El camino de ser humano - Marcelo Varano - E-Book

El camino de ser humano E-Book

Marcelo Varano

0,0
2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Podemos pensar que ser humano es algo dado por la naturaleza. Sin embargo, es necesario trabajar en ello, ya que ser humano es tanto un don como una tarea. Lo recibimos como regalo, pero debemos cultivarlo para alcanzar su plenitud. Este libro es una invitación y una orientación para dicha tarea. Un proceso que nos llama a la compasión, a aceptar nuestros límites y a cultivar nuestras potencialidades. Donde encontrarán pequeñas verdades que nos ayuden a desplegar nuestro potencial. Y durante esta tarea transitaremos distintas tensiones: miedo y esperanza, amor y egoísmo. Nos detendremos también en el perdón sanador, la fe y la confianza en nuestra capacidad, el amor que transforma y expande. Nosotros poseemos, al igual que una semilla, una fuerza vigorosa. Y cuando brindamos a nuestra capacidad humana una atención compasiva y amorosa, la cosecha es abundante. Nutre nuestra vida y la de quienes nos rodean. Así nuestra humanidad no solo es un don que recibimos sino también una bendición que entregamos. Cuando hablamos de cultivo, nos referimos a procesos y crecimientos influenciados por el entorno: gestos de amor, hospitalidad y perdón; pero también rechazos, heridas y violencia. Es un cultivo sujeto a buenas y malas circunstancias, un sembrado donde se mezclan trigo y cizaña. Y como nuestra humanidad proviene del humus es tierra fértil. Al aceptar esta rica realidad humana, nos abrimos a la siembra y a la cosecha.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
MOBI

Seitenzahl: 402

Veröffentlichungsjahr: 2024

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Marcelo Varano

El camino de ser humano

Nuestra humanidad como proceso de despliegue

Varano, Marcelo El camino de ser humano : nuestra humanidad como proceso de despliegue / Marcelo Varano. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-5267-9

1. Ensayo. I. Título. CDD A864

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Imagen de portada: “Equilibro”, de Alicia Saenz (2019)

Índice

PRÓLOGO

INTRODUCCIÓN

Capítulo 1 - ¿Cuál es la perfección en el humanismo?

Nuestras luces y sombras

¿Para qué la perfección?

¿Cómo medir la perfección?

La perfección del amor

La perfección como autorrealización

Capítulo 2 - ¿Qué es el miedo?

El miedo en la cultura actual

El camino del miedo

El miedo surge de un juicio

Las amenazas y nuestros recursos

Miedo funcional y miedo disfuncional

Educar el miedo

Capítulo 3 - ¿Qué es la culpa?

La culpa como la mala de la película

¿Dónde está la culpa?

Aspectos de la culpa: el culpador, el culpado y la norma

Identidad de estos tres aspectos de la culpa

Culpa funcional y culpa disfuncional

La posibilidad de reparar

Las normas y la culpa

Capítulo 4 - ¿Qué es el perdón humano?

Explorando la etimología de un acto humano

El perdón: signo de protagonismo

¿Perdón o justicia?

¿Perdón? ¿Justicia? ¿Venganza?

El perdón como sanación

El perdón ¿es un don?

¿Un perdón sin culpables?

La empatía y el perdón

El perdón como camino

Capítulo 5 - ¿Cuál es nuestra fe?

¿Una sociedad creyente?

Fe... Confianza...

La fe en el camino de transformación

¿Cómo cultivar la confianza?

Capítulo 6 - ¿Qué es la esperanza que nos anima?

La esperanza como motor de la existencia

La esperanza y la tendencia actualizante

La esperanza y las expectativas

La esperanza y las promesas

Capítulo 7 - ¿Qué es el amor?

El amor como entrega

La entrega como presencia

El amor como perdón

El amor como expresión de la libertad

El amor como búsqueda del bien

El amor como comunión

¿El amor es recíproco?

El amor a sí mismo

El amor como hospitalidady aceptación fundamental

Capítulo 8 - ¿Qué es la ética?

Libertad y responsabilidad: fundamentosde la ética

La ética ¿un valor cultural o natural?

Etimología de ética

¿Cómo soy? ¿Cómo vivo?

La verdad y la ética

Capítulo 9 - La lealtad

Esbozando el camino de la lealtad

¿Para qué ser leal?

¿A qué ser leal?

¿Por qué es tan difícil la lealtad?

Solo el amor convierte en milagro el barro

Silvio Rodríguez

PRÓLOGO

Muchos de nosotros hemos visto alguna vez una película de aventuras. De esas en las que es bastante común encontrar algún momento donde los protagonistas tienen que adentrarse en territorios que le son desconocidos. Los personajes principales suelen tener muchas virtudes, y capacidades más o menos sorprendentes. Sin embargo, a la hora de entrar a lugares donde nunca han estado, salen en busca de la ayuda de alguien que conozca la zona.

Tarde o temprano recurren a un experto, llamado también guía o baqueano o rastreador. Un hombre distinto al resto de los personajes de la película. En general, está vestido con indumentarias más rústicas; suelen tener cuchillos grandes, cantimploras de cuero y alguna bolsa colgada de la cintura, en la que llevan cosas que usarán en el momento oportuno.

Estos hombres suelen tener percepciones anticipadas, un olfato desarrollado similar al de los perros sabuesos. Pueden ver en la noche, saben si va a llover, encuentran huellas ocultas, conocen los senderos, ubican las vertientes de agua, y perciben la cercanía de algún animal peligroso.

Todo esto que ocurre en el territorio, en distintas geografías y épocas, también sucede cuando queremos entrar en la aventura de conocer las zonas más interesantes de la realidad humana. Marcelo es quien encarna las cualidades del baqueano en los recónditos ámbitos del corazón de las personas.

Te irá guiando con mirada aguda cuando decidas explorar el infinito territorio de la interioridad humana. Te podrá llevar hacia valles con hierbas bajas y no tendrá inconvenientes en ingresar a cañadas oscuras. Subirás a contemplar cielos límpidos en la cima de algún monte, y también podrás caminar en un pantano, con el agua hasta la cintura, levantando los brazos para no quedar atascado.

Con él podrás iniciar una aventura que te provocará cambios, ya no serás el mismo cuando lo hayas acompañado. La buena noticia es que es un guía especialmente atento con las debilidades de los exploradores. Nunca será violento para enseñar, por el contrario, él mismo pondrá su propio cuerpo primero y, desde su experiencia, tenderá una mano, o dirá una palabra oportuna para que te animes a lo nuevo.

Cuando camines con él, no te parecerá estar con alguien que habla o hace cosas por haberlas estudiado, sino que sentirás que está trayendo algo desde su experiencia, desde una memoria vivida. Te compartirá unos conocimientos que serán siempre interesantes.

Es muy probable que, leyendo este libro, te sientas en más de una ocasión recorriendo lugares que pensabas que ya conocías. Con su compañía, te irás dando cuenta de que había mucho más que lo que sabías. Entonces amigo lector, si estás con deseos de saborear un poco más tu condición humana, pues entonces puedes poner en tu morral una hogaza de pan, puedes llenar tu cantimplora con agua y entonces déjate acompañar. Marcelo será tu guía en esta nueva aventura que podrás saber cuándo comienza, pero que nunca podrás darla por terminada.

Diego Quiroga

Amigo

INTRODUCCIÓN

Cuando se comunica algo no solo alcanza con saber qué se dice. Es necesario, también, saber quién lo dice. Ya que un acontecimiento social será relatado de una manera por un periódico y de otra por uno diferente con miradas no solamente distintas, sino que a veces, hasta opuestas. Con valoraciones que tienen que ver con quién cuenta la historia. Así, todo relato tiene la huella digital de su autor; toda descripción tiene el sesgo de quien ha percibido esa realidad.

Y esta obra no es excepción. No solo no pretendo ser objetivo en lo que digo, sino que además me resulta imposible. Todo el contenido de esta obra ha “pasado” por mi subjetividad y por mi experiencia. Todo ha sido saboreado previamente por mí antes de ser servido a la mesa del lector. He probado cada ingrediente antes de servirlo.

Lo que cada invitado degustará en estas líneas será lo que cuidadosa y amorosamente he elegido. Serán ingredientes que he recogido de mi experiencia, sabores que he mezclado desde mis pareceres, “recetas” heredadas a las que les di un toque personal. Por supuesto que hay muchas otras formas de cocinar; incluso mejores. Esta es la mía. Me ha nutrido a mí y es mi deseo que lo haga con ustedes.

Y para que entiendan por qué he ido eligiendo tales o cuales sabores e ingredientes les cuento un poco cómo es mi historia de vida.

Nací un enero de 1967 y crecí en una familia italiana, simple y vital en el barrio de Pacheco, partido de Tigre, provincia de Buenos Aires. Mis padres: María y Vicente; mi hermano mayor: Miguel. Mucho amor y mucha vida de vecinos y de trabajo. Alegría compartida, juegos, estudios, amigos y familia grande. En mi juventud, el deseo profundo de servir a los demás, sobre todo a los más pobres, me llevó a ingresar al Seminario de San Isidro. Después de años de preparación, me ordenaron sacerdote.

Mis comienzos los transité con gran pasión y entrega. Descubrí el poder humanizante de las comunidades, el amor de tanta gente que se iban convirtiendo en amigos y hermanos. La vida me fue poniendo delante situaciones tan duras y difíciles donde todo mi bagaje de teología comenzó a dar pruebas de insuficiencia. La muerte en sus distintas expresiones puso en jaque mis pretendidos saberes dogmáticos. El misterio del dolor y el sufrimiento comenzaban a tener cada vez más protagonismo. Mis armas para “salvar a la humanidad” exhibían su ineficacia. Entonces, la crisis personal no tardó en llegar.

Sin embargo, seguía viviendo mi sacerdocio con entusiasmo y compromiso, buscando ser original e innovador; queriendo tocar el núcleo más humano de las personas. No me alcanzaba predicar con prolijidad la enseñanza de la Iglesia, deseaba llegar al corazón de quienes me escuchaban. Hablar de Jesús fue tan apasionante como hablar de la humanidad. Después de haber pasado por muchas comunidades durante más de quince años, tuve una experiencia que transformó de un modo inesperado mi ser: el enamoramiento.

Recuerdo esos momentos en que un amor nuevo y exclusivo por una mujer, que con los años sería mi esposa, me cambiaron para siempre. Era como si todas mis aptitudes y capacidades se hubiesen potenciado de forma exponencial. Mi sensibilidad creció en permeabilidad, el amor por Jesús tomó otra dimensión y profundidad, mi relación con los demás se hizo más intensa, la capacidad de gozar y de sufrir adquirieron una hondura mayor.

Después de un gran discernimiento dejé el ministerio sacerdotal para comenzar a vivir otro misterio: el matrimonial. Junto a Ely, mi amada esposa, comencé un camino en donde toda la intensidad anteriormente nombrada siguió incrementándose. El amor seguía tomando mi vida de forma creciente. Mis deseos de servir a los demás seguían tan vivo como en los primeros años del seminario.

Esos deseos me llevaron a estudiar Counseling y luego Coaching. Desde esas profesiones hoy vivo y acompaño el misterio de la vida: la mía propia y la de quienes me buscan. Sigo sorprendiéndome por el poder transformador que anida en cada uno, por la pasión para salir adelante de cada persona. Me conmueve profundamente ser testigo del cambio y el crecimiento de tantos. Contemplar la fuerza que motiva a las personas a alcanzar su máximo potencial me llena de gratitud hacia Dios1 y hacia los demás.

Y la vida me sigue sorprendiendo: en el matrimonio, en mi trabajo, en la familia y amigos. Desde esta historia y con el deseo de seguir acompañando la vida de tantos es que he escrito estas páginas. Es mi aspiración más honda que estas palabras colaboren en el desarrollo y el crecimiento de cada uno.

Estos textos son la compilación de tantas horas de lectura, trabajo, estudio, vida. Son como distintas piezas de un único rompecabezas que es el ser humano. Un rompecabezas que cada uno tendrá que ir armando con su imagen propia y personal. Como si estas piezas pidieran, después ser rellenadas con la huella digital de cada lector. No alcanza con la imagen genérica del ser humano, es necesario completarlo con la identidad propia de cada uno. De lo contrario sería como una gran silueta sin rostro.

Por esto mismo, la invitación es que cada uno vaya deteniéndose en cada frase o párrafo que le llame la atención. Lo que a cada uno lo convoque será como la materia prima a trabajar; meditar lo suficiente como para hacerlo carne en su propia existencia. De qué sirven cantidades de textos teóricos que nunca terminan de incorporarse a la vida. Para qué escribir sino para que cada uno pueda encontrarse en el escrito. Para invitar al lector a detenerse, mirarse, admirarse, contemplarse. No digo que esté mal ir pasando las hojas con ánimo de terminar el libro, pero…

Demás está decir que este no es un texto de investigación científica; no pretendo ninguna ilustración erudita. Mi aspiración es simple y trascendente a la vez: compartir lo que he visto y oído, lo que he vivido y experimentado. Humildes verdades escritas en minúscula, con ánimo de generar diálogos, cuestionamientos, discrepancias. Abrir el juego más que cerrarlo; incomodar, hacer preguntas más que descansar en las respuestas. Siento que tengo una verdadera pasión por impulsar a otros a aventurarse fuera de su zona de confort.

1 Cuando nombre a Dios me estaré refiriendo siempre al Dios revelado por Jesucristo en la Biblia.

Capítulo 1

¿Cuál es la perfección en el humanismo?

Nuestras luces y sombras

Este apartado lo dedicamos a la pretendida perfección, y como haré tantas veces a lo largo de estos escritos, aclaro que se posiciona dentro del humanismo. Tal vez, parezca redundante esta indicación, pero creo que es necesario ubicarnos siempre en el ámbito del ser humano. No estamos aquí hablando de otros escenarios exactos o absolutos. Quizás haya espacios en donde se pueda llegar a encontrar lo exacto: la matemática, la química, la física. Aquellos en donde sea posible algo puro e impecable. No es nuestro caso. Por eso la aclaración en el título.

Y quiero comenzar el libro por este tema porque me da la sensación de que es algo sumamente abarcativo del deseo humano. Todas las personas podríamos enrolarnos en la búsqueda de la perfección. De una o de otra forma, la totalidad de los seres anhelamos llegar a algún escenario perfecto y acabado, tanto sea en lo material como en lo espiritual. De una o de otra manera todos estamos comprometidos con esta búsqueda y para ello recorremos distintos caminos: capacitaciones, estudios, hábitos, estilos de vida, etc.

Creo que con más o menos conciencia vamos identificando la perfección con la plenitud y la felicidad. La pensamos como una anhelada tierra prometida en donde, una vez alcanzada, sobrevendrá una vida plena y feliz. Así, de esta manera, vamos identificando la perfección con una meta al final de un camino arduo y tedioso.

Lo que aquí indagaremos también será en el “para qué” de esta búsqueda, qué es lo que realmente queremos alcanzar, qué creemos que cosecharemos de llegar a la tan ansiada perfección. No solo por qué la deseamos, sino también para qué la buscamos.

De este modo, propongo que tengamos primero un acercamiento a la perfección a partir de su etimología. La palabra perfecto proviene del latín y está compuesta por el prefijo per que da la idea de algo hecho hasta el final, algo completo y acabado (de allí las palabras: pervivir, permanecer, perdón). La segunda parte de la palabra (que proviene del verbo facere: hacer), factum hecho.

Estamos hablando entonces de una realidad sin fisuras ni faltantes, algo que está hecho por completo y hasta el final. Estas realidades acabadas y terminadas parecen hacer referencias al terminar de un proceso más que a algo que está en camino. Si pensamos, por ejemplo, en los estudios universitarios, ubicaríamos a la perfección en el final de dicho camino; el momento de la graduación y la entrega de diplomas. Donde solo allí se completaría el proceso de formación y estudio. El tema es que nuestra vida humana es un proceso y no algo culminado. Como el título de este libro lo anuncia: el camino de ser humano. Una realidad nunca agotada ni acabada.

Surge así en nosotros un constante trabajo de autoconocimiento en el que vamos descubriendo luces y sombras, aspectos agradables y otros un poco menos. Nuestros costados más luminosos nos generan alegría y gozo; buscamos exponerlos y publicarlos. Por el contrario, aspectos más oscuros que nos generan frustración, desazón y tristeza. No nos es grato cuando quedan a la vista de otros. En esas circunstancias buscamos excusarnos diciendo un sinfín de argumentos y explicaciones: que no fue nuestra intención, que le pasa a todo el mundo, que no se volverá a repetir, etc.

En esas situaciones aclaramos que nuestros errores y deslices han sido circunstancias extraordinarias que no representan el normal y habitual desarrollo de nuestra vida. Como si fuera un inesperado “fallo de sistema” que rápidamente se vuelve a corregir. No vaya a ser que los demás crean que algo en nosotros no anda bien o que estamos lejos de la perfección.

Frente a esta universal realidad humana, aparece la búsqueda de la perfección. Y frente a las “imperfecciones” parece lógico que procuremos extirparlas para estar un poco más cerca de la tan anhelada excelencia. De este modo, nos encontramos con una gran cantidad de momentos para identificar errores y falencias, pero escasos para el reconocimiento de logros y aciertos. Por algún motivo, parece que lo primero fuese más valioso que lo segundo. Como si saber cuáles fueron los errores fuese más importante que saber de los aciertos. Sin embargo, no tiene ningún atractivo detenernos en los equívocos; nos traen sabores amargos y recuerdos desabridos.

Recuerdo con muy poco cariño la cantidad de evaluaciones hechas al finalizar algún proyecto o trabajo; era sumamente necesario puntualizar y detallar cada uno de los errores cometidos. Y esta minuciosa contabilización prometía no caer más en aquellos errores y, por ende, acercarse a lo impecable. En definitiva, la cosecha de todas aquellas evaluaciones era el sinsabor y la frustración de no haber estado a la altura, de no haber sido suficientes, de haber fallado una y otra vez.

La prometida perfección que auguraba aquella ingrata tarea no llegaba nunca. Evaluaciones puntillosas para evidenciar errores y no volver a cometerlos nunca más. Bueno, la vida no se ajustaba a estas promesas tan seductoras. Los errores y las consiguientes frustraciones volvían una y otra vez. En más de una ocasión hasta nos dábamos el lujo de crear nuevos tropiezos y desaciertos.

¿Para qué la perfección?

El pensamiento que nos gobernaba en aquellas evaluaciones podría sintetizarlo así: a menor cantidad de errores correspondería una mayor proximidad a la perfección; y el resultado de esta sería una mayor aceptación y el amor de los demás. Una dinámica en apariencia impecable: cuanto más perfecto, más querido.

Creo que la búsqueda de la perfección tiene una fuerza enorme que atrae. Me parece que así entendida tiene que ver con realidades absolutas; tan puras que no tengan contaminación que nada las opaque. No obstante, me pregunto si semejante realidad es posible en nuestro mundo. Si tal pureza es real tratándose no de sustancias químicas sino de vidas humanas.

Es que no estoy seguro de que las palabras: absoluto, todo, puro, siempre, nunca, etc., sean términos que nos ayuden en el ámbito humano. No sé si son palabras del orden de lo terrenal; acaso sean divinas. Sin embargo, las usamos con tanta frecuencia como displicencia. “Vos siempre me hacés lo mismo”, “Nunca me escuchás”, “todo me sale mal”, etc. Creo que hay un mundo en donde estas palabras pueden tener vigencia: el mundo de la fantasía; allí donde todo es posible y nada tiene límites. Y una vida así es más que atractiva: nada de restricciones ni de frustraciones. Posibilidades infinitas para una vida infinita. Lástima que esto sucede solo en el plano de nuestra imaginación.

Y tal vez, sobre este punto se apoye el poder de atracción que tienen tantos films de superhéroes. Personas con capacidades ilimitadas que superan nuestra humana realidad y tanto nos atrae imaginarnos como estos personajes de películas que los vemos con una infantil envidia sobrepasar cualquier límite; ser capaces de doblegar todo tipo de injusticia y maldad; superar obstáculos aparentemente insalvables. La omnipotencia siempre fue un fruto codiciado.

Me pregunto también qué es lo que motiva esta búsqueda de perfección. Y creo que una de las respuestas puede ser el miedo. Siguiendo la ecuación que más arriba describíamos, considero que el miedo a no ser aceptado o no ser querido está en el origen de esta búsqueda desesperada. Buscar no tener fisuras en mi hablar, en mi forma de escribir; buscar no tener yerros en mi vivir.

¿Todo esto para qué?, ¿para deslumbrar a los demás?, ¿para obtener el beneplácito y la aprobación de otros?, ¿para cosechar la admiración, el favor y el cariño de las personas? Porque, en definitiva, ¿quién no quiere saberse y sentirse querido y aceptado? ¿No es esto lo que buscamos desde pequeños?

Otra posible razón en esta búsqueda de perfección puede ser llegar a este escenario acabado para que nadie pueda hacernos una crítica, una observación, una corrección. Si lográramos alcanzar semejante nivel, pues entonces nadie tendría autoridad ni jerarquía para corregirnos. Seríamos incuestionables e indiscutibles; una conducta y un pensamiento categórico e irrefutable. Nadie nunca podría poner en duda ni una sola de nuestras verdades, ya que estas serían absolutas.

Una vez que hemos llegado a semejante altura, nuestro ego rebosaría de alegría al poder ver a los demás por encima del hombro, porque mirarlos desde esa superioridad nos haría sentir tanto más importantes y destacados. Ya el no ser como la media de las personas sino formar parte de ese selectísimo grupo de perfectos. La hinchazón de nuestro ego haría que colapsen las costuras de nuestra ropa.

Vuelven a nosotros, entonces, aquellos superhéroes de película, siempre queridos por todos. Salvo, claro está, por crueles villanos que solo pretenden difundir el mal y la violencia. Quién no ha soñado con ser alguno de esos justicieros defensores de los más débiles. Cuando era pequeño yo contaba con el debido disfraz de superhéroe. En mi caso, se trataba de un ídolo más bien humano sin demasiados superpoderes. Con mi capa y antifaz (cosidos a mano por mi mamá) me convertía en El Zorro y así salía en defensa de pobres pobladores que habitaban mi frondosa imaginación. Aquel disfraz me dotaba de capacidades imbatibles en la lucha contra el mal. Creo que sin darme cuenta, aquel disfraz se me fue haciendo carne y quedó en mi interior por mucho más tiempo. Durante mi vida sacerdotal, más de una vez intenté ser salvador, sin demasiado éxito. Lo único que coseché fue un montón de frustraciones y el comienzo de una gran crisis personal.

Cuántas veces, tal vez durante la adolescencia, sentimos la amenaza de ser distintos, de tener una falla, de no ser como los demás, de poseer una deficiencia (en lo deportivo, en lo intelectual, en lo emocional, en lo corporal). Y era esta terrible posibilidad la que prometía apartarnos de la perfección y de la normalidad. ¿Qué pasaría entonces con el amor y el aprecio de los demás? ¿Quién podría querer alguien imperfecto y raro? ¿Qué chica o qué chico se fijaría en alguien defectuoso?

De hecho, hoy en día, se sigue mostrando en los medios de comunicación que las personas más atractivas y sexis son poseedoras de un cuerpo “perfecto”. Más allá de las bondades para la salud, el tener un cuerpo cuidado, me pregunto el porqué de tantos gimnasios y centros de estética. Difícilmente, haya algún barrio en donde no nos encontremos con alguno de ellos. Entonces ¿cuál es el cuerpo perfecto?

De nuevo aparece la fuerza de aquella ecuación más arriba nombrada: lo perfecto atrae mientras que lo imperfecto genera rechazo. Y nadie quiere estar en la segunda parte de dicha fórmula.

Más allá de las bondades que han traído las ya no tan novedosas cirugías estéticas, habría que preguntarse hasta qué punto no se han convertido para algunos en un camino de búsqueda de lo perfecto. Por supuesto que en el ámbito de la estética la categoría de perfección no siempre es tan clara.

Cuándo un rostro es perfecto, cuándo un cuerpo lo es. No resulta tan fácil responder. Entiendo que hay parámetros médicos que proponen que para ciertos cuerpos es adecuado cierto peso. Pero más allá de esas referencias médicas, creo que para algunos es muy fácil embarcarse en un camino obsesivo de búsqueda de perfección. Infinidad de cirugías y dietas que prometen alcanzar la tierra prometida de la belleza. Lástima que el paso inexorable del tiempo hace que vuelvan a ser necesarias otras cirugías.

Una de las expectativas más primitivas de toda persona tiene que ver con ser querido, aceptado y amado. Desde muy pequeños hacemos y decimos cosas muchas veces motivados por esta búsqueda. Nuestro modo de vestir, de hablar, de actuar está tantas veces teñido por esto. La mirada de los demás, sobre todo la de aquellas personas significativas, nos va ayudando a construir nuestra identidad. Nos importa mucho la mirada de nuestros padres, de las personas queridas; no nos es indiferente su valoración.

De alguna manera, nuestra ética y nuestra moral también se van construyendo a partir de la valorización de los otros sobre nuestros actos. Cuando niños, si nuestros actos eran felicitados por nuestros mayores, ello afianzaba nuestra autoestima y valoración personal; nos sentíamos importantes y reconocidos2. Lo pregunto desde otro lugar, ¿por qué me enfada tanto descubrir mis errores?, ¿por qué me enoja tanto que el fruto de mis manos tenga imperfecciones?, ¿no será porque tal vez crea que allí se está jugando mi validez como persona? De tener una conducta con fallos y “pecados” ¿podría inferir que el valor de mi persona sería también pobre? La temible conclusión: una conducta defectuosa corresponde a una persona poco valiosa y moralmente pobre. Una posibilidad aterradora.

Sin ir más lejos, ahora mismo me acecha el deseo de escribir a la perfección; que mis palabras sean brillantes, que la redacción no tenga fisuras, que la narración sea poderosa. Todo inmaculado y sin tachaduras. Pero ¿si yo mismo no soy así, por qué lo sería el fruto de mis manos? ¿Qué es lo que busco hacer en realidad? ¿Alcanzar la perfección estilística para impresionar al lector o bien ser un compañero de camino que estimule el pensamiento y la reflexión? ¿Qué es lo que busco? ¿Ser admirado o acompañar la vida y el crecimiento de los demás? ¿Cosechar admiración o estar al servicio? En primer lugar, y antes que nada tengo que responder que busco comunicar y compartir mis verdades. Admitiendo que tal vez se cuele en este deseo la búsqueda de algún aplauso.

De algún modo, puede que esta búsqueda perfeccionista se disfrace de algo noble y aparentemente inocente: querer decir algo original. De nuevo, mi ego se siente sumamente atraído por esta posibilidad. Ser yo el creador de una idea absolutamente nueva, nunca dicha. Imaginar la admiración de los lectores al encontrarse con algo disruptivo, innovador y luminoso. Imaginarme a la altura de un creador y no de un divulgador. Que me importe más ser original y no genuino y humilde.

No estoy tan seguro de que sea posible una originalidad tan pura y absoluta. Más bien creo que no. Me da la sensación que para los seres humanos el terreno de la creatividad tiene que ver con una novedad no tan absoluta, sino más bien relativa. Como si fuera una creatividad con minúscula.

Miguel Ángel Buonarroti, escultor, pintor y arquitecto del renacimiento italiano, tenía una profunda conexión emocional y espiritual con sus creaciones. Su enfoque artístico se basaba en la creencia de que las formas ya existían dentro del bloque de mármol, y su tarea como escultor era liberar esas formas mediante el proceso de tallado. Él decía que su trabajo era “simplemente” quitar los pedazos sobrantes de la piedra. Esta perspectiva se alinea con la idea renacentista de que la perfección y la belleza se pueden encontrar en la naturaleza y que el arte es una forma de revelar esas cualidades inherentes.

Entiendo que, una vez más, mi ego clama por originalidad para pretender reconocimiento y aplauso. Sin embargo, mi humanidad entiende que lo más valioso es mi honestidad. Poder escribir sobre lo universal y lo humano que nos atraviesa a todos, para que cada uno se vea reflejado en estas páginas. Más que aplausos lo que quisiera buscar es una comunión con el lector.

Tal vez sea esta una tensión más de mi vida. Y otra vez, lo que me allana el camino para salir de este brete vuelve a ser la humildad. Entiendo que el obrar virtuoso de alguien hace que su vida adquiera un plus de valoración. Una persona que, por ejemplo, ha descubierto una vacuna posee una apreciación especial; alguien que ha contribuido grandemente al bienestar humano es destacado por sobre el resto. Sus vidas así alcanzan un reconocimiento mayor, ya que se convierten en personas altamente reconocidas y con un prestigio mayúsculo.

Ahora bien ¿se podría decir que alguien que ha atentado contra la vida de otros ha perdido su valor como persona? ¿Deja de valer la vida de quien no solo no ha colaborado, sino que también ha violentado el bien común? ¿Es que el valor de un ser humano depende pura y exclusivamente de su obrar?

Si llevamos este postulado al extremo, pues, entonces quienes tienen menos aciertos valen menos. Sería el caso de niños pequeños que se equivocan sobremanera, ancianos que no logran tener la precisión de la juventud, quienes poseen alguna enfermedad mental, etc. Todas estas personas cuyas conductas no son prolijas ni acertadas quedarían abarcadas por esta des-valoración. Gracias a Dios esta hipótesis repugna a nuestra sensibilidad, ya que nos parece un disparate que alguien carezca de valor por el hecho de no ser preciso en su obrar. Al menos hoy nos repugna, no sé mañana.

¿Cómo valora la cultura en general este tipo de situaciones? En el caso de los ancianos tiendo a tener una respuesta. No estoy tan seguro de que la sociedad valore real y no discursivamente a quienes ya no logran producir bienes o servicios dada su edad o algún impedimento físico. De hecho, ya contamos con leyes que autorizan que una madre se deshaga de su hijo por nacer porque este no estaba planificado o porque interrumpe planes de la vida materna o paterna. Me pregunto, por otro lado, si tantos “descuidos” de los gobiernos en el cuidado de los más desprotegidos no tenga que ver con esta desvalorización de la vida humana3. También me pregunto si la justicia resguarda y protege la vida de todo y cualquier ser humano o tal vez se dedique más a unas que a otras. En uno o en otro caso parecería que a las personas no siempre se les reconoce su valor.

Aquí tenemos que recordar un aspecto del que se habla mucho, pero que creo que no está suficientemente apreciado: la dignidad4 de toda persona. Esa cualidad que hace valioso a cualquier hombre, o mujer, solo por el hecho de serlo y cuya apreciación no está supeditada al obrar sino al ser; y por ende, que es imposible que se pueda perder. Porque es algo que está más allá de toda discusión, de toda moralidad, de toda conducta inadecuada. Como si fuese un valor grabado en el mismo ADN humano.

Una valoración que hace que toda vida humana sea sagrada, más allá de su situación o de su ética. Hoy por hoy, a diferencia de otras épocas y culturas, se valoriza con mucha intensidad la ecología y el cuidado de la naturaleza. Desde las escuelas a los más pequeños se les enseña, con gran acierto, el valor inestimado de cada ser viviente, de cada integrante del ecosistema. ¡Cuánto más, entonces, de cada ser humano!

Otro aspecto en esta búsqueda de perfección puede ser el deseo de control. Deseo e ilusión a la vez: que nuestra vida y las circunstancias que nos rodean estén bajo nuestro control. Y probablemente algo de este enunciado tenga validez. Si tener la vida en nuestras manos significa que somos plenamente responsables de ella, entonces me anoto en esa formulación. Si, por el contrario, significa que tendremos control de todas las circunstancias que hemos de vivir, pues entonces me bajo de esa consigna.

Es casi tragicómico que todos estemos de acuerdo en que no podemos manejar los avatares y las circunstancias de la vida. Sin embargo, más de una vez nos encontramos queriéndolos dominar. Aun sabiendo de nuestras limitaciones, volvemos a la carga con esta búsqueda. A lo mejor, nuestros feroces enojos frente a realidades que no han sido como las planificamos vengan a dar cuenta de nuestro escondido deseo de control.

¿Cómo medir la perfección?

Otras preguntas me surgen al pensar en la perfección: ¿cómo determinar que algo o alguien es perfecto?, ¿no es la perfección un juicio que hace alguien sobre una realidad? Y si fuera así, ¿con qué parámetros juzgar la perfección humana? Para considerar perfecto a algo siempre es necesario hacer un juicio y contrastar la realidad determinada con ciertos parámetros.

En el ámbito del atletismo hay normas que marcan cuándo una ejecución es perfecta y cuándo no. Después de la actuación del atleta, el jurado contrasta su despliegue con ciertos parámetros preestablecidos y conocidos por el deportista. A partir de aquí, habrá un juicio que calificará como más o menos perfecto su despliegue deportivo.

El problema es que esos parámetros en otros ámbitos no son tan claros ni explícitos. Cómo definir si algo es bello, cuáles son los parámetros para realizar semejante consideración. Tales son los casos de la pintura, de la música, etc. Pasa que rápidamente juzgamos como feo o lindo algo que escuchamos o vemos.

“Esa música es una porquería” dice más de un padre al escuchar la música preferida del hijo adolescente. Difícilmente escuchemos decir “a mí no me gusta tal o cual música”. Puede que dicho padre crea que sus parámetros de belleza son objetivos y verdaderos y que los de su hijo sean subjetivos y caprichosos. Si esto no alcanza, echaría mano al argumento de que “antes las cosas eran mejores; ¡esa sí era música!”. Me rio y me avergüenzo un poco, ya que en más de una situación con no poca arrogancia dije palabras similares.

Es hasta gracioso pretender que yo pueda tener parámetros objetivos de belleza para juzgar la estética de algo. Entiendo que en el arte hay ciertos lineamientos generales que, al menos, hay que conocer. En la música las notas tienen que tener cierto orden; hay reglas de composición en la pintura o en fotografía. Sin embargo, estos parámetros debieran estar al servicio del arte y no al revés. A más de un artista se lo ha condenado porque su obra era juzgada “objetivamente” como un espanto, un desastre, algo de mal gusto, una ofensa para el arte en general.

Un poco de historia. Imaginemos a los críticos del gran pintor Picasso frente a su famoso cuadro Las señoritas de Avignon (1907); espantados y horrorizados ante lo que veían. Con esta obra, Picasso atentaba contra los cánones tradicionales de belleza y espacio. Sin embargo, con ella creó una nueva percepción de la realidad. La antesala del cubismo y el inicio del Arte Moderno.

Vincent Van Gogh (1853-1890) durante su vida logró vender solo dos cuadros de sus más de dos mil obras. Sufriendo de una enfermedad mental y deprimido aún más por su falta de éxito, Van Gogh se suicidó a la edad de 37 años. En 1990 su obra El retrato del Dr. Gachet fue vendida en 82,5 millones de dólares.

Un ejecutivo de una empresa discográfica, Decca Records, no quiso firmar contrato con unos muchachos de Liverpool, porque consideraba que las bandas con guitarras estaban en decadencia y pronto desaparecerían de la escena musical. Esos muchachos se harían llamar The Beatles.

En 1919 Walt Disney fue despedido del diario local Kansas City Star, porque, según su editor, “le faltaba imaginación y no tenía buenas ideas”. Lo que siguió casi todos lo conocen.

Tal vez, también en lo artístico haya una búsqueda un poco inconsciente de pretender alcanzar lo perfecto. Incluso con el conocimiento de que la perfección no es algo que pueda aplicarse al arte, puede que, igualmente, haya quienes intenten alcanzarla. Y esto puede estar relacionado con la necesidad de ceñirse a lo conocido; no salirse de los parámetros habituales considerados normales.

Los ejemplos que nombramos más arriba de las críticas recibidas por grandes artistas tal vez tengan que ver con esta tendencia. Que nadie se salga de lo esperable, de lo que la mayoría considera adecuado y normal. Y es que lo conocido da seguridad. Por el contrario, lo disruptivo puede que genere incertidumbre e inquietud. Dos emociones que no siempre son bienvenidas. En definitiva, lo desconocido no siempre tiene buena prensa.

¡Qué difícil es juzgar la perfección en el arte!

Pero cómo trasladar el juicio de perfección a la vida de las personas, dónde encuentro esos parámetros para saber qué vida se acerca más a la perfección. Tal vez para algunos este indicador sea la moral, los criterios éticos con los que una persona vive. En este sentido, la perfección de una persona se mediría según su capacidad para generar bienestar tanto para sí misma como para los demás.

Personas con una ética intachable, con principios de conducta envidiables. Personas que destacan por su forma se comportase, por honrar la palabra dada. Capaces de cumplir a rajatabla cualquier compromiso asumido, aún a costa de muchos sacrificios. Seguramente hemos conocido a más de una persona así. Por algún motivo, dichas personalidades parecen que forman parte de la época de nuestros abuelos.

Tal vez para otros la perfección tendrá que ver con el grado de inteligencia y de destreza racional. Cuántas veces en las conversaciones de sobremesa se destaca la inteligencia de algún fulano. Que alguien acumule una lista de títulos es encomiable y meritorio. Ni hablar si posee una licenciatura, un doctorado. En una época, el gran anhelo de los inmigrantes europeos era tener un hijo “doctor”. Ser ingeniero da la sensación de alguien que sabe mucho. No creo que se piense popularmente lo mismo de quien se dedica al arte, por ejemplo.

Otros pensarán que la perfección tiene que ver con la belleza de los cuerpos. Días y horas invertidos en gimnasios y centros de estética para esculpir un cuerpo bello y armonioso. Otros se enfocarán en la estética de los discursos y del habla (yo podría estar en este grupo). La elección precisa de las palabras, las metáforas, las imágenes. Que las ideas sean expresadas con belleza y armonía.

Así, parece que hay un sinnúmero de normas y cánones que pretenden medir la perfección.

La perfección del amor

Si yo tuviese que elegir algún parámetro elijo el amor. Pero no cualquiera sino el único del que puedo ser capaz: el amor humano. Y al decir esto, estoy hablando no de una realidad químicamente pura. El amor que yo conozco es uno cargado de tensiones, de idas y vueltas, de ambigüedades; a veces tiene que ver con el narcisismo aunque mucho más con la empatía. Es un amor que va creciendo entre luces y sombras, entre entregas generosas y retaceos egoístas. Este amor, antes que nada, acepta ser lo que es y deja de lado la ilusión de ser lo que nunca podrá ser: algo puro.

Y es que se ha romantizado tanto el amor edulcorándolo con poemas que parece que las personas que aman fuesen de otro planeta. Seres casi angelicales que solo son movidos por un amor impecable e inmaculado. El amor de los cuentos fantásticos, el amor de las canciones románticas, el amor de las historias rosas. Un amor sin tensiones, sin contradicciones ni altibajos. Más bien inhumano.

Pensar en un amor verdaderamente humano me genera amplitud y serenidad; todo lo contrario de lo que suscitaba la idea de perfección como realidad definitiva e inmutable. Este amor tan humano es capaz de convivir en paz con mis yerros, porque se lo puede mencionar de varias maneras, y una de ellas es con la palabra perdón. Un amor que no es ingenuo y sufre ante un gesto de egoísmo; un gesto propio o ajeno. Un amor que no es angelical y sobrelleva con heroísmo el desprecio. Un amor que mueve a transformar la realidad y no ser indiferente a la injusticia.

Recuerdo aquí a tantos padres y hermanos que cuidaron y compartieron la vida con algún familiar con cierta discapacidad física o mental. La mayoría de ellos, sino todos, después de una lógica y humana etapa de crisis, testimoniaba su gratitud por todo lo aprendido y recibido de ese familiar “imperfecto”. Se consideraban bendecidos por haber sido elegidos para acompañar esa vida tan especial. Subrayaban dos aspectos: el aprendizaje y el amor dado y recibido. Recuerdo tantos testimonios conmovedores de muchos padres: “Dios nos eligió para que cuidáramos de este hijo tan especial; y somos nosotros los agradecidos”.

Y si me acerco al amor, quizá, me vaya alejando del miedo a no ser querido. Si el escenario donde vivo está sostenido por el amor, entonces el miedo a ser rechazado tendrá menos espacio, porque seré yo mismo el primero en aceptarme y recibirme. Y entenderé pacíficamente que es probable que haya personas que no me reciban y acepten; y seguiré en paz. Entenderé en mi corazón que no necesito correr tras la ilusión de la perfección (que, por otra parte, será siempre inalcanzable) para ser feliz.

Qué oasis vivir en una familia en donde se respire este amor de aceptación incondicional. Creo que los niños lo perciben de inmediato; por eso un pequeño puede regalarle a su madre, lleno de orgullo, su pequeña obra de arte o su dibujo. No conciben la posibilidad del rechazo porque respiran la aceptación que reciben de sus padres. Esta aceptación y amor tan categóricos promueve el despliegue y la creatividad. El miedo a la crítica no tiene lugar.

Para las personas que crecen en estos entornos no es ninguna catástrofe que alguien, por opinar o pensar distinto, no los acepte en la vida. Más todavía, no es ninguna tragedia que ese tal no solo no lo acepte, sino que además lo desprecie en su corazón. En definitiva, ese desprecio que tenga será signo de su pobreza humana o de su falta de amplitud mental.

Cómo quisiera tener esta claridad en todas mis relaciones interpersonales. No siempre me sucede. Más de una vez mi corazón queda perturbado y dolido ante un rechazo o una incomprensión. No me es tan fácil pensar que el rechazo del otro es lo que le pasa a él y no a mí. Cuando los demás no están de acuerdo con mi mirada no actúo siempre con esta serenidad emocional.

Pero sin llegar a un grado exagerado de animosidad y odio, entiendo que no es necesario que los demás tengan que estar de acuerdo con mis criterios y juicios. No estar de acuerdo con alguien no significa necesariamente perder el amor o la aceptación mutua. Por ejemplo, no necesito estar de acuerdo con mi esposa para mantener vivo el amor que nos une; necesito estar de acuerdo con ella para programar nuestras vacaciones o para hacer una compra. Me parece que esta es otra idea romántica del amor: tener que estar de acuerdo siempre y en todo. Creo que esto tampoco es humano. No conozco relaciones en donde esto suceda siempre y en todo momento.

Tal vez cierta idea de romanticismo también haya sido incorporada como parámetro para la perfección. La ilusoria pretensión que en una pareja ambos gusten de lo mismo, estén siempre unidos en las mismas actividades, pensamientos, deseos. Casi que en vez de dos personas sean una. De aquí a la confusión de identidades hay solo un paso. Esas parejas que ostentan no tener ni una sola discusión, “ni un sí ni un no”. Una relación más angelical que humana.

El mismo espíritu romántico también puede teñir la relación con los hijos. El deseo que en ella no exista nunca una crisis; que el vínculo fluya de modo aceitado y espontáneo. Un entendimiento constante que no deje espacios para enojos o rabietas. De nuevo, un vínculo más angelical que humano.

La perfección como autorrealización

Tal vez la idea de autorrealización tenga que ver con la búsqueda de la perfección. Puede entenderse de diversos modos. Algunos piensan que se trata de completar y realizar hasta el extremo algo que está como escondido en el ser de la persona. Da la idea de terminar de desplegar algo que está como replegado en el interior del ser humano; algo de esto está relacionado con la palabra educación5.

Así, la autorrealización o despliegue de un niño llegaría en su madurez; mientras niño estaría “no-realizado” o en camino. Tal era la idea de Aristóteles: poner en acto o concretizar una forma de ser que estaba en potencia o germinalmente en el interior de la persona. En este sentido, como decía antes, tal autorrealización solo se concibe en la edad de la adultez. Parecería imposible la autorrealización de un niño.

Desde una perspectiva religiosa alguna vez se pensó que la autorrealización tendría que ver con imitar virtudes y talentos de hombres y mujeres santos. En este sentido, más que un desenvolvimiento de una identidad escondida tenía que ver con adquirir hábitos y costumbres copiadas de personas virtuosas. El objetivo aquí era “ser como ellos”. La vida de santos y sus virtudes heroicas (a veces relatadas con un poco de exageración) eran leídas por el creyente para poder replicarlas. Sus vidas eran modelos a seguir.

Uno de los libros más difundidos de espiritualidad cristiana se llamó Imitación de Cristo (año 1418). Su objetivo era: “instruir al alma en la perfección cristiana, proponiéndole como modelo al mismo Jesucristo”. De esta manera, la perfección cristiana consistiría en copiar vidas excelentes, teniéndolas como referentes para la propia conducta. Lo paradójico es que, de seguir a rajatabla la consigna de copiar a Jesús, pues, entonces, nadie debería formar familia ni tener hijos. Además, quién y cómo llegaría a semejante proeza: imitar a Cristo.

No concibo que nadie tenga que imitar a nadie. Que apreciemos y valoremos distintas personalidades no significa que tengamos que copiarlas (que, por otra parte, lo considero inviable). Dónde quedaría lo original de cada uno si nos dedicáramos a copiar a otros, a los que consideramos perfectos.

Respecto de la perfección humana dice Gallwey6:

“Cuando plantamos en la tierra la semilla de una rosa vemos que es pequeña, pero no la criticamos ni le decimos que “no tiene raíz ni tallo”. La tratamos como a una semilla, y le damos el agua y alimento que necesita una semilla. Cuando asoma por encima de la tierra no la consideramos inmadura y subdesarrollada, ni criticamos sus capullos por no estar abiertos, cuando aparecen. Nos maravillamos del proceso que tiene lugar y ofrecemos a la planta los cuidados que necesita en cada fase de su desarrollo. La rosa es una rosa desde que es semilla hasta que muere. En su interior, en todo momento, está contenido todo su potencial. Parece estar en constante proceso de cambio; sin embargo, en cada estado, en cada momento, es como es”.

Cuánta enseñanza la de la semilla ¡Ella es tan completa y perfecta en sí misma! Es perfecta y redondamente toda ella semilla; no le falta nada para ser lo que es. No tiene carencias en su interior que le impidan cumplir con el sentido de su vida. Es cierto que necesitará de circunstancias externas tales como la tierra, el agua, el calor, para poder convertirse en planta. Un ambiente adecuado le ofrecerá la posibilidad de un crecimiento y despliegue proporcionales.

Sin embargo, todo ese cúmulo de vida encerrado en sí misma es suficiente para llegar a ser la planta que pueda, en el tiempo que pueda y con el desarrollo que pueda. Visto de este modo hasta podríamos decir: la semilla perfecta.

Difícilmente a alguno se le ocurra criticar a la semilla por no ser planta. Como semilla no le falta nada; ser planta es una posibilidad no una falta. Nadie pensaría que una semilla es inmadura porque le falta ser planta. Y si llegara a serlo ¿pues entonces la criticaré porque le falte crecer? ¿Y cuando crezca la juzgaré porque le falten frutos?, ¿y cuando los tenga la miraré duramente porque no ha dado tantos frutos como otra planta cercana?

Si miro a un niño, ¿diré que es inmaduro porque todavía no es adolescente? Ser adolescente no es una falta sino una posibilidad (que en términos absolutos puede no darse). Y si miro a un joven lleno de ilusiones, tal vez lo mire con sorna pensando o diciendo “ya se te va a pasar, la vida te va a ir acomodando, ¡todo lo que te falta pibe!”.

Si contara con dos plantas de limón y una diera 10 limones y la otra 5, ¿cuál de las dos sería la planta perfecta? Creo que tendemos a pensar en la primera. Qué difícil no mirar a la segunda como deficitaria y pobre. Y tal vez ella dio todo lo que tenía para producir aquellos valiosos 5 limones; tal vez puso todo su empeño y energía. Qué injusta termina siendo la comparación.

Lo complicado es cuando esto lo hacemos con nuestros hijos. Cuántas veces escucho a algunos padres decir contrariados: “Pero si yo los eduqué igual a los dos, les di lo mismo, el mismo cariño y la misma educación; ¿por qué uno salió así y el otro no?”. ¿Cuál es el hijo perfecto?, ¿el que logra completar un estudio universitario y crece económicamente con un trabajo que le da progreso? De nuevo, ¿qué es la perfección en el humanismo?

Además ¿qué significa la palabra progreso hablando de los hijos? ¿Cómo medir el progreso humano? ¿Bajo qué parámetros digo que un hijo progresa y el otro no? Tal vez la palabra esté demasiado vinculada a lo económico, a lo laboral; no sé si tanto está unida a lo humano y afectivo. Cuándo creo que mi vida progresa: ¿cuando gano más?, ¿cuando me dan un trabajo mejor?, ¿cuando logro completar un duelo?, ¿cuando puedo perdonar a alguien?, ¿cuando puedo sostener un vínculo afectivo?

¿Y si el verdadero propósito de la semilla no consiste en convertirse en una planta? De hecho, no todas las semillas tienen el mismo final. Para cuántas semillas su sentido más profundo es transformarse en alimento. Algunas son trituradas y molidas, tal el caso del trigo para llegar a su destino de harina. Pues entonces, cuando estoy delante de una semilla ¿cómo puedo saber qué le falta para que esta logre el sentido de su vida?

Y cuando estoy frente a una persona ¿cómo puedo saber qué le falta para que su vida sea valiosa? ¿Qué nos falta, en el caso de que algo nos falte? Por supuesto que como posibilidades y oportunidades los escenarios son casi infinitos. Pero una cosa es lo que la vida es y otra lo que puede llegar a ser. ¿Desde dónde miro la vida, la mía y la del otro?, ¿desde lo que puede llegar a ser o desde lo que es?