo.

Las carretas se descargan junto a los bidones. Las mujeres han preparado la cocción del ládano, que se prolongará hasta la noche. Para calentar los recipientes llenos de agua y de sosa, se prende fuego a los ramos secos de los días de producción anteriores, amontonados contra los bidones. En el calor de la tarde, el espectáculo es asombroso: llamas y humo subiendo bajo el sol, hasta conseguir que hierva el contenido de los toneles ennegrecidos, en donde las mujeres, ayudándose con las horcas, echan los haces cortados por la mañana. Después de una hora de cocción, cuando la goma de los tallos y las hojas se disuelve, se puede detener el fuego y sacar los ramos. Queda la operación más delicada, reservada al cabeza de familia. En pantalones cortos y chanclas, con la camisa manchada de goma, coge un tonel de ácido sulfúrico y comienza a verterlo poco a poco en un cubo para, a continuación, vaciarlo en cada uno de los bidones. Todo humea y bulle a medida que el ácido neutraliza el contenido del recipiente y la goma precipita. En el fondo del bidón aparece entonces una espesa galleta de goma labdanum. Trabajada con un palo, pierde agua y aire hasta adquirir la consistencia de una mantequilla con un bonito color beis.

Testigo fascinado de estas escenas de otros tiempos, tras la apariencia desenfadada de aquel hombre, yo veía la herencia silenciosa de generaciones para las que la vida siempre había sido dura, y el riesgo, una especie de juego con el destino. Al final de la tarde, entregaban en nuestra factoría los dos o tres barriles producidos en ese día. Después del secado, la goma era transformada en derivados con notas preciosas. El olor del ládano es tan fuerte que los jareros quedan impregnados de él durante todo el verano, y yo me lo llevaba conmigo cuando regresaba a las Landas.

La historia de los gitanos hervidores de goma pronto será solo un recuerdo. Las aguas utilizadas, el fuego en pleno verano, el ácido y la sosa, la falta de cualquier medida de seguridad...; nada de todo eso podía durar eternamente. Las autoridades de la provincia y de la comarca han reglamentado progresivamente la producción, y algunas empresas locales producen ahora el labdanum en talleres seguros, donde se reciclan las aguas del proceso. Siguen siendo muchos los gitanos que fabrican la goma, pero algún día deberán contentarse con ser jareros, un trabajo duro, pero bien pagado. En su santuario del ládano, a los gitanos se les han unido los rumanos, que vienen a recoger la fresa y la naranja en el litoral de Huelva y luego suben a las colinas para buscar una mejor remuneración. Romaníes junto a gitanos, emotivo encuentro de comunidades cuyo parentesco ya es demasiado lejano como para que ellos mismos lo sientan.

Juan Lorenzo me preguntaba a menudo de qué forma la goma o la esencia de sus ramos acabaría en frascos de perfumes lujosos. «¿Hablarás de nosotros en París o en Nueva York?», me decía. «Tienes que traernos perfumistas aquí. Les mostraré por qué El Andévalo es el lugar más bonito del mundo». Yo se lo prometía con aplomo, sin poder confesarle que no conocía a ningún perfumista... Mi empresa se encontraba en las Landas, lejos de Grasse o de Ginebra, por lo que yo lo ignoraba todo sobre esta industria, sus engranajes y sus protagonistas. Daba el pego con algunos nombres de marcas, y ser francés me confería un prestigio que yo trataba de prolongar y mantener. Con el tiempo y el éxito de la factoría, algunos perfumistas vinieron a Puebla, y Juan Lorenzo me quedó muy agradecido por ello. Había que ver cómo, con la mirada brillante y la gorra impecable, guiaba a nuestros huéspedes maravillados hacia los puestos de goma y los jareros. Por la noche, el jamón de su granja acababa por convertirlo en una estrella.

Puebla de Guzmán es famosa por la romería en la que cada año, a finales de abril, se venera a la Virgen de la Peña, su patrona. Había oído hablar de este acontecimiento desde que llegué allí. Con docenas de miles de peregrinos venidos de toda Andalucía y cientos de caballistas, era el orgullo del pueblo, su razón de ser. Un año después de nuestro encuentro, Juan Lorenzo me invitó a participar oficialmente en la peregrinación, lo que suponía vestirse con el traje andaluz tradicional y montar a caballo durante dos días. La mañana de la celebración, nos congregamos amazonas y caballistas para subir en procesión los escasos kilómetros, bordeados de ládano, que conducen hasta lo alto del cerro, coronado por la capilla de la Virgen. Las mujeres que montaban de lado iban vestidas de caballistas, y las que subían sentadas detrás de su jinete, de sevillanas. Subido en un bonito caballo, con mi sombrero plano, mi chaleco gris y mis polainas de cuero, me sentía como un figurante de una película de época. Seguía a Juan Lorenzo. Alejada de la carretera, nuestra abigarrada y elegante comitiva ascendía en silencio entre eucaliptos y jaras. Al llegar al santuario, los jinetes echaron pie a tierra y ataron a los caballos a la sombra de las encinas. La imagen de la Virgen solo sale una vez al año, llevada por una docena de elegidos cuya selección es compleja y rigurosa, un honor que a veces hay que esperar hasta una década. Con el paso de las horas, la explanada del santuario se había llenado de miles de personas, y cuando, finalmente, los porteadores de la imagen aparecieron, el fervor llegó al máximo. Lágrimas, rezos, cantos, la gente quería tocar a la Virgen, y la comitiva apenas podía avanzar. El conjunto me parecía desconcertante e irreal. Todos los retazos de cultura y de vida local que había conocido en los últimos meses cobraban su razón de ser en esa ceremonia grandiosa fuera de la cotidianeidad y del tiempo. Mi relación con el ládano me había llevado hasta allí, como una culminación.

Conseguimos acercarnos. La Virgen, suntuosamente vestida y llevada a hombros, estaba allí, en su trono. En su manto rojo oscuro y bordado de oro, había una grande y espléndida flor de ládano visible para todo el mundo. En el extremo de un ramo de oro, los grandes pétalos blancos y, justo en el medio, cinco manchas rojas: las «lágrimas de Cristo».

Yo estaba impresionado. En lo alto del cerro, como una evidencia, la flor del manto encarnaba el cautivador aroma de los campos de ládano en verano, cuando el aire vibra y el sol hace brillar la goma depositada en las hojas, fina película de un metal fundido imaginario, salido de la recalentada tierra minera de El Andévalo.

LA COSECHA AZULLa Alta Provenza: la lavanda

«Conozco la lavanda desde niño, pero creo que nunca he olido nada tan bueno como esto». En su despacho de Neuilly, entre vidrio, aluminio y moqueta gruesa, Fabrice el perfumista se toma su tiempo para evaluar. Tiene en la mano una tira de papel, cuyo extremo empapa en un frasquito de esencia. La pasa bajo su nariz lentamente, ida y vuelta, la deja reposar y la vuelve a coger en silencio. Pasarela entre el frasco y la nariz, la tira de papel es la herramienta básica del perfumista, el primer paso antes de oler la esencia en la piel. Lo veo concentrarse otra vez en la nueva muestra que acabo de traerle. Originario de Grasse, Fabrice es un gran perfumista, un experto en materias primas naturales que divide su tiempo entre París y su querida ciudad. Es poco locuaz a causa de su timidez, pero su mirada, de un azul desvaído, se ilumina cada vez que le sorprende un aroma nuevo. En Neuilly, forma parte del equipo creativo de nuestra empresa para la perfumería fina. En Grasse, valora el interés de las nuevas notas elaboradas en nuestros laboratorios. En las nuevas plantas o nuevos métodos de extracción, Fabrice es el juez olfativo de todas estas ideas. Delante de mí, su mesa está cubierta de viales de vidrio y docenas de ensayos diarios para uno de sus numerosos proyectos en curso, pesados y mezclados por robots.

Solos o en equipo, los perfumistas trabajan de manera simultánea en numerosas composiciones aromáticas. Responden a briefs, evocación por parte de una marca de la nota que está buscando para el próximo perfume que proyecta lanzar. Sus fórmulas son construcciones complejas, ensamblajes sutiles de docenas de componentes, naturales o sintéticos. Cada ingrediente es química y olfativamente cartografiado, debe respetar, a lo largo de las estaciones, una impronta aromática precisa que el perfumista guarda en la memoria. Las eventuales variaciones de calidad no deben traicionar el equilibrio de la concepción de una fórmula, lo que a menudo hace que mi tarea de abastecimiento sea delicada. Calidad y estabilidad son dos imperativos básicos para el comprador de productos naturales, ya llueva o haga viento. A petición del cliente, los perfumistas deberán modificar en repetidas ocasiones su idea inicial antes de poder ganar un proyecto. La frustración y la decepción son su pan de cada día, al menos a partes iguales con el aura del estatus de «nariz» que les otorgan las revistas y el público.

Fabrice es famoso por sus creaciones para marcas como Diptyque, Reminiscence o L’Artisan Parfumeur, marcas de perfumería de alta gama. Despliega su talento en sabias estructuras de materias naturales, lo que también le ha asegurado grandes éxitos en Paco Rabanne, Jean Paul Gaultier o Azzaro. Me ha ayudado mucho a aprender a oler. Sin un verdadero aprendizaje y unos años de práctica en este oficio, se trata de un objetivo un poco vano, pero he conseguido adquirir algunos rudimentos: en los campos y los talleres, sentir las facetas verdes o dulces de una fragancia floral, reconocer las notas hervidas en las esencias frescas, familiarizarse con un vocabulario más evocador que descriptivo. Se habla de notas metálicas, de humus, de lluvia, de heno cortado, de establo, de piel salada, de cuero nuevo... Fabrice me ha transmitido un pequeño y valioso bagaje que me acompaña a todas partes. Aquel día, él y yo hablamos de la lavanda, una flor familiar que, sin embargo, uno siempre desea volver a descubrir. En el sol provenzal de julio, esta flor tiene un olor intenso al perfume quizá más conocido, más accesible, que evoca el verano, los armarios de ropa blanca y el frescor de las aguas de colonia. Fragancia favorita de los franceses, es el símbolo de la Provenza, el perfume del sur, del Midi mediterráneo. Bajo la insolente seguridad del gran cielo azul, el color de sus campos fluctúa, ni completamente azul, ni completamente malva. Sutil, cambia con el sol, las horas del día, la orientación y la extensión de las plantaciones. Cultivada ahora en todo el mundo, sus verdaderas y profundas raíces se encuentran en estas tierras. A través del tiempo, la lavanda ha quedado como el producto aromático francés de referencia. Apreciada de forma unánime, todo el mundo reconoce su olor.

Cuando Fabrice habla de estas espigas, el brillo de sus ojos y su acento provenzal me recuerdan al cielo de la Alta Provenza: «Una buena lavanda es aromática, fresca, penetrante y vibrante. Huele a limpio, a sol sobre una ropa blanca». Los dos sabemos que hoy en día Bulgaria se ha convertido en el gran proveedor de esencias de lavanda para la perfumería, lo que lleva aparejado el declive de las producciones francesas. Una realidad dura de aceptar para este hijo de la Provenza: «Huelo a menudo productos búlgaros, pero la mayoría son bastante planos, con un aroma a champiñón, casi a roquefort. La lavanda que me das a oler hoy es precisa y noble. ¿De dónde procede tu muestra?». Le cuento que hay productores de la Provenza que quieren salvar a toda costa la lavanda francesa, amenazada por los competidores extranjeros, menos caros; que he conocido a Jérôme, el cual cultiva un nuevo híbrido desde hace tres años y me ha preguntado, lleno de esperanza, si yo podría presentar sus muestras a nuestros creadores. A Fabrice le encanta: «Es genial. Tengo muchas ganas de ver eso...». Decidimos en cuestión de segundos que viajaremos al sur, en dirección a Manosque, y desde allí subiremos a visitar los campos de Jérôme. En sus anaqueles, al lado de los frascos de sus logros, Fabrice ha colocado algunas fotos antiguas de la recolección del jazmín, el nardo y las rosas en Grasse. Y de un viejo alambique de lavanda en su carreta. Este hijo de perfumero se siente heredero y participante de esta larga historia. En París, se siente un poco como en el exilio.

Para mí, que soy nieto de una mujer provenzal, ir a Manosque conlleva, antes que nada, sumergirme en mis recuerdos de niño, cuando pasaba las vacaciones en el sur, en una casa en la que todos los armarios olían a lavanda. Mi abuela fue colegiala en Digne, donde conoció los años de esplendor de esta esencia, a principios del siglo XX. Cuando hablaba de la lavanda, recuperaba su acento original. Hablaba de ella de la misma forma que de los ramos de olivo o de las frutas confitadas del Domingo de Pascua. Antes de la guerra de 1914, después de la clase de moral, los profesores de la escuela municipal les decían a los niños que pidieran a sus padres que plantaran lavanda. Una misión familiar para una auténtica causa regional. Obviamente, Manosque es también el universo de su gran escritor, Jean Giono. En Provence escribe que la lavanda fina viene de las tierras altas, de las estribaciones de la montaña de Lure, y que es el alma de la Alta Provenza. Sitúa su centro histórico entre los Alpes y la Provenza, en tierras pobres, con ovejas, piedras y viento. En esas primeras décadas del siglo XX, toda una región vive para la lavanda. Un mundo de cultivos y de alambiques, el mundo de los mercados de esencias de Digne y de Manosque. Giono escribe: «En época de cosecha, los atardeceres embalsaman el aire, los colores del crepúsculo son tapices de flores cortadas, los alambiques rudimentarios instalados junto a las cisternas despiden llamas rojas en la noche».

La historia es mucho más pretérita aún. En la Antigüedad, las familias de los pastores de esta zona ya recolectaban con hoz los baïassières, grandes extensiones de matorrales silvestres en la ladera de la montaña. Los primeros alambiques que se conservan datan del siglo XVII