El caballo y el mono - Andreu Martín - E-Book

El caballo y el mono E-Book

Andreu Martín

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  • Herausgeber: SAGA Egmont
  • Kategorie: Krimi
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2021
Beschreibung

Un hombre aterrado entra en una comisaría de policía en Barcelona, acusado de tráfico de heroína. Ha llegado desde Frankfurt hace cinco horas, y ese intervalo de tiempo ha bastado para darle un vuelvo a su vida. ¿Qué se ha cocido en los altos despachos desde los que se decide el destino de muchos ciudadanos de a pie? ¿Qué intereses mueven el caso de Jaime Sayagués? La respuesta está en manos de una joven abogada que no tiene ni idea de dónde se está metiendo.Una nueva incursión en la novela negras más social, desgarradora y apabullante de la mano del maestro absoluto del género: Andreu Martín.-

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Seitenzahl: 220

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Andreu Martín

El caballo y el mono

 

Saga

El caballo y el mono

 

Copyright © 1984, 2021 Andreu Martín and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726962079

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

PRÓLOGO

Es una mañana sacudida por el viento. Cabecean los árboles en la Diagonal y nubes veloces cruzan ante un sol que lanza destellos intermitentes.

Toni sube dos ruedas del Supermirafiori sobre la acera y frena ante la sucursal del Banco Hispano. Quita el contacto y, con un movimiento de mano muy similar al anterior acciona el botón de la radio. Julio Iglesias canta De Niña a Mujer. Simbólico.

Muy serio, Toni se esfuerza por no mirar a Isabel. Mantiene la vista fija en el parabrisas sin ver mucho más allá, sin interesarse por los coches que se agolpan frente al semáforo. Sabe que Isabel le está dedicando un irresistible mensaje telepático, pero quiere ignorarlo, quiere acabar con esto de una vez por todas y cuanto antes.

– Venga, no estés tan serio. Ánimo, que pronto te vas a librar de mí.

Como si fuera él quien la echara de su lado, como si fuera él el culpable de todo, como si ella no tuviera nada que ver en el asunto.

Toni recibe el beso sin inmutarse. Y de reojo, sólo de reojo porque se esfuerza en mantener quieta la cabeza, apenas distingue el revuelo de la falda azul celeste cuando Isabel sale del coche y desaparece en el interior del banco.

Ayer, cuando volvió a verla después de siete largos días, la encontró hecha un desastre. Había adelgazado demasiados kilos, parecía terriblemente cansada, como si acabara de salir de una grave enfermedad. Los rasgos redondeados de su rostro angelical se habían vuelto angulosos, duros, enérgicos, casi terroríficos. La piel se le pegaba a los pómulos y las ojeras azuladas daban una desconocida profundidad y virulencia a los ojos que siempre habían sido tan dulces. El peso de una simple bolsa de viaje le alargaba el brazo, le dislocaba el hombro, le encorvaba la espalda.

– Hola, Toni –dijo después de una pausa interminable.

– Hola, Isabel.

«¿Dónde has estado?, ¿qué has hecho?, ¿qué te ha pasado?», tendría que haber dicho él. Tendría que haberse interesado por ella, haberla besado, acariciado, haberle demostrado que se alegraba mucho de tenerla de nuevo a su lado.

Pero no se alegraba.

Siete días son ciento sesenta y ocho horas, diez mil ochenta minutos, seiscientos cuatro mil ochocientos segundos. Demasiado tiempo para pensar sufriendo, para torturarse pensando, para sacar conclusiones, para tomar resoluciones irrevocables.

– Hay otro hombre –afirmó Toni, inexpresivo.

– Sí –dijo ella, sin dudar.

– ¿Le quieres?

– Sí.

– Pues yo quiero divorciarme.

«Ya está. Ya lo he dicho.»

Silencio cargado de angustia, de desesperación, de fracaso.

– Bueno –accedió ella, estropeándolo todo. Miró al suelo–. ¿Me dejas pasar?

Toni simplemente dio media vuelta y regresó al salón. En el televisor, Robert Redford estaba paralizado en un fotograma de Un diamante al rojo vivo. Toni pulsó el botón de «Pause» y la película siguió su curso.

Isabel trajinaba en el dormitorio.

Robert Redford propuso asaltar una comisaría y la asaltó, en helicóptero, junto a George Segal y otros amiguetes. Luego, decidieron asaltar un banco y de eso se encargó Robert Redford, él solito. Salió del banco a paso lento, tratando de disimular su nerviosismo, temeroso de que alguien le diera el alto, pero nadie lo hizo, y la cámara siguió sus pies que cada vez avanzaban más de prisa, más de prisa, y él se fue poniendo más contento y más contento porque había conseguido lo que quería, y empezó a saludar a la gente, y se volvió muy simpático, y era la viva imagen de la euforia cuando cruzó una calle y se metió en el coche de George Segal. Y se terminó la película.

Toni masculló «¡qué tontería!». Se levantó del sofá, detuvo el vídeo, se sirvió otro whisky, el nosecuántos de la tarde, y fue al lavabo. Meó.

Al salir, chocó con la mirada terriblemente desolada de Isabel.

– ¿Me dejas? –dijo ella.

Se encerró en el cuarto de baño.

Él permaneció un momento en mitad del pasillo. Suspiró. Escuchó. Le pasó por la cabeza la incongruencia de pedir perdón, de suplicar la reconciliación. Pero nadie tenía nada que perdonarle y, en todo caso, era Isabel quien debería suplicar.

Con movimientos bruscos, seleccionó otro cassette de su videoteca y se sentó a beber whisky y a contemplar las aventuras de un Sylvester Stallone acorralado.

Llegaba a una casa de campo y preguntaba por un compañero de Vietnam. Le decían que había muerto. Seguía andando. Se encontraba con un sheriff desagradable que no lo quería en el pueblo, una especie de Isabel tratando de echarlo de su lado. El sheriff lo detenía, y lo maltrataba, y Sylvester Stallone y Toni desahogaban su rabia aporreando sin piedad a los policías, y huían juntos en una moto, hacia el bosque. Enviaban contra ellos a la Guardia Nacional y a todas las fuerzas de la policía. Y les atacaban con bazookas. Pero Sylvester Stallone y Toni sabían defenderse. Ponían trampas vietnamitas y los derrotaban a todos.

Fuera se había hecho de noche. Isabel se sentó junto a Toni, en el sofá.

Sylvester Stallone avanzaba horrorizado por una cueva llena de ratas.

– No –dijo Isabel de pronto–. Nada de divorcio, nada de trámites legales. Mañana nos vamos al banco, sacamos todo el dinero de nuestra cuenta conjunta y nos lo dividimos.

– ¿Para qué? –preguntó él sin mirarla.

– Me iré de viaje. Desapareceré. No volveré a molestarte nunca más.

«¿Conquién te irás?», estuvo a punto de preguntar Toni.

Isabel se puso en pie, salió del salón. Luego, se oyó el ruido de la puerta del piso al abrirse y cerrarse.

«Se va otra vez con él», pensó Toni.

Aquella noche, Sylvester Stallone y Toni incendiaron juntos medio pueblo.

Isabel llegó a las tantas y durmió en el sofá del salón. Toni estuvo tentado de ir a buscarla, de hablar con ella, pero no se atrevió.

Una exasperante noche de insomnio.

Hoy, el viento se abate sobre la ciudad con todas sus fuerzas. Desgaja ramas que caen catastróficamente sobre los coches y les abollan la carrocería, se convierte en violentas ráfagas canalizadas por las calles, ráfagas que chocan en las encrucijadas formando tempestuosos torbellinos, levanta nubes de polvo que ciegan a los peatones, alborota los cabellos y las faldas de mujeres que por unos segundos parecen más hermosas, se interna en las casas y rompe cristales, crispa los nervios de miles de inquilinos con portazos estremecedores, desparrama montones de papeles, arranca tejas que van a parar sobre más de una cabeza inocente y crea una magnífica nevada de hojas verdes. Es un viento caliente que provoca desasosiego, malestar físico. Muchos recuerdan que el viento impulsa a la gente al suicidio, a la violencia, a la locura. Quizá la culpa de todo lo que ocurra a continuación la tenga el viento.

– Le da igual –dice Toni en voz alta–. Le da igual que hayamos vivido juntos cuatro años. Le da igual que nos separemos.

El coche se está convirtiendo en un auténtico horno. La atmósfera parece solidificarse por minutos y Toni, que viste un traje demasiado abrigado a pesar de que ya están a finales de Mayo, nota dificultad en respirar. Cambia de postura, prende otro cigarrillo y consulta el reloj. Isabel se está retrasando. Le hará llegar tarde al Juzgado.

En la radio, María del Mar Bonet canta un blues.

– Sé que el dia que m’estimi em deixarà...

«Sé que el día que me quiera me dejará», repite Toni con lánguido dramatismo. «¿Por qué tienen que acabar así las cosas?¿Qué le ha ocurrido a Isabel? ¿Qué nos ha ocurrido a los dos?»

– Acabemos de una vez –se desespera en voz alta, con un profundo suspiro.

El camello

1

Hermann era un alemán como dios manda. Alto y muy delgado, cabello rubio con destellos de lingote de oro, mandíbula prominente y movimientos sincopados. Tenía treinta y siete años pero parecía un adolescente arrugado, con sus granos, su sonrisa y su torpeza. Ejercía un alto cargo en la Rolf Walzwerg y, a instancias de la Compañía española, era él quien había conseguido a Jaime Sayagués el cargo de representante y quien justificaba sus continuos viajes a Frankfurt.

También fue él quien propuso a Jaime Sayagués, al margen de todo y de todos, el negocio de cortar la heroína que venía de Tailandia. Era una tentación demasiado grande para poder resistirse a ella. Nunca había pasado por sus manos una heroína tan pura y resultaba muy fácil llegar a la conclusión de que nadie notaría un corte de un uno por ciento.

–Pero un uno por ciento y nada más, Sayagués –advirtió en su perfecto castellano aprendido en Marbella–. Un uno por ciento no lo va a notar nadie. Como nos pasemos, se levantará la liebre.

Jaime Sayagués aceptó, con la seguridad de quien se sabe respaldado por un alto cargo. Y cumplió escrupulosamente con lo acordado. Pero la liebre se levantó de todas formas.

El siete de enero, en el despacho de Hermann, cuando Jaime cogió el paquete, el alemán lo miró con ojos indiferentes y cargados de intención.

– Esta vez es pura –dijo–. Cien por cien. Esta vez no hay beneficio. Se acabó el negocio.

Silencio. Alarma.

– Acaba de telefonear uno de España. Pez gordo. Dice que viene mañana para controlar el asunto y hablar con el tailandés, que está aquí. Porque han notado «ciertas irregularidades». Ya te puedes imaginar.

– Bueno –susurró Jaime, sin aliento–. ¿Y qué hacemos?

– No sé. Puede ser una falsa alarma pero, por si acaso, quiero avisarte de una cosa. Yo no tengo nada que ver. Y mucho me temo que todas las sospechas van a recaer sobre ti. Tú recoges el paquete, te lo llevas, y yo no sé lo que haces con él desde que lo sacas de aquí y lo entregas en Barcelona. ¿Me entiendes? – Jaime bajaba la mirada, escuchaba y pensaba. «Me quiere joder.» El alemán siguió, frío como un iceberg–: Bastante hago con avisarte. Yo estoy en un lugar privilegiado. Lo que tú hagas no me importa. Yo te doy el paquete y allá tú. Si quieres cogerlo, y quedarte con él, y desaparecer, es asunto tuyo. Yo te lo aconsejo. Luego, diré que no me podía imaginar que tú, etcétera. Pero yo no me mojo. ¿Entiendes?

Jaime levantó la vista y, de pronto, pareció peligroso.

– Sí, tú sí te mojas. Porque en este barco estamos los dos y nos hundimos los dos o no se hunde nadie.

Hermann sonrió y negó con la cabeza.

– En este barco, Jaime, si yo soy diez tú eres uno. Yo estoy lo más arriba que te puedas imaginar y tú estás bastante abajo. Incluso te diré que el paquete está más tiempo en tus manos que en las mías.

La mente de Jaime Sayagués funcionó con una lucidez sorprendente. A primera vista podía parecer que la huida era la única solución. Arramblar con los cuatro kilos de sustancia y perderse por Europa, para complacer a Hermann. Pero eso significaba que la Compañía lo perseguiría por todas partes. Tendría en su mano la salvación, cuatro kilos de caballo puro, equivalente a doscientos millones de pesetas, pero eso a la vez sería su condenación. Si la Compañía confiaba en él hasta ese punto, era porque tenía prevista cualquier eventualidad. Para convertir el caballo en dinero, tarde o temprano Jaime tendría que entrar en contacto con los canales habituales de distribución, y ya fuera en Austria, Grecia, Italia o Argelia, la Compañía tendría contactos con esos canales de distribución. No podía permitirse el lujo de huir robándole cuatro kilos, doscientos millones, a la Compañía.

– Así que viene un pez gordo español –murmuró.

– Sí. Y eso sólo significa una cosa... –dijo Hermann, muy seguro tras la mesa de su despacho.

– No me importa lo que signifique –interrumpió Jaime, violento. Empezó a construir su plan defensivo–. ¿Cuál de ellos viene? ¿Abelloni...?

– No lo conoces.

– ¡Claro que lo conozco! –soltó su ira–. ¡Los conozco a todos!–mintió.

– Bueno, pues uno de ellos.

– ¡Oye, tú, cabrón...!

Jaime saltó adelante por sorpresa. Trató de agarrar por las solapas a Hermann, pero éste impulsó atrás su sillón, que rodó hasta el ventanal.

– ¡Quieto!

Jaime quedó con las manos apoyadas en el escritorio que se interponía en su camino, agazapado como una fiera a punto de saltar. Su rostro resplandecía de odio.

– ¿Qué pasa? ¿Qué crees? –jadeó–. ¿Que me puedes apartar como si fuera una mierda? –Bajó la voz y pareció amenazante y astuto–. Quizá venga ese hijoputa y no descubra nada y aquí no ha pasado nada. Pero si descubren algo y yo pringo, tú pringas, Hermann. Estamos los dos en el negocio y, si se moja uno, nos mojamos los dos.

– No te pongas tonto, Sayagués. Eres el último mono.

– ¿El último mono? ¿El último mono? Tú mismo lo has dicho: El paquete está más tiempo en mis manos que en las tuyas. Cuatro kilos de sustancia, tío. Doscientos millones de pelas en mis manos, tío. ¿Y crees que soy el último mono? –Lo era–. ¿Tú muy arriba y yo muy abajo, dices? Si yo pringo, tú pringas, Hermann. ¿Es que no lo entiendes? Sólo quiero saber cuál de todos esos cabrones es el que se mete donde no le llaman. Para preparar mi huida. No quiero cargarme a toda la Compañía. Sólo a ese entrometido de mierda, ¿es que no lo entiendes? –Razonó, conteniendo su rabia-: Tú has preparado tu defensa, está bien, pero deja que yo me defienda también, ¿no? –Y siguió-: ¡Claro que los conozco a todos! ¿Crees que me confiarían cuatro kilos de caballo al mes si no me conocieran personalmente? –Lo hacían–. Sólo quiero saber quién es el mamón...

Hermann sonrió.

– Pradera-Ortiz –dijo, seguro de que impresionaría a Jaime.

– ¡Pradera-Ortiz! –exclamó Jaime, con un golpe de risa, como si supiera de sobra a quién se refería el otro–. Pradera-Ortiz... –repitió. Fingió que aquello le hacía mucha gracia–. Nada menos que Pradera-Ortiz... Y supongo que lo llevarás al Madeira de Kornmarkt, tu restaurante preferido. Comeréis los platos más caros...

– Sí, señor, lo llevaré al Madeira y brindaremos a tu salud.

– Y entretanto yo ya me las apañaré.

– ¿Qué harás, Jaime? –preguntó Hermann severamente. Después de todo, él tampoco se sentía muy seguro.

Jaime se mordió el labio inferior, hizo como si calibrara profundamente los pros y los contras, y siguió mintiendo.

– Lógicamente, desapareceré con los cuatro kilos. Puedo hacerme con mil millones, que es lo que ganan ellos, y con eso vivir de puta madre... si no me encuentran.

– Si te lo montas bien, no te encontrarán –dijo Hermann, aliviado.

«Hijoputa cabrón», pensó Jaime.

– Más te vale. Porque, si me encuentran a mí, hablaré de ti –advirtió, de manera festiva.

– Y yo lo desmentiré todo –sonrió Hermann.

No alquiló un coche para viajar a España inmediatamente, como se esperaba de él. Compró un billete de avión. Eso le obligaría a correr el grave riesgo de que lo pescaran en el aeropuerto del Prat, pero le permitiría disponer de más tiempo en Frankfurt para meterse a la Compañía en el bolsillo. Eso era lo primero. Neutralizar a la Compañía. A la vez, yendo en avión, evitaba también el peligro de que los dirigentes de la Compañía le tendieran una trampa en la Junquera cuando se enterasen de sus trapicheos.

De inmediato se dirigió al Restaurante Madeira. Especialidades brasileñas. Feixoada, churrasco, ensaladas tropicales, abacaxi, smokings y vestidos largos, pajaritas y collares de perlas.

Habló con el fotógrafo del local, que solía deambular entre las mesas. Le ofreció dinero, mucho dinero, para que a la noche siguiente sacara fotos de unos clientes sin que ellos se dieran cuenta. El fotógrafo conocía a Hermann, cliente habitual del establecimiento, así que bastó una somera descripción para entenderse.

Luego, telefoneó a Trudy y le dio una larga serie de instrucciones. Tenía que ir a buscarlo al aeropuerto del Prat. Un maletín con una dosis, folletos de la Rolf Walzwerk y su documentación a nombre de Jaime Sayagués.

–...Y te enviaré una carta. Haz exactamente lo que te diga en ella.

Todo salió bien. Una hora antes de que saliera el Boeing de Lufthansa con destino a Barcelona, Jaime ya tenía en sus manos un carrete con fotografías de Hermann y sus amigos, y unas cuantas copias a color. En ellas, se veía al alemán en compañía de un hombre apuesto, de sesenta años y bigote blanco, y de un oriental, sin duda el tailandés. El fotógrafo se había temido lo peor y había actuado de forma inteligente enfocando a distintos clientes del local en primer término y dejando que los personajes que realmente le interesaban quedasen al fondo, en un rincón. Lo que entregó a Jaime eran ampliaciones de esa parte de las instantáneas y resultaban granuladas, imprecisas, un tanto borrosas. Tenían un aspecto furtivo y muy poco profesional. Se diría que la cámara había sido disparada desde otra mesa, a escondidas, casi a ciegas.

– Evidentemente –advirtió el hombre a Jaime en el aeropuerto–, ahora mismo voy a presentar una denuncia ante la policía. Diré que han entrado en mi estudio y que me han robado varias cámaras y que lo han registrado todo. Es para protegerme, ¿comprende? Si algún día alguien puede demostrar que esas fotos las hice yo, demostraré que el carrete me desapareció junto con las demás cosas. Ah, y le cobraré a usted el doble de lo acordado.

– ¿El doble?

– ¿He dicho el doble? Quería decir el triple. – Pero... – Porque usted es un chantajista y va a sacar de esto cien veces más de lo que pida yo.

Jaime pagó sin rechistar.

Luego, escribió dos cartas. Una empezaba diciendo «Querida Trudy:» y la otra «Señor Pradera-Ortiz:». Las metió la dos en el mismo sobre, junto con el carrete y las ampliaciones, y lo envió a la dirección de Trudy en Barcelona.

2

Del Boeing de Lufthansa procedente de Frankfurt descendió un hombre muy alto y muy elegante. Abundante cabello negro, muy planchado y peinado con raya en medio, gruesas gafas de miope que le daban un distinguido aire intelectual y distante, y ancho bigote de guías caídas que hacía pensar en un actor de carácter. Abrigo gris perla, traje de rayadillo y camisa azul celeste con corbata gris.

Su equipaje consistía en una voluminosa maleta de cuero negro y una moderna bolsa de viaje de color naranja que colgaba de su hombro. Cuando las recuperó de la cinta sin fin, en un bolsillo lateral de la maleta negra metió el pasaporte donde constaba que se llamaba Javier Puig. No era cierto.

Junto a los otros pasajeros, se dirigió a los mostradores de aduanas.

Tenía una forma peculiar de andar, un tanto insegura, que contrastaba con su porte distinguido. Lo sacudía una especie de contenida impaciencia, una vibración enfermiza. Si alguien lo hubiera observado de cerca, hubiera descubierto que hacía grandes esfuerzos por tener quieta la mandíbula y para que no se le disparase el tic del ojo izquierdo. Estaba agarrotado.

Se colocó detrás de una señora gorda vestida de verde en la cola que se estaba formando ante el aduanero de la barba. Si no habían dado el chivatazo, aquél era el funcionario más seguro. Normalmente, sólo revisaba los equipajes de las extranjeras jóvenes para darles conversación y ver si ligaba. En cambio, con los hombres de negocios se andaba con mucho cuidado de no meter la pata.

El aduanero dejó pasar a la señora gorda del traje verde.

A él le dijo:

– ¿Algo que declarar?

El hombre del abrigo gris perla se aclaró la garganta antes de soltar el monosílabo.

– No.

Si le obligaban a decir algo más, el tartamudeo lo delataría.

«No te rasques», pensó, concentrándose en el escozor de su costado. «A muchos los detectan por rascarse.»

Con exasperante parsimonia, el agente de la barba marcó una pausa para encender un cigarrillo. Expulsó el humo en una especie de suspiro y miró la maleta negra y la bolsa naranja con aire ausente mientras el otro, crispado ante él, gritaba mentalmente «¡Déjame pasar, hijoputa, cabrón, déjame o te mato!».

El hombre del abrigo gris perla imaginó que le pedían que abriera la bolsa color naranja, que veían el pantalón azul y el jersey de punto, y el anorak de nylon, y que un día aparecerían por allí dos policías, y harían preguntas y... Imaginó que el aduanero hurgaba debajo de la ropa y encontraba el paquete envuelto para regalo, con lacito dorado y todo, y que le decía «¿Esto qué es?»

– Un lote de cosméticos. Un regalo.

– Ábralo.

No ocurrió nada de eso.

– Pase.

«¡Dios!»

Pasó. Se internó en las dependencias del aeropuerto conteniendo el deseo de dar grandes zancadas, de echar a correr, de gritar. Su grito hubiera sido de dolor. Procuró no empujar a nadie, procuró que no se le notara la frenética urgencia. Se quitó las gafas de miope y notó que hacía una ese de borracho. Temió que el vahído lo tirara al suelo.

Trudy le esperaba en el bar. Su cabellera rojiza era como un faro en la oscuridad. Al principio, no lo reconoció. De inmediato, su rostro huesudo de piel muy blanca y cubierta de pecas se transfiguró en una mueca de angustia. Hubo un destello de alarma en sus ojos verdes.

– Jaime –dijo.

– ¿Tienes eso?

Ella alargó el brazo y entregó al recién llegado un Samsonite de piel beige que tenía en la silla de al lado. Cuando los dedos febriles de Jaime se cerraron en torno al asa, ella retuvo su mano.

– ¿Qué pasa?

– Problemas.

– ¿Estás bien?

– Estaré bien en seguida, si has hecho lo que tenías que hacer –gruñó él entre dientes, rabioso y tenso. Luego trató de relajarse, contuvo su premura y acarició la mano pecosa y larga–. No te preocupes, todo irá bien. No nos veremos por una temporada, pero todo saldrá bien, ¿de acuerdo? –Metió las gafas en el bolsillo de la maleta negra, junto al pasaporte a nombre de Javier Puig. Jadeaba como si estuviera haciendo un esfuerzo sobrehumano–. No hagas caso de lo que dirán los periódicos. Todo va bien. No hagas nada por verme o por ayudarme. Yo me encargo de todo, ya me pondré yo en contacto contigo. Lleva esta maleta a tu casa, destruye el pasaporte y las gafas y haz vida normal. – Recordó algo, lo más importante.«¡Me cago en la mar, Jaime, concéntrate!»–. Ah. Desde el día cuatro, he estado en Torredembarra. Búscame coartada, pero tú no te metas en ella. Habla con Paco, con Tomás y con Luis. En la maleta hay un regalo para ellos. Un gramo de la buena. A cambio de eso, podrían venderme a su madre. –Se le quebró la voz–. Por favor. Tú no hagas nada. Espera. Yo me pondré en contacto contigo.

Se inclinó, la besó y le contagió su temblor.

Jaime dio media vuelta y, con el maletín de ejecutivo y la bolsa naranja, se dirigió a toda prisa hacia los lavabos.

Se encerró en un retrete. Abrió el maletín. Trudy había cumplido. Los folletos de la Rolf Walzwerk y su documentación auténtica a nombre de Jaime Sayagués. Pero, de momento, a eso no le prestó atención. La proximidad del alivio acrecentó su frenesí. Se quitó, casi se arrancó, abrigo y chaqueta a la vez. Se arremangó la camisa azul celeste. Llenó la cuchara con agua de la taza del wáter y vació la papelina. Ciento veinticinco miligramos.«Disfrútalo, Jaime, disfrútalo, que es el último». Le sobrecogió el temor de siempre, de que todo se le cayera al suelo.

Bombeó con la jeringuilla.

Y se pinchó.

De pronto, todo fue distinto. Un tubo lleno de sangre. Y los pulmones, todo el cuerpo, se le llenaron de felicidad. Cerró los ojos, sentado en la taza del wáter, y disfrutó voluptuosamente con la sensación de que remitía el temblor y de que ya podía respirar con normalidad. El corazón recuperó su ritmo de salud, los músculos se volvieron flexibles, el cerebro recuperó sus facultades. Ya podía pensar en otras cosas. Ya no había prisa. Todo iba bien. Poco a poco, el hombre del abrigo gris perla se fue reconciliando consigo mismo. Recordó que se llamaba Jaime Sayagués, que aquella noche emprendía una larga y peligrosa aventura, que había muchas cosas que hacer, que era la última vez que se pinchaba en su vida. Pero no le importó. Incluso se le escapó una plácida sonrisa ante la perspectiva del futuro.«Todo irá bien.»Cuando uno acaba de pincharse, resulta muy fácil pensar que todo irá bien.

«Acabo de salir del infierno», se dijo.«Y no pienso volver. Ahora sabrán esos cabrones quién es Jaime Sayagués.»

De un tirón se quitó el bigote postizo y lo arrojó al wáter. Se alborotó el pelo con las dos manos haciendo desparecer la raya de en medio y dando vida a sus rizos. Se quitó los zapatos de tacón alto, y los pantalones de rayadillo, y la camisa azul celeste. De la bolsa naranja, sacó los pantalones azules, el jersey grueso de punto, el anorak y unas zapatillas de deporte, y se vistió con ello. Metió su anterior indumentaria en una bolsa de plástico. En esa misma bolsa metió el papel de regalo que envolvía el paquete, que ahora se convirtió en una caja de cartón sin distintivo alguno.

Salió del retrete y, ante los espejos del lavabo, con un cepillo moldeó su peinado habitual.

El hombre que regresó al vestíbulo del aeropuerto no era ni muy alto ni muy elegante. Su abundante cabello negro, mal cortado, casi le ocultaba las orejas y enmarcaba un rostro más bien brutal, en el que unas cejas espesas y negras resaltaban la resolución de unos ojos profundos. Caminaba con firmeza desafiante. Nadie hubiera reconocido en él al hombre de negocios que había viajado de Frankfurt a Barcelona en un Boeing de Lufthansa.